Aunque en nada compense la pérdida que ha significado su muerte, recordar la obra literaria de Luis Sepúlveda es contribuir a que su presencia siga viva de algún modo. Los muchos años de residencia en Gijón (desde 1997) no agotan su relación con Asturias: en 1988 obtuvo el Premio Tigre Juan de Novela Corta con Un viejo que leía novelas de amor, donde fijaba los recuerdos de sus experiencias cuando en 1978 vivió en la Amazonía ecuatoriana, y cuyo éxito habría de suponer algún tiempo después la irrupción de su autor en el ámbito entonces prestigioso de la novela latinoamericana. “Esquivando la escuela del realismo mágico, tan en boga en los últimos años, la creación de Luis Sepúlveda discurre por las nuevas corrientes de una escuela narrativa que hace hincapié en la «magia de la realidad»”[1], se podía leer en el prólogo a la primera edición. Lo cierto es que ni el realismo mágico había estado en boga en los años precedentes (aunque el Premio Nobel adjudicado en 1982 a Gabriel García Márquez hubiera actualizado la significación de Cien años de soledad e incrementado su difusión internacional), ni Un viejo que leía novelas de amor era ajena al registro hiperbolizante de aquella famosa novela, a su narración imperturbable de sucesos increíbles, como puede comprobar cualquiera que se acerque al relato protagonizado por Antonio José Bolívar Proaño y advertir las reiteradas menciones de su difunta esposa Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo.

Sepúlveda volvía a proponer al lector un mundo irreductible a los modos del pensamiento europeo y asociado con frecuencia a lo mítico, a lo primitivo, a lo popular o no intelectualizado. Ciertamente, las diferencias eran notorias. La magia de la realidad parecía acentuarse al recuperar espacios que la literatura hispanoamericana contemporánea había marginado en aras de su modernización. Al releer ahora Un viejo que leía novelas de amor no he podido no recordar la selva devoradora de La vorágine, de José Eustasio Rivera, o a los jíbaros y záparos de Cumandá o un drama entre salvajes, de Juan León Mera. Esa recuperación inevitablemente resultó condicionada por inquietudes ecologistas que actualizaban la imagen del buen salvaje y subrayaban su adaptación a una naturaleza solo agresiva con los que pretendían devastarla, estos decididamente ligados al capitalismo y al poder de quienes lo ejercen en Latinoamérica por delegación del imperialismo. Esta perspectiva histórica y política invalidaba cualquier interpretación “metafísica”: el mundo latinoamericano no estaba al margen de la historia, más bien era su víctima[2]. Además, Un viejo que leía novelas de amor ofrecía otros aspectos de interés, acordes con orientaciones de la narrativa hispanoamericana que entonces parecían novedosas y que esa novela venía a fortalecer: el título y la tal vez inverosímil afición del casi analfabeto protagonista a leer melodramáticas historias de amor —cabe suponer que en la línea de El Rosario (1909), la novela de Florence L. Barclay mencionada en el relato— se ajustaban a la entonces extendida pretensión de asimilar géneros antes incompatibles con la calidad de la verdadera literatura.

Las novelas posteriores de Sepúlveda habrían de ofrecer otras particularidades, pero las señaladas pueden servir para iniciar un acercamiento al conjunto de su obra. No es difícil advertir en Yacaré, relato que el diario madrileño El País publicó por entregas en 1997, inquietudes similares a las mostradas por Un viejo que leía novelas de amor, ahora al narrar la sucesión de asesinatos con curare cometidos por los últimos indios anaré, en venganza por las muertes de los miembros de la tribu perpetradas por quienes violan la prohibición de cazar yacarés en El Platanal, la llanura aluvial del Mato Grosso brasileño y las zonas limítrofes del Paraguay y Bolivia. Pero Sepúlveda ya había encontrado otro ámbito sobre el que verter sus inquietudes ecologistas: el narrador de Mundo del fin del mundo[3] era alguien que en su juventud, animado por la lectura de Moby Dick, se embarcó en una ballenera y años después regresaba al sur de Chile como miembro de Greenpeace para enfrentarse a las faenas depredadoras de los pescadores japoneses, ahora fascinado por los territorios que parecía haber descubierto con la lectura de En la Patagonia, de Bruce Chatwin. Quizás Historia de una ballena blanca, una de sus novelas “para jóvenes de 8 a 88 años”[4] y la última ficción que publicó, ayuda a comprender mejor el sentir de Sepúlveda al respecto: una concha de loco permitía al escritor escuchar y transcribir el relato narrado por una ballena, ocasión para dar cuenta de las distintas especies de cetáceos y de sus problemáticas relaciones con el hombre, y para recordar que los lafkenche o gente de mar no mostraban la actitud depredadora de los balleneros. Sepúlveda recuperó además la leyenda mapuche de las trempulkawe, las cuatro ballenas nocturnas (durante el día se transforman en ancianas) encargadas de llevar las almas de los muertos desde la costa continental hasta la isla Mocha, lugar de reunión en el que esperarán a la muerte del último lafkenche para iniciar hombres y ballenas la gran travesía hacia el lugar más allá del horizonte al que no podrán llegar los balleneros. Fue la forma en que Sepúlveda resolvió reescribir Moby Dick, dando voz con Mocha Dick a la ballena blanca difamada por Melville y por el odio resentido de su capitán Ahab. Esa referencia y una adecuada recuperación de la leyenda mencionada dan a esta obra un interés indudable y no solo por su dramatismo, que culmina cuando el lector sabe que las trempulkawe han sido asesinadas por los balleneros y que el gran viaje jamás se emprenderá. No sin nostalgia, Mundo del fin del mundo ya había dicho adiós a la épica de Moby Dick en favor de las inquietudes ecológicas que hasta los balleneros de aquel relato parecían asumir.

Una tercera opción abordada por Sepúlveda, conjugada a veces con las ya señaladas, fue la que cabría relacionar con el relato neopolicial latinoamericano, si por tal se entiende aquella novela “negra” en la que la investigación pone al descubierto el crimen o enigma y a la vez una difícil realidad política y social de la que el poder es el mayor responsable, y cuyo investigador, en consecuencia, actúa al margen de ese poder o frente a él. Los cultivadores de esa novela mostraban así su compromiso intelectual, su actitud reflexiva o crítica, lo que sin duda operó decisivamente para que se fuera superando el desdén académico hacia obras antes consideradas ajenas a la auténtica literatura, aunque en el cambio de actitud también influyera una mayor exigencia “literaria” por parte de los escritores interesados en el género. En ese contexto Sepúlveda desarrolló en Nombre de torero (1994) una historia de amor imposible y de misiones secretas que llevaban a Juan Belmonte a competir en la búsqueda de unas antiguas monedas de oro que en su día habían viajado desde la Alemania nazi hasta la Tierra del Fuego.

La alambicaba trama de Nombre de torero se enriquecía con el pasado de Belmonte, sobre el que el autor proyectó episodios de su propia biografía, tal como la iba recuperando una memoria selectiva y propensa a imaginar: guerrillero en Bolivia tras las huellas de Ernesto Che Guevara[5], había participado en actividades revolucionarias en Chile, había pertenecido al GAP (Grupo de Amigos Personales) del presidente Salvador Allende, había luchado con la Brigada Simón Bolívar al lado del Frente Sandinista de Liberación[6]. Aunque Sepúlveda mantuvo siempre la convicción satisfactoria de haber estado entre los protagonistas de “los mil días más plenos, bellos e intensos de la historia de Chile"[7], los de la presidencia de Allende, su personaje parece ya de vuelta, lo que permite enriquecer su significación a la luz de las citas de Ibn Battuta recogidas en el “Intermedio”, mediada la novela: como la del viajero árabe del siglo XIV, su suerte es la de “aquellos que suspiran contemplando el indefinible horizonte del mar”, los que prefieren las tormentas y el rugir del viento, confiados en que Alá o el destino les procure un lugar en el orden del universo[8]. Eso le evitó derivar sin más desde el buen salvaje al buen revolucionario, e incurrir en la simplificación de plantear el mero conflicto entre buenos y malos que sus convicciones políticas le exigían.

Las razones históricas de esa actitud pueden encontrarse en los fracasos de la izquierda en Latinoamérica y en Europa, pero también en las contradicciones internas del proceso chileno hacia el socialismo, en la deriva del sandinismo y en los errores del comunismo europeo desde que se hizo con el poder y hasta que la caída del muro de Berlín dio a sus ideales una significación irreparablemente anacrónica. Nombre de torero, por tanto, no hablaba solo del golpe militar de 1973 en Chile y de la represión que siguió al fin del gobierno de la Unidad Popular, la vía chilena hacia el socialismo. Transformar al revolucionario en detective exigía justificaciones, y Sepúlveda las dio al tener en cuenta no solo la derrota sufrida con la muerte de Allende, sino también las deserciones y traiciones que no permitían otra salida que el individualismo final, lo que además dejaba bajo sospecha a la Cuba castrista, a la República Democrática Alemana y a la Unión Soviética. Al margen de la verosimilitud, el género negro parecía ajustarse a esa evolución desde las inquietudes colectivas a la dudosa salvación personal: es el amor imposible de la desaparecida y ahora reaparecida Verónica, víctima de la dictadura de Augusto Pinochet, lo que recupera a Belmonte para la acción, una motivación íntima compatible con la visión amarga de la condición humana que el cinismo y el humor no pretenden disimular.

Lo cierto es que Sepúlveda se había dejado ganar por el neopolicial, como prueba el mencionado relato Yacaré, resultado de la investigación realizada en Milán por el chileno Dany Contreras para la compañía Seguros Helvética. Tusquets Editores publicó esa novela corta en 1998 junto con otra titulada Diario de un killer sentimental, historia de asesinatos por encargo aderezados con complicidades de droga y oenegés que había aparecido por entregas en el diario madrileño El Mundo en 1996, otra muestra de que en aquellas últimas décadas del siglo XX los narradores no solo acercaban la literatura a su entorno subliterario: a veces lo subliterario invadía el territorio de la literatura hasta sustituirla. Tal vez por eso Sepúlveda volvió a la historia reciente de su país natal en Hot line (2002) al proponer una investigación a cargo del detective mapuche George Washington Caucamán, en la atmósfera aún inquietante del retorno de Chile a la democracia, con el regreso sin causa de los exiliados y la amenazadora vigilancia de los militares, con el recuerdo de los horrores de la dictadura y la justicia poética que la novela consigue contra uno de los responsables de la represión. La versión inicial de Hot line había aparecido en el periódico madrileño El País, en 1998, lo que resulta de interés si se tiene en cuenta que Sepúlveda parecía haber descubierto los secretos del folletín: “ese género tan bien cultivado por mis mayores del siglo XIX, como Alejandro Dumas (padre), impulsor de lo popular en la narrativa y al mismo tiempo popularizador de la literatura”, valoraba en su “…a manera de prólogo” a la edición de la novela[9], consciente de que su elaboración por entregas para la prensa, con las exigencias que eso implicaba, suponía recordar el folletín y sus opciones, ahora como apuesta por la utilización de recursos “subliterarios” como salidas novedosas para la nueva narrativa latinoamericana.

La sombra de lo que fuimos (2009) y El fin de la historia (2017) fueron otras consecuencias inevitables del fin de las utopías de los años sesenta que ya se anunciaba mediada la década siguiente. No en vano los protagonistas de la primera de esas novelas son de los condenados “a conservar lo mejor de sus recuerdos, esos pocos años que iban del 68 al 73, marcados día a día por la sonrisa del más militante de los optimismos”[10], como apunta Cacho Salinas, uno de ellos, sin duda por delegación del autor. Aparecen en gran medida anclados en aquella época feliz que además fue la de su juventud, y que ha pervivido bajo las experiencias del exilio interior (clandestinidad) o exterior, recordadas por ellos mismos y por algún otro, convirtiéndolos en inadaptados perpetuos. No es que Sepúlveda renunciara a ofrecer una nueva muestra de buenos revolucionarios, sucesores de Robin Hood en la tarea de robar a los ricos para ayudar a los pobres, pero ahora, con la distancia que daban los años transcurridos, la recuperación nostálgica no conseguía ocultar del todo las contradicciones del pasado ni permitía alentar las esperanzas o proyectos de antaño. La fusión de humor o ironía con desencanto no es el menor de los atractivos de La sombra de lo que fuimos, que recuerda las discrepancias entre el Partido Comunista chileno y los ultraizquierdistas adeptos al castrismo y al guevarismo del Ejército de Liberación Nacional, las actuaciones de los anarquistas y aun las inconveniencias del maoísmo. Ahora, en un tiempo sin ideales, insolidario y decadente, poco cabe esperar de esos personajes embarcados en una empresa descabellada, y que obtienen una suerte de justicia poética cuando consiguen hacerse con medio millón de dólares oculto desde los tiempos de Allende y a la vez sacar a la luz pública documentos que confirman la corrupción de los militares. Quizá no se había perdido toda esperanza, esta vez gracias a la policía: los desmanes (en buena medida ecológicos) del gobierno y sus cómplices quedaban de manifiesto para los lectores gracias a los recuerdos que el también desencantado inspector Manuel Crespo recupera para la joven detective Adelita Bobadilla. Por lo demás, no son pocos los nombres y sucesos de la historia de Chile incorporados por Sepúlveda a su ficción, que propone una solución para el caso no resuelto de la desaparición de Kiko Barraza, instructor de guerrilleros en Chauín cuando se intensificaba la campaña electoral que llevó a Allende a la presidencia. Tal vez la exaltación del anarquismo que impregna la novela ―con el recuerdo de Clotario Blest, anarquista chileno fallecido en 1990, y con el protagonismo de Pedro Nolasco González, personaje cuya muerte absurda impulsa la superación de las antiguas discordias― era una manifestación del socialismo individualista derivado de la derrota y de la dispersión, lo que también hablaba del escritor y de su consciencia de los errores cometidos en aquellos años de esperanza y de locura.

La sombra de lo que había sido ya había determinado la conducta de Juan Belmonte en Nombre de torero, en contraste con la deriva seguida por la mayoría de los compañeros de antaño. Esa sombra explicaría también allí que Carlos Cano, otro “descolgado” (y en su caso del todo), salvase la vida del antiguo revolucionario convertido en investigador. Gracias a ello, este pudo reaparecer en El fin de la historia, novela cuyo presente se sitúa en 2010, año que vio el primer traspaso de la presidencia de Michelle Bachelet a Sebastián Piñera, y también el terremoto de 8,8 que sacudió Chile el 27 de febrero, justo cuando Belmonte apuntaba a la cabeza de Miguel Krassnoff, uno de los militares encarcelados por los crímenes cometidos durante la dictadura. La biografía novelesca de Belmonte da al lector otra oportunidad de revisar la riqueza del movimiento insurreccional latinoamericano de las décadas precedentes y las manifestaciones del mismo signo en otras partes del mundo; y la historia de Krassnoff y de sus antepasados permitió a Sepúlveda repasar el papel de los cosacos desde que León Trotsky perdonó la vida al derrotado atamán Krasnov tras la victoria de los bolcheviques en Petrogrado, durante el proceso revolucionario iniciado en 1917 en Rusia, hasta los años posteriores al final de la Unión Soviética en 1991 (con la corrupción que siguió), con especial atención para su colaboración con los ejércitos de Hitler. El cinismo pesimista con que observa el presente histórico no impide a Belmonte actuar de nuevo como la sombra de lo que fue, ahora que el desencanto lo ha convertido en un investigador de la estirpe de Philip Marlowe o de Sam Spade, como no pocos de los que en las últimas décadas han animado el relato policial hispanoamericano.

Las novelas mencionadas conforman apenas una parte de la obra de Sepúlveda, en cuya “prehistoria” hay referencias a publicaciones de las que aquí prescindiré[11], así como también de sus artículos de opinión publicados en la prensa y reunidos en libros, normalmente determinados por sus posiciones políticas, convincentes para los ya convencidos de antemano. Sí considero obligado llamar la atención sobre los cuentos reunidos en Desencuentros[12], entre los que se ofrecen algunas muestras de literatura fantástica (“Cambio de ruta”, “Una casa en Santiago”) de notable interés. Sepúlveda también propendió a escribir sobre sus viajes, que de alguna manera satisficieron la pasión por la vida nómada que con frecuencia dejó patente al evocar personajes reales o al imaginar los ficticios. Buena prueba son las historias incluidas en Patagonia Express (1995), enmarcadas entre sus recuerdos de la niñez con su abuelo anarquista y su llegada a Martos, el pueblo andaluz en el que aquel había nacido, con especial atención para la Patagonia y la Tierra del Fuego[13]. Entre el testimonio y la ficción se desarrollan también sus Historias marginales (2000), inspiradas en lugares muy diversos, relacionadas con su pasado y con las inquietudes dominantes en su obra, y útiles para recuperar ese período iniciado en los irreverentes años sesenta, cuyas esperanzas sufrieron el primer gran revés con “la invasión soviética de Checoslovaquia, el aplastamiento a sangre y fuego de la Primavera de Praga”[14], en agosto de 1968. De esos libros un tanto misceláneos prefiero La lámpara de Aladino (2008), muestra destacada de la variedad de opciones que Sepúlveda cultivó, borrando las fronteras entre lo escuchado y lo vivido, entre el recuerdo y la invención, entre el realismo mágico y la novela rosa, entre el testimonio sociopolítico y el relato policial, entre la selva amazónica y los paisajes remotos de la Patagonia y de los canales magallánicos. No está mal como recuerdo del entusiasmo de un pasado aún reciente, y sobre todo como testimonio del proceso que condujo a un tiempo en el que la esperanza apenas puede radicar en personajes a la deriva, para quienes Sepúlveda supo imaginar historias de indudable interés, dejando patentes tanto su necesidad de contarlas como su gran capacidad para atrapar la atención de sus lectores.



[1]           Juan Benito Argüelles, “A manera de prólogo”, en Luis Sepúlveda, Un viejo que leía novelas de amor, Gijón: Júcar, 1989, pp. 7-9 (7)

[2]           En “Breve novela de una novela breve” (Moleskine. Apuntes y reflexiones, Barcelona: Ediciones B, 2004, pp. 93-97), Sepúlveda recordó haber pasado siete meses entre los shuar y atribuyó a esa “novela de la selva” una base autobiográfica: “la única presencia del autor, y del yo narrador, que se me antojó legítima, consistió en otorgarle al personaje la más terrible de mis señas de identidad. Así, el Viejo, exiliado en dos mundos y habitante de una tierra de nadie, me permitió contarme el largo día de mi vida y entender mi propio exilio” (95).

[3]           La publicó el Ayuntament de Dénia en 1991, tras haber obtenido el Primer Premio de Novela Corta “Juan Chabás” el año anterior.

[4]           Barcelona: Tusquets, 2019. La intención didáctica no impide que los relatos que Sepúlveda imaginó para niños y jóvenes ofrezcan un notable interés, como también permiten comprobar Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar (1996), Historia de un perro llamado Leal (2016) e Historia de un caracol que descubrió la importancia de la lentitud (2018).

[5]           En los episodios autobiográficos reunidos en Patagonia Express (Barcelona: Tusquets, 1995) se apunta que a los dieciocho años quiso seguir “el ejemplo del hombre más universal que ha dado América Latina, el Che” (p. 22). En “Breve historia de un hombre digno” (Moleskine. Apuntes y reflexiones, pp. 203-210), Sepúlveda se incluía entre los chilenos del ELN (Ejército de Liberación Nacional) que acudieron a Bolivia a reemplazar al Che Guevara, recordados por Osvaldo “Chato” Peredo en un encuentro en Milán, veinticinco años después: “Ramón, ese era el nombre de combate de Sergio Leiva; Gonzalo, ese era el nombre de combate de Agustín Carrillo, campeón de box panamericano de los pesos welter, e Iván, ese era mi nombre de combate aquella tarde de 1969” (p. 204).

[6]           En “… 19 de julio de 1979…” (Historias de aquí y de allá, Barcelona: La Otra Orilla, 2010, pp. 81-83) Sepúlveda recordaba el triunfo de la revolución sandinista y su participación con la Brigada Internacional Simón Bolívar del panameño Hugo Spadafora.

[7]           “Memorial de los años felices”, en Luis Sepúlveda, El poder de los sueños, Santiago de Chile: Editorial Aún Creemos En Los Sueños, 2004, pp. 27-32 (32).

[8]           Nombre de torero, Barcelona: Tusquets, 1994, pp. 109-113.

[9]           Barcelona: Ediciones B, 2002, p. 11.

[10]          La sombra de lo que fuimos, Madrid: Espasa Calpe, 2009, p. 133.

[11]          En “La voluntad de escribir” (Moleskine. Apuntes y reflexiones, pp. 259-264), Sepúlveda se refirió a Crepusculario de la tristeza, poemario que Arancibia Hermanos le habría publicado en los años sesenta, cuando él militaba en las Juventudes Comunistas.

[12]          La primera edición apareció en Barcelona: Tusquets, 1997. Incluía relatos nuevos con otros extraídos de Los miedos, las vidas, las muertes y otras alucinaciones (1985), Cuaderno de viaje (1986) y Komplot I (1995).

[13]          Con fotografías de Daniel Mordzinski, Sepúlveda trató de preservar esos territorios y a sus habitantes en Últimas noticias del Sur (2011).

[14]          Véase “«68»”, Historias marginales, Barcelona: Seix Barral, 2000, pp. 105-107 (106).