Rubén tiene quince años, un perro, una hermana mayor y una madre viuda. Rubén también tiene algunos amigos, casi todos del colegio y a la vez del barrio. Con ellos mata las tardes en el parque o donde les dejan, a veces también en el Centro Cultural, en la ludoteca, hasta que alguno se pone burro o rompe algo y los echan:
-Fuera de aquí, que vosotros ya sois muy mayores.
Rubén no es de los ruidosos ni de los que arman broncas. Rubén es uno más del grupo. Se ríe cuando hay que reír, pero rara vez es él quien provoca las risas. Juega cuando hay que jugar, pero rara vez propone él los juegos. Si toca fútbol, se pone de defensa. Si hay que arrimarse a un grupo de chicas, él se queda en la segunda fila. Rubén es majo, está integrado, sus amigos le aprecian, pero no es al primero que llaman para correrse una juerga, y si falta en algo, bueno, pues tampoco pasa nada.
La madre de Rubén no tiene grandes quejas de él. A veces echa en falta a su marido para presionarle un poco más con los estudios, pero ya tiene asumido que el chico no irá a la universidad. No es mal estudiante, pero siempre arrastra un par de suspensos. Simplemente, no da más de sí. No le gusta. No es de los que memorizan. Tampoco le van las teorías. Al chico le gustan las cosas prácticas. Nada de geografía, nada de historia, nada de tesis ni teoremas. A Rubén le gusta destripar aparatos, unir cables, encajar piezas. Es hábil con las manos. Cuando acabe la enseñanza obligatoria se orientará hacia algún aprendizaje que tenga que ver con la mecánica o la electrónica. Su madre lo tiene asumido y le parece bien. La hermana de Rubén ha terminado de convencer a su madre:
-Con eso nunca le faltará trabajo. El paro está lleno de licenciados, pero a los mecánicos y los electricistas se los disputan las empresas.
La familia de Rubén sería una familia normal si el cáncer no se hubiera llevado a su padre demasiado pronto. La madre de Rubén echa de menos a su marido, pero no tiene queja de sus hijos. Su hija Raquel es seria, más responsable de lo que suele ser habitual en una chica de su edad, sólo veintitrés años. Raquel maduró de golpe con la muerte de su padre y siempre ha ayudado a su madre con el pequeño. Rubén siempre será el pequeño, el tardano, el niño. Para su madre sigue siendo un poco inocente, pero casi lo prefiere así, sin malicia, más infantil de lo que marca su edad.
El segundo domingo de mayo, Rubén le pide permiso a su madre para acudir con sus amigos a la romería de San Gregorio. Es una fiesta con gran tradición en el barrio y la única oportunidad en todo el año de visitar la ermita del santo y su entorno. Hace muchos años que el edificio quedó enclavado en terrenos militares, dentro del campo de maniobras más grande de Europa, más de treinta y tres mil hectáreas, 333 kilómetros cuadrados de lomas y barrancos. Un enorme barbecho atravesado por caminos que sólo recorren jeeps, camiones, tanques, vehículos oruga, infantería y artillería de todos los países de la OTAN. Casi un pequeño país de oficiales y soldados, sobrevolado por helicópteros de combate que levantan enormes nubes de polvo. La República de San Marino es cinco veces menor. El Gran Ducado de Liechtenstein ocupa la mitad de espacio. El Principado de Andorra es sólo un poco más grande. Pero en el campo de San Gregorio apenas hay nada. No hay ríos ni pozos. Escasean los árboles y abundan los matojos. La fauna se reduce a algún conejo, mucha lagartija y todo tipo de insectos. En ocasiones se apodera del lugar alguna plaga de langosta.
Cuando los militares asumieron el control de esa gigantesca finca, la ermita de San Gregorio se quedó varada allí, en el rincón más arbolado del campo de maniobras, visible desde la carretera y visitable sólo una vez al año, para permitir que los vecinos del Rabal, del Picarral y del Cascajo mantengan una tradición de muchos siglos.
Ya son muy pocos los que acuden por devoción. Para la gran mayoría es una excusa para pasar un día de campo en un espacio en el que no hay otra forma de entrar. Cuando el tiempo acompaña, cientos de personas se acercan hasta la ermita, colocan sus manteles a la sombra de los árboles y comen por allí, entre actuaciones folclóricas y juegos para entretener a los chavales.
Rubén y sus amigos llevan pequeñas mochilas con bocadillos, cantimploras, alguna pelota tras la que correr y alguna linterna que no necesitarán, pero que no debe faltar en el equipaje de un buen explorador. Rubén y sus amigos, algunos más que otros, se sienten exploradores en un terreno misterioso, el que está tras las alambradas y las garitas de vigilancia, el que vigilan hombres armados, el que cuenta con suficientes árboles para esconderse, pinos de repoblación que han conseguido arraigar en un monte hostil y se mantienen firmes desde hace cincuenta años.
Hay un momento durante la fiesta en el que se forma una procesión que parte de la ermita con destino a la Cruz de los Términos, el punto donde, desde hace siglos, el sacerdote saca su hisopo y bendice las tierras hacia los cuatro puntos cardinales para que San Gregorio Magno proteja las cosechas de todo el contorno. No todo el mundo participa en ese recorrido a través del monte. Muchos se quedan en torno a la ermita, participando en juegos o ultimando la comida. Los amigos de Rubén prefieren seguir con la pelota, pero él siente la curiosidad de ver qué hay un poco más allá, de internarse un poco más en el territorio prohibido aprovechando que esta mañana hay bula militar.
Rubén coge su mochila y se une a la procesión. Sus amigos se lo reprochan a gritos:
-¡¿Dónde vas?! ¿Te has vuelto monaguillo o qué?
Rubén se ríe, dice a gritos que vuelve enseguida y una mujer de la comitiva se vuelve, le mira con extraordinaria severidad y le recrimina:
-¡A ver si tenemos un poco más de respeto, que aquí no se viene a gritar!
Rubén se encoge de hombros y ralentiza su paso para descolgarse del grupo donde va la señora malencarada. La procesión avanza por un terreno sinuoso, entre pinos y carrascas. Los de delante cantan los gozos al santo, los de atrás van en silencio o cuchichean.
En un momento del paseo, Rubén se aparta del grupo, se desvía del camino y se interna entre los pinos chaparros. Zigzaguea entre los árboles. Otea el horizonte. Curiosea por los senderos.
De pronto, un objeto metálico llama su atención. Está en suelo, entre unos hierbajos. No brilla. Es un objeto oscuro, un cilindro que se ensancha en su parte superior. Parece la mano de un mortero, el palo con que se machaca el perejil y el ajo, pero es otra cosa, es una granada de mano. Rubén no lo sabe. En su imaginación, las granadas de mano son como piñas metálicas y tienen una anilla que hay que arrancar antes de lanzarlas contra el enemigo. Eso es lo que Rubén ha visto en las películas. Lo que recoge ahora parece otra cosa. No sabe bien qué es. Una pieza extraña, algo que se habrá desprendido de un avión o un tanque, un pequeño tesoro con el que adornar ese día de campo.
Rubén guarda la granada en su mochila y vuelve junto a sus amigos. Quiere enseñarles su hallazgo, pero hay demasiada gente alrededor y lo deja para más tarde. Aparca su mochila junto a las otras, se integra en los juegos y se olvida.
Pasan las horas, decrece la intensidad de los juegos y empiezan a surgir las primeras voces que anuncian la deserción:
-Tíos, yo me largo.
Rubén se apunta de los primeros a marchar de allí. Acaba de recordar lo que guarda en la mochila y piensa que ya es momento de destriparlo. Al final ha optado por no comentar nada con sus amigos: los conoce y sabe que querrán verlo allí mismo, que se empeñarán en sacarlo de la mochila y comprometerle delante de la gente de alrededor.
Hacen auto-stop para volver al barrio, pero nadie les coge y no se libran de la caminata. Cuando llegan, están todos cansados y cada uno se va a su casa. Rubén abre el portal, coge el ascensor, entra en casa y sólo su pequeño perro sale a recibirle. No hay nadie más en casa. Rubén mira el reloj, calcula que su madre estará en casa de una amiga y que todavía tardará un rato en volver para preparar la cena. Tiene tiempo de sobra para ver qué es eso qué ha encontrado en el campo.
Rubén saca un refresco de la nevera, busca un destornillador en la caja que guardan en la despensa, enciende la tele y se sienta en el sofá, con el perro al lado. Rubén da un trago de la lata, saca la granada de la mochila y hace palanca con el destornillador en una juntura.
Ahí se acaba todo.
Se escucha una explosión, tiembla toda la casa, se oye el estrépito de los
cristales rotos, después unos segundos de humo y un breve silencio antes de que los vecinos de alrededor se asomen gritando a las ventanas.
Rubén y su perro han muerto. A veces las cosas son así de rápidas. Adiós a las clases, adiós a los amigos, adiós a las excursiones, adiós a las aventuras. No habrá más lunes para Rubén.
Ya se escuchan las sirenas de los servicios de socorro; en unos minutos la calle se llena de gente que cruza apuestas sobre el origen de la explosión. Gana el butano por goleada. Ni uno solo imagina cuál es la realidad.
La realidad que encuentran los primeros que acceden al piso es que no huele a gas y que en el interior hay un niño y un perro muertos. Nada que hacer, eso es evidente. Sólo dejar que la policía investigue y aguardar la llegada del juez.
Antes de que llegue la autoridad judicial, llegarán la madre y la hermana de Rubén, por caminos separados pero casi a la vez, consternadas, incrédulas, ansiosas por certificar que las llamadas de urgencia que han recibido son un error, que no es su casa, que es otra, o quizá todo ha sido un error, una broma pesada, una alarma injustificada. Pero la verdad es mucho peor de lo que podían imaginar, y las dos se desmoronan, y los servicios médicos, que no han podido hacer nada con Rubén, tienen la oportunidad de sentirse útiles atendiendo la crisis nerviosa de dos mujeres que no entienden nada.
La prensa ya está allí. Se toman imágenes, se busca a los vecinos para que den su visión de los hechos. Poco a poco se van sabiendo detalles. La aparición de un amigo de Rubén, uno de la pandilla que ha estado en San Gregorio, aporta una pista trascendental. Enseguida se corre la voz de que el chico ha estado en terrenos militares.
El rumor llega a su hermana, y su hermana se lo recuerda a su madre, y la madre de Rubén empieza a tener la certeza de que ya no llorará más por su marido muerto. A partir de ahora sólo le quedarán lágrimas por su hijo. Un dolor se suma a otro dolor, pero éste nuevo pesa tanto que tapa todos los demás.
El barrio está alborotado. El tedio de la tarde del domingo se ha convertido en un terremoto de asombro y de comentarios. Cuando llegue la noche, ya todo el mundo sabrá, de alguna manera más o menos adornada, que el chico ha muerto por algo que recogió en San Gregorio. Lo dicen ya los boletines de radio y es la conjetura sobre la que redactan los periodistas encargados del caso en los diferentes periódicos.
El lunes, la muerte de Rubén ocupa un lugar destacado junto a los resultados de la liga. Las autoridades civiles, militares y eclesiásticas lamentan lo sucedido. Ninguno parece sentirse responsable. Ha sido la fatalidad, la mala cabeza del muchacho, la poca vigilancia que ejercen los padres de hoy en día.
La madre de Rubén no tiene ánimo para leer ni escuchar las noticias. Su hermana sí. La hermana de Rubén se enciende, está rabiosa, no puede soportar que todos parezcan señalar a la víctima como el único culpable. Una vez pasados el entierro y un sentido funeral en el barrio, la hermana de Rubén recorre uno por uno los medios informativos de la ciudad para hacerse oír. En todos la atienden con cordialidad, recibe muchos pésames, la escuchan con atención y la despiden con buenas palabras, pero casi todos han dado ya por cerrado el caso. Hay muchos sucesos cada día, y según se aleja la fecha de la muerte de Rubén ya queda poco que decir sobre ella. Sólo en Radio Central se encuentra con un redactor especialmente amable que parece dispuesto a prolongar el caso:
-Y dices que tu hermano no era un chico revoltoso…
-No hizo una trastada en su vida. Era un niño introvertido. Lo mató la curiosidad. No tolero que le llamen irresponsable. Si hubiera sido un gamberro, se habría liado a pedradas con la granada cuando la vio y la explosión habría sido en San Gregorio…
-Pero se metió por donde no debía…
-No es verdad. Las prohibiciones están por fuera de la valla. Una vez que te franquean el paso para la romería, alguien debía tener la responsabilidad de que no hubiera nada peligroso en el entorno de la ermita…
El redactor comprende los argumentos de la hermana de Rubén. Piensa que defiende a su hermano con convicción y que no le sobran motivos para pedir explicaciones. El redactor graba sus palabras y extrae algunos de sus testimonios para el programa de la tarde. Le promete que va a mover el caso, le pide un teléfono de contacto y quedan emplazados para ver cómo evolucionan las cosas en los próximos días. Cuando el redactor le comenta a su jefe que le gustaría mantener abierto el caso de la muerte del chaval, el jefe demuestra poco entusiasmo:
-Me parece que con eso ya no hay nada que hacer.
-La familia va a llevar la muerte del chico a los tribunales.
-Sufrirán más y perderán el tiempo. El chico se llevó algo que no tenía que haber cogido.
-El chico se llevó algo que no tenía que estar allí. La familia no se conforma con una nota de pésame.
-Haz lo que quieras, pero en tus ratos libres. A mí me cubres el día a día y, si quieres hacer de justiciero, te buscas un hueco para los fines de semana.
“Las empresas no tienen sensibilidad”, piensa el redactor tras conversar con su jefe. Pero no se desanima. Llama a la hermana de Rubén, queda con ella en una céntrica cafetería, le comenta que cuenta con el respaldo de su emisora y que en los próximos días espera agitar un poco el asunto. La hermana se lo agradece y sonríe, aunque en sus ojos hay una inmensa tristeza.
En los días sucesivos, el redactor tendrá que llamar veinte veces antes de que el ministerio de Defensa autorice a alguien para responder a sus preguntas. El portavoz designado para atenderles, sólo por teléfono, lo hace con desgana:
-Le advierto que ya hubo una nota oficial y que no vamos a añadir nada nuevo.
-La familia está dispuesta a llevarles a juicio. ¿No tienen nada que decir a eso?
-Lamentamos profundamente la muerte del chaval, pero se produjo en un domicilio particular y con material sustraído de una instalación militar.
-Pero alguien tendría la responsabilidad de limpiar de restos peligrosos una zona a la que se permitió el acceso de civiles…
-La magnitud del campo de maniobras hace prácticamente imposible que se pueda supervisar cada metro cuadrado. Los civiles que acceden el día de la romería están advertidos de que entran en terrenos militares y que no deben salirse de los espacios acotados para la fiesta.
-¿Se han planteado algún tipo de indemnización para la familia?
-A la familia se le transmitieron nuestras condolencias de forma inmediata. Es todo lo que podemos hacer en un caso que se escapa a nuestra responsabilidad.
“Los militares no tienen sensibilidad”, piensa el redactor cuando desde el ministerio dan por finalizada la conversación. Llama a la hermana de Rubén, queda con ella en una céntrica cafetería y le informa de sus gestiones. Aunque no ha habido ningún avance, la hermana de Rubén le agradece el interés y los dos conversan animadamente. Al principio hablan de Rubén, del estado anímico de la madre de Rubén, de la incomprensión y de los golpes que da la vida, pero luego la conversación se dispersa por otros caminos y hablan de sí mismos, de sus trabajos, de sus inquietudes. Cuando se despiden, el redactor le promete que va a seguir con el caso, que volverá a llamarla, que lo hará más temprano que tarde.
En los días siguientes el redactor concierta una cita con la Hermandad de San Gregorio. A ella acuden el presidente y varios miembros de la junta de gobierno. Todos hombres de edad, hombres de orden, hombres serios que acogen con recelo al redactor y apenas le dejan hablar, pues se lanzan en tropel a defender sus argumentos:
-Lo que pasa es que los chicos de hoy no respetan a nadie…
-¿A qué fue ese chaval? A honrar al santo no, desde luego…
-Aún pudo haber una desgracia mayor. ¡Imagínese que se pone a destripar la bomba en plena romería!
-Lo que no hay derecho es que los medios de comunicación hagan sensacionalismo con esto…
-No hay derecho a que critiquen al ejército. Con nosotros todo son facilidades…
-¿Y dónde estaba la familia del chico? ¿Se puede dejar solos a chicos así?
-Seguro que somos los que más hemos rezado por ese pobre chaval, pero lo que no puede ser, no puede ser…
“Los cofrades no tienen sensibilidad”, piensa el redactor cuando se marcha de allí, completamente aturdido, sin haber podido meter baza, sin que hayan disimulado la hostilidad que hacia él. Llama a la hermana de Rubén, le propone quedar un poco más tarde y hacerlo en un restaurante. La chica se lo agradece, pero no quiere dejar sola a su madre en la cena. Por la noche las tristezas se notan más. El redactor lo comprende y vuelven a quedar en un bar. Allí hablan de demandas, de abogados, de juicios, de indemnizaciones. El redactor ya sabe que el dinero no devuelve una vida, pero se trata de no olvidar, de hacer justicia, de que al menos alguien pague por una muerte que nunca debió ocurrir. El redactor anima a la chica. Le dice que él aún cree en el valor social de los medios de comunicación. Hablan de recursos, de recogidas de firmas, de movilizaciones vecinales, de un colegio que no puede permanecer callado, de pancartas enarboladas por los amigos de Rubén, niños inocentes que podrían haber muerto como él. El redactor expresa empuje y convencimiento. El redactor contagia sus ganas de sacar aquello adelante. El redactor está tan metido en su papel que no se percata de que la mirada de Raquel se escapa un segundo hacia la puerta del bar, la puerta por donde en ese momento entra un joven, un joven que se acerca a ellos, un joven al que la hermana de Rubén recibe con un beso, un joven que le tiende la mano al redactor mientras la chica lo presenta:
-Este es Juan, mi novio.
El redactor se levanta y estrecha su mano. No esperaba la visita, pero hace lo que puede por disimular su sorpresa. Juan se sienta. Pregunta cómo va todo. Raquel le traslada las esperanzas que acaba de recibir del redactor. El periodista se quita importancia:
-Lo importante es mantener el caso vivo. Después, ya se verá.
Hablan los tres, pero poco porque el redactor recuerda que aún tiene que pasar por la radio para dejar un asunto resuelto. Se despide cordialmente de la pareja. Dice que seguirán en contacto. Hace ademán de pagar, pero el novio de Raquel se lo impide. El redactor no insiste.
Cuando llega a la radio, enciende el ordenador, abre la carpeta con el título “Niño Muerto” y repasa lo que ha guardado de Rubén: el niño más bien introvertido, el niño que algún día estudiaría electrónica o mecánica, el niño que fue con sus amigos de romería. Repasa también los pasos que pensaba seguir en días próximos: la asociación de vecinos, el ayuntamiento, el Defensor del Pueblo. Luego repasa las previsiones para el día siguiente, confirma lo apretada que está la agenda, suspira, cierra esa carpeta, vuelve a colocar la flecha sobre “Niño Muerto”, pincha en “eliminar” y le confirma a la máquina que sí, que desea enviar “Niño Muerto” a la papelera de reciclaje, mientras piensa, con un punto de amargura, que las chicas no tienen sensibilidad”.