Tu mejor baza: hallarte en la frontera,
con un pie a cada lado. Como quien
salta para esquivar la raya tenue
de espuma en que terminan de morir
las olas, o se rinde a su caricia
y con los pies mojados se estremece
al experimentar la sensación
de hallarse en otro medio, de ser otro,
de haberse convertido en uno más
de los que chapotean sin reparos
a pocos metros de la orilla, dueños
de un mundo más ruidoso y arriesgado
(y que no es, todavía, el universo
de sólidas rutinas que gobiernan
a su manera los adultos). Juegas
en una de esas charcas como espejos
que hace el mar en la orilla. Retrocedes
al tiempo sin edad en que estrenabas
el tacto de la arena, el estallido
del agua bajo tus andares torpes,
el frescor como un don de la intemperie.
Puedes hacerlo todavía sin
acusar la impostura del adulto
cuando juega a ser niño, sin fingirte
otra distinta a la que eres: una
sombra líquida más entre las muchas
siluetas inasibles que el sol último
recorta contra la textura densa
de la arena mojada. Todavía
puedes tumbarte impunemente sobre
la lámina encendida y agitar
los brazos para provocar, de nuevo,
una lluvia de esquirlas luminosas,
como si el cielo fuera a deshacerse
sobre ti, sobre quienes te rodean,
bañándonos de luz agradecida.
Todavía te sabes animal
de la orilla, pez tibio, azogue vivo,
manojo de algas, nácar encendido,
rumor de caracola, comezón
de criatura traslúcida que busca
confundirse en la trama movediza
del fondo. Barro de la orilla eres,
arcilla modelada por el mar,
tocada por el sol que da la vida.
Y juegas como entonces, como siempre,
Sin dar el paso que te lleve fuera
del círculo privilegiado, en pos
de esas otras siluetas que destellan,
agua por la cintura, más allá
de donde rompe el oleaje, al filo
del mar inabarcable. Te levantas.
Te comparas con ellos. Eres casi
tan alta como alguno de ellos. Brilla
tu pelo al sol y tu cintura alcanza
el raso igualador del horizonte.
Y te unirías al tropel, de no
quedar en ti, por poco tiempo, un resto
de esa perplejidad con que los niños
miran a los que apenas han dejado
de serlo y ya campan al margen, fuera
de aquella protección interesada
que les brindaban los adultos. Tú
todavía te sientes protegida
por la mirada atenta del adulto,
a salvo de cualquier temor que no
responda a sus temores prefijados.
Tomas de nuevo posesión del charco
y tus manos deshacen el espejo
en el que empiezas a entreverte otra.
Y dura demasiado ese temblor,
Como si ya las aguas no supieran
devolverte la imagen de quien fuiste,
de quien ya pronto dejarás de ser.