Llega un momento, en medio de la carretera de la vida, en que dejamos de conducir mirando al frente y lo hacemos con los dos ojos clavados en el retrovisor, viene a decirnos la poesía elegíaca del poeta portugués Nuno Júdice (nacido en Mexilhoeira Grande en 1949), último premio Reina Sofía de poesía iberoamericana y uno de los nombres indiscutibles de las últimas décadas de poesía lusa. La mirada de Nuno Júdice recoge los indicios que el pasado deja en nuestro presente (en calles, en libros, en un gesto al tomar la taza de café, en una forma de atusarse el cabello) y construye con ellos una elegía que no renuncia a su carga de dolor por lo dejado atrás pero que en el fondo viene a decirnos, como lo hacen a veces algunas canciones, que no hemos perdido lo que hemos perdido, que si los años cansan es porque a la vez que recorremos las calles del presente seguimos caminando por cada una de las calles que una vez caminamos, amando a un tiempo todos los cuerpos que antaño amamos, arrepintiéndonos de cada mal paso, extenuándonos ante la presencia voraz de la dicha.
Si una de las coordenadas de la poesía de Nuno Júdice es la pérdida, la otra es el misterio. Y en su capacidad para evocarlo y sugerirlo está probablemente la clave de la trascendencia de su poesía. Hay siempre algo, en los mejores poemas de Júdice, que nos sugiere que en medio de la cotidianidad, al acecho entre los gestos de siempre, está a punto de irrumpir algo pequeño y secreto que cambiará nuestras vidas para siempre. La poesía de Júdice está al acecho del momento de la duración; un momento que, cuando queremos darnos cuenta, ha pasado irremediablemente. Por suerte, teníamos lista la trampa del poema y algo de él ha quedado atrapado en ella, aunque sea algo que sólo podemos ya contemplar, pero no vivir del todo; que nos escucha, pero no nos responde. Y esa respuesta no dicha es lo que busca el poema.
Júdice, que además de poeta es novelista y un lúcido ensayista, destaca entre los poetas de su generación por ser uno de los que antes asimila un elemento surrealista muy presente en la poesía portuguesa, y lo hace en unos poemas de corte esencialmente narrativo. La mayor abstracción de sus primeros libros se va atenuando hasta alcanzar el molde más habitual de su obra: algo vivido, leído o visto reclama un instante pasado, y la evocación sugiera una teoría de la pérdida. Júdice busca una poesía casi se diría que de clima, en la que juega a recrear una atmósfera de la que se concluye no una moraleja, sino algo parecido a la condensación de esa atmósfera en forma de estado de ánimo. Siempre hay algo en sus atmósferas que acaba por atraparnos, por retener, latiendo, algo del tiempo que pasa inexplicable. El núcleo esencial de su poesía lo componen los libros As regras da perspectiva (Las reglas de la perspectiva, 1990), Um canto na espessura do tempo (Un canto en la espesura del tiempo, 1992), Meditação sobre ruínas (Meditación sobre ruinas, 1995) y O movimento do mundo (El movimiento del mundo, 1996). En esos libros Júdice elabora su poética y la despliega en variaciones siempre hondas y con una novedosa mirada poética. A partir de ese libro, otros títulos como Teoria geral do sentimento (Teoría general del sentimiento, 1999), Geometria variável (Geometría variable, 2005) o Guia de conceitos básicos (Guía de conceptos básicos, 2010) ensanchan una obra que crece a un ritmo constante de prácticamente un libro por año pero cuyas líneas esenciales están ya trazadas desde esos libros fundamentales de los años noventa. Cada nueva entrega aporta, y no es poco, un puñado de poemas memorables. Júdice es un poeta bastante traducido al castellano: Visor e Hiperión han publicado antologías suyas y Pre-textos anuncia una nueva. Los poemas que traduzco a continuación son inéditos en castellano (hasta donde llegan mis noticias) y proceden del último libro publicado por Nuno Júdice en Portugal, Fórmulas de uma luz inexplicável (Fórmulas de una luz inexplicable, Dom Quixote, 2012). A propósito de este nuevo libro explicaba Júdice en una entrevista con Carlos Vaz Marques publicada en la revista Ler explica su búsqueda de un ambiente cotidiano en su poesía como una reacción, en cierto modo, a lo que era más habitual entre los poetas de su generación, partiendo de la abstracción: “Por parte de mi generación”, explica, “hubo un rechazo de ese camino. Es un poesía que podríamos decir más abstracta. Lo que no quiere decir que no haya habido siempre cuestiones que nacen de situaciones muy concretas. Aunque buscase transformarlas en otras cosas menos visibles o menos referenciales. Lo que ha ocurrido en mis últimos libros es una liberación de esa preocupación, y el comenzar a hablar de cosas que son de hoy. Es importante que haya una visión literaria de las cosas que ocurren. A través de eso es posible comprendarlas de otra manera y verlas críticamente”. Así explica su evolución. Y a la pregunta de si ha cambiado su noción del poema responde: “Creo que no. Hay dos versos de ese libro (La noción del poema) que continúan siendo parte de mi poética. Primero, “una poesía que las máquinas podrían hacer”, en el sentido en que a partir del momento en que el poema comienza a ser construido funciona como algo que nace de dentro de su propio lenguaje. Dejo de dominar ese poema. Es una cosa que se pone en funcionamiento y que va construyendo aquello que estoy escribiendo. Puedo interferir pero es una construcción que tiene que ver con la idea de caja negra”. Así versifica, en un poema titulado precisamente “El poeta”, su trabajo: “Trabaja ahora en la importación / y exportación. Importa / metáforas, exporta alegorías. / Podría ser un trabajador / por cuenta propia, / uno de esos que cumplimenta / cuadernos de hojas azules con / números / de deber y haber. De hecho, lo que / debe son palabras; y lo que tiene / es ese vacío de frases que le / ocurre cuando se apoya / en la ventana, en invierno, y la lluvia cae / del otro lado. Entonces, piensa / que podría importar el sol / y exportar las nubes. / Podría ser / un trabajador temporal. Pero, / en cierto modo, su / práctica se confunde con la de un / escultor del movimiento. Hiere, / con la piedra del instante, lo que / pasa de camino / a la eternidad; / suspende el gesto que sueña el cielo; / y fija, en la dureza de la noche, / el movimiento de las alas, el azul, la sabia / interrupción de la muerte”.
Probablemente el libro de 2013 de Nuno Júdice esté ya camino de la imprenta. Es tal la fuerza de su tono, su dominio del lenguaje poético, que es imposible no seguir leyéndolo, buscando nuevos matices, encontrando, en cada nuevo libro, media docena de poemas que añadir a los mejores de su autor.
Nuno Júdice
Proyecto
Busco la tierra blanca de otro
continente, los montes áridos de un litoral
tempestuoso, el hondo secreto de unos ojos
abiertos al coral de la eternidad. Me perdí
en esa búsqueda; destruí los cuadernos donde
había apuntado el camino. Como un ciego,
extendí los brazos al ocaso de un infinito
dibujado por los locos. Me golpeé contra
sus límites, y anduve dándole vueltas sin encontrar
un punto de fuga.
Pero vi salir todos los barcos del puerto
que había imaginado. Lo había imaginado con largos
muelles vacíos, y lo había recorrido despacio, tropezando
en maderos podridos y en los cordajes inútiles
de un velamen corroído. De vez en cuando me sentaba
en los cajones deshechos por los vagabundos
en busca de un resto de comida. Los perros
venían junto a mí y me lamían las manos
como si yo fuera su dueño.
No sé qué llevaban esos barcos, ni
qué sueño de felicidad se deshizo en los ojos
vacíos de los ahogados.
Edipo
Lo que el hombre busca no se encuentra
en las líneas en que la eternidad se cruza con el
instante. Él piensa que el azar dibujó ese
límite; y se equivoca cuando desvía la línea hasta
acercarla a su deseo, desafiando a los dioses. Pero
lo que el futuro le propone no es lo que
él ve; sólo las sibilas lo adivinaron, y la llave
de su lenguaje se perdió en un fondo
de nube, entre aves enloquecidas y
vientos contrarios. El hombre insiste, sin embargo;
y sus manos cavan la tierra, abriéndose camino
hasta las raíces secas de un siglo antiguo, donde
él busca la solución del enigma que,
si le preguntasen, no sabría enunciar: «¿Quién
soy? O mejor, ¿quién imagino que soy, ahora
que ninguna respuesta me es dada?». Y vuelve
a tapar el agujero que abrió, escondiendo las
piedras donde habría leído su destino, si
aún tuviese la luz del día para reconocer
las señales. Sin embargo, de noche, los pasos
le conducen al lugar del que partió,
como si fuese el único camino que
le queda. Y al llegar a ese principio,
descubre que es su fin, para no tener que
volver a partir, ni a hacer la pregunta
para la que no encontrará, nunca, la respuesta.
El sentido del azul
Buscamos el sentido. Pensamos en ello. A
veces aparece un significado, pero todo resulta vago,
como si las palabras no dijesen ya lo que
dicen. Por ejemplo: quiero saber qué significa
ese azul de la pared. La casa está en pie,
resistió al tiempo; pero el azul está deslustrado
por el sol del verano, por la lluvia del invierno,
por la humedad salada de las mareas. Y cuanto
significa este azul no es el azul del color de
una pared, tan sólo. Habrá quien vea en él
el paso de los años, la fragilidad de la vida;
pero habrá quien señale los pedazos en que el color
desapareció, dejando a la vista el revoco,
y se refiera a un mundo en ruinas, a cuanto
no es posible recuperar. Pero el pintor
llega, apoya la escalera contra la pared, disuelve
la pintura en el balde y aprovecha la semana sin
lluvia para igualarlo todo. Quizás el nuevo
azul no sea igual que el anterior; y cuando
miro el azul del cielo y lo comparo con el de la pared
es como si el uno fuera la sombra del otro. En
cierto modo, el azul de este cielo me parece
más artificial que el azul de la pared. Digo
entonces que el hombre perfecciona la imagen
que la naturaleza nos da, como si no
fuera posible creer en el cielo. El
pintor se ha marchado. Después, miro
a lo alto: hay nubes aquí y allá, y algunos
pájaros lo puntúan como insólitas
manchas en el infinito. Hace falta un pintor
que le tape los agujeros y lo iguale todo
de nuevo. ¿Pero dónde está la escalera
que llegue allá? ¿Y cuántos baldes de tinta serían
necesarios? Y me quedo esperando la noche para
no ver el azul con las imperfecciones del cielo.
Elegía
Los romanos, que enterraban a sus muertos a lo largo de la calzada,
facilitaban las cosas: quien moría, tenía a su frente el
camino ya hecho. De noche, cuando alcanzo las encrucijadas
y pienso en los huesos bajo tierra, les pregunto:
«¿Cuál es la dirección? ¿El norte, cuya estrella empalidece,
o el sur, hacia donde van quienes no saben qué otro camino
seguir?». Me responde el viento, que agita los quinqués
de la rotonda; y las sombras se agitan en el suelo, como si
quisieran responderme. ¿Pero a cuál he de prestar atención?
¿A esa que danza, como la loca sibila, obligándome
a descifrar los gestos de una respuesta? ¿O a la sombra
única, en la cal del muro, en que reconozco los rasgos de
una antigua amada, cuyo canto se desprende del breve silencio
de los arbustos? Aquí, sin embargo, los romanos no tuvieron
ese problema. Los muertos fueron entregados a los muertos; y
la calzada continuó, de oeste a este, hasta los confines
del imperio. Quien se quedó en medio, entregado al olvido
de los dioses, no tuvo derecho a lágrimas, ni a lápidas
funerarias. Sólo tú, que surgiste de mi memoria para
esa danza nocturna, me pides: «Acuérdate de mí;
no pierdas mi imagen; y siente, en tus manos,
el cuerpo que perdiste, para hacer el camino de vuelta».
Recordando
Al ver tu rostro en una fotografía antigua, no imagino lo
que los años le habrán hecho. Los cabellos negros podrán ser
blancos; el rostro vestido de ojeras del tiempo, o
de arrugas; en los labios, lo que era una sonrisa contaminada
de ironía se habrá transformado en el trazo amargo de un
descreimiento sin remedio; y sólo los ojos podrán aún mantener
la luz de hondo verde en que tantas veces me perdí. Sí,
es lo que el tiempo nos hace, podrías decirme si por casualidad te
encontrase, en algún lugar. Pero los caminos de la vida, que nos
llevan a tantos desencuentros, no pueden evitar que
haya pasado junto a ti, un día cualquiera, y ni siquiera te
haya reconocido, como si fueras otra, y en tu
cuerpo de hoy nada hubiera quedado de un breve amor.
Verano tardío
En los surcos del arado, donde restos de raíces y piedras
me hacen tropezar, sigo el camino de los antepasados
hasta el borde de la carretera. El alquitrán se derrite con el sol,
y sólo algún que otro animal, huido del rebaño, se echa
sin una sombra, y parece muerto como la tarde
que ningún soplo de viento agita. Sin embargo, aquí
y allá, señales de que una vida existe más allá del calor
me obligan a detenerme: una abeja agonizante sobre
la hierba seca, o una hilera de hormigas que se
perdió de camino al agujero que alguien pisó, sin querer
saber de sus habitantes. Pero un coche surge,
a lo lejos, y parece resplandecer con el brillo que esconde
el horizonte. El ruido se acerca; y una ilusión
de que existe otro mundo más allá de este
lo acompaña, cuando se aleja, y todo regresa
al silencio pesado, al estancamiento del suelo,
a este pensamiento quemado por la memoria.
Traducción de Martín López-Vega.