La conmemoración del centenario del nacimiento de Juan Carlos Onetti nos ha tomado por sorpresa. Nadie se lo esperaba tan pronto: ¡si hace apenas quince años todavía lo creíamos inmortal, cuando nos miraba, entre burlón y resignado, desde ese altar —la cama— que lo había consagrado en vida! Estábamos sus fieles lectores y críticos atentos a cada una de sus páginas, acostumbrados a que los años pasaran como si le fueran indiferentes. Contra todo pronóstico, acompañado de cigarrillos, vino o whisky, lacónico y confinado voluntariamente al modesto espacio de un piso en Madrid, la longevidad de Onetti nos parecía la mejor prueba de que lo importante en un autor es su íntima y total dedicación a la escritura, la que le permite sobrevivir a todas las adversidades. El resto es inútil vanidad.

Lo confesaba él mismo: “Le diré que cuando me cortaron el cordón umbilical se llevaron también el de la vanidad. Me refiero a la vanidad literaria. La gran mayoría de nuestros escritores trata de alcanzar el triunfo. Y a esto se llega de manera incidental y nunca deliberada. Si alcanzamos el éxito nunca seremos artistas plenamente. El destino del artista es vivir una vida imperfecta: el triunfo, como un episodio; el fracaso como verdadero y supremo fin” [1].

Esta preocupación por la escritura, esa imperfección como destino lejos de la vanidad y lidiando con el fracaso, lo acompañó toda su vida literaria: desde El pozo (1939) a su última novela, Cuando ya no importe (1993), en la que desde el título aludió a la futilidad de toda ambición, mirada desencantada que proyectó al borde de la muerte. En esta novela, publicada pocos meses antes de su propia desaparición, Onetti apenas se disimula detrás del protagonista, el derrotado y enigmático Carr, para decirnos en las líneas finales y en la complicidad de una cansada primera persona: “Escribí la palabra muerte deseando que no sea más que eso, una palabra dibujada con dedos temblones”, para precisar poco después: “Otra vez, la palabra muerte sin que sea necesario escribirla”.

Ahora, tan próxima de la fecha de su muerte, tan cerca de esos “dedos temblones” con que escribió la fatídica palabra en Cuando ya no importe, conmemoramos el centenario de su nacimiento. Nos asomamos al vértigo de estos años para profundizar en esa “imperfección” como destino, asumida a modo de lema existencial. Recapitulemos.

La imperfección como destino

“Onetti: maestro de escritores que no es profeta en su tierra”, titula el semanario Reporter de Montevideo una larga entrevista que le hace Carlos María Gutiérrez en octubre de 1961. En la portada Onetti fuma con la mirada perdida en el horizonte y el artículo está ilustrado por una foto del dibujante Hermenegildo Sabat que se convertiría con el tiempo en emblemática. Onetti está sentado en una silla de anea y vestido con traje negro y corbata. Lleva un sombrero Stetson ladeado a lo Humphrey Bogart, sobre el que ha forjado una leyenda. El chambergo está atravesado por una bala calibre 45 que le dispararon en una revuelta en Bolivia que había cubierto como corresponsal del diario Acción en 1956 y de la que milagrosamente salió con vida. El todo enmarcado desde un ángulo insólito: Sabat se ha subido a una mesa y Onetti lo mira desde abajo con un dejo de contenida ironía.

La tierna hosquedad, la corteza rugosa que de vez en cuando dejaba escapar la savia que lo embargaba, apenas disimulan en Onetti la excepcionalidad y marginalidad de un escritor que no se había plegado a “la banda de los lúcidos” de la generación del 45 uruguaya que detentaba el poder cultural: Mario Benedetti, Carlos Martínez Moreno, el propio Rodríguez Monegal y un emergente y ambicioso Ángel Rama. Orgullosamente solitario e independiente, pero al mismo tiempo con la modestia de no intentar que sus ideas se impusieran a nadie, Onetti confirmaba  ser —según lo había definido la solapa de Para esta noche en 1941— un escritor que “cree en muy pocas cosas, rara vez habla de ellas y nunca las escribe”.

La entrevista de Gutiérrez pone en evidencia una realidad del momento: Onetti es un escritor desconocido en su propio país, donde empieza a ser reconocido gracias a la sorprendente madurez literaria de El astillero (1961) que saluda en ese mismo número de la revista Reporter el crítico Emir Rodríguez Monegal: “el lector encontrará en esta novela que el cinismo, la desesperanza, la frustración de su protagonista, no le impiden ser también un alma tierna y desgarrada. Encontrará, en fin, una obra maestra”. Sin embargo, El astillero había concursado al premio organizado por la editorial Fabril de Buenos Aires que ganó Jorge Masciangoli con El profesor de inglés, autor y obra hoy completamente olvidados. La novela de Onetti que formaría parte, con el paso de loa años, de la constelación de las mejores latinoamericanas, pasó desapercibida.

Ese mismo año de 1961, Paco Espínola, obtiene el Gran premio Nacional de literatura del Uruguay y se consagra como “escritor nacional”. Onetti no lo será nunca. Según un feliz distingo, será siempre un escritor uruguayo y nunca un escritor nacional, lejos de toda connotación nacionalista. Un escritor subterráneo, una especie de Blaise Cendrars uruguayo, cuyo nombre se repite vagamente, pero del que sus libros apenas se leen.

En realidad, Onetti nunca tuvo muchos lectores. No los tuvo cuando vivía en Montevideo o Buenos Aires. La primera edición de El pozo (1939) de apenas 500 ejemplares se podía adquirir hasta mediados de los cincuenta en las librerías montevideanas; La vida breve publicada por Sudamericana en 1950 y Los adioses por Sur en 1954 se vendía hasta mediados de los sesenta. Onetti no se preocupó nunca por esas cifras y recordaba lo que James Joyce respondió cuando le preguntaban para quién escribía: “Me siento en un extremo de la mesa y le escribo a la persona que está en el otro extremo. En el otro extremo está James Joyce. Bueno, yo hago igual —repetía Onetti—: le escribo cartas a ese señor que está en mi mesa, a mi mejor amigo, yo mismo”.

Prisionero de su propia leyenda

Cuando Onetti es “enganchado al furgón de cola” del exitoso tren de la nueva narrativa latinoamericana de los 60, su participación no es menos equívoca. Hasta cerca de 1980, era común que los onettianos convictos y confesos nos lamentáramos de la falta de reconocimiento de la obra de “una de las figuras más personales y atractivas de la novela hispanoamericana contemporánea” —al decir del hispanista belga Christian de Paepe— situación calificada de “infortunio literario”. Se lo podía comprobar repasando diccionarios, enciclopedias, lexicones y obras de referencia, donde autores menores ostentaban el olímpico título de escritores de la Weltliteratur, mientras Onetti era ignorado por la crítica imperante: Fernando Alegría, Juan Loveluck y Jorge Lafforgue. Tampoco figuraba en la divulgada antología del cuento hispanoamericano que publica Seymour Menton en 1964.

Cuando a mediados de los años sesenta Onetti es asociado al boom de la literatura latinoamericana, su nombre figura como un coetáneo mayor de edad, un escritor algo anacrónico entre el joven Mario Vargas Llosa y los flamantes best sellers Gabriel García Márquez con Cien años de soledad y Julio Cortázar con Rayuela. Figura entre predecesores reconocidos tardíamente y en un sistema solar del que es alejado planeta. Comparte su “excentricidad” con Juan Rulfo —cuyas únicas obras El llano en llamas (1953) y Pedro Páramo(1955) habían sido publicadas con anterioridad—, el propio Jorge Luis Borges cuyo reconocimiento llega tardíamente, vía Europa, y un quejoso José Donoso que en Historia personal del boom (1972) reclama su lugar en el pelotón de primera división del que se siente excluido. En resumen, Onetti es citado en el conjunto de escritores de moda, sin duda prestigioso, pero que pocos leen. Pocos lectores, pero incondicionales, iniciados a un culto subterráneo de una literatura que prescindía de los índices mediáticos de los “libros más vendidos”, que optaba por la marginalidad y asumía como propia la “mirada sesgada” del autor sobre el mundo. Un “raro”, en definitiva.

A esa fama de “raro” contribuyó el propio Onetti. Cuando Luis Harss, autor de Los nuestros —libro que forjó en 1966 el nuevo canon de la literatura latinoamericana— entrevista personalmente a Miguel Ángel Asturias, Jorge Luís Borges, Juan Rulfo, João Guimarães Rosa, Alejo Carpentier, Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez, se topa en Montevideo con un elusivo y hosco Onetti.

Onetti dilata el encuentro y le da excusas dignas del mejor humor negro, como encontrar clavada en la puerta del pequeño apartamento de la calle Gonzalo Ramírez la advertencia: “Si es Harss, no estoy”. Cuando finalmente logra trasponer el umbral, Onetti es más lacónico que nunca. Harss se ve obligado a contextualizar cada una de las breves respuestas y, evidentemente, en el conjunto de los ensayos de Los nuestros, el capítulo que le consagra —“Juan Carlos Onetti o las sombras en la pared”— es con el de Juan Rulfo, otro parco conversador, el más breve y, en todo caso, el menos entusiasta.

La atmósfera general de Montevideo que precede el encuentro no puede ser más sombría: es invierno, llueve, hace frío y agobia la humedad bajo un cielo donde se agolpan “pesados nubarrones, sombras mortuorias de los malos tiempos”. El país está paralizado por huelgas y una sequía previa obliga al racionamiento de la energía eléctrica. “La vida prosigue, pero apática, irreal” —anota Harss— entre la “aflicción general” que descubre en las miradas fugaces de los transeúntes trabajando en tétricas oficinas de viejos edificios de ascensores atascados.

Onetti no desentona en ese contexto: lleva un pesado abrigo, tiene una mueca dolorosa en los labios, su andar es de oficinista envejecido y parece huérfano, desocupado y ausente, con las huellas de la renuncia y el desgano por algún fracaso interior marcadas en el rostro, como si llevara una cruz sobre los hombros purgando una culpa innominada e imperdonable. La entrevista no logra despegar. Al recordar viejos tiempos, Onetti se pone áspero, parsimonioso, huraño y, finalmente, taciturno. Harss abandona y construye su ensayo con glosas de las obras del autor de La vida breve, esos “templos de desesperación”, como las califica.

Onetti ya es prisionero de la leyenda que se ha forjado, tal vez a su pesar, pero en buena parte por una deliberada prescindencia de los mecanismos de ascenso y participación en los poderes culturales y, sobre todo, porque cree que lo fundamental es la escritura y no el escritor. Por eso no cultiva su faz de personaje público y prefiere la de escritor secreto, lejos de modas y estilos que halaguen al lector. “Yo no soy un creador ni un ‘hombre letras’. Nada de eso —se defiende— Soy como Eladio Linacero, el protagonista de El pozo: un hombre cualquiera que escribe en los rincones de la ciudad”.

Pero también porque Onetti ha ido elaborando un personaje llamado Onetti a partir del retrato que de él mismo elaborara en La vida breve en 1950. Brausen, el protagonista, comparte una oficina con un hombre que “no sonreía, usaba anteojos, dejaba adivinar que sólo podía ser simpático a mujeres fantasiosas y amigos íntimos”, un hombre de cara aburrida que no hace preguntas, ni manifiesta ningún síntoma de deseo de intimar, que no es otro que el propio autor. El autorretrato de un personaje hosco, amigo del silencio, de la meditación y diálogo consigo mismo, accesible solo en raros momentos, hecho por un escritor taciturno se completa: “Onetti me saludaba con monosílabos a los que infundía una imprecisa vibración de cariño, una burla impersonal. Me saludaba a las diez, pedía un café a las once, atendía visitas y el teléfono, revisaba papeles, fumaba sin ansiedad, conversaba con una voz grave, invariable y perezosa”. El espejo le devuelve a partir de entonces una imagen literaria que cultiva con esmero y que trata de no desmentir en la realidad. Onetti será siempre el personaje Onetti de La vida breve”.

Escribir sin ser escritor

Cuando Onetti, finalista del Premio Rómulo Gallegos 1965 con Juntacadáveres, es derrotado por Mario Vargas Llosa con La casa verde,  Emir Rodríguez Monegal —el crítico que lanzó a Onetti fuera de fronteras con Narradores de esta América y la exhaustiva edición de sus obras completas con Aguilar México— considera que hay una perfecta coherencia y una secreta simetría en ese fracaso.  “Onetti ha llegado demasiado tarde. Su fracaso no es el fracaso de la calidad sino de la oportunidad. Llega tarde en 1965, como había llegado demasiado pronto en 1941 cuando Ciro Alegría ganó el Premio Rinhart y Farrar con El mundo es ancho y ajeno. Descolocado, desplazado, Onetti no está nunca en el tiempo literario. Está en la literatura, aunque no coincidan sus fracasos con su indiscutida calidad literaria”.

Lo reconocería él mismo cuando recibió el premio Cervantes en 1980: “Nunca trabajé con los codos para embromar a alguien, para trepar. Siempre viví absolutamente ignorante de la práctica de convenciones sociales. A veces tengo la impresión de que mi imagen anda separada de mi”. En ese momento, Rodríguez Monegal cree esperanzado que “la fama ha terminado por dar caza, al fin, a Juan Carlos Onetti”. Sin embargo, el flamante Premio Cervantes no cambia en absoluto sus costumbres, su modesta residencia en Madrid, sus amigos y su alergia a toda forma de vanidad literaria. Desde la cama que ha convertido en su centro vital asegura con tono burlón y desinteresado: “Mi vida es escribir de vez en cuando algunas páginas de una novela. Y leer muchos libros, sobre todo policiales. Aunque las policiales estén cada día peor”.

El distingo que ha presidido su vida sigue siendo esencial. “Los que se acercan a la literatura pueden dividirse en dos grandes categorías —precisa en esos años— “Los que quieren llegar a ser escritores y los que simplemente quieren llegar a escribir. Sólo respeto a estos últimos”. Y añadía con tono elíptico: “la palabra creación me parece desmesurada. Algunos se autodenominan “creadores”; otros, “hombres de letras”. Yo no soy nada de eso. Como Eladio Linacero, soy un hombre cualquiera que escribe en los rincones de la ciudad”.

Como ese antihéroe solitario —protagonista de El pozo— que “se vuelve por las noches hacia la sombra de la pared para pensar cosas disparatadas y fantásticas”, Onetti podía seguir repitiéndose cincuenta años más tarde: me gustaría escribir la historia de un alma, de ella sola, sin los sucesos en que tuvo que mezclarse, queriendo o no. O los sueños. Desde alguna pesadilla, la más lejana que recuerde”. La vida de Linacero y la del propio Onetti se identificaban y tenían su secreta razón en ese refugio —la escritura— la misma en que se reconoció Brausen, protagonista de La vida breve (1950), cuando descubre la noche en que decide “hacer algo” que “cualquier cosa repentina y simple iba a suceder y yo podría salvarme escribiendo”.

Refugio y salvación en la escritura

Escribir para salvarse, sí, pero no escribir de cualquier manera, porque la salvación no puede ser ni sencilla ni directa. No basta sentarse y escribir sueños y pesadillas para quedar libre de su espectro. Como dice el viejo Lanza en La novia robada hablando de su creador, es decir del propio Onetti: “Es fácil la pereza del paraguas de un seudónimo, de firmar sin firma : J.C.O. Yo lo hice muchas veces. Es fácil escribir jugando”. La imagen, casi surrealista, de la “pereza del paraguas” la había aclarado años antes en un reportaje periodístico cuando lo interrogaron sobre las influencias que reconocía haber tenido en su escritura: “Centenares pienso. Tuve, desde la adolescencia, el terror de aparecer —luego de años de trabajo— descubriendo el paraguas. Y de exhibirlo con sonrisa satisfecha”.

Sin pretender haber descubierto el paraguas y sin exhibicionismos, con “sonrisa satisfecha”, bajo la apariencia de un anti intelectualismo llevado al extremo de ser abrupto, como trasuntara tantas veces en el curso de entrevistas periodísticas o comparecencias públicas, Onetti esgrimió, sin embargo, el mejor catálogo de técnicas de la narrativa contemporánea que sus insaciables y numerosas lecturas nutrían: la ambigüedad de Hermann Melville, los puntos de vista de Henry James, el monólogo interior de James Joyce, los personajes colectivos de Sherwood Anderson, la redonda perfección del relato de Stephen Crane, la realidad vista a través de una mirilla de L’enfer de Henri Barbusse, el estilo jadeante de Le voyage au bout de la nuit de Céline, la absoluta indiferencia y el hondo desencanto de L’Etranger de Camus o la atmósfera trágica del condado de Yoknapatawa en William Faulkner que Onetti transforma en el sombrío patetismo del reino de Santa María.

Lejos de toda verdad absoluta

Una salvación por la escritura construida, sin embargo, sobre la duda, lejos de toda verdad absoluta, apoyándose en las realidades múltiples de un mundo que no puede ser unívoco y que, por lo tanto, apuesta a las virtudes de la distorsión. Deformación de la realidad que es sinónimo de creación y supone siempre la “responsabilidad de una elección”. De otro modo —precisaba Onetti— se “hace periodismo, reportajes, malas novelas fotográficas”.

Seleccionar y deformar han sido operaciones fundamentales en la configuración de la escritura del creador de Santa María. La conciencia de que “la literatura es lo irreal mismo” o más exactamente que la ficción dista de ser una copia analógica de lo real, surge de la integralidad de su universo. Sin embargo, esta conciencia de la irrealidad de la literatura no es una conciencia de lo irreal del lenguaje, sino el resultado de una postura filosófica previa traducida a un código literario. La “racionalidad arbitraria” con que selecciona y deforma los hechos obedece al principio de lo que podría ser “una ética de la estética”.

La selección y deformación debe conservar, en todo caso, “el alma de los hechos”, idea central que ya aparece en El pozo, cuando Linacero, después de su frustrado intento de reconstruir una escena del pasado en que había sido particularmente feliz con Cecilia, escribe: “Hay varias maneras de mentir, pero la más repugnante de todas es decir la verdad, toda la verdad, ocultando el alma de los hechos. Porque los hechos son siempre vacíos, son recipientes que tomarán la forma del sentimiento que los llena” [2]. Este proceso creativo no importa tanto como mecanismo de liberación de la fantasía, sino de la conciencia a través de los cuales se percibe la realidad: el punto de vista del narrador. Son los protagonistas “testigos” de la acción ajena, narradores de lo que observan desde “afuera” sin comprometerse, pero desde una primera persona que instaura la ambigüedad del punto de vista, los que seleccionan y deforman.

El manejo del punto de vista, a partir de la conciencia individual o colectiva siempre marginal, permite a Onetti borrar en muchos casos las hipótesis de la narración. Resuelto con eficacia en el final de La cara de la desgracia, el procedimiento es explicado en Una tumba sin nombre, cuando el personaje-testigo expresa: “Esto era todo lo que tenía después de las vacaciones. Es decir, nada; una confusión sin esperanza, un relato sin final posible, de sentido dudoso, desmentido por los mismos elementos de que yo disponía para formarlo”[3]. El narrador prefiere ignorar lo que ha visto, porque le resulta “repugnante” la idea de averiguar y cerciorarse. Es decir, hay un rechazo de la certeza como posibilidad de conocimiento que dignifica la posición marginal, que justifica cualquier desinterés en nombre de una especie de pudor por todo lo que sea participación efectiva.

Protagonistas testigos del quehacer ajeno

Por otra parte, el manejo de la primera persona del singular, que en la novela tradicional supone un compromiso del protagonista con la acción que se desarrolla, le permite recordar que el “yo” es siempre otro, lejos del testimonio o la connotación autobiográfica. En Onetti, el yo del narrador no habla de sí mismo, sino de los demás, distancia que teóricamente permitiría una cierta objetividad, pero que en realidad imprime al relato un sesgo que puede llegar a ser una deformación. La primera persona no es titular de un rol protagónico, sino la de un testigo secundario que observa, cuando no imagina, versiones contradictorias sobre lo que ocurre a su alrededor y, por lo tanto, subjetiviza indirectamente el relato.

El sesgo específico que le imprime esa mirada indirecta, muchas veces oblicua, le da un tono de aparente indiferencia, pero no de imparcialidad. Hay que “estar al margen de todo” —se dicen— como para convencerse a sí mismos. Díaz Grey se esfuerza por ser diferente cuando afirma: “Exigíamos que la gente de Santa María nos imaginara apartados, distintos, forasteros, y hacíamos todo lo posible para imponer esa imagen” [4].

En la mayoría de las obras del ciclo de Santa María, la primera persona es la del Doctor Díaz Grey o la de Jorge Malabia. Es el narrador quién representa al autor y, en cierto modo, al lector, ya que es ese el punto de vista en el cual lo invita a situarse para conocer su historia. Es una situación privilegiada, pero también forzada. El lector está obligado a situarse en ese punto de vista. No se trata de una simple diversidad de formas gramaticales, donde las funciones pronominales permiten una comunicación horizontal entre estas partes en el interior mismo del texto, estructuras que en el curso del relato podrían evolucionar, permutarse, simplificarse o complicarse, ampliarse o reducirse, sino además de instalarse en la conciencia de un narrador ajeno a la historia. En otros casos, esa primera persona está matizada con puntos de vista de terceros, también ajenos a la historia contada, lo que permite revelar o contradecir claves que el testigo privilegiado ha escamoteado o desconoce. La creación de esta arquitectura pronominal permite introducir en el texto luces y penumbras y esa ambigüedad relativa que regula las informaciones que se transmiten.

Esta visión subjetiva es la que otorga el sesgo específico a cada una de sus obras, aunque el conjunto constituya un universo coherente e interdependiente, especialmente entre los cuentos y novelas del ciclo de Santa María. Porque del análisis de esta summa literaria —compuesta por nueve novelas, tres de las cuales son novelas cortas, cuatro nouvelles  y una veintena de cuentos recogidos en su mayoría en libros— resulta claro que Onetti, como su reconocido maestro William Faulkner, ha comprendido que, no sólo cada obra debe tener un diseño, sino que la totalidad debe obedecer a las leyes precisas de un “cosmos de mi propiedad”, como llamaba el autor de Absalón, Absalón al condado de su creación Yoknapatawa y como podría haber repetido Brausen, el fundador de Santa María.

Nada merece ser hecho

“No se puede hacer nada”, dicen sus escépticos personajes o, lo que parece más grave, “nada merece ser hecho”. Lejos de la angustia, de la nausea y aún de la detresse, en las que fuera pródiga la narrativa europea de su época, en Onetti debe hablarse de fatalismo y resignación. Nada del escepticismo de Cioran, menos aún la lucidez de Pascal.

Se sospecha que cuando Díaz Grey afirma en El astillero que la vida “no es más que eso, lo que todos vemos y sabemos” y que su único sentido es “no tener sentido” y no hay porqué complicarse con las “palabras y ansiedades” que conlleva la ambición humana, como sugiere Aranzuru en Tierra de nadie, porque en la vida hay que esperar, “no hacer nada”, “es mejor estarse quieto”[5].

En realidad no vale la pena esforzarse por luchar por otro futuro ya que “un hombre evolucionado no debe hacer nada”, porque “todo es falso y lo autóctono lo más falso de todo”. Este principio de que “un hombre evolucionado no debe hacer nada”, cuya suprema negación se manifiesta en la pasividad y la voluntad de prescindir, es una suerte del desconcertante “preferiría no hacerlo” que enuncia con tono respetuoso y “mansa desfachatez” Bartleby en la obra homónima de Hermann Melvilla con la que, sin querer, se emparenta Onetti. Tono modesto, pero determinado y determinante, “desdén tranquilo” que nos sumerge en la incómoda sospecha de compartir esa “melancolía fraternal” que siente el biógrafo por el taciturno copista Bertleby, ese “hombre por naturaleza y por desdicha propenso a una pálida desesperanza”. Una melancolía que se transforma en miedo, lástima y finalmente en repulsión.

Hundirse en una inercia contemplativa parece el resultado inevitable de una certeza previa: el hombre no renuncia al auténtico escepticismo que nace de la ruina y del caos. Onetti está convencido de que no hay certezas firmes y los fundamentos están agrietados, por lo cual la pasiva contemplación es la única fuente de conocimiento. “Toda la ciencia de vivir está en la sencilla blandura de acomodarse en los huecos de los sucesos que no hemos provocado con nuestra voluntad, no forzar nada, ser, simplemente cada minuto”. Declara. Algo que ya había intuido el primer outsider de la novelística contemporánea, el oscuro protagonista de las Memorias del subsuelo de Dostoievsky y comprobó para todo un siglo de literatura El hombre sin atributos de Musil, aunque los tonos en Onetti aparezcan diluidos, amortiguados por las propias características del medio rioplatense en que se insertan.

La crítica ha señalado esta auto-negación de sus anti-héroes desarraigados, opuestos a los de una épica tradicional, incapaces de creer en las propias bases de la nacionalidad como una especial acritud típicamente rioplatense[6]. Más que una forma de desarraigo, la falta de fe pregonada sin aspavientos supondría una comprensión mejor del tiempo vital, de la falta de diálogo, de la frustración presente y de la necesidad de evasión hacia una soñada vida mejor, que caracteriza parcialmente a una zona de la psicología colectiva del Uruguay.

El espíritu de indiferencia

Para comprender la dimensión de esta comprensión vital del desarraigo hay que remontarse a la breve advertencia a su segunda novela, Tierra de nadie, publicada en l94l, cuando Juan Carlos Onetti declara :

Pinto un grupo de gentes que aunque puedan parecer exóticas en Buenos Aires son, en realidad, representativas de una generación; generación que, a mi juicio, reproduce, veinte años después, la europea de la posguerra. Los viejos valores morales fueron abandonados por ella y todavía no han aparecido otros que puedan sustituirlos. El caso es que en el país más importante de Sudamérica, de la joven América, crece el tipo de indiferente moral, del hombre sin fe ni interés por su destino.

Como para que no quedaran dudas que su advertencia no era sólo el diagnóstico de una época, sino además el fundamento de una postura estética y existencial asumida deliberadamente, Onetti completaba : “Que no se reproche al novelista haber encarado la pintura de este tipo humano con igual espíritu de indeferencia”.

En principio, los países del Río de la Plata no tenían porqué padecer los efectos de ese desajuste existencial. Habían sido beneficiarios directos de la primera guerra mundial en el plano económico y habían mantenido una cierta neutralidad política. Los “indiferentes morales” de que hablaba Onetti en l94l no tenían porque prosperar en países plenos de posibilidades y abiertos al futuro. Sin embargo, era evidente que la problemática de una gran ciudad como Buenos Aires no variaba mucho de la de una urbe europea. Es más —tal como pudo verse reflejado en la literatura y el ensayo de la época— los desajustes eran aún mayores en el Río de la Plata que en Europa. Una alta proporción de la sociedad estaba compuesta por inmigrantes. En las orillas de aguas barrosas de un estuario que estaba lejos de las metrópolis de origen, estos hombres debían sentirse naturalmente nostálgicos y desarraigados.

En efecto, alrededor de l940, con los veinte años de retraso comprobados por Onetti, pero con igual intensidad, los habitantes de las grandes urbes de América Latina enfrentaban los desajustes que había vivido Europa al final de la Gran Guerra 1914–1918. La llamada civilización occidental estaba en crisis. Los valores tradicionales de la sociedad humanista y liberal decimonónica, no soportaban su confrontación con la nueva sociedad industrial y de masas emergente. La idea del progreso científico y social indefinido no podía sostenerse con validez frente a la realidad de grandes ciudades donde la comunicación humana iba desapareciendo. El individualismo sólo podía hablar de crisis y de la “decadencia de occidente” de la que se lamentaba Spengler en su obra.

El escritor omnisciente del siglo XIX que operaba como un demiurgo sobre seres y situaciones, había cedido su lugar a un autor que se refugiaba detrás de una verdad mucho más ambigua y variable, representativa de los diferentes puntos de vista que podían desmentirla. Personajes desorientados, anti-héroes anónimos rechazados por  la sociedad industrial, seres indiferentes, desubicados y marginales, cuando no rencorosos y frustrados, habían irrumpido en la posguerra de 19l8. Outsiders, disconformes y desarraigados que se negaban a desarrollar las cualidades de sensatez práctica requeridas para sobrevivir en el seno de la compleja civilización emergente, inauguraban el punto de vista múltiple, la mirada oblicua.

Frente a la dificultad de comunicación con los demás y al sentir que la autenticidad estaba reprimida por la sociedad contemporánea, estos nuevos personajes se refugiaban con sus angustias en el espacio de una pequeña habitación —como Eladio Linacero en El pozo— y efectuaban un solitario e intenso «descenso en sí mismos», ya adelantado por el primer outsider de la literatura moderna, el protagonista de Memorias del subsuelo de Dostoievsky.

Los protagonistas de esas novelas expresan sus desilusiones, pero buscan todavía un fundamento para la fe en el hombre, intentan dar literalmente una significación a la vida en el interior de la crisis general de los valores que afectan a la sociedad. Existencialmente, la obra de Juan Carlos Onetti tiene que integrarse después de la de los grandes novelistas que van pautando esa disolución, naturalmente después de Musil y Mann (asidos al mundo que se desmorona), de Joyce (jocundo ordenador estético del caos que descubre), de Kafka (refugiado en un atormentado, aunque no exento de sutil humorismo orden creado para sí mismo) y de autores como Sartre y Camus preocupados básicamente por justificar filosóficamente ese estado de angustia.

La metafísica del aburrimiento

Vale la pena detenerse por un momento en la inercia vital que se deriva de pensar que “nada merece ser hecho”: el aburrimiento. En el aburrimiento existe tanto el vacío de una voluntad agobiada por el tedio como una forma pasiva de rechazar el orden social y las leyes que lo gobiernan. No hay héroes aburridos, apenas testigos del quehacer ajeno.

¿Cuándo sobreviene el aburrimiento? Sobreviene con su implacable cortejo de rechazos, derrumbe de creencias y desprecios inesperados cuando se enfrenta el bochorno y la pérdida de la fe en la edad adulta, olvidada la infancia y la desapacible adolescencia. El ingreso a la edad madura opera como desencadenante del hastío y la resignación. Linacero inventaría su desgracia en la víspera de cumplir cuarenta años; Brausen reflexiona sobre su fracaso y lo acepta con “la resignación anticipada que deben traer los cuarenta años”; Díaz Grey es imaginado en su frustración como un médico de alrededor de cuarenta años; Larsen es derrotado en Juntacadáveres cuando tiene cuarenta años. A veces ese tope se puede adelantar como en el caso de Julián, el hermano suicida del protagonista de La cara de la desgracia, al que “desde los treinta años le salía del chaleco un olor a viejo”. Al narrador de Bienvenido, Bob se le dice con evidente crueldad: “No se si usted tiene treinta o cuarenta años, no importa. Pero usted es un hombre hecho, es decir deshecho, como todos los hombres a su edad cuando no son extraordinarios”[7]. A esa edad, Bob se mueve “sin disgusto ni tropiezos entre los cadáveres pavorosos de las antiguas ambiciones”, las “formas repulsivas” de los sueños gastados[8]

Onetti traspone el umbral del hastío desde la primera página de El pozo. A lo largo de una calurosa y húmeda noche de verano, Eladio Linacero fuma y se pasea sin parar en la desordenada habitación de un inquilinato. Está aburrido de estar echado en la cama y oliéndose alternativamente las axilas con una mueca de asco, hace el inventario de su vida: no tiene trabajo ni amigos, se acaba de divorciar, sus vecinos le resultan “más repugnantes que nunca”, hace más de veinte años que ha perdido sus ideales y, según las informaciones que ha escuchado en una radio, “parece que habrá guerra”. De la descripción del momento existencial que vive Linacero, esta palabra clave —aburrimiento— parece ser la consecuencia o la causa de todo, especialmente de la pérdida de ideales que lo han conducido a la indiferencia en que se ha sumergido progresivamente en los últimos veinte años de su vida.

El aburrimiento, causa de inactividad y parálisis, es, al mismo tiempo, un sesgo preciso, un punto de vista desde el cual se contempla el mundo, un “estado” que no solo empapa la primera novela de Juan Carlos Onetti, sino buena parte de su obra. En el ciclo de Santa María es el propio paisaje creado el que influye sobre los estados de ánimo y los hace desembocar fatalmente en el hastío. Un sábado estival en Una tumba sin nombre está “henchido por la inevitable domesticada nostalgia que imponen el río y sus olores, el invisible semicírculo de campo chato”. La pasividad, enancada en el aburrimiento, llevará a que la previsión del futuro de Santa María sea “mirarse envejecer parsimonioso, ecuánimes, sin sacar conclusiones”, con “sudorosas caras de aburrimiento y tolerancia”[9]

El Doctor Díaz Grey —en el que algunos críticos y el propio Onetti han querido identificar como su alter ego[10]— asume su papel protagónico en Jacob y el otro, aunque parte también de una marginalidad derivada del estado indiferenciado del tedio: “yo estaba aburriéndome en la mesa de poker del Club y sólo intervine cuando el portero me anunció el llamado urgente del hospital”.

Esta necesidad de un acontecimiento exterior que irrumpa en la monótona atmósfera donde reina el aburrimiento puede ser un simple recuerdo, como el evocado en La casa en la arena con el que se neutraliza el “aburrirse sonriendo” en que están inmersos, como idiotizados, sus entumecidos personajes[11]. Ese fondo —el estado del aburrimiento—puede conducir también a la anamorfosis de caras “infladas por el aburrimiento”. En un caso extremo —como Julia en Juntacadáveres y Moncha Insaurralde en La novia robada— el suicidio es el resultado de un acto deliberado, de un “echarse a morir” porque se está “aburrida de respirar”.

Aburrimiento, tristeza y felicidad pueden ir, sin embargo, de la mano en una perspectiva filosófica marcada por una piadosa resignación. Jorge Malabia, en el cuidadoso análisis que hace de sus sentimientos en Juntacadáveres, maneja con sutileza ese pasaje de un estado —el aburrimiento— a otro —la tristeza — y el equilibrio posible que puede brindar en algún momento la felicidad: “Yo, éste al que designo diciendo éste, al que veo moverse, pensar, aburrirse, caer en la tristeza y salir, abandonarse a cualquier pequeña, variable forma de la fe y salir”. En las sucesivas salidas de un estado al otro puede llegar a “aquel punto exacto del sufrimiento que me hacía feliz; un poco más acá de las lágrimas, sintiéndolas formarse y no salir”. En ese “punto exacto” se rozan las emociones aparentemente más contradictorias, permitiendo que todo sea “un poco nebuloso, tristón, como si estuviera contento, bien arropado y con algo de ganas de llorar”.

Paul Valery decía que el tedio, esa forma sofisticada del aburrimiento y el hastío de vivir en que se traduce, sirve para ver la existencia sin aderezos, desnuda, para comprender “las cosas tales como son”. En ese aburrimiento casi visceral, por no decir metafísico, se adivina una esperanza: la de una lucidez del absurdo de la existencia que salva del crimen o del suicidio. Desde el hastío se contempla el mundo como un paisaje ajeno, deliberadamente distanciado por el cansancio.

A partir de ese fondo existencial sobre el cual se edifican otras sensaciones o actitudes, el aburrimiento —tal como lo entiende Onetti— se inscribe en una trayectoria filosófica que tiene su mejor expresión en una página de Soren Kierkegaard en O lo uno o lo otro (Entweder-Oder), cuando expresa que:

Los dioses se aburrían y crearon al hombre. Adán se aburría porque estaba solo, y así se creó a Eva... Adán se aburría solo, y luego Adán y Eva se aburrieron juntos; entonces Adán y Eva, y Caín y Abel se aburrieron en familia; entonces aumentó la población del mundo, y las gentes se aburrieron en masa. Para divertirse a sí mismos, idearon construir una torre lo bastante alta para alcanzar los cielos. La idea misma es tan aburrida como la altura de la torre, y constituye una prueba tremenda de cómo el aburrimiento ha alcanzado a la mano superior[12].

¿Malestar perpetuo o spleen baudeleriano?

¿Es, entonces, el aburrimiento una forma suprema de conocimiento? Por ello, me pregunto si no hay algo del spleen de Baudelaire en la actitud displicente de Onetti que desemboca en ese “ennui” distanciado e indiferente. Linacero, Brausen Díaz grey, Jorge Malabia, podrían repetirse: “Sufro de una ociosidad perpetua manejada por un malestar perpetuo”, que solo puede calmar la escritura. En el poema Spleen et idéal  con que se abren Las flores del mal, se anuncia la irrupción del poeta —el escritor— en un mundo aburrido, sumido en el gran bostezo que se tragaría todo a su alrededor.

Así, “lorsque, par un décret des puissance suprêmes,/ Le Poëte apparait en ce monde ennuyé”, el tedio es desalojado de nuestros espíritus y trabaja nuestro cuerpo como secreción de una realidad ocupada por “la sottise, l’erreur, le péché, la lésine”. Lo hace para alimentar “nos aimables remords, /Comme les mendiants nourrissent leur vermine”. Ese aburrimiento reenviado al lector: “Tu le connais, lécteur, ce monstre délicat, —Hypocrite lecteur, —mon semblable,— mon frère” [13], invita a contagiarse de una progresiva resignación de la que solo se puede salir mediante la escritura. Por ello, el poeta de Las flores del mal irrumpe en el mundo aburrido que bosteza y nos salva con estilo y elegancia. Linacero cuando empieza a escribir afirma: “estoy contento por que no me canso ni me aburro”, aunque añade “no sé si esto es interesante, tampoco me importa”[14]

¿Es la escritura un ensalmo contra el aburrimiento? Esta idea sería feliz, si no fuera banal. La escritura no alivia, apenas distrae, brinda la ilusión de una posible coherencia en un mundo condenado a la desolación. Se trata de escribir para no sucumbir a la tentación del crimen o del suicidio[15]. Es apenas un alivio para exorcizar el tedio, para salir de la simple y pasiva contemplación de lo ajeno, aunque sea también un modo de descuartizar la comodidad de quienes creen que todo va bien.

Por ello, cree salvarse Linacero escribiendo sus pesadillas y “el sueño de la cabaña de troncos” y Brausen cuando se sienta ante una mesa donde “tenía bajo mis manos el papel necesario, un secante y la pluma fuente” para describir la ciudad a la que finalmente se evade, la emblemática Santa María escenario del resto de su obra. Allí un monumento se levanta luego a su memoria (La novia robada), un bar lleva su nombre y se lo invoca para erradicar la sequía (Cuando ya no importe). La ciudad incendiada en las páginas finales de Cuando entonces se reconstruye en el astillero de la escritura.

Y Onetti, supremo artífice, se salva para marcar un destino que cumplió con ejemplar cabalidad a lo largo de su larga vida, consciente que solo el arte y la apariencia pueden constituir la compensación estética de una realidad engañosa e insuficiente[16]. No es contradictorio afirmar —por lo tanto— que gracias a esa falta de fe en cualquier dogma que no fuera su propia condición de creador, dispuso de la libertad que le permitió traspasar los planos de un presunto realismo (que sabía al fin de cuentas tan producto de la imaginación como lo puramente fantástico) hacia una estructura onírica de las que El pozo y La vida breve son su paradigma.

Con ello Onetti demuestra que su aproximación a la realidad es básicamente sensible y estética y no intelectual o racionalizada. Este aspecto suelen olvidarlo los novelistas que tienden a racionalizar ideológicamente el contorno en perjuicio directo de las experiencias sensibles que reclaman «una poética de la novela» (Susan Sontag). La obra de Onetti, en la medida en que no acepta la imposición de pactar con una definición precisa de la sociedad, evita el riesgo de no perecer sin remedio, apenas esa misma visión de la sociedad pudiera ser reemplazada por otra construida con prejuicios distintos. Ello permite entender la obra de Onetti en una dirección global, como una aspiración totalizadora, pero autónoma, alejada de toda consideración crítica estrictamente sicoanalítica, moralista, política o social. También acerca su creación a lo que nos ha interesado marcar particularmente: un esfuerzo extremado y sin residuos, en el que Onetti ha empeñado la totalidad de sus intereses y recursos a lo largo de más de cincuenta años de existencia practicante volcada al desenvolvimiento de una «saga» mínima, pero intensa.

Contar es comprender, comprender es crear

Círculos concéntricos, intercambiables en la medida en que el autor era dueño de la mentira original, de la falacia o ficción en que toda escritura se apoya en definitiva; libertad asumida con una intensa vocación de escritor; clave del particular sello de la originalidad estética de su literatura; exaltación de los poderes de la imaginación, credo estético que tiene un nítido apoyo gnoseológico: contar es comprender, comprender es crear.

Este principio circular —se cuenta para comprender, porque comprender es crear— lo llevó Onetti hasta sus más desgarradas consecuencias. Porque en los sucesivos mecanismos con que proyectó a sus personajes fuera del contexto de una realidad hostil y agresiva, todo los condujo a callejones sin salida, a las bocas enrejadas de túneles que habían recorrido a ciegas. Este “hombre que se sabe enfermo en una civilización que ignora estar enferma”—como definiera Colin Wilson al Outsider[17]— es la desvalida materia prima con la que trabajó, el legado directo que no ha dejado lo mejor de su narrativa. Lo hizo en la libertad que habían conquistado a través del progresivo despojamiento de certidumbres de sus personajes, todos ellos acérrimos solitarios.

Porque la soledad no es en la obra de Onetti el resultado de una vocación deliberada de independencia, sino el de una lucidez paralizante. Todo impulso es negado a partir de un desmenuzado análisis introspectivo. Hay una claudicación decretada de antemano; una negación de todo lo que pueda ser alborozado entusiasmo vitalista, llevada al extremo de hombres que reflexionan demasiado para gozar abiertamente de la vida. Protagonistas encerrados en sus habitaciones como Linacero y Brausen, observadores no comprometidos del quehacer ajeno como Díaz Grey o Jorge Malabia, empresarios derrotados de antemano como Larsen, eternos diseñadores de proyectos que no se ejecutan como Aranzuru, todos parecen haber llegado a la conclusión de que no vale la pena esforzarse por luchar por “algo”, en la medida en que la acción es un privilegio de “otros” a quienes —como los “gringos”— les gusta “deslomarse” trabajando, ya que “un hombre evolucionado no debe hacer nada”. La razón, “yo no tengo fe; nosotros no tenemos fe. Algún día tendremos una mística, es seguro; pero entretanto somos felices”, se asegura en Juntacadáveres.

En este contexto en que “todo es falso y lo autóctono lo más falso” el cierre oclusivo de toda esperanza parece inevitable y una posible filosofía de la existencia puede parecer, en consecuencia, débil. Sin embargo, si se rastrea en los párrafos aislados de sus cuentos y novelas se descubre una visión que sorprende por su coherencia y su profundidad. Por lo pronto, se descubre sutilmente que como buen rioplatense, Onetti entiende como sinónimo de virilidad cierta contención, cierta obligada parquedad en la expresión de los sentimientos y sus secretas razones, una constante que aparece en autores tan diversos como Macedonio Fernández, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar y en muchas letras de tango y que el cine consagra con su galería de héroes de gesto adusto y serio. Es “la vida en sordina” de que hablaba Mallea en Historia de una pasión argentina, los “rostros impasibles” que no deben dejar traslucir emociones, saber protegerse por “la indiferencia y el desdén” como sugiere Carr en Cuando ya no importe. El héroe lacónico marca con su aire sombrío y taciturno el tiempo vital con que se arropa una visceral misantropía.

En el bulevard de los sueños perdidos

Estamos lejos aquí de toda demoníaca angustia existencial; estamos cerca de una especie de beatífica superación comprensiva de todos los afanes humanos y terrestres, una postura resignada que podría ser religiosa si estuviera alimentada por la fe. La aceptación de lo inevitable, nada angustiada por cierto, convierte la propia muerte en parte de una rutina.

La resignación progresiva que, como esperada catarsis, culmina en un sentimiento melancólico solo atenuado por la piedad, por una cierta conmiseración, tiene su expresión en “el juramento sagrado” que Carr nunca hizo pero que lo siente impuesto, de escribir Cuando ya no importe. Lo confiesa en la

última anotación de su diario, fechada el 30 de octubre, cuando anuncia que “en algún día repugnante del mes de agosto, lluvia, frío y viento” irá a ocupar un nicho, cuya losa no protege totalmente de la lluvia. En el planificado retorno a su ciudad natal, obvio apócope de Montevideo, Carr buscará el merecido reposo en “un cementerio marino más hermoso que el poema”, en directa alusión al poema El cementerio marino de Paul Valery[18]. Ese será el hogar definitivo de quién no lo tuvo en vida, pero “última morada” al fin, y, sobre todo, morada en la tierra natal. Esa tumba tendrá el nombre de su familia y le otorgará la seguridad póstuma que no pudo tener “la tumba sin nombre” de Rita, la protagonista de Para una tumba sin nombre.

Sin falso pudor Carr escribe la palabra muerte, aunque lo haga con “dedos temblones”. De golpe, el juego distante con una palabra tan radical como muerte al que Onetti había apostado durante más de cincuenta años, la sutil invitación al suicidio de muchos de sus personajes, las obsesivas y minuciosas descripciones forenses de sus cadáveres, ese ambiguo coqueteo con la fragilidad del instante que transforma una palpitación vital en un silencioso hueco ominoso, la parodia de la salida definitiva del teatro de la vida que había representado con tanta ironía, se condensaban en un par de líneas lapidarias.

Onetti bajó así con discreción el telón de una representación con el signo de “una muerte anunciada” que nunca pudo ser otra cosa que una comedia, aunque se quisiera tragedia. En forma deliberada ponía fin a un largo monólogo existencial y anunciaba la salida del mundo con la misma lucidez paralizante, el mismo rigor, dignidad y pudor con que acompañó la reflexión de su escritura desde aquel lejano día de 1939 en que Eladio Linacero decidió escribir un sueño y el instante que lo precedía, mientras se paseaba y fumaba sin parar en la desordenada habitación de un inquilinato oliéndose alternativamente las axilas con una mueca de asco. Como entonces, pero desprovisto ahora de sueños liberadores, Onetti dictaba, a través de Carr, su última voluntad. Lo hacía con una inesperada paz y sosiego, convirtiendo “los adioses” plurales de su obra en un consciente salto al vacío, atravesando “el bulevar de los sueños perdidos”, aceptando “con hastío y resignación” lo irremediable.

De Una tumba sin nombre de Rita a la tumba con nombre de Carr bajo cuya lápida se “filtra pertinaz la lluvia”, protegido por “la indiferencia y el desdén”, Onetti culmina el largo monólogo existencial y la rigurosa reflexión sobre la escritura iniciada cincuenta y cuatro años antes. Una lucidez que pudo ser paralizante durante su vida y que, gracias a la muerte, se transformó en una forma descarnada de la sabiduría.

Con esta novela que puede leerse como un verdadero testamento literario —”el maestro”, como lo solíamos llamar afectuosamente en Uruguay— cerró el ciclo narrativo de su obra con un sabio mutis por el foro del teatro de la vida y recordó desde el propio título a todos aquellos que lo ensalzaban como uno de los autores más representativos del boom latinoamericano que nada, en definitiva, importa. Nos hizo ver la condición deletérea de lo que “ya no importa”, la inútil vanidad de toda fama a la que él mismo tuvo legítimo derecho y a la que nunca prestó atención.

De escribir hasta el final, de eso se había tratado siempre.

 

 



[1]          Ramón Chao, Un posible Onetti, Barcelona, Ronsel, 1994, p.31.

[2]          El pozo, Montevideo, Montevideo, Arca, 1965,  p.36.

[3]          Una tumba sin nombre, Montevideo, Marcha, 1959, p.82

[4]          Una tumba sin nombre, o.c., p.25.

[5]          Tierra de nadie, Montevideo, Ediciones Banda Oriental, 1965, p.36

[6]          Entre otros el venezolano Juvenal López Ruiz, el argentino Juan Carlos Ghiano y el uruguayo Manuel Martínez Carril.

[7]          “Bienvenido, Bob”, Un sueño realizado y otros cuentos, 53 Montevideo, Número, 1951, p.37

[8]          “Bienvenido Bob”, o.c. p.42

[9]          Una tumba sin nombre, o.c., p.25.

[10]         Onetti confiesa a Ramón Chao: “A Díaz Grey lo siento como mi alter ego, pero no totalmente, claro. Hay cosas de Díaz Grey que son onettianas. La indiferencia, el escepticismo, aunque al cabo es una persona que se preocupa por los demás”. Un posible Onetti, .o.c., p.199.

[11]         “La casa en la arena”, Un sueño realizado y otros cuentos, o.c. p.53.

[12]         Soren Kierkegaard, O lo uno o lo otro, Madrid, Ediciones Trtotta, 2008.

[13]         Charles Baudelaire, Les fleurs du mal, Oeuvres completes, Paris, La Pléiade, 1954, p.81–83.

[14]         El pozo, o.c., p.22.

[15]         Para todos aquellos personajes a los que la escritura no pudo salvar —como lo hacen  Linacero o Brausen— la muerte es la inevitable compañera que los lleva a la liberación del suicidio, al frío asesinato (la adolescente de La cara de la desgracia; Magda en Cuando entonces; el crimen de La muerte y la niña) o a un dejarse morir en la “naturalidad” de un viaje o en la “realización” de un sueño (Un sueño realizado). Se suicidan Risso en El infierno tan temido, el deportista tuberculoso de Los adioses, Julia en Juntacadáveres, la protagonista de Tan triste como ella; Julián en La cara de la desgracia. Elena Sala se muere como si estuviera “de vuelta de una excursión con las revelaciones de lo cotidiano, no recogidas por nadie. Muerta y de regreso de la muerte, dura y fría como una verdad prematura, absteniéndose de vociferar sus experiencias, su derrotas, el botín conquistado” (La vida breve, p.273). Ossorio, al final de su fatigada huída en Para esta noche, sonríe por primera vez cuando adquiere conciencia de su muerte inminente. Moncha Insurralde en La novia robada se deja morir. Por algo el certificado de defunción que extiende el Doctor Díaz Grey establece que el “estado o enfermedad causante directo de la muerte” es “Brausen, Santa María, todos ustedes, yo mismo” (La novia robada).

[16]         Lucien Goldmann desarrolla la idea de que “sólo el arte y la apariencia pueden constituir la compensación estética de una realidad engañosa e insuficiente” en El teatro de Jean Genet, Caracas, Monte Ávila, 1967.

[17]         Colin Wilson, El disconforme, o.c. p.23

[18]            En alusión directa al poema de Paul Valery, Le cimetière marin (1920), Onetti se refiere al cementerio El Buceo en la ciudad de Montevideo, edificado en un gran parque arbolado que desciende hacia el Río de la Plata.