Como el Malraux de las Antimémoires o el Pavese de Il mestiere di vivere, también el Rafael Chirbes de los Diarios  hace gravitar sus reflexiones sobre el doble plano de perplejidades e incitaciones que la vida le ha venido  deparando: el biográfico, como escritor, y el de sujeto histórico implicado en la historia colectiva.[1] Con todo, esta última dimensión queda reducida a contadas alusiones a su pasada militancia comunista y a la política del presente.

El contenido de estos Diarios responde ante todo a las características de una escritura con un tempo de ejecución diferente al que su autor estaba habituado como periodista y escritor de novelas. Una escritura “a ratos perdidos” (título avanzado ya en sus anticipos en Turia), sin urgencias y, en principio, sin objetivos concretos ni plazos de entrega previstos.

Los Diarios registran las bruscas oscilaciones anímicas del escritor, pero también se nutren de los más variados estímulos externos: la evocación de una ciudad o de una calle —visitadas en sus presentaciones de libros y en sus viajes como conferenciante e informador gastronómico de la revista Sobremesa—; citas literarias, comentarios de lecturas y de películas, recientes o ya olvidadas; descripciones, juicios de valor sobre sus preferencias estéticas y reflexiones o apuntes sobre su propia obra y la de sus contemporáneos. En este sentido, y por más que algunos novelistas de actualidad hayan sido objeto de sus críticas, la intención de Chirbes al comentar sus obras no ha ido más allá de la norma implícita que las ha inspirado (no otra que la de tratar al prójimo con el mismo rigor con el que acostumbraba a tratarse a sí mismo). En modo alguno parece haber sido su intención la de iniciar polémicas literarias estériles —ni, mucho menos, personales— con otros escritores (a cuyas novelas alude, por otra parte, de pasada).

Los dos volúmenes de los Diarios reproducen parcialmente el contenido de una veintena de pequeños cuadernos manuscritos. La elección de cada uno de ellos obedece a algún guiño u homenaje literario, al recuerdo de país donde los adquirió o,  simplemente, al mero capricho fetichista del autor. El primero de los cuadernos que conforman los Diarios  (“Restos del cuaderno grande”) reúne anotaciones desde el mes de abril de 1984, y la entrada final del último de ellos pertenece  a “Un cuadernito negro marbré” y está redactada el día de los Reyes Magos de 2007. El conjunto de estos cuadernos, distribuido en cuatro partes, ha quedado reunido en los dos gruesos volúmenes que aquí se comentan.

 

LOS DIARIOS DE UN HOMBRE QUE FUMA Y ESCRIBE CON LA MANO.

De entrada, la lectura de los Diarios de Rafael Chirbes brinda la oportunidad de contemplar de cerca a un ser humano no solo en los momentos de lucidez  autoindagatoria, sino también en sus más prosaicos desahogos. En principio, esa  inmediatez, y a veces la crudeza  de la fe de vida privada que contienen, pueden llegar a sorprender, aunque, a medida que se avanza en la lectura, la presencia explícita y descarnada del sexo, del tabaco y del alcohol  pasa a ocupar un lugar cada vez más secundario. Del mismo modo, los estímulos puramente exteriores que incitan a escribir al diarista (viajes, lecturas, paisajes, etc.) van espaciándose y reducen progresivamente su importancia, mientras crece en intensidad el profundo desasosiego —inseguridad, soledad, hastío, desánimo,  pesadilla, depresión…— en que se encuentra sumido.  

Como indican las fechas de publicación de estos dos volúmenes, no ha sido sino a título póstumo cuando la escritura confesional chirbesiana ha podido ser conocida. Tal vez porque hasta su muerte el escritor estuvo librando consigo mismo uno de los más duros episodios de sus interminables guerras interiores: el del eterno dilema entre conservar o airear su intimidad. Se lo planteaba ya  el 23/01/1986, nada más comenzado su Diario (“¿Por qué  tener pudor también aquí, en la intimidad de un cuaderno escrito para nadie? ¿Es que se puede escribir para uno mismo? Me digo que sí, que se puede escribir para recordar, comprenderse, pero no acabo de creérmelo del todo. Entonces, ¿pienso que estos cuadernos acabará leyéndolos alguien que no sea yo?”) (I, 137). Chirbes terminó encontrándose preso en la misma eterna e irresoluble contradicción de todo escritor de diarios. Y es que escribirlo es optar por una  sinceridad tan solo a medias, ya que, como señaló Gide  y sancionaría luego el crítico parisino Lejeune, por muy acuciante que sea el deseo que un escritor pueda tener en plasmar su verdad íntima,  todo es siempre mucho más complicado de lo que en un diario puede leerse. Éste es también el caso de Chirbes, quien lamenta su impotencia a la hora de desentrañar la oscuridad de sus presentimientos e intuiciones y de taponar las no menos irremediables “fugas del recuerdo” que padece. De modo general, la insatisfacción por la insuficiencia del lenguaje se apodera por momentos de su escritura. Pese a que, como anota, “el pudor, y, sobre todo, las prisas con que me acerco a ellos han dejado poco espacio para la expresión de sentimientos, para la narración de experiencias personales” (I, 339).

En línea con la tradición de los géneros confesionales (incluido el memorialístico, al que también podrían adscribirse estos Diarios, dada la naturaleza de su escritura), muchas de las anotaciones chirbesianas, pese a haber surgido de las  incitaciones de un aquí y un ahora concretos,  guardan una vinculación indisoluble con el continuum temporal de la totalidad de la existencia del escritor,  desde algunos recuerdos aislados de infancia a vivencias más recientes. Como Malraux  y, por supuesto, como Proust, su vecino de balda en la biblioteca chirbesiana, el diarista vislumbra e ilumina  multitud de zonas de la memoria del pasado con cada relámpago del  presente desde el que escribe.

En definitiva, los Diarios no solo representan para Chirbes la mera expresión de “la pasión de un grafómano” o un mecánico  ejercicio de digitación para mantenerse en forma mientras planea una próxima novela. Han supuesto para él, ante todo, un refugio y un desahogo íntimos en sus horas bajas de depresión y “de mucho sufrir a solas”;  como también la oportunidad de “poder respirar” y un modo privilegiado de sentirse y de reconocerse como un ser humano emocionalmente vivo a través del contacto físico con la pluma y del roce del papel en sus manos.

 

DIARIO VS NOVELA (EL POZO, EL AGUA FRESCA Y EL CUBO PARA SACARLA).

Los Diarios de Rafael Chirbes no solo brindan en sus páginas una mirada cercana sobre las entretelas palpitantes del ser humano que los ha redactado, sino que de ellos puede extraerse también una breve caracterización de su labor como diarista y, lo que es más importante por tratarse de un narrador, a lo largo de sus páginas pueden reconstruirse las principales ideas-fuerza que vertebran su concepción de la novela.

Cabe recordar en este punto que los cuadernos tuvieron inicialmente la finalidad de convertirse en vademécum auxiliar del novelista, en depósito de sedimentación de materiales narrativos  a los que, en caso de necesidad,  poder recurrir más tarde en sus novelas. En definitiva, en un banco de trabajo donde el escritor pudiera encontrar ideas “para ahondar en lo que andaba buscando” (“Cada vez que empiezo un cuaderno, me imagino frases que acabarán formando parte de alguna novela” —afirmará en otra ocasión (I, 339). Si la novela era para Chirbes una forma privilegiada de conocimiento, los cuadernos tenían que contribuir sin duda a realizarla. (Con todo, y pese a sus obvias diferencias, diario y novela no son para Chirbes modalidades antagónicas: antes bien, están relacionadas entre sí, en tanto que ambas se proponen ser artísticas y deben responder a una escritura de idéntica dignidad literaria).

Como en la aplicada actividad de las Manos que dibujan en la conocida litografía de Escher, en los cuadernos del valenciano discurren a la par el ininterrumpido fluir ensimismado del yo y una reflexión constante sobre la propia naturaleza de la escritura de quien  se está escribiendo a sí mismo. Chirbes enfatiza la importancia de este misterioso flujo interior con la unción de la imagen evangélica: “escribir es arrojar el cubo al pozo y tirar de la cuerda, hasta que saca un poco del agua que uno lleva dentro”.

Los Diarios cumplen también el papel de interlocutor y de espejo en el que contemplarse a sí mismo mientras escribe. Representan su modo natural de ser escritor y en ellos la pluma se desliza por la página con la libertad absoluta  que requiere el “puro divagar” o vagabundeo intelectual que en última instancia los justifica.

La novela, en cambio, supone para Rafael Chirbes una realidad literaria sustancialmente diferente de la diarística, hasta el extremo de imponer al narrador tal  objetivación de su cosmovisión personal —valga decir externalización y hasta desvinculación—, que, según propia confesión,  éste llega a tener la impresión  de que sus novelas las está escribiendo otra persona, otro autor, pero no él.

Chirbes ha dejado constancia en los Diarios de sus desfallecimientos y de sus derrotas como narrador, la crónica de su lucha contra el fantasmal e imbatible ángel de Jacob de la novela —que le amenazaba con convertir en infructuosos todos sus agobiantes esfuerzos por hacerse con los resortes del género—. Ya mientras escribía Mimoun (1988), aquellos recién iniciados  cuadernos habían empezado a convertirse, no solo en desahogo de los agobios existenciales del escritor, sino en válvula de escape de la tensión a la que la propia escritura de su primera novela le estaba sometiendo. De ahí que, al margen de su utilidad como vivero de ideas, propias y recibidas, y de representar la función de un diván de psicoanalista, las páginas de los Diarios muestran la denonada y constante lucha que conlleva el oficio de escribir novelas, un género que no se deja dominar sin oponer tenaz resistencia y que le exige al narrador trabajo, planificación, precisión y una paciencia artesanal.

Para Chirbes no es posible escribir  novelas sin respetar las leyes constructivas que las dotan de coherencia estructural interna (de lo contrario “se caen, como  se caen los edificios a los que no se les aplican las leyes de cálculo y resistencia de los materiales”). Una y otra vez insistirá en que la novela es orden, rigor, medida, proporción, armonía muscular, respiración acompasada y ritmo de metrónomo. Esa solidez y  esa coherencia constructivas que demanda el género las había descubierto tempranamente en los grandes maestros del realismo decimonónico y las seguía encontrando cada día en los contemporáneos de mayor prestigio.

 

LOS DIARIOS DE UN NOVELISTA TESTIMONIAL (LA NOVELA COMO “PROSA DE LA HISTORIA”)

Viejo luckacsiano y educado en el cine neorrealista italiano y en la lectura de la mejor novela europea y americana del siglo XX, el Chirbes de los Diarios reclama para el género el estatuto de servicio público. Da por supuesto que el novelista debe perseguir como único objetivo el de entenderse a sí mismo y entender el mundo que le rodea, misión de la que, complementariamente,  debe desprenderse una cierta responsabilidad didáctica. Aunque las prevenciones que Chirbes muestra hacia esta etiqueta y hacia sus cultivadores no son pocas (por ejemplo, en el caso de Antonio Muñoz Molina, adivina cierta inclinación ejemplarizante que puede llegar a arrojar sombra incluso sobre alguna de las que, por otra parte, considera espléndidas obras).  Porque una novela debe carecer de lección, sea ésta explícita o implícita.  El género solo cumplirá plenamente con su finalidad si logra “dotar de sentido la vida del lector, situarlo en el mundo, ponerlo ante esas contradicciones que solo a él  compete enfrentar” (I, 233).

Para ello es suficiente con que lo esencial de su relato se desarrolle “en los engranajes de la historia”: la novela tiene que estar protagonizada  por un “yo civil” y debe construirse a partir de un sólido “andamiaje cívico”, similar al de los grandes conocedores del alma humana (Galdós, Balzac, Dostoievski, Toltoi, Dickens, Dumas, entre otros). Considera su magisterio especialmente modélico por haber acertado  a “coordinar los movimientos de sus personajes con los de la gran ola de la historia” (“que no haya alma fuera de la clase a la que se pertenece y de la historia que se vive”). Ejemplares son también para Chirbes el Clarín de La Regenta o el Baroja de La busca y César o nada, cuyos héroes descubren en sus comportamientos una profunda encarnadura social. Así lo había aprendido en Galdós y en Balzac, sus dos novelistas de cabecera, en cuyas obras “la carne de los personajes lleva adheridos los avatares de la historia, carne e historia son una misma cosa, no hay espacio para que el espíritu encuentre un lugar aislado, una habitación propia”) (II, 157). Y es que la novela es, en definitiva, “la prosa de la historia”: debe “rozar la historia de la humanidad” y aun “pincharse con ella”.

Para Chirbes no existe una buena novela sin que ésta mantenga un firme anclaje en la realidad de su tiempo. Las preferencias del diarista se inclinan con claridad hacia aquellas creaciones  que, sin renunciar a ser verdaderas obras de arte (limitación que ve en algunas novelas de Belén Gopegui y, en sentido opuesto, en El disputado voto del señor Cayo de Miguel Delibes, pese a la loable intención social que inspira a ambos autores), han conseguido materializar artísticamente una acabada mímesis o simulación de la sociedad contemporánea. El ideal realista al que el diarista aspira para sus novelas se resume en la anécdota atribuida a Napoleón cuando éste, contemplando el cuadro que David había pintado sobre su coronación, exclamó admirado: —“Esto no es pintura. Se puede caminar por dentro” (I, 448).

  Por la misma razón, el valenciano rechaza retóricas y esteticismos vacuos,  pese a que éstos sean considerados elogiosamente como de “alta expresión” por la crítica (calificación que entiende como “el afán de llenar las novelas de referencias y guiños literarios, más o menos encubiertos: Enrique Vila-Matas como ejemplo preclaro). A la hora de adjudicar responsabilidades, Chirbes pone en el punto de mira a Borges, como culpable de tanto guiño intertextual que ha condenado a muchos novelistas contemporáneos a irrespirables encerronas creativas. Distancias similares toma el valenciano respecto a lo que considera irrefrenable “miedo a contar” que hoy invade la novela y que descubre en algunos escritores franceses coetáneos —Patrick Modiano,  Pierre Bayard y Patrick Deville—, cuyos héroes renuncian a habérselas con la conflictiva y degradada realidad que tienen ante sí para vivir asépticamente en sus márgenes, en un mundo cerrado, solipsista y carente de todo problematismo. Y es que el cultivo del género exige al novelista  explorar la conflictiva dialéctica entre el yo íntimo de los personajes y el clima social en que se mueven. Ambos términos son irrenunciables, ya que, cuando solo se toca lo íntimo y aislado,  no estamos ante una novela sino ante un tratado de psicología (“retórica del alma”) o, quizá, “de medicina interna” (I, 263).

A modo de corolario, cabe señalar en este punto que sorprende que el novelista valenciano, que había ambientado su trilogía en la posguerra —La larga marcha  (1996), La caída de Madrid (2000) y Los viejos amigos (2003)— y estaba preparando  una implacable radiografía de la España de la especulación inmobiliaria (Crematorio, 2007) y de sus desastrosas consecuencias (En la orilla, 2013), renunciara a ambientar sus novelas en los años de la Transición política, periodo histórico un tanto confuso y resbaladizo que desde entonces no ha dejado de ser objeto de vivas controversias y de constantes revisiones. Aunque también para esta cuestión, sobre la que han llamado la atención recientemente algunos críticos, puede encontrarse respuesta en los Diarios, donde la tajante posición del diarista levantino queda meridianamente formulada: “Estoy convencido de la ilegitimidad de lo que se estableció, una usurpación astuta—zorrerío— de la voluntad popular, pero no soy capaz de intuir la legalidad posible” (II, 633).

Pero, ¿por qué Chirbes no afrontó la Transición como marco de sus novelas?  Pues, tal vez, porque aquel delicado momento histórico había dejado ya de interesarle como novelista, en tanto que lo consideraba de hecho una prolongación del régimen de la dictadura. Desde su severa óptica de buen marxista, y anticipándose al desmesurado revisionismo de una parte de la historiografía actual,  el Chirbes de los Diarios no veía apenas diferencias entre el franquismo que acababa de novelar en su trilogía y la España democrática que arranca de los años transicionales. Un tiempo que considera pródigo en  “celestineos”, “pactos”, “mampostería” de ocasión y actitudes cara a la galería, y cuya pervivencia detectaba todavía tanto en la “desvergüenza” democristiana de la derecha, como en la “hipocresía” de la bienpensante burguesía socialdemócrata con su doble lenguaje y con  su “ecumenismo de la bondad” (II, 185).

Con no poco rigor, Chirbes repudiaba este estado de cosas pero, a la vez, se sentía también hasta cierto punto cómplice del mismo, como corresponsable del fracaso de una generación (la suya propia) que no había podido ni sabido cambiar el curso de la  historia y, como los personajes de Los viejos amigos, había terminado adaptándose a ella. Aunque a la vez  reconocerá  que la lucha antifranquista supuso para él, como para multitud de  jóvenes de su generación provenientes de familias diezmadas o sojuzgadas por el dictador, algo mucho más serio que una simple aventura burguesa bajo la hipnótica seducción de la transgresión subversiva. A diferencia de éstos —que quedaron totalmente domesticados tras la muerte de Franco—, Chirbes se reconoce perteneciente a una generación marcada: “Muchos de nosotros recogíamos el rencor, el eco de injusticias familiares, queríamos lavar viejos pecados que se remontaban a la Guerra Civil, y también librarnos de la sensación de asfixia o de mutilación que nos provocaban las prohibiciones, los insufribles controles de la dictadura, todo eso aderezado con dosis más o menos abundantes de voluntariosa caridad cristiana travestida [pronto] en marxismo. Creo que ha sido una generación que ha sacrificado a la política a sus mejores hijos, quienes hace años abandonaron sobre las mesas de sus despachos oficiales el impuso de una libertad conseguida con extremo sacrificio y con no poco riesgo”  (II, 559-590). Y, en otro lugar, se compadecía de sí mismo y de aquellos generosos jóvenes del 68 que quisieron cambiar el mundo: “Una oscura pena te invade cuando piensas en ellos. ¿Toda esa energía se ha desvanecido?, ¿se ha derrochado para nada? Tristes muertos inútiles, desesperados, cocidos de uno en uno” (II, 279).

Y, junto con el sentimiento de culpabilidad que lo atormentaba, Chirbes asumió implícitamente en sus Diarios una conciencia generacional de outsider, de perdedor y desplazado, tanto de la sociedad como de la cultura más o menos oficialista (“Ahora, vagamos entre los descampados, nos escondemos tras los muros que se han quedado en pie, en las casamatas abandonadas: vivimos a salto de mata, formamos parte del ejército de los desertores y de los vencidos”) (II, 337).

No es que el escritor valenciano renunciara a airear sus opiniones políticas, aunque tampoco se excedió a la hora de prodigarlas.[2] Narrador “bobarista” como era, Chirbes delegó la función de cronista de la Transición en los personajes de sus novelas, quienes  a fin de cuentas solían sufrir unas contradicciones ideológicas y existenciales similares a las de su creador  (“Yo nunca he escrito sobre el franquismo. He escrito sobre mí mismo. Sobre lo que me rodea, tenía que mirar por fuerza hacia atrás y hacia afuera, la novela es tiempo, lo que sucede entre dos tiempos…”) (II, 583). 

Después de la larga pausa reflexiva de cinco años —los de impasse creador ante las dificultades del nuevo proyecto narrativo que estaba tardando demasiado en definirse como tal—, Chirbes reanudaría su actividad con dos magistrales novelas, Crematorio (2007) y En la orilla (2013), nacidas ambas del imperativo moral de iluminar un conocimiento profundo del periodo de la historia española más reciente ante las que consideraba versiones oficiales interesadas de la misma. (“Renunciar a escribir? ¿Y dejarles a estos payasos la exclusiva de la narración del tiempo en que he vivido?”) (II, 140).

 

FINAL

Los Diarios muestran el periodo más decisivo de la trayectoria literaria de un hombre que un día venció sus pudores y se decidió a revelar su escritura más celosamente guardada: aquella de trazos caligráficos desinhibidos que había fluido de tarde en tarde en el ilimitado ámbito de libertad de sus cuadernos. Éstos acompañaron a lo largo de dos décadas la actividad del Chirbes novelista,  a modo de “toma de tierra” de los excedentes energéticos de su combustión creativa.

El lector de estos Diarios puede experimentar una cierta desazón ante  algunas zonas de sombra de su obra novelística, cuyo esclarecimiento ha podido quedar a veces descuidado o difuminado por la descripción en primer plano de los pormenores de su peripecia vital cotidiana. La “perplejidad”  —lectora, en este caso— surge también al comprobar los largos silencios de estos Diarios (algunos periodos de inactividad rondan casi el año). Tanto la supresión de numerosas páginas de los manuscritos originales, como la fijación temporal y las modificaciones sufridas en su paso a archivo informático y en sus probables reescrituras posteriores plantean incógnitas textuales por el momento irresolubles (ya detectadas por Fernando Valls en el completo prólogo al primer volumen de los Diarios, y por Llamas en distintos trabajos).

En cualquier caso, si los Diarios no llegan a desvelar completamente al “todo Chirbes” o a un “Chirbes total” (tal vez porque ningún diario sería capaz de  obrar tal milagro), lo que sí parece fuera de discusión es que muestran al Chirbes esencial y constituyen una mediación (condicionada por el diarista, pero, a fin de cuentas, privilegiada)  para acceder al conjunto de su obra.

 



[1] Diarios. A ratos perdidos 1 y 2. Prólogos de Marta Sanz y Fernando Valls;   Diarios. A ratos perdidos, 3 y 4, Barcelona,  Anagrama, 2021  y 2023 respectivamente.        

[2]Además de las vertidas en sus Diarios, algunas de ellas se filtran en las conferencias de El novelista perplejo, 2002); otras, aparecidas en revistas culturales,  como Ozono (1975-1979) —han difo estudiadas  por Jacobo Llamas Martínez en la revista Archivum  (2021)—  y  recopiladas recientemente por Álvaro Díaz Ventas (Asentir o desestabilizar. Crónica contracultural de la Transición, 2023).