El 11 de marzo de 2009 moría Ana María Navales. Nos dejaba quien había sido una personalidad enteramente dedicada a la literatura, en sus vertientes pedagógica, creativa, crítica y ensayística. Nos quedábamos sin su fecunda capacidad de trabajo, su acerada mirada intelectual, el rigor de sus propuestas estéticas, por no hablar de la calidez de su trato humano o una particular adusta simpatía; de continuar así daríamos en un no buscado panegírico del que nunca precisó y que, incluso, le hubiera irritado. A cuatro años y medio ya de su desaparición, es hora de ir perfilando, con la debida distancia que va dando el tiempo, la considerable valía de su legado literario, ahondando en un estado de la cuestión que debe encararse desde diversos puntos de vista, tanto genéricos, como estilísticos o temáticos. Porque Ana María fue, es, una autora plural en la variedad de intereses, formas expresivas, asuntos -obsesivos incluso- tratados y personajes recreados. Se impone así el concurso de algunos (imposible todos) de los más destacados conocedores de su obra y personalidad. Quien cultivó con parecida destreza la poesía, la novela, la narrativa breve o el ensayo; quien fuera una sobresaliente activista cultural y hábil dinamizadora de la gestión intelectual, precisaba de un conjunto crítico que acogiera en pie de igualdad la singular idiosincrasia de estas diferentes facetas. El lado humano de la escritora, construido con evocaciones y testimonios de quienes mejor la conocieron, y una cuidada biocronología, completan este número monográfico de Turia; quizá a quien fuera su codirectora durante muchos años, queremos presumir, no le hubiera desagradado del todo.
Aunque el presente artículo trate esencialmente sobre una cierta teoría de la novela aplicada a la narrativa extensa de Ana María Navales, conviene realizar una breve referencia a su poesía, porque en una mejor comprensión de la misma radica la clave de una prosa que, más allá del discurso argumental, se basa en un contenido lirismo, en una emotiva sentimentalidad no exenta de crudas realidades, en un poderoso sentido evocador del tiempo y de la vida. En la poesía española del siglo XX, dejando de lado testimonialismos sociales o experimentos vanguardistas, se dan dos vertientes elegíacas que se complementan y hasta admiran mutuamente en quienes las representan: la expresión desnuda y deshumanizada de Juan Ramón Jiménez y la temporalidad filosófica de Antonio Machado. Entre ambas opciones bascula el desgarrón intimista y existencial que marca la actual poesía. La de Ana María Navales, lejos de cualquier fácil clasificación, recrea un panorama lírico donde la propia expresión poética es el objetivo fundamental y la imaginación, con la experiencia intimista, los ejes de un sentimiento hondamente intuitivo. Ya en una primera “Poética” (Cuadernos para Investigación de la Literatura Hispánica, nº 7) ella misma señala: “La propia poesía es, a veces, el tema del poema, en una íntima relación poesía-vida y donde tanto como la palabra importa la vivencia. Veo la tarea poética como creadora de una nueva realidad en la que la relación con los otros se establezca a través de una vía imaginativa.” La imaginación, más allá de la intensidad visual, se ha ido asociando en el presente a la posibilidad de evocar relaciones emotivas, que intensifican una complicidad entre el autor y el lector. La lírica aquí referida recorre esa “vía imaginativa” entre el humilde sendero machadiano y el decadente jardín juanramoniano; una cierta síntesis entre la palabra temporal y el sentimiento idealizado.
El mundo de la infancia alberga una vital importancia, ya que supone el reflejo de una mirada proveniente del pasado y que gravita sobre el presente con la fuerza de una infinita expectativa; en el poemario Lo que la vida oculta leemos: “En mi álbum de ausencias / están a ciegas, sin orden, / y con ese tono sepia / que se aferra a los años, / las aventuras robadas a mi alma”. Y es que se trata de un sustancial imperativo ético: la gratificación de los sentidos se obtiene a través de un riguroso compromiso moral que implica por igual a la estructura del poema, a su carácter fonético, a su cadencia musical y a su fondo ideográfico. De hecho, esta es la esencia de la teoría neorromántica, en la que el sentimiento, afectado por el deshumanizado arte de nuestro tiempo, infringe sus principios ancestrales –egotismo y revolución- para instalarse en la serenidad del recuerdo, en una rememoración que fácilmente se remonta a la infancia. “Nunca he soñado castillos sin luna”, escribe Ana María en Los labios de la luna, iniciando así un poema muy recomendable, porque incluye algunos de los mejores referentes de su lírica: la poesía como oficio, la apelación cultural al mito, la ensoñación amorosa, el concepto iniciático de la vida, el paso del tiempo, una tenue surrealidad y una cierta visión sensual de la existencia. Ya en Mester de amor se alude a las luces y sombras de la dedicación poética: “En qué ascendente serenidad o en qué locura anónima está anclada hoy mi palabra para iniciar este oficio al borde oscilante del alero de lo inútil custodiado por dragones sospechosos y trovadores enfermos”.
La recreación de un universo propio de marcado significado sentimental entraña una arraigada soledad, un calculado aislamiento que se aproxima a los matices del desengaño y a los límites de la frustración; se trata de un trauma de la propia ausencia, de un miedo interior que se erige en una entidad especular y refleja: “Poeta, estás condenado a la mentira de tu espejo” (Los labios de la luna). Desde el Romanticismo, el discurso poético supone una intensa narración del ser individual del poeta, más allá de una mera tarea descriptiva de la realidad ambiental. En el caso que nos ocupa la postura del poeta es previa, ingenua y cercana a un primitivo asombro que le sume en un conceptualismo humanista, próximo a la mítica idea de un “buen salvaje” simbólico e imaginario, como aparece en estos versos del anterior poemario citado: “Los ojos, asomo de nube y pasmo, / tembloroso abanico, espejos dóciles, / se abren al rubor de la mañana.” El sentimiento amoroso es otra de las claves de esta poesía, Una imaginería entre fantástica y alucinada recrea la estilización erótica de una mágica e inquietante experiencia. El temor ante un intuido sufrimiento, la desconcertante oscilación entre alegría y tristeza o el sentido siempre misterioso del deseo marcan esta sentimentalidad de la ternura, teñida de una característica irracionalidad. Sin olvidar la idealización neorromántica, que incluye un decadentismo de las sensaciones y las emociones, la intuida presencia de la muerte y un acusado esteticismo estilizado.
Al tratar la función del mito en esta poesía, hay que matizar el término en su sentido de honda fabulación simbólica. El mito representa una realidad próxima y evidente, utilizando un símbolo que fluye entre lo lingüístico y lo representativo. Se trata de una asociación analógica. Aristóteles, en su Poética, postulaba la teoría de la mímesis creativa por la que la cultura –y la poesía, y la prosa, como veremos- es el reflejo intelectual de un mito u otro. Aquí interviene una cierta idea de la divinidad, de una más alta instancia desconocida que ignora, a la manera de Cavafis, las más claras inquietudes humanas. De nuevo en Los labios de la luna se puede leer a este respecto: “Saben los dioses de puentes quebrados en silencio, / cuando la fiesta es embriaguez pasada, / oscuridad que acecha, viento dormido, / alba solitaria”. La desaparición de lo existente, la presencia de la muerte, van unidas a una consunción esteticista dotada, sin embargo, de la autenticidad de las referencias que utiliza el poeta: la vida misma como memoria y conciencia de la experiencia, valor esencial de nuestra percepción del mundo. Y todo ello en el marco de una matizada censura hacia el decadentismo novísimo: “Me pregunto si ya es la hora de restaurar la belleza fría” (Los espías de Sísifo); y es que conforme al característico clasicismo machadiano de la “palabra en el tiempo” la impresión vivencial se impone a las delicuescencias expresivas o las piruetas lingüísticas. Lo que no impide la búsqueda de un poema extratemporal, sin coordenadas ni límites, un texto que acaso justifique una vida: “Busco un poema sin tiempo, / sin amores y sin muerte, / sin noches ni amaneceres, / sin infancia y sin gaviotas; / en el que no haya lugar / para los sueños, y el sol / se burle de las palabras. / Busco un poema desnudo, / sin murmullo ni testigos, / un poema, sólo uno, / como un ángel de la guarda que me salve de la vida.” (Escrito en el silencio)
La narrativa de Ana María Navales conserva muchos de estos rasgos de su lírica, aunque en modo alguno pueda hablarse de prosa poética. Se trata más bien de una fecunda conjunción de testimonialismo cotidiano y reflexión intimista, que replantea la esencia del personaje literario, el fundamento de la anécdota argumental y el objeto mismo de la fabulación discursiva. La novelística de nuestra escritora se basa en la moderna ambivalencia entre ficción y realidad; algo que ya viera con claridad Hans Robert Jauss en su clásica obra La literatura como provocación: “La disposición específica para una determinada obra con la que cuenta un autor en su público, a falta de señales explícitas, puede obtenerse también a partir de tres factores que en general pueden presuponerse: en primer lugar, a partir de normas conocidas o de la poética inmanente del género; en segundo lugar, de las relaciones implícitas con respecto a obras conocidas del entorno histórico literario, y en tercer lugar, de la oposición de ficción y realidad, función poética y práctica del lenguaje, que, para el lector que reflexiona siempre existe, durante la lectura, como posibilidad de comparación.” En este último punto radica uno de los ejes básicos de la estética de Ana María Navales; su “a-realismo” se fundamenta en un tratamiento “lingüístico” de la realidad, en una obsesiva fijación por el lenguaje compuesto a partir de su propia teorización. Se trata frecuentemente del puro y simple protagonismo de la lengua; en La tarde de las gaviotas (1981) se personaliza una concreta referencia sintáctica que “coquetea” juguetonamente con Julio, el escritor que le da vida: “Una frase, malanda y las plateadas hojas de la yagruma, salta de una página en blanco, de una sábana sin roces, recuperando su ritmo, moviendo sus caderas, y otra vez te enamora y la dejas libre. El viento la trae a tus pies y le hablas, palabras como seres vivos, igual que a una mujer, insistente y bella, frente a tu cansancio.” Este metalenguaje es sintomático de la palabra objetiva a la que se refiere Jauss y exponente de una secreta admiración hacia la capacidad artística de la comunicación emotiva que se produce entre autor y lector.
Estamos ante una narrativa de ascendencia netamente ideal, que no deja por ello de insistir en la más común cotidianidad. Esta dualidad implica que el proceso de creación se ve compartido entre la presencia de lo consciente y una cierta inconsciencia deliberada y más o menos asumida por el novelista, fundamento, por otro lado, del principio más esencialmente neorromántico. Un tratado clásico como el de Monroe C. Beardsley y John Hospers, Estética. Historia y fundamentos, así lo expresa: “La distinción (basada en Schelling) entre la imaginación “primaria” y “secundaria”, es una distinción entre creatividad inconsciente, implicada a la vez en los procesos naturales y en toda percepción, y la expresión consciente y deliberada de eso en la creación del artista.” Esta mixtificación conlleva ese tono trascendente, “místico”, esencialista de un relato que no sólo –quizá apenas- pretende contar una sucesión de anécdotas sino que aspira a desmontar la realidad en un irracional y creativo intento de notable originalidad literaria. Otro incisivo punto a destacar radica en la maestría con que se caracteriza, en unos pocos trazos y unas breves palabras, toda una inquietante atmósfera social, psicológica y, frecuentemente, fantástica. Para el logro de esta eficacia Ana María Navales se basa en la utilización de un registro semántico perfectamente reconocible por el lector, que identifica los significados dentro de un orden expresivo directo y sencillo. Pero la cosa no es tan simple, porque el uso de ese campo referencial se ve inmerso en ese proceso de poetización al que se ha hecho mención, de tal modo que los más comunes objetos de la realidad circunstancial se ven distinguidos por un toque simbólico; vienen a representar mucho más de lo que textualmente significan, connotan desde el punto de vista lírico (aunque de prosa hablemos) muy por encima de lo que pretenden denotar.
Un planteamiento lineal, nuclear, mínimo pero sólido, traza la vertebración ideográfica de un esquema narrativo mucho más amplio, que se desarrolla a lo largo de toda la novela, pero cuya secuencia fundamental aparece esbozada desde el principio con una hábil técnica sintética, consistente en la utilización representativa y legendaria de comunes objetos de la realidad que, inmersos en un estilo de misterioso neorromanticismo, dan la clave de una escritura simbólica a partir de un inconsciente (o consciente) colectivo que entiende a priori el manejo ficticio de estos elementos. De hecho, el auténtico objetivismo es aquel que se relaciona con una especulación semántica de los objetos de la realidad, sin que el descripcionismo radical –a lo Robbe-Grillet- entrañe el fundamento auténtico de esta modalidad novelística; sobre todo si estamos, como es el caso, ante una narratividad de ascendencia poética. Así lo señala Edwin Berry Burgum en The novel and the worlds dilema: “La poesía está basada en la comprensión del significado. Esta comprensión se consigue cuando algunos elementos de la metáfora o de la ambigüedad son supuestos que tanto el poeta como su público conocen. Al no existir estos supuestos, la poesía se hace imposible y tiene que convertirse en explicación. La poesía no puede existir sin la base de una verdad pública en el mundo objetivo. La base para la creación poética es la existencia de una sociedad con un sistema común de reacciones psicológicas, sistema que se ha establecido mediante cierta uniformidad en el ambiente, educación, etc., durante la niñez… Al faltar este sistema la poesía se convierte en opinión puramente personal.” Una complicidad, en suma, que se hace inevitable para la consecución del característico efecto mitificador y legendario propio de este tipo de literatura. En este sentido, el novelista es el enlace, médium, entre la ficción y la realidad. En La amante del mandarín (2002), novela ambientada en la actualidad de un centro de enseñanza secundaria, Ana María Navales pone en boca de un profesoral personaje estas palabras: “Escribir novela no es tanto una profesión cuanto un yoga o camino –subrayaba-, una alternativa a la vida ordinaria.” El carácter iniciático de la condición literaria se hace evidente.
La introspección que afecta a buena parte de los protagonistas de esta narrativa no es radicalmente psicologista, ni se pierde en las divagaciones del “alma” que torturan a tantos personajes “dostoievsquianos”; nos hallamos, por el contrario, ante la diversificación de problemas y peripecias de estos seres de ficción en un mar de referencias mítico-históricas o en la crisis intelectual como centro de su carácter o en una alteración psicosomática que condiciona toda su personalidad. En El laberinto del Quetzal (1985) un personaje describe así lo que otro opina de él: “María, que tantas cosas me reprochaba últimamente, llegó a decir que yo era un tipo excesivamente raro, con oficios que más parecían labor de monja o fraile de clausura, y que no le extrañaría nada que mi espíritu introvertido, esa calma artificial y las simuladoras sonrisas con que acogía el relato de las mayores desgracias, no ocultasen alguna veta de locura, algún desequilibrio que me había hecho refugiarme en esa erudición anormal y hermética de la que alardeaba algunas veces.“ Es un psicologismo neutralizado por los datos, gestos y aspectos extrapersonales que, bajo una condición legendaria, proyectan la figura del protagonista hacia una anulación de las cuestiones biográficas. Y es que estamos, particularmente en esta novela citada, ante un arte contrastado, de minuciosos matices estilísticos que afectan a quienes pueblan una trama de densas complejidades culturalistas, aunque estas se expresen con la sencillez clásica de quien, como Ana María, tiene al autor de El Aleph como guía y maestro. Este ensamblaje de elementos diversos proporciona una evidente riqueza expresiva a la narración, que se nutre, más que de argumento o de acción, de los referentes estéticos de su tiempo, sin olvidar la significación de lo tradicional ancestral. Es preciso advertir que aquí no estamos ante la cultura convencional, sucesivamente engrosada y meramente abastecida por los sedimentos acumulativos de la mera costumbre, sino ante una concepción del hecho cultural ligada al propio yo coetáneo. Se trata de una verificación del presente estético en función de una revelación del pasado, que se nos representa una y otra vez recreando las inmensas posibilidades de su continua interpretación. Y esto no es posible si el arte no altera las convenciones de su contemporaneidad. Es lo que, de una manera clásica y clarificadora, manifestara hace ya años Lionel Trilling en el prefacio de su célebre libro El yo antagónico: “Si hablo de la relación del yo con la cultura más que con la sociedad es porque existe una útil ambigüedad en el significado de la palabra cultura. Es una palabra mediante la cual nos referimos no sólo a los logros intelectuales y creadores de un pueblo, sino también a sus simples supuestos y valoraciones no formulados, a sus costumbres, sus modales y sus supersticiones. El yo moderno se caracteriza por poseer cierta capacidad de percepción indignada que, al operar sobre esta porción inconsciente de la cultura, la ha hecho accesible al pensamiento consciente.” Un concepto, pues, que viene a representar en nuestra novelista el ambiente referencial del intramundo de los personajes y base de sus peripecias íntimas. Lo que se comprende muy bien leyendo su novela póstuma de reciente publicación, El final de una pasión, en la que la relación entre Virginia Woolf y su hermana, la pintora Vanessa Bell, queda reflejada de modo epistolar como la recreación de un espacio de densa sentimentalidad cultural.
Sin caer en el autobiografismo es evidente que esta literatura se encuentra enraizada en el debate sobre la función autorial de la novela y sus consecuencias estéticas sobre la misma. Esta teorización pirandelliana afecta a buena parte de la novelística de Ana María Navales, en la medida en que sus protagonistas ejemplifican de manera directa obsesiones y particularidades de quien los ha creado. Aclara bastante bien este tema la argumentación de José Ferrater Mora en El mundo del escritor: “Así, la distinción entre mundo real, mundo personal y mundo artístico o, en nuestro caso, mundo del escritor, no es una distinción ontológica. No se trata de averiguar en qué se distinguen, y cómo se relacionan, estos mundos al modo como cabe averiguar en qué se distinguen, y cómo se relacionan, los mundos físico y cultural. Usamos “mundo” en la expresión “el mundo del escritor” únicamente para poner de relieve que tiene, o puede tener, ciertos rasgos que el examen de los otros “mundos” no alcanza a dilucidar. El mundo del escritor es, por lo pronto, solamente el modo como un escritor organiza lingüísticamente el mundo “real” y el personal. El regreso de Julieta Always (1981), la historia de esa anciana que, entre las brumas de la locura senil, rememora su azarosa vida marcada por la pintura, la guerra civil española, la bohemia parisina y su decadencia actual, es quizá la novela más representativa de lo comentado. Varios “mundos” se barajan en el seno de una novela que evoluciona como un prisma de muy diversos ambientes, en una labor de asedio a la realidad de un personaje compuesto de diversas facetas y representaciones. Una escenografía simbólica, una densa atmósfera ternurista –y también abrupta y hosca cuando es preciso-, un sobrecogedor lirismo y el patético intimismo con el que se configura la personalidad de Julieta conforman un relato cercano al exabrupto sentimental y al descripcionismo simbólico: “No más historias, Julieta, para qué si no escuchas. Quizá porque son otros los nombres y nadie te habló de lo ocurrido. No reconoces a nadie de esa gente, ni casi el lugar en que se mueven. Historias perdidas a medio camino entre lo que se imagina y lo que se alcanza. Ahí estás tú también, no hay luz que te ilumine, se apagan los focos y se ilumina la sala. Y tu amor, Always, ¿es tan grande como piensas y tan cierto? Ese amor que no te salva, acaso sea como los jínjoles, las dulces drupas de la infancia, jínjol o azufaifa, encarnado por fuera, amarillo por dentro, adormecido como el gusano de seda en la niebla, ámbar que negrea fácilmente, Julieta, amarillo de plomo o espino, peso y punzada, no lo olvides.” El retrato está implicando en sí mismo un fondo narrativo expreso y la comparación que aquí se desarrolla es exponente de una elipsis de hondas proporciones líricas. Esta novela de una fracasada mujer encarada a sus encrucijadas estéticas es una obra programática, compendio inicial –e iniciático- de los temas más obsesivos de su autora: el recuerdo, la muerte como ente lírico, el paso el tiempo, la decadencia vital o el problema de la identidad personal entre otros asuntos.
La metaliteratura tiene un especial protagonismo en El laberinto del Quetzal, novela que aparece como una profunda reflexión sobre el acto de narrar y sobre la esencia misma del desarrollo de una historia. Lejos de la trama realista la novela lírica dinamita la sucesión lineal de acciones para concentrar su interés en la introspección de unos caracteres minuciosamente analizados. Asistimos aquí a las peripecias del Quetzal, el mítico pájaro hominal, que desde su irónica reencarnación presente –un extravagante agente inmobiliario- recorre las más diversas épocas históricas, en posesión de los arcanos culturales más sorprendentes: el ave que renace de sus cenizas, el eterno retorno, el pájaro solar o el caballo de Troya entre otros. Resulta fundamental en este texto el análisis de los sentimientos del personaje, las relaciones poéticas que establece con el mundo exterior y con los grandes interrogantes de su existencia: el miedo, el amor, la soledad, la muerte. El sentido sucesivo del tiempo se sacrifica en aras de una multiobjetiva interpretación del relato; no se trata exactamente del conocido flash-back sino de la proliferación de secuencias temporales de variada cronología que componen un prisma de deliberada y medida incoherencia. La función del mito supone la preponderancia de lo simbólico sobre lo existente, reafirmándose así una incontrovertible certeza: vivimos con referencia a una alegoría, en un mundo que no es sino representación de una realidad simbólica. Es ésta una obra repleta de literatura en el más amplio y variado registro: desde el universo precolombino a la mitología clásica, sin olvidar las más diversas iconografías e ideogramas. El sentido cabalístico de la novela cierra su recorrido narrativo con estas palabras: “Volví la cabeza hacia el mar abierto y no quise identificarme con ningún escenario donde se proyectasen mis fracasos. Ahora debía seguir con fe el viaje anunciado en el oráculo, hacia cualquier parte, para encontrar el final del laberinto. Quizá no era más que eso la vida de un hombre, un continuo viaje en busca de su propio espejismo.” Un curioso humor irónico, algo amargo en la certidumbre del sinsentido del vivir, contrapuntea las páginas de un libro que se interroga, con fecundo acierto, sobre el carácter mítico del fenómeno literario.
El laberinto del Quetzal se ha considerado como un figurado poema polifónico y multivisual, Estamos ante una multiplicidad de imágenes, visiones parceladas, secuenciales y fragmentarias de un gran friso vital; precisamente ese limitado conocimiento proporciona el más efectivo recurso novelístico: el enigma. El desentrañamiento de esa otra realidad que palpita en la relativa ignorancia de unos personajes que la intuyen es la esencia del relato antidescriptivo, aquel que lucha contra un costumbrismo de crónica testimonial, anecdótica, o se enfrenta a la vacía experimentación esnobista. El desglose iconográfico del entorno y su posterior “montaje” literario lleva a Ana María Navales a la consecución de un relato misterioso que, fuera de condicionamientos genéricos, encuentra en la indagación intimista de arraigada ternura existencial sus mejores valores y la expresión máxima de una búsqueda creativa, febril, deseosa de encontrar las piezas que faltan en el amplio rompecabezas de la novela. Se da aquí lo que Víctor Sklovski manifiesta en La cuerda del arco como fundamento del sistema de reconocimiento estético del mundo: “El artista no reproduce ni puede reproducir el fenómeno en su totalidad. Ya el simple cómputo “un, dos, tres, cuatro” expresa una cierta discontinuidad. Esta discontinuidad es real y nos permite señalar la comunidad de una propiedad de los objetos que observamos, independientemente de su calidad. El arte siempre divide los objetos y muestra la parte en lugar del todo, un rasgo en lugar del todo, y por muy detallado que sea siempre seguirá siendo una especie de punteado que representa una línea. El arte siempre separa lo semejante y une lo distinto.” Pero, más allá de estructuralismos varios, nuestra narradora introduce el rasgo personal de la lirificación, del sentido poético aplicado a la fragmentación de la realidad, incidiendo así en la particular idiosincrasia del relato de ascendencia enigmática felizmente neutralizado por un intimismo confidencial, factor éste que pretende suavizar las duras maneras del sistemático desglose realista como método “científico” de aprehensión estética del entorno.
El mundo novelístico de Ana María Navales contiene otros muchos aspectos; se ha destacado aquí tan sólo la originalidad de unos interesantes procedimientos, el sutil hallazgo de un estilo de ascendencia poética lejos de la prosa convencional, el desarrollo cadenciosamente rítmico de una trama de intrigante belleza, la profundización psicológico-mítica en los caracteres de los personajes, el sentido legendario de su escritura, la recreación de ensoñadas tramas argumentales o un distanciado uso del yo autobiográfico. En definitiva, una narrativa que responde a una coherente teorización novelística y a la asumida conciencia profesional de quien ha sabido desarrollar, con sobrado rigor estético, el viejo arte de contar una historia.