Uno prefiere saber cuándo nació, en la medida de lo posible, estar al tanto del instante numérico en que todo arranca, en que la trama comienza con el aire, la luz, la perspectiva, las noches y los sinsabores, los placeres y los días. Ello permite disponer de un primer punto de referencia, de una señal escrita, de un número útil para los cumpleaños. Marca también el punto de partida de una pequeña noción personal del tiempo cuya importancia es de todos sabida, tan es así que la mayoría de nosotros decide, acepta lle­varlo permanentemente consigo, desglosado en cifras más o menos legibles y aun a veces fluorescentes, fijado con una pulsera en la muñeca, la izquierda con más frecuencia que la derecha.

Pero ese momento exacto Gregor no lo conocerá nunca. Nació entre las once y la una de la mañana. Las doce en punto, poco antes o poco después, nadie sabrá decírselo. De modo que ignorará durante toda su vida qué día, víspera o día siguiente, podrá celebrar su cumpleaños. Esa cuestión del tiempo, con ser tan común, será pues para él un primer asunto personal. Pero el que no se le pueda informar de la hora con­creta en que vino al mundo obedece a que tal evento se produce en condiciones caóticas.

Al principio, minutos antes de que aflore del vientre de su madre y cuando todo el mundo se afa­na en el caserón –gritos de amos, encontronazos de criados, tropezones de criadas, peleas entre comadro­nas y gemidos de la parturienta– se desata una vio­lentísima tormenta. Precipitaciones granulosas y muy densas que provocan un fragor regular, afelpado, susurrado, imperioso como si quisiera imponer el silencio, dislocado por cortantes movimientos de aire. Después, y sobre todo, un viento perforante de gran magnitud intenta derribar esa casa. No lo logra pero, forzando las ventanas abiertas de par en par, cuyos vidrios saltan y cuyas maderas comienzan a batir, mandando a volar las cortinas al techo o aspirándolas hacia el exterior, se adueña de la casa para destruir su contenido y permitir que lo inunde la lluvia. Ese viento lo hace bailar todo, vuelca los muebles al le­vantar las alfombras, rompe y disemina los objetos que descansan sobre las chimeneas, voltea en las pa­redes los crucifijos, los apliques, los marcos, invir­tiendo paisajes y retratos de cuerpo entero. Apaga también todas las lámparas, trocando en columpios las arañas cuyas velas se extinguen al instante.

El nacimiento de Gregor transcurre pues en esa estruendosa oscuridad hasta que un relámpago gi­gantesco, denso y ramificado, torva columna de aire inflamado en forma de árbol, de raíces de ese árbol o de garras de rapaz, ilumina su aparición hasta que el trueno ahoga su primer llanto mientras el rayo incendia el bosque colindante. Es tal el desbarajuste que se organiza que en medio del pánico general nadie aprovecha el vivo fulgor tétanisé del relámpago, su pleno e instantáneo resplandor, para consultar la hora exacta, aunque en cualquier caso, las péndolas, por mor de antiguas divergencias, hace tiempo que no coinciden.

Nacimiento al margen del tiempo, por lo tanto, y al margen de la luz, pues de ese modo se alumbra la gente por aquel entonces, a base de cera y de acei­te, todavía no se conoce la corriente eléctrica. Ésta, tal como la utilizamos en la actualidad, tarda aún en imponerse en los hábitos, y ha de pasar no poco tiempo para que se le preste atención. Como para solventar ese otro asunto personal, Gregor lo tomará a su cargo, a él corresponderá ponerlo en marcha.

 

2

 

Tales venidas al mundo pueden ponerle a uno un tanto nervioso, por lo que su carácter se perfila muy pronto: receloso, despectivo, susceptible, cor­tante, Gregor resulta ser precozmente antipático. Se hace notar por sus caprichos, cóleras, mutismos, arrebatos y actos intempestivos, destrozos, roturas de objetos, sabotajes y otros desperfectos. Sin duda para solventar ese asunto del tiempo que le trae obsesio­nado, se dedica en cuanto puede a desmontar todas las péndolas y relojes de la casa, por supuesto para montarlos acto seguido, pero observando no sin rabia que, si bien la primera etapa de tales operaciones funciona siempre, el éxito de la segunda es mucho más infrecuente.

Con todo, se muestra también harto impresio­nable, nervioso, frágil y especialmente sensible a los sonidos de manera poco normal, agobiado en dema­sía por toda suerte de ruidos, rumores o vibraciones, ecos: aunque éstos sean sumamente lejanos, imperceptibles para cualquier otra persona, a él pueden causarle inquietantes arranques de furor. Sufre asi­mismo serias crisis en el transcurso de las cuales, viendo y reviviendo aun bajo un cielo sereno el re­lámpago de su nacimiento, presenta accesos de des­lumbramiento que le hacen parecer ciego, suscitando el pánico de su familia y los perplejos movimientos de cabeza de los médicos al punto convocados. Sobre ese fondo desordenado, su crecimiento se produce a un ritmo anormalmente rápido, se pone muy alto muy deprisa, y más alto que todo el mundo todavía más deprisa.

Tan tormentoso desarrollo tiene lugar en un lugar del sudeste de Europa, lejos de todo salvo del Adriático, en un pueblo perdido, encajonado entre dos cadenas de montañas y sin posibilidad de recurrir a médicos del alma cercanos. Gregor recobra el so­siego a ratos contemplando las aves durante horas. Pero si bien tales turbulencias de carácter hacen temer al principio que muden en lamentable locura, sus allegados no pueden sino constatar que su inteligen­cia se despliega a un ritmo más vivo si cabe que su morfología.

Tras dominar en un santiamén media docena de lenguas, despachar distraídamente su currículo sal­tándose un curso de cada dos, y sobre todo solventar de una vez por todas el asunto de los relojes –que logra desmontar en un instante, con los ojos venda­dos, hecho lo cual todos marcan eternamente la hora exacta con un margen de nanosegundos–, se labra un primer puesto en la primera escuela politécnica a mano, lejos de su pueblo, donde absorbe en un abrir y cerrar de ojos matemáticas, física, mecánica y quí­mica, conocimientos que le permiten a partir de entonces concebir objetos originales de todo tipo, mostrando un singular talento para esa actividad. Su memoria es en efecto tan precisa como la fotografía recientemente descubierta y, sobre todo, Gregor po­see el don de representarse interiormente las cosas cual si existiesen previamente a su existencia, de ver­las con tal precisión tridimensional que, en el impul­so de su invención, no necesita boceto, esquema, maqueta ni experiencia previa. Al considerar de in­mediato como auténtico aquello que imagina, el único riesgo que corre, y que quizá correrá siempre es confundir la realidad con lo que proyecta.

Y como no tiene tiempo que perder, los disposi­tivos que idea no caen en lo accesorio ni en lo trivial, ni en el detalle. A Gregor no se le ocurrirá nunca perfeccionar una cerradura, mejorar un abrelatas o apañar un encendedor de gas. Cuando le vienen las ideas a la cabeza, surgen raudas de arriba, de muy arriba, de la inmensidad cósmica y el interés univer­sal.

Y así, una de las primeras es la de un tubo insta­lado en el fondo del Atlántico que, entre otras pres­taciones, debería permitir intercambiar rápidamente correo entre América y Europa. Gregor pergeña pri­mero los planos detallados de un sistema de bombeo, encargado de enviar agua a presión por ese conducto con el fin de impulsar los recipientes esféricos que contienen la correspondencia. Pero el problema de la resistencia originada por el frotamiento del agua en el tubo, demasiado fuerte, lo llevan a abandonar en proyecto en beneficio de otro no menos ambicioso.

Se trataría de construir un gigantesco anillo en torno a nuestro planeta, por encima del ecuador y girando libremente a la misma velocidad que aquél. Comoquiera que la fuerza de reacción permitiría inmovilizar ese anillo, podríamos subir dentro y girar alrededor de la Tierra a mil seiscientos kilómetros por hora, admirando sus paisajes, o más exactamente sería ella la que giraría debajo de nosotros; conforta­blemente acomodados en asientos –cuyo diseño y ergonomía Gregor ha previsto distraídamente, pero con precisión–, daríamos la vuelta a la Tierra en el día.

Como puede verse, no son proyectos de poca monta, pues a Gregor sólo le interesa medirse con amplias dimensiones. Muy pronto, entre éstas, le embarga la certeza de que podría hacer una cosilla por ejemplo con la fuerza mareomotriz, los movi­mientos tectónicos o la radiación solar, elementos por el estilo –o, por qué no, siquiera en plan de entreno, con las cataratas del Niágara, de las que ha visto gra­bados en los libros y que se le antojan bastante a su medida. Sí, el Niágara. El Niágara estaría bien.

Entretanto, con sus títulos arrugados en los bol­sillos, Gregor marcha a trabajar al oeste, a algunas de las grandes ciudades de la Europa occidental donde sus capacidades, según le han asegurado, hallarán un terreno más fértil para desarrollarse. Ejerce distintas actividades de ingeniero, de experto, sin que ninguna la satisfaga, y, para hacer algo entre las horas de ofi­cina, construye su primera máquina seria. Se trata de un motor de inducción y corriente alterna de carác­ter novedoso, que presenta con su habitual arrogan­cia a sus colegas y ante el cual éstos tuercen el gesto durante largo rato. Al final, tras tragarse la envidia y obligados a admitir que ese aparato podría trastocar­lo todo, los colegas se dominan, sobrellevan su fasti­dio y le sugieren que no se detenga: tal vez le conven­dría marcharse más al oeste, donde un terreno nuevo, más rico y abonado, permitiría que sus ideas alcan­zaran su pleno desarrollo. Cabe suponer que tales consejos no sin del todo desinteresados y que los colegas ven así el modo de deshacerse de Gregor quien, amén de antipático, empieza a resultar un tanto pesado.

       Sucede también que, en efecto, incluso pasada la fase en que el crecimiento decae, Gregor continúa creciendo.

 

3

 

Con veintiochos años de edad, y ya dos metros de estatura, Gregor decide tomar un barco hacia los Estados Unidos de América. Desembarca en un mue­lle de Nueva York provisto de su pasaporte y de su bombín, de una maletita con apenas ropa, de otra con apenas instrumentos, de veinte dólares doblados en un bolsillo y en otro bolsillo una carta de reco­mendación para Thomas Edison.

Edison es un inventor rico y poderoso, director de la sociedad General Electric y tan famoso univer­salmente que por ejemplo, en vida, ha accedido ya al estatuto de personaje central de una novela de Villiers de L’Isle-Adam publicada por entregas a la sazón en París en la revista La Vie moderne. Autor de mil no­venta y tres inventos –sin empacho en atribuirse un buen número de ellos realizados por otros–reivindica fundamentalmente los del teléfono, el cine y la gra­bación de sonido, por no hablar de la electricidad, tema que ocupará no poco nuestra atención.

Después de inventar, tras múltiples otras cosas, la bombilla de incandescencia, Thomas Edison ha ideado un sistema de distribución para alimentar esas bombillas e inaugurar, dos años después, la primera central eléctrica del mundo. Al llegar Gregor, ésta suministra ya corriente continua de 119 voltios a cincuenta y nueve clientes residentes en Manhattan, en la inmediata periferia del laboratorio de Edison, pero, para el inventor, eso sólo supone un comienzo: acaba de desarrollar el sistema creando una red que comunica distintas fábricas y manufacturas, así como teatros repartidos en todo Nueva York. Todo ello está pidiendo a ojos vista ampliarse, pero requiere apor­tación de fondos e inversiones. Con todo, los finan­cieros no parecen acabar de calibrar las ventajas de esa electricidad, salvo el más rico de todos ellos, un tal John Pierpont Morgan. Temible, temido por su poder y su endiablado mal genio, John Pierpont Morgan lo es también por su clarividencia: prefirien­do callar y aguardar el momento propicio, ha com­prendido enseguida que, tras la invención del torni­llo por Arquímedes, esa energía es lo mejor de cuanto se ha descubierto en la historia de las ciencias.

Gregor, con ser muy guapo no obstante su gigan­tismo, espigado, distinguido, de apariencia resuelta, largo rostro acotado por un elegante bigote, se mues­tra bastante intimidado al llegar a casa de Edison aun cuando éste no descolle por su físico, y tal vez preci­samente por eso. Thomas Edison es un hombre feo, encorvado, desmañado y desagradable, que camina arrastrando los pies, de mirada huidiza, siempre em­butido en batas de algodón beige o tirando a marro­nes, confeccionadas por su mujer y que se abotona hasta la barbilla. Amén de eso, es sordo desde los trece años a resultas de una escarlatina traicionera, cuyo obstáculo no le impidió imaginar y construir, siete años atrás, el primer fonógrafo.

Encima, cuando Gregor se presenta en su casa, Edison está de un humor de perros: en los últimos días se multiplican los incidentes en las instalaciones que trabajan con corriente continua, tanto en algunas empresas como en domicilios de particulares. Tras acudir todos sus ingenieros a reparar urgentemente la de los Vanderbilt, en la Quinta Avenida, una com­pañía de navegación acaba de comunicarle en ese instante que las dinamos del paquebote Oregon, su­ministradas por su sociedad, sufren también averías. Al tener que permanecer atracado, la compañía pier­de a diario cuantiosas sumas y amenaza con quere­llarse contra Edison. Éste, tan avaro como desagra­dable, carece de personal disponible cuando Gregor le alarga tímidamente la carta, que expone sus cuali­dades de electricista. Por si las moscas pero sin abrigar esperanza alguna, Edison echa un vistazo al papel, sin mirar siquiera al joven, y lo envía a analizar la situación a bordo del Oregon.

A Gregor le cuesta lo suyo dar con el puerto y con el muelle donde está amarrado el paquebote, sobre el que vuelan gaviotas que captan su atención, pues siempre le ha interesado todo cuanto vuela, en especial, vete a saber por qué, palomas de toda suer­te, tórtolas y demás familia. Pero en fin, los gaviones tampoco carecen de interés. Tras mirarlos planear y zambullirse un rato, un hosco sobrecargo le indica el camino de la sala de máquinas, donde se encierra a solas con sus instrumentos. Se pone enseguida manos a la obra y arregla las dinamos durante la noche. Cuando regresa a las oficinas de Edison a la mañana siguiente, éste, sin decir una palabra, lo contrata como ayudante a cambio de un sueldo de botones.

 

4

 

Ayudante, para Edison, significa, lejos de hombre de confianza, peón, criado para todo, y el papel de Gregor residirá sobre todo en obedecer a las imposi­ciones más diversas. Quehaceres domésticos, incluso caseros, sin derecho alguno a expresar su opinión, asumiendo no obstante una guardia permanente para solucionar los percances cada vez más frecuentes que se producen en las instalaciones realizadas por la General Electric. La persistencia de tales averías ter­mina por insinuarse en la mente de Gregor y acre­centar una duda sobre el principio mismo de los equipamientos de Edison, a saber la corriente conti­nua.

Intentemos comprender esa corriente continua. Se trata de una corriente –es decir de un desplaza­miento de la electricidad, digámoslo así–, en la que los electrones circulan en un solo sentido. Las dina­mos generan una tensión bastante débil, lo cual re­quiere una importante intensidad. De ahí la necesidad de utilizar gruesos cables, exponiéndose con ello a pérdidas importantes, pues la resistencia de dichos cables transforma parte de la corriente en calor. Y quien dice calor dice en breve tiempo chispa, ignición, desastre, agentes de seguros y bomberos, es una lata. Por otra parte, la corriente continua no puede trans­portarse a más de tres kilómetros en esos cables, in­capaces de soportar tensiones altas imprescindibles para las transmisiones lejanas. Así pues, es necesario vivir, como los vecinos de Edison, cerca de una cen­tral para beneficiarse de la electricidad. Además y por consiguiente, el sistema adolece de graves deficiencias: incendios regulares, averías crónicas y accidentes frecuentes: demandas, juicios, indemnizaciones. Diga lo que diga Thomas Edison, la cosa no funciona.

Gregor, durante sus estudios, ya había detectado que la cosa no funcionaba al observar una máquina de tipo similar que le había mostrado su profesor de física. Como producía demasiadas chispas, Gregor había sugerido tímidamente sustituir la corriente continua por corriente alterna, es decir una corrien­te que cambiara regular y periódicamente de sentido. El docente se encogió de hombros argumentando que semejante idea entraba en el ámbito del movimiento perpetuo y por ende de lo imposible, de modo que Gregor no insistió.

        Ahora que trabaja en la General Electric, Gregor ha apuntado un par de veces la hipótesis de la co­rriente alterna, pero comoquiera que Edison ruge ante tal evocación como ante la del Anticristo, Gregor sigue sin insistir. Entretanto, por más que haya sabi­do ganarse la estima de su jefe resolviendo numerosos problemas técnicos, y trabajando siete días por sema­na a razón de dieciocho horas diarias, ha surgido una duda en la mente suspicaz de Edison: el hecho de que un elemento tan competente, tan entregado, pueda sugerir una solución distinta de la corriente continua, hace nacer y desarrollarse su recelo. Cuando ya Gre­gor describe a Edison cómopodría mejorar el rendi­miento de su generador, Bien, le dice el jefe, pues adelante. Cincuenta mil dólares si lo consigue. Gre­gor se pone manos a la obra, y transcurren seis sema­nas al cabo de las cuales el generador ha recuperado, en efecto, su plena forma. Gregor se apresura a co­municárselo a su empresario.

Bueno, exclama Edison repantingado en su bu­taca, bien, muy bien. De verdad –se inquieta Gregor–, está usted contento. Encantado, declara Edison, muy satisfecho. Entonces, se aventura Gregor sin poder terminar la frase. Entonces qué, lo interrumpe Edi­son, cuyo rostro se endurece. Hombre, se envalento­na Gregor, me pareció comprender que cincuenta mil dólares. Pero bueno, Gregor, le ataja Edison descru­zando los pies apoyados encima del escritorio, ¿toda­vía no ha comprendido el humor americano o qué?

       Esta vez Gregor se ha levantado, se ha encami­nado hacia la percha, donde ha descolgado su som­brero hongo, y hacia la puerta, que ha traspuesto sin pronunciar una palabra ni cerrarla tras de sí, acto seguido hacia las oficinas para cobrar su sueldo, y hacia la calle preguntándose qué hará después de esa jugarreta.

Pues muy sencillo, intentará desarrollar en soli­tario su pequeño descubrimiento de la corriente al­terna. Durante los tres meses que ha trabajado en la empresa de Edison, ha destacado muy pronto por su rauda eficacia, por la originalidad de sus soluciones y, en breve tiempo, se reputación de ingeniero se ha impuesto más allá del ámbito de la General Electric. Así pues, Gregor se persona en la sede de un grupo de financieros a quienes expone sus ideas. Estado del sistema, crítica del sistema, modo de mejorarlo, pla­zo seguro y presupuesto exacto.

Y héteme aquí, mira por dónde, que las cosas se han desarrollado de modo satisfactorio. Con su don de lenguas precozmente manifestado y su ya buen conocimiento del inglés, esos primeros años ameri­canos han permitido a Gregor adquirir un dominio casi perfecto del idioma, a los que se suman una elocuencia innata, un talento para escenificar su dis­curso y una fuerza de convicción que no dejará de serle de extrema utilidad. Los financieros se reúnen tras marcharse él y convienen en que ahí hay algo sin lugar a dudas. Convocándolo a los dos días, se decla­ran lo bastante interesados como para proponerle fundar una sociedad a su nombre, la Gregor Electric Light Company, en el seno de la cual podrá desarro­llar sus investigaciones. Huelga decir que, por el hecho de financiarla, ellos serán accionistas mayori­tarios, ya saben ustedes cómo funcionan esas cosas, pero es conveniente que Gregor inyecte fondos a su vez para justificar el nombre de la empresa y su nue­vo estatus. Gregor reconoce que es muy lógico y se deshace de golpe y porrazo de todo el dinero que ha ahorrado durante esos tres años de trabajo en la Ge­neral Electric: todo, o sea nada, aunque no deja de ser todo. Y como ese todo no es suficiente, ahí lo tenemos pidiendo un préstamo con la mayor audacia.

Lo que vino después también sucedió muy de­prisa. Lo poco que le costó inventar una lámpara de arco inmediatamente patentada, fabricada y de in­mediato generadora de beneficios, les costó a sus socios dar un pequeño giro sobre la inversión, giro que les permitió ingresar sustanciosos márgenes de ganancias. Al poco, Gregor se ve expulsado de su propia empresa, que recuperan sus socios, encantados de poder celebrar esos nuevos ingresos con champán. Por lo que a él respecta, lo dejan totalmente desplu­mado. De nuevo lo vemos en la calle, reducido a faenas de picapedrero, peón y mozo de cuerda, cu­bierto de deudas en la industria de la construcción, durante cuatro años.

 

 

(Fragmento de la novela de Jean Echenoz, Relámpagos, que fue publicada por la editorial Anagrama. La traducción corresponde a Javier Albiñana)