“Nadie tiene derecho a tratar conmigo como si me conociera”: la afirmación intimida y pone a todo aquel que quiera intentar una aproximación al escritor suizo ante una difícil tesitura. Tal vez la solución sea precisamente conocerlo, metiéndose para ello en la concha de caracol desde la que siempre escribió y utilizando como él un lápiz, un sencillo lápiz como los que su padre vendía en la tienda de artículos de papelería y encuadernación que regentaba en Biel y que, visto en perspectiva, bien puede entenderse como una premonición de aquello que más tarde se convertiría en esencial para el sexto de los siete hijos de los Walser. El negocio en aquellos años funcionaba bien y la numerosa familia vivía de manera desahogada, aunque poco después, a finales de la década de los 80, la gran depresión acabaría con la práctica totalidad de los pequeños negocios, también con el suyo. Para obtener ingresos, la familia se vio obligada entonces a alquilar algunas habitaciones de su casa y, al final, acabó por trasladarse a un barrio más pobre de la ciudad. La madre, melancólica y con una marcada tendencia a las crisis depresivas y emocionales, que heredarían algunos de sus hijos (el propio Robert, además de Ernst, fallecido en 1916 en Waldau, donde estaba ingresado por una enfermedad psíquica, y Hermann, que se suicidó en 1919), nunca llegó a superar el fracaso económico, enfermó y murió pronto, en 1894. Lisa, la hermana mayor, se encargó de cuidarla durante los años de la enfermedad y también de llevar la casa mientras la situación económica empeoraba de día en día. Robert y su hermano Karl, el futuro dibujante, se vieron obligados a abandonar la escuela un año antes de terminar el bachiller, un brusco cambio de su situación vital que dejaría en el futuro escritor una huella indeleble, la cual revirtió en su escritura de manera singular, distanciándola, volviéndola casi esquiva a medida que intentaba alejarse cada vez más de un mundo que le resultaba ajeno, de un mundo en el que sus anhelos de vivir de la literatura se verían truncados una y otra vez, de un mundo en el que solo encontró protección en la distancia.
Así fue como en 1892 Walser empezó a trabajar como aprendiz en la filial de Biel del Banco Cantonal de Berna. Los problemas económicos y la falta de cariño materno van creando un vacío en la vida del futuro escritor, que no se llenará ya nunca más. En realidad el trabajo en el banco no es más que un intento de encontrar una estructura para una biografía que ha empezado a tambalearse en sus cimientos, tal como puede comprobarse en los numerosos monólogos interiores que recorren la novela Los hermanos Tanner (1907), a través de los que Simon intenta dar forma a su existencia. Es Walser el que habla consigo mismo y este recurso, que le permite establecer una conversación solitaria, sin respuesta, será en todo momento el favorito de su escritura, la forma que, como su concha, lo protegerá del exterior. El trabajo no es para él un medio de vida, sino simplemente un papel que debe desempeñar, otro más de entre los muchos que representó siempre en casa, un disfraz, en el fondo, como los que utilizaba para estas actuaciones y de los que nos ha quedado un magnífico testimonio en un dibujo que su hermano Karl le hizo en el papel de Karl Moor, el protagonista de Los bandidos de Friedrich Schiller. El pequeño Walser parece encontrarse a gusto en este juego de papeles que, con el tiempo, se convertirá en una constante, pues los límites entre realidad y ficción se difuminan en su vida y en su obra hasta lo irreconocible, como si de una sola se tratara: “¿Quieres cambiar la vida real por la apariencia, el cuerpo por su reflejo?”, escribe en 1902. Pero a pesar de la atracción que siente por la escena, y a pesar también de la decepción que le supuso no haber conseguido un papel en una obra que se iba a representar en el Teatro Real de Stuttgart (su expresión era poco ágil), pronto se convence de que esa profesión no le ofrece la intimidad que necesita para llevar a cabo su juego con el otro. A la ciudad suaba había llegado en 1895, siguiendo a Karl, que aprendía allí a pintar interiores, aunque un año después, tras la fallida experiencia teatral y haber trabajado en una librería, decide regresar a Suiza, andando, para establecerse en Zúrich con el firme propósito de ser escritor.
Walser estaba convencido de que el torrente de emociones que podía expresarse a través del lenguaje y la mímica, la expresión lingüística en su totalidad, debia tener su mejor espacio de manifestación en el teatro. Pero no fue capaz de llevarlo a la práctica, pues los primeros intentos dramáticos no resultaron en textos comparables a su prosa posterior. No obstante, dan testimonio de un joven autor en busca de su identidad, que reflexiona a la vez sobre las numerosas posibilidades que ofrece la escritura, jugando incluso con los géneros, como puede verse en un cuento en verso, Cenicienta (Aschenbrödel, 1901), en el que trata de armonizar la anhelada fusión entre realidad y ficción, convirtiendo al género literario en un personaje más y desarticulando su forma clásica y su final feliz: la protagonista no pretende una vida de princesa, pues lo que el príncipe le ofrece no cuadra con sus ideales de emancipación. Junto a ello la defensa que aquí se hace del hecho de servir a otras personas, vista no como humillación, sino como resistencia frente a la común idea de actuación pasiva, hace de este breve drama una clave para la comprensión de la posterior obra walseriana. Algo similar es lo que ocurre con Blancanieves (Schneewittchen), publicada también ese mismo año, una continuación del cuento original que desarticula el texto clásico convirtiendo en pasión lo que en este es amor. Blancanieves no anhela otra cosa más que regresar a su mundo sin emociones de la casa de los enanos, pero, como no puede hacerlo, se inventa otro y, con él, un final conciliador. La moraleja del cuento es, por tanto, sospechosa, pues responde, en realidad, a una moral concreta con la que Walser nunca llegó a estar del todo de acuerdo: la del mundo burgués.
Y eso que cuando dio sus primeros pasos como escritor aún la aceptaba y respetaba sus convenciones, intentando lograr la aceptación de sus futuros lectores. Tiene solo veinte años en el momento en que sus primeros poemas ven la luz en un periódico local. Josef Viktor Widmann lo había hecho posible, y él mismo escribe una reseña en la que constata “tonos verdaderamente nuevos”. Al escritor Franz Blei le llamaron la atención y le introdujo en el círculo de la revista Die Insel, donde Walser publicaría sus textos a partir de entonces. Asimismo promovió su colaboración en otras revistas como Der blaue Vogel y Die Opale. Los círculos de escritores reconocidos van abriéndose para recibir al nuevo poeta: Frank Wedekind, Alfred Kubin, Marcus Behmer, los dos últimos también conocidos ilustradores. Pero Walser parece no sentir demasiado interés por relacionarse con estos representantes de una vida establecida, ante la cual, el poeta parece ahora asustarse. Necesita su autonomía, no como gesto de resistencia ante la moral burguesa, sino como requisito para la propia existencia. Las condiciones para dedicarse a la literatura son en Múnich más favorables que en ningún otro sitio, pero le siguen faltando los recursos económicos y regresa a Suiza. Los trabajos que desempeñará a partir de entonces serán muchos, pero también de corta duración: empleado en diferentes empresas, en una editorial, en una compañía de seguros, en un banco, ayudante de un ingeniero… Son espacios en los que escribe mientras simula trabajar, espacios que, al igual que sus constantes cambios de residencia, suponen un nomadismo existencial, una fuga constante, ya sea de alojamiento, ciudad, taberna u oficio, en un intento continuo de evitar “llevar una vida ociosa y angustiada junto a la estufa de casa”, en palabras de Jakob von Gunten. Durante la I Guerra Mundial prestó el servicio militar y, al final, trabajó también como bibliotecario. Pero lo más importante para él eran sus textos. Y así, tras una larga correspondencia con Rudolf von Poellnitz, entonces director de la editorial Insel, Los cuadernos de Fritz Kocher (Fritz Kochers Aufsätze) vieron la luz en diciembre de 1904. Se trata de una colección de redacciones escolares que un editor ficticio publica tras la muerte de su joven autor. El volumen trae consigo una nueva estética, la de la escritura sin un tema concreto, la que no tiene un contenido específico: “Me gusta escribir sobre todo sin diferencia alguna. No me atrae la búsqueda de una trama determinada, sino elegir palabras hermosas, delicadas”. Los textos no tienen un orden aparente y el estudiante va perdiéndose poco a poco en diferentes argumentos y reflexiones, que conforman el marco para las opiniones de un joven respecto de su entorno (la escuela, la familia, el bosque, la patria…), expuestas con esa aparente ingenuidad que oculta tras de sí la mordaz ironía walseriana.
Después de Los cuadernos y en un periodo de tiempo de escasos tres años, Walser escribe la trilogía de novelas que lo hará famoso: Los hermanos Tanner (Geschwister Tanner, 1907), El ayudante (Der Gehülfe, 1908) y Jakob von Gunten (1909). Compuestas durante su estancia en Berlín, son un recorrido por la temática inherente al conjunto de su obra, y que se convertirá con el tiempo en una categoría propia, la de la identidad, articulada en la línea del proceso de reflexión sobre el tema que domina de principio a fin toda su producción literaria. El papel dominante lo desempeña, en su caso, el juego irónico con la idea burguesa del yo inalterable del individuo, a través del cual Walser ofrece una visión desilusionante del proceso de formación y desarrollo, que conlleva a su vez una nueva visión de los conceptos de “individuo” e “identidad”, los cuales han ido variando su significado en el proceso histórico que ha contribuido a la transformación de la sociedad de clases. La identidad es ahora una tarea individual, aislada. Klaus Tanner, el médico establecido y de buena reputación, representa de forma más pura el modelo de identidad del siglo XIX, ese modelo ahora sin valor, que Walser describe con una ironía provocadora, como si de una caricatura se tratara. Su hermano Simon, el menor, se agota en numerosos intentos fracasados de conseguir formar parte de esa sociedad, presentados en una linealidad fragmentada que prefigura ya la nueva novela moderna. Y Kaspar, el artista, que ve su trabajo como la única posibilidad de una vida auténtica, fracasa igualmente en un entorno lleno de clichés, que no comprende que alguien pueda vivir una vida libre, sin ataduras sociales. Para evitar el fracaso, Klaus, el mayor de los hermanos, lo anima a ir a Italia, el único lugar donde, desde su punto de vista convencional, podrá conseguir la madurez necesaria para dedicarse al arte. Pero el mito de Italia se desmonta en esta novela a través de los ojos de este artista que no considera en absoluto que en ese país del sur puedan existir más bellezas que en cualquier otra parte. Interesante aquí es el hecho de que las conversaciones entre los hermanos, aunque contradictorias, responden, sin duda, al discurso modernista.
Walser había llegado a Berlín en 1905, pues la capital alemana le parecía el lugar más adecuado para desarrollarse como escritor. Berlín era el centro político de Alemania, pero también el centro de las ansias de poder y expansión del imperio alemán. Militarismo e imperialismo se respiraban en cada esquina. Allí estaba ya su hermano Karl, ahora un ilustrador famoso, con una reputación que posibilitó a Robert nuevos contactos, entre los que se contaba el editor Bruno Cassirer, quien le animó a escribir su primera novela. Pero la vida de la bohemia berlinesa tampoco parece ajustarse a él y, aun consciente de las posibilidades que se le ofrecen para dedicarse a la literatura, no está dispuesto a aceptar sus condiciones y entra en una escuela para mayordomos en un intento de escaparse una vez más de un entorno que le es ajeno y recogerse y diluirse en él hasta pasar totalmente desapercibido. Incapaz de adaptarse a las exigencias de la sociedad, se esconde ahora tras el uniforme de la escuela, desde donde no puede verse su escaso, o quizá nulo, instinto social. Y así, tras concluir su formación, entra en 1905 al servicio de la casa Dambrau en Silesia. La experiencia al servicio de otros resultaría después en una constante que dará forma a esa categoría “identidad” con la que nunca dejó de experimentar en sus textos. Tal vez porque el hecho de servir a otros ocultaba sus aspiraciones reales y le daba la oportunidad de perderse tras un yo en el que poder realizar actividades que de otra forma le hubiera resultado imposible llevar a cabo.
En la atmósfera berlinesa, en la que todo es grande y monumental, desarrolla Walser su amor por lo pequeño, por lo insignificante. Pero es un amor heredado. Heredado de la tradición helvética. Y será precisamente en el contraste con la gran ciudad, cuando Suiza empiece a revelarse como la auténtica concha de caracol, que dará refugio al poeta en todos los sentidos. Valora cada vez más el incógnito y, sin quererlo, hará de él uno de los motivos por excelencia de la literatura modernista: el papel del escritor que se oculta en sus palabras, sus posibilidades y perspectivas, se convierten en tema de reflexión en muchos de sus textos en prosa, tal como se refleja en El ayudante, su novela de mayor éxito. Publicada en 1908, las referencias autobiográficas son obvias, pues recogen las experiencias del autor durante el tiempo que trabajó como ayudante del ingeniero Carl Dubler en Wädenswil. El personaje de Joseph Marti es, sin duda, uno de los más representativos de la obra de Walser, tanto por su especial significado como testigo del ocaso de la conciencia burguesa como por el magnífico juego de perspectivas narrativas en el que se enmarca su historia y que hace de esta obra un paradigma de la modernidad. Nada cambia en la vida de Joseph desde que entra al servicio de Tobler, de forma que abandonará la casa exactamente igual que ha llegado, sin haber experimentado ningún tipo de evolución. Además, su incapacidad a la hora de escribir sus memorias niega, por otro lado, el significado de su propia persona, de su ser como individuo. Pero a partir de este momento, el ayudante, el sirviente que está a disposición de otros, se convierte en uno de los personajes definitivos en sus textos, aunque el hecho de “servir” no deja de ser, en realidad, más que una forma oculta de dominio que, precisamente en el contexto del fin de siglo, puede leerse también, en una dimensión filosófica, como una fórmula contraria a la postulada por Nietzsche. Sus jóvenes protagonistas centran todos sus esfuerzos en una única cosa, el cumplimiento del deber, la obediencia, pues creen que únicamente obedeciendo pueden escapar a la responsabilidad que conlleva la existencia, ya que, en realidad, no quieren ser nadie. La obsesión por la insignificancia que dominó al autor durante toda su vida encuentra aquí una de sus mejores expresiones.
Frente a la crisis de la identidad individual los personajes de Walser representan nuevas perspectivas para el yo: el Instituto que se describe en Jakob von Gunten, la tercera de las novelas, en sí un modelo de Estado autoritario, ve desmitificado su supuesto poder por la actitud de los personajes, caracterizados por la ironía inmanente a la propia obra, la más abstracta de la trilogía, y, sin embargo, la más valorada por Kafka: “Conozco Jakob von Gunten, un buen libro”. Siendo así, era de esperar que los lectores de aquel momento no lo entendieran del mismo modo. Y hasta el propio Walser supo siempre que su forma de narrar lo cotidiano sin añadir a lo narrado ningún tipo de emoción no se correspondía en absoluto con las expectativas del público de una época demasiado acostumbrada aún a los tonos realistas. Además, la novela supone una crítica radical a los fundamentos de la identidad moderna esto es, a la autonomía y a la autosuficiencia del individuo, que se ve obligado a renunciar al “yo” hasta hacerlo desparecer convirtiéndolo en un “encantador cero a la izquierda”, que no pretende otra cosa más que alcanzar el estatus de sirviente, socialmente despreciado a todos los niveles, situándolo en la más absoluta mediocridad y haciendo así que se diluya cualquier aspiración a tener un papel en la sociedad, a la que sirve con absoluto desinterés personal, libre del deseo de encumbrarse en ella.
Justo un año antes del estallido de la guerra, Walser abandona Berlín. Es probable que allí escribiera tres novelas más que acabó desechando y quemando. No se ha conservado ningún borrador, tal vez porque su despedida de la capital supuso también su despedida (por el momento) del género novelesco, con el que había estado obsesionado durante todo el tiempo de su estancia en la gran ciudad y que ya no se correspondía con la forma “pequeña y reducida” de Suiza. Se refugió entonces en lo que él denominaba como “la concha del caracol del relato breve”, un refugio que, aunque no lo protegía de la crítica, al menos sí lo hacía de cualquier tipo de comparación desmedida, y le permitía reducirse, desvanecerse, desaparecer. Fue también la despedida de su hermano Karl, a quien había seguido siempre que había podido y a quien admiraba sobremanera. De vuelta en la Confederación, en la buhardilla del hotel «Zum blauen Kreuz», en la que vivirá hasta 1921, Walser da forma a un breve relato, Vida de un pintor (Leben eines Malers), que verá la luz en enero de 1916 en la Neue Rundschau. Por primera vez desarrolla la forma en la que, a partir de ahora, dará expresión a nuevos textos: cuadros en prosa. El relato es un montaje de descripciones de diversos cuadros de Karl Walser, pintados todos en 1900 y expuestos en el museo Neuhaus de Biel, y que el narrador va describiendo al hilo de la historia del artista. No obstante, el personaje no desempeña aquí el papel principal, aunque posee un significado muy peculiar en tanto que los cuadros sirven de superficie sobre la que se proyecta la imagen de un artista poco seguro de sí mismo. Ese mismo año publica el relato Vida de poeta (Poetenleben), un relato que sigue manteniendo la estructura y el estilo en los que Walser parece encontrarse cómodo: la descripción de un retrato, una biografía con referencias claramente autobiográficas, que el narrador intenta esconder utilizando la forma del plural. En la obra, el uso del lenguaje administrativo que el poeta se ha visto obligado a utilizar en sus numerosos puestos de trabajo le otorga el anonimato tan valorado por Walser al tiempo que se convierte en el vehículo de expresión para el fracaso del propósito de la escritura: describrir una vida real. El modelo ya lo había perfilado en 1905 en el relato Vida de un escritor (Leben eines Dichters), donde recoge momentos concretos de la vida de un poeta y construye con ellos diferentes escenas que resultan en una biografía. Pero en una biografía fuera de lo común, ficticia, a través de la que el trabajo del poeta se convierte en la metáfora de otra forma de escribir, en la poética del propio Walser, reconocible aquí ya en todos sus contornos. Los retratos, en los que siempre habrá una relativa autorreferencialidad, se acumulan también a lo largo de los siguientes años: Kleist en Thun (1907), Brentano (1910), Dickens (1911), Lenz (1912), Kotzebue (1912), La huida de Büchner (1912), Lenau (I) (1914-15), Hölderlin (1915), Hauff (1917), por nombrar tan solo algunos, en los que Walser parece buscar sus modelos, sus referentes.
Los textos de este periodo ponen de manifiesto que se siente a gusto de vuelta en Suiza. El escritor recorre bosques y pueblos, y pinta cuadros, cuadros mentales, de las gentes con las que se encuentra. Pero también de la naturaleza. Sus Prosas breves (Kleine Dichtungen), publicadas en 1915 en la editorial de Kurt Wolff, son testimonio de la intensidad con la que observa su entorno, y con ellas ganará Walser el único premio que obtuvo en su vida. Fueron años productivos, durante los que escribió varios volúmenes de prosa breve y una narración de mayor extensión, El paseo (Der Spaziergang), publicada en su versión definitiva en 1920, en la que el relato se orienta a la forma del movimiento del paseante como vehículo de expresión y alimento existencial de una vida atormentada. Pero también son años en los que el autor conoce una cara más negativa de la vida: la del soldado de infantería. Walser es reclutado con cierta regularidad; a veces no le dan bien de comer, aunque vino no falta nunca en el sur de la Confederación. En cualquier caso, la situación no le agrada, pues no le deja tiempo para escribir. Los textos en los que refleja vivencias de este periodo ponen de manifiesto una situación inusitada: cómo el servicio militar puede llegar a ser un refugio para el individuo e incluso darle la oportunidad de tener un hogar. Porque, aunque el país no participa directamente en la guerra, la vida en Suiza experimenta cambios que se reflejan también en la situación política posterior al conflicto. Pero Walser prefiere seguir al margen, en su concha, pues las transformaciones políticas no le ofrecen ninguna garantía: “Lo político me aburre”, escribe en 1919 a uno de sus editores. La situación repercute también en la vida cotidiana de los individuos: los alimentos se racionan y Walser se ve obligado con frecuencia a pedir ayuda a Frieda Mermet, la única mujer que, en este periodo en el que ha vivido tan solo, ha conseguido despertar su atención. La ha conocido en Bellelay, donde trabaja como regente de una lavandería. Con ella mantendrá una larga correspondencia, en la que hablará de amor e incluso de matrimonio; pero la perspectiva de futuro no resulta muy halagüeña debido a la falta de ingresos económicos con los que poder mantener una familia. También con Johanna Lüthy, que vivió en su mismo edificio en Zúrich entre 1896 y 1897, mantuvo Walser una estrecha relación que se refleja en reflexiones, personajes y escenas que recuerdan los meses que pasaron juntos. El sentimiento se cuela de este modo entre las líneas de sus textos, y así, tanto en cartas como en esbozos, el escritor deja hablar al amor que él concibe como algo tan poderoso, de tal grandeza, que es imposible vivirlo. Pero, al escribir sobre ello, Walser coloca a las mujeres en el centro de su creación, haciendo ver que, en cuestiones de amor, aunque sea con las camareras de las tabernas que frecuenta, incluso el fracaso conlleva felicidad.
Aunque durante este tiempo haya habido algún pequeño rayo de esperanza, los años de la guerra han dejado también su huella en el escritor. En 1917 Walser había dejado de utilizar la pluma como instrumento de escritura. La tinta no le otorga suficiente confianza, le parece sospechosa. Pero, en realidad, este cambio coincide con las primeras manifestaciones de ciertos trastornos psicosomáticos que le provocaron calambres en su mano derecha, y que él quiso atribuir a una animosidad inconsciente hacia el útil de escritura. El lapicero, que ya siempre le acompañará, trae consigo un cambio en su letra, pues hace que los rasgos de su grafía pierdan el contorno y se hagan más ágiles. Por otro lado, lo escrito a lápiz sugiere transitoriedad, parece perecedero y le ayuda en su voluntad de empequeñecimiento y desaparición en el entorno que lo rodea. La mala situación que atraviesa el autor repercute también en su físico. Walser, que nunca ha tenido en mucho su aspecto, continúa abusando del alcohol, sin prestarle ahora ninguna atención. Las experiencias límite que está viviendo desembocarán en una grave crisis. Su hermana Lisa le propone ingresar por un tiempo en la clínica de Bellelay. Durante el invierno de 1918 Walser vuelve a trabajar en una novela: Tobold. El manuscrito está listo en 1919 y lo envía a Rascher, el editor, pero también en el mundo editorial la guerra ha dejado sus huellas y nadie parece interesarse por el texto, de manera que no se sabe prácticamente nada de esta obra perdida. En 1922 vuelve a intentar conseguir un editor para otra novela: Theodor. Pero Walser ya no interesa. Tan solo consigue publicar unas pocas páginas al año siguiente en Wissen und Leben, la revista que dirige Max Rychner. De nuevo un texto en el que, con el topos de la búsqueda de un empleo como trasfondo, el protagonista ocupa un puesto secundario como secretario de una asociación de artistas y acaba siendo despedido por el rico comerciante con cuya esposa mantiene una relación.
A comienzos de 1921 Walser se traslada de Biel a Berna. Ocupa aquí un puesto como bibliotecario en el Archivo Municipal y, por fin, puede disponer de unos ingresos regulares. El ritmo de la vida en la capital no desagrada al escritor. Pero todo ha cambiado, y ahora tiene menos ideas y menos tiempo para escribir. El nuevo puesto, sin embargo, le da seguridad. Frieda Mermet sigue siendo su mejor amiga, su mejor corresponsal. También su mayor ayuda, pues le envía alimentos desde Bellelay y, a pesar de sus muchas quejas, lo cierto es que durante el tiempo que pasa en Berna Walser compone un buen número de textos. A pesar de no encontrar editor, consigue publicar en los suplementos de periódicos como la Neue Zürcher Zeitung o el Basler Nachrichten. Su trato con editores y redactores se vuelve cada vez más complicado, es desconfiado, cuidadoso, siempre preocupado por que le paguen lo que lo corresponde. Será su último gran periodo creativo.
En 1925 aparece el que será su último libro, La rosa (Die Rose), una colección de pequeños esbozos en prosa. Es el balance de su vida literaria: retratos de autores, de obras, recuerdos de infancia, de lecturas, impresiones de representaciones teatrales, todo ello expuesto sin ningún tipo de emoción, como siempre ha hecho. Aun siendo así, este volumen supone el autorretrato más lúcido de su autor, el retrato abstracto de una existencia solitaria que explica su rechazo a que nadie pudiera tratarlo como si lo conociera, su deseo de seguir refugiado en su concha. A La rosa regresan todos los temas que han configurado su obra y su vida, pero tan solo uno puede definirse como su auténtico leitmotiv: la búsqueda de una forma para seguir viviendo en las diferentes posibilidades de su identidad. La vida solo puede hacerse comprensible gracias a la abstracción, este es el programa de la colección, y tal vez por ello, al igual que Jakob von Gunten, resultó un absoluto fracaso en unos tiempos en los que el individuo necesitaba aferrarse a la realidad. Es evidente que Walser ha perdido el interés del público, y con él también el de los editores. Pero ello no le quita las ganas de escribir. Y, aunque parezca que sus textos no cesan de dar vueltas sobre las mismas cuestiones de antaño, sobre su identidad, en definitiva, por sus propios comentarios es posible intuir que la imagen que el autor tiene de sí mismo ha cambiado. Su estilo también es diferente, se ha vuelto más metafórico, más artificioso, más vanguardista. Sus largos paseos y sus viajes a pie (de Berna a Biel, incluso a Ginebra) aumentan en él la sensibilidad para percibir el paisaje, la naturaleza. Caminar, vagar, es su manera de vivir, su recurso ante las exigencias de la existencia, el necesario alimento para sus sentidos. Los colores y los sonidos se han convertido ahora en su cotidianeidad, las imágenes poéticas se vuelven más abstractas, los retratos se convierten casi en caricaturas de personajes mínimos, anónimos, seguramente porque la convivencia entre paseante y naturaleza incrementa la relación sujeto-objeto.
En 1926 empieza a trabajar en una nueva novela. Se trata en realidad de la descripción del proceso ficticio de configuración de un texto, o lo que es lo mismo, de una nueva reflexión sobre el proceso de escritura. Aunque conoce la forma, el resultado no es ahora el mismo. El marco para este nuevo intento es la vida en Berna, y a través de ella, en acumulaciones graduales, en la desarticulación de la estructura y el contenido, se prefigura ya la crisis que el género vivirá durante el siglo XX. La ilusión de la ficcionalidad desaparece y lo que se lee aquí no es más que la articulación de un texto literario sin más, el escritor situado frente al papel.
Pero la novela no verá nunca su fin y Walser comenzará paulatinamente a escribir menos, y también a retirarse definitivamente de la vida social. No escribe pensando en un posible lector y su escritura, igual que su persona, se reduce, se minimaliza, como si quisiera ocultarse incluso a sus propios ojos. Walser siente la necesidad de esconderse de todo lo que lo rodea disminuyéndose a sí mismo en la escritura, en una nueva escritura sin contornos, diminuta, imperceptible, en la que llevar a término su poética de la reducción. Los textos de los últimos años, escritos de manera micrográfica, no tienen contorno, pero sí estructura. No pueden ordenarse siguiendo modelos racionales, pero reflexionan sobre su propio proceso de composición. Son, en este sentido, mucho más radicales que los trabajos en prosa de los primeros años, y también su consecuencia lógica, la expresión de su peculiar individualidad, pues la propia biografía sigue siendo la fuente de la que el autor se abastece, aunque se oculte tras las máscaras más diversas. En los microgramas, para los que el autor utiliza todo papel que encuentra disponible (márgenes de pruebas, sobres, facturas, telegramas, formularios de impuestos…), juega con los géneros, con el lenguaje y se recrea en artificios y rimas que a veces confunden, pero los temas se repiten, aparecen una y otra vez configurando así una unidad temática en la que el quehacer literario en sí desempeña un papel fundamental. Walser vuelve a escribir una novela: El bandido (Der Räuber). Para ello utiliza, sin embargo, cuartillas escogidas, no cualquier papel que pueda tener a su disposición, y la cuidada caligrafía, toda una obra maestra, permite ver el interés que el autor tenía en la composición de este texto. La constelación de personajes y espacios es conocida: un entorno burgués en el que “el bandido” no tiene posibilidad alguna de supervivencia, situándose así en la estela dejada por sus predecesores Simon Tanner, Joseph Marti y Jakob von Gunten.
Pero poco a poco Walser va haciéndose cada vez menos perceptible, tanto a nivel personal como literario. A simple vista resulta imposible descifrar lo que escribe. El tamaño medio de su letra no supera los dos o tres milímetros. Esta desaparición progresiva de la visualización de sus textos supone en cierto modo también el inicio de una larga despedida. Aunque sigue clamando por una consideración digna como escritor, como si la ironía se personificase en sí mismo pretendiendo a un tiempo ser reconocido y pasar desapercibido como autor y como persona, Walser ha perdido a su público. Sus textos solo ven la luz en un periódico checo, la Prager Presse. Max Brod es uno de sus editores. Está ahora más solo que nunca. No sale demasiado, a veces al teatro, a veces a la ópera, aunque mantiene aún su correspondencia con Frieda Mermet, con su hermana Lisa, con algunos editores, e incluso inicia una nueva con la joven Therese Breitbach, quien se había puesto en contacto con él para hablarle de su hermano, el también escritor Joseph Breitbach. En sus cartas, quizá debido al anonimato que le da la falta de conocimiento personal, Walser habla abiertamente de cómo se siente y las descripciones de sus estados de ánimo permiten acercarse no solo a la vida interior de Walser, sino al sentir de toda una generación, a un ambiente que el escritor sabe describir hasta en sus más mínimos detalles. Contienen además numerosos recuerdos de su infancia y de los años pasados en Berlín, escritos con un tono de grata confianza, en realidad un testimonio más de la soledad que se había adueñado del autor.
Los recuerdos se convierten ahora en otra constante más que añadir al resto de motivos que pueblan sus textos. Walser ha cumplido 50 años y el paso del tiempo, la vejez, ocupan cada vez un espacio mayor en sus pensamientos. Quizá por ello en los microgramas hace a menudo balance de lo pasado como si de alguna manera previera un cercano final. Y, ciertamente, al año siguiente, en 1929, Walser experimenta una crisis aguda que los médicos del sanatorio de Waldau diagnostican como esquizofrenia. Aunque dice sentirse bien, ha ingresado allí por consejo de su hermana. La consecuencia inmediata del cambio de estado es el abandono de la escritura. Incluso las cartas, que ahora firma de manera decidida y reivindicativa como el “escritor Robert Walser”, empiezan a ser más escasas y su correspondencia cesará definitivamente, al igual que la escritura, cuando el 19 de junio de 1933 sea ingresado contra su voluntad en Herisau: “Es absurdo y cruel plantearme la exigencia de que escriba también en el sanatorio […]. ¿Para qué? Mi mundo fue destruido por los nazis”. Tan solo siete cartas se han conservado de los primeros dos años que pasó allí, pero el tiempo de escribir hasta quedarse sin fuerzas ha quedado definitivamente atrás. La última carta tiene fecha del 10 de julio de 1949 y está dirigida a Carl Seelig, su única compañía desde que lo conociera en la institución en 1936. Son los años de la guerra, los años del caos y el horror que Walser, sin embargo, vive de lejos, aunque empiezan a manifestarse en él ya síntomas claros de la enfermedad: alucinaciones, miedos, voces.
Seelig, editor y mecenas, se interesa por sus textos y quiere que se publiquen. Al principio Walser se alegra, pero rápidamente se da cuenta de que ello supondría un trabajo ímprobo y pierde toda esperanza de poder hacerlo. Seelig va a verlo con frecuencia y mantienen largas conversaciones, dan largos paseos. Hablan de recuerdos, de conflictos acallados tras el silencio de cada uno de los pacientes de Herisau, de comida, de literatura: adora los textos de Gottfried Keller y aprecia mucho el estilo de Conrad Ferdinand Meyer; sobre los colegas alemanes, Thomas Mann o Eduard von Keyserling, las opiniones no son tan buenas. Con el paso del tiempo Seelig se convirtió en su tutor, se ocupó de sus finanzas y consiguió siempre fuentes de financiación que evitaron al escritor una de sus mayores preocupaciones: depender de la caridad en el asilo de Teufen.
Como era su costumbre, también el día de Navidad de 1956 Walser salió a dar un paseo tras el almuerzo. Al empezar a subir una cuesta su corazón falló. Poco después unos niños lo encontraron tendido en la nieve. La policía hizo una foto de ese momento, reproducida hoy en numerosas ocasiones. Al verla, el lector de su primera novela recordará sin duda la imagen del cadáver del desafortunado poeta Sebastian, a quien Simon Tanner encuentra muerto sobre la nieve. Con otra premonición cumplida el círculo se ha cerrado, el círculo de una vida y una obra que discurrieron como si de una sola se tratara, al margen de un mundo hostil que llevó a ambas a ocultarse en el lugar en el que permanecieron hasta llegar a nuestros días para, contraviniendo el mayor de sus deseos (“No quiero felicidad, quiero olvido”) hablar ahora más alto y más fuerte que nunca: ese lugar íntimo que él llamó su “concha de caracol”.