(Habla Ascensión. Farmaceútica. 2 de la tarde)
Despacho píldoras para el dolor del alma.
Puedo mirar a los ojos de un agonía
y determinar los días en que habrá sol dentro del pecho.
Mi horario es flexible,
mi humor variable,
como un termómetro de piel de melocotón.
Estoy acostumbrada
al ruido aséptico,
al nacimiento
de balanzas renqueantes,
a la tos de las aceras
y al gemido insomne de un madre recién muerta.
Mi color preferido es el blanco que se ensucia.
Detesto el goteo de las palomas
sobre el alféizar
y estoy aprendiendo
a dejar de fumarme el humo de las fábricas.
Un secreto:
Suelo acomodarme en la barra de un bar los domingos
y beberme el tiempo silencioso.
Tengo un novio sin sangre
que le lleva flores a la tumba de mi femineidad.
Y aunque apenas hago el amor,
siempre hay guerra en el canto de mi pubis.
Por eso bailo
y bailo en mitad de las instrucciones.
Soy bárbara
y pequeña
y a menudo siento espanto de lo que fui.
Por eso invento un mal apócrifo
en las esquinas de mi carne
y en casa,
a salvo de las matemáticas,
me tomo el pulso de un televisor.
No hay diferencia entre vestir un caramelo ansioso
o un corsé impregnado de mordiscos.
Y sé que la lluvia es roja
y que la espera es azul.
Alguien me contó que la felicidad
tenía cierto parecido
a la sangre adulterada de un viejo
pidiendo un cupón de descuento sobre la boca del mostrador.
Despacho vidas (de 8 a 3).
Entierro la pus de cualquier sueño.