Lo que quedaba era mi casa vacía,
el espacio claro que dejan las cosas
que se tuvieron que ir
de un día para otro en el furgón de la mudanza.
El rastro del detergente y su limpieza meticulosa
adornada con la rabia de los minúsculos desaciertos.
La casa que nunca fue mía,
la que no me dio tiempo a colonizar con mi desorden.
Mi identidad de pelusas, mi síndrome de Diógenes
de mujer vieja guardando papeles
de palabras transparentes,
hojas muertas de mi propio otoño.
El embalaje de la vida
cuando cruzas el umbral de los cuarenta
y haces cajas con documentos que ya no valen nada,
pero quieres conservarlos
porque el vacío da más vértigo
que esa acumulación, que esa muralla
de bloques de cartón y vida densa,
de muebles desgastados y alfombras enrolladas.
El almacén, el guardamuebles, la pequeña cueva
donde el indio Joe se alimentó de murciélagos.
La locura circular de las mudanzas precipitadas,
la huida de las llanuras, la enfermedad de los sin tierra
que envejecemos demasiado lejos
y nos arrepentimos cada día de ser nómadas,
de guardar la vida entera en cuadernos y agendas,
de sentirnos extranjeros en todos los países.
Tanta transformación, tanta capacidad para adaptarme,
para mezclarme con el hielo sin derretirlo,
para cambiar la voz y modular los tonos.
Tanta tenacidad, tanto esfuerzo
para ser parecida a la extrañeza.