La antología de María Auxiliadora Álvarez, que lleva por título La mañana imaginada, dibuja un paisaje sagrado, un refugio en donde cerrar los ojos y la vida. Por ello son los versos de Rilke los que presiden el libro: “Todo ha descansado / tiniebla y claridad, flor y libro”.

Se trata de una poesía de gran complejidad y precisión. Poesía pura y terrible, dado que alberga también toda impureza. Poesía que conoce la noche oscura y el sueño del Amado en la naturaleza, siguiendo el rastro de San Juan de la Cruz. Aunque este sueño, que glosa a San Juan de la Cruz, no sea sólo la esplendorosa identificación con la naturaleza, sino también la inmersión del Amado en la muerte: “y el aroma / húmedo / de la tierra / abierta / donde / recién duerme / tan solitario / El Amado” (162) En la húmeda tierra abierta nos presenta al dios místico socavando el reino de la muerte, como Orfeo, como Dioniso.

Sobre el paisaje que recrea está la muerte “porque lo que está detenido / ya ha alcanzado su destino” (40). Por eso MAA escribe “para los muertos”.

La naturaleza es la gran creadora impasible: “Lo mirado no espera ser mirado / entiende la pausa / la cólera / la muerte” (49). Me recuerdan estos versos a Blanca Varela: “Nadie nos dice cómo voltear la cara contra la pared / y morirnos sencillamente / así como lo hicieron el gato o el perro de la casa” (255, 2016).  El ser humano debería entender también la muerte -el final de un proceso en el que habremos cometido muchos errores y habremos aprendido muchas lecciones-, porque a través de ella se puede conocer un mundo “de total transfiguración” (211) que accede al otro lado.

También es cierto que “más alto es el muro / a cada vuelta / duelen los ojos / de mirar / ya no alcanzaremos / nunca más el otro lado” (209). No obstante, nos asombra la poesía de MAA porque nos sitúa en “la otra parte” del muro, en un territorio nuevo descrito por palabras nuevas, consteladas de matices.

Esta insistencia en la muerte, esta desolación -no querer existir, vivir en el mundo de los no nacidos (Mis pies en el origen, 273)-, se mantiene en toda la antología, pero se advierte que, aún no sabiendo nada, la poeta ve el mundo y la vida desde los seres pequeños (pájaros, árboles, florecillas), en los que intuye el secreto de la existencia.

Quizá MAA sabe que su misterio se halla en flores que están para nada, que nacieron en una pequeña herida en la tierra y, luego, resplandecen. Pájaros, mariposas, piedras, jalonan su poesía, como gemas, grandes descubrimientos, hondos paisajes en donde yace el Amado. Véanse “Pequeña herida (228) o “Celebración” (231).

Claro que en poemas como “El sonido del existir” (225), dedicado a sus hijos, el nombre de los mismos, sobre el de la madre, será “el único / sonido / de existir” y lo borrará. La vida se concibe como una cadena en la que los nombres de los hijos crecen sobre el de la madre.

Morir es “un minucioso trabajo de arte” (92). Como Juan Ramón Jiménez cuando habla de poesía: “llegado el momento / el objeto del arte / ya no se puede / volver a tocar”. “La muerte recoge la flor en el aire / y reúne sus pétalos / en una misma caída” (145), en “el lento trabajo de morir” (203).

Poesía y muerte, al fin y al cabo, ¿no son lo mismo? La vida es ser “esquirlas de un mundo estallado Diminutos metales / titilando al rojo vivo / y apagándose en el suelo (…) tenues resplandores de otra luz Niebla desapareciendo en / resquicios de piedra” (124) Y aunque sea algo tan insignificante -hilos, esquirlas, tenues resplandores-, es también amor y ambos, madre e hijo, están “Recubiertos por un traje celeste caído entre los árboles” (124) No obstante, MAA define con claridad qué es hacer poesía: “es más o menos comparable / a necesitar / a Dios” (168).

En todo el libro los límites entre vida y muerte se diluyen: “la mañana / tiene una suave / luz /que se mueve / lentamente / es mi padre / que quiere / hablarme/” (153), en Resplandor, o en Páramo solo, en donde el padre muerto ocupa todos los paisajes: “y yo pude reconocer / el cuerpo de mi padre / entre los escombros” (179). Para constatar en otro poema de este libro: “En los extremos / de las ramas / aparecen / inesperadamente / los temblores / del brillo / el brillo de lo que ya no existe” (200).

Juan Carlos Abril considera que esta incertidumbre entre vida y muerte recrea “una zona tarkovskiniana, de arenas movedizas” (14).

Estamos, en definitiva, en un mundo de sombras, de intuiciones, de restos del otro lado. Lamentable es nacer y tener la muerte por horizonte, pero también puede haber transfiguraciones, soledad blanca.

Luz y sombras se contraponen, se sustituyen, o son lo mismo: “Ruego / que esta luz / estalle la noche por dentro / de una sola vez y la amanezca” (45).

Al igual que los seres humanos somos “esquirlas de un mundo estallado”, “las pequeñas llamas / protegidas del aire y de las lluvias / no han dejado de reflejar / sus delicadas sombras / en las paredes / de la mañana / ha sido de día siempre / por su resplandor” (234).

En “Luz intocada” describe la iluminación, los instantes que dan sentido a la vida y la retiene, aunque ellos no perduren (43). Como dice MAA “Más cerca / de la luz / crece / el día / y todo / lo que/suavemente ilumina / basta” (176).

La palabra es capaz de aprehender lo esencial, de descubrir la vida, de golpe, y huir, sin permanecer. En Piedra en U, por ejemplo, los poemas son leves. MAA trata de encontrar la palabra esencial, que no pese, la palabra que capte la memoria y la muerte (98).

La memoria “la única / materia / por la que / has vivido / o vives” (95) A pesar de que el tiempo es inaprensible (“apenas y entonces”, “hay que guardar la fijeza, sin que nos alcance otra luz” (159). Un pájaro que canta, unas semillas, una flor repentina, todo mínimo y radiante, en donde “solitaria y deshecha / germine su vida” (227).

La poesía de MAA, “explora ese lugar o territorio donde nadie antes ha llegado” (…) “Al lector le llega la emoción viva (…) emoción nueva, no vivida antes (…) fuera del poema” (Juan Carlos Abril: 17-18).

En efecto, MAA nos sumerge en un mundo de tanta belleza, y tan nuevo, no sólo por lo insólito de sus imágenes, del mundo que crea, sino también por su semántica original, por su carencia de signos de puntuación. Esta forma de escribir revela el fluir de la conciencia, el ritmo de la vida, su continuidad, su proximidad, que nunca se presta a las convenciones, que no conoce la pausa ni el orden. Algo parecido al rumor continuo del aire entre los árboles. Los poemas crecen en los intersticios, en los silencios, y también en las palabras que se superponen y se aniquilan o se fortalecen. En “No es la palabra Es la voz” hallamos una buena descripción: “es la voz intentando una modulación Buscando la armonía del sonido del cuerpo contra el aire / como una silla amable separándose de la mesa” (131).

Palabras antitéticas se unen para aproximarse a lo que describe –“sonidos del silencio” (145)-, contrastes que provocan también música, luz y sombra. Llama la atención la delicada levedad de tantos poemas -especialmente en Inmóvil y Sentido aroma-, en los que MAA logra dibujar la imprecisión, lo apenas entrevisto: “una rama blanca por venir” (216). Pero se trata de una constante en toda la antología. Un ejemplo preclaro es “Piedras de reposo”, dedicado a su hijo e instándole a atravesar el sufrimiento: “Todo lo que quiero decirte, hijo Es que del otro lado del sufrimiento / Hay otra orilla / encontrarás allí grandes lajas Una de ellas lleva tu forma tallada con tu / antigua huella labrada Donde cabrás exacto y con anchura / no son tumbas hijo son piedras de reposo con sus pequeños soles grabados / y sus rendijas” (112).

 MAA nos muestra también la guerra, el sufrimiento y la violencia. La desolación que respiran algunos versos recuerda a Cernuda y su Donde habite el olvido: “algunas palabras escritas en un puñado de tierra arrastrado por la brisa” (127) o en “llevar los ojos vivos bajo tierra (122). Esa es la vida del sobreviviente, de quien ha conocido el horror, peor que su muerte.

La poesía de MAA conoce la injusticia, el maltrato, la pobreza. Todo esto la atraviesa, junto a la belleza de los pájaros, de los paisajes, de lo que, a pesar de su aparente insignificancia, puede oponerse a lo demás. Por eso, mientras se vive, hay que atender a momentos frágiles, leves: “ofrécele / acción Y atención / a esa / presencia / pues / a cierta hora / oscurecerá / y sólo quedará / un tipo / de memoria / :vacía o llena: que no podrá /  producir / materia/nueva” (95). Sólo el hombre pobre carece de memoria y, por lo tanto, de vida: “Cuando un hombre pobre / trata de recordar / su memoria / es un montón indiferenciado / del mismo color sin movimiento” (195).

En toda su obra identifico el contraste entre el descubrimiento de la existencia, de su transparente belleza y del horror que provoca: “cuando vivir / se ha vuelto de repente / una gran horrenda abierta / repulsiva / vulgar” (242). Pero como dice Ángel Valente, el horror también es algo, es esperanza: “Aunque sea ceniza cuanto tengo hasta ahora, / cuanto se me ha tendido a modo de esperanza” (20, 2001).

 Por encima del silencio que respiran la guerra y la violencia (126), una línea de vitalismo recorre todos los libros. Son las pequeñas escenas las que salvan del horror, por ejemplo, en “Agradecimiento” (154), en donde un pájaro mira hacia arriba, al árbol que lo alimenta, para agradecerle su regalo, que le da la vida. Estos instantes reveladores se describen con plasticidad y precisión.

La innovación del discurso, que mencionábamos antes, lleva aparejada puntos de vista innovadores como en su libro Cuerpo, en donde afronta el embarazo y el parto como materia poética. Tiene mucho que ver la luz del parto y la muerte que inicia.

Publicado en los años ochenta pone de manifiesto el trato brutal que reciben las mujeres que paren. No es sólo una poesía de protesta, que ya sería mucho, sino que se trata de poemas nuevos, de gran intensidad. Poemas en los que late la desesperación: “Me acerco desde los perros / lleno la casa de agua / alambres / cabezas baños brazos colgados vigas piernas sillas” (270).

Como dice Juan Carlos Abril: “es la mañana imaginada, esa que viene después de todos los sucesos, esa que renueva el ciclo de la existencia, el ciclo vital de los seres humanos, que nos lava de la noche y de la oscuridad y que viene a revivir el mundo” (22).

La poesía de esta mañana imaginada es verdaderamente nueva. Deja de lado lo ya conocido y escrito y conforma una expresión original que da otra vuelta de tuerca a los poemas y al mundo que representan, para ofrecernos palabras recién lavadas, palpitantes de otra vida.

 

 

 

 

 

 

 

 

María Auxiliadora Álvarez, La mañana imaginada, edición de Juan Carlos Abril,Valencia, Pre-Textos, 2021.