Qué tentación tan fuerte, parafrasear a Larra: "Traducir en España es llorar…", pero hay quien opina que Larra nunca dijo la frase original, así que podríamos ahorrarnos la cita. Y además no queremos llorar. Si acaso, queremos protestar. Sin duda queremos reivindicar. Y, por encima de todo, queremos traducir.
A lo largo de las páginas que siguen, trataré de dar un poco de contorno a las frases genéricas del primer párrafo, y advierto de antemano que lo que viene a continuación va ser tan solo en parte una exposición de hechos, porque también tiene que serlo de derechos, y no puede, jamás, dejar de serlo de aspiraciones, placeres y deseos. Estamos hablando de literatura.
Empecemos por los hechos. Tal vez, antes de entrar en disquisiciones, sea bueno ofrecer algunas cifras: según la última edición de la Panorámica de la edición española de libros que edita el Ministerio de Cultura, correspondiente a 2019, se publicaron en ese año en nuestro país 13.211 libros traducidos, que, a pesar de significar un descenso importante respecto a años anteriores (en 2017 habían llegado a publicarse casi 19.000), representaron cerca del 15% del total de los libros publicados. Como siempre, el inglés como lengua de origen representó cerca de la mitad de ese volumen.
Pero las cifras siempre son frías… si no se complementan o se interpretan. Puede ser interesante, por ejemplo, añadir que en el ámbito de la literatura infantil y juvenil las traducciones ascendieron al 27% de los títulos (el 47 en 2017), en creación literaria el 17%, en el sector llamado "Tiempo libre" nada menos que el 35. Tal vez no sea aventurado decir que un número importante de los lectores españoles pasa su tiempo de ocio y ocio formativo en la silenciosa compañía de los traductores.
Hay más: según el Informe sobre el valor económico de la traducción editorial publicado por ACE Traductores, con el patrocinio del Ministerio de Cultura y CEDRO, en 2017, el peso en el sector de ese abultado número de volúmenes no es en absoluto neutro: a ese quince por ciento le correspondería más de un treinta por ciento de la facturación en el sector de ocio. Casi todos los grandes superventas que se leen en España son libros traducidos.
Parecería que a semejante peso industrial y económico tendría que corresponder, de forma natural, una fuerte presencia de los traductores y las traductoras en el sector y en el proceso editorial, y sin embargo, en este caso no hace falta recurrir a datos para constatar que, en realidad, son los grandes ausentes. Aunque cada vez son más las editoriales que han sacado sus nombres desde las portadas a las cubiertas de los libros, aunque algunas incluso (muy, muy pocas), de manera heroica, reproduzcan sus fotos y breves currículos en las solapas, sigue siendo frecuente que las reseñas no recojan su nombre, las prepublicaciones aparezcan sin él y las críticas solo se acuerden de su existencia cuando por algún motivo encuentran objeciones a su trabajo. Es en esos momentos cuando los profesionales tienen que soportar la más hiriente de las críticas: "en la página 254…", esa crítica hiriente porque ignora que el error puntual no descalifica un trabajo bien hecho, sino que certifica que ha sido llevado a cabo por un ser humano.
Porque quisiera remediar esa ausencia, voy a pedir permiso a los lectores para presentarles a las traductoras españolas (la profesión es en estos momentos abrumadoramente femenina), muy alejadas en los tiempos que corren de lo que fue la traducción en España en sus orígenes: tiempos en que la profesión la ejercían personas que habían llegado a ella por supervivencia, después de haber adquirido la lengua como producto de emigración, exilio o incluso cautiverio. Tiempos en que doctos profesores traducían de las lenguas clásicas, y escritores angustiados por llegar a fin de mes traducían de las lenguas modernas con el objetivo de completar sus exiguos ingresos.
No estamos hablando de un pasado remoto en términos históricos. Prácticamente solo en el siglo XX la traducción empieza a profesionalizarse, a la par del desarrollo de una industria editorial digna de tal nombre, en un largo camino que pasa por los tiempos de gran expansión anteriores a la guerra civil, el bajón posterior a la misma, el renacer de la industria y del oficio a partir de los años sesenta del siglo XX y su total consolidación profesional a partir de los años setenta y ochenta.
En los años veinte y treinta del siglo pasado, en lo que con justicia se ha dado en llamar la Edad de Plata, el desarrollo de iniciativas editoriales como la fundación de la editorial Calpe y la Compañía Hispanoamericana de Publicaciones dan alas a la curiosidad por la literatura extranjera y, por consiguiente, a la traducción. Son años de nombres que están en nuestra historia, y que son al cincuenta por ciento de hombres y de mujeres: María Martínez Sierra, Rafael Cansinos Asséns, Carmen Gallardo, Wenceslao Roces, Isabel Oyarzábal, Enrique Díez Canedo, Zenobia Camprubí… Algunos de ellos han pasado a la historia por el resto de sus actividades culturales, pero todos, todas, ejercieron la traducción de un modo tan profesional como era posible en aquel momento.
Tras la Guerra Civil la traducción española se va, con los traductores, al otro lado del Atlántico (con algunos hitos considerables: Carlos Gerhard traduce desde México El tambor de hojalata, Rosa Chacel La peste), se suma a los colegas de la otra orilla del español, y solo poco a poco va resurgiendo en el territorio peninsular, en condiciones aún más precarias que antes de la guerra, a las que hay que añadir la losa de la censura franquista, tanto en términos de prohibición -es decir, lo que no se traduce, véanse los textos mencionados arriba- como de mutilación.
Durante estos años, la figura central en la península es probablemente Consuelo Bergés, una de las grandes intelectuales de la República. Devuelta a España por los nazis cuando trataba de escapar, Bergés se dedicó a la traducción, y nos dejó obras fundamentales de la cultura francesa, pero no solo se dedicó al oficio desde el punto de vista intelectual y artístico, sino que fue una de las primeras traductoras empeñadas en la defensa de los derechos de la profesión, incluyendo entre ellos la reivindicación del derecho de autor. En fecha tan temprana como 1954, funda con su compañera Marcela de Juan la Asociación Profesional Española de Traductores e Intérpretes, la primera en su género, que dará origen a todas las demás. En 1956, es la primera profesional en ganar el recién creado premio público "Fray Luis de León", antecedente de los actuales Premios Nacionales de Traducción.
No será hasta los años sesenta, con la escasa apertura del régimen dictatorial -o con los inicios de su descomposición- cuando la literatura traducida vuelva a tener carta de naturaleza en la península. Son los tiempos de Seix Barral y de la apertura al exterior, que irá consolidándose hasta hacer de España una auténtica potencia traductora, con un peso dentro del sector que llegará a rondar el 25% de los títulos, cerca del 45% en el sector de la literatura infantil y juvenil, en algunos años. No es menor decir que, en esa época, la mitad de la experiencia lectora de los más jóvenes, los españoles que ahora tienen entre treinta y cuarenta años, fue una experiencia intercultural. A veces no nos damos cuenta de que lo que leen nuestros hijos es la primera puerta a un mundo más rico y más complejo.
Desde el punto de vista de la profesión, tiene una especial relevancia la escisión en 1983 de la asociación profesional anteriormente mencionada que da lugar a ACE Traductores, la asociación que actualmente agrupa de forma mayoritaria a los traductores editoriales españoles.
Es importante señalar que no se trata de una escisión causada por guerras de poder ni por otros motivos espurios, sino por una causa perfectamente objetivable: los traductores editoriales se daban cuenta de que sus problemas profesionales cada vez tenían menos que ver con los de sus colegas de otros sectores, como los que trabajaban para agencias de traducción o despachos de abogados. El traductor editorial manejaba parámetros distintos, desde la forma de los contratos hasta la cuestión de los derechos morales y patrimoniales; los traductores editoriales generaban un producto comercializable, que se distribuía y se vendía por canales propios, y quienes plantearon las necesidades derivadas de esas diferencias apreciaron el hecho de que, lejos de ser únicas de su colectivo, afectaban también o se parecían mucho a las del colectivo profesional de los escritores.
Por eso, la nueva asociación no nace como un ente independiente, sino que busca acomodo dentro de la Asociación Colegial de Escritores, que había sido fundada en 1976 y que en ese momento acoge a los traductores editoriales en lo que se llamó Sección Autónoma de Traductores de Libros de la Asociación Colegial de Escritores, que con el paso del tiempo simplificó su nombre con la actual denominación, ACE Traductores.
Aquel nombre originario tenía numerosas implicaciones. Esquivaba con plena conciencia la denominación "traductor literario", que solo conducía al estéril debate de qué es y qué no es literatura, y asentaba la idea, sensu contrario, de que los traductores de cualquier clase de libro -los traductores editoriales- eran escritores, como acabaría poco después plasmado en la Ley de Propiedad Intelectual de 1987.
A la cabeza de aquel movimiento volvía a estar una mujer, Esther Benítez, personaje clave de la cultura de los noventa, agitadora cultural, defensora incansable de los derechos profesionales, y la rodeaban todos los grandes nombres que encarnaron la definitiva consolidación del oficio de traductor de libros en nuestro país, desde Salustiano Masó hasta Emma Calatayud, desde María Luisa Balseiro hasta Mauro Armiño, desde José Luis López Muñoz hasta María Teresa Gallego, desde Consuelo Bergés hasta Francisco Torrres Oliver, por mencionar algunos de los 44 socios fundadores.
Como suele decirse en estos casos, el resto es historia. En 1992, la traducción se convertía en licenciatura universitaria, después de haber vagado mucho tiempo por el limbo académico de las escuelas universitarias de Granada y Barcelona y el Instituto de Traductores de la Complutense, de donde salieron tantos nombres importantes. Hoy, son más de una veintena las universidades que ofrecen lo que hoy es grado en Traducción, y en casi todas hay también posgrados, no pocos de ellos en la especialidad editorial. Cuando, el 25 de noviembre de 2012, la Real Academia Española incluye entre sus miembros de número a Miguel Sáenz, traductor de Günter Grass, de Thomas Bernhard, de Bertolt Brecht, de Kafka, y el diario El País titula: "La traducción ingresa en la Academia", es ese un titular al que solo le falta el suspiro de decir: "Por fin". Con ese punto culminante se cerraba una época de grandes maestros, que siguen en activo, pero no la de una constante reivindicación, todavía insatisfecha: el lugar en la historia de la literatura de los traductores y traductoras españoles. ¿Quién puede concebir nuestras letras hoy sin el peso específico de las que han llegado desde más allá de nuestras fronteras, a hombros de traducción? Editoriales enteras fundan sus catálogos sobre los pilares de las otras lenguas, y es posible que durante décadas la propia literatura española haya fundado su desarrollo sobre la influencia de las ideas venidas de fuera, tras el largo período de especial sequía, de especial aislamiento, del franquismo. Y sin duda no se ha correspondido con el peso específico de los traductores.
Pero yo iba a hablarles de los profesionales que ejercen el oficio en España hoy, las hijas e hijos de una historia de cambios culturales, industriales y legales, las nietas y nietos de las últimas generaciones de profesionales hechos en la profesión, personas que practicaban la traducción cuando la traductología aún se estaba escribiendo.
El panorama actual tiene poco y mucho que ver con todo aquello. Poco, porque entretanto lo que era una profesión exclusivamente libre y autodidacta se ha convertido también, ya lo decíamos, en una carrera universitaria, y se trata de un cambio fundamental, que se irá haciendo cada vez más patente. Mucho, porque la relación del traductor editorial con su cliente, el editor, sigue, por desgracia, teniendo más que ver con el pasado que con el futuro, su posición dentro del mundo de la cultura continua siendo subordinada, su visibilidad muy reducida.
¿Quiénes son hoy nuestros colegas? De los estudios sobre el sector elaborados en 2010 y 2016, tanto de los datos que contienen como de la evolución de uno a otro y su consiguiente proyección al presente, deducimos que hoy el traductor-tipo en España son una mujer en la madurez, con estudios superiores, que comparte espacio, en un porcentaje ligeramente superior, que aún no llega al 60-40, con un hombre ya entrado en años, también con estudios superiores.
¿Por qué entonces decíamos antes que pronto hablaríamos de traductoras? Porque el porcentaje de relevo se inclina claramente a favor de ellas. En las facultades de traducción, la presencia femenina en las aulas supera de largo el 80%, y los estudios dicen que en 2016 los graduados y graduadas en Traducción representaban ya el 30% de los traductores editoriales. Si el relevo proviene de las aulas, como así es, no hace falta ser mago ni vidente para pronosticar que, a ese ritmo de afluencia, ese porcentaje no hará más que aumentar en el futuro próximo.
Si nos preguntamos a qué profesión se asoman, nos encontraremos con que la traducción de libros ya no se trata en absoluto de una profesión complementaria, pero sigue sin ser un oficio del que sea posible vivir sin dificultad. El último estudio publicado dice que los traductores que se dedican en exclusiva a traducir y que, a su vez, solo traducen libros, no llegan al 10% del total de los profesionales del sector. Sin duda influyen muchos factores de distinto tipo: el primero y principal, por supuesto, la persistencia de unas tarifas bajas, el pequeño papel que se atribuye a la traducción en el reparto de "la tarta" del valor del libro. Sin unas tarifas que, al menos, sigan el paso al coste de la vida, sin unas tarifas que reconozcan el grado creciente de profesionalización, las exigencias de capacitación, la necesidad de formación continua, no es fácil pensar en vivir de la traducción. Hay otros factores colaterales: el carácter espasmódico del mercado privilegia la prisa sobre la organización -y no digamos sobre la calidad-, para un traductor que se dedique exclusivamente a traducir libros resulta muy difícil compaginar los distintos encargos de forma racional, para que se sucedan unos a otros y aseguren ingresos a lo largo del año. Salvo aquellos que se dedican de forma regular a traducir colecciones seriadas -y estos son muy pocos-, las colegas, los colegas, tienen dificultades muy importantes para estar seguros de que cobrarán algo todos los meses, o al menos cada dos. Vivir acaba siendo, además de un problema de trabajo, un serio problema de organización.
Esto, que podría complementarse con la participación en los derechos de autor, se revela quimérico: dado que no superan el 1% del valor del libro (porcentaje que se reduce al 0,5% cuando las editoriales esperan el éxito), dado que no logramos establecer de forma general porcentajes más altos cuando se trata de obras de dominio público, en la gran mayoría de los ocasiones los derechos de autor acaban siendo para los traductores una mera hipótesis de trabajo. Es hora de plantear un sistema distinto, que tenga en cuenta el momento en que el libro empieza realmente a dar beneficios, y por tanto a pensar en repartirlos. Si no se incrementan las tarifas, tal vez deberíamos avanzar hacia un sistema de participación en beneficios a partir de un cierto número de miles de ejemplares vendidos, una vez que el libro ha superado la frontera de la rentabilidad. No tiene sentido que los creadores, los que están en el arranque de la cadena del libro, acepten para siempre ser los últimos y mínimos beneficiarios de una industria que, no nos engañemos, es rentable.
Pero haríamos un flaco favor a la profesión si nos limitáramos a los números y no habláramos de la decisiva importancia cultural del oficio. Como ya hemos anticipado líneas atrás, España no solo es una potencia editorial, es una potencia traductora. Y eso quiere decir que a los lectores españoles ya raras veces se les escapa nada de lo importante que se escribe fuera en las grandes lenguas de cultura (entendiendo por tales, en términos editoriales, aquellas que conjugan un ingente número de hablantes con un sector editorial muy desarrollado). Pero es que, además, en las últimas décadas el sector editorial ha vuelto sus ojos, con muy buen criterio, a otras lenguas de menos difusión y conocimiento: por ejemplo, de la mano del boom de la policiaca escandinava ha sido la literatura escandinava en general la que ha visto cómo se le abrían las puertas del español, dejando atrás la época de los esfuerzos heroicos de Francisco Úriz para dar paso a una nueva generación de traductoras, con nombres como Neila García Salgado, la más joven ganadora del Premio Nacional en toda la historia del galardón, por una traducción de la poesía de Edith Södergran. El portugués ha ocupado por fin el lugar que merece en nuestro panorama, las literaturas del Este de Europa multiplican su presencia, con una especial preponderancia de la rumana, el turco llega en nombres cada vez más variados, las literaturas árabes ven igualmente incrementada su presencia. Sin duda quedan muchas asignaturas pendientes, pero la red se extiende. Un dato: de los últimos 21 premios Nobel, solo uno no había sido traducido previamente al español. El sector está alerta. Acabaremos llegando a todas partes.
Viniendo de donde veníamos, no es menos importante la labor de rescate del pasado que se ha venido llevando a cabo en los últimos años. Teníamos una deuda con los autores que se habían publicado en ediciones cercenadas por la mano de la censura y, en ocasiones, por la mano de editores que se permitían abreviar los textos, e incluso con los libros todavía traducidos por lengua interpuesta, pero ya contamos con ediciones que son auténticos hitos de la recuperación, desde la traducción de Los miserables de María Teresa Gallego Urrutia hasta la traducción de Anna Karenina de Víctor Gallego, desde las fundamentales ediciones de Thomas Mann a cargo de Isabel García Adánez hasta El doctor Zhivago de Marta Rebón. Jane Austen recupera un brillo nuevo de la mano de José Luis López Muñoz, Salvador Peña acomete la empresa de una nueva traducción de Las mil y una noches. Estamos ya pagando las deudas heredadas de un pasado peor (y no por culpa de nuestros colegas, sino del país en el que les tocó vivir).
No podemos dejar de mencionar la importancia que tiene, en ese contexto, la recuperación de títulos que están llevando a cabo las otras lenguas oficiales del Estado español. Por las mismas razones, el sector venía de un espacio repleto de vacíos. Faltaban muchos títulos de la literatura universal tanto en euskera como en gallego (tal vez algo menos en catalán), y es una laguna que se está cerrando, con una lentitud proporcional a la magnitud de la tarea, pero con un esfuerzo constante y valioso. De la misma manera es preciso mencionar la importancia de la traducción entre lenguas peninsulares. Autores como Jaume Cabré, Manuel Rivas o Bernardo Atxaga encuentran su primer mercado en el español, y lo hacen de la mano de la traducción.
Pero haríamos mal en centrarlo todo en preguntarnos solo por el papel transmisor de la traducción -lo que le asignaría un papel subsidiario, y sin duda lo tiene, pero no es ni de lejos el único-, y no preguntarnos por su papel intrínseco como género, por su valor como literatura. Porque no tantas veces nos detenemos a planteárnoslo de manera abierta. Es ya un lugar común aceptar la autoría de los traductores, ya nadie discute que la traducción es una obra nueva, que se independiza de su original. Una obra personal, distinta de la que otro creador habría producido a partir de ese mismo original. Una obra que genera versiones en el tiempo de otra anterior, nuevas vidas de un texto. Pero no extraemos las consecuencias realmente ontológicas que de ello se derivan.
Consecuencias como esta: ¿Es la traducción un género literario? Sin lugar a dudas, sí. No soy el único que lo cree. Lo han hecho, antes que yo, nombres tan destacados como Marcelo Cohen, traductor argentino, que afirma en 2019: “La traducción es un género literario. Un libro se traduce dentro de la historia de lo traducido a la lengua de llegada”; o como Miguel Martínez-Lage, traductor español, que decía en 2008: “La traducción es un género literario. La única diferencia respecto al escritor es que yo me ahorro los dolores del parto que conlleva la invención. El escritor y el traductor trabajan en el mismo plano, el de la lengua”.
Vamos a detenernos un poco en cada una de esas afirmaciones. Me parece especialmente interesante la de Marcelo Cohen, porque entronca con algo que me ha preocupado durante mucho tiempo. Un libro se traduce dentro de la historia de lo traducido, es decir, dentro de la historia de la literatura de destino. Los libros traducidos no son cuerpos extraños que circulan por vías paralelas a la literatura propia, sino libros que, con su traducción, pasan a formar parte de las literaturas nacionales, en dos formas distintas: en sí mismos, en tanto que obras terminadas, y, sobre todo, en términos de influencia en la literatura de destino. Si Proust no se hubiera traducido nunca al español, la historia de la literatura española del siglo XX no habría sido la misma. Si Faulkner no hubiera sido traducido al español, el boom de la literatura latinoamericana de los años sesenta y setenta tal vez nunca habría tenido lugar.
Pero estábamos diciendo que la traducción es un género. ¿Por qué un género? Entendemos que un género reúne una serie de características, mientras que la traducción incorpora rasgos de todos ellos. Pero los tiene propios, y muy definidos: es un género puramente verbal, en la medida de sus capacidades, puesto que trata de no alterar unos contenidos predeterminados. Esto es lo que decía Martínez-Lage: el traductor se ahorra la pesadilla del papel en blanco. Es un género dependiente, porque incluso su capacidad de creación verbal tiene que ajustarse en cada momento a las prescripciones del original, hasta el extremo de que un texto debe, idealmente, no solo ser igual de rico que el original, sino igual de pobre si el original lo es. Es un género caracterizado por la precisión, por la exactitud incluso; el autor de obra propia es libre de escoger una palabra o cambiarla por otra, emplear un término de especialidad o no; el traductor tiene que encontrar en cada momento la palabra exacta que corresponde a la exacta necesidad que se le plantea. Y es un género metamórfico, que mantiene las características del original a pesar de transformarlas por completo, como sucede en el caso de la traducción de poesía.
Pero, si esto es así, tenemos que empezar a preguntarnos por el lugar que cada uno de los ejemplares de este género ocupa no solo como vehículo, sino como obra. Es un lugar común que ese espacio es tan solo un lugar temporal: de forma en apariencia misteriosa, frente a la juventud eterna de los originales, las traducciones envejecen y mueren.
No es este el lugar para discutir por qué, pero sí para poner de relieve la excepción en lo que es una regla general. Porque hay traducciones que tardan más que otras en morir, y si eso sucede es porque logran ocupar un lugar como obra propia. Hay versiones de los clásicos que perduran durante décadas, no meramente en términos de que no haya otras, sino de vigencia entre los lectores -hay otras traducciones que no perduran aunque no sean sustituidas-; hay textos que alcanzan un nivel de autonomía que los convierte en una obra más del castellano. Estoy pensando -solo quiero poner un ejemplo- en la traducción que Julio Cortázar hizo de las Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar. Con independencia de las muchas objeciones concretas que se puedan hacer y se han hecho a sus resultados técnicos -no hay traducción que no cometa errores de traducción, en toda la amplia gama de los mismos-, es indiscutible la vigencia del texto en español, cómo ha echado raíces en nuestra cultura. Salvo que esté equivocado -y pido disculpas de antemano-, no hay desde 1955 ninguna otra traducción de este título. Si eso no es negar la caducidad, se le parece mucho.
Descarto de antemano la respuesta fácil de que se debe a que la hizo Cortázar. Cortázar hizo otras traducciones, y han quedado superadas en el tiempo y han sido sustituidas como cualquier otro texto. No se trata de eso. Lo que Cortázar hizo en ese título fue crear una obra que se convirtió en una obra más del español. Una obra del género traducción. Una obra perdurable.
¿Es esto una excepción que, como dice el viejo refrán, confirma la regla? Lo descarto también. No es fácil crear una obra perdurable, tampoco la inmensa mayoría de las obras de autoría directa lo son. Pero no prestamos atención a eso. No decimos que las novelas caducan, aunque la inmensa mayoría de las novelas caducan. No decimos que los poemas caducan, aunque la inmensa mayoría de los poemas lo hacen. No pondré aquí ejemplos por respeto a la memoria de los autores que pelearon por la eternidad sin llegar a alcanzarla, pero están en la mente de cualquiera.
Las escritoras, los escritores, del género llamado traducción también siembran el mundo de obras perdurables, que son obras de la lengua de destino, en nuestro caso obras del español. Incluyo entre ellas -no quiero que quede sobre la mesa ningún posible malentendido- muchos textos que han vuelto a ser objeto de traducción por razones distintas a las de la caducidad. Precisamente porque generan versiones nuevas que son obras nuevas. El tambor de hojalata de Miguel Sáenz no se hizo para reemplazar a El tambor de hojalata de Carlos Gerhard, sino para sumarse a él. Como decía Steiner en Después de Babel, en las humanidades no se procede por superación, sino por acumulación de conocimiento, Hegel no supera a Kant, sino que se le añade.
Consecuencia inmediata de todo lo anterior, tan evidente que no habría que decirla, pero tan ignorada que es preciso citarla, es que nosotros, los hombres y mujeres de la traducción, trabajamos día y noche para esta lengua grande que se llama español (o gallego, o inglés, o alemán, o italiano, según cuál sea el país en el que trabajamos los traductores) y para esta literatura que se llama española, y no solo, como podría parecer, para la lengua y la literatura de la que traducimos. Profesionales de la lengua, cada día tomamos cientos de decisiones que la afectan, porque nuestras obras son las que traen préstamos, neologismos, invenciones verbales, nuevos usos que expresan las cosas no expresadas o las expresan de otra forma; profesionales de la literatura, cada día traemos figuras nuevas, metáforas que nunca fueron dichas en español hasta que las dijimos, aunque antes hubieran resonado en francés, alemán o japonés; técnicas nuevas que cambian para siempre la narrativa, la poesía o la dramaturgia de quien las recibe. Hablamos muchas veces de la magdalena de Proust, pero no tantas veces somos conscientes de que a Proust se la debe la literatura francesa, porque la española se la debe a Proust y a Pedro Salinas.
Ensanchamos las fronteras de la lengua y de la literatura. No siempre es fácil: hemos sido acusados de perturbar sacrosantas instituciones, durante muchos años se llamó "barbarismo" a lo que hoy son semillas de otras lenguas en el campo fértil de la nuestra. Hemos sido acusados de "retorcer" la lengua cuando lo que hacíamos era exprimirla (y sí, a veces se retuerce una prenda de ropa para exprimir de ella hasta el último rastro de humedad, y está bien hacerlo). Pero sin nuestro afán por retorcer no sabríamos qué quiere decir que algo es kafkiano, ni habríamos oído la multitud de voces que suenan en Joyce, ni seríamos capaces de valorar qué tienen en común Bocaccio, Chaucer, Don Juan Manuel y Las mil y una noches.
Dicho todo lo cual, hora es de cotejar hechos, derechos, deseos y aspiraciones. Los hechos dicen que los derechos están pendientes de ser atendidos en su totalidad. Que, por mucho que hayamos mejorado, nos queda mucho por mejorar. Los hechos dicen que entre lo que somos y lo que se nos reconoce sigue habiendo un trecho, que otros tienen que recorrer. Gran parte de esos "otros" son los propios lectores, que por costumbre, falta de información, o cualquier otra causa, a veces no son conscientes de que Shakespeare jamás escribió "Ser o no ser", porque Shakespeare no hablaba español. Y es importante que nadie crea que pretendemos sustituirle. En 2004, en la entrega del Premio Grinzane Cavour a la traductora Myriam Sumbulovich, que firmaba con el seudónimo de Hado Lyria, y a la que hemos perdido este mismo año, la premiada decía: “No he intentado ser Borges ni Vázquez Montalbán, elegí ser yo misma. Y hubo algo que ellos hacían peor que yo: escribir en italiano; por eso traduje sus libros”.
Aquí estamos, después de haber elegido ser nosotros mismos. No muy seguros de que ustedes, lectores, nos conozcan, pero decididos a seguir escribiendo en nuestras lenguas las cosas que otros dijeron en las suyas, porque hay que saber escuchar, y lo hacemos, pero ¿qué es oír una historia si después no puedes contársela a alguien?