Era verano.

Tu figura tras la reja era lo único cierto

que conseguí rescatar

una vez atravesado el puerto.

Las manos, tus manos, aferradas al hierro.

Los ojos punzantes

horadando rumbos invisibles en la oscuridad.

 ...Y los siento al dormir,

y cuando paseo por calles desiertas

y hay farolas reflejadas en el agua de los charcos,

y me parece que el tiempo, y la vida,

solo han sido desde siempre una ficción.

 

II

 

Y así, pulverizadas nuestras horas

junto al río.

Las circunferencias en el agua.

Hipnóticas. Delirantes.

Dejando su rastro invisible sobre la autopista

y el olvido, la fugacidad de un reflejo.

Convergiéndose, agitándose,

expandiéndose en la memoria

los espejos.

Las mil caras de las horas incontables

que anduve frente a ellos,

buscando mi rostro,

o el tuyo.

O el tuyo en el mío.

O el mío en el tuyo.

Como si mirarse allí cada verano,

fuera un punto de partida

o de inflexión

o un suicidio.

El veredicto final.

El instante irrenunciable

en el que sentirse uno o ninguno,

o saberse otro.

 

III

 

Era verano.

Y yo, perdida en el humo gris

del cigarrillo. Alargándome

hasta ese otro humo gris

desmadejado del mundo,

hablaba sola desde la ventana.

Y mis palabras caían

como hebras de lluvia.

Perpendiculares.

En el aire.

Tú. Yo. Nosotros. El tiempo.        

Tú me mirabas.

Y me mirabas sin verme.

Pero yo aún seguía ahí.

Justo detrás de todas aquellas ideas

desde las que tú

me mirabas.

El silencio. El verano. El mundo.

El silencio de los lugares tranquilos.

Los cementerios.