A Pablo García Baena
La castidad de un cántaro
abandonado a la lluvia
tiene pulso de doncella
en mañana opalescente.
La debilidad de su presencia
apenas un momento sujeta la mirada,
pues importa más que el ver
lo que desde un fondo el cuerpo rescata
con esa inconsistencia que acompaña el despertar,
turbación sin gesto ni destino
que declina en su propio vapor.
Una brisa de ángel
mueve íntima luz
allí donde en belleza se turba
el abandonado a su deseo.
Entre las ruinas de un beso
un rostro se transparenta
y todavía nos estremece
su móvil emanación quieta.
El solitario se turba
enfermo de advenimiento,
y en su palpitación sin secreto
se reclina el inocente.
No existe turbación para quien sabe,
pues vive en su altitud
exento de corrientes,
y el ignorante mudo nieva
sus imágenes sin tiempo ni espacio.
Las manos de los amantes se entrelazan
en total vislumbre
que en su turbación los paraliza.
Un rostro turbado es siempre la vida
en su intersección de llamas y sombras.