En castellano decimos “hacer memoria” a la tarea de rescatar de propio intento la imagen de algo olvidado. Quiere esto decir, por lo pronto, que no nos pasa desapercibida la condición esforzada, deliberada, de una operación que, en efecto, consiste en un trabajo de nuestra voluntad, mediante la que somos conscientes, además, o así lo parecemos, de atraer con ella no ya la reaparición de lo perdido, sino su imagen. La naturaleza y su ley inflexible —el “orden del Tiempo” que tan terriblemente concretó Anaximandro en su sentencia— es la fuerza contraria a batir con ese esfuerzo nuestro, que estaría luchando así un poco como los labradores contra las plagas.

Pero esta es sólo una de las modalidades del recuerdo. Paul Ricoeur las exploró todas, y de una manera agotadora, en La memoria, la historia, el olvido, entre ellas la que, en contraposición con la que decimos, llamaríamos involuntaria. Esta ya no actúa mediante un deliberado esfuerzo de rescate, sino en la sorpresa ante la súbita aparición de un hilo o un fogonazo que, sin pretenderlo, nos lleva a lo desaparecido o, de pronto, nos lo devuelve. No hace falta haber leído a Proust para tener comprobado que hablamos entonces y por lo general de experiencias sensibles, sensoriales; que la irrupción de un olor o un sabor parece llegarnos desde muy lejos sin que los hayamos convocado, acompañados de un completo paisaje —un mundo— que dábamos por desaparecido para siempre. “La memoria es cosa del pasado”, decía Aristóteles en uno de sus tratados sobre cuestiones naturales. Pero antes y después de él toda una larga tradición que al menos va de Platón a Bergson distinguió muy bien esas dos especies, la voluntaria y la involuntaria, que determinarían, por un lado, el recuerdo y por otro la reminiscencia. Esos recuerdos sobrevenidos, diríamos que pertenecen aún a la cosa, al mundo, al pasado que se desvanece; es más, que nunca acaba de desvanecerse definitivamente. Edmund Husserl lo explicó mediante una comparación maravillosa. Todo lo que permanece y dura, venía a decir, lo hace modificándose, cambiando sin cesar, sin interrupción, deslizándose hacia la oscuridad de una desaparición que nunca se consuma del todo, como sucede en la negrura del hondo cielo con la cola de un cometa.

Por el contrario, el esfuerzo de la memoria voluntaria —la del dicho español— se propone más bien dar consistencia a una imagen, darle dureza, solidez; en ella, lo que permanece ya no cambia sin cesar, no se modifica, de ahí que fijándonos en esta versión de la memoria sea frecuente que confundamos la duración con la inamovilidad. Además, pasa otra cosa: esta labor plenamente consciente parece pasar por alto que en el pasado aquel cuyo recuerdo perseguimos, nosotros no estábamos, quiero decir que nuestra conciencia no era la fuerza activa que es ahora, cuando ha emprendido su tarea reconstructora, y que, correspondientemente, aquel pasado es lo que justamente ahora, cuando nosotros nos aplicamos a su recuperación, ya no está presente. Se trata entonces, en definitiva, de construcciones de la imaginación, de objetos fabricados por nosotros, algo así como supletorios del original y un poco fantasmagóricos. Y aunque sólo fuera porque de la distinción entre lo permanente y lo pasajero hacía estribar Aristóteles su reconocimiento de la poesía frente a la historia, este es un asunto al que no podían ser ajenos los poetas.

 

                                                                       ***

 

En el verano de 1936, un muchacho de dieciséis o diecisiete años que había nacido en el centro de la pequeñísima ciudad de Soria, pasaba sus vacaciones en la finca de San Polo —el San Polo de los poemas de Antonio Machado: “…álamos del camino en la ribera / del Duero, entre San Polo y San Saturio, / tras las murallas viejas / de Soria —barbacana / hacia Aragón, en castellana tierra—“, propiedad de su familia. San Polo es una huerta ribera del río, con grandes árboles que trepan ladera arriba de la sierra y una graciosa iglesita templaria de cuya construcción en el siglo XIII quedan restos en los muros y la bóveda, pero sobre todo un par de arcos apuntados que enmarcan angostamente un pequeño túnel de paso hacia la ermita de San Saturio. El Duero cursa a la derecha liso, en calma, con un leve rumor.

Toda la poesía del olvidado poeta Julio Garcés —el muchacho de vacaciones en San Polo— remite a ese paraje como enclave físico de lo que pasado aquel momento de la adolescencia y, más en concreto, aquel verano, fue reconocido luego por él como sede de lo que podríamos llamar su persona esencial, su personalidad auténtica. Pero, claro, cuando él estaba allí, su conciencia de ese estado que ahora se representa como el colmo de la dicha, era la ausente, y ahora que ella está activada, lo que no puede comparecer es la realidad, diríamos, de aquel tiempo y aquel lugar.

Era una fecha terrible para todos. Para todos, por lo visto, menos para él. Esa arcadia permaneció, bajo una suerte de condición transformada, en un interior de su alma, mientras el habitante del exterior, peregrino por ciudades y países, poco a poco envejecido y luego enfermo, medio vivía entre noticias, fechas y trabajos que, por tanto, nunca consideró verdaderamente suyos, digámoslo así a pesar de saber que la “autenticidad” o la “verdad” de una vida, al contraste con otra que sería “falsa” o “inauténtica”, es un modo de hablar ya incorporado (y por eso arrumbado) en el recuerdo de los tiempos existencialistas —que por lo demás fueron los suyos—. Pero es que, además, no hay en su caso otra manera de decir que aquel verano de 1936, el poeta adolescente vivía —él mismo lo llamó así— en un exterior que nada tenía que ver con el mundo de los hechos públicos y bélicos que estaban marcando a fuego la historia de su país y que sería reconocido a partir de entonces, precisamente, como interior, luego de que la conciencia, una vez aflorada en la plenitud adulta, se declarase en la desposesión de aquella vida esencial. (Acudamos al prestigio literario: tampoco Fabrizio del Dongo sabía que se encontraba en plena batalla de Waterloo). En “Interior”, uno de los poemas arrastrados desde los años cuarenta y sólo publicados por su amigo Antonio Ruiz en su último libro, precisamente Los poemas de San Polo, en Soria, en 1976— decía:

 

Caminando por mi interior veo paisajes ciegos

Senderos de un sueño poblado

Moradores de la tristeza

(…)

Vosotros los que escucháis la voz rasgada

De mi exterior cegado

Oíd también el grito de mi interior sonoro.

 

Pero, entonces, ¿qué ha ocurrido para que el exterior del tiempo, o sea, lo que llamamos historia, le resulte a esa conciencia ajeno, mientras sólo en el interior—que ahora llamaríamos memoria— encuentra aquello a lo que tiene por propio? Estas composiciones del último libro de Garcés hemos dicho que suelen ser poemas escritos y guardados mucho tiempo atrás, en los años de Barcelona, o publicados en revistas como Maricel, promovida por César González-Ruano desde Sitges, o Entregas de poesía, que dirigió Juan Ramón Masoliver, aunque también lo pudieron ser en otras de otra cuerda, como Espadaña, de Eugenio de Nora, o Poesía Española. Pero es entre estos poemas de casi postrera publicación donde se recogen algunos de los versos más decisivos, por más claros y explícitos, para comprobar el desgarro entre su intimidad y esa vida pública e histórica —“inauténtica”— que hubo de arrostrar el poeta. Entre ellos está el titulado “Un verano”:

 

Yo no veía el mapa de mi patria

Yo veía tan sólo los rastrojos

El río que pasaba el campo abierto

 

Desde ese entonces que rememora el poema, nada será igual; la historia abrirá sus alas de espanto y el poeta, que se verá a sí mismo en ella como un extraño entre extraños, padecerá de por vida el tirón de una herida abierta entre la conciencia y la inconsciencia, entre la objetividad y la subjetividad, entre un exterior inflexible y aristado, y un interior borroso, aunque activo y conmovido. La constitución narrativa de la historia declara siempre, por lo demás, la presencia de algún objetivo o idea organizadora, en ella las cosas y los acontecimientos, más que aparecer, re-aparecen, hilvanados en esa estructura que les da sentido, precisamente, y más que presentarse o producirse, en realidad se re-presentan o reconstruyen, como esas casas-museo de escritores que son en todo —menos en su efecto— una invención. Para el poeta desgarrado los hechos históricos no pertenecen, por tanto, a la vida real (aunque esta sea la objetiva), porque la realidad de verdad será justamente la de la memoria que guarda restos sensibles, desperdigados pero auténticos, fulgores todavía brillantes en la oscuridad por la que se desplaza la cola del cometa: poesía. De lo que habla el poema de Garcés no es sólo del muchacho de vacaciones a la orilla del río, sino de todo lo que le rodeaba, personas, cosas, elementos del paisaje, en una vida íntima de la acción a la que ninguna representación del tiempo había suplantado todavía con narraciones interesadas.

Sea como sea, la historia y su lógica pública vencieron sobre la acción íntima del tiempo. Y el poeta que se observa a sí mismo y a su vida desde la distancia de un otero lejano (la Barcelona de 1940 y después la Lima en la que vive y recuerda desde los años cincuenta y en la que murió en 1978) reconoce la fatalidad de un “destino desgarrado”, como dirá en un verso de “Otoño”, el poema que abre su último libro, y también el momento en el que la inocencia —la inconsciencia— de la pura acción del tiempo quedó clausurada para siempre.

La guerra, además, supuso para los Garcés una amarga situación familiar. Como atestiguan sus dos primeros libros, Peregrinaje, 1938, y Primer Romancero del Recuerdo, 1939 (ya se trataba, pues, de un peregrinaje reconocido como tal y de una vida entre recuerdos), Julio se acercó desde muy joven al ensueño épico e imperial de la Falange; mientras tanto, sus hermanos mayores eran detenidos (Antonio, el matemático, involucrado en acciones políticas de los docentes de izquierda, encarcelado). Esto provocó una condición ambulante en busca de zonas para ellos más despejadas, de Madrid a Zaragoza (por eso fueron impresos allí esos dos primeros libros, muy iluminados de luceros y muy aromatizados por Lorca, Alberti y Juan Ramón); de Zaragoza a Alicante y, finalmente, Barcelona. No fue, sin embargo, en Zaragoza, donde se conocieron Julio Garcés y Juan-Eduardo Cirlot, el amigo más determinante para su poesía y su vida barcelonesa, pese a que Cirlot se encontraba a comienzos de los cuarenta en la capital aragonesa cumpliendo (por segunda vez) el servicio militar. Parece que fue, eso sí, un erudito archivero zaragozano, don Manuel Abizanda Broto, quien los presentó. César González-Ruano, en su Nuevo descubrimiento del Mediterráneo, recordaba haber conocido en Barcelona y en 1943 a Cirlot y a Garcés junto a Ramón Eugenio de Goicoechea (primer marido de Ana María Matute), Manuel Segalá y algunos otros —Monsuárez de Yoss, el pintor Pedro Pruna, Luys Santa Marina, Ángel Zúñiga, etc.—. Ese de 1943 sería además el año clave en el que comienza a constituirse el grupo de poetas de orientación irracionalista o, según los casos, declaradamente surrealista que iría ganando importancia en aquella Barcelona recién salida de la guerra y a la que hoy vemos ya (y nos ayudó a verlo Dolores Manjón-Cabeza Cruz: “Poesía en castellano en Barcelona, 1939-1950”, UNED, 2007; “Poesía de posguerra en Barcelona”, Revista de Literatura, CSIC, 2008) como uno de los núcleos en que más tempranamente se reconstituyó la modernidad literaria de preguerra. 1943 fue el año del regreso a Barcelona de Cirlot, el de la instalación de Ruano en Sitges y el de la insistencia de Juan Ramón Masoliver para que Dionisio Ridruejo se asentase en Cataluña (al año siguiente se casaría con la catalana Gloria de Ros) cuando fue deportado. O sea, que pese a la mitología que triunfó mucho después, los vencedores que habían entrado en Barcelona en enero de 1939 (entre ellos los escritores, más o menos cerca de Yagüe y no en un sentido figurado) alentaron desde pronto un neo romanticismo que llegó a ser un estilo de época. Los polisones litografiados en los viejos anuncios de periódico que aparecían recortados en los collages de Max Ernst y que se habían presentado en Madrid en 1936, reaparecían ahora en versos, relatos y pinturas con el enrarecimiento de las casas abandonadas donde duermen antiguos maniquíes. Por cierto que esos collages de Ernst, tan evocadores de las salitas de antaño que ahora se habían vuelto inquietantes o siniestras, dejaron honda huella española pero quizá en nadie tan honda como en Alfonso Buñuel, que había conocido a Ernst años atrás en París y se habría de convertir en el mejor introductor de Cirlot al surrealismo a través de la biblioteca que conservaba de su hermano Luis en Zaragoza, en la que dio entrada franca a Cirlot durante sus años de soldadesca.

La orientación de Garcés hacia el surrealismo vendría algo después de la amistad con Cirlot pero también de su lectura de Vicente Aleixandre, de quien fue corresponsal toda su vida. Luego, cuando la publicación del libro más plenamente surrealista —Poesía sin orillas, 1946— quizá, más que Aleixandre, pesara la pasión terráquea y material de Neruda. Hasta ese libro, Garcés publicó (además de El amor brujo, impreso en 1942 extravagantemente sobre una lámina de madera de plátano, y la Oda con dos poemas musicales de José Roca, al año siguiente) otro dos: Gris, en 1942, impreso por Zamorano, y Odas, en 1943 y en la colección Barca Nueva de la editorial Berenguer, que dirigía su amigo Manuel Segalá. Si no fuera por un poema, “Ciudad de la noche”, Gris sería un mero libro recopilatorio de poemas de transición, sonetos en general (Julio también era amigo de los poetas de Garcilaso y la Juventud Creadora), muy acabados. “Ciudad de la noche” habla de Barcelona, una ciudad nocturna, húmeda, negra, “alejada del brillo de los trigos, / extraña al sol, al viento, a la llanura”. De manera que el poeta se siente ya desdoblado, “olvidado de sí”, del sí mismo al que tiene por verdadero y, por tanto, refugiado, replegado, “todo interior metido entre mis brumas, / lejos del sol que rompe los paisajes.” A partir de entonces su aventura poética será eso, una búsqueda, una quête de esa memoria que no puede ser invocada de propio intento por la voluntad —que la destruiría bajo la lógica narrativa de sus representaciones— sino solamente alumbrada por unos relámpagos discontinuos y caprichosos a cuyos fogonazos de resplandor brota el canto.

Entre las Odas, ilustrado como Gris por Ramón Rogent, otro habitual de Sitges, hay sin embargo retratos que dan noticia de la vida exterior de Garcés. Hay, por supuesto, una Oda a Celtiberia, muy mitográfica (un psicoanalista diría que consiste en la sublimación mitográfica de una carencia o una pérdida) y sobre todo hay esos retratos y homenajes a Ramón Eugenio de Goicoechea, al propio Rogent, pero también a Carmen Laforet y a Linka Babeçka, esposa del pintor Pedro Borrel, que había llegado a Barcelona tras la ocupación rusa y alemana de Polonia y a quien está dedicada Nada. Sobre esta célebre novela hay que decir algo en relación con Garcés. Fue escrita—lo contó su autora—entre enero y septiembre de 1944, cuando Carmen Laforet vivía ya en Madrid (Anna Caballé conoce como nadie su vida y nos ha dado su biografía). Pero de 1940 a 1942 trató a aquellos poetas más o menos visionarios que se reunían en las tabernas cerca del puerto o de la Plaza Real y luego, ya con Cirlot, acabarían componiendo poemas a tres o cuatro manos siguiendo la receta del cadavre exquis de los surrealistas franceses (Enrique Granell publicó un estupendo artículo sobre estos convivios tabernarios y en especial sobre uno de ellos: “Maranatha. La Leona en la Barcelona de los años cuarenta”, en el catálogo de la exposición Ciudad de ceniza. El surrealismo en la posguerra española. Museo de Teruel, 1992. Y luego unos cuantos de estos poemas colectivos, bajo el título de “Poemas de La Leona”, en el de la exposición Mundo de Juan Eduardo Cirlot, IVAM, 1996). Pues bien, del cruce entre los rasgos de unos y otros, entre ellos los de Garcés, salieron muchos de los personajes de Nada, al menos si hacemos caso del artículo que publicó el 16 de junio de 1952 en El Correo Literario Ramón Eugenio de Goicoechea. Y es verdad que la oscura Barcelona de Nada se ve enseguida que es en gran parte la de Nebiros, la terrible y única novela de Cirlot que hemos conocido hace poco, y la ciudad “moldeada con ceras amarillas” que veía con su tristeza de exilado Julio Garcés en “Ciudad de la noche”.

Poesía sin orillas, de 1946, fue su poemario quizá más redondo, como se dice siempre, pero también aquel en el que el estilo—el surrealismo hecho estilo—llega a sublimar o a suplantar con una obra de arte tan acabada como una joya (Juan Ramón Masoliver hablaría de Garcés como de “il miglior fabbro” entre aquellos jóvenes poetas) el dolorido sentir que supura de otros poemas, acaso no tan terminados pero puede que más vívidos, más vivos. Aun así, lo que se dice es cierto, aquí están los perfectos y cadenciosos alejandrinos (o aleixandrinos) versos de “Narciso”, rematado testimonio del desdoblamiento (“Me admiro fríamente como a un desconocido”), los “Pájaros tristes” que como los dedicados por Cirlot a Pilar Bayona hacen homenaje a Ravel, el “Homenaje a El Bosco”, los “Tres poemas a Pablo Neruda” y, entre los demás, uno, “Entonces”, en el que deshaciéndose de la codificación estilística, una voz alcanza a cantar con una admirable claridad anti retórica:

 

Padre: yo quiero hablar sencillamente de mi infancia,

de las altas murallas de un  tiempo transparente

 

Poco después, el individuo exterior, el ciudadano Julio Garcés, se alejaría para siempre. En 1949 había conocido en Barcelona a una bailarina peruana, Esther Desmaison, de gira con un ballet universitario por Europa. En 1950 Julio viajó a Caracas, a integrarse en una compañía de aviación dirigida por su hermano Luis. En 1953 y una vez casados a distancia, por poderes, cuando Esther ya era primera bailarina de los ballets nacionales, tras desechar Caracas se instalaron en Lima, en el barrio de Miraflores, donde habría de vivir hasta su muerte en 1978. Su lejanía, la lejanía de sí mismo, se hizo por tanto real, objetiva, física. Volvió a España en tres ocasiones, en 1963, en 1970 y en 1976. Sus versos ya habían quedado en varias antologías, la primera la de Ruano  (Gustavo Gili, 1946) y luego las de Díaz-Plaja (Labor, 1948), Azcoaga (Periplo, 1953), Millán (Aguilar, 1955), Sáinz de Robles (Aguilar, 1955), incluida la peculiar Antología poética del barrio chino, de Abel Iniesta (1949). Cirlot le había dedicado un “Retrato abstracto de Julio Garcés” y Manuel Segalá una “Oda a Julio Garcés”, antes de partir él mismo hacia América. En Lima no publicó versos y escribió muy pocos; dedicado a las tareas diplomáticas recibió y acompañó a todos los invitados españoles que aterrizaban allí; José María Alonso Gamo lo llamó para las tareas de la embajada, en la que desde 1961 le sucedería como agregado cultural. Con él hizo una amplia antología de literatura española en cinco volúmenes (Festival de la literatura española, Tawantinsuyu, Lima, 1961) y, firmada con las iniciales “J.G.”, otra de Doce poetas españoles (Minerva, Lima, 1971). Pero “un poeta —según me dijo su hijo Marco Antonio que decía en casa— necesita para serlo no tener nada que hacer”, es decir, no sufrir la ansiedad de cumplir con las exigencias de exterior alguno.

En Los poemas de San Polo están sus versos más hermosos, los más privados, los menos condescendientes con la historia literaria o con el escalafón de la poesía (para el que importan las clasificaciones, los estilos, las características), precisamente esas exigencias cuya falta de cumplimiento quizá desaconsejó treinta años atrás su publicación, cuando el joven poeta todavía podía sentir alguna urgencia por hacerse reconocible en la sociedad literaria. Ahora, ya, qué importaba. Los ocho cantos de “Numancia” alcanzan una de las cotas más altas, me gusta decir a mí, de la poesía española en ya veríamos qué estilo o en cualquier estilo de la segunda mitad del siglo xx. Y Los poemas de San Polo son un regreso al edén abandonado una vez que el hombre exterior apenas si tiene ya personalidad pública que contradiga la vida interior. Por eso son también una despedida a todos los exteriores de la vida, de la historia, del lenguaje público y político, de las exigencias del teatro social:

 

Adiós desde la soledad

Adiós desde mi hijo adiós

Desde los días disputados

Desde noches enteras de recuerdo

Adiós desde la Cruz del Sur

Adiós desde el desván lejano donde espero.

                                   (“El árbol en la tierra”)

 

No es extraño, pues, que los versos rindan homenaje ahora a un poeta tan lejano de cualquier irracionalismo o automatismo surreal como Antonio Machado. (Pedro Salinas decía que Machado dice lo que hace y hace lo que dice). La “Elegía a Antonio Machado en la márgenes del Duero” sustituye en Los poemas de San Polo al afán por encontrar en un código lingüístico y estilístico deliberadamente ilógico y extraño como el surrealista el cumplimiento poético del deseo, la redención de todas las discontinuidades de la vida. Algunas partes de “Numancia”, el poema central del libro, al que los demás arropan como una especie de cortejo, habían sido adelantadas en revistas al menos desde 1948; ahora aparecerán sin responder al acoplamiento con la historia literaria que suele avalar con la lógica de su narración el enaltecimiento de unas obras y el desmerecimiento de otras. Ahora, cuando ya no es tiempo para el poeta de historias ni antologías, aparecerán estos estremecidos versos que muy pocos leerán, perdida la ocasión y el momento que podrían haberlos justificado en la legalidad de la historia literaria. Casi todos vienen a ser un recuento, un catálogo —así se titula uno de ellos, “Catálogo sentimental”— de objetos y paisajes de su vida esencial:

 

Os llamo enamoradas amatistas

Os llamo inconfesables alamedas

                                   (“Catálogo sentimental”)

 

Mi nombre es soledad mi nombre es nieve

Mi nombre es un pasado de ciudades

Mi nombre es el jardín donde respiro

Lejano y solo y blanco y apartado

                                   (“Mi nombre es ayer”)

 

                                                                      ***

 

La verdad es que nunca he sabido el efecto que me hubieran hecho los versos de Garcés si yo mismo no me hubiera alejado de la ciudad en que nací y pasé mi infancia —la suya misma—. Y me acuerdo de que, al menos antes, en Soria, de los paisajes en torno a la ciudad que aparecían trazados en los poemas de Antonio Machado, nadie o casi nadie se atrevía a decir que fueran una cosa —un objeto fabricado por el arte, una imagen— y los paisajes reales, hechos de aire y tierra y luz, fueran otra, apenas aprehensible en su singularidad real (“individuum est inefabbile”, decían los escolásticos). Y no ya porque los paisajes machadianos apuesten a conseguir justamente eso, la abolición de la frontera entre el arte y la realidad y logren como ningunos otros el efecto de que la realidad ha pasado al arte sin solución de continuidad y en condición de pura transparencia; los sorianos creíamos, y quizá haya quien lo crea todavía, que vivíamos en los poemas de Machado. Mi lectura de Garcés, no estoy seguro de que se haya despojado alguna vez de esta especie de inocencia. Cuando leo sus versos, mi paisaje es el suyo, mi vida en el tiempo comprende la suya, mi vida sin tiempo se acopla a la suya sin apenas esfuerzo de traslación. No he podido nunca leer sus poemas completamente desde afuera de esa privacidad. Y sólo mucho después de conocerlos creo que he podido tener una idea más o menos libre, distante —o sea, un juicio— acerca de la talla de este poeta del que sólo podía hablar con muy pocos. Pero entonces su valor ha crecido.