Después de la segunda edición, ampliada y revisada, de su poesía completa (1985-2012) Seguro que esta historia te suena, aparece Las luces interiores, nuevamente en la editorial Renacimiento (2013), un  volumen pequeño, homogéneo y breve, algunos de cuyos textos ya estaban entre los inéditos de su poesía reunida. Coincide, además, la publicación (no sé si es sólo una casualidad o si es un pacto tácito entre ambos) con la vuelta de otro de los epígonos del género del denominado realismo sucio, Roger Wolfe, que nos trae Gran esperanza, un tiempo, también en Renacimiento.

Afortunadamente, y contra el pronóstico que él mismo hiciera, Iribarren no ha dejado de escribir. Tampoco es responsable, en ningún caso, del mito que lo envuelve. En Las luces interiores, al igual que en Atravesando la noche, Iribarren se desmarca cada vez más del realismo figurativo de sus primeras obras, para acercarse más al concepto del haiku: esto supone vaciarse, reflexionar hasta un punto de transcendencia, y condicionar la experiencia de ese instante descrito a una cota de elevación vital máxima, lo cual requiere una rápida transcripción escritural de la imagen. Recurso del que ya hicieron uso autores tan frecuentados por Iribarren, como Kerouac (Libro de Jaikus).

La expresión poética de Iribarren es, por tanto, un fogonazo existencial. Recoge al inicio del libro una cita de Manuel Machado: Lo importante / es el instante / que se va. La inmediatez del mensaje hace del sujeto autobiográfico una vivencia comunicativa. El que escribe (el hombre textual) lo hace como testigo, como observador pasivo: es alguien que selecciona estampas o secuencias de la vida conforme a los pequeños estímulos diarios. Y las atribuciones que Iribarren hace a esa personalidad literaria son, en esencia, afectivas: divagaciones o ensueños, como Pessoa cuando afirmaba: He llegado a ese punto en el que el tedio es una persona, la ficción encarnada de mi convivencia conmigo mismo.

 

“Todo puede suceder en un poema: lo cotidiano, sí, pero también lo deslumbrante, e incluso ambas cosas a la vez”, dice Iribarren en el libro Otra ciudad, otra vida. Y es toda una poética. El tono directo entrega el poema: hace extraordinario lo cotidiano. Escribe sobre el fracaso de vivir, en la frontera que separa la poesía de la anécdota. No pretende pasar por un lúcido analista de la sociedad contemporánea: no hace observaciones apocalípticas al estilo de Roger Wolfe, que antes mencionábamos. No es tópico, sí contundente. Lo que le sucede es siempre tangible y conforma una delimitación vivencial. Hay, en todo ello, un estado de felicidad puntual, una serena aceptación de la fragilidad de lo vivido.

Si bien se les achaca a sus últimos libros dados a la imprenta, una mayor tendencia melancólica, pues da la sensación de que muchos de los poemas son apuntes, anotaciones, textos sin acabar: obviamente, no es así, acogen un sentido de conjunto. La disciplina de Iribarren en el momento de escribir es la ir retirando piezas, la de ir construyendo el poema desde la desaparición del mismo: escribir como quien no lo hace, yendo hacia lo innato y lo esencial: sigue el curso de la vida misma, quita más que pone. Todo en sus poemas parece hecho de nada; su talento no necesita exhibirse. En ese levedad, en ese minimalismo, engañosamente simple y directo, Iribarren tiende la mano de la emoción. Es descarnado, práctico: el poema es casi una advertencia, o si se prefiere,  un error, como en Las puertas (“Con las entreabiertas / hay que tener mucho cuidado, / suelen ponerse irresistibles”). El papel no se escribe, o se escribe poco, pero mancha. Iribarren tiene la maestría de hacer de la anécdota banal, de la anotación de paso, su legado poético particular: un antimundo demoledor, cuyo centro de destrucción es, muchas veces, él mismo. Escribe como diría Darío de Machado: Ha escrito poco y meditado mucho. Su vida es la de un filósofo estoico. Sabe decir sus enseñanzas en frases hondas. Escéptico, desengañado, incombustible, su escritura va de manera progresiva ramificándose y haciéndose más esquemática, más pulcra, llena de sí misma, tierna  e indefectiblemente contemporánea. Cada fragmento como una embestida, casi como un golpe que no se nota hasta mucho después. Una obra congruente, un único poema, que se une a Seguro que esta historia te suena.

 

Karmelo Iribarren, Las luces interiores, Sevilla, Renacimiento, 2013.