Esta entrega de uno de nuestros maestros en el cuento corto es un anecdotario literario, un herbolario más bien, semillero donde todo se conduce en una o dos páginas como máximo. Esa idea de recopilación de muestras aparece, incluso, en alguna de las imágenes que acompañan las páginas. Muestras que parecen esperar ser regadas, desarrolladas como una propuesta. De ahí la idea de falsa recopilación de ideas y muestras obtenidas en un taller de escritura creativa que nunca se realizó. José María Merino nos ofrece una sucesión de muestras, un breviario que, como aperitivos, puede no llegar a saciar, pero deja las papilas gustativas dispuestas. 

La sucesión de temas, aparentemente heterogénea, acaba tiendo un hilo conductor, unos hitos obsesivos a los que José María Merino vuelve una y otra vez. El paso del tiempo, el recuerdo de la infancia, los juegos de personajes (con afecto hacia el doppelganger, en la onda del cuento canónico argentino, de Jorge Luis Borges a Manuel Mújica Martínez), con su proceso de suplantación, el alter ego, un amigo, finalmente, de cultivo de un jardín con cientos de senderos que se bifurcan, o la escritura sobre la escritura, con guiños hacia Roberto Bolaño o Enrique Vila-Matas, con ese deseo expreso de situar los textos en un entorno de escritores, de premios, novelas inacabadas y editoriales. Un microcosmos que acaba, desde el clasicismo británico, a un lixiviado que incluye las andanzas de Julio Cortázar o Alejandro Bioy Casares. Nos encontramos muestras de inocente ciencia-ficción científica, una enorme cantidad de cuentos referidos a los sueños y sus respectivas derivaciones (este tejido en el que tan cómodos se encuentran los recuerdos y los muertos, una cita: «Los sueños son anteriores al lenguaje articulado»), anécdotas de lo cotidiano, que en una breve explosión, mutan hacia el absurdo, incluyendo chispas de oscuros manejos de aroma Beckeriano (Samuel, entiéndase). Un autor atrapado en la ciudad postmoderno y buscando siempre, el juego de la investigación y la contemplación de lo humano. Una ciudad dentro de la ciudad, una ciudad sumergida al modo del Madrid de Emilio Carrere, llena de aparecidos, con encuentros en calles, mujeres imposibles, caminantes sin nombre, vidas atrapadas en la enfermedad y la vejez. 

Entre esos hitos, esos islotes que ofrecen una coherencia en el discurrir del libro, está, sin duda, el mar. Un símbolo pleno que permite al autor y sus personajes identificarse con el infinito (el náufrago y sus tiempos), el misterio (cualquier cosa está permitida cuando se pierde la línea de tierra, pregunten a William Hope Hodgson), la obsesión entomológica (como parte de una tradición kafkiana, lógicamente), atrapados entre libros imposibles, casas viejas y polvo acumulado, que no deja de ser parte de ese tiempo perdido. 

Aparte del mar, que abarca y recoge, que es escenario y personaje, es inevitable destacar el interés del autor por la Inteligencia Artificial y Chat GPT, elementos ambos que aparecen en la parte final del libro, una y otra vez, de muy distintas maneras, pero todas con ese extrañismo porteño que, como diría César Aira, terminará con el nacimiento de los cuentos que se escriben solos. La multiplicidad de las historias artificiales como arenas de un desierto cibernético. Aquí encontraríamos algunas de las idas más recientes de autores renovados y renovadores como Jorge Carrión y, especialmente, Vicente Luis Mora. Un lejano futuro que traerá el pasado (con una referencia pop al ‘Planeta de los simios’ que hará las delicias de los amantes de la ciencia ficción clásica como es mi caso). Pero de ahí hacia El Quijote, con pequeñas burbujas que ponen en nuestra boca las posibilidades de la imaginación, más Stanislaw Lem que Philip K. Dick, incluyendo narrativas de asesinos virtuales, de cuentos artificiales premiados, de un mundo literario que sobrevive entre un éxito pasado y un abismo presente. 

No hacen falta muchas páginas, como he escrito al principio, para sembrar la inquietud para el lector. La penicilina de una literatura infectada de maquinaria serán, de nuevo, los sueños («Los sueños pueden tener esa asombrosa marea de verosimilitud») y el mar. Forasteros que se mueve entre la frágil tela de la realidad, siempre más liviana en el cuento que en la novela, así que, entre delirios gatunos e interpretación de los mundos paralelos, podemos bracear de la playa hacia el océano, como un avatar clásico, de niebla y accidente, de relación entre personaje y autor divinizado (Miguel de Unamuno pero también Grant Morrison) que acaba con el exabrupto de un lienzo en blanco. El cierre, que se percibe casi desde que uno se adentra en las primeras páginas, está centrado en el paso del tiempo, en la relación del autor con su edad, con ese señor que agarra a una mujer, confundiéndola con su esposa, los insertos clínicos, el futuro de cuidados paliativos, el abuelo Telmo, que acabará siendo compañero en la interpretación de ‘El día que me quieras’, ambos igualados por el final de la partida: «Debo salir de este siniestro sueño y cuando parece que el sueño se va difuminando, entro en una plácida, sólida, oscuridad». Final de partida, final de pasillo, un náufrago olvidado. El despertar (o no) del sueño último: «Sigo soñando, pienso, a ver si despierto de una vez. Sin comprender que, esta vez, ya no despertaré». Una obra de madurez, trufada de pistas y semillas, como he comentado al principio, pequeñas ofrendas, guías que, al germinar en el lector, lo llevarán a otros lugares de disfrute. ¿Un libro para escritores? Sin duda. En pequeños capítulos que tienden a la contundencia dentro de su brevedad. Un libro que permite sembrar en el lector la pasión por la vida. Porque leer es vivir y viceversa.

 

José María Merino, Yo y yo en breve, Madrid, Alfaguara, 2024.