Tema (arioso, con brío)
En varias de las solapas de sus libros, Conget o sus editores (por lo general, cómplices muy eficaces) han definido tres de ellos (Cincuenta y tres y octava, Vamos a contar canciones y Una cita con Borges) como “libros de difícil clasificación”. La solapa del último añade que “recoge algunos ensayos que parecen ficción y dos ficciones que parecen ensayos”, frase tomada del propio prólogo del escritor. Pero iremos viendo que no son los únicos casos de deliberada ambigüedad genérica… Es patente que al autor le place imaginar la sensación de perplejidad que asaltaría a un hipotético bibliotecario que debe clasificarlos y optar por “novela”, “ensayo” o “autobiografía”, pues de todo tienen algo.
La indefinición le permite manejar a su sabor las reglas del juego, porque nunca son fijas. Al escribir Pont de l’Alma (2007), pieza netamente autobiográfica, Conget declara que el libro debería haber terminado en el momento feliz en que su mujer le ha anunciado su visita a París… y llega a su despacho unos segundos después de llamarle por teléfono desde la portería. Es un final feliz casi canónico porque “las novelas y el cine nos han acostumbrado al montaje y las elipsis y algunos encontramos irritante que la vida no imite también al arte en este terreno”. Pero la vida sigue después del feliz encuentro y el libro todavía le reserva al narrador algún sinsabor parisino y, al hilo de un poema de Verano inglés, de Guillermo Carnero, una impresionante declaración de amor (que es, sin duda, otro finale in bellezza). La labor de ordenación y acicalamiento la realiza nuestra memoria y, en consecuencia, “si nuestro pasado participa de la irrealidad de la ficción se debe a que lo hemos sometido a un proceso de fabulación, selección y desfiguraciones no muy distinto del que el novelista ejerce sobre su material”. A eso se le llamaba antaño “literaturización de la vida”, pero ¿por qué no lo llamamos “vitalización de lo literario”? ¿Qué fue lo primero? A fin de cuentas, ¿lo ha sido la experiencia personal, que nos hemos complacido en contarnos, desfigurando aquí, exagerando allá? ¿O lo han sido las muchas experiencias leídas que ha teñido la percepción nuestra intimidad, otorgando una suerte de sentido a su sucederse, dándole a veces el énfasis de una música de fondo o suspendiendo su transcurso en el punto que nos parece de plenitud?
Habitamos la literatura con la misma inevitabilidad (o perplejidad) con que habitamos la vida. Uno de los libros que se han citado más arriba, Una cita con Borges (2000), viene precedido de un prefacio, “Un libro con textos de pie forzado”, que en principio parece justificar que el volumen se componga de escritos que obedecieron a encargos. Pero como huelga hacerse perdonar tal cosa, Conget ha repasado allí con notable desenvoltura la historia universal de la autoría de libros desde que, acabados los tranquilizadores mecenazgos, surgió la “orfandad romántica” de los creadores, que fue madre fecunda de “malditismo, bohemia, dandysmo y otras marginalidades”, siempre consolatorias de aquella pérdida. Pero, incluso cuando el mercado se hizo más frondoso y acogedor, los obstinados escritores no abandonaron las formas de su automitificación. El escritor mismo es literatura, y ésta es inevitablemente contagiosa. Allá donde va, porta su equipaje de citas, su permanente sensación de que la vida tiene una trama que se desvela y que todo el acontecer está preñado de efectos finales in nuce. Y quizá el último y modesto refugio de la automitificación sea vivir conscientemente bajo el dominio de una suerte de metaliteratura, o mejor de panliteratura, que es saber que escribimos lo que ya se ha escrito, y que uno se fuga de géneros, ritmos y metáforas para, casi sin saberlo (o a conciencia feliz de hacerlo), reincidir en unos y otras.
Algunos de los textos de Una cita con Borges se complacen en demostrar que la panliteratura tiene poco de heroica: ¿cómo puede sobrevivir, por ejemplo, la legítima vanidad del autor a lo que Conget cuenta en el texto “De dobles y homónimos”? Al parecer, sus alumnos españoles le encontraban parecido a Woody Allen, pero en Estados Unidos, mucha gente también empezó a confundirle con Salman Rushdie y aquello generó alguna situación embarazosa y, a la larga, el fortuito y fugaz encuentro con su presunto doble. Pero la más hilarante de las confusiones de personalidad fue una simple, aunque enojosa, homonimia: la que en varias ocasiones jocosas le emparejó al obispo José María Conget y que culminó en el trueque de la fotografía que ilustra el artículo “Conget, José María” en la enciclopedia Espasa, donde aparece la severa efigie del purpurado en vez de la suya.
Hay otras confusiones más fecundas y placenteras de vida y literatura. El texto epónimo del libro, “Una cita con Borges”, es un estupendo ensayo sobre la función de lo erótico en la obra de Borges, patrono de todas las modalidades de panliteratura, pero… camuflado en forma de una carta personal dirigida al autor por una antigua alumna suya, que un día descubrió la escritura de Borges, se sintió llamada por él y decidió estudiar el tema del amor en su obra: desechó la interpretación psicoanalítica tan habitual (que siempre habla del edipismo borgesiano) y la platónica, que presupone su impotencia. Ella sostuvo que, en verdad, fue un hombre ardientemente enamorado y tiene motivos para creerlo porque la joven se llama tal como firma al final de la misiva. La laboriosa alumna es… Matilde Urbach, y todo lector de Borges recordará entonces aquel dístico inolvidable, “Le régret d’Héraclite”, en la sección “Museo” del libro El hacedor: “Yo que tantos hombres he sido, no he sido nunca / aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach” (Borges finge que se trata de la traducción de un poema que está atribuido a Gaspar Camerarius en unas improbables Deliciae Poetarum Borussiae). La ficción-ensayo de Conget está fechada en “Sevilla, 1999”, año del centenario de Borges, y dedicada a Juan Bonilla “en recuerdo de nuestras conversaciones sobre Borges por las calles de Manhattan”.
Sucede, sin embargo, que el precito Juan Bonilla es autor de un libro, El arte del yo-yo (1996), que incluye un divertido artículo sobre la identidad de Matilde Urbach. Nos cuenta que la averiguó por intercesión de un tal Francisco Balasz (un argentino de apellido magiar), que a su vez preguntó a Bioy Casares, quien le dijo que la pista estaba en una de las reseñas que el joven Borges hizo para la revista El Hogar; allí, en efecto, elogió una olvidada novela de William Joyce Cowen, El hombre con cuatro vidas, que contaba la historia de un soldado alemán que llegó a morir cuatro veces a manos del mismo enemigo británico. Esa reseña existe, pero no menciona a ninguna Matilde Urbach, ni lo hace tampoco la novela, aunque todo diga mucho de la imaginación juguetona que es prenda de Bonilla; esa superchería tan bien tramada ha llegado –en forma de nota a pie de página- a la última edición de las obras completas de Borges. Si el lector quiere pasar una tarde, inútil pero amena, no tiene sino teclear en internet los nombres de Bonilla, Matilde Urbach, Gaspar Camerarius, José María Conget o Juan Francisco Ferré y podrá considerarse ya uno de los innumerables pretendientes en cuyos brazos jamás se desmayó Matilde Urbach pero que hicieron lo posible por darle vida literaria.
Variación I: Andante
Escribir es un riesgo que se paga. “Contar”, como prefiere decir Conget, no lo es tanto: viene a ser como el estado previo de la literatura, el momento de felicidad en que algo nos revela que esconde una trama. “Saber contar” es hacer emerger sentidos en lo que aparentemente no lo tuvo, buscar la deriva que va del testimonio a la invención (sin advertirlo al lector), llevar las cosas de estado original de suceso al aliño armonioso de relato. Que la literatura puede ser un efluvio de simpatía, un modo de entenderse, lo explica “Agradecimiento”, otro texto de Una cita con Borges, que nos habla de cómo Raymond Carver, aquejado de astenia literaria, descubrió la lectura de Antonio Machado y recuperó las ganas de escribir, y de cómo –algún tiempo después- un Conget en estiaje leyó a Carver con el mismo benéfico resultado. ¿Y si la literatura y el contar fueran formas de agradecer que vivimos, que alguien nos está leyendo, que alguien nos enseñó a narrar las cosas?
Es inevitable hablar ya del estatuto semiautobiográfico de las narraciones de Conget. Empezó por ser muy directo: lo que hoy llamamos Trilogía de Zabala (quadrupedumque, Comentarios (marginales) a la guerra de las Galias y Gaudeamus, 1981-1986) sigue siendo la más divertida y desengañada crónica del peculiar sesenta y ocho español que, en los más diversos escenarios, revela siempre la ciudad de provincias que hay detrás de la educación sentimental de los españoles que tenían veinte años en aquel trance. Después, Todas las mujeres (1989) es la novela que tiene más deudas cortazarianas, la más cronopiesca (o cronopia) de sus obras y la primera en poner en primer plano el fracaso en que desembocan el egoísmo y la impericia vital. Palabras de familia (1995) es el relato más intenso de este primer ciclo y que su título invoque aquellas “palabras de familia, usadas tibiamente” de la famosa “Arte poética” de Gil de Biedma, no deja de enunciar un propósito expiatorio muy claro (y muy vivo en el poeta inspirador). Trata de la vida rival, paralela y complementaria, de dos hermanos, Raúl-Jimmy, escritor frustrado, que ha quedado anclado en Zaragoza, donde escribe un diario, y Juan Carlos-Charlie, que ha escrito alguna novela, es profesor en Londres y maquina y comete su suicidio. El progresivo avance de los elementos trágicos sobre los cómicos anticipa ya el rumbo escarmentado y algo cruel de los últimos relatos del autor. Ignacio Martínez de Pisón, excelente prologuista de la edición conjunta de la Trilogía, ha llamado la atención sobre una frase de Utis, la voz interior de Zabala en quadrupedumque: “Qué se puede decir si no se dice todo, para eso se escriben las novelas”. Esa ambición, que era tan de su tiempo, ha ido cediendo en su empeño porque el material autobiográfico es de naturaleza fácilmente combustible y hay que ahorrarlo. De ese modo, los brillantes fuegos de artificio narrativos dan paso a un estilo más diáfano, donde el narrador se divierte estando unas veces en el relato y otras fuera, ralentizando el flujo de los acontecimientos o acelerándolo, controlando todo y proponiendo las citas literarias y fílmicas que identificamos complacidos. De la novela hemos pasado a contar.
Parecida evolución se advierte en la memoria de las casas que el autor habitó, un género curioso pero no infrecuente, que suele reflejar en otros la profunda soledad o la vanidad incurable. Quizá también la necesidad de hacer menos abstracto y más tangible el recuerdo. No hay en los textos de Conget ni lo primero ni lo segundo, pero sí mucho de lo tercero… 10, Rillington Place, breve recuerdo de su domicilio londinense, se escribió en 1999 para la revista La Expedición y se complace en averiguar, sin petulancia alguna, los inevitables estratos históricos de toda vivienda y decir algo ingenioso sobre los avatares cinematográficos de Londres. Allí habitó en un inmueble que se había construido sobre el solar de otro donde moró un asesino en serie, cuyas andanzas evocó un filme no muy conocido; sólo al fondo se advierte la historia de un hombre y una mujer muy jóvenes que se turnaban por las noches en la tarea de dar biberones a su hijo. Cincuenta y tres y Octava se escribió tres años antes y es, de punta a cabo, una despedida, más emocionada que melancólica, de Nueva York. Y el edificio Encore, cuya planta decimotercera acogió a los Conget, es curiosamente el mismo que en Hasta el fin de los cuentos trae tantas tribulaciones a Martín Artal, como veremos al final. Pont de l’Alma –recuerdo de año y medio en París- es otra cosa, nada ajena a que, en vez de una dirección particular, se evoque una referencia urbanística y, sobre todo, a la homonimia que se produce entre el vocablo español “alma” y la olvidada batalla de la guerra de Crimea que dio nombre al puente. Aquí, el personaje de Conget es invasivo y dominante, cabreado a veces, maledicente casi siempre. Y París se limita a ser un simple fondo sin demasiada realidad contable, idéntica a su imagen de postal. No deja de ser revelador que, en aquella estancia parisina, Conget tuviera en el telar, pero sin añadirle una línea, su novela más desazonante y reciente, La bella cubana. Comparte con ella la misma opresiva sensación de que hay vidas erróneas, o errores que destiñen su agria sustancia sobre toda una vida. Al protagonista de la novela le cuesta la vida; al de Pont de l’Alma, el padecimiento de tres episodios de cojera, la rebelión de un contestador automático (y hostil) y la sensación de una incómoda impotencia profesional: un jefe siempre ausente, un dominio del francés que siempre resulta precario, el trato con pintorescos editores y una complicada fauna literaria (el editor B, que ofrece una cena miserable en su casa; la viuda de Witold Gombrowicz, que lo confunde con Jorge Herralde; la innominada novelista mexicana que ataca a Roberto Bolaño, su compañero de mesa redonda; un Vila-Matas siempre silencioso y un Juan José Millás semisecuestrado por sus admiradores lacanianos).
Variación I: giocoso assai
En 2010, cuarenta años después del apogeo de las formas pop, escribía en el preliminar de Espectros, parpadeos y shazam!, que “no creo en la decadencia actual de la literatura, el cine contemporáneo me parece tan interesante como el llamado clásico, y leo tebeos, antiguos y modernos, todos los días”. En rigor, Conget defiende su resistencia a haber sido profesional de algo y su derecho a ser amateur de todo. Por eso no le asusta la fidelidad sentimental al pasado próximo y, en rigor, sabe muy bien que su disfrute –al margen de las modas (que también las hay académicas…)- tendrá su mejor plasmación no en un severo ensayo sino en “una charla entre amigos que de vez en cuando se permiten exabruptos”. Es una marca de su tiempo: “De joven prefería, o tenía para mí más potencia la literatura (o el cine) que la vida”. Fue el momento de lo que en Francia se llamó la cinéphillie, heredera de mucha sustancia popular aunque hoy la asociemos más a los dogmatismos de Cahiers du Cinéma, o a las pedanterías de Jean-Luc Godard, que Conget aborrece tanto como desprecia la cinefilia, cursilona y de andar por casa, de José Luis Garci. Y fue el tiempo en que la expresividad de los tebeos se ponía en los cuernos de la luna: Terenci Moix la descubrió porque había leído muchos y le dedicó un libro precioso de título pedante, Los cómics: arte para el consumo y formas pop. Conget añadió a la lista la devoción por Emilio Salgari (que comparte con José María Guelbenzu) y su entusiasmo por Guillermo Brown, de Richmal Crompton (que coincide con el de Fernando Savater).
Está convencido, y nadie podría rebatirle, de que esa vela de armas literarias persiste al fondo de las responsabilidades morales que hoy asume y que se enlaza, sin pudor, con ciertas vivencias de la lava ardiente de lo que después ha leído. Todos crearon “tactos y temblores del recuerdo que sólo están escritos en mi memoria y que nada plagian ni reproducen (aunque su propia “originalidad” deba acudir a la literatura para afirmarse)”. Por eso, el título de Espectros, parpadeos y shazam! se acoge a citas implícitas de Walt Whitman (lo tocante a la literatura), Antonio Martínez Sarrión (el reino del cinema) y al conjuro que convierte en Billy Watson en el capitán Marvel (que abre el mundo de los tebeos). Al frente de la sección de los “Espectros” literarios de los que habla, bien están las palabras de Walt Whitman, que tanto sabía de recuentos, jactancias y fantasías absorbentes y entusiastas: “No observes desde los ojos de los muertos, ni te alimentes con los espectros de los libros”.
Siempre se escribe después de algo… El desengaño es, al cabo, el origen de la literatura que vale la pena. Se produce cuando se ha amortiguado su entusiasmo invasor y ha pasado a ser la receta que pone una porción de gozo irresponsable a las ganas de hablar de ello, sin perder de vista la irrebatible existencia de la realidad y sus estragos. Supongo que fue el estado mental en el que Cervantes escribió la segunda parte del Quijote, la de 1615, donde nos domina la sensación de que disfruta escribiendo y lamenta el momento de tener que dejar de hacerlo. Los textos de Conget albergan ese fondo de optimismo cervantino, escarmentado y lúcido: son lugares donde se habla de todo y se dialoga con todo.
Variación III: allegro vivace
Vamos a contar canciones (1999) es, pese a su brevedad, el artilugio de Conget más cercano a la autobiografía directa y, quizá por eso, uno mis predilectos. El título evoca el de una canción infantil: “Ahora que vamos despacio, / vamos a contar mentiras…”, tales como que “por el mar corren las liebres, / por la tierra las sardinas”, según sabemos todos. Y que la obra tiene algo de autobiografía colectiva nos lo recuerda ese imperativo “vamos”, que se reitera dos veces en la rondalla infantil.
A la primera historia le antecede un título prestigioso, “Digasme [ora] ese cantar”, que hay que tener muy presente al leer el texto. Porque Conget, que se recuerda canturreando por una calle de Nueva York la “Zamba de mi esperanza”, camino de su casa, es descendiente del marinero que al mando de aquella nave de velas de seda cantaba una canción tan bella como desconocida. Y el viandante, argentino sin duda como la música, que le preguntó si él también lo era, viene a ser aquel Conde Arnaldos que, halcón sobre el guante, iba a cazar cuando oyó la canción. Y es que cantar y contar no son hechos que acaban en el cantor o el contador sino que están hechos para hacer corro de adictos. Como sucede con la pegadiza melodía de “Doce cascabeles”, a cuyas notas ramplonas pero euforizantes se unen el recuerdo de un padre que era cantarín y de un hijo que le imitaba, ambos por la carretera que va de Borja a Maleján (la canción tuvo parte importante en la novela Hasta el fin de los cuentos, que veremos enseguida). Todos son ritos del sentimiento: la gramola donde oyó las primeras canciones grabadas, las actividades canoras del colegio de jesuitas, las canciones francesas de los últimos sesentas (Françoise Hardy o Catherine Deneuve)… Al espléndido final, escrito entre nostalgias neoyorquinas, le pone música una canción de Compay Segundo (“Chan Chan”) que oyeron el escritor y su mujer en la ciudad americana poco antes de volver a España y que ahora escuchan en Sevilla, donde van a vivir: no hay más que una orilla, una vida, sólo “la verdad exclusiva de la música”. Pero también tiene su importancia el retrato entrevisto de los dos oferentes, Maribel Cruzado y José María Conget, que “escuchan una canción con la alegría profunda de quienes creen que nunca, nunca jamás, volverán a decir adiós”. Y que quizá se perciben también como el Chan Chan y la Juanica de la canción, seres que van y vienen, cerniendo arena del mar para construir su casa.
Variación IV: aria da capo e fine
Pero casi todo lo que ha expuesto el primer apartado y han glosado las tres variaciones siguientes tiene su más cabal expresión en la novela Hasta el fin de los cuentos, escrita en 1992-1994 aunque publicada en 1998. Todo está allí: Nueva York como escenario predilecto y diríase incluso que como forma de un destino; la infancia –que es y no es feliz- donde se forma indeleblemente una manera de ser; el amor que es arrebato y constancia, pasión y método; la mujer, que es enigma, peligro y sabiduría; el hombre que suele ser ansia y torpeza; la poderosa imagen del cine negro norteamericano, de donde, sin duda, provienen esos amours fous que avasallan, ensalzan y humillan a sus voluntarias víctimas (pensemos, nada más, en La mujer del cuadro, de Lang; Perdición, de Wilder, y Retorno al pasado, de Tourneur: en Edward G. Robinson, Fred Mac Murray y Burt Lancaster). No deja de ser divertido que al guarda que protege a la Cucaracha se le dé el nombre de MacLaglen, como el duro actor que asociamos a las mejores cintas de John Ford, ni que los policías un tanto turbios se llamen Mitchum (por Robert) y Mazurki (pienso que por Paul Mazursky, actor, guionista y director).
Lo que importa, sin embargo, es que todo está contado por un implicado y no narrado por un autor independiente de su relato. Y que los cuentos se engarzan unos en otros mucho más de lo que en un comienzo pueda parecer, de modo que, al final, levantado el último telón de conjeturas, sabemos que el meollo de todo, el origen del mundo que se ha desplegado, es la relación de un hombre que cuenta y una mujer que exige cuentos y que apostilla, con su impaciencia a veces, con sus ideas propias otras, el libro que hemos leído. El exergo de Jorge Luis Borges, que habla de los confabulatori nocturnos, lo sitúa en la historia de la literatura universal: asistimos a un Decameron para dos personas (y un lecho sobre el que yacen castamente), o la situación estructurante de Las Mil y Una Noches en la que una Sherezade (que aquí es un hombre) aplaza con sus relatos la sentencia del rey Shariyar (que aquí es una mujer) que les espera: el abandono, quizá la muerte de su sueño, a la vez que propicia la recompensa que seguramente no tendrá. Porque los cuentos aplazan gustosamente la vida que nos espera y se suceden en esforzado turno unos a otros. ¿Llegaremos alguna vez hasta fin de los cuentos, hasta el apocalipsis que da título a esta novela de Conget? Este acabamiento se presagia cuando el narrador confiesa atribulado que “el cuento es un paréntesis y un paréntesis necesario para sobrevivir. Un paréntesis cuyo signo de cierre, lo confieso, hago todo lo posible por postergar”. Porque el cuento de nunca acabar es la tragedia implícita del cuentista… Fue el más sagaz de todos ellos quien inventó aquel cuento –“Éste era un rey que tenía tres hijas, / las metió en tres botijas / y las untó con pez… / ¿Quieres que te lo cuente otra vez?”- que se puede reanudar eternamente digamos sí o no a la pregunta.
No se formula ninguna pregunta al lector de Hasta el fin de los cuentos pero la estructura circular de la novela, donde todo se reanuda y empieza donde habíamos pensado que acababa, le espera en el final, nada feliz pero no desesperado. Todo ha surgido de otra pregunta importante que la abre: ¿quieres un cuento leído o un cuento inventado?, donde cuento leído vale por exposición de una historia escrita por otro -como las leyendas griegas que ya ha contado el narrador- y cuento inventado es aquel que se improvisa pero, al cabo, habla de quien lo hace. A este lector de Hasta el fin de los cuentos le queda averiguar también quién es el que cuenta cada cuento y quién es la que los escucha, cosas que Conget no dice explícitamente. Pero algo le hará sospechar que la historia que narra la primera encarnación de Sherezade –la del hombre, cuyo nombre no se revela, que se enamoró perdidamente de la bailarina de un peepshow y que se metió en toda clase de desdichas por volverla a ver y saber quién era- es, en rigor, casi la misma historia de Martín Artal, bibliotecario y lector compulsivo de Emilio Salgari, que dio en llamar “la perla de Labuán” a Mariana, una empleada del consulado a la que conoció en un cóctel y que, convertida en mujer de su vida (pero nunca de su lecho), le engañó miserablemente para obligarle a una peripecia de búsquedas detectivescas que tienen lo suyo de historia de tebeo (pensemos por un momento en el personaje camuflado, en pleno verano de Nueva York, bajo una peluca que remata un sombrero tirolés, como un nuevo Mortadelo en uno de los enmarañados casos de la T.I.A.). ¿Y cómo no reconocer los síntomas de esos naufragios en la historia del emigrante, recién llegado a Nueva York, que se arruina llamado por teléfono –siempre infructuosamente- a su casa de España? ¿Y en la historia que, ya al final de la novela, empieza a contar el protagonista del primero de los cuentos para prolongar también la presencia de su amada frente a él, en la mesa de un café?
En ese momento, nuestro lector ya no tendrá tampoco la menor duda de a quién se refiere la historia de “Amistad”, una preciosa estampa de un barrio modesto y semirrural de Pamplona, donde se trenza y consuma la amistad del narrador con José Fermín Irisarri y donde se habla de afectos y también de culpa. Y sabremos quién hay detrás del narrador de “Lima ya no existe” que cuenta el final desastrado de unos años pasados en la capital de Perú. En realidad, si “Amistad” es una pasarela que enlaza esta novela con Palabras de familia, “Lima ya no existe” conduce hasta la trama de la Trilogía de Zabala, a cuyo protagonista, Miguel Zabala, se atribuye la autoría del texto intercalado… Puede que Hasta el fin de los cuentos no sea la mejor novela de Conget pero es la que las explica todas y, sobre todo, el seguro mecanismo de su invención, el misterio del cuento de nunca acabar.