En las Crónicas de Bustos Domecq, ese paladín de la risa, la obscenidad y el kitsch que inventó en 1936 con su amigo Adolfo Bioy Casares, Borges imagina una pandilla de vanguardistas del siglo XX que apuestan todo a una idea —una sola, fulgurante y absurda— y no se detienen hasta extenuarla, y cuando la extenúan se jubilan, mueren o desaparecen de la memoria de los hombres. Como Picasso, Joyce y Le Corbusier, los “tres grandes olvidados” a los que están dedicadas las Crónicas.
Repasemos algunos nombres y hazañas de ese museo de luminarias desquiciadas. Ahí está el novelista Ramón Bonavena, realista fanático cuya obra magna, Nor-noroeste, describe en seis tomos un ángulo de la mesa de pinotea en la que escribe todos los días. Ahí, el caso de Nierenstein Souza, que inventa historias deliberadamente defectuosas “porque sabe que el Tiempo las pulirá”. Ahí están Loomis, autor de una obra que sólo consta de títulos, y el fundamentalista de los sabores Juan Francisco Darracq, inventor del primer restorán ciego. Y ahí viene el arquitecto Alessandro Piranesi, artífice de un “noble edificio que para algunos era una bola, para otros un ovoide y para el reaccionario una masa informe”. Otros excéntricos de pacotilla: el poeta Urbas, que presenta una rosa fresca a un certamen de poesía cuyo tema es “La Rosa”; el escultor Antártido Garay, que no expone volúmenes ni objetos sino el espacio que hay entre ellos, el aire, y también una plaza, y los árboles, los bancos, y “hasta la ciudadanía que por ella transita”.
Tres de esos genios idiotas prefiguran a uno de los personajes más célebres de la obra “seria” de Borges. Uno es el poeta Vilaseco, autor de una plaquette en la que repite el mismo verso siete veces, bajo siete títulos distintos. Los otros son Hilario Lambkin, crítico cartográfico que, empeñado en confeccionar un mapa de la Divina Comedia, descubre que el más perfecto es el que la reproduce literalmente, palabra por palabra, y termina entregando a la imprenta el poema mismo de Dante; y el grandísimo César Paladión, autor de una obra que incluye en “once proteicos volúmenes" todos los libros ajenos que se siente capaz de escribir. A esa estirpe de originales obtusos pertenece sin duda Pierre Menard, el famoso autor del Quijote. Poco importa que los Paladión y los Lambkin retocen en el lodo menor de los divertimentos, amparados por el seudónimo —Honorio Bustos Domecq— que garantizaba a Borges y a Bioy una gozosa clandestinidad, y que Menard, en cambio, sea una de las estrellas de Ficciones, quizás el libro más imponente de Borges, donde comparte cartel con Funes el memorioso, Herbert Quain, el detective Erik Lönnrot y otras solicitadas presas de la avidez académica. Menard, cuya obra invisible —“tal vez la más significativa de nuestro tiempo”, dice Borges— “consta de los capítulos noveno y trigésimo octavo de la primera parte del don Quijote y de un fragmento del capítulo veintidós”, es tan genial o tan idiota como Tafas o Paladión. Sólo que está desubicado. Ésa es a la vez su fuerza y su condena: estar fuera de contexto. Debería figurar en la constelación de los libros-pasatiempo, intercalado en esa galería de caricaturas desopilantes, pero tropezamos con él en el contexto más exigente y elevado, entre grandes filósofos y paradojas lógicas.
La posición equívoca en que aparece Menard es una anomalía tan aberrante como esa “obra invisible” que lo engrandece a los ojos del narrador del relato. Es la misma operación, sólo que ejecutada en dos campos diferentes: en un caso —el Menard que escribe el Quijote letra por letra— es temática, interna al relato: describe una práctica extemporánea y define una figura de artista; en el otro —el relato “Pierre Menard, autor del Quijote” incrustado en la serie seria, es decir inapropiada, de Ficciones— es exterior al relato, es contextual, y su intervención pone en crisis el estatuto de los pactos que regulan los modos de leer literatura. La operación, en ambos casos, es de desarraigo, y es el golpe maestro de un arte de escribir que ya no parece necesitar de la escritura —ni de su temporalidad ni de su trabajo material— porque se ha vuelto cosa mentale. Escribir, para el Borges del “Pierre Menard”, consiste menos en urdir textos que en operar contextos.
Casi no hay manía más borgeana que esa: definir series paralelas de elementos, normas de inclusión y exclusión, patrones de pertenencia, y después, sin preavisos, proceder a las extirpaciones e injertos más inadecuados. Artista del trasplante, Pierre Menard es para Borges el modelo irrisorio de escritor. Sabe, como Borges, que para hacer literatura basta con hacer migrar lo que escribieron otros e implantarlo en tierras extrañas. Nunca con tan poco se hizo tanto. Menard escribe a mediados de los años ‘30 el capítulo nueve del Quijote y consigue lo que ninguna voluntad, ningún plan, ninguna imaginación conseguirían: movilizar alrededor de un objeto artístico de trescientos años todas las fuerzas de la contemporaneidad. Hacer viajar al Quijote es conectar sus enunciados con las máquinas de leer del presente, hacerles decir —exponiéndolos a las radiaciones de la actualidad— todo lo que aún tienen para decir. Así, escrita por Menard en los años ‘30 del siglo XX, la expresión “la historia, madre de la verdad” (escrita por Cervantes a principios del XVII) suena como el eco de un axioma pragmático formulado por William James.
Quizá no esté de más recordar dos cosas. Una, que el relato “Pierre Menard, autor del Quijote” fue la respuesta de Borges a los ataques de Ramón Doll, un detractor nacionalista que, irritado por la impunidad con que Borges barajaba literaturas ajenas, lo acusaba de ser un parásito. Difícil imaginar una respuesta más demoledora. Es como si Borges actuara en espejo: no sólo no niega su condición de ladrón, sino que la ratifica y hasta se la devuelve a su enemigo en forma literal, puesta en acto, transformando el vicio que le imputan en una estrategia artística. La otra es que Borges escribe el “Pierre Menard” un mes después del accidente de la Nochebuena de 1938 que casi le cuesta la vida. Una septicemia lo ha tenido un mes delirando de fiebre en el hospital, y ahora, que empieza a recuperarse, tiene miedo de no poder volver a escribir. Decide, para probarse, intentar un género que no haya practicado nunca. Si fracasa, el impacto de la decepción será menor. Necesita escribir algo impar, incomparable, y escribe lo que cree que es un cuento: “Pierre Menard, autor del Quijote”. La epopeya de ese oscuro simbolista que conquista la originalidad escribiendo el Quijote es la primera ficción —son palabras de Borges— que escribe en su vida.
Ahora bien: ¿qué clase de ficción descubre Borges cuando escribe el “Pierre Menard”? ¿Qué clase extraña de relato es esta historia sin intriga ni enigmas donde abundan las listas, las enumeraciones, los comentarios bibliográficos, y cuyo protagonista tiene nombre y apellido pero no cuerpo, ni imagen, ni siquiera voz? Quizá “dislate” sea una buena palabra. Es la que usa el narrador de “Pierre Menard” para imaginar cómo reaccionará un lector razonable al leer que dos capítulos y medio del Quijote escritos en 1934 equivalen a “una obra”. Una ficción-dislate, ¿por qué no? Recuperar “dislate” —volver el insulto un capital, la minusvalía un arma— con la misma toma de judo con la que Borges había hecho del parasitismo una potencia para enfrentar a Ramón Doll. O también, por qué no, una ficción… invisible. Con su fachada fría y eficaz, como de objeto arquitectónico ultrainteligente, el “Pierre Menard” es a su modo la historia de una pasión: la pasión de la invisibilidad. Como el señor Teste de Valéry, Menard es el hombre invisible, tanto que el narrador, fingiendo no querer competir con la elocuencia de algunos retratos rivales, se abstiene de “bosquejar su imagen”. Como dice Sylvia Molloy, Menard es un personaje que “no encarna”. Y también es invisible su obra, la obra-dislate que el narrador del cuento se empeña en justificar, “la subterránea, la interminablemente heroica, la impar”. Y también (y sobre todo) es invisible lo que funda su obra, lo que la concibe y la alumbra y de algún modo la posee, al punto de volverla inútil o superflua o inesperadamente cómica: el procedimiento.
Embarcado en su “admirable ambición”, Menard se aligera de todo lastre visible: renuncia a transcribir mecánicamente el original del Quijote, renuncia a los borradores, renuncia a ser Cervantes, renuncia incluso a sus propias convicciones. Hay una sola cosa que sobrevive a ese despojamiento radical, una cosa única, impar, incomparable (tres adjetivos que algunos siglos atrás se habrían dejado resumir en la categoría de idiota): la idea, fulminante como un acto, de escribir el Quijote en 1934. Transcribir, reproducir, copiar: qué pesadas suenan esas obligaciones al lado de la idea de escribir el Quijote. Tanto como la célebre consigna de Cézanne —“Rehacer una y cien veces el frente de la camisa”— al lado del urinario de porcelana que Marcel Duchamp presenta en el Salón de los Independientes de 1917. La “operación” que Borges y Menard ponen en práctica en el “Pierre Menard” es hermana de ese latigazo mental que el arte moderno descubrió con los ready-mades de Duchamp y el arte contemporáneo, marcado por el giro conceptual, perpetúa en legiones de nombres y obras donde los vanguardistas disparatados de Bustos Domecq no desentonarían.
¿Rehacer? ¿Reescribir el Quijote? Demasiado lento, demasiado artesanal. Borges y Menard lanzan su idea loca de una vez y para siempre e imponen instantáneamente el vértigo (¿cuándo sucedió?), la ironía (¿es en serio o en broma?) y la ligereza (¿dónde está la profundidad?) de un nuevo tipo de ficción: la ficción conceptual. Leído desde una preceptiva clásica, el “Pierre Menard” es un relato atrofiado, que nunca empieza y naufraga en su propia inconsistencia. Leído en el marco del conceptualismo, donde el golpe y la idea lo son todo, esa vacilación y esa debilidad adquieren una consistencia extrema que desnuda dos premisas inéditas: transparencia integral e invisibilidad del gesto artístico —como si el pensamiento, él solo y de un solo golpe, pudiera fabricar objetos. De allí, de esa velocidad casi mágica, viene el vértigo que nos asalta cada vez que leemos “Pierre Menard, autor del Quijote”. Un vértigo anarrativo, porque no lo inspira una destreza en el arte del relato sino un procedimiento puntual, y también inagotable, porque ese procedimiento, diáfano y abierto, siempre parece conservar un resto opaco, una zona de sombra que nos insta a a sospechar, interrogarlo, ir más allá. Pierre Menard: un pobre tipo al que en 1934 no se le ocurre otra cosa que escribir el Quijote. ¿Es eso? ¿Eso es todo?
Lo mismo se pregunta Veronica Quaife, la chica de La mosca de Cronenberg, cuando asiste al primer test de teletransportación de su novio, el nerd experimental Seth Brundle, y lo ve emerger, alto y al parecer intacto, de la cabina donde acaba de rematerializarlo la máquina que logró poner a punto. Visto en acto, todo procedimiento despierta esa emoción impura, teñida de sospecha, incredulidad y decepción. La despertó en su momento la máquina del tiempo que inventó H.G. Wells; ¿por qué no la despertaría la que inventa Pierre Menard, más low tech y más eficaz, ya que, fundada en recursos modestos —“la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas”, dice el narrador—, hace viajar a un clásico en el tiempo y el espacio a la velocidad de la luz? Desconfiamos del procedimiento (o lo reducimos a un chiste) porque sospechamos del rapto, del truco, de la magia. Y tal vez tengamos razón. Tal vez por eso un relato como “Pierre Menard, autor del Quijote”, tan consustancial con la prestidigitación y el humor que se confunde con un gran koan zen, parece autoexcluirse de la literatura. Y a la vez, ¿no es allí, en el punto crítico del truco, donde la literatura puede desprenderse de su gravidez ancestral, volverse ligera, inmaterial, y adquirir cada vez mayor velocidad, hasta hacerse invisible? Ésa es quizá la condición paradójica de la ficción conceptual: produce sorpresa, sospecha y desazón en el plano de la “obra” (¿cómo una mera perplejidad intelectual podría ser un cuento?), y al mismo tiempo, en el plano de la Literatura, arrastra todas las nociones adquiridas y los marcos de referencia en una mutación loca, tan inconcebible como la que la máquina de Brundle introduce en la especie humana cuando fusiona la carne de su inventor con un insecto inoportuno.
Hay escritores viajeros que dejan a la literatura quieta y escritores inmóviles que la hacen viajar. Borges pertenecía a la segunda categoría (si no la inventó). Viajó bastante: de joven, con sus padres y su hermana, por Europa; ya de grande, célebre, invitado por editores y universidades. Un libro de 1984, Atlas, compila una serie de instantáneas de aficionado que registran momentos cotidianos de esos periplos: una sobremesa con copas y botellas, una brioche parisina, una vista del cementerio de Ginebra. La foto más perturbadora del libro es la de la portada: Borges está en un globo, a punto de emprender vuelo junto a dos hombres y María Kodama. Kodama mira a la cámara; Borges, sonriente y ciego, mira a María Kodama. Las fotos del libro documentan los lugares que Borges no pudo ver.
¿Qué clase de viajero es un ciego? “Mi cuerpo físico puede estar en Lucerna, en Colorado o en El Cairo”, escribe Borges en Atlas, “pero al despertarme cada mañana, al retomar el hábito de ser Borges, emerjo invariablemente de un sueño que ocurre en Buenos Aires”. Quizás el viajero ciego sea el que no viaja; el que decide donar el viajar a otro (para que el otro le cuente lo que él no ve) o imprimirle al mundo todo el movimiento que ya no está en condiciones de percibir. Viajero no retiniano, Borges hizo de la literatura —de toda la literatura— una superficie de hierba y de grava, una estepa, para que los libros —todos los libros— se volvieran nómadas.