Dónde comenzar a escribir sobre Vicente Molina Foix  y su obra.  Si imagináramos a ésta como un edificio, la forma de la construcción sería circular, estaría llena de puertas y sería muy difícil encontrar una entrada principal. Si la distribuyésemos en el espacio, tampoco encontraríamos un centro, o quizá lo que veríamos sería un centro que se desplaza una y otra vez, que no permite ser fijado, al igual que el foco de una curiosidad de impresionante espectro. Una curiosidad desarrollada plenamente, porque nada en la creación de este autor permanece en el plano del capricho diletante.

Parecería lícito comenzar por el principio oficial, que es fiel a la cronología, por el poeta, por los primeros poemas, por la poesía escrita y también leída que sería semilla y sedimento en el que podrían encontrarse muchas claves de su obra posterior.

Pero para hablar de un escritor total, de múltiples universos, e incluso, en ocasiones, se diría, de universos paralelos, quizá fuera mejor dejarse llevar por la misma imaginación que impregna y motoriza su obra, e intentar tender puentes entre unas manifestaciones y otras, incluida esa poesía primera, seminal, que también se ha ramificado o ha prendido en otras facetas.

Si Molina Foix fuera interrogado por Gaston Bachelard, en esa división de naturalezas poéticas, tan bella por otro lado: “¿Cuál es tu fantasma? ¿El gnomo? ¿La salamandra? ¿La ondina? ¿La sílfide?” muy seguramente, el poeta se sublevaría, se negaría a elegir y añadiría algún elemento más a la lista, entre los cuales, junto la tierra, el fuego, el agua y el aire, sin duda, se encontraría la Risa.  Un humor contenido, sutil e irónico, en ocasiones, y en otras, claramente desbocado, que parece aceite esencial de su obra, que la liga, y también la electrifica.  La risa paradójica de un descreído que de alguna forma practica la fe en todo.  Incluso su oído musical, privilegiado, es capaz de repartir ese poderoso oxígeno literario a lo largo de un libreto de ópera, y añadirse como invitado inesperado a una partitura.

Vicente Molina Foix  ha sido objeto de un enorme reconocimiento como novelista, aunque, si este texto es una invitación a conocer su caleidoscópica obra,  es preciso referirse ya a la riqueza de géneros y de lenguajes que ha utilizado para desplegar sus intereses literarios y extraliterarios: y que abarcan, además de sus novelas, su obra poética, sus traducciones, su obra teatral, sus libretos de ópera, su obra de crítico de cine y de director de cine, sus artículos en prensa o sus ensayos de arte y literatura.

Ante otra bella división de naturalezas creadoras, la de los autores que escriben para ser leídos junto al fuego o para declamar gestas en la plaza pública, de Cristina Campo, vuelvo a pensar en el escritor que se rebela contra cualquier tipo de encasillamiento,  y, sin desechar la chimenea o el banco del parque, es amante del barco, el tren o el avión, como ese viajero que también es Molina Foix, una personalidad ávida de experiencias vitales para quien el viaje constituye también una necesidad de primer orden. 

Rara combinación la que aúna la necesidad de satisfacer su inteligencia, su sensualidad, su oído musical o su placer estético y la austera disciplina -llevada con alegría, también hay que decirlo- que pondrá las cosas en su sitio, o  en ese otro lugar de todo verdadero creador.

Disciplina también la del estudioso, un estudioso libre, que se desembaraza constantemente de las cuerdas que atan al erudito que a veces termina siendo, sin proponérselo. Porque su interés no se encuentra en la erudición, en la biblioteca crecida en el interior de la biblioteca de la que hablaba el filósofo Daniel Dennett. Hay un asombroso cúmulo de lecturas que no vienen a justificar o acreditar nada, sino que han sido digeridas, asimiladas, transformadas también en su propia obra; hay salas de museo, repartidas por todo el mundo, visitadas una y otra vez, en la búsqueda de la experiencia de la pintura; hay audiciones musicales que se repiten en un ejercicio de abandono al placer que nada interroga y también hay una escucha atenta que busca la comprensión del intervalo o de la fuga.

Sin entrar en la biografía, hay también, y esto se percibe en toda su obra, una avidez existencial, un deseo ilimitado de experiencia vital y estética, en la que todos los sentidos están involucrados.

Algo en la literatura de Molina Foix hace pensar en el compositor Pierre Boulez, quien en uno de sus libros hablaba sobre el virtuosismo como de una cualidad que constituiría un valor en sí misma, que sería casi una criatura de la música; un virtuosismo productor de una clase de música que no se asusta ante nada, que asume el vértigo porque tiene claves y herramientas para aventurarse ahí donde su emoción le lleve, sin temor.

Pensemos en algunas de sus últimas obras narrativas como El abrecartas o El joven sin alma  en las que el narrador puede encarnarse en voces del pasado, de hombres y de mujeres,  dominantes o sumisos, exprimir el jugo de la iniciación, pasar el testigo del profesor al alumno, de un joven de pueblo a un cosmopolita, de la madre al hijo, combinar duelo y celebración, desplazarse de una personalidad a otra con un dominio absoluto del tiempo histórico y de sus expresiones.

Podríamos decir que la obra de Molina Foix es capaz también de escribir con esa clase de seguridad de la que hablaba Boulez, aclarando de manera urgente, que  ese sistema circulatorio vigoroso, todos esos órganos, músculos y tendones  necesarios para soportar la gran complejidad de estas obras, no son visibles, están ocultos bajo la piel del texto, y sólo se perciben en su capacidad de movilizar esta excepcional narrativa. Si algo distingue la escritura de Molina Foix es la naturalidad paradójica que brota de una mezcla de precisión y elegante sprezzatura, fiel a un sentido del ritmo innato y a un caudal imaginativo que brota sin aparente esfuerzo.

Y si es verdad que en el poema parece encontrarse la habitación donde a veces habla a solas, o lo que más se parece a dirigirse al pequeño auditorio de “nuestro más tierno yo”, como decía Nabokov, también es cierto que en este lenguaje se despliegan multitud de registros que están presentes en el resto de su producción literaria.

Poesía que explora, que muestra y oculta, que confiesa y que calla, que juega, que reflexiona mientras juega, que pone a veces al juego mismo en primer término, como si expusiera las reglas en las que se desarrollará el juego del día. Porque en el universo del poeta, para que el juego perviva, las reglas deben cambiar. Y después, de nuevo a reír:  “Esqueletos: os devuelvo el insulto”.

El gran atractivo de la poesía de Vicente Molina Foix reside, en mi opinión, en la tensión que se establece entre fuerzas casi contrarias. A punto de reír, la bofetada. A punto del rasguño, no hay caricias, no hay vendas pero sí una forma de dulcificar el efecto del golpe o de relativizarlo, incluso en las notas más cercanas al resquemor.

Hay muchas heridas en la poesía de Molina Foix: algunas, las de la propia vida, se muestran con la desnudez de lo inevitable, como en esa “calavera madre original”, de la secuencia poética titulada “La amenaza del hospital”, esa mirada hacia “los vivos de ese día”, el día en el que el autor está todavía vivo, y canta, también todavía, “la canción desangelada/ del ignorante”.

Hay también heridas, muchas, del “corazón, de carne tan vestido”. Expectativas defraudadas y un desamor que se disuelve como el humo o proyecta una mirada resentida.  Hay miradas nostálgicas a lo que pudo ser  o a lo que no llegó a existir. En sus notas más difíciles, una invocación del hijo que no llegó a nacer, un sentido habitar el pasado para aún preguntarse, con la madre también desaparecida: “¿qué nombre le pondremos?”

Hay muchos juegos. Juegos alegres y juegos tristes, cuyas reglas cambian según el humor del día. Poemas declaradamente cínicos. Hay una poesía que canta como la copla y otra, calibrada, escandida con esmero, de nuevo en una puerta giratoria con salidas y entradas a estados de ánimo diversos, espejos colocados en lugares inesperados para reflejar una experiencia de muchas caras.

Ese cuidado por reproducir un ritmo, una cadencia determinada, reflejado en ocasiones en la versificación clásica, como en sus “Sonetos del contrariado”, de nuevo sometidos a la tensión entre emociones contrarias, como entre el pasado y el presente, un pasado al que rinde homenaje y del que también sabe extraer notas de hilaridad.

Muchos poemas, desde el comienzo de “Los espías del realista”, por los que se dio a conocer, publicados en la famosa antología de los Nueve novísimos poetas españoles de Castellet , incluyen ya el amor al teatro, la identificación con lo que en el teatro sucede, y que le llevará a interpretar distintos papeles: desde el rol de autor, quien ordena y dirige, al del actor. 

Si su poesía reunida “La musa furtiva” comienza con un “Poema representable”, en el que “la comedia va pasando imperceptiblemente al drama” e incluso termina con una bajada de telón, resulta muy significativo que el último de los poemas, en el que el cuerpo del poeta, “merodeador de las emociones perdidas”, y “un pequeño hueco/ que no es el alma, no”, pero en el que parece concentrarse el valor de la existencia, se muestran ante el público lector, como en un teatro: “Por eso puedo exponerlo hoy,/ sin demasiado rubor,/ ante ustedes.” Ese ustedes que imaginamos sentado en un patio de butacas.

En su conjunto, podríamos hablar del retrato del poeta que cree y descree casi simultáneamente.

En la poesía, como en la novela o los cuentos, junto a la desacralización del cuerpo y del alma aparece lo que podría ser una consagración del humor.  Un humor a toda costa, incluso cuando bordea el imposible: “El primer bombardeo de la guerra del Golfo concidió con la segunda bofetada de Rafa” , escribe en uno de sus cuentos. Precisamente, cuando más brilla la complejidad de la propuesta humorística del escritor, la sonrisa congelada o en proceso de congelación. Intuyes donde se encuentra el escritor, cuyo escondite se desplaza a gran velocidad del posible control del lector.

Humor con tristeza, dolor, incluso desgarro de fondo: una mujer que ha ido a abortar a Londres, durante el franquismo, un muchacho que se ofrece a los europeos que viajan a Marruecos, una mendiga en el portal de su casa; humor salvífico, como la barca que cruza el Estrecho, repleto de interrogantes también.

Un humor que en su dosificación tiene un efecto particular en los múltiples géneros practicados por Molina Foix, y que alcanza a la misma música.

En cierta ocasión el escritor, gran melómano, comenta en público su deseo de ser libretista de ópera. Este género musical le permitiría desplegar su imaginación y poner su palabra al servicio de otra clase de experiencia, que aunaría su amor a la música y su pasión por el teatro y la escenografía, por la potencia de la imagen.

Un oído atento, como el del compositor Luis de Pablo, lanza de inmediato la invitación, y compositor y escritor inician una larga y amistosa colaboración, que incluye cuatro óperas, la última de las cuales, adaptación de su novela El abrecartas, en el momento de escribir este texto, está pendiente de estreno.

Este diálogo entre Vicente Molina Foix y Luis de Pablo, dice mucho también del talante creativo de escritor y compositor. Siendo muy diferentes entre sí, ambos comparten un extraordinario amor y conocimiento profundo de la palabra.

Luis de Pablo se ha referido en numerosas ocasiones a cómo la lengua española  había sido infravalorada musicalmente y a su deseo de trabajar también con la palabra contemporánea como materia musical.  Y nadie mejor que el propio Molina Foix, en su análisis sobre la palabra shakesperiana , para expresar la música que ésta esconde, contiene de forma latente o puede desarrollar por medio de su sonoridad.

El cantor “regalaba el oído de su público con las notas más dulces y armoniosas sin dejar de enseñarle a escuchar lo inaudito”, escribe en Enemigos de lo real, siendo a mi parecer también éste el propio deseo de Molina Foix frente al libreto.

El escritor continúa reflexionando sobre las “disonancias” de Shakespeare, sobre “sus músicas soterradas, sus asombrosos quiebros de tono y el atrevimiento de sus combinaciones de contrarios: el salto de la prosa al verso, del retruécano obsceno al pareado bucólico, y -en obras para grandes conjuntos vocales- el subrayado de los soliloquios, que en más de un caso podrían también llamarse arias.” Sin llamarse ópera todavía, la música de aquel tiempo, por su parte, comenzaba a conferir  “a la voz cantante y a la palabra inteligible la dimensión de un armonioso discurso de la conciencia.”

Compositor y libretista saben poner su experiencia estética al servicio de una causa diferente, una causa, podríamos decir, ampliada. 

Aunque Luis de Pablo no “contabilice” su obra para el cine, en sus propias palabras, y se refiera a esas piezas como “otra cosa”, al igual que prefiere llamar “montaje sonoro” a su trabajo para la obra de teatro Los abrazos del pulpo de Molina Foix, lo cierto es que ha demostrado ser un maestro del diálogo entre el sonido y la imagen. En cierta ocasión, el compositor comentó cómo la música que acompaña a la película en blanco y negro La caza de Antonio Saura debía tener una música también en blanco y negro, y por eso había trabajado exclusivamente con el piano y la percusión.

Con los libretos de Vicente Molina Foix la paleta incluye todos los colores:

“La historia es el resultado de la mezcla de muy diversos tonos de color”, escribe en uno de sus poemas.

Creo que en esta relación tan atractiva y fructífera con la música se pone de manifiesto otra de las tensiones más importantes de toda la obra del Molina Foix y es la de su particular relación con el Pasado.

La tensión entre Pasado y Futuro que se expresa en el libreto de El viajero indiscreto  -con su casa laboratorio, en la que incluso un robot andrógino tiene celos- es también, a mi juicio, una de los signos distintivos de su estilo, algo que podríamos llamar textura de la palabra:  una palabra vieja  y joven a un mismo tiempo, arrugada y tersa, resultado de un gozoso palimpsesto que produce el efecto de una gran elasticidad.

El magisterio temporal  no se expresa en tiempos verbales, sino en saber conducirse por distintos estratos del tiempo, literarios e históricos, por medio de una experiencia profunda del lenguaje.

Y esta especie de mestizaje temporal se materializa, a mi juicio, de manera singular en la tercera parte de su libro La misa de Baroja, que lleva por título “El cuello en el canal”.

Hemos visto muchas veces cómo en el teatro, la actualización de un clásico se ensaya también por medio de un cambio del vestuario o de un escenario decididamente contemporáneos.  Lo sorprendente es que Molina Foix consiga estos efectos no sólo con la alternancia de una levita y un bikini, o la aparición de una línea de autobús cuando poco antes habíamos viajado a caballo, sino con un registro de la palabra siempre cambiante, en el que el vos y el dialogan con una admirable naturalidad, y en un más difícil todavía: la novela contemporánea y la fábula.

De forma significativa, Molina Foix cita “La balada de Caperucita” de Lorca al comienzo de La misa de Baroja: “Soy la niña de un cuento”.

Todo se encuentra aquí: la imaginación tranquila y furiosa, surrealista, gótica y romántica, sobre todo unas maneras del pasado, que parecían perdidas para el presente y que son despertadas de un letargo, para ser nuevamente interrogadas y actualizadas, siempre sorprendidas por un humor que reaparece, incluso en los momentos más insospechados, hasta el punto de que un padre muerto y enterrado “extraña no tener boca para reírse”.

Maestro de las emociones, de la pasión amorosa, de la expresión del poder y la sumisión, de los celos, del deseo sutil desarrollado en la sombra y el descrito a plena luz de un foco desvergonzado, todo el catálogo de roles femeninos y masculinos, que parecerían naipes barajados muchas veces y puestos sobre el tapete del juego con un nuevo valor, muchas veces invertido.

Vicente Molina Foix es un apasionado lector  del andamiaje del pasado que soporta el presente, un pasado actualizado en la experiencia del presente que también se pregunta por el Futuro. 

Cuando una de las protagonistas de “El cuello en el canal”  se dispone a escribir una carta a su amiga, saca una pluma de ave de un “plumier” , para, finalmente desecharla. La pluma no le parece “digna de esta correspondencia”. Escribe entonces a máquina y envía el texto “por cablegrama”.

El amor al Pasado, o el interés en eso que llamamos Pasado, se manifiesta de muchas maneras en la obra de Molina Foix, y la carta es uno de sus vehículos preferidos, también uno de los más certeros a la hora de comunicar la fascinación por el tiempo pretérito.

Cartas que anuncian otras cartas, cartas que se deben o se devuelven, cartas perdidas, cartas en el interior de otras cartas, manchadas de sangre o de tinta desleída. Cartas que cubren largos lapsos de tiempo y, de pronto, tienen el poder de encarnar a sus autores.

Género epistolar, hoy objeto de estudio, casi una reliquia, que no lo era cuando Molina Foix se adentra en la literatura. “¿Se escriben entre sí los escritores de la España moderna? -se pregunta en Enemigos de lo real- Consta que en otro tiempo sí se hacía, el tiempo en que había generaciones y las horas discurrían menos capciosas y el papel era más tangible que las hojitas térmicas del fax o los inconcretos filamentos de la red”.

Y en la obra del escritor se produce un constante homenaje también a un tiempo en el que era posible comunicarse por escrito, con el tiempo para el matiz y la precisión que regala la carta, tan alejada del lenguaje hablado,  de la conversación naturalmente interrumpida, cuya espontaneidad sólo favorece a determinados espíritus amantes o esclavos de la inmediatez.

La carta y la relectura de la carta. Todas las cartas creadas por Vicente Molina Foix son cartas para ser releídas, degustadas con tiempo, e incluso el comprimido “cablegrama” podrá ser desplegado en una segunda lectura, que libera esencias condensadas por la exigencia de la brevedad.

En  su novela El abrecartas, estructurada a partir de un poderosos entramado de cartas, no se produce el diálogo y quien escribe se convierte de alguna manera en rey del tiempo, administrador de sus propias conquistas y pérdidas.

Molina Foix volverá al género epistolar, como gran protagonista, en el ejercicio de excepcional desnudez , de alguna forma confesional, de su libro a dos voces con el poeta Luis Cremades, El invitado amargo. Cartas reales, en este caso, intercambiadas entre ambos durante un pasado compartido, cuyos intermedios se llenan con  el relato, también a dos voces, de la historia de su relación amorosa, desde la pasión y la complicidad al desengaño y la ruptura.

Lo importante entonces, no son sólo las cartas, sino  el pegamento que ambos inventan para reunirlas y sellarlas en un libro que es también comentario a una forma de comunicación.

Las cartas terminan por poner ante nosotros una relación que es otra a través de la palabra, una segunda relación en la que los acontecimientos, los sentimientos, incluso la piel sufre una metamorfosis promovida por el lenguaje. El mismo Molina Foix, al releerse, recuerda fragmentos de sí mismo que el tiempo ha deformado o borrado, puede verse a sí mismo como a otro. La atenta relectura produce efectos inesperados: “como si las palabras se solidificaran a medida que las releía y algo de mucho calado que estaba ahí , pero oculto, saliera a flote y cobrara fuerza.”   Como si pudiera también, llevar al joven que fue de la mano, y al releerlo, consolar a quien sufrió las heridas.

“Se trata -escribe en una de las cartas dirigidas a Luis Cremades- de una carta que nos escribo porque sé muy bien que sólo escribiendo uno llega a decirse las cosas que, pensadas o dichas, son más fugitivas”.

Cuando el Vicente de El joven sin alma mira las cartas que en su juventud le escribiera su amigo Ramón las considera “hermosas cartas de amor de un siglo anterior y aventajado al nuestro”.

Molina Foix había hecho ya un verdadero trabajo de arqueología epistolar en El abrecartas.

Este libro comienza con una carta de 1926 y termina con un correo electrónico de 1999, en el que, entre otras cosas, se ofrecen a la venta cartas manuscritas del poeta Vicente Aleixandre.

Junto a la fascinante y sutil transformación del lenguaje que se va operando por medio de las cartas -la historia contada con el lenguaje informativo oficial o fórmulas de cortesía de una época, con rupturas de la tradición o con juegos vanguardistas- asistimos a la narración de una historia de múltiples personajes, masculinos  y femeninos, de distintas edades y estratos sociales, y formación también muy diferente.  Molina Foix entiende, como observamos también en El joven sin alma,  que la historia debe ser contada por muchos, no por una sola voz por muy informada que ésta pudiera ser.

Como en la película o falso documental La comuna (París, 1871) de Peter Watkins, en la que el director británico pone el micrófono al tendero, al soldado, al general y a la lavandera que participan en el conocido movimiento insurreccional, prestándoles la misma atención, otorgando el mismo valor a su palabra, en un ejercicio de democracia cinematográfica.

El retrato múltiple de Molina Foix tiene que ver con la metamorfosis de la sociedad española, la anterior a la Guerra Civil, las secuelas de ésta y un renacimiento en el que él está involucrado y por el que toma claro partido.

Y la historia se cuenta no sólo con los hechos reales que puntúan las páginas de éstos libros, sino con comentarios que dan noticia de la evolución de un gusto literario, de la música o el cine y la crítica de cine, y que llega hasta el mismo día de hoy.

La literatura de Molina Foix ilumina también algunas zonas oscuras de un pasado colectivo, muchas veces aplastado o cubierto por incontables veladuras de censura, actúa como linterna que pone el foco en los múltiples prejuicios, mentiras y cínicas contradicciones de nuestra sociedad.  Un gran catálogo de prohibiciones circula por sus libros, liberadas de sus ataduras : desde las que atañen a la sexualidad a las de las ideas.

Tal como se definió a sí mismo en un monográfico dedicado a su obra llevado a cabo por el Instituto Cervantes de Lyon, en 2018, Vicente Molina Foix es “el creyente de todas las religiones”.

En el prólogo a esta publicación el escritor hace referencia a un ateísmo recalcitrante, forjado en la escuela del catolicismo riguroso de su infancia, que nunca dejó de sentir fascinación por muchas de sus manifestaciones rituales;  una disposición a la “obediencia ritual” más que a la “fe ciega.”

Y alude el escritor a un “festín de las artes” y a una “bacanal de las letras”, a una religión de religiones, laica, necesaria:  “Una religión que consiste en oír música sacra de Tomás Luis de Victoria, Monteverdi, Purcell, Couperin o Mozart sin dejar de tener los pies en la tierra. Apabullarse en las catedrales sin la obligación de ponerse de rodillas. Entender que los grandes narradores que sirvieron de ejemplo a los novelistas y los poetas fueron pintores de tema sacro como Ucello, Tintoretto, El Bosco, Caravaggio, Murillo, La Tour”.

Elocuente comentario que nos devuelve constantemente a un Pasado productor de gran deleite y que remite a la pasión coral que se respira en toda su obra.

Fruto de una larga estancia en Venecia es el ensayo de Molina Foix Tintoretto y los escritores, una sucesión de incisivos textos de novelistas, filósofos o historiadores de arte que experimentaron una misma fascinación ante la obra del pintor veneciano, en el que brilla la calidad de los comentarios del escritor y su forma de conectar literatura,  arte y cine.

Hay una frase en este libro que da prueba de la capacidad sinestésica de su autor, que mira y escucha el arte, y estas obras que lo conmueven: como una “prosa del mundo musicalmente modulada”.

Molina Foix estudió filosofía y realizó un doctorado en Historia del Arte en Inglaterra, país donde residió durante ocho años. Estas elecciones explican por sí solas gran parte de la riqueza que se expresa en su creación literaria: además del oído educado musicalmente, el ojo atento, libre, y también cultivado y respetuoso con lo mejor del estudio académico.

Tintoretto, el pintor “de los amantes de la literatura”, como lo llamaba Mary MacCarthy, produce en Molina Foix una devoción, una “manía”,  sin duda ligada al “programa novelístico” que parece mostrarse en sus pinturas.

Con gran agudeza comenta el modo como Boschini ilustra el proceso de trabajo de Tintoretto: “describe unos procedimientos muy parecidos a los del cineasta que antes de rodar localiza exteriores, mide las alturas y las distancias, sitúa en el plató figurantes animados, ordena geográficamente los elementos del decorado que luego enfocará, al tiempo que estudia las fuentes de luz y los espacios que han de quedar en la tiniebla, dando roles protagonistas de su paleta (o su cámara) al cuerpo humano.” Y continúa: “Esta voluntad mixtificadora de la percepción visual […] basada en la dificultad de captarlo todo a la primera mirada, en la ocultación de franjas de realidad y el correspondiente esfuerzo exigido al espectador para completar el sentido de cada obra con su propia interpretación semántica, está en el corazón de un reino narrativo que la pintura moderna, el cine y cierta literatura del siglo XX han hecho suyo”.

El escritor diferencia muy bien cine y novela, lenguajes que pueden considerase incluso antagónicos, aunque algunos escenarios de sus novelas y cuentos, incluso de sus poemas, guardan un estrecho parentesco con ciertos encuadres cinematográficos , y de alguna manera, el movimiento de personajes de sus novelas parece en ocasiones dirigido por una alado objetivo. 

Algunas descripciones de sucesos acontecidos en las calles de su novela El joven sin alma pueden ser seguidos por una cámara veloz que recuerda a la de los jóvenes de Godard o de Truffaut; algunos besos fugaces, pueden quedar en la retina del lector como la fotografía del beso de Robert Doisneau.

La muerte de su don Juan de “La muerte en el canal” de  La misa de Baroja, en las aguas del canal de Venecia, mientras está en pie sobre una góndola, y un cable de acero le rebana el cuello limpiamente, dejando que el cuerpo descabezado continúe deslizándose sobre el agua como un mascarón nacido del absurdo, es un travelling contado con palabras.

Escribe en El joven sin alma: “Vengo adiestrado por una larga experiencia de mirón. Y traigo el dispositivo de la verdad. La cámara estilográfica. Yo solo, sin equipo auxiliar. Yo y mi cámara. Una panorámica sin insertos, sin acercamientos del teleobjetivo, sin primeros planos enfáticos de los actores gastados. Un encuadre fijo.

La técnica no miente. Avanzamos.”

Es el momento mágico de encuentro entre la palabra y la mirada del escritor.

Recordemos el relato que hace del Misteri de Elche, esa “maravilla teatral y musical, tan refinada como espontánea” en su novela El invitado amargo: “Las tres Marías, La virgen, los ángeles de peluca rubia. Simpático, plebeyo, arcaico […] hasta que, tras expresar la madre de Dios el presagio de su inminente muerte, sonó el órgano de la basílica y se abrieron las puertas pintadas del cielo. Empezaba a bajar desde la cúpula el Ángel con su palma dorada, saludando a la Virgen María y entonando el melisma bellísimo […] Con lo frío que soy en las expresiones del alma, el canto aéreo del ángel, el lamento de la Virgen (“Ay, triste vida corporal”), y el dúo agónico con ese hijo o hermano joven simbólico que es en la obra Juan el Bautista, siguen, año tras año, llevándome a las lágrimas. También aquel día.”

Un ejemplo más de la forma como la música, omnipresente en la obra de Molina Foix, resulta también inseparable del teatro, alimentándose mutuamente, como sucede con las imágenes del arte. Arte, literatura, música, cine, teatro que se combinan y se alimentan entre sí de manera constante.

En su cuento “Con tal de no morir”, el protagonista, profesor de arte, tiene una teoría sobre Las Meninas , un cuadro “que para él no era otra cosa que el inicio de una función teatral de la época, a la que los reyes se asoman por el backstage y en el que Velázquez está pintando al público presente en la sala”. El arte alimenta al narrador y al espíritu libre del crítico de arte que también es.

La directora María Ruiz, quien dirigiera en Madrid la primera obra de teatro de Molina Foix,  Los abrazos del pulpo, se refiere al gran cúmulo de imágenes  del guión como a una de las grandes riquezas de esta obra, unas imágenes que tendrían tanta importancia como el texto hablado, y que, en sus palabras, no serían “meras acotaciones sino “texto propiamente dicho” y que, en su mayor parte, demandaban medios cinematográficos o “mágicos (mágicos de magia) o una extraordinaria imaginación sustitutiva”.

Esa magia que se despliega con total naturalidad en la poesía o en algunos pasajes de sus novelas, donde la imaginación vuela con la libertad de los sueños: las imágenes del arte que hablan su propio lenguaje y hacia las cuales Molina Foix tiende puentes una y otra vez en su obra.

Volviendo a su ensayo sobre Tintoretto, la capacidad del escritor para relacionar arte y literatura, queda de manifiesto en un largo y acerado comentario en el que compara la “desaforada gestualidad protoexpresionista” del pintor, “que a veces se asemeja a la action painting” , o la forma de aplicar a la pintura “técnicas de composición sincrónica y corte transversal” con fórmulas ensayadas en la literatura trescientos años más tarde “en el relato interpolado de Dos Passos, en la narración órfica de Andrei Biely y en el caleidoscopio fonoverbal de Joyce”.

Para el filósofo y crítico Hippolite Taine y me aventuraría a decir que también para Molina Foix, la originalidad de Tintoretto reside en, “un profundo y vasto programa ‘novelístico’ , que sólo a primera vista puede parecer ilustrativo: ‘La vida general de las cosas le preocupa más que la vida particular de un cuerpo’.” Por eso, en palabras de nuevo del escritor: “le da un papel estelar en la gran estirpe de los grandes totalizadores narrativos.”

Esta afinidad crítica y estética con Taine se extiende al parecido que existe entre Tintoretto y Shakespeare,  y les hace emparentar los cuadros del pintor veneciano con las metáforas “convulsivas” del Bardo, repletas de ideas y de pinturas. También para Henry James, otro de los escritores más admirados por Molina Foix, la riqueza de Tintoretto es abrumadora y se pregunta si es posible escribir una novela de la magnitud de uno de su cuadros. Sólo Shakespeare podría ser equiparable: “Superrealismo, posibilidad de entrar en los cuadros y no sólo verlos, la inagotable invención de asunto y movimiento”.

Y en este punto, es preciso volver a introducir la literatura del propio Molina Foix repleta de cuadros vivos,  y la riqueza de planteamientos siempre originales de su narrativa.

Sirvan como ejemplo algunos de los cuentos que aparecen en su libro El hombre que vendió su propia cama , nacidos a partir de entradas de los diarios de Henry James en los que el escritor norteamericano anotó lo que consideraba ideas interesantes para posibles relatos.

Los someros apuntes de James, que se limitan a esbozar la estructura de un sentimiento de decepción o el descubrimiento de un engaño, desencadenan en Molina Foix la escritura de historias ancladas en un presente con nombre y apellidos, desde el cual se desplaza por un tiempo que parecería desplegado.

Prueba de ello quizá sean esos maridajes que tanto gustan al autor, en los que puede ligar a Henry James con Shakespeare, por medio de un guiño-homenaje,  y que abundan en su obra.

Los protagonistas de uno de estos cuentos, se conocen en un museo donde se celebra una exposición sobre Shakespeare, ante  un retrato falso del Bardo. “Aquel caballero de boca afilada y más pelo en la frente del que Shakespeare tiene en el frontispicio de la primera edición en folio de sus obras era -siguió insistiendo- uno de los ‘shakespeares’ posibles (‘¿No cambiamos nosotros mismos de rasgos y hasta de personalidad, de una fotografía a otra?’)”.

Shakespeare nos lleva a otra faceta muy importante de la obra de Molina Foix, su labor como traductor.

Si es verdad que el escritor ha traducido a Radiguet, en francés, y a otros poetas de lengua inglesa, son sobre todo sus traducciones de Shakespeare las que le otorgan este título.

La traducción es también una escuela de enseñanza. Y el Bardo inglés es una figura tutelar de primer orden del escritor.

Prácticamente todas las traducciones que aparecen en su ensayo sobre lecturas de escritores, Enemigos de lo real , son suyas, una de las razones que hacen de esta obra un ejercicio de lectura apasionante. La mejor manera de conocer a un autor es, sin duda, traducirlo, y para comentar un estilo y una forma de abordar la creación literaria, no existe mejor acercamiento que el de convertirse, durante un tiempo, en el autor mismo, en encarnarse literariamente en él.  La traducción enseña, no sólo de qué manera dos lenguas difieren a la hora de abordar cuestiones que tienen que ver con la espacialidad o la temporalidad de los verbos, sino cómo un autor en particular ha jugado con el lenguaje, lo ha retorcido o lo ha alisado, de qué manera lo ha dotado de nuevas formas de expresión, cómo imprime música a una frase, qué clase de instrumentos intervienen en dicha música, cómo una palabra envejece o puede rejuvenecer.

La traducción ayuda a entender de qué modo el lenguaje, como en una especie de selección natural, toma decisiones y decide apostar por favorecer un aspecto u otro de la comunicación.

Traducir a Shakespeare requiere una gran dosis de valor. No se trata solamente del conocimiento profundo de la lengua inglesa y de la española, sino de asumir los vértigos de lo intraducible, la invención del puente que une dos caminos, a menudo divergentes, del lenguaje.

Baste este bello y sentido comentario sobre la traducción del parlamento de la reina Gertrudis  en Hamlet, para acercarnos a su forma de entenderla:  “Escalona el recitativo con el tempo y la minuciosidad de un narrador, a la vez que, con sus imágenes y su serie de adjetivaciones acuáticas (glassy stream, weeping brook, muddy death, que prefería sustantivar en mi traducción a la obra; ‘el cristal del agua’, el ‘llanto de las aguas’, ‘una muerte de barro’), da una rica coloratura a la única aria que la madre de Hamlet tiene en la tragedia”.

Para Molina Foix traducir es, por una parte, un ejercicio de humildad, de reconocimiento y respeto; por otra, un acto de obligada osadía. Si muchos autores renunciaron a la versificación, Molina Foix entiende  esta renuncia como una rendición, como el reconocimiento a priori de una derrota.  Este escritor es creyente: todo puede volver a decirse, si no del mismo modo, sí cree que la inmersión profunda en el texto original le mostrará caminos, que una lengua puede aprender del proceso de aprendizaje de otras.

Tampoco se deja cegar por los muchos deslumbramientos shakesperianos, y reconoce también a los fantasmas que deambulan por la poesía. El escritor lleva a cabo una inmersión en una verbalidad y una imaginería que, en sus palabras, “ producen a menudo estupefacción, cuando no incredulidad, y de ahí que en las traducciones sea tan necesario no ‘acomodarle’ a la lógica” porque la palabra poética de muchos de sus versos “no la tiene”. 

Vicente Molina Foix, respetuoso hasta la coma, con su diccionario de Covarrubias siempre a la mano, para sentir la edad de la palabra, no inventa nada, pero sabe de qué materia están hechos los versos shakesperianos, y de qué forma están animados por la lógica poética.

Para modernizar una lengua, es preciso saber qué viaje ha realizado la palabra, haber hecho ese viaje, saber qué ha dejado en el camino, qué bifurcaciones ha elegido y por qué.

Su conocimiento  del castellano antiguo le permite escribir unas variaciones sobre dos versos de Fray Luis de León:

 

“Despiértenme las aves

con su cantar sabroso no aprendido

y asómbrense los hombres

de que sea otro hombre quien confiese:

no hay ángel suficiente

que en mí despierte ganas de ir al cielo, ni poeta curtido

que enseñe a dar sabor a la poesía

mientras por cuenta mía

no aprenda yo a cantar como querría”.

 

El conocedor del Pasado, es también el conocedor de un Presente en el que vive de manera intensa. No es Vicente Molina Foix un autor en una torre de marfil, aunque deba crear un espacio de aislamiento a su alrededor, una distancia necesaria también para la escritura. Sin embargo, el realismo no le sirve si no es tocado por la gracia del viaje y el descubrimiento.

El escritor escribe con asiduidad en prensa y se enfrenta al artículo con la misma intensidad que a la página de cualquiera de sus libros. En el prólogo con el que arranca su blog del Boomerang de El País, explica su “punto de partida onírico, pero contaminado por lo diurno y lo real.”

Sólo puede ser columnista de un periódico quien no tiene miedo al presente, quien ama el presente, y decide dialogar con él, en un día a día que absorbe infinidad de conflictos, de la más variada índole, y la vitalidad de su mirada va del comentario sobre Berlusconi o Madonna a, recientemente, el brillante análisis de un encuentro de zoom  visto como una sesión de espiritismo.

Dispuesto a defender causas difíciles, asumiendo incluso que determinada posición acarreará incomodidad y malestar,  el talante en ocasiones provocador de sus artículos pone de manifiesto también la naturaleza pacífica de su inconformismo. Este escritor de fe laica, creyente de todas las religiones, como ya hemos visto, ha dado incontables pruebas de un  firme compromiso ético y político, expresado con su también caleidoscópico y sempiterno sentido del humor.

Creo que la atracción que Molina Foix ha sentido por el teatro y el cine, y que le ha llevado a dirigir él mismo películas de las que es asimismo guionista -Sagitario, El dios de madera- tiene que ver también por la comprensión que tiene del trabajo del actor, el mediador de la palabra, en quien se opera la transformación de la palabra escrita a la palabra hablada, y con un carácter dialogante que se expresa precisamente en los diálogos de sus guiones cinematográficos, y en los que reside en gran parte el peso de sus películas.   

Da la impresión de que Molina Foix quiere dirigir y quiere aprender simultáneamente en el proceso de creación implícito en la dirección, y que en ese segundo diálogo está el vértigo que le coloca delante de la cámara. Porque, en mi opinión, y como ya he dicho de otra forma antes,  en toda la obra del escritor late un deseo de aprendizaje,  un profundo anhelo de conocimiento inseparable de su infinita curiosidad; una suerte de multiplicación de la vida que se rebela ante la cuadrícula de las etiquetas.

Ese talante vital se muestra de otra manera en sus viajes, en su conocimiento de otros países y culturas como la india o la marroquí. Viajes que le permiten ahondar en la mirada del otro y poner distancia con la herencia española.

No hay muchos silencios en la literatura de Molina Foix, y cuando se producen son muy elocuentes. En un bello texto de la Musa furtiva , titulado Sacrificio, el escritor se encuentra en un país musulmán no especificado, en la víspera de la festividad del Aïd al Adha, durante la cual se sacrifica ritualmente a un animal.  Molina Foix ya ha expresado su admiración por este pueblo en el que no se oculta “la muerte útil” de los animales. Pero en la noche, apoyado en la baranda de la terraza de su cuarto, reconoce al carnero que va a ser degollado al día siguiente, y experimenta de inmediato una corriente de simpatía hacia él, hasta el punto de que no puede dejar de sentir una suerte de identificación irracional con el animal. De pronto, necesita enviarle un mensaje de solidaridad. Al día siguiente, el animal ha desaparecido. Hay un cuchillo manchado de sangre y una piel arrancada limpiamente colgada de una pinza. El escritor se pregunta por  el destino de la cabeza: “¿Hervía en un perol, había sido ya servida a la mesa, o me esperaba, con su mirada impasible, en algún lugar de aquella ciudad que no escondía la muerte?”

Ésta es la forma más profunda del viaje: la apertura que permite una identificación en la diferencia.

Muchas veces Molina Foix ha recorrido los ghats , las escalinatas que descienden hasta el río Ganges, donde los devotos realizan sus abluciones o se incineran cadáveres, para sentir la misma clase de fascinación por la muerte que no se oculta, por las formas rituales que adoptan distintos credos del mundo.

Mezclado con los peregrinos que caminan hacia el río, este ateo enamorado de todas las religiones, y “enemigo de lo real”, o creyente de realidades paralelas, como sus escritores amigos,  sigue los pasos de la marea humana y se encuentra de pronto con los pies en el agua, preguntándose si su experiencia siempre gozosa podría constituir una especie de misticismo laico.

El valor que el autor concede a la experiencia estética compartida se hace visible también a orillas del río sagrado.  Molina Foix ha leído “las indias” de múltiples escritores europeos y nativos de las diversas lenguas del vasto país, y esta India leída le lleva a escribir algunos textos de gran calado. Parece clara su afinidad con los perspicaces comentarios que Pier Paolo Pasolini escribiera en su libro El olor de la India  -la sonrisa de los indios “es de dulzura no de alegría”- y que vuelven a describir su actitud ante el viaje, la de persona curiosa, abierta a otras formas de vida, que huye del juicio moral pero no renuncia a ejercer su sentido crítico, y como el director italiano, capaz de captar “en esa nada un recipiente lleno de contenido.”

En uno de los textos que conforman Enemigos de lo real, el escritor se suma a la crítica que Manganelli hace a esa idealizada India que parece olvidar “que los excrementos existen”, y comenta: “Más que en ningún otro país que yo conozca, las aglomeraciones urbanas de la India son desparramados entes vivos, y para llegar al hotel, al templo, al palacio o a la mezquita, antes hay que pasar por un interminable y hediondo intestino grueso. ¿Cabe hacer himnos a la suciedad rectal? Manganelli, cuando menos, desconfía de nuestra aseada, aséptica civilización […] La India es el reino de lo innegable. De lo manifiesto. El país más pudoroso y santo que conozco a la vez que el menos avergonzado de su propia exposición física, de su orgánica materialidad […] En la India, los humanos defecan tan en público como los animales, con quienes comparten la translúcida privacidad de la calle; ningún ser vivo se esconde para morir.”

Translúcida privacidad de la calle…  el hallazgo poético siempre en la palabra de Molina Foix, como la crítica, dirigida a los colores chillones con las que se pintan y repintan las figuras de los templos, y que -llega la hora del humor- le recuerdan a su infancia: “¿Cómo ponerse a rezar a los monigotes de unas fallas protovalencianas?”

Como tantas veces sucede en la literatura de Molina Foix, el viaje puede invertirse para comunicar una duda inquietante: la niña adoptada en India, encontrada en un cesto en el río, de uno de los cuentos de El hombre que vendió su propia cama; el muchacho de origen marroquí, Karim, que nunca ha estado en Marruecos. Tantos viajes sólo de ida, o de una vuelta difícil, cuando no imposible, narradas por los personajes de sus libros o por los protagonistas de sus películas. El viaje forzoso visto desde la perspectiva del migrante o del exiliado político.

El libreto de El viajero indiscreto de Molina Foix termina con el protagonista, que ha dejado atrás a las tres mujeres que condicionaban su vida, para entregarse al viaje, a un conocimiento del mundo, que sería como un eterno Presente, libre de ataduras.

“Sólo soy un viajero y tengo una misión: escuchar voces nuevas, tocar lo que hace daño, probar gustos prohibidos”.

De qué forma en los libros de Molina Foix las múltiples facetas de su escritura, los múltiples amores y pasiones del autor se dan cita de manera indisoluble.

En un viaje a India da comienzo su ensayo El amante del cine que terminará, precisamente, en una sala de cine de Jaipur. El cine que para el escritor no son solo las películas, sino también las salas, antiguas y modernas,  cajas llenas de vida en las que también bulle la vida y suceden cosas importantes que fijarán la película en la memoria, tan distintas del visionado tanto más aséptico que se produce en la intimidad de nuestras casas. Como la sala de teatro, como el miedo, la inquietud o el silencio contenido de los espectadores, como la tos y los crujidos de los asientos que John Cage inmortalizara en su obra 4’ 33’’.

Molina Foix es un maestro y es también un eterno alumno. La curiosidad y el deseo de conocer hacen que pueda hacerse incluso a un lado para encontrar nuevas formas de escritura, para interrogarse y sorprenderse a sí mismo. Para jugar también el peligroso juego de reglas cambiantes del desnudamiento.

Pensemos en El invitado amargo. El escritor podría haber sido el autor único de este libro, co-escrito con el poeta Luis Cremades; podría haberse adueñado de la historia compartida por ambos, haberla dominado, como ha hecho con otros relatos o pasajes autobiográficos de sus libros; sin embargo, a partir de una idea propia,  decide desprenderse del entramado de coartadas de la memoria, deja que aparezca otra voz y que ésta le interpele, le alimente y complete lo que sabe incompleto, para que la historie le zarandee y le permita nacer de nuevo al pasado y, con él, al presente. El acto de desprendimiento necesario tiene como resultado el nacimiento de un libro de extraordinaria originalidad, sin duda también gracias a la inteligencia y la gran calidad literaria de Cremades. No hay brújula en el libro, hay unas cartas y una memoria caprichosa que fija sólo aquello en lo que se toma impulso para continuar.

Con esta frase comienza la novela La misa de Baroja: “Todo empezó por el deseo de una carta. […] Leer algo escrito de su mano que no fuera imperioso o académico. El deseo de ser destinatario de una correspondencia personal […]  Una carta que yo le escribiría con otro estilo. El de la verdad”.

He hecho alusión a las múltiples cartas que Molina Foix ha escrito para retratar a los personajes de sus libros y a sí mismo. Cartas enviadas y cartas recibidas.

Hay algo en este género epistolar que potencia la magia de la espera, de ese deseo nunca satisfecho que actúa como motor de la escritura.

Refiriéndose a la luz de la pintura, decía María Zambrano que el pintor siempre pinta una luz buscada, nunca encontrada, una especie de luz prometida, como la bíblica tierra prometida.

Sería posible ver a Vicente Molina Foix como el escritor en busca de una carta definitiva, la carta prometida, dirigida a alguien o a muchos, o tal vez a sí mismo, o una carta que provocase la recepción de otra carta;  una carta cuya relectura supusiera una renovación permanente de sus votos con la vida.