Esta pieza singular, Un tigre sin selva, de José Iniesta, me recuerda a las tragedias griegas y a Shakespeare, a Valle-Inclán y me parece un gran acierto porque funde poesía y teatro. Volvemos al origen, porque el teatro, la música que componen los actos, las escenas, los personajes, son poesía. Y asimismo los poemas que ponemos frente al mundo ¿qué son sino voces en el gran teatro del mundo? 

Es este tigre sin selva un homenaje a dos obras: Pato salvaje, de Ibsen y Máquina Hamlet, de Müller, en las que, dice el poeta, encontró clasicismo y vanguardia. Aprendió esta lección en estas obras y en las enseñanzas de Paco Zarzoso. 

La escritura ha de ser “destino y moral”, desde la gratitud. “Vuelo rasante sobre la fea realidad, entre el cielo y la tierra, rozando los espinos (…) piedra en el aire, lo que somos, cayendo al abismo” (p. 11). Así lo dice José Iniesta en un prólogo bellísimo en el que transmite su sentir sobre la vida y el arte y nos introduce al poema-tragedia que sigue. 

El teatro ha de ser moral, en el sentido más elevado del término. Ha de provocar catarsis, ha de ser ejemplar, como la Numancia de Cervantes, o San Juan, de Max Aub, o las tragedias griegas o de Shakespeare. El teatro la palabra, la poesía, “palabra esencial en el tiempo”, como decía Antonio Machado, no se deben malgastar porque son tiempo: nuestra vida. 

Un tigre sin selva es un canto a la vida. Este canto incluye la dicha, el dolor, “memoria de ciudades ardiendo junto al mar, la ceguera de Dios” (p. 12). Incluye un mundo en destrucción, un mar de plástico, glaciares que desaparecen, escenas como la de Gaza, al final del libro. Pero también somos “del sol en la montaña mágica y del aire encendido del otoño”. “Cómo amamos vivir -dice- no moriremos” (p. 12). 

En uno de los poemas de Arder en el cántico (2008), leemos: “atrévete a entonar el canto que celebra / el tránsito en el mundo. Y regala a esa nada excelsa del existir (…) las voces que nombraron (…) el prístino misterio de la felicidad”. 

Es Un tigre sin selva: teatro y poesía, poesía y teatro, sin credos ni fronteras, para que hable el silencio. Porque todo fue lo mismo: la representación, el cántico, el poema, para enaltecer el ánimo y poder adentrarse en lo secreto, en los misterios, “para nombrar lo imposible, lo sagrado” (p. 13): para abrir la puerta. Así fue todo hasta que lo desmembramos. 

El aliento trágico de este poema-teatro vibra desde el prólogo. El cuerpo del poema, dividido en dos partes, a los que se añade un epílogo, con un mismo temblor. José Iniesta ha creado una obra original, ha ido a las fuentes más remotas, al origen, a desenterrar la vida para iluminarla. 

Todos los personajes son uno solo, no existen. Y su aventura es un viaje al corazón de las tinieblas. No es un canto de esperanza: son hambre y palabras juntando los pedazos del cántaro roto de la vida. Conrad, y el cántaro roto. Todo cabe en este gran libro, tan original. 

Este poema-tragedia se ciñe a las tres partes que posee la tragedia griega: prólogo, episodios y éxodo. Está muy próximo a la tragedia clásica, a su tono elevado, a su sufrimiento, a la anagnórisis. Incluso el coro tiene su presencia en el estásimo que lleva por título “La pregunta del átomo” (p. 43), aunque el coro se siente en toda la obra al ser todos los personajes uno, al estar todas las voces en él.

La complejidad y calidad de un texto viene de su capacidad de generar sinapsis, de su riqueza connotativa. De su capacidad, también, de interpretar el dolor y la belleza de la vida, de ser para todos y de toda la humanidad.

El hombre que clama es el ser universal, como en el teatro griego o Shakesperiano; su grandeza lo convierte en arquetipo, en el que se pueden fundir todos los seres humanos. 

Llama la atención que todas las acotaciones formen parte del poema-teatro, algo que hacía Valle-Inclán, por estética, y porque las acotaciones tienen una función poética que no puede quedarse fuera del texto. Los actores y actrices han de interpretarlas. Si no es posible, una voz en off debería recitarlas. 

El metro es clásico: endecasílabos, heptasílabos, pentasílabos, alejandrinos, dotando a las dos partes del texto de ritmo musical. 

La grandeza de la aparición del viejo loco (todos los seres humanos y entre ellos, el padre muerto) (p. 20), tiene la fuerza de una tormenta en el páramo de Macbeth. 

En muchas ocasiones sentimos en diferentes obras de arte el aire rasgado por el rayo, el trueno y la lluvia impetuosa. Aquí está el tigre, en ese ambiente explosivo; lo está en la Pastoral de Beethoven; por él se ordenan los personajes de la Cena de Leonardo da Vinci. Es el principio que rige una obra de arte, la ordena, aunque esté formada por lo más dispar. 

El poeta ha incorporado a su obra el ritmo de la naturaleza, es bosque y canto de los pájaros, lluvia que salva. Y su no-personaje, todos los personajes, este ser frente al mundo, reivindica la belleza de los astros, se sabe “zozobra y tempestad”. La belleza venciendo en la batalla. Sabe que ha existido desde siempre y “entona el cántico salvaje/ de ser en la floresta / el ciervo vulnerado” (p.19). 

El ser primigenio en la cueva profunda, con su fragilidad, presto a morir, sin haber entendido nada, o sea, como nosotros. Todos los tiempos a la vez pivotan sobre este anciano de los tiempos.  Suena su voz entre la vida y la muerte. Puede cruzar los límites entre ambas. El tiempo es estático y fluido a la vez. Todas las escenas son posibles: la niña muerta, que a la vez nos increpa: el bosque que se venga. Por todo esto, por la capacidad del texto para asumir cien vidas y cien muertes, cada poema parece estar esculpido en la roca. Es piedra. Es un tigre sin selva, un fuego a quien derrota el arquero de la noche. 

Este tigre desea “la belleza del mundo al reflejarse / en el diamante vivo de otros ojos / el sol emocionado al proyectar / mi sombra / en el silencio / contra el muro” (26). 

Todos los tiempos y los seres se unen en uno. Se cumple el aserto machadiano de que hay que cantar siempre en coro, con toda la humanidad. En este poema, en el que una voz constata el horror de su pérdida, todos los seres humanos pueden alcanzar la catarsis, la purificación: “Tan solo es posesión cantar la vida” (p. 42). 

Este libro está arraigado en nuestra vida actual y en la de todos los tiempos. Las guerras y desastres son el escenario en donde nos sitúan las acotaciones. Una vez es un árbol quemado; otras, un páramo; otras, es, directamente, Gaza. El texto está anclado en todos los tiempos, porque la guerra es, por desgracia, de todos los tiempos. Los escenarios son mínimos, rotundos, y en ellos habla el universo, porque están vivos, son carga dramática, intensidad: hablan. 

La hija y el pato salvaje son los únicos inocentes, libres, en medio del horror. No existe la muerte: “fuiste (…) y lo serás, /la semilla en la tierra que florece / tras las lluvias de mayo, / la promesa del vuelo / hacia el sentido”. La hija viva: “la niña vulnerada / del amor en la luz” (p. 39). 

El poeta se sitúa en una atalaya desde la que contempla el paisaje de guerra y destrucción, la ausencia. Constata también la belleza. Es la historia del ser humano: sobrevivimos porque somos capaces de ver, de construir belleza. 

Para ser todos los seres humanos hay que transformarse, perder identidad, vivir fuera del tiempo, ser todos los tiempos. Por eso, el anciano es el padre muerto, el padre y la madre, que componen con la hija una Pietà impresionante, con la hija que ha muerto y vive al mismo tiempo. El desastre de la vida es implacable, pero la voluntad del ser humano le hace decir: “continuaré”, vivo, aunque la muerte invada todos los resquicios.   

La niña y el pato son tiempo y alma, nada tienen que ver con la barca de Caronte, ni con el Can Cerbero. La Pietà del padre la madre de piedra, con la niña en brazos, es un lamento y es también la resurrección del amor y de la libertad: “Mi sacrificio os salva, desprecia el oro sucio y las creencias” (p. 62).

El personaje, la voz que habla, vive en la incertidumbre: no sabe si es real, como tampoco puede saberlo el público. Todo es un inmenso teatro desolado. La gran metáfora del sueño y del teatro del mundo. 

Es la voz de la niña, que aparece sin el disparo en el pecho, la que suena al final. Es el bosque, es la auténtica vida, tiempo y alma.


José Iniesta, Un tigre sin selva, Sevilla, Renacimiento, 2024