Un año largo después de la aparición de la antología de su obra, editada bajo el título Con la cal en los dedos por el Instituto Leonés de Cultura, llega a nuestras manos la siguiente entrega poética de Pilar Blanco, Alas los labios, recientemente publicada en el sello conquense Ediciones Olcades.
La autora leonesa ha dicho hablando de sí misma: “escribo siempre el mismo libro, un río que fluye y recoge todo lo que encuentra en sus orillas”. Pero eso no nos impide apreciar una notable evolución en su poesía. Y es que dejando a un lado su prometedor inicio, aquella Voz primera de 1982 que se sustentaba en un registro personal de claros ecos juveniles y enamorados, sus posteriores libros, que empiezan a publicarse quince años más tarde, suponen un salto cualitativo en su poética avanzando hacia un territorio fronterizo entre lo intimista y lo elegíaco. Así se escribirán sus tres obras siguientes, Vocabulario íntimo (1997), Mundos disueltos (1998) y A flor de agua (2000), que delimitan un ciclo de mirada introspectiva en la poeta de Bembibre y cantan descaradamente al dolor, a la ausencia y a la soledad que humanamente se rebela.
Una segunda etapa de Pilar Blanco se abre con el libro Mar de silencio (2004), al que seguirán La luz herida (2004) y Ceniza (2005). Estos títulos, que por su proximidad temporal entre sí y su afinidad temática y lingüística son considerados por la propia escritora como una trilogía, establecen un nuevo rumbo para su travesía poética. En ellos el lenguaje se barroquiza y el discurso se despoja de la exclusividad del yo para asumir el tú y el nosotros, la mirada introspectiva de su primera poesía se posa ahora en el afuera, en el espacio vital, y hasta el universal, que la rodea.
Habiendo pasado casi de puntillas por las distintas etapas previas de la autora, llegamos a la que inicia con su libro El jardín invisible, publicado en el año 2007. La voz de Pilar Blanco vuelve a sorprendernos en su trazado evolutivo a través de los versos que componen este fundamental poemario. El lenguaje utilizado se suaviza, aunque no renuncia del todo a esa dicción quevediana tan característica de sus obras precedentes, y pasan a tomar protagonismo dos conceptos que, si bien podían estar apuntados en algunos momentos de su producción anterior, adquieren ahora una especial dimensión al interconectarse: el de la búsqueda de la propia identidad y el de la indagación de la misteriosa naturaleza de la vida. Y como aliada esencial para abrirse paso a través de esos terrenos tan arduos e inciertos, el sujeto poético se ayuda de la herramienta que sin duda mejor conoce y maneja: la palabra.
La poesía más reciente de Pilar Blanco se posiciona pues en una línea existencial y reveladora, entabla un duelo de conocimiento -que quizás intuye de antemano perdido- valiéndose del lenguaje como espada con la que cortar la niebla, para seguir avanzando hacia la frontera de la verdad esencial, hacia los dominios inalcanzables del origen cierto de la luz. Y es en esa misma línea donde se sitúa su nuevo poemario, Alas los labios.
El libro nos recibe con la formulación de un conjuro que la poeta parece verter sobre sí misma: “Serenidad/en el decir, / aliento visionario”. “Serenidad” para que los versos no se pierdan en falsos e inútiles fogonazos de pólvora vacía, y “aliento visionario” para que su mirada se transporte más allá del primer alcance que refleja la realidad cotidiana y superficial.
Y esa especie de auto-conjuro funciona perfectamente en cualquiera de las cuatro partes que componen el poemario. En la sección inicial, titulada “La grieta en el muro”, ya se empiezan a destapar esas virtudes perseguidas por la autora en su brindis poético previo. Se observa el aplomo de las palabras escogidas y la visión trascendental de la mirada que, tal como ha dejado escrito el poeta y crítico José Luis Morante, encuentra en una simple abertura en el muro de las rutinas y las incertidumbres la posibilidad de un punto de fuga, una senda de interrogaciones para la conciencia. En este sentido podemos leer en el poema “Lo que brota y pasa” los siguientes versos: “Abrir el pozo, / constatar que su hondura / es fértil, / que su humedad propicia y / su cavidad se ofrece. / Esparcir las semillas en sus grietas / para ver si los días / en su piel perseveran o / tal vez / son lo que brota y pasa.”
En la segunda parte de Alas los labios, la introducida por el epígrafe “Para siempre al borde”, se dibuja una especie de juego perverso de tintes nihilistas, en el que la vida intenta vencer el vértigo del tiempo y así mantenerse en un engañoso equilibrio mientras camina sobre el abismo de la negación y el vacío. Se trata de una bella, pero dura sucesión de poemas que nos obliga a avanzar como funámbulos pisando alambres y puentes de tablas a la deriva… “Camino / sobre la línea en llamas / que me lleva de dónde/a no sé bien aún. / Por no caerme.”
La sección tercera, encabezada por el precioso rótulo “Sobre la palma del mundo”, incide en algunos de los símbolos que mejor vertebran esta nueva entrega poética de Pilar Blanco. Reaparecen las puertas, presentes en distintos momentos claves del libro, a las que la autora se enfrenta con una mezcla de curiosidad y miedo; los pájaros y sus alas, significantes claros del intento de elevación de la mirada por encima de la perspectiva plana que la ata al mundo; los labios y las voces, como signos de sustento de las caricias esperadas y como refugios últimos donde tal vez se oculten las más deseadas respuestas; y la luz, idea recurrente en toda la poesía de Pilar Blanco, pero que aquí se nos presenta con un vestido nuevo, menos enfrentada al imperio de la sombra y más comprometida consigo misma: “Cae la luz / sobre las cosas / y en su lluvia / reverberan los cobres, / se acallan los sonidos, la ebriedad / de la flor en su muerte, / de la tarde en suspenso como hilándose / copo a / copo / mientras toda la luz se tambalea.”
En la cuarta y conclusiva parte del libro, titulada “Anegarse”, se nos alerta con una turbadora cita de Alejandra Pizarnik: “Ella tiene miedo de no saber nombrar lo que no existe.” Esta vinculación entre el lenguaje, al que ya antes hemos identificado con una espada para cortar la niebla, y el enigma, que tras esa barrera de niebla basa su existir en la sospecha de su propia inexistencia, parece llevarnos a un callejón sin salida. Y así sería si no fuera porque Pilar Blanco, en mitad de la aparente condena que suponen los pasajeros días de búsqueda, nos regala de pronto ese arrebato de alas, esa mirada desde lo alto que nos cambia la perspectiva y nos altera radicalmente la concepción de la vida: “Acaso es estar viva / y plena en la conciencia de la fugacidad. / Para brillar un siglo, / para estallar en llama y en aromas, / para tejer con sal la marea y sus peces, / ser la mujer que hablaba con los pájaros.”
Mediante esa misma aventura de salvación aérea, que no pretende desvirtuar la vida, sino reinterpretarla por elevación, se nos invita a otorgar valor de eternidad al presente, donde quizás residan la única prueba y la sola razón que den verdadero sentido al don de la existencia. Y ahí precisamente, en mitad del presente eterno, caben y surgen unos casi retadores versos de ofrecimiento, los del poema titulado “Beso”: “No es preciso que explique / cuánta agua necesita el penúltimo pez, / cuánto aire la última cometa, / o cuánto sol el vientre de la espiga. / Acércate a mis labios, / bebe, late; / arde en ellos.”
Alas y labios, pues, son los elementos necesarios para volar y arder, para llenar de aire y de luz viva los territorios oscuros que ejercen su tiranía alrededor de nuestras conciencias, para aprender a gozarnos y a consumirnos en la plenitud de este mundo, único que conocemos y único que al fin se nos entrega. Empecemos a pensar en ello bajo el influjo de las palabras de esta poeta, leonesa por tres de sus costados y alicantina por el cuarto, que con tanta autenticidad lo cree y con tanto talento nos lo escribe.
Pilar Blanco, Alas los labios, Ediciones Olcades, Cuenca, 2014.