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Configurar sentido descendente

Efectos de la apnea

29 de mayo de 2015 12:33:38 CEST

Introducirse en el universo creativo de la poeta asturiana Luz Rodríguez es un desafío y una aventura sobrecogedora, la visita a una ciudad fantástica donde se clavan en las paredes de papel palabras como condenas o salvaciones.

            Su libro El pez de la despedida es un conmovedor collage en el que se entrecruzan con pulso firme los versos de la propia Luz Rodríguez con las insólitas metáforas en tinta negra de la artista visual María Maynar, consiguiendo crear una atmósfera perturbadora.

            Al poemario podemos acceder desde sus cuatro puntos cardinales que son las cuatro partes del libro, “Arrecifes”, “El pez de la despedida”, “Bullicio de desamor” y “Bestiario” como si estuviésemos haciendo navegación de cabotaje, sacando con la mano imágenes complejas y emociones esculpidas en la brisa adivinándose  la sombra del pintor inglés Turner y la música de los óleos abstractos del ruso Kandinsky.

            A medida que avanza el latido del poemario van invadiendo sus páginas conceptos eternos como la muerte, la ausencia, el olvido, el amor, y sus antítesis en un vaivén de fotogramas vaporosos enfrentados a primeros planos sin concesiones a la estética: “Solo la muerte sobrevive sin nada que reemplazar”.

            Hay momentos en los que una fantasmagoría fascinante atrapa al lector y es ahí cuando la escritora concita en una suerte de conciliábulo mágico las voces de  Roberto Juarroz, de Rimbaud, de Goethe, de Rilke, de Klimt o de Virginia Woolf, todos estos nombres son sinónimo del amor de la autora a la cultura, salen al acecho en cualquier verso y habitan el esqueleto del texto para darle belleza.

            Poco a poco y con una cadencia suave el “Bullicio del desamor” va convirtiéndolo todo en una caldera, se aprecia en un extracto del poema “Demiurgo”, dice: “Inflamas el yunque,/ emplumas el espinazo”, la deriva se materializa en “Bestiario”, una descarga a voltaje medido, una sutura donde brilla “Entendimiento” con su voz ronca y gastada: “Escindes con machetes/ la llama que te adora”.

            Y el mensaje con el que concluye y se cierran los círculos, es demoledor, lo vemos en “Cordero de Dios” cuando nos aproxima a las quemaduras sentimentales: “El amor / ese pez de bronceada hiel”.

            En el fondo subyace un poso amargo, la memoria se diluye en una caja de resonancia rajada, todo se revuelve en medio de un rumor tenso y eléctrico, la cálida arquitectura onírica acaba sufriendo la carnalidad hechizante de lo humano creando con aguja e hilo un lenguaje hermético y feroz, delicado y devastador.

            Cuesta dejar atrás el mundo de ficción impuesto por Luz Rodríguez, salir de ese  laberinto construido sin descanso, átomo a átomo, a golpe de sueños y pesadillas cincelado con precisión y nitidez, y volver a la rutina de los espejismos de carne y hueso.

 

Luz Rodríguez, El pez de la despedida, Paco Rallo Editor, Zaragoza, 2014.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Mario Hinojosa

El nudo y la cuerda

22 de mayo de 2015 12:48:59 CEST

En Europa, en los años sesenta, los hombres que habían nacido a principios del siglo, ya no se hacían muchas ilusiones. Nada iba a ser como antes. Como antes de los años cuarenta. Como antes de los años veinte. Eso ya lo sabían. Seguramente ahora las cosas eran mucho mejores que entonces, se decían, y serían todavía mejores sin duda. Al menos seguían con vida. Al menos podían contarlo. Pero echaban de menos algo. Les faltaba algo. Algo se había perdido. No sólo había cambiado el paisaje. Pero, ¿qué era ese algo más intangible que el paisaje? Digamos que ese algo que echaban de menos era el sentido, el significado, el por qué ocurrían determinadas cosas y otras no ocurrían, y el por qué las explicaciones que se daban de lo que había ocurrido les satisfacía tan poco. Y esta pérdida del sentido de las cosas fue impregnando poco a poco todo lo que escribían, todo lo que pintaban, todo lo que componían. Basta con leer algunas obras de aquellos años para darse cuenta de que el mundo había cambiado, de que los hombres, tal vez por primera vez en la historia, se habían visto obligados a aceptar lo inaceptable, a renunciar a lo irrenunciable, o a desear lo indeseable. No me extrañaría que la filosofía del lenguaje tuviese que ver con todo esto.

Los diarios, su propio nombre lo indica, tienen más que ver con el tiempo que con el espacio. Sí, naturalmente, está el lugar donde nacimos, donde pasamos nuestra infancia, seguramente un pueblo al que quizá volveremos algún día y no reconoceremos ya, y luego la ciudad, ciudades, casas que se suceden, tal vez un internado, países a los que se viaja, hoteles, lugares y más lugares que los escritores consignan en sus diarios. Pero de lo que realmente hablan no es de esos lugares, sino del paso del tiempo. Y el tiempo no siempre pasa igual para todos. Por ejemplo, hay personas que con el tiempo rejuvenecen.

El tiempo es el tiempo personal y privado de cada cual, por supuesto, pero también, inevitablemente, es el tiempo de la historia, el tiempo de todos. Y no siempre están sincronizados estos dos tiempos. Escritos cuando ya había escrito sus piezas de teatro más sonadas, estos Diarios de Ionesco se benefician, claro está, tanto de su experiencia de la literatura, como de su experiencia del mundo. De la primera hay que decir que si escribía era porque no sabía hacer otra cosa, según propia confesión. Y de la segunda que trató de arreglárselas como pudo con su angustia y su impotencia. ¿Y a qué conclusión llega después de tanta experiencia acumulada? Todo lo que sé ahora, lo sé desde la edad de seis o siete años. No, no es que Ionesco se considerase un niño prodigio, es que pensaba que no hay nada que saber, o casi nada. Y, sí, posiblemente también haya algo de decepción en esta frase. La idea del tiempo está ligada a la idea de la muerte. Puede incluso que sean la misma idea. “En cuanto uno sabe que se va a morir, la infancia ha terminado.” Primero somos conscientes de que el tiempo pasa, hasta que un día nos damos cuenta de que los que pasamos somos nosotros. Pero también es entonces cuando tomamos conciencia de la vida. Y la vida pasada, según una imagen recurrente del autor, es como una cuerda llenas de nudos que vamos desenredando.

Como se ve, en estos Diarios no se cuentan tan sólo anécdotas. O mejor dicho, se cuenta sobre todo la anécdota de vivir, que según Ionesco consiste en ir tirando, en dejarse llevar, sin hacerse demasiadas ilusiones, sin hacerse demasiadas preguntas, y en emborracharse de cuando en cuando, de arte, de poesía, de teatro, incluso de alcohol llegado el caso: “No he sido verdaderamente feliz más que borracho”, repite en ambos diarios. Porque Ionesco, no hace falta decirlo, nunca se sintió a gusto en el mundo. La cultura, lo que el hombre llama cultura, es la barbarie, lo que llama amor, es el odio más salvaje, lo que llama paz, la guerra más cruenta y generalizada. Estas conclusiones pertenecen a sus días más negros, que él llama también sus días más lúcidos, y que sólo logra superar gracias a su dosis diaria de indiferencia. Y, de cuando en cuando, algún fogonazo, alguna página exultante, algún recuerdo emocionado, o esos maravillosos cuentos para niños de menos de tres años con que sazona su Presente pasado, pasado presente.

No hay muchas diferencias entre ambos diarios. Formalmente, yo diría que muy pocas. Tal vez en el primero hay más sueños y en el segundo más recuerdos, lo que, bien mirado, tiene cierta lógica. En 1967 repasa lo que había escrito en 1940. Va y viene de una fecha a otra, de una guerra a otra, de un exilio a otro. Ionesco se mantuvo siempre a distancia de todas las ideologías. Todos los sistemas le parecían falsos, todas las revoluciones criminales. Ser libre era para él estar fuera de la historia, y claro… Para mi gusto las páginas en que toma partido contra las tomas de partido políticas en todos los conflictos armados, genocidios o matanzas del siglo más cruento de la historia, ya se tratara del Vietnam, de Argelia, Sudan u Oriente Medio, se encuentran entre las más lúcidas y de más actualidad desgraciadamente también. Tampoco hoy van a gustar estas páginas a nadie que esté comprometido con una idea política excluyente, como lo son casi todas. Los motivos que hay detrás de las protestas contra los crímenes, no son siempre todo lo humanitarios que cabría esperar, y conviene saber qué se defiende cuando se ataca algo, y qué se ataca cuando se defiende algo.

Yo creo que sólo escriben diarios los hombres y las mujeres que sienten nostalgia, ya sea nostalgia del Absoluto, como diría Léon Bloy, o nostalgia del beso de buenas noches, como Proust, pues la Recherche es casi más un diario que una novela, y en función de los distintos tipos de nostalgia, que se corresponden, claro está, con los distintos tipos de hombres, así son sus diarios. De Ionesco puede decirse, por ejemplo, que siente nostalgia del paraíso. O quizás sólo del beso de buenas noches. Aunque tal vez estas dos nostalgias sean la misma.- MANUEL ARRANZ.

 

Eugène Ionesco, Diarios: Diario en migajas. Presente pasado, pasado presente, traducción de Marcelo Arroita-Jauregui, Madrid, Páginas de Espuma, 2007.

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Manuel Arranz

Místico de nuevo siglo

22 de mayo de 2015 12:43:48 CEST

Acaba de ver la luz el primer libro de poemas firmado por Mauricio Wiesenthal -en adelante MW-, Perdido en Poesía (2013), que ha tenido a bien publicar la joven editorial sevillana La Isla de Sistolá. Nadie se ha sorprendido de esta nueva entrega, pues, la narrativa precedente del autor acusaba ya una fuerte sensibilidad poética a la que, tarde o temprano, habría de enfrentarse o rendir cuentas: “A lo largo de medio siglo he publicado miles de páginas en prosa; aunque muchas de ellas esconden un sentimiento lírico […] pienso que se necesitan muchísimos años para escribir un solo verso, porque la prosa exige vivencia y sentimiento; mientras que la poesía obliga a guardar y a madurar la experiencia en el recuerdo, hasta que rebrota en el alma, dispuesta en belleza, arreglada en medida y ajustada en música” (p. 9). Lo que muchos lectores nos preguntábamos era cómo resolvería el problema de convertir ese sentimiento lírico de su obra narrativa en esencia poética de corta expresión. Cómo transformar esa emoción -desbordante- en un pensamiento rítmico ahormado en palabras. Difícil empresa para alguien del talante vital de MW cuyas pasiones se resuelven en novelas de mil páginas y, cuya complejidad argumental rehuye del cortometraje por su breve alcance emocional. Incluso, pudiéramos afirmar que esto asemeja un ejercicio literario autoimpuesto; la misma y obligada “batalla” que muchos novelistas han librado con la forma más noble de literatura. Enfrentarse a la poesía partiendo de un registro lírico de larga duración implica la aceptación de unas reglas de juego sucintas: establecer una correspondencia sígnica entre sentimiento y palabra en un tiempo acotado. Podar nuestro sentimiento para definirlo en palabras, para luego, previa inoculación, hacerlas estallar. Entonces, la máxima de Mallarmé, “No se hace la poesía con ideas sino con palabras” se “apaga” en significado y se “enciende” la vela mística de Roque Dalton García “Poesía perdóname por haberte ayudado a comprender que no estas hecha de palabras”. Sentencia romántica que pudiéramos adscribir a la obra de MW: “Los versos que componen este libro fueron escritos en trance de oración y de amor. Son regalo del ensueño y de una vida trabajada y sentida siempre en poesía” (p. 10). ¿Será, acaso, que el sentimiento egoísta, -matriz del poema- prostituye las palabras, a fin de disolverlas en la neblina de ese diálogo interior que es la poesía? ¿No es esto un truco maravilloso de magia literaria? Aun más, ¿no será ésta la delgada línea que delimita la “buena” de la “mala” poesía? Cuando los colores se anteponen a las palabras, cuando lo leible torna visible, el mundo nos parece más aceptable, pues, “la poesía conduce a nuestro corazón y lo ilumina en una vía de fe, de amor y de esperanza. Da frutos incluso en la sequedad del dolor, en la fatiga de la pobreza o en la confusión de la lucha. Y, cuando el espíritu se manifiesta en belleza, tiene una fuerza prodigiosa” (p. 14).

 

Así, a lo largo de este Perdido en Poesía se evidencia, y de manera persistente, ese dominio de la sensualidad sobre la palabra. A través de ocho epígrafes de desigual extensión -Soneto de ida sin retorno, El dulce fruto, Las canciones de Sefarad, Azules para Annouchka, Escucha Israel!, Elegías de amor doliente, En estilo nuevo, y Poemas del astrónomo- se aborda la  sempiterna triada wiesenthaliana: Amor, Fe, y Esperanza. ¿No es, acaso, todo lo que se necesita para vivir? “La torpeza para mantenerse en el amor y en la paz -aunque pueda ser objeto de burla para los miserables- es preferible a una vida de falsos contentos y apariencias. Mejor caer herido en la vía de los Cantares que vagar en los desiertos de una vida sin amor, sin esperanza, sin piedad y sin fe” (p. 11).  Puro misticismo que nos remite a San Juan de la Cruz y Garcilaso de la Vega; autores omnipresentes y fundacionales de la presente obra. Poemas como Senda de amor místico o Vida Sencilla ¿no emprenden el mismo vuelo religioso y místico del fraile de Avilés? Y que decir de Tus Manos o Gazal bastardo de amor herido, ¿no asoman aquí con insistencia los Sonetos del genio toledano?

 

Hay también poemas en la lengua de Dante como Notturno D´Annunziano, así como en la de Josep Pla, póngase por caso Llibres de paper. Tampoco  menudean poemas -de corte iconográfico- sobre personajes de sus novelas como la Nennolina, aquella niña de Luz de Vísperas que el autor recreó y cuya existencia real fue constatada a posteriori; una coincidencia que, en detrimento de la razón ilustrada, alimenta el mundo irracional, pasional, intuitivo y místico de MW. Siguen a esta caterva de referencias, profusas dedicatorias a su cercano círculo de amistades. Mon, compañera de perfumes, Pedro. M. Valenzuela y Mercedes embajadores del “astrónomo” en Al-Andalus, Kristina Muñoz su retratista, María Rosa su mujer, Jaume Vallcorva su editor, o Selma Ancira compañera de oficio literario, son algunas de las personas a las que se le dedica este poemario. Parece como si MW se propusiera obsequiar a sus amigos con su más íntima producción poética. Poderosa mística esta de influjo romántico. Y si en palabras de Borges- evocando a Heine-, la poesía nos hace “ver en la muerte el sueño, en el ocaso un triste oro”, toda vez convierte “el ultraje de los años en una música, un rumor o un símbolo” confiriéndonos el legado de la inmortalidad. ¿No es este el mejor regalo con el que MW podía obsequiarnos?.- IVÁN MOURE PAZOS,

 

 

Mauricio Wiesenthal, Perdido en Poesía, Sevilla, La isla de Siltolá, 2013.

 

 

 

 

 

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Iván Moure Pazos

Aunque nada importe

8 de mayo de 2015 13:19:27 CEST

Habiendo desempeñado un papel central en la renovación poética de signo clasicista (y, en su caso, abiertamente “antinovísimo”) que se produce en la poesía española de finales de los setenta y principios de los ochenta con Sevilla como uno de sus focos más importantes, Javier Salvago (1950) ha mantenido a lo largo de los años una inquebrantable lealtad a su propia voz (heredera de Bécquer y los Machado, de la escuela sevillana áurea y de la tradición más estilizada y sobria de poesía popular) y una admirable regularidad cuyos frutos quedaron recogidos en Variaciones y reincidencias (Renacimiento), sus poesías completas hasta 1997. Posteriormente, y tras un largo silencio de alrededor de quince años, apareció Nada importa nada (Isla de Siltolá, 2011), libro no menos fundamental que su obra anterior donde se encontraban acaso algunos de sus más brillantes poemas.

            Partiendo del más radical estoicismo y de una visión acusadamente determinista de la existencia y contemplando los tintes crepusculares del horizonte desde la atalaya de los años, Salvago se enfrentaba allí al balance de su recorrido vital y el sentido de su labor poética. Y la nueva colección de poemas que se publica ahora podría ser perfectamente una continuación de aquel último libro en cuanto a ese propósito, aunque en este puedan advertirse, no obstante, diferencias de forma y de tono como el predominio del verso corto (en un poeta que tan habitualmente ha venido cultivando el endecasílabo y el alejandrino en poemas de cierta extensión, como sus memorables sextinas) y del poema breve, escueto, más desnudo que nunca. Ya de tipo epigramático, de corte popular o en el molde del haiku (que en sus manos adquiere un llamativo carácter personal y aforístico), el tono del poema se vuelve en bastantes ocasiones bronco, directo, descarnado. El tono de quien se enfrenta a la realidad sin edulcorantes y cuenta (y se cuenta) verdades sin contemplaciones.

            Pocos poetas contemporáneos han tenido una visión tan clara de la creación de poesía como oficio total, como exigente camino de autoconocimiento que conlleva una especie de depuración moral en pos de la verdad última de sí mismo. Pocos han parecido quitarle tanta importancia al mismo tiempo, lejos de cualquier complacencia en la figura del poeta como ser excepcional distinto del resto de los hombres: “Con el yo de mi canción / no te excluyo, compañero; / tú eres ese yo”. La vida del poeta es en sus versos la vida de cualquiera. El antihéroe común que habita en cada uno de nosotros.

            De esa aparente contradicción han surgido algunos de sus más hermosos poemas sobre la poesía como necesitad vital. Y no es casual que este libro se abra precisamente con un poema titulado “La poesía” que, precedido de una cita borgiana (“la vieja mano / sigue trazando versos / para el olvido”) nos recuerda esa batalla perdida de antemano contra el mundo y contra el tiempo que, a pesar de todo, el poeta sigue sintiéndose irremisiblemente obligado a librar, aunque signifique: “Ver que a nadie le importa / después de tantos años / lo que a ti te importaba, / hasta ayer mismo, tanto”.

            Pero no solo de poesía habla este libro que tanto tiene de recuento y retrospectiva. Los poemas más destacables de su parte inicial (“Ajuste de cuentas”, “La verdad verdadera”, “Infierno”) son una reflexión sobre el triunfo y el fracaso, el coraje y la cobardía, el remordimiento y la aceptación del error. Y, convencido de que el peor de los pecados que un hombre puede cometer es engañarse a sí mismo sobre quién es, el poeta no vacila en poner nombre a sus errores: “la falta de ambición y el miedo / te hicieron elegir siempre el camino / más largo y sinuoso, el más adverso”. La serie titulada “Haikus de la frontera” aborda la muerte desde la ironía más característica del autor: “Lloran por mí. / Pero yo de ese sueño / me he despertado”. Y aún encontraremos  otros dos epitafios de tono semejante junto a una curiosa serie de tres sonetos cuasimetafísicos y un hermoso y emotivo poema final que rinde homenaje a la memoria del desaparecido Fernando Ortiz.

            Nos hallamos sin duda ante un poeta que no necesita máscaras para hablar, que no ha precisado nunca disfraces culturalistas ni personajes interpuestos para emplear la primera persona. “Otro de mis errores / fue obstinarme en contar / las cosas como eran, / en mostrarme tal cual [...]”, se reprocha a sí mismo en un poema titulado “Sin pudor ni vergüenza”. Pero junto a los poemas más confesionales e introspectivos destaca sobre todo en este libro el Salvago popularizante y moralista de las series de soleares, haikus, apuntes y coplas, donde probablemente se encuentran sus mayores aciertos: “la libertad es saber / qué nos ata, qué nos mueve, / dónde vamos y por qué”, y los instantes de más intensa hondura: “Cuando el dolor se prolonga / ni enseña ni purifica. / Te llena el alma de sombra”.

            “Un antihéroe es un perdedor / que acepta la derrota de la vida, / pero que no se rinde”, leemos en uno de esos “Apuntes”. Al acabar el libro sabemos que el poeta Javier Salvago no se ha rendido tampoco.

 

 

 

Javier Salvago, Una mala vida la tiene cualquiera, Sevilla, Isla de Siltolá, 2014.

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Victoria León

La ligereza de lo eterno

4 de mayo de 2015 08:25:43 CEST

Algunos libros hay que empezar a leerlos por el subtítulo. El que acompaña a La huella de la mariposa remite escuetamente a un género discursivo y a un intervalo de fechas: Diario (verano 2006-verano 2007). En efecto, este volumen adopta la apariencia de un dietario lírico, un bloc de notas o un cuaderno de bitácora donde Mahmud Darwix (1941-2008) entrega su fe de vida y su testamento ológrafo. Sin embargo, el lector que espere encontrar aquí la corteza anecdótica del trasiego cotidiano se sentirá decepcionado. El poeta nos ofrece nada menos que el meollo de la existencia, ese núcleo universal que los humanistas llamaron alma, y que resulta común a amigos y enemigos, combatientes y pacifistas, tipos contemplativos e individuos de acción, palestinos e israelíes.

            Impermeable a los credos maniqueos, la obra de Darwix se caracteriza por su inquietud ética y su raigambre cívica. El intento de recomponer una identidad fracturada constituye el eje de unos versos a veces enjutos, y otras veces dilatados hasta el espesor del poema en prosa. Así, si el autor suscribe el “yo es otro” de Rimbaud, no lo hace para mirarse embebecidamente en el espejo de la alteridad ni para salir al teatro del mundo con la máscara tragicómica del comediante. Al contrario, la otredad es aquí una declaración de principios éticos y de fines estéticos, una forma de perplejidad con la que afrontar las nimiedades de la vida o las cicatrices del mapa geopolítico: “Yo no soy yo en Iraq. Tú no eres tú”. Con todo, los títulos que apuntan a ese “yo otro” (“Qué soy sino él”, “Alguien que se persigue a sí mismo”, “Si yo fuera otro”, “Mi poeta/mi otro”) se troquelan sobre la experiencia de quien no renuncia jamás a un vitalismo contagioso. Incluso en aquellos vislumbres prospectivos, en los que el sujeto ha de vérselas con su propia muerte ―que se le aparece personificada, entre la iconografía de Jorge Manrique y la de Ingmar Bergman―, la respuesta del escritor consigue desarmar los argumentos de la mismísima Parca: “Si me dijeran: Esta tarde será tu última tarde, / ¿qué vas a hacer el tiempo que te queda? / ―Miraré el reloj, / me beberé un zumo, / morderé una manzana / […] Miraré de nuevo el reloj: / Me da tiempo a afeitarme / […] Luego, / me iré andando / al cementerio”. Esa lucidez irónica se convierte en el arma secreta de Darwix.

            Otro aspecto recurrente es la identidad política, que se presenta bajo el disfraz de una amenaza o de una violencia fratricida. El autor elabora la crónica de un estado de excepción y reivindica un nuevo trazado de fronteras físicas y mentales. De este modo, las elegías por el destino del Líbano (“Más que empatía”, “En Beirut”) y de Iraq (“Larga es la noche de Iraq”) alternan con el correlato histórico (“Nerón”) y con las sátiras que denuncian el espejismo de una falsa democracia (“Urnas”, cuyo comienzo conecta con “Elegido por aclamación”, de Ángel González). En este contexto destacan “Casa asesinada”, inventario de los objetos domésticos que mueren junto a sus dueños, y “Si es que queremos”, un himno comunitario que sustituye las proclamas colectivas por el elogio de la convivencia: “Seremos un pueblo cuando el palestino se acuerde de su bandera solo en los estadios, en los concursos de belleza y el día de la Nakba. Nada más”. Un impulso similar recorre los versos viajeros en los que Darwix da una vuelta por mundo para darle la vuelta a algunos prejuicios y reafirmarse en ciertas creencias. En estos poemas cosmopolitas, cada lugar está asociado con el recuerdo de un autor querido o admirado: Derek Walcott (“En Córdoba”), Mark Strand (“En Madrid”), Naguib Mahfuz (“En una barca en el Nilo”), Salim Barakat (“En Skogås”), o Peter Brook (“Boulevard Saint-Germain”). Sin embargo, lejos del homenaje cortés que solemos atribuir a la lírica de circunstancias, estas composiciones funcionan como una amarga meditación acerca de una patria perdida y de un exilio reencontrado: “Es libre quien puede elegir su exilio / de algún modo…”.

            Finalmente, cabe resaltar la plasmación de la propia identidad literaria. Aunque renuente a las afirmaciones programáticas y a las sinuosidades intelectuales, Mahmud Darwix recoge un apretado prontuario de ideas estéticas. El libro transita desde la cadencia estacional del poema en prosa (“Un verano otoñal sobre las colinas, como un poema en prosa”) hasta la semiótica del paisaje: “Las chumberas que flanquean las entradas de los pueblos han sido siempre las guardianas de los signos”. La concepción de la metáfora como refugio ante la intemperie se alía con la defensa de la elocuencia que subyace en el silencio. La tensión dialéctica entre “la riqueza de la metáfora” y “la pobreza del habla” abre un horizonte de posibilidades expresivas donde convergen el placer de la sinestesia, la astucia de la alegoría y el pecado del simbolismo. Pero la retórica que más le interesa al autor es la que se desprende de la claridad de las cosas, de una sencillez que quisiera imitar la naturalidad del cielo despejado y del adjetivo denotativo. A medio camino entre la impureza y la esencialidad, Darwix define el proceso creativo como la manifestación de una carencia, arrastrada por la vorágine de la tragedia o sublimada mediante un peculiar sentido del humor: “Camino entre Homero, al-Mutanabbi, Shakespeare… y me tropiezo como un camarero novato en una recepción real”. Quizá la mejor muestra de esa felicidad fugitiva se localice en el texto que da título al conjunto, en el que el poeta aspira a capturar la “ligereza de lo eterno en lo cotidiano”.

            En definitiva, La huella de la mariposa culmina uno de los proyectos artísticos e ideológicos más apasionantes de los últimos tiempos. La luminosa traducción de Luz Gómez consigue que nos olvidemos de que las palabras de Mahmud Darwix fueron escritas originalmente en otro idioma. Ya se sabe que la gran poesía habla siempre en esperanto.- Luis Bagué Quílez.

 

Mahmud Darwix, La huella de la mariposa, Valencia, Pre-Textos, 2012.

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Luis Bagué Quílez

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