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Configurar sentido descendente

La trascendencia de Ramón J. Sender (1901-1982)

1 de marzo de 2024 11:29:57 CET

En 1976 Vicente Verdú entrevistaba a Sender en Cuadernos para el Diálogo e inquiría al escritor acerca de la satisfacción que debía suponerle saber que tenía asegurada la “supervivencia”, es decir, la fama póstuma como autor de obras memorables. El novelista, sin embargo, respondía: “Mi supervivencia me importa un comino”. Y, con toda probabilidad, no se trataba de ningún alarde de altivez. Sender trató de salvarse a través de la escritura, pero era el proceso de creación y no el resultado lo que le insuflaba una cierta sensación de trascendencia. Escribía, según le confesaba a Marcelino Peñuelas, impelido por “una obsesión de la que hay que librarse”, mientras que ante la obra ya impresa se sentía “más bien culpable”. Y pensaba: “Debería haberlo hecho mejor o no debería haberlo escrito de ningún modo”.

Por lo mismo, el novelista se mostraba generalmente más complacido con el trabajo en curso o con el recién concluido que con los anteriores. Al poco de finalizar un texto perduraba en el autor la tensión creativa. Después, lo asaltaban la desconfianza y la incertidumbre. Sus libros eran fruto, según afirmaba, “de una necesidad biológica de expresarse más que del deseo de hacer efecto o de levantar artificiosamente un cuadro de valores con vistas al éxito”. Ello explica que ninguno de los intrincados episodios que le asaltaron lograra acallarlo. Si el exilio conllevó el silencio o la repetición fastidiosa para otros autores, Sender encontró en el Nuevo Mundo motivos inéditos para sus libros, ya fuese la exultante naturaleza americana (Mexicayotl, 1940; Epitalamio del prieto Trinidad, 1942), la evocación de la guerra civil (El rey y la reina, 1948; El vado, 1948; Mosén Millán, 1953) o la indagación catártica en la propia vida (Crónica del alba, 1942).

Al conmemorar el centenario del nacimiento del autor, alguien que conocía bien los resortes del éxito editorial, como era Rafael Conte, expresaba en las páginas de esta misma revista un justificado escepticismo sobre la posibilidad de que la celebración lograra modificar “el lugar que ocupa Ramón J. Sender en la historia de España y de su literatura”. A su juicio, las pompas conmemorativas no alterarían el silencio que las modas comerciales infligían al escritor, pero tampoco esta postergación lograría deslucir un ápice los méritos de una producción tan extensa y variada como la suya, susceptible de numerosas lecturas e interpretaciones. En suma, Conte contemplaba una obra literaria de incuestionable valía, pero de escaso acceso al gran público. Veinte años después de aquel vaticinio, habría que concluir que no se equivocaba, aunque tampoco acertaba del todo. La percepción de Sender se ha modificado en aspectos relevantes en los últimos lustros. En este tiempo, la literatura del aragonés ha gozado de un interés constante por parte de no pocos estudiosos, nuevas promociones de analistas han accedido a sus textos y la resonancia de su obra se expande por distintas partes del mundo.

 

Los nuevos territorios de Ramón J. Sender

Ya en 2003, Jean Pierre Ressot suministraba un penetrante análisis de la creación del autor desde la sugerente óptica de su proclividad hacia lo grotesco, Apología de lo monstruoso. Una lectura de la obra de Ramón J. Sender. En este mismo año, Israel Rolón publicaba Carmen Laforet, Ramón J. Sender: puedo contar contigo, correspondencia, donde afloraban deliciosos entresijos de una amistad sostenida en la admiración mutua. El volumen ha sido reeditado por Destino en 2019. En 2004 aparecían dos nuevos tratados de enjundia sobre el escritor: El soldado occidental. Ramón J. Sender en África (1923-1924), de Vicente Moga, minuciosa exploración de la estancia militar del futuro autor en África, que tan hondas consecuencias acarrearía para su obra, y Testigo, víctima, profeta: los trasmundos literarios de Ramón J. Sender, del profesor Ángel Alcalá, ambiciosa y bien fundada vista panorámica de la obra del aragonés. Ana Longás publicaba en 2005 Un paseo por el Tauste novelado de Ramón J. Sender, breve pero muy documentada incursión de lo que significó en el futuro escritor su breve estancia (1911-1913) en esta población de las Cinco Villas. De 2006 es la detallada revisión de la obra del escritor firmada por José Luis Negre Carasol, Aproximación a la narrativa de Sender. En 2007, Francisco Carrasquer entregaba una suerte de testamento de su larga y provechosa dedicación reflexiva a la creación de su coterráneo: Servet, Spinoza y Sender. Miradas de eternidad. José Luis Cano, en 2008, le dedicaba un número de la colección ilustrada Xordiqueta, en torno a personajes ilustres aragoneses, con el título de Sender y sus criaturas, una percepción desenfada y sagaz del autor. De 2009 es el ensayo de otro antiguo estudioso de nuestro autor, el profesor chileno Eduardo Godoy Gallardo, Novela española de postguerra: Ramón J. Sender, Camilo J. Cela, exilio republicano. Al año siguiente, la historiadora Elvira García Arnal trataba de discernir en su Guía de lectura: Crónica del alba de Ramón J. Sender entre lo que esta serie narrativa contiene de referencias históricas y lo que encierra de pura imaginación literaria. También en 2010 María Ángeles Naval publicaba Cuestión de memoria: estudios sobre Ramón J. Sender, Luis Cernuda y Francisco Ayala. Del mismo año es el Diccionario de autores aragoneses contemporáneos de Javier Barreiro, donde la entrada más extensa y detallada corresponde a nuestro escritor. En 2011, Marta Fuembuena, en Turrones para Sender, recogía la correspondencia entre el fundador y propietario de Aragón/Exprés y el escritor. El libro se completa con un ensayo nuestro titulado “Una maleta llena de historias. El regreso literario de Ramón J. Sender’. En 2012, Isabel Carabantes de las Heras y Ernesto Viamonte Lucientes dedicaban al autor una parte sustancial de su libro La novela aragonesa (1973-1982). En 2019, el profesor Antonio Valmario Costa Junior publicaba en Río de Janeiro el estudio Entre a ausência e a presença: vestígios da essencialidade em duas arquitecturas narrativas de Ramón J. Sender, acerca de Imán y Réquiem por un campesino español.

En un entorno intelectual afín, recientemente se reimprimía el estremecedor reportaje Muerte en Zamora (1990), de Ramón Sender Barayón, hijo del novelista y de Amparo Barayón. Como bien se sabe, Sender Barayón reconstruía en estas páginas, veteadas de sufrimiento, la figura de su madre, fusilada en Zamora el 11 de octubre de 1936, cuando él apenas contaba dos años. El libro, recuperado por Postmetropolis en 2017, incluye ahora estudios de Paul Preston y Helen Graham, además de nuevos testimonios de elevado interés acerca del desdichado final de Amparo. También Manuel Sender, el hermano del novelista fusilado en Huesca en agosto de 1936, ha merecido un estudio biográfico, Manuel Sender y el republicanismo oscense (2015), a cargo del historiador Enrique Sarasa Bara.

A propósito de las ediciones críticas de las obras del autor, hay que detenerse necesariamente en la colección ‘Larumbe. Textos Aragoneses’, que edita Prensas de la Universidad de Zaragoza junto con el Instituto de Estudios Altoaragoneses, el Instituto de Estudios Turolenses y el Gobierno de Aragón. Aquí se publicó ya en 2004 Casas Viejas, con prólogo de Ignacio Martínez de Pisón, edición de José Domingo Dueñas y Antonio Pérez Lasheras y notas de Julita Cifuentes. El mismo año se imprimía Siete domingos rojos, de acuerdo con la versión original de 1932, al cuidado de José Miguel Oltra, Francis Lough y José Domingo Dueñas. En 2005, Larumbe insertaba en su catálogo Los cinco libros de Ariadna, la polémica novela de 1957 donde el autor arremete contra el estalinismo, en edición de Patricia McDermott, máxima especialista en los entresijos y avatares de esta serie narrativa. En 2008, se publicaba Proclamación de la sonrisa, con edición de José D. Dueñas, recopilación muy sugerente de breves ensayos que no se había vuelto a imprimir desde 1934. Francis Lough, profesor británico que ha dedicado abundantes y sustanciosas páginas a nuestro novelista, preparaba en 2010 la edición de La Esfera, narración de particular complejidad filosófica publicada en 1947 como reelaboración de Proverbio de la muerte (1939). Por último, y hasta la fecha, en 2015 aparecía el Teatro completo de Sender, en edición de Manuel Aznar Soler, donde se compilan nada menos que trece piezas dramáticas del escritor de Chalamera. En la vertiente juvenil de la misma colección, ‘Larumbe chicos’, había aparecido poco antes la recopilación Cuentos y leyendas (2011), narraciones escasamente conocidas de la primera etapa del escritor, con ilustraciones de Fernando Alvira e introducción, edición y glosario de José Domingo Dueñas. También con aparato crítico, Stockcero publicaba Imán (2006 y 20014), con prólogo de Borja Rodríguez Gutiérrez y notas de Aldolfo Campoy-Cubillo.

Por otra parte, como bien se sabe, el grueso de los libros del autor se ha publicado tradicionalmente en Destino, en virtud del manifiesto interés por la obra de Ramón J. Sender de quien fuera su fundador y director hasta 1989, José Vergés. También es conocido que Destino pertenece desde hace tiempo al Grupo Planeta y que los títulos senderianos no son periódicamente reeditados en sus colecciones. Aun así, en Destino se han publicado tras el aniversario de 2001 Réquiem por un campesino español (2003), Imán (2003 y 2008), Carolus Rex (2004) y El rey y la reina (2004). Sin embargo, otros sellos se interesan periódicamente por las obras del autor.

Ya en 2003 Zanzíbar Editorial publicaba Epitalamio del prieto Trinidad, novela de 1942, que ya hemos mencionado. Este mismo año Ediciones Irreverentes lanzaba Donde crece la marihuana. En 2005, el diario El país editaba y distribuía La aventura equinoccial de Lope de Aguirre. Por entonces, Virus Editorial recuperaba dos títulos de la etapa más puramente anarcosindicalista del narrador, ambos presentados por José María Salguero: en 2005, Siete domingos rojos, que había aparecido a finales de 1932, cuando el joven escritor se alejaba ya de la militancia libertaria, y en 2007, O. P. Orden público, narración original de 1931, donde el novelista refiere su breve experiencia carcelaria de 1926. Réquiem por un campesino español, sin duda su título más universal, ha sido difundido por Espasa-Calpe (2006), con edición y guía de lectura de Enrique Turpin, Heraldo de Aragón (2010), el diario Público (2010) o RBA (2012), donde forma parte de un volumen, Las novelas de los perdedores, prologado por Domingo Ródenas, junto con Míster Witt en el Cantón e Imán. La última obra citada había sido incluida unos años antes en las colecciones de Crítica (2006).

De 2007 es la reedición de Las criaturas saturnianas publicada por Visor, con prólogo de la escritora y antigua estudiosa de la literatura senderiana Julia Uceda. En 2008, Tropo Ediciones incluía en su catálogo Álbum de radiografías secretas, que no se había publicado desde 1982, y, en 2010, Solanar y lucernario aragonés, introducido por Antón Castro, recopilación de las colaboraciones del autor maduro en Heraldo de Aragón, que había editado el propio periódico en 1978. Los dos títulos son muestras notables de la escritura híbrida del Sender de los últimos años, cuando declinaba su capacidad fabuladora, pero lograba insuflar nueva gracia a su prosa mediante una combinación muy característica de evocación personal, comentario periodístico, secuencias narrativas y ciertas dosis de ensayismo. La misma receta aplicaba, también con indudable acierto, en Monte Odina, volumen de difícil catalogación aparecido en 1980 en la Nueva Biblioteca de Autores Aragoneses que dirigía José-Carlos Mainer para Editorial Guara, y que fue incluido en 2003 en la Biblioteca del Exilio, al cuidado de Jean-Pierre Ressot. En 2010, Montesinos reimprimía Bizancio, una de las grandes novelas históricas del autor. Al año siguiente, la Asociación de Libreros de Lance de Madrid tiraba de nuevo Siete domingos rojos, con prólogo de Carlos García Alix. En 2012 aparecía una versión en cómic de El fugitivo, con  guion de Hans Leuenberger y dibujo de Jaime Asensi.  De 2014 es la reedición de Túpac Amaru de Navona, con introducción de Lorenzo Silva.

La editorial aragonesa Contraseña, caracterizada por el esmero en la selección y preparación de sus títulos, ha lanzado ya tres obras de Sender: en 2014, El bandido adolescente, con prólogo de Fernando Savater, la novela con la que el escritor regresaba editorialmente a España en 1965; en 2016, Contraataque, que había aparecido originalmente en 1937, ahora con estudio de Alberto Sabio; y en 2020, Míster Witt en el Cantón, con introducción de José D. Dueñas, la novela que le había procurado al escritor el Premio Nacional de Literatura en la modalidad de narrativa ya en 1935. Una nueva edición de Viaje a la aldea del crimen, el gran reportaje de 1934 sobre la matanza de Casas Viejas, salía en 2016 en las colecciones de Libros del Asteroide, con prólogo de Antonio G. Maldonado. En 2017, Fórcola entregaba en cuidado volumen la crónica de la visita de Sender a la URSS, Madrid-Moscú. Notas de viaje, 1933-1934, con estudio de José-Carlos Mainer; la obra no se reeditaba desde que la Imprenta de Juan Pueyo le diera forma en 1934. Rasmia Editorial publicaba en 2018 La noche de las cien cabezas, con prólogo de José Luis Calvo Carilla; una narración entre social y expresionista que no había sido publicada desde que apareciera en 1934.

 

La esforzada difusión de una obra ingente

Con lo ya expuesto cabe pensar que las meritorias conmemoraciones de hace veinte años lograron, pues, sus propósitos: alertar de la importancia de una obra no demasiado atendida, atraer las miradas de nuevos lectores hacia un autor de desigual fama póstuma. Por otra parte, si la conmemoración del centenario mostró un explicable talante local -la mayor parte de las iniciativas surgieron en el marco territorial de Aragón-, con el tiempo la obra senderiana propaga su brillo en lugares muy dispares. En este cometido se identifican hoy dos focos de particular pujanza: el Instituto de Estudios Altoaragoneses (Diputación de Huesca), que da cobijo desde hace veinte años al Centro de Estudios Senderianos, y el hispanismo italiano, donde ha ejercido su vida académica la profesora Donatella Pini y ha sembrado con singular provecho su querencia por la obra del escritor.

Con el fin de dar continuidad al grandioso esfuerzo del Instituto de Estudios Altoaragoneses en la conmemoración de 2001, el Centro de Estudios Senderianos, dirigido en un principio por quien firma este artículo y desde 2016 por Luis Gómez Caldú, acordó convocar anualmente una conferencia sobre Sender, su obra o su tiempo. Se pensó entonces que la disertación debería correr a cargo preferentemente de escritores. De esta manera se pretendía propiciar un diálogo entre creadores, se procuraba que autores en activo escrutaran lo que la producción de Sender pudiera significar para la suya. Así, desde 2002 han concurrido en este empeño Eduardo Haro Tecglen, Andrés Trapiello, Lorenzo Silva, Ian Gibson, Félix Romeo, Carlos Fonseca, Benjamín Prado, Antón Castro, Santos Juliá, Agustín Sánchez Vidal, Daniel Gascón, Ignacio Martínez de Pisón, Sergio del Molino, Eloy Fernández Clemente, Luis García Montero, Irene Vallejo, etc. En no pocos casos, las intervenciones han quedado recogidas en las páginas del Boletín senderiano, que se edita como encarte de la revista Alazet. De esta forma, han sido objeto de análisis la faceta periodística del autor, el exilio, las incursiones africanas de sus novelas, su posicionamiento como intelectual en los años treinta, una cierta proclividad hacia el judaísmo en algunos relatos, la relación de su obra con el cine, los pormenores de su regreso a España en 1974, el singular acierto de varios títulos (Álbum de radiografías secretas, El bandido adolescente,), etc.

Si revisamos la sucesión de tesis doctorales sobre el autor en estos años, así como las traducciones de sus libros constatamos la mencionada preeminencia de las universidades italianas, aunque también la condición universal que va conquistando el escritor altoaragonés. Ya en 2003 Elisa de Bortol defendía su trabajo Un juego de espejos: El rey y la reina, de Ramón J. Sender en la Universidad de Venecia. En 2005, en la Universidad de Giorgia, Dorothy Kelly Wheatley ofrecía su estudio Contraataque and Réquiem por un campesino español: two Spanish Civil War novels by Ramón J. Sender. Giorgio Bolleta se doctoraba en la Universidad de Perugia en 2007 con la tesis La a-topia en la obra de Sender: El lugar de un hombre trasladada al italiano. En el mismo año, Michele Fonseca concluía su estudio Dois textos, um conflito, um héroi: leittura de Réquiem por un campesino español de Ramón J. Sender en la Universidad Federal Fluminense de Brasil. De 1980 data la aportación de Jess M. Boersma titulada Combating the modern state: war and literatura as weak dialectic in Galdós, Sender, Semprún and Goytisolo, aunque no fue publicada hasta 2008 por la Universidad de Michigan. Bajo la dirección de Francisco Caudet, María Lourdes Núñez defendía también en 2008, en la Universidad Autónoma de Madrid, su investigación La concepción antropológica-social en la obra narrativa de Ramón J. Sender (1939-1953). El mismo año, Ignacio Vázquez Moliní presentaba en la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) La memoria del desastre (1921): las principales narraciones de África como fuente histórica, donde se ocupaba por extenso de Imán. De nuevo una universidad italiana, ahora la de Milán, era el marco donde Mauro Fradegalli ultimaba su investigación, La narrativa western dall´America all´Europa: L´esperienza spagnola (2011), donde analiza, entre otras novelas, El bandido adolescente. Dos indagaciones recientes se han ocupado de La tesis de Nancy: en la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, en 2013, Mona Helmchen concluía Procesos de autorreflexión sobre la traducción de La tesis de Nancy, de Ramón J. Sender al alemán: un comentario crítico (…). Poco después, en 2016 y en la UNED, Francisco A. Folgueiras, con Interlenguaje y extranjerismos en el marco de la traducción fabulada en La tesis de Nancy, de Ramón J. Sender, se centraba también en los problemas de traducción que se desprenden de esta narración. Asimismo, en 2016, el ya citado profesor Antonio Valmario Costa Junior defendía en la Universidad Federal Fluminense la tesis Soy una rutina: matrizes da guerra civil española nos cotidianos ficcionais de Imán, de Ramón J. Sender.

Tampoco han escaseado las traducciones de los títulos del autor en este tiempo. Así, la novela Réquiem por un campesino español ha sido trasladada al inglés (2007) por Graham Whittaker, para la colección Clásicos Hispánicos de Oxford; al portugués (2007), a cargo de José Viale Moutinho, para la editorial Campo das Letras de Lisboa; al francés (2010), junto con El vado, a cuenta de J. P. Cortada y J. P. Ressot, para la editorial Attila de París; un sello que ha propiciado además las traducciones de El rey y la reina (2009), a cargo de Emmanuel Robles; El lugar de un hombre (2011), El fugitivo (2011), con estudio de Donatella Pini, y O. P. (Ordre Public) (2016), con epílogo de Elsa Pierrot, traducidas todas ellas por Claude Bleton. Mención especial requiere la primera traslación de Réquiem por un campesino español al árabe (2014), a cargo de la profesora tunecina Meimouna Haches Khabou. Anthony Trippet, antiguo conocido en el terreno de los estudios senderianos, traducía al inglés el primer tomo de Crónica del alba (2013), en edición anotada para la Manchester University Press. Al italiano se han volcado El rey y la reina (2011), con estudio de Donatella Pini y traducción de Graziella Fantini; El lugar de un hombre (2014), con prefacio de Rita Imperatori y traducida por Giorgio Bolleta; Las gallinas de Cervantes (2016), en traducción de Donatella Pini; El fugitivo (2018), con estudio y traducción de Federica Capelli; quien ya había trasladado al italiano cuentos de Sender (2008) así como la colección Relatos fronterizos (2014), para Edizioni ETS, de Pisa.

No cabe en estas páginas una relación detallada de las indagaciones recientes que ha merecido el autor en revistas y libros colectivos. Baste señalar que en los últimos años se ha ampliado su obra conocida mediante la recuperación de cartas o de contribuciones de juventud. Así, Javier Barreiro difundía en las páginas de esta misma revista (2016) un relato de diciembre de 1916, cuando Sender tenía solo quince años, titulado “Eco montañés” e insertado en el diario madrileño Los comentarios, “el primer texto -en palabras de Barreiro- de Sender publicado en Madrid”. El mismo estudioso localizaba (2014, 2016) varias aportaciones del joven escritor como guionista de la serie “Infancia y juventud de Cocoliche y Tragavientos”, publicada en la revista barcelonesa Charlot. Semanario festivo, entre 1917 y 1918. Poco después, Pedro Miana completaba las referencias de la contribución del jovencísimo escritor a esta misma revista. También recientemente José Luis Melero (2018) daba noticias de una novela desconocida del autor, Napolitana (1916, 1917), a la vez que animaba a emprender las indagaciones necesarias para su recuperación.

El Boletín senderiano, del Instituto de Estudios Altoaragoneses, y Orillas. Rivista d´ispanistica, de la Universidad de Padua, son desde hace tiempo los principales epicentros de difusión de las investigaciones sobre el autor. Del Boletín senderiano hay que mencionar aportaciones recientes de interés a cargo de Juan Domínguez Lasierra, Ana Martínez García, Mauro Fradegadi, Aurora Smerghetto, Gabriele Bizzarri, Luis A. Esteve, Pol Madí Besalú, etc., sin que falten contribuciones provenientes de lugares bien distantes, así las de Abdelaal Saleh (Universidad de Minaya, Egipto) o las de Jinmei Chen (Beijing Language and Culture University). En Orillas se han ocupado de Sender en los últimos años Ilaria Loro, Maura Rossi, Federica Capelli, Donatella Pini o Angela Moro.

En suma, de este cúmulo de referencias parece inferirse que la producción senderiana ha accedido finalmente a una nueva etapa de sereno conocimiento y de profusa divulgación; un periodo que presagia una consideración consolidada y firme que hasta hace poco se le negaba al autor. Claro que la solidez y la capacidad de sugerencia de su obra dejan escaso margen para la duda.

 

Escrito en Lecturas Turia por José Domingo Dueñas Lorente

Hay libros no buscados que cambian el rumbo de un escritor. A veces se imponen por capricho; la creación literaria tiene su cuota de azar. Pero otros los dictan las circunstancias y el autor, por mucho que se resista, ya no vuelve a ser el mismo.

A Sergio del Molino le sucedió con La hora violeta (Mondadori, 2013), en el que describe la enfermedad y muerte de su hijo Pablo. Ese relato testimonial torció sus coqueteos con el realismo sucio y la pretensión de escribir humor al más puro estilo inglés. Del mismo modo, La España vacía (Turner, 2016) revalidó su labor como ensayista al tiempo que desbrozaba el camino a otros autores en la denuncia de la desestructuración económica y poblacional de nuestro país.

Ya cumplidos los cuarenta, este madrileño trasplantado a Zaragoza ha publicado una docena de libros, a ritmo de uno por año, y es voz conocida en las columnas de prensa y  tertulias radiofónicas. Hay que cazarlo al vuelo, aprovechando su viaje de los viernes a Madrid, por lo que quedamos en un restaurante cercano a la emisora desde la que aconseja libros y películas; incluso resuelve a los oyentes pequeñas dudas morales. Disponemos de una hora para comer y hacer la entrevista. El AVE no espera.

 El restaurante tiene nombre de copla. A Estrellita Castro le temblaba el caracolillo cuando cantaba que la gitana protagonista fue desgraciada porque antepuso el dinero al amor. En las paredes, fotos taurinas en blanco y negro de Anya Bartels-Suermondt; punto andaluz que, sin rayar en lo cañí, se extiende a la carta. Sergio del Molino la conoce bien y me dejo llevar.

 

“Me gusta jugar con la realidad y el mito. Es la función del escritor”

Mientras aguardamos la esperanza rusa (no deja de ser una ensaladilla, pero de textura más suave. Casi hummus. Parece un guiño a Sevilla. La forma de contentar a los devotos de las dos Esperanzas: la Macarena y la de Triana), hablamos de su libro más reciente, Calomarde. El hijo bastardo de las luces (Libros del K.O), donde profundiza en la biografía del turolense que fue ministro de Gracia y Justicia con Fernando VII, al que presenta como iniciador de las “cloacas del Estado” en España. “No he pretendido hacer un ensayo académico, sino un retrato literario y periodístico, porque me gusta jugar con la realidad y el mito. Es la función del escritor. Para desmitificar ya están los historiadores. Y Calomarde es un ministro muy importante en el momento en el que se está fundando el Estado Español, con la estructura que hoy conocemos. Una de mis querencias por él es porque representa muy bien la figura del arribista. En el fondo es un intruso, que no debía estar ahí, y eso explica todos sus movimientos. Fernando VII es un tirano muy extraño, porque ejerce la tiranía de forma un tanto pasiva. Calomarde le es muy afín y aguanta casi diez años como valido suyo, como su mano derecha, porque los dos están un poco a verlas venir. No se creen su papel. A mí me parece que Fernando VII se sorprende de aguantar tanto en el trono sin merecerlo. Ya que, en contra de lo que se cree, no es un gran conspirador. De la misma forma que Calomarde tampoco lo es. Pero saben mantenerse teniendo un perfil muy discreto y dejando que sus enemigos se maten entre ellos. Se compara a Calomarde, y yo también lo hago, con Fouché. Sin embargo, en ese sentido, se parece más a un Rajoy; una persona por la que nadie apuesta, siempre en segundo plano, que no es percibida como amenaza, porque a Calomarde lo veían como un labriego sin méritos, y acabó matando a todos sus enemigos por la vía lenta.

- La respuesta al soplamocos que le dio la Infanta Carlota por reinstaurar la Ley Sálica: “Manos blancas no ofenden. Señora”, sería apócrifa, según usted.

- Así lo creo, porque le presupondría mayor intelecto del que tuvo. Calomarde supo manejar los resortes del poder pero no era, ni mucho menos, un hombre cultivado.

- Al leer el libro queda claro que Galdós, con toda su perspicacia, no habría calado al personaje.

-Galdós hace una caricatura de forma intencionada. Javier Cercas, recordemos la polémica que ha mantenido con Muñoz Molina a cuenta de don Benito, tiene razón en que es un escritor muy parcial. Su versión de la Historia de España está completamente sesgada hacia el Liberalismo, y pinta a todos los personajes que tienen relación con el Absolutismo con rasgos muy esperpénticos. A Calomarde lo retrata como un monstruo, como un bufón, de la misma forma que trata mal a Floridablanca o a Fernando VII y a todos sus ministros. Pero Calomarde, a pesar de lo abyecto que resulta, no era ese comparsa que describe Galdós. Resultaba más interesante y complejo, tenía muchos pliegues.

 

“Creo mucho en la obra en marcha. En la imperfección y el ir probando”

El primer libro de Sergio del Molino, cuando se ganaba la vida como periodista, fue un volumen de relatos: Malas influencias (Tropo Editores, 2009). Heredero del realismo sucio, sus protagonistas, alguno de carne y hueso como la escritora Sylvia Plath, son seres inadaptados y víctimas de la frustración. Un rasgo que se repetirá en obras posteriores, cuando ya frecuente la ficción autobiográfica. “Yo borraría mis primeros libros. No tienen ningún interés para el lector, si acaso para algún estudioso. Cuando escribes uno que destaca, repescan los anteriores, pero casi con intención arqueológica. Es verdad que las obsesiones de un escritor vienen de lejos. Algunas entroncan ya en la infancia y las vas desplegando poco a poco. Yo creo mucho en la obra en marcha. En la imperfección y el ir probando. Hay escritores que no se lanzan a la piscina hasta que no lo tienen absolutamente claro. En ese sentido, yo soy muy imprudente y pienso que todos mis libros se encuentran ya insinuados en los anteriores. Por ejemplo, La España vacía estaba esbozándose ya en mi novela anterior, Lo que a nadie le importa. Y así, unos libros llevan a otros”.

- Soldados en el jardín de la paz (Prames, 2009) fue su primera incursión en el ensayo narrativo. La historia de esos alemanes, procedentes de Camerún, que llegaron a Zaragoza durante la Gran Guerra y se establecieron entre las élites de la ciudad, podría haber dado también para una novela.

- Probablemente. De la misma forma que no me reconozco en Malas influencias, éste es para mí un libro muy importante y quisiera rescatarlo en algún momento. Pero necesita una reescritura absoluta para sacarlo del localismo; porque, aunque es una historia de Zaragoza, resulta muy española. Bastante de lo que luego cuento en La España vacía ya está ahí. Y el tema central, el de los extraños desubicados, después ha sido una constante en mi obra. Es una idea que me fascina.

- Con No habrá más enemigo (Tropo Editores, 2012) dio el salto a la novela. Es una historia de suspense, protagonizada por personajes atrapados en la gran ciudad, donde, por no faltar, no falta ni el sexo duro. A pesar de ese ritmo de thriller, José Luis Muñoz escribía en Calibre 38: “Abundan destellos de literatura reflexiva que brillan con luz propia” Literatura reflexiva…O sea que el Sergio del Molino que hemos conocido después asomaba la patita.

- La verdad es que tampoco me reconozco ya en esa novela. Está escrita por alguien que murió, con una noción de la literatura y de la narración que ahora no comparto. La escribí antes de la enfermedad y muerte de Pablo, aunque se publicó después. La rehice en un estado que yo calificaría de trastorno mental grave y no he vuelto sobre ella. Temo que está escrita por alguien que no soy yo.

- Cuando se abre la puerta a una literatura reflexiva, pasa como con el sueño de la razón: aparecen monstruos. Y lo vemos en esas supuestas memorias familiares de Lo que a nadie le importa (Random House, 2014). La sentencia que dirige el abuelo a su esposa en el lecho de muerte: “Calla, que de ti no quiero ni que me cierres los ojos”, como dicen los italianos: “Se non è vero, é ben trovato”.

- È vero, è vero…

- La pronuncia su abuelo materno. Perteneció al bando de los que ganaron la guerra y, sin embargo, también arrastró miedos y silencios. Al leer la historia, da la sensación de que los que nacieron inmediatamente después de la muerte de Franco, usted es de 1979, heredaron esas lacras. Obviamente transformadas.      

- En el caso de mi generación, ya más que miedos y silencios, serían tics culturales. La sombra del franquismo ha sido larguísima. Acabamos de desenterrarlo y volverlo a enterrar.  A la hora de revisar nuestra historia, la gente de mi edad se encuentra con unos padres que vivieron la Transición y dieron por finiquitado aquel trauma, hicieron borrón y cuenta.  Por eso nos fijamos en los abuelos, que no lo llegaron a superar. Desde una perspectiva benjaminiana, me interesaba más ese diálogo intergeneracional en el que la historia va condicionando el presente. Por eso me fijé en mi abuelo. Buscaba el legado que pudiera quedar de sus silencios. No estoy seguro de que los traumas se hereden, pero una sombra y una cierta forma de mirar y de enfrentarte a las cosas creo que sí quedan. Y eso se manifiesta a través de la cultura política, pero sobre todo de la familia en la que has crecido.

 

“La literatura es el intento de reflejar la incomodidad de vivir que todos tenemos”

El camarero acaba de servirnos las croquetas de pringá. Píldoras de puchero andaluz en cucurucho de papel. Como castañas asadas. Hay que cocer a fuego lento magro, pollo, morcilla, chorizo y tocino, desmenuzarlos y fundirlos con la bechamel que lleva caldo del propio cocido. De Despeñaperros para abajo nunca probé bocado tan sabroso.

En Lo que a nadie le importa aparece otro de los elementos que luego se repetirán en la obra de Sergio del Molino: el sentimiento de culpa. “La literatura autobiográfica es una forma de confesión. Te ayuda a expiar las culpas. Y sólo desde la perspectiva de la culpa tiene sentido el indulto que obtenemos al escribir. No hablo de culpa tal como la concibe la cultura judeocristiana, porque he sido criado en un ambiente ajeno a la religión y a la Iglesia, sino mucho más intimista y vinculada, por ejemplo, a la filosofía de Hannah  Arendt. Para mí es una guía ética muy clara. No está vinculada a los remordimientos ni la necesidad de purgar tus pecados, sino con la suciedad que vas dejando al vivir. Y te obliga constantemente a enfrentarte a ti mismo. Para mí la literatura va de eso: es el intento de reflejar la incomodidad de vivir que todos tenemos y que escapa por completo de la geografía y de la celebración de uno mismo. Por eso veo la culpa como un requerimiento ético, muy vinculado a la vida en sociedad y a la autocrítica constante de cómo nos enfrentamos los unos a los otros. 

 

La hora violeta probablemente sea el más literario de todos mis libros”

- Lo que a nadie le importa lo escribió después de La hora violeta, que marcó un antes y un después en su obra. Cuando planeaba otras historias, la leucemia que acabó con la vida de su hijo Pablo, poco antes de cumplir los dos años, le condujo a ese libro. Y dice que todavía no sabe por qué encuentra lectores.

- Para mí es un misterio, porque lo escribí en condiciones muy desesperadas. En trance y casi, casi, sin ninguna pretensión literaria. O sí. O con todas las pretensiones literarias del mundo. Ahí desarrollo una idea para mí elemental: que la literatura es una misma cosa con la vida. Y la literatura es significativa en la medida en que exprese bien todas las rarezas y las asperezas de vivir. En ese sentido, una obra escrita de forma demasiado autoconsciente, demasiado pretenciosa, me parece antiliteraria y la veo condenada al fracaso. Si La hora violeta llegó a ser significativa es porque se escribió desde la inconsciencia. Yo creo. Y, por eso mismo, probablemente sea el más literario de todos mis libros. Aunque algunos críticos digan lo contrario. Es una obra rara, lo reconozco, pero perfectamente coherente con esa idea de la literatura como reacción a la vida. Una reacción que intenta ordenar y situarte en el mundo. Por eso hay gente que se identifica, aunque no haya pasado por nada parecido, con lo que cuenta el libro. 

Nos retiran los platos. En el cucurucho queda la croqueta de la vergüenza. ¡No, hay dos! Estamos de suerte. Así evitamos el espectáculo hipócrita de cedérsela al otro, cuando a los dos nos apetece. La pringá, en el nombre lo lleva, no es tan popular como otros cocidos españoles, pero puede medirse con cualquiera de ellos. 

- Como parte de ese discurso, usted reivindica también el valor de los sentimientos en la obra literaria. Jamás del sentimentalismo. Eso hubiera hecho naufragar a La hora violeta. ¿Lo escribió más con la cabeza que con el corazón?

- Con mucha cabeza, con mucha consciencia. Porque es un esfuerzo por mantenerme en el mundo e indagar en ese dolor. Es un libro muy cerebral que intenta ser fiel al dolor que está expresando. Y, en ese sentido, tenía que ser necesariamente contenido y austero. No podía desbordarse por el melodrama, porque entonces fracasaría por completo. Esa es la paradoja del libro: que fue escrito en trance pero con una autoconsciencia muy, pero que muy, exacerbada.

Sergio del Molino ha explicado muchas veces que La hora violeta no fue una terapia, sino una necesidad. La necesidad -como escribe en el libro- de dar nombre. Pero hay silencios, elipsis, en los que cuenta más que con muchas palabras. “Sin duda, la literatura calla. Está mucho más en los silencios y en las sugerencias que en la expresión. En el fondo, es una especie de elegancia. Me parece muy burdo contarlo todo. Vila-Matas, en un artículo sobre Bolaño que he leído hace poco, dice que la literatura fracasa cuando hace eso. Y tiene razón. Yo creo que lo más difícil de conseguir es una elipsis. Me sorprendieron algunas críticas, que eran muy elogiosas con el libro pero decían que lo contaba todo pormenorizadamente, que era muy detallista. No estoy de acuerdo: soy tremendamente elusivo. Es como si te asomaras por una mirilla a ese mundo hospitalario. Observas, pero apenas ves nada. Es evidente para cualquier lector que oculto muchísimo. Por eso me sorprende también que, en algunas universidades de Latinoamérica, se da en clases de periodismo como ejemplo de crónica. De crónica intimista, pero crónica. Cuando la crónica cuenta cosas y este libro intenta contar las menos posibles”. 

- En él explica, también, cómo fue su relectura de Mortal y rosa, de Francisco Umbral.

- Decepcionante. Bastante, además. Porque me encuentro una obra elusiva hasta el punto que me incomoda. Pero no hablo de elusión literaria, con la que estaría de acuerdo, sino  elusión cobarde. Umbral, en vez de indagar en su dolor, creo que está intentando huir de él. Y hace terapia cuando usa la literatura como tapadera en lugar de como penetración. La convierte en un trampantojo constante: el hecho de que no llame al hijo por su nombre, que apenas se perciba el momento en que muere Pincho, o que sea a veces casi una trama secundaria dentro del libro. Percibí que utilizaba la escritura como escapismo, justo lo contrario de lo que yo concebía que debe ser la literatura y lo que había entendido en un primer momento de Mortal y Rosa. Esa relectura a mí me deja devastado y me hace pensar mucho en lo que quiero hacer y cómo lo quiero contar. Por eso lo incluí en La hora violeta.

La mirada de los peces (Random House, 20017) parte de otra pérdida, aunque muy diferente, para Sergio del Molino. Su profesor Antonio Aramayona, coherente con la Ética y Filosofía que impartió en las aulas, optó por quitarse la vida. En este libro, que no es propiamente una reflexión sobre el suicidio, último tabú de nuestra sociedad, el autor parece acentuar ese sentimiento de culpa que rige gran parte de su obra.  “Puede ser. La verdad es que no lo he pensado. Pero uno de los hilos es el arrepentimiento que siento porque creo que no he estado a la altura del personaje de Antonio. Realmente no lo he entendido en algunos momentos de la vida y no he sabido estar donde debía. Es posible que haya una reflexión sobre la culpa entendida como crecimiento de la vida. Porque es algo consustancial a crecer y desmontar los mitos de nuestra adolescencia. A gente que creíamos que eran santos y puros, pero luego descubrimos que no lo son. Y no sabemos estar a la altura de su humanidad. Una cosa que me gusta mucho de la literatura de Cercas, y esto lo he hablado mucho con él, es que sus libros persiguen la construcción de un héroe pero se acaban encontrando al ser humano. Se ve en Soldados de Salamina pero, sobre todo, en El monarca de las sombras. Cercas intenta estar a la altura del hombre y en La mirada de los peces yo sigo un proceso inverso: tenía un héroe, casi un santo, que era mi profesor Antonio Aramayona, y, conforme voy creciendo, me voy encontrando a una persona. Una persona con sus contradicciones, debilidades, miserias y pequeñeces. A mí me va decepcionando y no estoy a la altura de esa decepción. Porque en lugar de ver al ser humano, que es mucho más interesante y grande, me refugio en el mito. Y ése es un poco el juego que hila toda la relación entre los dos personajes”.

 

“La sátira me sigue pareciendo la mejor forma de narrar”

Cuando empezó a escribir, Sergio del Molino quería ser un autor humorístico, de los que cuentan historias con sarcasmo e ironía. Tipo inglés. Pero la muerte de Pablo dio un giro de 180 grados a ese propósito inicial. Sin embargo, hay críticos que ven destellos de humor en obras posteriores a La hora violeta y, por extraño que parezca, también en ese libro. Manuel Hidalgo habla de “humor torcido” a propósito de En el País del Bidasoa (IPSO Ediciones, 2018), donde Sergio del Molino recuerda cómo marcaron su juventud las novelas de Baroja. “En mis comienzos quería hacer parodia de todo y no tomarme nada en serio. La verdad es que, a día de hoy, la sátira me sigue pareciendo la mejor forma de narrar y, especialmente, de hacer crónica política. Pero, claro, me siento incapaz porque me he vuelto solemne. Aunque la solemnidad no tiene por qué estar reñida con la ironía. La ironía es necesaria y basal para la literatura y para la vida. Permea y ayuda a evacuar.”

El camarero ha escuchado las últimas palabras. Sí, fuera de contexto, se explica su mueca. Pero sirve campechano el bacalao en tempura. En rigor, es rebozado. Un bienmesabe sin vinagre, crujiente y dorado al punto. Nada que objetar, salvo el nombre. La tempura es otra cosa. Sergio del Molino retoma el hilo de la ironía: “En mis libros está muy presente. Incluso en La hora violeta hay momentos con trasfondo irónico, donde dejo de tomarme en serio ciertas cosas. Si es una herramienta esencial para cualquier escritor, en el caso de los autobiográficos con mayor motivo. Porque, si no, caes en el autobombo, en la autocomplacencia, y acabas haciendo una cosa absolutamente hueca. La ironía es el arma que nos permite ser complejos y ser conscientes de que en las cosas nada, absolutamente nada, tiene importancia. Y luego, en mi vida diaria, yo no sabría convivir con alguien sin sentido del humor”.

 

“Si tuviera un sentido muy acusado del pudor no escribiría una sola línea”

- Su literatura no es estrictamente autobiográfica, porque deja espacio para la invención, pero el sustrato básico son experiencias vividas por el autor y sus familiares. ¿El uso de la primera persona, predominante en sus libros, le ha obligado a vencer el pudor?

- Lo vencí en La hora violeta, de forma inconsciente, y no es un debate que me haga. Si tuviera un sentido muy acusado del pudor no escribiría una sola línea. Y tengo la suerte, además, de que esa impudicia la comparte mi entorno, mi familia, a la que tengo de cómplice. El uso de la primera persona para mí es algo muy natural. Y, además, instrumental porque la uso para ocultarme. Una de las maneras más útiles de esconderse es hacer creer al lector que estás hablando de ti mismo cuando en realidad no lo haces. Estoy fijando la atención, pero mis libros son muy poco intimistas. Hay intimidades, hay confesiones, aunque, en el fondo, uso el personaje que me construyo sobre mí mismo para llevar la narración a ramas y a cerros de Úbeda que son los que a mí me interesan. No deja de ser una estrategia narrativa.

-¿Y descarta volver algún día a la ficción pura y dura?

-En buena medida ya lo hago en mi próximo libro, que se titula La piel. Tiene parte de narración autobiográfica, parte de ensayo y otra de ficción. En él incluyo una serie de relatos canónicamente ficticios, basados en personajes históricos, y en los que no aparezco yo. Aquí, el narrador me pedía aparecer en tercera persona. O sea que no descarto en absoluto volver a la ficción total.

 

“Me preocupa que esté en peligro la construcción de la convivencia en España”

La España vacía (Turner, 2016) inauguró una serie de libros y reportajes sobre el éxodo rural en nuestro país y el desequilibrio de la balanza demográfica. Sergio del Molino, que dio el pistoletazo de salida a otros autores, considera espantosa e innecesaria la corrección vaciada que han impuesto, después de publicado su libro, los movimientos sociales y medios de comunicación. Antonio Muñoz Molina, en una entusiasta crítica, escribe que la mirada del narrador está más próxima a la de Machado que a la de un Azorín o un Unamuno. “Estoy de acuerdo y, además, lo digo en el libro. Machado es mucho más nuestro contemporáneo. A Azorín hoy no lo lee nadie. Es ilegible para la sensibilidad del lector actual, porque tiene un sentido de la poesía en el paisaje que nos es completamente ajeno. Cuesta entrar en sus obras. Hay una barrera estética. Y Unamuno parece excesivamente contemporáneo. Interpela constantemente a su tiempo y muchos de los presupuestos desde los que escribe, no todos, resultan extraños o antiguos en este momento. Su nacionalismo cae antipático. Cuando habla de la raza, las esencias y cierto ecumenismo hispánico, nos suena a chirigota. Luego hay otras cosas, mucho más intimistas, que sí que nos llegan. Sin embargo, Machado es un paseante que está plenamente inserto dentro la sensibilidad de hoy. Y no me pasa solo a mí. De los tres, es el único que sobrevive y podemos leer su obra como si estuviera recién escrita.”

En el fondo, todos los libros de Sergio del Molino, ya sea a través de pueblos abandonados, islas dentro de un continente o la literaturización de su propia familia, acaban hablando de España. “Creo que hay dos perfiles que están contaminados dentro de mí como ensayista. Pero a la vez se diferencian mucho. Hay uno más intelectual, del escritor que interviene públicamente en su tiempo, a través de ensayos, artículos, tertulias o conferencias. Y a ése le preocupa que esté en peligro la construcción de la convivencia en España. Pero como escritor más solipsista, que quiere crear una obra literaria al margen de la utilidad que pueda tener en el momento y de cómo interpele a sus contemporáneos, me intereso por lo invisible, lo oculto, los espacios innominados y los yermos. Algo que tiene que ver también con los silencios de las familias. Por lo tanto, en ensayos como La España vacía y Lugares fuera de sitio intento llamar la atención sobre realidades que son banales y que no se perciben como conflictivas, pero que para mí lo son mucho en lo que afecta a la articulación de la convivencia y la cultura de un país. Y en la obra más estrictamente narrativa, aquí está la contaminación de los dos perfiles, hago lo mismo: fijarme en lo banal, en lo que a nadie le importa, de ahí el título de mi novela, para desentrañar las historias que guardan”.

 

“Yo, aunque solo literariamente, también persigo fantasmas” 

José Tomás y Juan José Padilla, retratados por Anya Bartels-Suermondt, observan, desde el muro de ladrillo visto, el paseíllo de los Huevos camperos con jamón de bellota 5J desde cocinas a nuestra mesa. Romper bien la yema, para que impregne más las patatas que el pernil, también es un lance. Le reservo ese quiebro a Sergio del Molino.  

Lugares fuera de sitio fue galardonado con el premio Espasa de ensayo en 2018 y se leyó como la secuela de La España vacía. Porque enclaves como el Condado de Treviño, el Rincón de Ademuz, Llívia o Gibraltar no dejan de ser pequeños laboratorios donde se ensaya la convivencia. En La España vacía, mientras tanto, hay una pasión por la estela que dejan las cosas al marcharse. Me recuerda a los cuadros de Amalia Avia, a esos comercios cerrados o puertas desvencijadas de lugares por los que -como escribió sobre ellos Cela- “alguna vez pasó la vida.”  “Me gusta la comparación. Sí, busco ese eco, la fantasmagoría. Yo vengo de una familia muy esotérica. Mi madre no creía en Dios, pero sí en los fantasmas. Y en las brujas. Yo, aunque solo literariamente, también persigo fantasmas. Esa reverberación de los espacios siempre me ha sugerido mucho, porque hay ecos del pasado que se pueden trastear. Es una obsesión estética que luego he convertido en un discurso ético”.

 

“Ha reverdecido un periodismo narrativo, del que hay mucha tradición en España”

- Usted se curtió en el mundo de las letras como periodista de Heraldo de Aragón y, entre la docena de libros publicados, tiene uno, El restaurante favorito de Nina Hagen (Anorak Ediciones, 2011), que recopila, aunque me consta que hay mucha reescritura, artículos y entradas de su página personal. En el prólogo dice que el periodismo ha renunciado a su sustancia narrativa.  ¿Necesitamos en España un periodismo más entroncado con la literatura como el que practica la Nueva Crónica Latinoamericana?

- Está dándose. Por pura necesidad. El periodismo, al entrar en esa hecatombe que fue la crisis, tuvo que buscar nuevos espacios y formas. Así ha reverdecido un periodismo narrativo, del que hay mucha tradición en España. Está Chaves Nogales, pero tenemos ejemplos más próximos en el tiempo  como Manu Leguineche y los grandes cronistas de la Transición, que están muy olvidados. Aquí el gran escaparate periodístico estuvo dominado casi siempre por la opinión. Por una opinión, además, banal, efectista y centrada en el estilo. Muy umbraliana, para entendernos. Y la crónica, que conlleva ir, ver y contar cosas desde una particular mirada, siempre ha ocupado un segundo plano. Sigue ocupándolo. Lo que sí es verdad es que, a consecuencia de la crisis, han ido apareciendo buenos documentalistas. Ahora hay cierto auge de libros de periodistas y de periodismo que durante tiempo estuvieron opacados en muchos sentidos. Las editoriales tenían colecciones de crónica, pero se vendían en el fondo de la librería. Y ahora, por poner dos ejemplos, Anagrama publica, como libros narrativos, los de Leila Guerriero o El colgajo, donde Philippe Lançon cuenta cómo renació tras el atentado a la revista satírica Charlie Hebdo. O sea, que tienen un prestigio en la industria editorial que todavía no les concede la periodística. Ahí, en su propia casa, se sigue considerando un género segundón.

- Existió una escuela de El Norte de Castilla, a través de la cual algunos periodistas derivaron en grandes escritores. Si miramos a Heraldo de Aragón, encontramos nombres como el suyo, Manuel Vilas, Antón Castro, Irene Vallejo... Algunos ya llegaron siendo escritores y otros no han ejercido propiamente el periodismo, pero ¿se podría hablar de una escuela del Heraldo?

- No sabría responder. Heraldo de Aragón, a pesar de que le faltaba el estilismo de El Norte de Castilla, porque no tenía a Delibes como director, ha sido un periódico que tradicionalmente, ya no, tenía unas páginas culturales muy bien cuidadas. Y ha sido refugio de buenas plumas. Eso es verdad. Pero no sé si ha sido tanto escuela como vehículo de expresión. Hubiera hecho falta alguien que orientara, como Delibes, ya digo. Por tanto, creo que los que salimos fue de forma espontánea. Más que enseñarnos, nos dejaron hacer.

 

“En este país se confunde muchas veces la independencia de criterio con la animadversión”

Sergio del Molino ejerce también como divulgador cultural a través de la radio, donde lo mismo comenta un libro o una película como interviene en ese género tan denostado que es el de la tertulia. “No quiero hacer tertulia política, sino la relacionada con temas culturales, o sociales, porque en este país se confunde muchas veces la independencia de criterio con la animadversión. Se hace una opinión de trinchera. Sin embargo, reconozco que en el columnismo sí me decanto mucho más. Tengo una posición muy escéptica con el poder en general y con el discurso de los poderosos. Creo que tanto el escritor público, el que se expresa en los periódicos, como el periodista deben delatar las imposturas de ese discurso, encontrarle las fallas para reírse de él, y ser un poco bufones. En ese sentido, los partidos, cuanto más ideologizados están, más motivos dan para la risa. Son carne de parodia. Sin embargo, los de perfil más tecnocrático provocan menos chanzas”.

 

“Teruel Existe ha hecho un flaco favor al movimiento de la España vacía”

A Sergio del Molino le gusta decir que a los veinte era un anciano descreído y que, con los años, se ha vuelto más joven e ingenuo. Le pregunto, para acabar la entrevista, cómo ve desde esa ingenuidad y su escepticismo político, la llegada de Teruel Existe al parlamento nacional. ¿Cree que habrá una segunda, y más legislaturas? “Para mí, el peor escenario es que tuviera éxito. Uno de los movimientos políticos que con más entusiasmo han celebrado esa llegada al Congreso y el Senado ha sido el independentismo catalán. Porque ha visto refrendados en el discurso de Teruel Existe su idea victimista del Estado. Entonces, si lo parasitan, será el germen de algo nefasto para las reivindicaciones de la España vacía. Si terminaran expresándose de forma nacionalista y esencialista, con el reproche por arma, sería terrible. Creo que está muy lejos de suceder porque Teruel Existe es una plataforma ciudadana donde, evidentemente, cabe de todo. Lo único que les une es la indignación por el abandono de la provincia. Nada más. Es muy difícil que ese discurso cale hasta transformarla en fuerza política. Imagino que se irá desinflando, pero, curiosamente, creo que el salto a la política de Teruel Existe ha hecho daño a un movimiento que estaba en un momento muy dulce. Porque había conseguido copar todos los espacios públicos con su discurso transversal de oposición al poder y de demanda ciudadana. Creo que han jodido…”

-… ¿Pongo esa palabra en la transcripción?

- Por supuesto. Creo que han jodido parte de lo que les hacía fuertes e indispensables. Además, se perpetúa una forma de hacer política vinculada al caciquismo y el conseguidismo. Algo a lo que nos tenían acostumbrados el PNV y los nacionalistas catalanes. El movimiento de la España vacía pierde una oportunidad muy buena de intentar vertebrar el Estado de otra forma para que haya más igualdad y prevalezca la solidaridad. Si en las próximas elecciones Cuenca obtiene un diputado por esa vía y sale otro de Soria, cuando cada uno reclame en el Parlamento qué hay de lo suyo, estaremos perdidos. Esto sería un neocarlismo. Creo que Teruel Existe ha hecho un flaco favor al movimiento de la España vacía. Sé que mi opinión es dura, y que la comparte muy poca gente, pero me parece que han tomado la peor de las decisiones.

 

El entrevistado consulta el reloj. Los viernes por la tarde, Madrid se convierte en un infierno para el tráfico y tiene que coger el taxi ahora mismo si quiere llegar con tiempo a la estación de Atocha. Regresa a Zaragoza, como hace todas las semanas, tras su colaboración en la radio. “Dejamos la torrija de brioche con helado para la siguiente comida”.      

Me habían dicho que con ese pan dulce y de corteza dorada las torrijas quedan acorchadas en su punto. Ni duras ni hechas un suflé. Toda una tentación para el laminero que reprimo desde hace tiempo. Queda pendiente, por tanto. Nada hace barruntar que, días después, el Gobierno decretará el estado de alarma y Madrid se va a quedar tan vacía como esa España moribunda a la que tomó el pulso Sergio del Molino.

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Juan Carlos Soriano

Olifante: se hace poema al andar

4 de enero de 2024 11:48:57 CET

Hace unos meses se cumplieron los primeros cuarenta años de ininterrumpida, emocionante e intensa vida editorial de Olifante. Si embarcarse en un proyecto de este calibre fue algo ya en sí mismo extraordinario, mantenerlo activo durante todo este tiempo resulta, sin ningún género de duda, un hecho asombroso y legendario. Más todavía si tenemos en cuenta que la poesía es, en gran medida, el género en el que esta editorial se ha volcado desde el principio, una actuación que ha llevado a cabo con un rigor y un compromiso indestructibles.

En España, un país en el que se edita mucha poesía pero, en comparación con otros lugares, me temo que no se lee tanta, hablar hoy de editoriales de poesía es hacerlo, inevitablemente, de Olifante, es decir, de Trinidad Ruiz Marcellán, corazón y cerebro de un sello editor que se ha ganado a pulso —sin reblar, con una enorme tenacidad— un puesto de primerísimo nivel en el panorama de las editoriales independientes de este país, primero desde Zaragoza, y luego y todavía hoy desde Litago, en las faldas del Moncayo, donde, junto a Marcelo Reyes (1962-2015) y sus hijos (Manisha, Kike y Snehal), han desarrollado una encomiable actividad vinculada a la poesía. Ahí están la Casa del Poeta en Trasmoz, un pajar en ruinas que rehabilitaron y transformaron en un acogedor refugio que mantuvieron abierto durante años como residencia para escribir, traducir o analizar obras poéticas, la promoción de la Ruta Bécquer como homenaje a la presencia de los hermanos Gustavo Adolfo y Valeriano en tierras moncaínas entre 1863 y 1864, el Premio Poesía de Miedo o el Festival Internacional de Poesía Moncayo, que impulsaron desde 2002 y durante quince programaciones, un acontecimiento que —además de teatro, música, danza, escultura y pintura— aglutinó a un buen número de poetas de muy diferentes lenguas, culturas y procedencias geográficas.

Trinidad, según ha contado ella misma, descubrió la poesía con quince años en la Biblioteca pública de la calle Santa Teresa de Zaragoza, a través de unos versos de La voz a ti debida de Pedro Salinas. Aquella experiencia fue para ella un acontecimiento que jamás olvidaría. Desde entonces, leyéndola, escribiéndola y rompiéndola —ese gesto tan necesario y tan poco frecuente—, la poesía ha sido una inseparable presencia en su vida. Muchos años después, Trinidad —cuya editorial ha dado casa y aliento a tantas y tantas voces— rompería su particular y prolongado silencio y, tras aparecer en algún volumen colectivo, se revelaría como una singular poeta, primero con Traducción del silencio (2017), una emotiva y contenida elegía a quien fuera su compañero de vida, Marcelo, y después con Una carta de amor como un disparo. Moncayo Moncayo (2019), un libro tocado por un cierto vaho crepuscular en el que las emociones y los elementos naturales se entrelazan como raíces de un mismo árbol. En paralelo, como un tributo a su memoria, se publicó Marcelo anda por ahí (Homenaje a Marcelo Reyes) (2016). Y desde ahí precisamente, desde las laderas de esa mítica montaña, tan cerca de la machadiana Soria y del becqueriano Veruela, con Mario Muchnik como un referente imprescindible en el trabajo editorial, Trinidad continúa dirigiendo con perseverancia y discreción las riendas de esta casa. E la nave va.

 

II

 

Como es sabido, en la segunda mitad del siglo pasado, Aragón fue un lugar propicio para el desarrollo de proyectos editoriales centrados en la poesía. Recordaré aquí únicamente tres de esas aventuras que, por diversas circunstancias —proximidad temporal, afinidades estéticas o ideológicas, amistad, etc.—, pudieron dejar alguna huella en la posterior actividad editorial de Olifante.

Luciano Gracia (1917-1986) fundó y dirigió Poemas, una colección que se mantuvo viva desde 1963, cuando ve la luz Nada es del todo, de Manuel Pinillos, hasta 1986, año en el que se publica el n.º 56 y último de la colección, Los ojos verdes del búho, de José Luis Rodríguez García. Aquí, y en 1967, apareció y desapareció una leyenda de la bibliografía poética aragonesa contemporánea, Generación del 65. Antología de poetas hallados en la Facultad de Filosofía y Letras de Zaragoza, al cuidado de Juan Marín y Fernando Villacampa y con prólogo de Miguel Labordeta.

Julio Antonio Gómez (1933-1988), al margen de otras aventuras menores, sacó adelante dos planes literarios: una revista de resonancias mozartianas, Papageno, y, sobre todo, una colección de poesía que tuvo una presencia significativa en el panorama editorial de finales de los sesenta y comienzos de los setenta, Fuendetodos, un afán en el que J. A. Gómez se volcó hasta vaciarse. La serie encontró acomodo en la editorial Javalambre, fundada por Eduardo Valdivia en 1967, y, en el lapso de cinco años, publicó dieciocho libros, algunos magistrales, todos ellos resultado de un trabajo de composición, maquetación, impresión y encuadernación merecedor de los mayores elogios (hay que ver los volúmenes, apreciar al tacto el gramaje del papel empleado, disfrutar de la inteligencia y la sensibilidad con que se redactaron los colofones, olisquear todavía hoy el rastro de las tintas utilizadas, etc., si se quieren valorar los logros técnicos de un repertorio único en el conjunto de la edición poética española de esos años). La primera entrega, Los soliloquios, de Miguel Labordeta, apareció en 1969, poco antes de la muerte del autor de Sumido 25; la última, Función de Uno, Equis, Ene. F (1.X.N), de Gabriel Celaya, en 1973. Entre ambos, otros de Vicente Aleixandre, Leopoldo de Luis, Blas de Otero, Ildefonso M. Gil, Luis Rosales, Gloria Fuertes, y proyectos que no cuajaron, entre los que se encuentran títulos de Carlos Edmundo de Ory o Salvador Espriu.

En 1975, Ángel Guinda funda Puyal, colección que ve la luz al abrigo de Publicaciones Porvivir Independiente. Se mantuvo activa hasta 1982 (gracias al empeño de su impulsor y, también, al considerable número de suscriptores que la apoyaron), y publicó un total de veintidós títulos de, entre otros, José Luis Alegre Cudós, Manuel Pinillos, Ana María Navales, Francho Nagore, José A. Rey del Corral, Ángel Crespo, Joaquín Sánchez Vallés, Manuel Estevan y Manuel M. Forega.

He citado estas tres colecciones —Poemas, Fuendetodos y Puyal—, ya lo he señalado, por razones de peso, argumentos en los que encuentro una línea de continuidad entre estos proyectos y Olifante. De hecho, la propia Trinidad ha señalado en más de una ocasión su filiación y su deuda con respecto a esos catálogos, sostenidos, con todas sus diferencias, sobre unos principios éticos y estéticos insoslayables. Hubo y hay, claro, otras colecciones que han prestado y continúan prestando atención a la poesía en y desde Aragón: Orejudín, vinculada a la revista homónima que fundara J. A. Labordeta; Alcorce, promovida por la editorial Coso Aragonés del Ingenio (E. Alfaro, J. A. Anguiano, E. Gastón y J. Mateo Blanco); San Jorge de la Institución Fernando el Católico, que inicia su trayectoria en 1969 con Fábula del tiempo, de R. Tello; Horizontes (1974-1976) de la editorial Litho Arte; las «Galeradas» de Andalán, separatas poéticas quincenales que se publicaron entre 1982 y 1987. Y, más próximas en el tiempo, La gruta de las palabras, de Prensas Universitarias de Zaragoza, Cancana, de Lola Editorial, Cave Canem, las editoriales Libros del Innombrable y Eclipsados, con nutridos y potentes catálogos poéticos en sus sellos, etc.

 

III

 

Fue en 1979 cuando vio la luz el primer título de Olifante, Cartas a Eugénio de Andrade, de Luis Cernuda, en edición de Á. Crespo y con un retrato hasta ese momento inédito del autor de La realidad y el deseo (Trinidad ha recordado en más de una oportunidad aquel conmovedor viaje a Oporto para conocer al poeta portugués, en compañía de Á. Guinda, Á. Crespo y Pilar Gómez Bedate). Sin duda, la editorial iniciaba su trayectoria con un libro singular —se trataba de un epistolario y no de un poemario— que, sin embargo, daba ya alguna pista sobre el interés que el sello habría de mostrar por la poesía portuguesa y en portugués, y escribo «en portugués» porque, con el tiempo, la editorial publicaría otros muchos títulos de poetas del país vecino, brasileños, mozambiqueños, etc. (José Agostinho Baptista, José Manuel Capêlo, Casimiro de Brito, Alberto de Lacerda, Teixeira de Pascoaes, Jorge de Sena, Augusto dos Anjos, Lêdo Ivo, António Osório, António Ramos Rosa, José Viale Moutinho, Vergilio Alberto Vieira, etc.), un hecho que demuestra esa ibericidad declarada por la editorial desde el primer momento. En 1989, vería la luz otro epistolario, El corazón desbordado (ed. de A. Castro), esta vez de Julio Antonio Gómez, un volumen que ha de leerse, también, como un homenaje a quien fuera uno de los referentes de Trinidad en el ámbito de la edición; y años después, en 2013, publicaría de nuevo otro del mismo Cernuda, las Cartas a Bernabé Fernández-Canivell, al cuidado de Á. Guinda, quien años antes, en 1980, había editado estas cuatro cartas en Puyal. Desde entonces, y hasta la fecha, han sido más de seiscientos (se escribe pronto) los títulos que esta editorial ha acogido en sus diferentes colecciones —Olifante, Papeles de Trasmoz, Veruela, Antonio Machado, Audiovisual, Voces, Maior, Prosa, Haya, Olifante ibérico—, escritos en diversas lenguas (albanés, alemán, árabe, aragonés, bengalí, búlgaro, catalán, escocés, eslovaco, español, estonio, flamenco, francés, gallego, hindi, húngaro, inglés, irlandés, italiano, persa, polaco, portugués, etc.).

En el panorama editorial español contemporáneo —«precario, castigado, resistente», según la responsable de Olifante— abundan las antologías de poesía, textos que con frecuencia se han utilizado para librar batallas cainitas y comerciales o para explotar, sancionar y consolidar corrientes de escritura, volúmenes que a menudo se han interpretado como síntomas con los que calibrar una determinada temperatura lírica y no como propuestas de exploración de escenarios inéditos, (con)fundiendo los valores de la estética con las plusvalías del mercado. Así, en dicho horizonte encontramos un exceso de bibliografía que ha anulado tantos y tantos intentos de análisis y ha convertido en costumbre y canon unos cuantos tópicos y lugares comunes. Y, como digo, en ese superávit bibliográfico no escasean precisamente unas antologías de poesía que responden a factores e intereses muy precisos que pocas veces tienen que ver con la compleja y heterogénea realidad literaria: la proximidad o lejanía de editores y antólogos con respecto a unas determinadas concepciones artísticas y, por lo tanto, la elección de unos u otros poetas, la amistad o animadversión que los unan o separen de esos mismos poetas, el mayor o menor conocimiento que sean capaces de mostrar del propio tejido poético, los deseos de airear la vitalidad de una tradición poética particular en detrimento de otras, agentes, en fin, muchos de ellos extraliterarios condicionados por objetivos muy diversos.

Olifante, en este sentido, no es una excepción. A lo largo de su dilatada trayectoria, ha entregado unas cuantas muestras de poesía colectiva, de muy diversa condición y proyección. En 1987, Á. Guinda, autor y colaborador habitual de la editorial, preparó la edición de Los placeres permitidos. Joven poesía aragonesa, que reunía textos de Javier Carbó, José Carlos de la Fuente, Carlos Esteban, Javier Sanz y Alfredo Saldaña; en 2007, vio la luz 20 poetas aragoneses expuestos (ed. de Félix Esteban y pról. de Pilar Manrique); en 2009, Avanti. Poetas españoles de entresiglos XX-XXI (ed. de Pablo Luque); recientemente, en 2017, se ha publicado, al cuidado de M. M. Forega, Amantes. 88 poetas aragoneses.

Para el caso de la poesía aragonesa, es conocido que en estos últimos años hay dos repertorios relevantes, el preparado por A. M.ª Navales (Antología de la poesía aragonesa contemporánea, Zaragoza, Librería General, 1978) y el posterior, más amplio y documentado, de Antonio Pérez Lasheras (Poesía aragonesa contemporánea. Antología consultada, Zaragoza, Mira Editores, 1996). En ambos casos, la presencia de voces femeninas, con la excepción de la propia Navales, que aparece representada en los dos volúmenes, brilla por su ausencia.

Por esa razón, quiero dedicar unas líneas a un libro que forma parte del catálogo de la editorial, Yin. Poetas aragonesas 1960-2010 (2010), un volumen con el que Olifante trató de reparar esa injusticia histórica y que cumple con creces el objetivo principal que sus responsables se marcaron, que no era otro que el de mostrar la riqueza y diversidad de la poesía aragonesa contemporánea escrita por mujeres (había algunos precedentes en el Estado español: Las diosas blancas. Antología de la joven poesía española escrita por mujeres, ed. de R. Buenaventura, Madrid, Hiperión, 1985; Ellas tienen la palabra. Dos décadas de poesía española, ed. de N. Benegas y J. Munárriz, Madrid, Hiperión, 1997; Poetisas españolas, ed. de L. Jiménez Faro, Madrid, Torremozas, 2003).

Por lo que respecta a Yin. Poetas aragonesas 1960-2010, nos encontramos con un volumen en el que pueden leerse propuestas para todos los gustos, escritas en los más diferentes registros: vitalismo más o menos depurado (Pilar Rubio, T. Ruiz Marcellán, Luisa Miñana), culturalismo tocado por contenidos en ocasiones clasicistas, realismo (más o menos limpio o sucio), neorromanticismo un tanto culto e intelectual (Olga Bernad, Almudena Vidorreta), hiperrealismo, neosurrealismo, poesía de la experiencia, de la diferencia, de la conciencia, poesía sensista adornada de un erotismo más o menos leve o acusado (Loli Bernal, Marta Fuembuena, Clara Santafé), metapoesía (Elena Pallarés, Carmen Aliaga, Vida Armada), poesía neosocial, comprometida con una transformación más o menos radical de la realidad (Sofía Díaz Gotor, Elvira Lozano), figurativa, elaborada al calor de elementos telúricos (Sonia Llera), visionaria, iluminada por un cierto y heterodoxo misticismo, etc., y algunas de estas propuestas muestran un gran compromiso con la denuncia de la realidad más destructiva de su tiempo y dan testimonio de la situación en que se encuentran aquellos que viven «sur le dos tourmenté de la terre», como escribiera René Char.

Estas poetas llevan a cabo estos aportes de muy diferentes maneras porque saben que la realidad puede disfrazarse con distintos ropajes y, por lo tanto, representarse de diversas formas. Algunos textos suponen una apuesta permanente por el riesgo (incluso por aquel que acarrea la posibilidad de la pérdida de sentido), no aceptan la idea de la poesía como ficción, apariencia o simulacro y responden a una deliberada voluntad de ruptura y transgresión (Miriam Reyes). La poesía se presenta así como una extraordinaria oportunidad para la insumisión y la subversión permanentes (Cristina Járboles) y, también, como discurso social, podría decirse que supone en algunas de estas voces un viaje de regreso hacia la soledad y el silencio (Teresa Agustín), sus auténticos lugares de origen, hacia la pérdida —cuando no la negación— de su propio registro y su particular rostro dado el escenario radicalmente marginal y periférico que ocupa en nuestra escala de valores.

Dicho esto, es evidente que resulta extraordinaria, por insuficiente, la presencia de voces femeninas en la bibliografía poética aragonesa a lo largo de su historia. Este volumen supuso un primer abono en el pago de esa deuda e implica un merecido reconocimiento hacia quienes —en contra de sus propios deseos y sus legítimas aspiraciones— hicieron del silencio su casa. En general, la poesía que aquí puede leerse nada o muy poco tiene que ver con la que escribieron aragonesas de otros tiempos —Ana Abarca de Bolea, Luisa Herrero de Tejada, etc.—, que convirtieron el género en una herramienta al servicio de la fe religiosa. Esta poesía —seleccionada por Á. Guinda, que optó desde por la inclusión y un abanico amplio de presencias, y acompañada por un texto introductorio inteligente y clarificador de Ignacio Escuín— es ahora fuente de posibilidades diversas, oportunidad para la exposición de conflictos de todo tipo, venero de ideas y emociones sin domar, escenario para la representación de tensiones y alternativas a los discursos más gastados, y todo ello desde la más veterana de las poetas reunidas, Lola Mejías (1912-1999), hasta las más jóvenes, Ana Muñoz y Clara Dávila, nacidas en 1987, cuando la editorial que acogió esta publicación contaba ya con ocho años de andadura. Son sesenta y cuatro voces llamadas a desempolvar nuestras conciencias adormecidas por el letargo crítico, ateridas por el frío, vapuleadas por el miedo. Recientemente, al cuidado de Óscar Latas y Ángeles Ciprés Palacín, ha visto la luz en la misma editorial Arquimesa. Poesía en aragonés escrita por mujeres  1650-2019 (2019), un volumen configurado desde una doble perspectiva diacrónica y tópica que recoge poemas de catorce escritoras, entre las que pueden leerse textos de Rosario Ustáriz Borra, Nieus Luzia Dueso Lascorz, Carmina Paraíso, Elena Chazal y María Pilar Benítez.

Y, al margen de estos libros colectivos, Olifante ha publicado a lo largo de todos estos años un buen puñado de títulos que nos han demostrado con soberana naturalidad que la poesía es también cosa de mujeres, de mujeres de hoy y de ayer, de aquí y de más allá, de esta y de otras lenguas: C. Aliaga, Begoña Abad, Rosana Acquaroni, T. Agustín, Ana Luísa Amaral, Elisa Berna, Ana Cristina Cesar, Moya Cannon, Marga Clark, Anabel Corcín, Florbela Espanca, Concepción Estevarena, Pilar Gómez Bedate, Cristina Grande, Cristina Grisolía, Clara Janés, Katarína Kucbelová, Magdalena Lasala, Luljeta Lleshanaku, L. Miñana, Nancy Morejón, A. Muñoz, Mary O´Malley, Carolina Otero, E. Pallarés, Lilián Pallarés, Julia Piera, Marina Pino —autora de Dejemos que Venecia se hunda, primer libro de una mujer en la editorial, diez años después de su fundación—, Estela Puyuelo, Inés Ramón, Elena Román, Carlota Urgel, Nuria Ruiz de Viñaspre, Krisztina Tóth, Irene Vallejo, Concha Vicente y Sholeh Wolpé son algunas poetas que podemos encontrar en el catálogo de la editorial.

Olifante, además de los ya citados, ha publicado otros volúmenes colectivos que dan muestra de ese interés que ha mantenido siempre este sello por la poesía como un fenómeno de alcance y proyección mundiales. Entre ellos: Poesía italiana de hoy (1974-1984). La narración del desengaño (1984, ed. de Pietro Civitareale), Poesía mozambicana del siglo XX. Poesía en acción (1987, ed. de Xosé Lois García), La pared de agua. Antología de poesía bengalí contemporánea (2011, ed. y trad. de Subhro Brandopadhyay y con adaptación de Violeta Medina), Poetas de Otros Mundos. Resistencia y verdad (2018, ed. de Á. Guinda), con veinticuatro poetas  procedentes de los cinco continentes.

Y, en paralelo a esta ininterrumpida labor de edición poética, habría que señalar que Olifante también ha acogido en su catálogo algunos otros textos y ensayos que revelan un interés por la propia poesía, desde otras perspectivas: Abisal cáncer, un singular «diario poético» de Miguel Labordeta editado por Clemente Alonso Crespo; Hundiendo en las palabras las huellas de los labios. Poesía y Canción, de J. A. Labordeta; Memoria y recuerdo en el poema «Espacio» de Juan Ramón Jiménez y León Felipe: de la soledad española al definitivo exilio mejicano, ambos de Manuel M. Forega; Poetas suicidas: sensibilidad o supervivencia, de Ricardo Fernández Moyano; Hay alguien ahí, de Alfredo Saldaña; La Mística, volumen colectivo coordinado por M. M. Forega.

En un inventario tan amplio como el que tiene ya esta editorial, son muchos, sin duda, los libros que, por diversas razones, podríamos destacar. Entre ellos, algunos títulos de los que la propia editora se siente especialmente orgullosa son estos: Cancionero, de Cecco Angiolieri, Cantos órficos, de Dino Campana, La Partenza, de Francis Vielé-Griffin, Poemas, de Jacobo Fijman, y Las leyes de la gravedad, de Mohsen Emadi. Y si hay un escritor vinculado a la trayectoria de esta casa, ese, sin duda, es Ángel Guinda, autor, entre otros libros publicados en distintas editoriales, de Vida ávida (1980), Claustro (1991), Conocimiento del medio (1996), Toda la luz del mundo (2002), Claro interior (2007), Poemas para los demás (2009), Espectral (2011), Caja de lava (2012), (Rigor vitae) (2013) y Catedral de la Noche (2015), todos ellos en Olifante, donde también ha publicado Poesía violenta. Manifiesto (2012), el ensayo El Mundo del Poeta. El Poeta en el Mundo (2007), además de coordinar varias antologías y ejercer como editor literario en algunos volúmenes.

Y, desde luego, hay otras personas estrechamente ligadas a la editorial a lo largo de todos estos años: Columna Villarroya, que ha llevado a cabo el trabajo de laboratorio fotográfico con una inteligencia y una sensibilidad extraordinarias; Alberto Lisbona en el proceso técnico; Julio Álvarez, Vicente Pascual y Ricardo Calero en el diseño gráfico; Luis Felipe Alegre, que ha puesto nervio y voz a la poesía en tantas y tantas ocasiones vinculadas a la editorial; Manuel M. Forega, A. Castro e Inmaculada Muro en diferentes labores puntuales de coordinación editorial; todas ellas, junto a un sinfín de traductores, editores literarios, coordinadores de obras colectivas, maquetadores, procesadores de textos, impresores, encuadernadores, etc., han contribuido de manera fundamental a que el resultado final fuese en cada ocasión el mejor posible.

Que el cierzo sea propicio para que el olifante nos siga trayendo durante mucho tiempo la buena nueva de la poesía, que la cumbre de la montaña siga protegiendo a quienes viven y descansan en sus laderas, que la pasión de editar no se apague, que el frío, el silencio y la soledad de las noches invernales continúen cuidando de las palabras y de quien, junto a la encina, es «Reluciente amanecer. / Llama en pie».

 

Escrito en Lecturas Turia por Alfredo Saldaña

Araña, un poema de la gallega Yolanda Castaño

27 de octubre de 2023 14:03:30 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La madre toca a su hijo como si fuese un instrumento.

La culpa se ha vuelto una monedita pintada.

Algo en ella:

clausurado. 

Si tuviera ocho patas

ofrecería a las crías también yo

de mi carne. 

Fíjate en la de las criaturas, que está toda hecha de espejo.

Un brazo vicario y menudo en un

pulso contigo misma.

La ciega, la animal, la jíbara. 

La madre y el hijo negocian su poder con moneditas de plástico.

Comen y defecan ese mismo lenguaje.

Miedo, berrinche, elogio, confianza. 

Por el envés del día va gruñendo la madre su ternura.

Lleva como conchitas colgadas de un collar.

Culpa deber atención pertenencia. 

Se abrazan fuerte para que la dicha no llegue a derramarse.

Frotan de los paños lo que no desearon nunca.

Atándose al mástil de un amor tan fiero

algo en la araña quedó clausurado. 

El hijo y la madre comercian con su placer y su castigo.

Algunas manchas no salen jamás.

Escrito en Lecturas Turia por Yolanda Castaño

El libro de las alabanzas

20 de octubre de 2023 12:41:38 CEST

Isaac Bashevis Singer solía decir que el novelista sólo necesitaba tres cosas para escribir un libro. Un buen tema o asunto real, el deseo irrefrenable de querer escribirlo y la convicción de que sólo él podía hacerlo con todas sus consecuencias. Al novelista no le bastaba con encontrar una buena historia, sino que debía ser “su historia”, y expresar su individualidad, su carácter, su manera de ver el mundo.

No creo que el lector de Estuario, la última novela de Lidia Jorge pueda albergar alguna duda acerca de que se cumplen en ella las tres condiciones. Posee un argumento misterioso y conmovedor, está escrita con dolorosa pasión, y su autora es, más que nunca, fiel a su propia manera de escribir y contar. No es extraño que sea así, pues Lidia Jorge, desde su primera novela, no ha hecho otra cosa que ser fiel a esa manera y concentrarse, como pedía W. Faulkner, en la verdad y en el corazón humano. Ella siempre ha buscado un lector cómplice, capaz no tanto de leer sus libros como de vivirlos él también. Un lector que se entregue al libro hasta el punto de llegar a pensar que le pertenece, que sólo ha sido escrito para que él lo pueda leer. Que llegue incluso a sentir celos de que otros puedan tenerlo entre sus manos.

"Todo libro debe estar escrito con urgencia, como si uno no pudiera vivir sin  él, porque aquellas historias que no se pueden dejar de lado son las únicas  que un escritor debe perseguir y ofrecer a sus lectores", dice la autora en una entrevista reciente. El tipo de compromiso que Lidia Jorge le pide a su lector es semejante al que el poeta pide a los suyos. Y Estuario no es sino un largo poema escrito contra la muerte. Un libro que habla de la escritura como visión, como la voz de lo que está en otro lugar. Todos los grandes libros, guardan la memoria de esa voz, la voz que no ha dejado de hablarse nunca, ni puede dejar de hacerse, pues su persistencia constituye nuestra humanidad. Se escucha en los momentos más inesperados, y entonces el mundo se transforma en una biblioteca y los hombres son libros vivientes. Y eso será Edmundo Galeano desde el comienzo de Estuario, un libro viviente. El libro como símbolo del corazón humano.

Una de las constantes de la obra de Lidia Jorge es África, y más en concreto el África colonial portuguesa. La autora pasó buena parte de su juventud en Angola y Mozambique, donde trabajó como profesora y fue testigo de las guerras por la independencia de esos países. Allí se enfrentó por primera vez al horror de la guerra y a los abusos del colonialismo. Esa experiencia ha nutrido una parte de su obra, en la que ha vuelto una y otra vez a ese mundo y a esos horrores, tratando de iluminarlos con el poder de la ficción. Pues como ella misma ha dicho es la ficción la que completa el relato de la historia, ya que aporta el mundo interior, el corazón profundo de los hombres. "La literatura lava con lágrimas ardientes los fríos ojos de la historia". Estuario es una novela que partiendo de episodios históricos mezcla lo real con lo mítico, dando lugar  a una suerte de realismo mágico a la portuguesa.

Su protagonista es un hombre joven, Edmundo Galeano, que regresa a Lisboa tras una experiencia traumática vivida en los campos de refugiados de Dadab, surgidos para dar una cobertura humanitaria a los refugiados somalíes huidos de la guerra civil. Edmundo es un cooperante que sufrirá un accidente que prácticamente inutilizará su mano derecha. Edmundo había estado en África, la terrible África de las grandes polvaredas, de las grandes batallas sin imagen ni noticia, de las terribles religiones primitivas, sanguinarias, con dioses hechos del cruce del caimán y del buitre, y había sido una víctima, había regresado de una misión de paz con una mano mutilada como si hubiese participado en una guerra.

Regresa a Portugal pero el horror de lo vivido, su  misma mano muerta, le hace preguntarse por el sentido de su aventura humana y de ese regreso a la casa familiar. Y decide escribir un libro donde deben estar las catástrofes y los horrores, pero también la belleza  de la vida y del mundo. Sin embargo, al mal no se le oponía el bien, sino la belleza y era esa porción de sí mismo la que debería dar al mundo, después de la vida en Dadaab. Las belleza. Sabía que tendría que conquistar la belleza para que su libro funciona como lección. 

Un libro destinado a evitar el fin del mundo, un libro que tuviera el poder de salvar a quien lo leyera. Obsesionado con este proyecto Edmundo Galeano debe enfrentarse al primero de sus problemas: aprender a  escribir con su mano enferma. Decide copiar otros libros para recuperar esa función de su mano, y elige para sus ejercicios dos libros: Oda marítima de Pessoa y La IIíadaOda marítima de Álvaro de Campos, heterónimo de Pessoa, es un canto entusiasta y radiante al ingenio humano, que a través de la ciencia y la técnica ha permitido al llamado mundo civilizado enriquecerse y dominar el mundo natural. Un canto que reivindica con entusiasmo la fuerza y la energía, por encima de la belleza. Mas ese ímpetu que ha permitido al ser humano alcanzar grados de desarrollo inimaginables ha sido también la causa de la destrucción de una parte del mundo y del dominio que los pueblos desarrollados han ejercido sobre los pueblos del llamado Tercer Mundo. El canto a la energía y al ingenio humano se transforma en un canto de destrucción y pillaje como tal vez nunca ha tenido lugar en la historia de la humanidad. El segundo de los libros, La Ilíada, apenas se aparta de este guión idea, pues es el canto de cómo un pueblo lleva a otro la destrucción y la muerte a través de su búsqueda de un ideal heroico. La elección de estos libros para sus ejercicios de escritura, lejos de ser arbitraria, forma parte del corazón mismo de su proyecto.

La mano herida de Edmundo es la mano del escritor. Para eso escribe para poder completarse. Adorno dijo que la verdadera pregunta, la que funda la filosofía, no es la pregunta por lo que tenemos sino por lo que nos falta. Y el lugar de la falta es donde se plantea la pregunta sobre si podríamos ser de otra manera. Perder algo, puede leerse en el libro de Lidia Jorge, es estar preparado para perder más si fuera necesario. La mano muerta de Edmundo Galeano es su vínculo con todos los humillados de la tierra. Un vínculo con su verdad. La escritura como una forma de recuperar la decencia y el honor. Rafael Sánchez Ferlosio al explicar el conflicto de Lord Jim dice esto del honor. “El sentimiento de honor perdido no es un conflicto psicológico. El honor es una relación de lealtad con los demás”. De forma que el deshonor no es tanto “haberse fallado a uno mismo” sino “haberles fallado a los otros”.

Para que esto no suceda hay otra pregunta que el escritor no puede dejar de hacerse: ¿qué debe aparecer en ese libro? ¿Si ninguna de esas personas ha visto matar ni ha visto morir de privación, solo de enfermedad natural, como fue el caso de nuestra madre, Maria Balbina, que falleció de neumonía? ¿Si ninguna de esas personas ha pasado hambre o sed? ¿Si ninguna de esas personas ha pasado una noche al relente, jamás una noche sin luz, nunca un día sin cuarto de baño, nunca un día sin ropa, sin comida, sin medicamentos como les ocurre diariamente a aquellos que yo vi en los campos donde permanecí a lo largo de tres años, sobre todo los dos en Dadaab? ¿Cómo pueden estas personas entrar en el libro 2030?

Aún más, si todo ya está escrito ¿por qué le parece que hace falta un libro más y que debe escribirlo él? Y ¿cómo lo hará?, ¿con qué palabras? Hay un momento en que Charlote, uno de los personajes clave del libro, reflexiona sobre el amor. Lo define como un relámpago que une a dos personas, pero siente a la vez que no hay palabras suficientes para expresar las realidades humanas, y las que tantas veces se utilizan están desgastadas y no serven de nada. El amor de Tristán e Isolda ya no existía más en la faz de la tierra, o mejor, se sabía ahora que, al final, siempre había sido aquello que era, un mito construido con imaginación y palabras. Lo que había quedado, eso sí, era un relámpago que unía a dos personas. Entre ellos tenía lugar ese relámpago. Sin embargo, ambos buscaban en el amplio aparato verbal de su lengua la palabra que correspondía a ese sentimiento y no la encontraban. Como no la encontraban, usaban la palabra desgastada, la única que conocían que se le pareciese, y era de nuevo la palabra amor.

Tal es el descubrimiento doloroso que hace Edmundo a través de las dificultades que encuentra para llevar adelante su proyecto: que las palabras de su lenguaje no coinciden con los límites del mundo que tiene ante él. Había que buscar esas palabras que no existen en los diccionarios comunes y que solo se encuentran en los limites del lenguaje. No hablar con palabras prestadas sino con otras que persigan no tanto desvelar el misterio como protegerlo. Estamos hecho para alimentarnos de lo inexpresable, pensó Charlote, por eso nos encanta el misterio. Esa es la dificultad a la que se deberá enfrentar Edmundo en la escritura de su libro: Encontrar las palabras que necesita para dar cuenta de eso inexpresable que eran. Dijo que Edmundo hacía bien en escribir lo que deseaba escribir- Un libro para salvar a los hombres de la Tierra. Acabará siendo un libro en alabanza de todo lo que nace, independientemente de la muerte que vaya a tener, dijo ella y de todo lo que muere algo nace. De tu mano muerta nacerá un libro.

La novela de Lidia Jorge es un desafío permanente para sus lectores, pues nada en ella es lo que parece. Se trata de un libro sobre la escritura de un libro, donde sus personajes, se van construyendo y deconstruyendo ante nuestros ojos como pasa con los personajes que pueblan los sueños. Un libro sobre una de esas casas llenas de secretos que aparecen en tantas novelas. Vemos empañarse los espejos, hablan los retratos, los pasillos se llenan de ruidos, hasta que nos damos cuenta de que toda esa actividad no encubre sino el esfuerzo de la autora por dar cuenta de la vida con todas sus contradicciones. No solo de la vida de nuestra razón, sino también de la que tiene que ver con nuestros deseos. Es de esa vida de la que, en un intenso y doloroso párrafo, habla Amadeu lima, el amante de Charlote: Y de repente sentí que la perfección que yo vivía al lado de una mujer bella y completa, que la vida me había puesto a ala orilla de las olas un mes de septiembre, llenaba mi vida domesticada, civilizada, pero no mi vida salvaje. Imposible explicarlo con palabras. Para que lo comprendas, mi vida necesitaba fidelidad e infidelidad, La fidelidad era vivida con ella, tu hermana Charlote, la infidelidad, que yo también necesitaba, no tenía cara, era vivida con varias caras superpuestas, y yo quería las dos, la fidelidad y la infidelidad. Sentía placer en ese riesgo, en vivir una asimetría incómoda, entre la vida fiel a Charlote y la vida disoluta con cualquiera. Sentía placer en intentar equilibrar con dificultad la vida salvaje y la vida pura, sabiendo peligrosamente que las dos residían en el mismo pecho.

Puede que Charlote sea el personaje más cautivador, delicado y profundo, de todos cuantos ha concebido Lidia Jorge a lo largo de su ya larga obra. Es como un esponja que va absorbiendo todo cuanto sucede a su alrededor, pero que no puede protagonizar su propia vida. Alguien dueño de esa rara aptitud para vincular “lo que cura con lo que hiere”, que para Henry James era la razón última de la verdadera literatura. El libro trata, en suma, de cómo poner en el mundo un poco de cordura y amor. Ella creía que el hombre y la mujer eran seres luminosos con puntos de oscuridad y no al contrario, se lee en una de las páginas de Estuario. Sus personajes padecen lo que Chesterton llamó bellamente “las agonías del anhelo".

La obra de Lidia Jorge nos habla de las fuerzas terribles o benéficas de la naturaleza, del placer y de la muerte, de las servidumbres del amor y del sufrimiento debido a la pérdida. Mas ella sabe que el verdadero narrador nunca cuenta una historia, por muy terrible que sea, para sumir en la desolación a los que le escuchan. Es un mediador. Se ofrece a su comunidad no para aumentar su inquietud, sino para ayudarla a sobreponerse a las amenazas que la apremian o inquietan. Sus relatos son fórmulas de cohesión que le permiten conjurar el efecto desintegrador de esas amenazas, y nos permiten entrar en regiones de la realidad que de otra forma nos resultarían inaccesibles. Esta novela, toda la obra de Lidia Jorge, nos enseña a aprehender el mundo como pregunta, por lo que supone un alegato contra el totalitarismo en todas sus formas. Todos los totalitarismos  son mundos de respuestas, no de preguntas. Frente a los que prefieren juzgar a comprender, contestar a preguntar, Lidia Jorge defiende el poder sanador de la novela como pregunta, que su voz se oiga en el estrépito necio de las certezas humanas.

La obra de Lidia Jorge es comparable a la de todos los grandes moralistas, en el sentido que Camus da a esta palabra: los que tienen la pasión del corazón humano. La autora portuguesa forma parte de esa larga tradición de grandes moralistas, que desde Cervantes o Stendhal, se dan en el mundo de la novela. Se confunde con ellos porque busca al hombre en el entorno y la comunidad en que vive; y la verdad en donde se oculta, en sus rasgos particulares. Lidia Jorge suscribiría sin dudarlo las palabras de Camus acerca de que el desprecio por los hombres constituye con frecuencia el estigma de un corazón vulgar.

 

Escrito en Lecturas Turia por Gustavo Martín Garzo

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