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Configurar sentido descendente

Hay novelas que no son lo que parecen, y en el caso de la obra narrativa de Carlos Suárez (León, 1961), esa excepción ha acabado por convertirse en regla. La muerte zurda (Atodaplana, Madrid, 2004) y Una mujer en Pigalle (Roja & Negra, Penguin Random House, Barcelona, 2016), ambas con un cadáver en la primera página, podrían parecer llamadas a repetir los trillados caminos por los que suele transitar la novela negra. Su lectura, sin embargo, deja claro que los exquisitos cadáveres de Leonor Cienfuegos y Rachel Rôhm son solamente dos bellas excusas para reflexionar sobre la identidad, el deseo, la culpa o el olvido. Lo mismo sucede con Vermeil (Eolas Ediciones, León, 2022), una historia de espías ambientada en París en 1944, que es en realidad un juego y una celebración dionisíaca de la literatura, la ficción y el lenguaje.

Viático (Mira Editores, Zaragoza, 2023) sigue en esa línea. Es en apariencia una novela negra, una trama de asesinatos en serie en la que Carlos Suárez —como el propio autor ha confesado— utiliza los elementos y códigos de la novela negra para envolver el auténtico tema de la novela: el azar, la enfermedad, la muerte.

No deberíamos hacer spoiler, ese término de origen latino (spoliare = despellejar) que vuelve al castellano revestido del falso exotismo con el que lo adorna su paso por el inglés para tratar de destronar al igual o aún más gráfico «destripar». Basta, sin embargo, ojear la contracubierta de Viático. El autor, la editorial o ambos decidieron dar alguna pista en lo que hoy en día es el auténtico principio de las novelas, el lugar por el que el lector empieza a leer. Hablo —lo habrán adivinado— de la contraportada, ese escaparate que la necesidad de vender libros inventó ¿en los años setenta? y en el que suele practicarse un arriesgado ejercicio de funambulismo: contar un argumento sin contarlo; tratar de captar la atención del lector sin desvelar la intriga.

Ahí, en la contraportada de Viático, se incluye una frase —puesta en boca de la protagonista— que delata la intención del libro: «Eso es lo que quiero… lo que necesito escribir. Dios como un asesino en serie, un criminal que elige a sus víctimas aleatoriamente, las mata con una crueldad inhumana […], un personaje que en su perversidad forzara esa similitud, ese parecido».

El asesino o asesina (ese desdoblamiento de género imprescindible aquí para no desvelar la identidad del criminal o criminala) no va a ser otro que el azar, la genética, el Dios cristiano o la deidad que a cada uno le haya tocado por cultura, en definitiva, la causa a la que señalemos como culpable de enfermar y morir, disfrazada en este caso de un/a irrelevante émulo/a de Jack el Destripador.

Nada de eso se anticipa, sin embargo, en las primeras páginas (a las que el lector llega muy probablemente tras haber ojeado la contraportada), porque de nuevo nada es lo que parece. Viático comienza cuando el protagonista —Héctor Brey― cree reconocer en la calle a una mujer que ha muerto treinta años atrás y narra en principio la enfermiza pasión de una adolescente por el amante de su madre. Son pues dos historias (amor y muerte) que acaban entremezclándose en una trama que alterna presente y pasado.

Los saltos en el tiempo son «marca de la casa» para el autor. Los vemos en La muerte zurda y en Una mujer en Pigalle, pero en Viático cobran una nueva dimensión. No solo contribuyen a administrar los tiempos y mantener el interés del lector. Son parte fundamental de la trama, el elemento con el que se crea la intriga. Alérgico al narrador omnisciente, Carlos Suárez pone el peso del relato en la voz de tres personajes que hablan desde su propio punto de vista, obligando al lector a montar el puzle final de los hechos.

Viático es de nuevo una historia cargada de erotismo (un rasgo habitual en toda la obra del autor), pero es, sobre todo, una novela con una clara ambición literaria, con un lenguaje trabajado, cuidado —como en una guerra de trincheras—, palabra a palabra y frase a frase.

Es preciso hacer algunas advertencias. Viático no es una novela fácil. Los juegos continuos con el tiempo, o la ya citada narración en boca de tres personajes —que el autor no identifica en ningún momento—, obligan al lector a cierto esfuerzo suplementario. Tampoco es una novela dulce. Las descripciones de los asesinatos reflejan con crudeza lo que se quiere transmitir: la brutalidad de la enfermedad y la muerte.

He discutido durante horas con el autor lo que considero «defectos» o «faltas veniales» de Viático. He objetado cierta despreocupación por los personajes, el recurso a casualidades demasiado improbables que hieren la verosimilitud del relato, la excesiva concisión del texto o la desbordante acumulación de trama en cada centímetro o párrafo de novela… Carlos Suárez jura que Viatico es así. (Habla como si la novela le hubiera obligado a escribirla, y no al revés). Arguye que los personajes tienen zonas de sombra para que lo que se relata evidencie la ausencia de lo que se oculta, que lo inverosímil da la medida exacta del azar, que Viático es trama pura: músculo y fibra, sin un gramo de grasa. Echo de menos los guisos lentos en cazuela de barro con unto o manteca de Clarín o Stendhal. Él también, pero en estos tiempos no está bien visto el colesterol.

Acabo ya. En definitiva, y a modo de resumen, creo que Viático trata de conciliar lo mejor de dos mundos, aúna la ambición literaria, el cuidado y la preocupación por el lenguaje, por un lado, y la estrategia narrativa —artimañas, trucos, ardides― de la novela comercial, por el otro. Carlos Suárez ensaya una tercera vía. Pretende demostrar que la buena literatura no ha de ser necesariamente aburrida, porque siempre puede encontrarse una manera de contar que enganche al lector, y reniega a la vez de la banalización de la muerte a la que nos tiene acostumbrados la novela negra, las tramas que utilizan el crimen como puro instrumento para atraer al lector y malbaratan la oportunidad de ir más allá, hablarnos de la muerte, la maldad, la soledad, la culpa.

No voy a aventurar la reacción de los posibles lectores. No sé si sumará seguidores esa tercera vía o —al contrario— defraudará, y por igual, a quienes busquen buena literatura y a quienes esperen sangre, vísceras e intriga a cualquier precio.

Conozco a Carlos Suárez desde hace más de cuarenta años. Entonces, recién llegado a Madrid de provincias, cultivaba cierto aura de escritor incomprendido y fracasado. Viático y sus tres novelas anteriores no dejan dudas. A veces la vida nos defrauda.

 

Carlos Suárez, Viático, Zaragoza, Mira Editores, col. Sueños de tinta, 2023, 212 págs.

Escrito en Sólo Digital Turia por Víctor Llano

Escondite deseado y deseante

18 de diciembre de 2023 11:48:17 CET

Empiezo este texto desde Turín, donde casualmente he comprado, porque lo he visto en un escaparate, el “lavorare stanca” de Pavese. Es una señal. Este cielo es el de las fábricas y el del frío, es el de la ciudad que trabaja. Es un buen escenario, sin duda, para empezar.

Lírica industrial, de Rubén Matín Díaz (Albacete, 1980), se me ha presentado de múltiples maneras, con diferentes atuendos, pero con una desnudez que es capaz de coser el traje de costuras caravista de tanta poesía que viene ya disfrazada desde su nacimiento.

Este libro de me vino vestido de Stalker, ya saben, ese personaje que guía, en la película de Tarkowsky, a un par de turistas a través de una zona reservada. Esa película en la que los fisgones empiezan hablando con un discurso muy locuaz, sesudo, programado, y acaban sin apenas palabras. Rubén, lejos de ser ese tipo marginal que se gana la vida acompañando, es, sin embargo, un excelente y pulcro guía, y nos va dejando, una vez que entramos en el libro, un discurso cada vez más despojado y lírico, para una temática que podría parecer alejada de lo poético. Vamos a este Open day magnífico de manos de nuestro Stalker.

¡Y qué hermosa cita de San Juan la que abre este espacio! ¡Qué precioso tatuaje sería en el brazo motor de cualquier currela!: “Mi alma se ha empleado/ y todo mi caudal, en su servicio; / ya no guardo ganado / ni ya tengo otro oficio, / que ya solo en amar es mi ejercicio”. Ese ejercicio, ex-arcere, en su étimo, sacar a alguien de su estado de contención o encierro. Qué bien puesta esta palabra, para el trabajador que desea que llegue su tiempo y para el bueno de San Juan, en su condena.

Entro y aquí hay de todo, se oyen músicas, ruidos; algunos lejanos y continuos, otros cercanos y más caprichosos, como pasa en la misma consciencia, en la que siempre hay un ruido de fondo que nos dice que algo está trabajando en la sombra, y otros son parte de la realidad que tenemos de frente, golpeadora y pajaretera. Aquí hay de todo, se oyen ruidos, se oyen músicas, lentas melodías que podrían ser perfectamente de Martynov,  Ludovico Einaudi, que acompañan a tantas aves que levantan vuelo, pero en ocasiones son las bases del último Portishead las que suenan, que vendrían a engrasar los rodamientos de una enorme máquina que devora.

Y vemos desde la entrada a esos artilugios que al poeta le encantaría humanizar, buscarles un corazón, una arteria, un órgano vital por el que puedan sufrir como sufre un humano, y, además, lo encuentra. “Cuándo hablaré de ti sin voz de hombre/ para no acabar nunca” que dice Claudio Rodríguez, así descubrimos una máquina que juega a ser Pigmalión y desea tacto humano casi lascivo de su cuidador, desea hablar sin voz de hombre y que el poeta hable la lengua del metal y los circuitos.

¿Pero es este el lugar de un poeta? Se pregunta Rubén, pues allí también se tiembla, en todo se tiembla cuando el alma está deseante, en todo participas querido poeta, y allí donde crees que tu mirada es escrutadora, allí donde sientes que tu retina absorbe, allí, estás proyectando, estás siendo parte de lo observado, tu esencia es la esencia de las cosas e igual que te trascienden, tú las trasciendes, se trate de una perfumada rosa como del efecto letal del bisfenol. Por tanto, no hay más locus amoenus que tu propia anima, así, locus animae.

Y es ahí, en el alma desde donde se puede escribir y decir callado, secretamente, como el rabino que en plena ceremonia se esconde para decir en secreto el nombre de su dios. “Nunca el silencio / dijo una verdad tan honda en mi palabra. Nunca el verbo cantó / con idéntica fiebre”, dice, seguramente escondido entre una sala de máquinas y un pasillo atronador, el silencio sonoro de su verbo, la palabra creadora de luz.

Hay mucha luz, como en toda su poesía. Pero en esta ocasión la luz no viene de arriba, no es la luz que todo lo envuelve y que hace de lo que no florece, al menos, algo que destella. La luz en este libro va apareciendo, como tremendos haces, cuando destapas algo, cuando tropiezas y se abre una vía de escape, cuando estás descansando en la hora del almuerzo, en la fábrica, cuando miras por la ventana porque de allí entra fulgurante, aparece entonces así, como una columna de luz brutal, como un hilo que sorprende en un pasillo. Una luz que guarda en ocasiones un pajarillo, pero que es la luz de la palabra. Qué gran contenedor ese gorrión humilde. Qué transformadora la luz que hasta a los peces los convierte en pájaros.

Y el amor, un amor épico, porque el libro, en el fondo, también lo es. Entonces, Rubén se convierte en ocasiones en un Cid campeador, que se despide de su familia como Don Rodrigo en el Monasterio de Cardeña, y los besa y se va apelando a la suerte con una moneda, y dibujando un ave con el dedo, símbolo de buena suerte; Cid lo haría mirando a la corneja a la salida de Vivar, y en ese amor épico me inmiscuyo para ver que hay una hermosa idea que siempre vuelve recurrente a su poesía, el cuenco, que como unas manos que tuvieran que recoger agua, está por ser llenado de la esencia de la amada. Dice Anne Carson que los amantes son tres, el amante, la amada y el hueco del amante cuando sabe que no puede vivir sin la amada, qué preciosas conexiones.

En este viaje no hay moralinas, no hay panfletos, hay una verdad que ha transcendido a nuestro poeta que vive en un mundo en el que las columnas que lo sostienen están bien fijadas a la Tierra, hay un perfecto equilibrio en la disposición de las cosas, dice. Será este, seguramente para Rubén, como para Leibniz, el mejor de los mundos posibles, y de este modo gira el mondo gira en manos de un niño que hace rodar una canica, o gracias a la inercia que provoca un acelerador pisado a fondo en una carretera desierta. Un mundo construido con espacio entre las cosas, un espacio que alberga arcos para que amanezca como en una pintura de Piero della Francesca, o pozos solo para que aparezcan sombras milagrosas. En la poesía de Rubén las cosas, los elementos, los actantes de este mundo, están todos para que nos hagan crear, para que la mirada del poeta los detecte y los atrape. Y ese es un trabajo que no puede hacer la máquina.

Y llega también el descanso, el momento para uno mismo, para la desalienación, el momento para mirar el móvil y repasar unos poemas, leer unos versos de otro, encontrarse de nuevo, pero esta vez con alevosía, con la palabra, la sonrisa ancha, la lluvia en el pelo…

Llegados a este momento, a este descanso que es solo temático, nos hundimos en una poesía que se acaricia con la poesía oriental, que se introduce en paisajes que son estados de ánimo, lugares que son momentos y escenas que, como en una canción callada, suenan a escondite deseado y deseante. 

 

Rubén Martín Díaz, Lírica industrial, Madrid, Rialp, 2023

Escrito en Sólo Digital Turia por Matías Miguel Clemente

La grandeza de lo pequeño

7 de diciembre de 2023 14:22:08 CET

Ricardo Díez Pellejero (Bilbao, 1971) cuenta con una amplia y contrastada trayectoria literaria en su haber; con anterioridad, entre otros, ha publicado los libros de poesía Stromboli (Editorial Braulio Casares, 1999), El viajero en la tormenta (Lola Editorial, 2001), El cielo del sol mecido (Olifante, 2007), Pornai en el Hostal Roma (Los libros del Gato Negro, 2019) y MICTlÁN, Odas a la muerte (Olifante, 2020); ha formado parte de las antologías Archipiélago de voces (Universidad de Zaragoza, 1991), Los Borbones en pelota (Olifante, 2014), Parnaso 2.0: Un mar de labrantíos / Antología de poesía aragonesa del siglo XXI (Gobierno de Aragón, 2016), Amantes (Olifante, 2017) y Poemas a Miguel, a Miguel Labordeta, claro (Libros del frío, 2021). Columnista y articulista habitual como reseñista literario en Heraldo de Aragón, Turia y otras publicaciones, fue director de la revista literaria Imán, editada por la Asociación Aragonesa de Escritores, en la que se dejó la piel y en la que llevó a cabo una interesantísima y muy meritoria labor de difusión de escritores de diferentes lenguas y países. Ha sido publicado parcialmente en China, Macao y Bulgaria y traducido al inglés, al serbio, al búlgaro y al portugués. Visitante y residente asiduo de la Casa del Traductor en Tarazona, colaboró con la poeta y traductora Rada Panchovska adaptando al español su Poesía búlgara contemporánea, una obra que mereció el VI premio Marcelo Reyes a la Traducción (Olifante, 2021). Ha sido invitado por el Instituto Cervantes a presentar su obra en Sofía y ha participado en actos del XXVIII Festival Internacional de poesía de Bogotá y en los Conversatorios del Instituto Confucio de Costa Rica en 2021. 

Y ahora, en Olifante —una de las más grandes y longevas editoriales de poesía con que cuenta este país—, publica Ricardo Díez El silencio del colibrí, su tercer título en esta casa, un libro estructurado en cuatro partes —«Taxonomía», «Etología», «De su ecología» y «De su biología evolutiva»— con el que consolida avances y logros anteriores y en el que continúa dando forma a su singular y personal proyecto poético, una propuesta que pasa por el deambular de un sujeto que camina —ya desde el primer poema, titulado «Sandalias»— a la intemperie. 

En las citas iniciales que abren el libro (incluida la dedicatoria a sus hijos, Cloe y Alex), aparece la palabra «silencio» mencionada hasta en tres ocasiones (un término que encontramos de nuevo entre las palabras de Alejandra Pizarnik que anteceden al poema que abre el libro). En «Humildad», una de las composiciones de este libro, leemos: la literatura «es un viaje / a través del silencio de un pueblo» (p. 25), en «Ayer un limonero»: «Quien en silencio obra / labra silencios» (p. 38) y en «Lindes» se habla de «Escribir un silencio» (p. 57). Son solo unos pocos ejemplos. Sin duda, el silencio funciona como un motivo vertebrador a lo largo de todo el conjunto, un elemento que respira y que deja su huella entre las palabras, más aún en un mundo como el nuestro, arrasado y cegado por tanto ruido fútil. El objetivo no es baladí, se trataría de llenar —como leemos en «Antiexistencia», otro de los poemas de este libro— «ese hueco en el ser […] / un lugar en apariencia vacío, / pero que muda y avanza / para ser evidencia de luz» (p. 36). Pero, ¿cómo llenar ese hueco?,  ¿cómo conseguir que el silencio respire entre las palabras?, más aún en un mundo, repito, en el que el ruido, la impostura y el espectáculo ciegan a menudo lo más interesante y conmovedor de la existencia. 

Frente a las tendencias más planas y sensibleras que pululan en el panorama poético actual, la propuesta de Ricardo Díez ofrece signos de resistencia y renovación, índices reveladores de una escritura, a la vez, más libre y comprometida con el ser humano, el lenguaje y los paisajes de este tiempo. A la luz de poetas como la ya citada Pizarnik, Rosalía de Castro, Yordanka Beleva, Andrea Cote, Dulce María Loynaz, Alfonsina Storni o Celia Carrasco Gil, entre otras, la voz poética de Ricardo Díez logra encontrar un registro auténtico y personal al margen de los senderos más trillados y aplaudidos. Se trata de una escritura aparentemente sencilla pero cargada de matices sorprendentes, una propuesta que no deja de interpelar al lector, de quien exige una atención —que no una entrega— incondicional, una poesía repleta de diferentes registros y formas, volúmenes presentes y espacios sugeridos, una escritura conmovedora que nos reconcilia con lo más ancestral de nuestra existencia, como sucede, por ejemplo, en ese sugerente e inquietante poema titulado «Altamira». 

Conocido como chuparrosa, tucusito, ermitaño, picaflor, huitzil (‘espina preciosa’, en náhuatl), el colibrí —que es un ser muy inteligente (tiene el cerebro más grande en el mundo de las aves en proporción a su tamaño corporal)— no puede emitir vocalizaciones pero sí chirridos para comunicarse, construye su nido con el lengüeteo y con su lengua tubular, que es más larga que el pico, chupa la savia de los árboles y el néctar y el polen de las flores con los que se alimenta. A partir de ahí, ¿cómo es ese silencio del colibrí al que se alude en el título de un poema que a su vez da título a este libro? A mi parecer, se trata de un silencio que guarda el secreto al que accede, como leemos en ese poema, «quien se adentra en la mayor espesura», un silencio que custodia un saber crepuscular y postrero: «Pronto sentirás, con mi último aliento, / el silencio del colibrí» (p. 40). El colibrí, por otra parte, simboliza la verdad y el misterio de lo pequeño, de lo que pasa desapercibido, de lo que avanza sin hacer ruido, de lo que nos acompaña en la soledad y el silencio (Tomás Sánchez Santiago escribió acerca de estos motivos un libro muy evocador y recomendable, La belleza de lo pequeño). 

Lo he expresado en otras ocasiones. Si queremos describir la relación que Ricardo Díez mantiene con la poesía, no cabe hablar de un capricho o una moda pasajera sino, más bien, de una práctica constante, meditada y prolongada en el tiempo, un trato asumido con rigor y seriedad dado que él sabe lo mucho que se juega en cada palabra. Y así ha sucedido desde el inicio de una trayectoria que he tenido la fortuna de seguir de cerca y que se ha caracterizado, insisto, por el deseo constante de interpelar al lector, al que se ha dirigido como un compañero de viaje en la travesía escabrosa de la vida y a quien no deja de plantear cuestiones que apelan a los motivos esenciales de la vida, preguntas que demandan respuestas necesarias. Se trata de ejercer la opción del movimiento continuo que supone la celebración de la vida como viaje, a sabiendas de que el saber más certero es siempre un saber incierto, un proceso en construcción, un deambular, un caminar sin una ruta previamente trazada, y esto, como digo, es un motivo recurrente a lo largo de todos sus libros. 

En este sentido, y porque he sido testigo muy próximo de cómo ha ido desarrollándose su trabajo con las palabras a lo largo de todos estos años, me gustaría dar prueba del compromiso con el que Ricardo Díez ha encarado su labor escritural, del trabajo de construcción arquitectónica con el que ha afrontado este libro, un volumen que contiene algunos poemas memorables —«Ayer un limonero», «Lindes», «Silbares», «No cazarás vampiros»— en el que nada ha quedado al azar y todo es resultado de una elección deliberada, del respeto y la consideración —en fin— que este hombre siente por la escritura poética.

Escrito en Sólo Digital Turia por Alfredo Saldaña

Que le den a Piaget

7 de diciembre de 2023 13:55:56 CET

“Que le den a Piaget”. Esta frase, que pronuncia un personaje de esta originalísima obra, la doctora Steimmel, expresa muy bien el impulso que subyace en todas sus páginas y encarna su protagonista  y narrador, Ralph, un bebé inteligentísimo que lee libros de filosofía y matemáticas, conoce a los autores clásicos y a los pensadores posmodernos, y sabe de teoría literaria, lingüística, y disciplinas próximas, en fin, que se ha saltado todas las fases de desarrollo y supera al más sagaz de los adultos. Además se niega a hablar, a hacer los movimientos bucales que dan lugar a la oralidad, no se trata de un rechazo ideológico al lenguaje, que utiliza en breves notas cuando lo necesita, sino a la comunicación,  al contacto, una forma de rebeldía. Por lo demás, posee todas las limitaciones de un niño pequeño.

Esta personalidad improbable, para utilizar el mismo término con que Ralph descalifica las acciones de un cuento que le leen, nos introduce, una vez aceptada, en varias líneas o dominios de desarrollo, más o menos interconectados. 1. Ralph y sus padres, cómo los ve (“Mi padre era postestructuralista y a mi madre”, a quien prefiere y considera más inteligente, “le parecía un ser vomitivo” ), cómo reconocen y viven su condición, y su vida posterior; 2. las peripecias que surgen una vez que lo llevan a la psicóloga (secuestrado, primero por esta y una especialista en monos, luego por una agente gubernamental que lo conduce a instalaciones militares donde pretenden hacer de él un espía, pero de donde sale esta vez en manos de una pareja de hispanos que lo quieren como hijo,…) y 3. Finalmente, pero no menos extensas, las creaciones y/o evocaciones de Ralph (poemas, listas de palabras, citas, recreaciones y reflexiones personales). Cada capítulo, por otra parte, va encabezado de esquemas y estructuras, preferentemente de relaciones semióticas más o menos fieles (el cuadrado semiótico de Greimas, la semiótica connotativa de Hjelmslev, etc.). Aunque la historia de los padres y los secuestros sigue un orden más o menos natural y configura una trama perfectamente reconocible, no se presenta de manera continua, sino entremezclada con documentos variopintos: poemas y listas de palabras elaborados por Ralph, conversaciones entre reconocidos filósofos y académicos (Nietzsche y Wittgenstein, Sócrates y James Baldwin, Barthes y Hurston,…), reflexiones y evocaciones de textos, predominantemente de estética, psicología, semiótica, teología y teoría de la ficción:

Mi escritura no era una amenaza para mi pensamiento, ni era una amenaza para mi significación ni de manera alguna se oponía a mi significación  (porque era mi significación) y no era de ninguna manera opuesta al pensamiento o lenguaje interno o a cualquier fijación de significado. Era lo que era y eso era todo lo que era porque ¿Cómo podía, como cualquier otra cosa, finalmente, haber sido cualquier cosa?

Aunque la conexión entre los epígrafes no responde a la causalidad narrativa más que en lo que se refiere al avance de la trama, los contenidos más reflexivos y eruditos, muy numerosos, tienen doble coartada: por un lado se relacionan con las profesiones de los personajes: la madre (pintora), el padre (“profesor universitario”), la psicóloga (“iba a revelar los secretos de la adquisición del lenguaje diseccionando mi cerebro), la primatóloga (“iba a mostrar que los monos eran también personas”), etc.; por otro, la propia actividad discursiva del narrador y sus preocupaciones con el lenguaje y la ficción, con frecuencia, tautológicas, contradictorias o simplemente absurdas.

El resultado, en mi opinión es sorprendente, múltiple y paradójico; sorprendente, porque a pesar del revoltijo de microtextos y lo abigarrado de su estructura, el libro no pierde unidad y puede leerse de corrido. Es posible que no entendamos algunas reflexiones, pero pueden disfrutarse con independencia de lo que quieran decir, gracias a su formulación, recursiva, paradójica y metafórica, poética en fin, pues atraen la atención por sí mismas: “el aburrimiento es una colina elevada, un nido de cuervo, un puesto ciego en una batida”. Múltiple, porque el componente más “filosófico” puede proyectarse, de manera literal o irónica, sobre los personajes y la trama, sobre el lenguaje, sobre la actividad narrativa de Ralph, sobre el mundillo académico, etc. Y paradójico, porque la obra no deja de ser densa y simple a un tiempo, al menos si no se pretende entender seriamente y en toda su aparente complejidad las parrafadas frecuentemente superabstractas. La trama no presenta dificultades y los contenidos no narrativos pueden asimilarse simplemente como un paisaje conceptual, un tono o colorido que brilla con diversos matices, a veces contradictorios: rigor y palabrería, ironía y seriedad, trivialidad y trascendencia, expresión y diversión. Como en el siguiente diálogo entre Sócrates y James Baldwin:

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SÓCRATES: Ya sabes que envidio tu arte. Ser capaz de crear un mundo, construir gente, mentir de la manera en que lo haces tan convincentemente. BALDWIN: Yo no lo llamaría mentir. SÓCRATES: Muy bien. Pero tengo una pregunta para ti. Creas un mundo y para hacer eso tienes que recurrir al mundo que conocemos y luego recrearlo. ¿Es así más o menos? BALDWIN: Más o menos. SÓCRATES: Así que, para presentar un mundo como lo haces tú, tienes que comprender plenamente el mundo del que has tomado tu material y tu sustancia. BALDWIN: En realidad, es el hecho de crear el mundo de mi ficción lo que me permite comprender el llamado mundo real. SÓCRATES: Pero ¿cómo puede ser eso cuando el mundo real es el que necesitas antes de poder comenzar tu arte?

Una figura especialmente relevante es Roland Barthes. No aparece solo como nombre de reconocido prestigio académico, sometido a la visión irónica y hasta satírica que este mundo recibe de continuo, sino que se hace presente como personaje (admirado por el padre de Ralph), sirve de conexión con la trama, y aporta un toque irónico suplementario al contraponer el ambiente norteamericano a la France que él representa (“Nosotros los franceses tenemos un dicho. C’est plus qu’un crime, c,est une faute”, le dice a la madre de Ralph a propósito de la infidelidad de su marido. “Soy francés, ya sabes”).

A pesar de la mala imagen personal que el texto da de Roland Barthes y la reducción al ridículo de algunos de sus pensamientos, dos observaciones suyas sobre el lector, nos parecen aplicables a Fligo. “En el texto solo habla el lector”, dice en S/Z; el lector no inventa las palabras, pero las hace suyas, las dice al leerlas y hace con ellas lo que quiera o buenamente pueda y, en definitiva, dicen lo que el lector les permite decir. En este caso, tiene muchas opciones: puede abandonarlas si la trama le resulta insulsa y los discursos pedantes, puede saborear estos por su belleza formal (espléndida la traducción de Cristina Gutiérrez Valencia y Javier García Rodríguez), por los pensamientos que le suscitan, por la visión irónica que desarrollan, por los contrastes y confluencias con los avatares de la trama, puede seguir la trama porque le suscita expectativas y saltarse consciente o inconsciente los otros párrafos, o puede dejar en segundo plano la trama y recorrer los epígrafes discursivos, buscando relaciones y significados entre ellos o deleitándose con cada uno por separado, etc. La segunda observación de Barthes, conectada con la anterior, se refiere a  À la recherche du temps perdu, pero puede aplicarse a Glifo: “uno no se salta nunca los mismos pasajes, de ahí que pueda releerlo con gran frecuencia porque no es nunca el mismo libro”. Y eso es lo que le ocurre a Glifo, un libro singular y, al mismo tiempo, muchos libros en relación con los conocimientos de los lectores, sus gustos, su sentido del humor, su espíritu crítico, sus momentos de atención y desconexión.

Ralph apenas escribe breves notas en momentos críticos y nunca habla, pero el lenguaje, la semántica, el significante y el significado, están presentes obsesivamente en sus reflexiones y citas, en su lenguaje de narrador que no sabemos si es una transcripción de un pensamiento no verbal a palabras o la reproducción de un discurso interior. Es particularmente significativa, además, la presencia de la semántica greimasiana, cuando ya había perdido actualidad. Sin duda conceptos como el de isotopía, de raíces más científicas que filológicas, están en la base de las jergas postestructuralistas de las que el texto se hace eco, falta solo la fuerza literal de la definición de Greimas: “la permanencia de una base clasemática jerarquizada que permite, gracias a la apertura de los paradigmas, la variación de las unidades de manifestación”. Iguálalo, Ralph.

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Núñez Ramos

Entre la rabia y la resignación, entre la ambición y el disgusto deambula Magda Pórtelky, la protagonista de Colores y años, una novela de una frondosidad de estilo (estructura y disposición) y una intensidad narrativa exacta, de bello vuelo lírico. Publicada por Greylock y traducida por José Miguel González Trevejo y Eszter Orbán, con quien hablamos de esta historia escrita por Margit Kaffka, una autora no muy conocida en nuestro país que sorprende por la belleza de su estilo y la claridad de su mirada. 

 

- ¿Por qué habría que leer a Kaffka?

- A mí, personalmente, me gusta leer a Kaffka porque sus narraciones dan testimonio, por lado, de una lucidez y una sensibilidad sin par en cuestiones sociales; por otro, de una pasión narradora que le lleva a crear un lenguaje y un estilo inconfundibles.

 

Clarividencia social y pasión narradora

 

- ¿Qué hace de su estilo el de «una grandísima escritora» como calificase Kafka?

- En las narraciones de Kaffka, la mayoría de corte realista, muy centrada en problemas de la época, hay mucho lirismo, mucha música. Algunos críticos califican su escritura de impresionista, y de hecho, como podemos ver también en Colores y años, Kaffka está muy preocupada por transmitir sensaciones -olores, aromas, sonidos-, por describir estados de ánimo, procesos psicológicos, ambientes. Para lograrlo emplea los más variados recursos poéticos, desde la hipérbole hasta las onomatopeyas. Creo que no es el estilo en sí lo que hace de Kaffka una gran escritora, sino esa curiosa mezcla de realismo y modernismo, de clarividencia social y pasión narradora, de precisión y lirismo.

 

“Margit Kaffka representa la mujer moderna, muy valiente y con un criterio independiente”

 

- ¿Cuánto de la protagonista, Magda Pórtelky, hay en la propia Margit?

- Aunque estemos convencidos de la «muerte del autor», a lo Roland Barthes, hemos de reconocer que las personas que rodean a un autor en la vida real y su propio yo siempre han constituido fuentes de inspiración para los personajes de ficción. «Madame Bovary, cest moi». En el caso de Magda Pórtelky, la autora se inspiró más bien en la figura de su madre. Margit Kaffka pertenecía a otra generación, era representante de la mujer moderna, muy valiente y con un criterio independiente. Gozaba de una sensibilidad social única, era progresista, adelantando muchas veces a su entorno. Era más clarividente en un sinnúmero de cuestiones sociales que sus celebrados coetáneos masculinos. Fue pacifista desde el primer momento en la I Guerra Mundial, cuando los demás intelectuales aún celebraban la guerra; condenaba la explotación de las clases cuando las criadas aún constituían uno de los fundamentos de la vida burguesa; arremetía contra la desigualdad entre hombres y mujeres y consiguió hacerse un hueco entre los mejores escritores del círculo de la revista Nyugat, todos varones. Poco que ver, pues, con la pobre Magda Pórtelky, tan débil y pasiva. No obstante, cabe recordar que son dos generaciones distintas, tiempos diferentes.

 

“Una novela sobre la tragedia de muchas mujeres condenadas a la pasividad”

 

- Colores y años nos habla de una mujer que trata de rebelarse contra el orden establecido, contra el lugar que se le asigna a la mujer, pero que no es capaz de terminar de hacerlo. ¿Por cobardía o por imposibilidad?

- No veo en Magda tanto deseo de rebelarse. Es una mujer incómoda con su situación, eso sí, pero no se rebela. Es muy ambiciosa, pero ambiciona ante todo lo que se puede conseguir a través de un marido: el bienestar y un estatus social alto. Mientras parezca contar con todo esto, lo demás importa poco. Pero no quiero culparla, así era la época. La mujer no existía como persona autónoma, con decisiones propias acerca de su vida, en todo dependía de su familia y de los hombres. Eran otros los que decidían sobre su futuro. Hay que recordar que el matrimonio era una institución económica, de él dependía la supervivencia de una mujer, y muchas veces también la de su familia. Me parece que al principio de la narración Kaffka describe magistralmente la presión a la que estaban sometidas las muchachas jóvenes al entrar en edad casadera. Encontrar un marido era cuestión de vida o muerte, de éxito o fracaso social. En fin, para mí, la historia de Magda Pórtelky refleja la tragedia de muchas mujeres condenadas a la pasividad por las absurdas reglas de la moral y las exigencias injustas de la sociedad.

 

“Kaffka experimentó en carne propia lo difícil que era ser madre, mantener a su hijo trabajando, realizar las labores de la casa y ejercer de escritora”

 

- ¿De qué modo entiende Margit Kaffka el amor?, porque Magda cree que no puede ser ella sin un marido pero, al tiempo, el matrimonio la constriñe, le depara una vida miserable, pero después vive de su pensión… parece una mujer romántica, pero solo en el recuerdo…

- Como lo mencioné anteriormente, Kaffka era una mujer muy diferente de su protagonista. Al final del libro, la narradora habla de sus hijas, que estudian y trabajan, ellas sí que pertenecen a la generación de la autora y guardan más parecido con ella. Con todo, Kaffka era una mujer excepcional incluso para su época. Según sus cartas y sus notas de diario, no se conformaba con la vida que le ofrecía a una mujer su clase y su época y anhelaba la independencia intelectual y económica en un entorno más bien hostil ante semejantes pretensiones. Al divorciarse de su marido renunció a una vida burguesa segura y predecible, y junto con su hijo se fue a vivir por su cuenta a un apartamento de Buda. Kaffka experimentó en carne propia lo difícil que era ser madre, mantener a su hijo trabajando, realizar las labores de la casa y ejercer de escritora.

 

“El inmovilismo social a finales del siglo XIX es absoluto”

 

- ¿Hasta qué punto la condiciona el paisaje, ese inmovilismo social que la rodea?

- El inmovilismo social es absoluto y la provincia húngara de finales del siglo XIX en la que está ambientada la novela lo refleja a la perfección. Se respira el mismo aire que en los dramas de Chéjov, en los que los protagonistas anhelan huir de aquel mundo rural restringido, sin posibilidades ni sorpresas, donde su destino está ya escrito. Para ellos, Moscú permanece eternamente en un sueño; Magda, sin embargo, logra salir de la provincia y llega a Budapest. No obstante, las posibilidades de las que goza una mujer en la gran ciudad para salir adelante no resultan ser en absoluto mejores o más dignas que las que tiene una mujer en la provincia.

 

-¿De qué es víctima Magda?

- Es víctima de las normas sociales, desde luego, y también de su propia ambición, bastante materialista, de su debilidad y falta de valentía.

 

- Pienso en el personaje de Telekdy, ambivalente, por un lado reivindica unas condiciones dignas para los campesinos, al tiempo que su gran preocupación es la orientación de las ventanas de los graneros.

- Telekdy es una figura interesante. Al contrario de la protagonista, él sí que se atreve a enfrentarse a las normas vigentes, a pregonar sus ideas progresistas traídas del extranjero y leídas en unos libros, a implementar cambios sociales. Sin embargo, sus ideas son confusas y contradictorias, sus convicciones, incoherentes e inestables. Es un personaje excéntrico, ridiculizado por su entorno e incluso por la propia autora. Me recuerda un poco a Bouvard y a Pécuchet, esos personajes de Flaubert.

 

Colores y años no es un simple alegato feminista

 

- ¿Cuánto de crítica política podemos encontrar en Colores y años?

- Mucha. Por todo lo que acabo de decir. Recuerde, «the personal is political», en el caso de Magda Pórtelky también. Sin embargo, el libro no es un simple alegato feminista o un escrito contra la retrógrada sociedad húngara de la época, la sociedad es solo el marco de la vida de la protagonista.

 

- ¿Qué le impide a la protagonista sistemáticamente evitar tomar decisiones, actuar?

- Yo aprecio especialmente Colores y años porque -eso me parece a mí- muestra con gran maestría cómo las decisiones personales y la realidad social están interrelacionadas. Magda Pórtelky es una mujer débil en una sociedad injusta y llena de restricciones para las mujeres, como para muchos otros sectores de la sociedad.

 

- ¿Qué ha sido lo más gratificante y lo más complejo de traducir esta obra?

- En esta traducción, como en muchas otras, he trabajado en tándem con José Miguel González Trevejo. Traducir este libro ha sido un gran reto y a la vez un enorme placer para los dos. Recuerdo que al escribir la última frase en español me emocioné. En cuanto a las dificultades, una de ellas fue comprender el original, incluso para mí, que soy húngara. El texto está lleno de expresiones que han caído en desuso, de palabras raras. Tuve que consultar a varios especialistas, desde historiadores de la moda hasta expertos en gastronomía. Leer a Dezső Kosztolányi, por ejemplo, que era coetáneo de Kaffka, resulta mucho más fácil, su lenguaje parece más moderno, más ligero. Lo que más quebraderos de cabeza nos dio fueron las complejísimas, muchas veces interminables frases de Kaffka, con su acumulación de adjetivos, sus intercalaciones, etc. El gran reto ha sido conservar en la traducción las particularidades del estilo de la autora, sin violar la lengua española y creando un texto legible del que pueda disfrutar el lector español. Espero que lo hayamos conseguido.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

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