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Configurar sentido descendente

Vida recreada

22 de septiembre de 2014 14:14:28 CEST

Escribir sin pasión sobre esta obra fascinante es muy difícil pero intentaré ser comedido. Lo que te pide el cuerpo al contacto con estos poemas es hacer un alarde de lirismo; de hecho, cuanto he leído sobre ellos es poesía sobre la poesía y a partir de ella, un vuelo lírico como el de un planeador que se sirve del aire caliente para elevarse en pleno descenso. Intentaré evitar ese camino.

El título completo del libro que nos ocupa, el quinto de Luz Pichel (Alén, Lalín, Pontevedra, 1947), es Cativa en su lughar/Casa pechada.  Así pues, no es un libro sino dos, y hasta tres o cuatro, en un solo volumen editado con meticuloso esmero. El primero –aunque aparece al final- es el poemario en gallego Casa pechada (aparecido en 2006, en la colección Esquío de Poesía). El segundo es Cativa en su lughar,  traducción del anterior al castrapo, variedad fronteriza entre castellano y gallego propia de zonas rurales como Alén, la aldea de la autora; no fronterizo en el sentido geográfico, sino en el lingüístico. El tercero estaría formado por una serie de notas aclaratorias que aparecen junto a los poemas en castellano, en página distinta, siempre par, y que constituyen un corpus independiente del resto con su propio mundo lírico y su propia historia, sus personajes y diálogos.  Podría hablarse, por último, de un cuarto libro, el conjunto de “carteles” que la autora dice que va colgando por distintos rincones de la casa, como este “LETRERO PARA LABRAR EN LA PIEDRA DEL LAVADERO  Frío en la fuentefría./La niña lava y llora,/vese en el fondofondo” (27), o  “ESTE LETRERO HASE DE COLGHAR EN LA CUADRA DE LA YEGUA La bestia mía/negharonle la lengua/no puede andar” (73).

Los tres, o cuatro, se entrelazan y forman una red (un verdadero textus) que la autora va arrastrando por el mar de su memoria como una pescadora de esencias poéticas, pero el fruto de ese arrastre no es un conjunto de elegías, contra lo que podría parecer por lo dicho, sino todo lo contrario, es vida recreada, revivida dramáticamente, como en el teatro, podría decirse.  

Todo está cargado de sugerencias, desde los títulos: Casa pechada viene a significar “casa cerrada”, pero también “nublada”, “apretujada” o “de acento dialectal marcado”. Cativa significa “cautiva”, claro, pero también de “mala calidad”, “ruin” o “pobre”, y también “rapaza”, “niña”; es adjetivo que al final se convierte en nombre propio, en personaje trasunto de la autora vuelta a la niñez. Lughar es como el lugar de la Mancha, “lugar”, “aldea” –es “Alén el sitio, el lughar, aldea cativa y rural que compón parroquia con otras…” (44)-, pero marcando con “gh” la sustitución del sonido g de gato por algo parecido a una j, ghato, fenómeno llamado geada, propio de algunas comarcas de Galicia.

 

Respecto a la traducción, se ve que a veces es bastante fiel al original, como en el poema “Epílogo” (112), pero aun en las traducciones más o menos literales encontramos la vertiginosa emoción del matiz que impone la lengua: en el poema “Ando a buscar belleza”, el verso “é soamente un sapo que anda cantando” (181) se convierte en “es solamente un sapo que anda a cantar” (88). Sin  embargo, lo habitual es la revisión y la reescritura, bastante libre y enriquecedora. Podríamos observarlo por ejemplo en la multiplicidad de voces que aparecen en la versión castrapa y que no están en la gallega: ¿son las de los antepasados?, ¿las de los amigos de la infancia?, ¿las de las distintas edades de la autora? De todo un poco.

Pero entre las dos versiones ha cambiado algo más que la lengua y se ha producido algo más que una mera amplificación de los poemas. Separadas por seis o siete años, numerosos signos parecen indicar que la poeta ya es otra, profundamente otra, y no necesita tanto el yo, por lo que en buena medida la primera persona desaparece y se disuelve en una tercera persona, en unos personajes y en la vida misma de la aldea. Por ejemplo, en el poema llamado “Siente el ghato la falta de su dueño”, la versión gallega dice “Mirouse nas miñas bágoas./Y revirouse” (148) y en la castellana “Mirose en una cuenca de agua / y revirose.” (47) De forma parecida, en el poema “Pésanle las ramas a la higuera por culpa de la carga”, en la versión gallega la higuera le habla a la poeta “E a figueira,/aliviada e contenta/move as follas e mira para min,/que me quedo sen figos,” (137) y en la castellana le habla a una niña indeterminada y hay incluso aclaraciones-acotaciones que lo hacen narrativo y hasta teatral:  “Descansa en esta sombra,/(…)/-la higuera, que pretende consolarla-/fantochea un poquito con la azada/a ver si encuentras algo,/una patata mismo./ Llevas mucho fardo encima,/no eres animal de por los aires.” (25) Tomando distancia, la experiencia personal y subjetiva se ha disuelto en experiencia colectiva y parece que la voz de la poeta ha salido de sí misma para transformarse y hacerse una con todas  las cosas (árboles, niños, perros, montañas, casas, muertos, herramientas).

La presencia de estas dos lenguas en tensión fronteriza pone de manifiesto otro de los aspectos más destacados del libro, el mestizaje, la impureza aquella de la que hablaban Neruda y sus amigos del 27, quizá lo que en música se llama fusión. Todo el libro es un canto a y sobre la impureza del mundo, sobre la esencial mezcolanza de cuanto hay en almas, cuerpos, lenguas, naciones, pero no como quien mira desde fuera y analiza sino como el que la vive por dentro (¿como un Whitman gallego?). De ello resulta una estética y una ética: “Ando a buscar belleza/en la forma deforme/de la patata.//Ando a buscar belleza/en la lengua cativa/de la patata.” (105) Ahondando más en lo híbrido de este libro, que transcurre “al fondo de los caminos hondos de un pueblo donde crece la uralita entre el maíz” (7), en el mismísimo corazón de Galicia, resulta que se cierra con un haiku que resume el viaje (los viajes) que supuso su escritura: “Abrí la puerta,/acaricié las cosas./Cerré con llave.” (111)

Efectivamente, esta obra es un viaje por la memoria a través de las diferentes estancias de la casa familiar, en  lo que recuerda a La casa encendida, de Luis Rosales; no solo por la casa, sino también por su carácter liberador. Sirven de guía y parada los mencionados letreros, que son textos breves, sugerentes y precisos a la vez, que parecen convertir la casa familiar por la que deambula la poeta, y todos los habitantes de su pasado –vivos y muertos-, en un verdadero museo (en su sentido etimológico de recopilación del saber humano) de vida atada a la naturaleza y a la aldea, llenos de fantasía o magia, siempre con hondura reflexiva: “Vete al alén,/no se te haga de nocheoscura./Cuando te eche de menos,/duermo en la tierra.” (45) Estos letreros, por cierto, siempre están atentos a la belleza de lo diminuto y a su simbolismo: “Maúllan, atacan, corren,/danse de gholpes contra las paredes/y no es más que la sombra de un volandero.” (54) Este museo convertirá la casa pechada, el pasado definitivamente perdido, en una casa aberta, iluminada para nosotros por estos poemillas que representan un mundo entero a punto de desaparecer, un museo de emociones pasadas, presentes y futuras, personales y colectivas, vivificadas para siempre por la palabra poética.

Pero este libro no es un simple museo porque todo en él está completamente vivo y coleando. Pichel no hace arqueología (quizá sí antropología) sino que crea un ambiente teatral en el que, como en las narraciones de Juan Rulfo, todo es un bullicio de vivos y muertos: “La niña escucha./Detrás de aquella piedra,/los muertos andan a fabular.” (101)

También es Cativa en su lughar  un viaje iniciático hacia la edad de la comprensión (sea cual sea esta) en la que la autora asume la complejidad de su pasado y se afirma libre, de ahí parte del carácter liberador: en el poema “Epílogo” “Cativa” le dice a su can “háceme un sitio en el pajar del trigo,/(…)/ando escapada”(112). Pero antes ha tenido que superar (y revivir) muchos miedos y muchas miserias: “Tú por querer, quieres volar. Pero no se te da,/no son alas eso que voltea la tierra, (…)//la maza genealógica,/la del padre,/la de la piedra./ Para mazar en ti, pum./para mazar en ti, pum, pum/ (…) y viene Cativa y mira y odia/y el odio la asusta y vase escapada” (55). En otro lugar es igual de clara: “duélenle las manos pero no dice nada,/pide perdón,/hace como está mandado” (59).

El viaje del que hablamos es el de la vida, claro, pero si quisiéramos verlo como el de la creación de este libro –que a fin de cuentas es lo mismo- encontraríamos que nace de una necesidad biográfica, que es un ajuste de cuentas con las lenguas de la autora, como ella misma confiesa, “Había que usar la lengua de la aldea para no ser aldeana” (7), y un grito de protesta liberador contra todas las formas de malos tratos, las del idioma, las de la escuela, las del sexo, las del machismo, las de los pueblos y las de las ciudades, las burdas y las sibilinas: “Sufrir por el hecho de hablar, eso no.” (9)

El poema “Epílogo” antes mencionado contiene esta aclaración entre paréntesis a modo de subtítulo, “(Canción de la reina liberada que rematará una pieza para monighotes que está por hacer)” (112) que nos recuerda que este libro también es un drama para títeres y “monighotes” que parece que quiere representar la Cativa adulta a sus nietos cativos, para que sepan, para que no olviden, para que vivan su catharsis. (Este aspecto dramático, como vamos viendo, daría materia para otro artículo.)

Las “notas” merecerían un estudio aparte. Son unas auténticas “Glosas alenses”, si se me permite el vocablo, que pretenden explicar términos desconocidos o ambiguos para el lector castellanohablante y lo hacen en un idioma que ya no es el castellano ni el gallego, sino una lengua en formación (y a punto al mismo tiempo de desaparecer; ¿no es eso lo que ocurrió con las primeras glosas medievales, en navarro-aragonés?), sin gramática definida, por tanto, y con un léxico prestado de aquí y de allá. Un ejemplo: “Gando. Es como ganado, toda clase de reses o gentes domesticadas y tratadas a palos. No vayan confundirte con trampa pequeñita y ghrande consecuencia, no te arreen con varas, que todo eso pronúnciase en un diosquetecreó si tú no espabilas.” (18) Estas glosas van tomando entidad propia y dejan de ser meras aclaraciones para convertirse en otro libro independiente, en otra parte de la historia en la que Cativa es personaje (a veces niña, a veces mujer) que participa y hasta dialoga: “Malformada. Es coruja pues tiene el ojo humano siendo como es una lechuza que mete miedo. (…) –Mirade, atendede, mirade lo que yo ando a hacer bien hecho de verdade, dice Cativa. Y viravuéltase por el prado abajo hasta el alto perfil del encantamiento. Un poema.” (96)

Entre las muchas maravillas de Cativa en su lughar destacan la musicalidad y la plasticidad. De un lado abundan el verso libre, contenido constantemente por el recuerdo de la musicalidad tradicional, el versículo y las jugosas prosas, entre otros metros. De otro lado, destaca una mirada fina, “La mañana despacio abre los ojos, / abre de espacio, mira de monte a río lo que baja/y duélele el sentido con la luz” (17). Muchas veces necesita el lenguaje infantil y el de la brujería, como corresponde a esa búsqueda de las raíces más profundas de su ser,  pues la infancia y su magia son el comienzo del viaje iniciático: “Rastrillo de palo/rastrillo de hierro/horquillas del mundo/palas de toda casta/palos de cada casa/palodepalo/palodepán/palodel-lomo y delas-piernas/palo de lumbre/guadaño, guadaña/azada y azadón/caldero/trasno del lavadero en el mes de enero/caldera y calderín/ y calderilla.” (23)

Es un libro tan personal, lírico y original que parece mentira que sea a la vez tan dramático y narrativo, tan local y tan universal. Es tan rico y complejo (en el mejor sentido), es tantas cosas a la vez, que me parece imposible nombrar todas sus caras, temáticas o estilísticas. En fin, creo que es un libro grande que será recordado.

 

[Luz Pichel nació en Alén, Pontevedra, y ha sido profesora de Lengua y Literatura castellanas. Ha publicado los siguientes poemarios: El pájaro mudo (Ediciones La Palma, 1990. I Premio internacional de poesía “Ciudad de Santa Cruz de La Palma”), La marca de los potros (Diputación de Huelva, 2004. XXIV Premio hispanoamericano de poesía “Juan Ramón Jiménez”), El pájaro mudo y otros poemas (Universidad popular José Hierro, 1004) y Casa pechada (Colección Esquío de poesía, Ferrol, 2006. XV premio “Esquío de poesía en lingua galega”). También ha publicado ensayos y traducciones de poesía. Ha sido traducida al inglés y al irlandés.]

 

Luz Pichel, Cativa en su lughar/casa pechada,  Ibiza, Progresele, 2013.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Miguel Mula Soler

Escritores regios

16 de septiembre de 2014 08:30:09 CEST

 Últimamente he estado en el correo electrónico como quien pasa las horas filosofando en el café. Vivir entre los libros y el diálogo internético me está convirtiendo en ermitaña, pensé, y decidí tomar aire fresco: me desprendí del teclado y salí rumbo a la Galería Regia. Era miércoles y esa noche se presentaba Cuaderno de la nieve (Mantis Editores-Conarte, 2004), nuevo poemario de Guillermo Meléndez.


En la mesa de presentación, Xavier Araiza y Eduardo Zambrano hablaban de la poesía de Meléndez. Se mencionó a Sartre, a Merleau-Ponty, a Pessoa. En el poemario las referencias son interminables: Blake, Dante, Eliseo Diego, Pizarnik, Nietzsche, Safo, Miguel Hernández, Cavafis... La poesía de Guillermo Meléndez no es nada fácil; y sin embargo, con toda su ironía y sus intertextualidades, resulta muy disfrutable.


Recordé las palabras de un amigo escritor una ocasión en que conversábamos precisamente de Meléndez, del prestigio que éste se ha ganado a fuerza de trabajo, de persistencia, de haber apostado a la poesía un poco en silencio, sin pretensiones, asumiendo su oficio desde un anonimato que parecía tenerlo sin cuidado y que desapareció con los años, cuando se convirtió en un -poeta de la ciudad, alguien que, como dijo Araiza durante su presentación, habla de las calles de Monterrey, de los bares, de los rincones que de pronto descubre ante los ojos de quienes habitamos esta ciudad sin asomarnos, casi sin verla.


Alguien había dicho hace poco que el poeta de la ciudad tiene en este momento 15 años, ya que hasta ahora no ha habido nadie capaz de sintetizarla. Descalificó a nuestros poetas uno por uno, asegurando de unos cuantos que sus textos resultan -decentes, pero no poseen grandeza.


A los regios nos resulta difícil aceptar la importancia de quienes se dedican a expresar la otra parte que somos: nuestras fantasías y deseos, nuestros sueños y desencantos. Si un gran poeta es aquel capaz de establecer con el lector una comunicación íntima, alguien que hace sentir al otro que el poema es suyo, que dice sus cosas, entonces no me explico el motivo por el cual, para nosotros, los buenos escritores no se relacionan con nuestras experiencias de lectura, sino con las opiniones del Centro. Sólo por esta vía se reconoce el trabajo de un escritor regiomontano.


Cuando pienso en la relación que existe entre nuestra ciudad y la poesía de Guillermo Meléndez me viene a la mente Álvaro Mutis, los lazos profundos entre sus textos y la Ciudad de México.


Pero comparar a Mutis con uno de los nuestros es arriesgarse a hacer el ridículo si Krauze no lo ha legitimado con anterioridad.


Para los regiomontanos, el problema de nuestros poetas es que son de aquí; en consecuencia, no se puede esperar gran cosa de ellos. He aquí un buen ejemplo de baja autoestima, una típica actitud regia.


II. Los fabulosos veinte


Sucede que, no conforme, el jueves regresé a la misma galería; esta vez para escuchar la lectura de Óscar David López, poeta de 22 años. La presentadora era Gabriela Torres, narradora de la misma edad, y actual becaria del Centro de Escritores.

La seriedad se les nota a los muchachos desde el principio, pensé, el afán de profesionalismo que los distingue entre sus compañeros.


No podía evitar una sonrisa de orgullo al escuchar a la Gaby leer, con su voz fuerte y su apostura envidiable, las múltiples referencias a poetas y narradores, grupos de rock, juegos de Nintendo, programas de televisión y toda una serie de elementos con los cuales dibujó un mapa generacional como introducción a la poesía de Óscar.


¿Qué dicen ellos en su momento de arranque, cuando apenas se dirigen hacia sus propias definiciones? Óscar David inició su lectura con tres epígrafes: uno de Gerardo Denis, el siguiente de Laura León, y el último de José José. Enseguida leyó una serie de poemas de calidad desigual, pero todos ellos frescos, rebosantes de energía, de ganas de decir sus cosas. Hubo dos o tres verdaderamente hermosos.


Evoqué a los Óscar y Gaby preparatorianos, cuando Óscar no se había enfermado, ni soñaba que vendrían estos dos últimos años de hospitales; cuando Gaby era una niña tímida que apenas hablaba; cuando aún no imaginaban que alguna vez iniciarían el proyecto Harakiri, que actualmente reúne a muchos de los escritores jóvenes de nuestra ciudad.


"La generación actual de talleristas hace demasiadas concesiones con estos jóvenes", suelen decir algunos escritores que conozco, "los están chiflando". Sin embargo, apenas empezó a leer Óscar recordé el apoyo de nuestros maestros y coordinadores. ¿Qué sería de nosotros si no nos hubieran mostrado una confianza de ese tamaño?


Me vinieron a la mente los dos Jorges: Xorge Manuel González y Jorge Cantú de la Garza. Recordé también algunas opiniones de sus compañeros, idénticas a las de mis conocidos. En el caso de nuestra generación, el apoyo de éstos y de tantos otros escritores significó, más que condescendencia destructiva, un empuje fuerte, una seguridad, una manera de ayudarnos a pisar tierra firme.


Al salir esa noche de la galería caí en la cuenta de que había presenciado una especie de reseña. No era solamente la gente de las mesas en ambos eventos, o el público que en las dos ocasiones llenó la sala; era el fenómeno literario regiomontano manifestado a través de diferentes generaciones. Un proceso vivo, dinámico.

 

Texto publicado en la sección Arte del periódico El Norte. Monterrey, México. (Noviembre 2004)

Escrito en Sólo Digital Turia por Dulce María González

Rafael Gumucio (Santiago, 1970) es una de las figuras actuales más sólidas de las letras chilenas. El pasado junio, presentó en la Casa de América de Madrid su nuevo libro: Mi abuela, Marta Rivas González (Ediciones UDP).

Hija del diplomático Manuel Rivas Vicuña, y esposa del senador Rafael Agustín Gumucio, Marta Rivas González, una aristócrata de izquierdas, fue testigo de excepción de la historia de Chile de los últimos cien años.

De la mano de su abuela, profesora en la Soborna, Rafael Gumucio se estrenó de manera un tanto abrupta en la edad adulta. Tras el golpe de estado de Pinochet en 1973, Marta y Rafael compartieron la soledad del exilio en París al abrigo de autores determinantes en la vida de ambos como Proust.

Es esta una crónica familiar, escrita desde el humor, la poesía y la rabia, donde el escritor nos descubre a una abuela excéntrica, amiga de Marguerite Yourcenar, García Márquez o José Donoso, y a quien Cela invitó sin éxito a Mallorca.  Gumucio narra en primera persona, cómo fue aquella relación de amor y el vacío que dejó la muerte.

 

En nuestra conversación, el escritor y periodista habló además del futuro del periodismo, de su cátedra de Estudios humorísticos en la universidad santiaguina Diego Portales y, cómo no, de literatura.

 

-  Uno de los problemas primeros con los que se enfrenta un escritor es elegir un tema y unos personajes, en este libro lo has tenido fácil, estaba en tu familia…

-  Casi todos mis libros versan sobre mi vida familiar. He tenido la suerte de tener una familia muy divertida, que ha estado muy comprometida con sus circunstancias y con la vida de Chile; que además tiene un cierto gen exhibicionista que le hace contar sus cosas como si ellos esperaran que alguien las contara. He sido yo quien lo ha hecho. Cuando empecé a escribir no pensé nunca que este iba a ser mi tema. No pensé que iba a ser el cronista de mi familia, pero conforme pasan los años, la verdad es que las mejores historias son las que están cerca de mí. He tenido el raro privilegio de contar con el permiso implícito de contarla, y eso es lo que he hecho desde entonces.

-  Gracias a Marta Rivas,  el lector se acerca a una clase social que ella representa, me refiero a la aristocracia de izquierdas.

- En Chile ese grupo social se prolongó durante muchos años en la historia. De hecho, casi todo lo que el mundo conoce de Chile nace de esa clase social. Tuvo una enorme importancia. A mí me interesó sobre todo por las contradicciones, porque mi abuela era de izquierdas en cosas que uno no se esperaba, y de derechas en cosas que tampoco esperabas. Ella tenía el ADN de ambos mundos y eso era realmente interesante porque me ahorraba construir un mar de personajes; con ella tenía todo un mundo.

- Su abuela era una mujer de mentalidad abierta. Hoy la reconoceríamos como una feminista.

- Genéticamente era feminista, al contrario que otras mujeres que se han autoimpuesto ideológicamente la liberación. Ella lo era sin quererlo, en un medio donde el feminismo era impensable. Pero, creo que su intento no fue liberarse sino al contrario, amarrarse, encontrar un marido y una familia en la que buscar protección. Con tan mala suerte  de encontrar un marido como mi abuelo, que en el papel representaba el conservadurismo acérrimo, pero que en la vida real se transformó en un hombre de izquierdas y para nada machista. Con el tiempo he llegado a pensar que el hombre conservador que buscaba, no se hubiera casado nunca con ella, sólo mi abuelo pudo hacerlo.

- ¿Y eso?

- Porque ella era de las que decían a voz en cuello lo que opinaba, que era más inteligente y más culta que cualquier hombre, no estaba preparada para el matrimonio tradicional latinoamericano. Yo quise ir más allá de lo que era visible. A ella le importaban las convenciones pero nunca pudo amoldarse a ellas. En su vida tampoco tuvo ocasión de protagonizar ningún acto de rebeldía. Quiso siempre trabajar, pero no lo hubiera hecho si mi abuelo no se hubiera arruinado. No fue un acto de rebeldía o una Casa de muñecas, sino pura supervivencia.

- Dos exilios le marcaron la vida.

- Ella vivió en total 22 años de su vida fuera de Chile, la mayoría de su infancia y adolescencia. En su primer exilio vivió dos años en Suiza porque su padre fue nombrado presidente de la Liga de las Naciones. Pero era un fuera de Chile pensando en Chile, hablando de Chile, preocupada por Chile y entre chilenos. Ella tenía un empeño en lo chileno aunque nunca se sintió cómoda en Chile.

- Pero Marta Rivas quería morir en Chile a toda costa.

- Quería morir en Chile porque no que quería que Pinochet le ganara la batalla. Decía que quería volver por el clima. Yo no creo que fuera por eso, el clima de Chile es muy malo. Seguramente era por la luz. Hay una luz en Santiago que no tiene París y que a ella le era necesario; luego estaban los afectos. Vivir en el exilio exige vivir permanentemente en un logro, no te deja vivir en la inconsciencia. Pero para nosotros, que volviera a Chile nos parecía algo ilógico porque ella era feliz en París, había conseguido una buena vida. Era muy divertido porque los rusos blancos pensaban que mi abuela era una rusa y la llamaban: Olga, Sonia…

Vivió un tiempo en el mismo hotel que el príncipe Yusipov, que fue quien envenenó a Rasputín. Yusipov, que era buen mozo y muy homosexual, tenía un novio chileno: Cuevas, Cuevitas. Un personaje divertidísimo que se fue de Chile, se convirtió en un mecenas del ballet y se casó con Margaret Rockefeller, nieta del millonario. Yusipov era su amante. Terminó siendo rico e importante, pero en Chile le siguieron llamando Cuevitas, aunque en ese momento ya era el Marqués de Cuevas.

También vivió en el mismo barrio que Marguerite Yourcenar. Ella le tenía ganas a mi abuela, le regalaba huevos pintados de Pascua. Eras amigas, pero a mi abuela que era conservadora en el fondo, le asustaba que fuera tan abiertamente lesbiana.

Mi abuela amaba la literatura y quería a los escritores pero no le gustaba el esnobismo. En cuanto un escritor famoso le hacía demasiado caso, ella se distanciaba. Le pasó con Camilo José Cela. En sus clases ella hablaba de La familia Pascual Duarte. Cela se enteró que una profesora de la Sorbona hablaba de su obra y la invitó a Mallorca. Mi abuela le dijo que no porque no quería ser una esnob. Me parece que hizo una tontería, quizás Cela hubiera escrito este libro y me hubiera ahorrado a mí el tiempo…

-  Ella tenía sus más y sus menos con los escritores…  

- Normalmente los escritores son siempre arribistas, y eso era algo que mi abuela no olvidaba. Yo siempre le decía que si hubiera conocido a Proust hubieran sido amigos claro, porque tenían mucho en común, pero hubiera sido una amistad a la que mi abuela le hubiese puesto coto. Mi abuela hubiera suscrito la carta que le escribió Gide a Proust rechazando su manuscrito, donde le decía que un escritor joven no puede ser bueno si vive obsesionado con princesas y duques. Gide se arrepentiría después toda su vida, como se hubiera arrepentido mi abuela.

Entabló amistad con García Márquez, pero él se fue alejando y ella no hizo ningún esfuerzo de acercamiento. Lo mismo le ocurrió con Isabel Allende. En el fondo era una especie de timidez que la paralizaba.  De su relación con José Donoso hablo mucho en el libro, y lo pongo como ejemplo. Se conocieron cuando ambos eran muy jóvenes. Eran dos personas con gustos, fobias y aficiones en común realmente asombrosas. Lo que les distanció fue que Donoso era escritor, y tenía demasiadas ganas de ser su amigo… Y mi abuela pensó: si este tiene tantas ganas es porque está mal…

- Digamos que tampoco te animó a ser escritor.

- Sí y no. Me acercó a la lectura de escritores que para mí han sido fundamentales: Proust, Chéjov, Tólstoi, Shakespeare, también Ibsen, que  leí también por ella, pero que no fue tan importante. No sólo me alentó en la lectura, sino que fomentó en mí la idea de que yo era escritor, que debía dedicarme a la literatura. Pero cuando vio que esto se hacía realidad, entonces mantuvo una posición ambivalente.

- ¿Crees que sin la influencia de tu abuela, hubieras sido escritor de todas maneras?

- Yo quería ser escritor antes de conocerla, pero quizás me hubiera dedicado a escribir cómics. Yo tengo primos que no tenían ningún interés por la literatura y que mi abuela adoraba. Nunca se le ocurrió fomentarle esa afición, fue algo que yo pedí y que se transformó en el eje de nuestra relación.  Fui el único de sus descendientes que heredó sus tomos de Proust, un escritor fundamental en su desarrollo como persona. Pero al mismo tiempo me recordaba que yo nunca sería como Proust.

- La relación entre ustedes dos se forjó en París. Ella necesitaba un hijo y usted un padre. ¿Cómo fue aquel exilio para ti?

- Yo buscaba a alguien que hubiese vivido esa cosa inaudita y extraña que estábamos viviendo que era el exilio. Mi abuela era la única persona de las que me rodeaba para quien el exilio no era una novedad. Ella fue una guía.

Fue un tiempo doloroso porque en mi caso se cruzó con la separación de mis padres, la destrucción de un cierto equilibrio familiar que me influyó tanto o más que el exilio físico. Evidentemente las dos cosas juntas fue como una bomba. Yo era una persona hipersensible, que en mi caso vino acompañado de hechos externos. Ahora puedo ir al psicólogo y tener una justificación… (Ríe). 

- ¿Era París entonces una ciudad dura para un extranjero?

Muy dura, fría y solitaria. París no le ahorra dificultades a nadie. También hay un dato que está feo decirlo, pero nosotros nos desclasamos en París. Fuimos a vivir a una ciudad europea, importante, pero para mi familia fue una pérdida. En Chile contábamos con una red de apoyo en la que sentíamos que pasara lo que pasara no te iba a ocurrir nunca nada. Esto lo rompió primero Pinochet y luego el exilio confirmó esa sensación de que no estábamos seguros en ninguna parte.

- Los escritores chilenos de distintas generaciones, como Alberto Fuguet, Alejandro Zambra o tú mismo, llevan la dictadura en el ADN de su escritura.

- En los nombres que has citado cada uno lo vivió de un modo distinto: Alberto Fuguet vivió la dictadura hasta los 20-23 años. Yo la viví hasta los 18,  y Zambra hasta los 14. Pero hay un periodo del que se va a hablar con toda seguridad en la novela chilena.  Yo mismo estoy escribiendo sobre la época de la transición: del 88 al 98, donde Pinochet ya estaba preso en Londres, pero su sombra era alargada.

La dictadura es un tiempo donde los países se reencuentran con sus peores y sus mejores demonios. Allende era algo que nosotros no hubiéramos querido ser, pero nunca fuimos. Pinochet fue alguien que nunca quisimos ser pero fuimos. Un dictador se parece a lo peor de su país.

- En estas memorias hay dos voces: la voz de Marta Rivas y la tuya. Tú planteas cosas que quizás no te hubieras atrevido a decirle.

- Estuvo demente muchos años antes de morir. Yo me había resignado a la idea de que ya no me hacía falta, que no la necesitaba. Cuando se fue, empecé a necesitarla, ajustar cuentas con ella, y sobre todo preguntarle muchas cosas sobre cómo vivir. Yo la conocí de vieja y yo aún era un niño. Nunca supe cómo vivió de los 35 hasta los 60 años, que es el tiempo en la que uno tiene hijos, casa, perro, donde se vive de una manera rutinaria. Cuando empecé a vivir ese tiempo, fue cuando comencé a hacerle esas preguntas: cómo nosotros, que éramos tan distintos por herencia histórica, que no estábamos hechos para una vida burguesa y banal podíamos construir la vida. Me hubiese sido muy útil, pero ya no estaba. De alguna manera tuve que inventarla para que me respondiera a todas estas cuestiones. 

- ¿Crees que a Marta Rivas le hubiera gustado el libro?

- Hay un poeta chileno muy bueno, Armando Uribe, que fue muy amigo de mi abuela, y a quien yo le di a leer el manuscrito.  Él me dijo: tu abuela hubiera odiado tu libro y a la vez hubiera sentido mucho orgullo. Habría detestado que hubieras sido capaz de escribirlo y habría adorado que lo hubieras hecho. No sé si se entiende la paradoja.

- ¿Ha sido una manera de enterrarla?

- Sí. Entre su muerte y la novela escribí una obra de teatro que estaba basada en ella y que protagonizó una actriz que se le parece mucho, Delfina Guzmán. Con esa obra pensé que de alguna manera había logrado resucitarla, pero cuando se publicó este libro, mi abuela ya no estaba.

- Colaboras con diversos periódicos. En tu caso, ¿trazas una línea entre el escritor y el periodista?

- Yo nunca he pretendido ser periodista. Escribo como un escritor que se amolda al formato y a las necesidades editoriales del diario. Mis columnas son de opinión, cultura, literatura, política y sociedad; también hago entrevistas.

- ¿Cómo ves el oficio de periodista en el mundo actual?

 Hay una inflación del periodismo, lo mismo que pasa con la democracia porque ambos están relacionados. El poder opinar desde tu móvil parece democrático pero no es democracia. La democracia también supone someterse a un orden. El periodismo es el derecho a opinar de una sociedad a través de un periódico, pero no es lo mismo a que todos los ciudadanos griten al mismo tiempo.

El periodismo y la literatura sobrevivirán, pero creo que acabará con los profesionales que tienen este oficio como forma de subsistencia. Se perderá parte de la historia, la diversidad de voces, se convertirá en un periodismo previsible donde lo más importante serán las firmas.

- Háblame de tu faceta como director del Instituto de estudios humorísticos en la Universidad Diego Portales. ¿En qué consiste esta cátedra?

- Es un curso complementario en la Escuela de Periodismo en la universidad, donde enseñamos maneras de hacer humor aplicado en su trabajo. Organizamos también actividades donde explicamos el tipo de humor que se hace en Chile.

- Viviste en Madrid, después en Barcelona. El atractivo de España para los escritores hispanoamericanos se prolongó más allá del Boom.

- Cuando vine, el centro de la cultura en castellano era España, ya no lo es. Vinimos a España y fue una época gloriosa. Lamento mucho que después, con la crisis, los destinos se hayan alejado tanto. Un chileno conoce a muy pocos escritores españoles, y a un español le pasa lo mismo con los escritores chilenos. Es una pena.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Yolanda Delgado

Fundir el cuerpo y la palabra

2 de julio de 2014 08:08:54 CEST

Inmensidad. Esta es la primera sensación que el lector tiene cuando ojea, ayudándose de su mano ―se presenta como un libro electrónico y la mano sigue siendo nuestro acceso al espacio literario―, Soundscape. Esta obra es una ventana al espacio y al vacío, al blanco y al negro, respectivamente. La primera sección recopila una serie de poemas bajo el título de “Hábitat”. Se trata de pequeñas composiciones en forma de cubo que ocupan el centro de la página, poemas breves cuya velocidad vertiginosa se despliega de manera vertical para el lector, porque los significantes viajan de lo más alto hacia el suelo, incluso al subsuelo, a la raíz. De esta forma, un mismo poema puede enfocar al “techo” y al “cielo” y quedar, al final, completamente “sumergido”; observar las “nubes negras” y acabar pisando “la raya”. A medida que los poemas se suceden, los términos que hacen referencia a lo terrenal se multiplican, el penúltimo de ellos comienza con “Bajo tierra” y el último sentencia de manera sintética: “Ser fiel a la raíz, conservar la memoria del hambre”. Hace poco oí que un poema extenso no es tal en la medida de su número de versos, sino en la voluntad que tiene de extenderse a lo largo del espacio poético. “Hábitat” es un poema extenso mínimo; su vocación es delimitar el espacio a partir del cual el poeta crea y éste es el que se forma como un “puente entre el párpado y el pájaro”: cerrar el párpado puede ser suficiente para dejar escapar la materialidad de un mundo en constante movimiento. Abran las hojas de Soundscape, conviertan en pájaro las letras que componen estos poemas, porque no deben reconocer sólo en ellos la posibilidad de la palabra.

El poeta ya ha establecido el “lugar de condiciones apropiadas para que viva un organismo, especie o comunidad animal o vegetal”. Tras éste sitúa las secciones “Vitral de voz” y “Materiales para el desastre”. En “Vitral de voz”, las hojas impares ―que serían las que primero observaría el lector de un libro impreso― están llenas de una vacuidad tal, que casi podríamos reflejarnos, la única marca poética existente en ellas lo constituyen unas sentencias que el autor denomina vetas, esas listas que se distinguen de la masa, de la masa blanca, del espacio febril: «hablan madera, muros de piedra y fruta, vetas», afirma el autor en la primera de ellas; a veces, esas vetas se destazan en una suerte de integración con los espacios en blanco: individualidad y masa como caras de una misma moneda. Los poemas se desgajan desnudos en las páginas pares, todas las letras se muestran en su “minusculosidad”, no hay ninguna que prime sobre el resto, para que su fundición sea más perfecta. Inmensidad. Y los lectores la aminoramos sumergiéndonos en las palabras, porque la única vidriera de color que encontramos ―el vitral― se encuentra en ellas, que tienen la dicha de ser pronunciadas por la voz. Los poemas se agrupan indefensos, sin título, sin numeración, sin barreras de signos que los separen, sobre tres voces: voz de agua, voz de llama, voz de llaga. Es el camino de la existencia, porque agua es como aludir al compuesto del que estamos hechos en esencia, es el líquido en donde nuestra primera corporeidad flota; llama es el calor que nos funde a otras materialidades, es la creación que pone entredicho la versión judeocristiana, es el contacto con la tierra que arde; llaga es el dolor de lo que encontramos hasta llegar a algo, «mi cuerpo que es todo herida hasta tu cuerpo turbio». El poema es el cuerpo, pero es también el camino de la palabra que nos acompaña, la definición que podemos hacer de nosotros mismos, el desprendimiento que de la corporeidad hace la voz para nombrar, nombrar el amor, nombrar la naturaleza, nombrar el sufrimiento, es el vitral.

Los poemas de “Vitral de voz” parecen provenir los unos de los otros, parecen irse desgajando de un cuerpo robusto que los compone, no poseen letras mayúsculas, los verbos indican transición ―en algunos incluso gradación. Para Fernández López no es tan importante la rima ―incluso hay versos que terminan con la conjunción copulativa “y”―, el ritmo lo marcan las diferentes fórmulas anafóricas que contiene cada poema y el sentido cadencioso de la oración. A modo ultraísta también, encontramos palabras que tipográficamente se fusionan en busca de nuevos significados, de nuevas sensaciones, estas fusiones van en armonía con el ritmo: “puertasgrito”, “domaryolor”. A veces, los caracteres en cursiva conviven con los redondos: “desnacimiento”, “surgir”, “desasimiento”, “rugir”, la plástica se fusiona con la poesía, la palabra lleva al límite la voz.

«En mi caso, el diálogo con las otras artes es una necesidad y una de las formas de asedio y encuentro con lo poético», nos confiesa el autor en una entrevista realizada por el también poeta Óscar Curieses. Ese diálogo es más directo en la tercera parte del libro, la denominada “Materiales para el desastre”, donde el autor pone letra ―y voz, en el montaje completo― a los dibujos de Héctor Solari, procedimientos para dibujar la condición humana en mitad del desastre. El espacio pictórico se despliega ante el lector como un cúmulo de letras abigarradas que apenas dejan un punto de fuga.

El final de cada uno de las secciones que componen Soundscape está marcado por el tránsito, la búsqueda del camino, el escarbar como procedimiento. El poeta no ceja en su empeño de descubrir su rumbo. Es un acierto que la nota del autor se encuentre al final del libro, porque así el lector abandona todo cúmulo de sinestesias adquiridas por la lectura y se da cuenta de que Soundscape no está concebido de una vez, sino que pertenece a un organismo que, en conjunción con el propio autor, se ha ido creando y desarrollando, replegándose en la materialidad de una hoja en blanco, de un escenario vacío, de un lienzo cándido, de un murmullo de ritmo cadente.

 

 

 

Carlos Fernández López, Soundscape, Uno y Cero Ediciones, Valencia, 2014.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Conrado Arranz

James Joyce: dublineses, cien años

25 de junio de 2014 08:29:16 CEST

 

    En una vitrina del Museo Sveviano de Trieste reposa la primera edición de Dublineses.  En la sala Joyce  se conserva un ejemplar en pasta roja y letras doradas con dedicatoria manuscrita de James Joyce  a Héctor y Livia Schmtitz.  Está fechado  y firmado el 25 de junio de 1914. La editorial Grant Richards lo publicó una década después de aparecer los tres primeros relatos en The Irish Homestad. Hacía más de ocho años que el autor irlandés había terminado de escribirlos.

    “Cae la nieve… sobre todos los vivos y sobre los muertos”.[1] James Joyce murió el 13 de enero de 1941en Zurich, donde se había instalado  huyendo de la ocupación germana de París. Imagino al autor del Ulises, con su inquieta curiosidad, compartiendo con Buñuel el deseo de salir  alguna vez de su tumba para  saber  algo de lo que está pasando en este mundo. Y ¿por qué no? conocer el recorrido de su obra, de las ediciones y  traducciones a nuestro idioma  y  su conversión en imágenes cinematográficas. El pasado día 16 se ha celebrado el “Bloomsday” en Dublín y en muchos pubs de todo el mundo. Desde 1954 –hace ya 60 años-  los irlandeses  festejan en esta fecha el encuentro entre Nora Barnacle y James  Joyce que da lugar a la jornada imaginaria-16 de junio de 1904- de Leopoldo Bloom en el Ulises. Ciento diez años después, en este mes de junio de 2014, conmemoramos además el centenario de  Dublineses, cuentos que, en aspectos de estilo y personajes, son  precedentes de su obra más universal. Empezó Joyce a escribir estos relatos cuando aún vivía en la capital irlandesa, pero la mayoría nacen en su época de autoexilio en Trieste.  Allí y en Roma y también en Pula(Croacia) concibió y redactó el grueso de los quince relatos breves que empiezan, según el orden que el propio Joyce estableció,  con  Las hermanas  y finaliza en Los muertos. Terminó este último relato hacia 1907  para concluir y mostrar aspectos de la vida dublinesa que aún no le parecían suficientemente tratados: “su ingenua insularidad ni su hospitalidad… virtud esta última que no creo exista en otro lugar de Europa…”[2], según le contó a su hermano Stanislaus en carta desde Roma.

    Con este motivo he seguido sus huellas ¡hay tantas¡  en el espíritu y rincones de Trieste. Doce años de una vida entre 1904 y 1916 en una ciudad que hoy es Italia, pero que hasta el final de la Gran Guerra formaba parte del  Imperio Austro-Húngaro. Era uno de los grandes puertos del Sur de Europa. En sus muelles estaba anclada  gran parte de la Armada Imperial. Eslavos serbios, germanos, judíos y, por supuesto, los italianos, muchos de los cuales ansiaban incorporarse a Italia, formaban un complejo entramado cosmopolita que aún se percibe en sus calles. Huyendo por voluntad propia de una Irlanda católica y nacionalista y-enfrentada a ella- otra anglófila y protestante, Joyce sintió el impacto de esa diversidad cultural.

     Trieste está salpicado de testimonios en  memoria del escritor, sentido por sus habitantes como Patrimonio inalienable de la ciudad. Hay varias esculturas. La del Jardín Público Muzio Tommasini es un busto sobre pedestal ubicado junto al de otros personajes ilustres. Entre ellos, muy cerca del de Joyce,  el de  Italo Svevo, primero  alumno de inglés, luego amigo y también maestro literario del escritor irlandés. Otra estatua  se encuentra en el canal, en Vía Roma, esculpida por Nino Spagnoli. El viaje continúa hasta  Pula, unos cien kilómetros al Sur, en la Península de Istria. Allí se encuentra una escultura sedente. El personaje, mucho más grueso  que la figura magra del escritor, parece dispuesto a tomarse una pinta de cerveza. Está sentado en una de las mesas de la terraza  junto al arco romano de los Segi. El pub está situado justo en el edificio que albergaba la delegación de  Berlitz School donde Joyce daba clases de inglés.

    Volviendo a Trieste, una placa recuerda que Joyce, buen tenor y aficionado a la Ópera, asistió a numerosas representaciones en el Teatro Verdi. Evocación obligada en la Piazza della Borsa donde estaba el Cinema Americano. Un hito en su biografía porque Joyce convenció a su empresario, Giuseppe Caris, para que invirtiera en la que está considerada la primera sala de cine de Dublín. Una vez instaladas las pantallas en el Teatro Volta, el propio Joyce regresó a la capital irlandesa con la intención de dirigir el Cine, pero un estrepitoso fracaso le devolvió nuevamente a Trieste. Camino de la Academia Berlitz, en via San Nicolò, es propicio un alto nutritivo en la Pasticceria Pirona. Allí se siguen degustando buenos y caros cruasanes y otros productos dulces y salados como los que debía tomar el escritor. La ruta urbana continúa por los humildes apartamentos en los que se alojó  junto a Nora y sus dos hijos, ambos nacidos en esta ciudad del Adriático. Termina el itinerario en el Museo que comparte con Svevo en la Vía de la Madonna del Mare donde entre sus libros, objetos personales,  escritorio, otros muebles y carteles conmemorativos destaca el primer ejemplar de Dublineses.

     Lo más personal de esta búsqueda  tuvo lugar en el encuentro con Claudio Magris. Ensayista, escritor, traductor de alemán, profesor universitario y viajero, tiene un vínculo intelectual y familiar con Joyce. Su padre fue alumno de inglés de Stanislaus, el hermano de James, quien acudió a su llamada, vino a visitarle y se quedó a vivir y morir definitivamente en Trieste, donde está enterrado. Nuestro encuentro fue el cumplimiento de una promesa aplazada desde 2006 cuando le entrevisté para el número 80 de la Revista Cultural Turia. Aquella conversación con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2004 se realizó por correo electrónico. Le pregunté, me envió sus respuestas en italiano y tuve la osadía de traducirle. Prometimos entonces saludarnos en cuanto se nos presentara la ocasión. Y así ha sido. Nos hemos encontrado en Trieste, la ciudad en la que vive cuando no viaja, le tiene en máxima consideración y le cita como referencia cultural  junto a Joyce y Svevo.

   Hemos mantenido un breve encuentro en el Café San Marco, uno de los más literarios e históricos de la ciudad. El amplio local alberga además una librería. Allí el camarero le tiene reservada una mesa junto al gran ventanal, iluminado ese día de abril por un sol espléndido. En la entrevista que ya he mencionado de 2006 decía del San Marco “voy allí no para tener una tertulia sino para escribir o leer o reunirme con amigos”. Desde el momento del saludo hasta la cercana despedida, el escritor ha sido acogedor y dinámico. Tomamos un café, sólo unos minutos, porque es un hombre con mucha actividad. Al día siguiente cumplía 75 años y le esperaba un homenaje en la Universidad. Apenas hubo tiempo para hablar de Joyce. Sin pedírselo cuenta una anécdota: “Un día estaban Joyce y Svevo en un Pub tomando wisky y cerveza. A Joyce  se le cayó un vaso y soltó una palabrota… Svevo le advirtió: eso se puede escribir, pero no se puede decir…” El episodio puede evocar la trágica afición a la bebida del escritor irlandés.

    Seguimos hablando del viaje como metáfora de la vida. Pone Magris de ejemplo el periplo de Odiseo en Homero y  la jornada de Ulises en Joyce. Enseguida nos despedimos con la misma amabilidad del principio. Al  día siguiente volvimos a vernos en el homenaje de  los intérpretes y traductores en la Universidad. Él estaba en el centro de la mesa, sobre el estrado,  junto a sus colegas, profesores y alumnos. El  público de sus fieles casi llenaba el aula. Palabras de agradecimiento y discursos sobre la idea transcultural de la literatura que atraviesa la obra de Claudio Magris. Entre las ponencias,  la más extensa fue la de  la doctora Pellegrini. Entendía esta profesora la traducción como acto de canibalismo, también al traductor como cómplice para salvar la suprema ambivalencia del lenguaje. En definitiva una fidelidad libre, ya que el traductor es a la vez cómplice y rival. Salió Borges a relucir: el escritor argentino entendía toda traducción como  identificación con el texto, al que a la vez se le somete a un proceso de alienación. Traducir es la invención de nuestros predecesores. El traductor reinventa, es coautor de la obra, a pesar de no ser suficientemente reconocido. Después de los agradecimientos y aplausos, al terminar el acto, otro amable apretón de manos de Claudio Magris y  una dedicatoria: con amistad A Maddalena y Eduardo estampada sobre El infinito viajar, el libro que desde Madrid  nos ha acompañado- a mi mujer y a mí- en nuestra estancia en Trieste.

    Estas ideas sobre la traducción sirven de referencia para indagar en algunas ediciones de Dublineses que han ido apareciendo en lengua española.  La primera versión a nuestro idioma, editada por Tartessos de Barcelona, es de I.Abelló y no apareció hasta 1942, un año después de fallecer Joyce. ¡Tardó 18 años en publicarse en español¡ Una de las ediciones más reputadas es la que Guillermo Cabrera Infante tradujo para Alianza Editorial en 1974. En el tiempo le sigue la del periodista y escritor Eduardo Chamorro. Ésta, editada por Cátedra en 1998, viene a salvar para los españoles el estilo del habla iberoamericana del escritor cubano. Lo más interesante de esta edición es el magnífico prólogo de Fernando Galván y los centenares de notas a pie de página para contextualizar mejor el texto. No olvidemos que en Dublineses  Joyce combina la inspiración creadora con un naturalismo obsesivamente fiel a la realidad social, geográfica e histórica que describe. Las notas de Chamorro permiten saber de dónde o de qué  habla el relato sobre temas y personajes conocidos en su época y que en muchos casos fueron parte del problema en los sucesivos intentos de publicarlo. En alguna ocasión, esos intentos derivaron en agrias disputas con editores y linotipistas. Hay otras ediciones de los relatos en Lumen, Premia y DeBolsillo.

    Hacia 1906 Joyce envió desde Trieste al editor Grant Richards varias cartas sobre Dublineses: “mi intención era escribir un capítulo de la historia moral de mi país y escogí como escenario Dublín porque esa ciudad revela la esencia de esa parálisis que muchos consideran una ciudad”[3]. Asistimos en sus páginas al desengaño que rodean las sombras de Dublín, una ciudad que  es tan pequeña que todo el mundo sabe lo de todo el mundo. Los tres relatos escritos antes de su partida vienen a ser el amargo diagnóstico previo al destierro. En Una pequeña nube advierte …no había la menor duda, si quieres triunfar has de irte. En Dublín no hay nada que hacer [4]. En otra carta fechada en 1905 le cuenta  a  su hermano Stanislaus  que aún vivía en Dublín …las historias de Dublineses me parecen incontestablemente bien hechas. No he tenido  dificultades para escribirlas…[5] Alguno de los cuentos además anticipan algunos personajes del Ulises.  Por ejemplo, la señora Mooney de La casa de huéspedes y Corley, uno de los protagonistas de Dos galanes. Hay otros muchos que se descubren leyendo ambas obras literarias. Sirve como guía  la edición de Cátedra.

    Los muertos, el último relato, encarna las nuevas ideas o actitud que  para Joyce habían cambiado en Roma después de un itinerario que había comenzado en París, con escalas en Zurich, Trieste y Pula. Descubrió allí que Dublín es como Roma una ciudad llena de monumentos y quiere olvidar, pero se aferra a su memoria. La fiesta con la que comienza el relato es una cena del Día de Reyes como las que celebraba su propia  familia. Se hablaba mucho sobre personas ya muertas. Stanislaus considera que el discurso en el que Gabriel Conroy habla del alma irlandesa es una buena imitación de los que pronunciaba  su padre en esas reuniones, rodeado de amigos.

    Pero en Dublineses hay otros muertos que están ahí para hablar de los seres que desde su ausencia han marcado  las vidas de quienes siguen aquí.  En el primer párrafo de Las hermanas, relato editado en solitario en 1904 y varias veces corregido, expresa lo que viene a ser un sinónimo literario de la muerte: todas las noches al levantar la mirada hacia la ventana, me decía suavemente a mí mismo la palabra parálisis.[6]  Enseguida constata  el fallecimiento del Padre James Flynn.  El niño – alter ego del escritor- observa y ve indicios de muerte. Si seguimos adelante asistimos a los preparativos del velatorio, al ritual narrado del embalsamamiento y ya, ante el cadáver del cura, se habla del muerto con frases entrecortadas o palabras suprimidas. Ese recurso literario lo inaugura Joyce en este relato. Luego continúa empleándolo en el Ulises. Frases sin concluir sobre el cura y también para justificar a los vivos. ¿Habrán hecho todo lo posible para tener limpia su conciencia? Se preparan de esta forma para el duelo íntimo que comenzará cuando pase el velatorio, el funeral y el entierro. En Arabia, el tercer relato, el muerto es también un sacerdote que ocupaba la casa antes que el protagonista. Fue hogar de la familia Joyce. El puber cuenta  cómo sus gustos están  marcados  por la presencia de los libros que dejó el fallecido. Serán una guía literaria entre Walter Scott y Vidocq. Describe el manzano en el jardín de la casa que había plantado el cura. Hay también una bomba de “bici” que seguirá usando el protagonista. La sala en la que se alojaba el anterior inquilino le da fuerzas y le inspira en su primera aventura amorosa. En Evelyn los muertos son los padres del narrador. Ya  mayor éste, lo que nos cuenta es cómo eran las cosas antes de que sus padres faltaran. Añoranza del hogar, desde el recuerdo de los tiempos en que ellos vivían. Es el momento de recordar  la amargura de Joyce por la muerte de su madre, Mary Jane Murray, en 1903. Quizá sea éste acontecimiento una de las claves que expliquen por qué un escritor de veinte años describe con cierta insistencia la realidad y el contexto inexorable de la muerte. James estaba muy vinculado emocionalmente a su madre y no se entendía, ni él ni ninguno de sus hermanos, con su padre John Joyce. Le consideraban un desagradable y violento borrachoLa casa de huéspedes comienza advirtiendo que cuando murió el suegro todo fue a peor. He aquí la influencia de los muertos sobre los vivos o  la deriva que un duelo puede causar. Un caso doloroso es un ejemplo de lo que el propio Joyce llamaba epifanía o, en un sentido más amplio, epícleto. Un hecho, en este caso un suicidio, representa  un deslumbramiento sobre el sentido y condición humana del personaje. Epifanía es sobre todo en Los muertos el trance que vive Mr. Conroy al descubrir que Gretta, su mujer, ha amado toda su vida a alguien que murió por su causa. Éste será el leit motiv que dará pie a John Huston para llevar este relato a la pantalla.

John Huston: Morir después de rodar Los muertos

     John Huston nos dejó en  Dublineses (Los Muertos) un testamento y un epitafio. Cuatro meses después de  finalizar el rodaje el cineasta falleció. No llegó a ver estrenada su última película. Hacía muchos años que el realizador de origen irlandés tenía el deseo de llevar a la pantalla esta obra de James Joyce. Consideraba Huston que Los muertos te muestra ciertos hechos de la vida –amor, matrimonio, pasión, muerte- y te obliga a enfrentarte a ellos. Muy pocos relatos tienen este misterioso poder[7].

       El guión lleva la firma su hijo Tony, pero él  estuvo muy presente en su elaboración. Tony Huston declaró que su padre le había ensañado cómo una palabra se transforma en lenguaje cinematográfico[8]. Al realizador le costaba sentarse a escribir, pero siempre fue minucioso en la supervisión de los guiones, escritos por él o por otros guionistas, incluidos Truman  Capote, Peter Viertel o Ray Bradbury. Además el cineasta estaba acostumbrado a adaptar para el teatro y el cine obras literarias: Ahí tenemos  El Halcón Maltés de Dashiell Hammett  o El hombre que pudo reinar de Ruyard Kipling. Padre e hijo pasaron una temporada juntos para dar forma al guión en casa del actor Burgess Meredith en Malibú.

     Enfermo y casi inmovilizado por la necesidad de estar enchufado a una bombona de oxígeno, pretendía  rodar en Irlanda. Llegó a decir: no quiero hacer la película si no puedo rodarla en Irlanda[9]. Era la tierra de sus antepasados donde había vivido un autoexilio como el de Joyce en el Continente. Huston estuvo pasando una larga temporada en Galway en 1952. Fue su manera de rebelarse contra el deterioro moral de América y la caza de brujas que tanto atenazó a la cultura del país por obra y gracia del senador McCarthy. Desde 1956 –el año en que realizó Mobby Dyck, otra adaptación literaria- intentó llevar  a la pantalla el relato de Joyce. Tardó tres décadas en cumplir su deseo. El tiempo vivido desde entonces dio calado a su obra póstuma. Ese empeño algo tenía que ver con la lectura del Ulises cuando apenas tenía 20 años. En esa época  la obra fundamental de Joyce estaba prohibida en Estados Unidos. John intentaba ganarse la vida como pintor. Su madre, actriz de teatro,  había viajado a Europa. A la vuelta trajo en la maleta, escondido el Ulyses. Huston confiesa en “A libro abierto”- la obra que recoge sus memorias- …probablemente fue la experiencia más grande que ningún otro libro me haya dado nunca[10] . Dorothy, su primera mujer, leía en voz alta las páginas del Ulyses mientras John pintaba.

    Cuando finalmente llevó a cabo el rodaje de Los muertos, por prescripción de sus médicos, que incluso le aconsejaron no hacer ese esfuerzo, tuvo que rodar cerca del hospital  Cedros del Sinaí, en el barrio de Valencia de la ciudad de Santa Clara, California. Eso sí, los escasos  exteriores están rodados en Dublín. El 5 de enero de 1987 comenzaban los ensayos con los 26 actores, incluida su hija Anjelica, la única no irlandesa del reparto. Aunque ella había vivido en Irlanda más de 10 años, John Huston entendió que debía suavizarle el acento para que no desentonara con el resto. Siempre fue minucioso con los detalles. Dos semanas después daba comienzo el rodaje. Anjelica Huston entendió perfectamente lo que significaba para su padre rodar esta película. La actriz declara: Joyce dice en Dublineses lo que John pensaba de la vida.

    The Dead  aquí titulada Dublineses(Los muertos), dedicada a Maricela, su última compañera, se estrenó fuera de competición en la Mostra de Venecia en 1987, pocos días después de haber fallecido el director. De haber vivido para verlo le habría emocionado que el guión que firmaba su hijo llegara a  ser candidato al Oscar. No obstante, se lo llevó El último emperador de Bertolucci.  En la reseña del estreno en España, Ángel Fernández Santos, maestro del periodismo y la crítica, escribía en El País del 19 de marzo de 1988: Es un filme amargo pero sereno, duro pero frágil, despojado pero rico, lleno de luminosas sombras y de sombrías luces; un grito inaudible y sagrado. La crítica en Europa y América acogió inicialmente la película con una valoración dispar que se acerca a la tibieza. Después, con el paso de los años, está considerada como obra maestra.

     Visionado tras visionado Los Muertos  va ganando sentido. La  epifanía  de Gabriel Conroy (Donald McCann) marca la tensión de una película en la que aparentemente no ocurre casi nada. Se canta, se baila, se charla, se discute, se come, se bebe en la fiesta del Día de Reyes. Lo trascendente pasa en el interior de los personajes. Huston, en el final de sus días, debía identificarse con Miss Kate o Miss Julia, las anfitrionas a quienes se rinde homenaje en esa fiesta por los méritos acumulados en una larga vida familiar. Primeros planos, planos medios y contraplanos, en la primera media hora el piano marca y justifica el  tiempo de la narración. Para anticipar lo que será el momento luminoso del relato, Huston añade el  poema  “Promesas rotas”  de Lady Gregory, poetisa con la que Joyce mantenía sus diferencias.

   Anoche … el pájaro hablaba de ti en el profundo pantano, decía que tú eres el ave solitaria a través del bosque y que probablemente sigas sin pareja hasta que me encuentres… Me prometiste y me mentiste

Dijiste que estarías conmigo …”

 

    Y continúa unos instantes el poema narrando la desolación y desorientación que provoca el desamor. Mientras Mr. Grace declama, un barrido de la cámara se va deteniendo en el rostro de los personajes que escuchan. En un punto del travelling marido y mujer se están mirando, él con una pregunta en su rostro, ella escondiéndose tras un gesto de melancolía. ¿Qué significado tiene este poema que recita Mr.Grace, un personaje que no está en el relato de Joyce? No tengo la respuesta de Huston pero entiendo que su elección anticipa la deslumbrante  secuencia en la que Gretta descubre a Gabriel que toda la vida ha llevado en su corazón el duelo por un joven que murió amándola. Habrá que asistir a la cena, esperar otros cuarenta minutos, y en  la despedida escuchamos  “La chica de Aughrim”.

 

“Si eres la chica de Aughrim como tú dices ser,
dime cuál fue la primera prenda que se cruzó entre tú y yo”.

   Esta canción irlandesa que canta el tenor Bartell D’Arcy (Frank Patterson) evoca un momento cumbre en la biografía del escritor. Lejana melodía llamaría al cuadro si fuera pintor[11], había escrito Joyce en el relato. Huston lo cuenta de una manera más explícita y aún más emotiva. La escena viene a representar los celos que sentía el escritor por un personaje del pasado de Nora. Ella le confesó que había tenido un amor de juventud que murió por ella. Para agravar aún más su amargura le añade que, cuando le conoció, lo que le había gustado de él era su parecido con aquel joven, Michael Fury.

    Joyce escribió Dublineses  con poco más de 20 años, más de ochenta tenía Huston cuando convirtió en imágenes este relato sobre la influencia que ejercen  los muertos sobre los vivos. Acuciado por el tiempo,  su epitafio habla de las horas que nos van acercando al final, en diálogo con los muertos. Es el momento de preguntarnos, y quizá entender, si nuestra vida ha tenido algún sentido, si hemos sido marionetas de una farsa cuyos hilos desconocemos.

 

BIBLIOGRAFIA CONSULTADA

-JAMES JOYCE. Ellmann, Richard Compactos Anagrama 2002

-JAMES JOYCE. Vargas, Manuel Arturo. Epesa 1972

-JAMES JOYCE: EL OFICIO DE ESCRIBIR. Melchiori, Giorgio. Antonio Machado Libros 2011

- A LIBRO ABIERTO:MEMORIAS. Huston, John. Memorias. Espasa Calpe  1986

-JOHN HUSTON. Cantero, Marcial. Edit. Cátedra. Signo e imagen/cineastas

-LOS HUSTON.HISTORIA DE UNA DINASTIA DE HOLLYWOOD, Grobel, Lawrence. T y B editores 2003



[1] Dublineses, Joyce, James. Alianza editorial…pg.213

[2] James Joyce, Richard Ellman…pg.273

[3] Joyce:el oficio de escribir, Giorgio Melchiori…pg.116

[4] Dublineses, Joyce, James. Cátedra…pg.167

[5] James Joyce, Manuel Arturo Vargas. Epesa…pg.54

[6] Dublineses, Joyce, James. Cátedra…pg.81

[7] declaraciones recogidas en El País el 9 de enero de 1988

[8] Tony Huston…en el mismo reportaje del Diario El País.

[9] Los Huston:historia de una dinastía de Hollywood. Grobel, Lawrence. TyB…pg.32

[10] A libro abierto. Huston,John. Espasa…pg.65

[11] Dublineses, Joyce, James. Cátedra…pg.332

Escrito en Sólo Digital Turia por Eduardo Larrocha

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