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Configurar sentido descendente

31 de octubre de 2024

Evocar la figura del escritor y editor Jacobo Siruela al calor de un nuevo libro resulta siempre una idea atractiva. Al ponerse a ello, uno recuerda de inmediato unas palabras suyas en torno al principal de sus quehaceres, la edición, en las que se definía a sí mismo como un artesano. De repente nos vienen a la cabeza libros como el opúsculo de Beatrice Warde (La copa de cristal. La tipografía debería ser invisible) o los que dio a la imprenta el malogrado Josep Maria Pujol. De igual modo su labor en la editorial Siruela, en la que publicó a clásicos modernos como Italo Calvino y Robert Walser –ahí es nada– o recuperó títulos de una inextinguible Edad Media. 

Jacobo Siruela se caracteriza, pues, por confeccionar buenos libros (la referencia a Warde y Pujol no era gratuita, aunque también es cierto que podríamos haber mencionado otros nombres del oficio tipográfico o simplemente libresco), tanto en el fondo como en la forma, se entiende. Libros, añadimos, que en su mayoría llegan avalados por él mismo. Libros, en fin, que definen un vasto grupo de intereses, de entre los que podríamos destacar los que conformarían –en una imprecisa definición– el subgrupo dedicado al “pensamiento mágico”. Valga como ejemplo la recuperación de la obra ensayística y poética de Juan Eduardo Cirlot o la de su hija, Victoria Cirlot, en torno a dos cuestiones que le son queridas a nuestro escritor y editor: la Edad Media y el misticismo. O, más recientemente, ya en su nueva casa editora, los rescates de estudiosos del mito como Karl Kerenyi o Joseph Campbell. 

Tras esta breve evocación del personaje, el lector que se adentra en las páginas de este nuevo libro siente de inmediato la familiaridad de los temas tratados. Nos hallamos, cabe tenerse muy en cuenta también, ante un volumen misceláneo en el que se recogen diversos textos, escritos durante épocas diferentes y a menudo por encargo, del conde de Siruela. 

El primero de ellos, como explica nuestro autor, le fue encomendado por Sergio Vila-Sanjuán, director del suplemento de cultura del diario La Vanguardia. En esta ocasión el también escritor barcelonés ejercía como responsable del ciclo de conferencias titulado El libro como universo, celebrado en la Biblioteca Nacional en 2012. Así pues, Libros secretos supuso la contribución de Jacobo Siruela a dicho acontecimiento. 

En éste, como en otros textos que conforman este libro, aparece una de las tesis defendidas por el autor: la necesidad del mito como creador de sentido. Una idea que conecta con la concepción tradicional de la obra de arte como “portadores de significado” (según la definición de “sémiophores” de K. Pomian), a menudo receptáculo del propio mito como puede comprobarse –para remontarnos a la Antigüedad– en las cerámicas áticas de un maestro como Exequias. 

Para desarrollarla, Siruela pone en juego una serie de libros que tienen “cierto grado de complejidad”. El más significativo de todos ellos es el titulado Though Forms, obra de Annie Besant y Charles Webster Leadbeater. Ambos se integraron en la Sociedad Teosófica Inglesa, convirtiéndose de este modo en discípulos de Madame Blavatsky. Como tales, pusieron en marcha estudios de hondo calado como el origen del universo. La importancia que les otorga Jacobo Siruela tiene que ver con la influencia que algunos de los artistas de las vanguardias históricas (fundamentalmente Kandinsky) reciben de ellas. En su búsqueda de lo real, afirma siguiendo a Platón, “la mera imitación de la apariencia exterior no bastaba”. 

Siruela insiste –y éste es uno de los puntos más interesantes del libro y de este primer texto– en la importancia de la espiritualidad, negada por el “materialismo científico moderno”, en la aparentemente impermeable obra de artistas de la modernidad como Piet Mondrian o el ya citado Vasily Kandinsky. Se hace necesaria, pues, la “tensión entre opuestos”: razón y magia se dan la mano para dar de sí el conocimiento completo. Este punto conecta con otros textos del libro, como el que le dedica a Valentine Penrose, poeta surrealista y esposa durante unos años de Roland Penrose, pero también con su disertación en torno a uno de los primeros mitos de la civilización como Gilgamesh

Otro de los atractivos de este libro son las fuentes que maneja su autor. De vuelta a Libros secretos, en él nos damos de bruces con el relato de una serie de títulos enigmáticos, lo que nos lleva a sentirnos inmersos en una suerte de Wünderkammern o cámara de maravillas. El primero de ellos es el conocido como Manuscrito Voynich. De origen medieval, llega a las manos de un exrevolucionario metido a librero llamado Wilfrid Michal Habdank-Wojnicz procedente de un lote adquirido a los jesuitas. Descubre que nadie ha podido descifrarlo.  El segundo de ellos, el Mutus liber (o Libro mudo), es un libro sin texto escrito pero con significado que arrastra la influencia de la escritura jeroglífica del Egipto antiguo. Por último, La arquitectura natural (Vega, 1949) hace lo propio en referencia a las proporciones áureas tan comunes en la Antigüedad (volvemos a la Grecia antigua, donde el mito convive con la ciencia de arquitectos como Ictino, proyectista del Partenón). 

Los textos que completan el libro, y que en cierto modo confirman la gran tesis del autor en torno a la necesaria convivencia de razón y pensamiento mágico en aras a un conocimiento completo, son los que Siruela escribe para su recopilación de cuentos en torno a la figura del vampiro y el que dedica al fotógrafo japonés Masao Yamamoto. 

Acabemos como empezamos: volviendo a la figura del editor para insistir una vez más en el buen diseño y la legibilidad de lo publicado. No es habitual destacar aspectos de la manufactura del libro en cuestión en una reseña, pero debiera serlo. Los libros se leen de un modo u otro según cómo estén editados. Lo decía el poeta de Moguer, y nosotros lo tenemos muy en cuenta. Por eso tampoco nos olvidamos de la fotografía del autor hecha por Inka Martí que aparece en la contraportada: otra maravilla.- RAFA MARTÍNEZ. 

 

Jacobo Siruela, Libros, secretos, Atalanta, Vilaür, 2015

Escrito en Lecturas Turia por Rafa Martínez

31 de octubre de 2024

Atardece, y por la calle principal resuenan unos golpes secos, acompasados, recuerdan el repiqueteo indolente de los obreros después de una jornada de trabajo que se alarga sin objetivo; recuerdan cuando se construía el pueblo dentro del pueblo, como si a todos les hiciera ilusión ser la nueva ciudad dormitorio de la capital, aunque fuera capital de provincia. Y de repente el parón. Parece que nadie lo vio venir desde su rinconcito de prosperidad; pero se acabaron las obras, no hay futuro, y Doña Elvira es la única novedad que ha llegado al pueblo.

El eco de los golpes, igual que las sombras en el suelo, se hace cada vez más nítido, más contundente. Las vecinas le abren paso con discreción, y luego se arremolinan, muy juntas, y chismorrean: «Ya está aquí Doña Erguida.» Camina trabajosamente pero muy digna en sus tacones negros, ya gastados, cada vez más llenos por la carne que se le agolpa en las pantorrillas. Ella sabe que la miran de reojo y las vecinas se preguntan por qué elegiría precisamente su pueblo para apartarse de las cámaras —de las miradas no, de eso, nunca—, y cómo consigue mantener ese porte rotundo, ese recogido tan blanco como tieso. Pero al cruzar por la farmacia, le parece ver cómo alguien tuerce una sonrisa cuando la ven pasar de impecable blanco y negro: «Pues yo, ya no la veo tan erguida».

Doña Elvira ya ha absorbido suficiente luz del sol; siente que ha terminado su fotosíntesis, que es hora de volver. Y camina hacia casa con más ganas que otros días, aunque más despacio, porque hoy se encuentra cansada, incómoda en esos zapatos tan altos. Así que, sin dar un taconazo fuera del barrio caro, y antes de que la noche se cierre del todo, llega a su vivienda unifamiliar, unipersonal, encajonada como una cuña entre los pisos nuevos. La casa de piedra parece un error de cálculo al que pusieron el tejado demasiado pronto, con las dos ventanas enrejadas siempre a cal y canto, dos ojos que no quieren mirar hacia afuera.

Igual que ayer, igual que el día anterior, nada más abrir la puerta la reciben los cactus y las rosas de invierno; la ven abrir el buzón y pasar las hojas de publicidad una a una, hasta que vuelve a la primera. Con la propaganda en la mano, se queda apoyada en la barandilla de forja al pie de las escaleras y, unos segundos después, empieza a subir pesadamente. A lo largo de la pared, van escalando las cintas, y sus hojas, alargadas como lanzas, la envuelven con un apego selvático, tan irreal como su “casa para uno” entre los bloques de pisos.

Dentro de su escondite, ficus, alocasias, filodendros, trepan unos sobre otros, se empeñan en crecer sin miramientos, sin respeto por el tiempo muerto que los rodea. Después de casi un año de refugio, Doña Elvira apenas llega a abrir el armario de las infusiones, alargando el brazo por encima de las chefleras, que ya son más altas que ella; los tallos rectos, las hojas fuertes. En aquella cocina, blanca y holgada, las plantas le devuelven una chispa de luz, cumpliendo un pacto breve, desproporcionado. Aunque bien mirado, estaban más lustrosas cuando les quitaba el polvo con un pincel. Se ha vuelto rácana hasta con el agua, y ellas se han puesto de un verde mate, gastado.

Con la taza llena de té de Ceilán, Doña Elvira entra en su habitación y se sienta frente a la cómoda. Después de quitarse los zapatos, se palpa las piernas hinchadas, igual que un jinete acaricia a un caballo fatigado, mientras se mira en el espejo por encima de las hojas anaranjadas de las clivias. Con lo que le costó atreverse a dejar que las plantas entraran en su dormitorio. Había leído que envenenan el aire con dióxido de carbono, que pueden robarte el oxígeno mientras duermes; y no tenía ninguna intención de compartir el suyo. Pero unas cuántas macetas no podían ser peligrosas. Ahora piensa y mira las clivias, las drácenas, que se levantan orgullosas, guardianas de sus fotos en blanco y negro, aunque en realidad ya empiezan a taparlas con un abanico verde y rojizo: ahí está Doña Elvira enmarcada en primer plano con su traje de gala, rodeada de la flor y nata de otra generación; y al lado, a la salida del Teatro Principal, con un hombre muy alto, moreno, que la coge de la cintura. Ella se vuelve hacia él con unos ojos que llevan mirándolo más de cuarenta años; cuando era Elvira de Jaén, cuando era otra. Así aparece en las fotos, detenida en aquel tiempo en que apenas tenían que girarse para verla pasar, porque ella era el objetivo de las cámaras, el fondo de las pantallas en blanco y negro. Después, con el color, llegaron otras caras, otros repertorios, nunca el suyo. La idea le hace sonreír, lo cierto es que empezaba a cansarse hasta de miradas; y la sonrisa le amontona las arrugas, que acuden como las ondas que provoca una piedra al caer al agua. Rebotando de una década a otra, hojea los álbumes de fotos hasta que le vence la fatiga. Entonces cierra de golpe el álbum. Queda en el aire un olor seco, a papel viejo a punto de resquebrajarse, de tan deformado por el peso de los recuerdos uno encima del otro, por las imágenes de un tiempo que ya no es suyo.

Se dirige al armario, y empieza a apartar abrigos, vestidos de otras temporadas, buscando entre las perchas. ¡Ahí está su traje de gala! Bajo una funda porosa color beige y un chal a juego: el mismo diseño de una pieza que marcaba su cintura en aquellas fotos sin color. El fondo, granate, con rosas amarillas bordadas. El tejido, delicado, granuloso al tacto; el encaje es casi el único testigo de otra manera de trabajar. Doña Elvira echa una mirada a su alrededor: la lámpara de araña, que cubre la habitación mientras las bombillas se siguen fundiendo de una en una; las paredes, de un blanco deslucido. Junto al espejo, repara en la taza de té, quizá demasiado exótico, demasiado frío ya. Tampoco tiene hambre. Su apetito prodigioso también pertenece al pasado, a los días de festejos, cuando devoraba hombres y mujeres, dulce y amargo por igual. Ahora sólo quiere tumbarse y descansar. Así que rodea la cama y cierra también las ventanas que dan a la parte trasera de la casa. Pero aún le queda una cosa por hacer.

Deja el vestido estirado cuidadosamente sobre la cama, deslumbrada como si lo viera por primera vez, y se va quitando la ropa, dejándola por el suelo con indiferencia. Vuelve a la cómoda y abre el último cajón. De allí saca la ropa interior a juego que no usa hace décadas; y luego se dispone a meterse dentro del vestido. Despacio. Primero el recogido, que ya empieza a desarmarse. La tela se atasca antes del cuello y se queda ahí colgando, como pétalos desordenados que la van cubriendo. Doña Elvira se ve medio encorvada en el espejo. Los brazos suspendidos parecen ramas mal podadas, sarmientos temblones que agita una brisa helada. Hasta que consigue incorporarse y, poco a poco, se recompone y va arreglando los obstáculos, dando tirones para ajustar el vestido desde la falda. Pausadamente, acaba de estirar la tela y se ciñe un lazo, los dedos lentos, hinchados.

Cuando Doña Elvira vuelve a sentarse en la cama, su sonrisa sigue arrugada, intacta. Se pone el chal sobre los hombros y, para terminar la función, se calza los tacones negros. Se tumba sigilosamente, y alisa la cubierta con las manos, exhausta. En cuestión de minutos, Doña Elvira vuelve a ser esa foto en blanco y negro, vuelve a ser otra. Sin esfuerzo, reproduce el compás de sus plantas y expulsa dióxido de carbono.

Cintas, drácenas, clivias, todas siguieron respirando algún tiempo más que ella; racionando, mendigando la luz que se colaba por los postigos. Las chefleras fueron las primeras en secarse, en consumirse poco a poco mientras dejaban caer las flores una a una. Las drácenas se acabaron arrugando hasta parecer ancianos milenarios. Los ficus empezaron a amarillear; fueron encorvándose casi desde el techo, y se pusieron a tirar hojas como un globo que suelta lastre a la desesperada. Pero ya era tarde. Las cintas fueron las últimas en morir, cuando se les acabó el agua que habían ido almacenando en las raíces, retorcidas en la tierra de su maceta igual que dedos deformados por la artrosis.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por J. M. García Esteban

LA REVISTA PUBLICA TEXTOS INÉDITOS DE OLGA TOKARCZUK Y DE LUIS MATEO DÍEZ 

TAMBIÉN ANALIZA LA OBRA DEL NORUEGO JON FOSSE Y DEL VENEZOLANO RAFAEL CADENAS 

ADEMÁS OFRECE UNA ENTREVISTA EN EXCLUSIVA CON LA ESCRITORA URUGUAYA IDA VITALE 

La revista cultural TURIA publica en su nuevo número, que se distribuye este mes de noviembre en España y otros países, un sumario con interesantes textos inéditos protagonizados por grandes autores de la literatura contemporánea. En ese listado de valiosos nombres propios que han escrito algunas de las mejores y más impactantes obras de nuestra época, hay que citar a autores como la polaca Olga Tokarczuk y el noruego Jon Fosse, ambos recientes Premios Nobel. También a creadores indiscutibles dentro del rico y diverso panorama literario de habla hispana como Luis Mateo Díez, la uruguaya Ida Vitale y el venezolano Rafael Cadenas, todos ellos galardonados con el Premio Cervantes. Sin duda, un quinteto de lujo que simboliza muy bien la universalidad y la atractiva oferta de contenidos originales que posee cada entrega de TURIA. 

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

LA REVISTA RINDE HOMENAJE AL ESCRITOR BILBILITANO JOSÉ VERÓN GORMAZ, CON 150 PÁGINAS DE TEXTOS INÉDITOS 

TURIA SE DARÁ A CONOCER LOS DÍAS 21 Y 28 DE NOVIEMBRE EN CALATAYUD  Y EN TERUEL 

LA ESCRITORA POLACA OLGA TOKARCZUK, PREMIO NOBEL DE LITERATURA, PUBLICA UN TEXTO ORIGINAL EN TURIA 

Los escritores Soledad Puértolas y Manuel Rico serán los encargados de presentar el nuevo número de la revista cultural TURIA. Será un sumario con un protagonista muy especial: el escritor bilbilitano José Verón Gormaz. Analizar su valiosa trayectoria creativa, reivindicar el interés de su amplia obra y fomentar su lectura más allá de Aragón son los principales objetivos de esta iniciativa fruto de la colaboración del Ayuntamiento de Calatayud. Una vez más, la revista ejerce de puente cultural entre Aragón y otros territorios y se congratula de aumentar la difusión y el reconocimiento que merece uno de los autores más queridos y conocidos de nuestra Comunidad Autónoma. 

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

 

La monografía dedicada al artista y pedagogo Luis Torres Pastor (Rubielos de Mora, Teruel, 1913--Valencia, 2013) ha sido fruto de una estrecha, deseada y consciente colaboración, entre sus tres autores --Francesc Miralles Bofarull (Tarragona, 1940), Ricardo García Prats (Puertomingalvo, 1947) y Martín Domínguez Romero (Madrid,1966)-- además de contar con el oportuno y decisivo respaldo de su tierra chica y la constancia visceral de su incansable hija, pintora y grabadora, la conocida Rosa Torres Molina (Valencia, 1948), cuya admiración y afecto sostenido, por su padre, se han convertido, sin duda, en la clave eficaz y el determinante motor de esta esperada, oportuna y justa publicación. Era imprescindible, sin duda, recordar y rescatar del olvido su trayectoria artística y vital.

He especificado, conscientemente, los roles de artista y pedagogo, al matizar el alcance de la biografía, porque, en este caso, como en otros muchos, se trata de dos vertientes fundamentales y estrechamente co-implicadas, en el desarrollo de la trayectoria vital y profesional, del autor estudiado, siempre vinculadas, ambas facetas, tanto a la docencia de las artes plásticas, como al ejercicio investigador de la creación artística, funcionalmente incorporadas, además, de forma directa, a sus entreveradas tareas como dibujante, pintor y escultor.

Como en tantas otras circunstancias históricas familiares --paralelas y similares, abundantes en tantos periodos anteriores y actuales-- los padres de Luis Torres Pastor, buscando un mejor marco de sobrevivencia, para su linaje numeroso (siete hijos), en calidad de migrantes interiores –en aquellos tiempos tan duros como difíciles-- se trasladaron de Rubielos de Mora a la ciudad de Valencia, siendo el mismo Luis --nuestro protagonista, en esta específica historia-- solo un niño.

Este cambio radical de contexto sociocultural posibilitaría, más tarde, que el muchacho pudiese matricularse, con plenas e ilusionadas aspiraciones, en la Escuela de Artes y Oficios, como fase inicial, versátilmente preparatoria y capacitante de cara a sus deseos, y que luego, como veremos, asimismo --siendo habitual y aconsejable, dado su caso-- pasase a estudiar, complementariamente, ya más tarde, en la posguerra, alguno de los niveles superiores, organizados en los Planes de Estudios vigentes, en la Escuela Superior de Bellas Artes de San Carlos (donde oficialmente se impartían especialidades de Dibujo, Grabado, Pintura y Escultura).

Pero en tal intervalo cronológico, como es bien sabido, estas generaciones vieron interrumpidos sus proyectos personales, dramáticamente, por el estallido del Golpe Militar de 1936, contra el Gobierno Republicano. (Incluso en la propia monografía se habla, sin tapujos, de “generaciones fracasadas”, debido, testimonialmente, a la distancia existente, entre los previos deseos perseguidos históricamente y sus efectivas consecuencias posteriores, convertidas, al fin y al cabo, en funcionales salidas adaptadas y/o logros personales, transformados por la realidad circundante).

De hecho, llegado el momento y por la edad cumplida, Torres Pastor fue reclutado y movilizado, desde Valencia, en aquel trienio bélico, participando directamente en el llamado frente de Teruel, del que acabó desertando, quizás muy consciente del doble drama que, efectivamente, por una parte se estaba viviendo y además, por otra, se aproximaba: tanto en relación con los concretos resultados bélicos, dado el marcado decurso de la contienda, como por lo que se fraguaba, de cara a la radicalidad del período posterior, con la implantación de la dilatada dictadura.

Tras los cursos iniciales, realizados en El Carmen, donde recibió las bases técnicas pertinentes en dibujo, pintura y estampación, prefirió, el joven Luis Torres, por decisión propia, especializarse en escultura, en plena década de los cuarenta, ámbito por el que se había sentido sumamente atraído, siempre, en este período de formación. Quizás una especialidad más costosa (en el doble sentido de trabajosa y de más cara) precisamente por los precios de origen de los diversos materiales utilizados.

Es sabido que sus profesores --José Capuz (Valencia, 1884-Madrid, 1964) y Carmelo Vicent (Valencia, 1890-1957) entre otros-- valoraron debidamente sus estudios, preparación y prácticas escultóricas, como se nos informa en la monografía, por las noticias recibidas, a través de sus memorias, documentos y entrevistas disponibles. Contó Torres Pastor con compañeros generacionales como Esteve Edo (Valencia, 1917-2015), Carmelo Pastor (Valencia 1924-1966) o Amadeo Gabino (Valencia, 1922-Madrid, 2004).

Ya entonces --como también en la actualidad-- al finalizar los estudios de Bellas Artes, era y sigue siendo habitual toparse con una especie de dualidad electiva, frente a la realidad sociocultural y económica exterior: o bien intentar asegurarse una plaza docente de las materias estudiadas, opositando a funcionario del estado; o bien aventurarse a montar un atelier y producir obra para el posible mercado artístico circundante. Incluso se ha venido dando históricamente y sigue propiciándose la versión híbrida de ambas opciones, a caballo entre la actividad del taller y la docencia paralela. O, incluso, alternativamente, también, se mantiene un trabajo exterior de sobrevivencia, al margen de la pasión artística pertinente.

Torres Pastor, cursada su formación en la Escuela de Bellas Artes, se casaba con Leonor Molina (de Mosqueruela), en el año 1946, joven residente en Valencia y atraída por los estudios del diseño de moda. En pocos años construyen su familia y se dan cuenta de la complejidad vital a la que se enfrentan, laboralmente.

En aquel contexto, pronto Luis Torres toma nota, por experiencia directa, de la dificultad que iba a comportar, para él, vivir de la escultura, que era y seguía siendo su pasión ya que no había menguado aquella radicalidad vocacional, inicialmente preferente, en su entrega al mundo del arte. En tal sentido, incluso había ya acudido, en esa época, forzando posibilidades, a la ayuda de un trabajo complementario y exterior, como refuerzo, (industria del mueble) y, con ese bagaje de contrastes, asume la decisión definitiva, bien meditada, de preparar las oposiciones a una plaza de profesor de Dibujo de Enseñanzas Medias, como tantos otros compañeros de promoción.

Efectivamente, un tiempo después, ya con su título bajo el brazo de Profesor Adjunto de Dibujo y de acuerdo con su cualificación, se le asigna una plaza entre las disponibles, en el marco de las Enseñanzas Medias, en la geografía nacional, concretamente se convierte en el titular de esa docencia, en el Instituto de Llodio (Álava). En consecuencia, tuvo que poner rumbo, con su nueva familia, hacia el País Vasco (1952). De hecho, en ese activo y acumulativo ínterin vital, de decisiones, trabajo, sobrevivencia y estudio, Luis Torres con Leonor Molina habían tenido dos hijas (Rosa y Luisa).

Años más tarde, por referirnos globalmente a su trayectoria de profesor, decidiría complementar su estatus académico y económico, opositando, de nuevo, esta vez apuntando determinantemente hacia la obtención de una Cátedra de Enseñanzas Medias. Lo consiguió y consecuentemente, ya en 1980, solicitará el traslado a la ciudad valenciana de Xàtiva, donde continuó ejerciendo su especialidad pedagógica, hasta la inmediata coyuntura de su jubilación.

Comenzando por la faceta pedagógica, conviene resaltar que, a lo largo de su destino docente, Torres Pastor afianzó su marcado compromiso y creciente responsabilidad con sus tareas socioformativas. Se trataba, sobre todo, de educar estéticamente al alumnado, en paralelo al hecho de facilitarle el aprendizaje de las técnicas básicas de dibujo preceptivas, en los programas ministeriales. Se consideraba, sin duda y sobre todo, educador y maestro, habiendo dejado amplios y numerosos testimonios --tanto en Llodio (1952-1979), como en Xàtiva (1980-82)-- de su labor, prestigio, entrega y constancia profesionales. La monografía insiste, sobradamente, en esta concreta vertiente, ejemplificando el tema, incluso con abundantes declaraciones propias del artista estudiado.

En relación a su amplia y persistente actividad dibujística y pictórica, ejercitadas, históricamente, a costa del repliegue sistemático, por compensación, del cultivo de la escultura, como ya hemos apuntado –a pesar de considerarse, en sus primeras décadas y en su intimidad personal, ante todo, escultor, a radice-- se hace imprescindible analizar sosegadamente las etapas propias de la trayectoria artística de Torres Pastor, comenzando, en un primer acercamiento, a la puntualización estilística de sus rasgos más destacados y característicos, de aquella dilatada y básica época suya (1952-1984), como pueden ser, por ejemplo: su obsesión por el tratamiento del color, la constante atención temática a su entorno, la reiteración de su interés por los paisajes, así como a la vitalidad expresiva de la vida cotidiana o su intensa admiración por la pintura japonesa y el aligeramiento de las formas, junto la simplificación específica de las figuras y el cuidado de las atmósferas lumínicas o el hecho, en fin, de  ser capaz de desdibujar con plena soltura. Rasgos estos que, por cierto, predominaron, rotundamente, durante décadas en su quehacer plástico.

No en vano, diariamente pintaba en su estudio, tras el horario cumplido de las clases, como si se tratara de un deber premonitorio y generalizado, para él. De hecho, se esforzaba, periódicamente, por llevar a cabo exposiciones personales en diversos centros culturales del entorno vasco y de distintas capitales próximas, en aquellas décadas, buscando, de alguna manera, asimismo, ejemplificar la fuerza de la cultura visual del momento y fomentar el cultivo de la educación estética en los visitantes. (Habilitó, con indiscutible asiduidad, cerca de dos docenas de muestras individuales, a lo largo de su panorámica dedicación-- facilitando, de este modo una información determinante y de explicable interés, a la vez que afianzaba su prestigio y reconocimiento). En la biografía publicada se recurre, a menudo, a los documentos, críticas y comentarios en la prensa, referentes a dichas muestras personales suyas.

Muy oportuno es, igualmente, gracias a la monografía que estamos comentando, descubrir el salto estéticamente cualitativo (que se produce, entre la actividad pictórica de Torres Pastor, cultivada en el bloque de 1985 y 2004, mientras se merma, a la vez, básicamente su dedicación escultórica), giro estético que transformará sus prácticas pictóricas, iniciadas en Xàtiva y que le ocupará hasta sus postreros días, conformando un profundo reajuste, que cabría re-denominar como la atrevida propuesta de su creciente geometrización tanto del paisaje, como de las arquitecturas e incluso de las personas representadas en sus cuadros. Nunca dejó de pintar, tampoco en Valencia, cuando se interesó, de forma creciente, por las escenas de baño, yendo asiduamente a la orilla del mar, tomando notas o acudiendo, con frecuencia, asimismo, a las programadas sesiones de trabajo del Círculo de Bellas Artes de Valencia, con sus amigos y colegas.

Siempre he pensado que este interés --evidente en sus prácticas artísticas, ya en plena madurez vital-- por el ámbito estético de la geometrización y sus posibilidades significativas y formales, no fue, de hecho, algo ajeno a la influencia del lenguaje pictórico potenciado personalmente, de forma resolutiva, por su hija Rosa Torres, reconstruyendo / releyendo el paisaje, también durante décadas, en sus investigaciones incansables e impactantes, de fuerte vocación vanguardista. No se trata aquí de intentar asimilar ambos planteamientos, ni mucho menos, si no de hacer ver cómo aquellas prácticas, que contempla, no sin sorpresa, Torres Pastor, en el estudio de su hija, le permiten, efectivamente, decantarse hacia una potencialidad pictórica estructurante, que viabiliza la fuerza de la geometrización sistematizada, en las nuevas escenas, que precisamente armonizan personas y paisajes, en sus estudiadas pinturas. Conjuntos narrativos sumamente simplificados, potentes en su soltura y resueltos con colores fuertes, intensos y contrastados.

Tal fue, por cierto, la última aventura visual de Torres Pastor --capaz aún de revitalizar sus metas, hasta en su última apuesta-- quizás buscando, en cierta manera, poder asimilar, de alguna manera, creativamente, la fuerza ejemplarizante y tentadora, que, a su vez, despedían aquellos paradigmáticos paisajes, habitados, a ultranza, por la contrastada y potente geometría de Rosa Torres, aquellos que, incluso, podían llegar a destruir radicalmente, la imagen misma de la naturaleza, en su exclusivo afán de redefinirla, de nuevo, deconstruyéndola incansablemente, en su secreto / enigmático diccionario visual, constantemente puesto a prueba y renovado.    

 

Francesc Miralles et al. “Luis Torres Pastor”. Exordio, Ricardo García Prats. Epílogo, Martí Domínguez. Edita Ayuntamiento de Rubielos de Mora / Comarca Gudar-Javalambre. 2024. ISBN-978-84.09-62631-1. Depósito Legal: V-2355-2024. Impresión: Gràfiques García Besó. 71 páginas. Numerosas imágenes en color.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Román de la Calle

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