Ana María Matute embruja a quien habla con ella. Lo hechiza mediante las palabras y a través de unos ojos –grandes, negros, en sostenido asombro, como los que pintan en el exterior de las pagodas nepalíes para representar el celo de Buda- que han visto mucha tristeza, pero también el lado bueno de la vida.

La entrevista se desarrolla en un hotel de Madrid, a cincuenta metros del Retiro, y la escritora se comporta con la misma hospitalidad que si estuviera en su casa. Se empeña en que tome algo y, ante la negativa, me reprende amistosamente. “¡Qué sobrio! Antes te decían: ¿Qué quieres beber? y, según la hora, respondías: una cerveza, un coñac, o lo que fuera. Los jóvenes de ahora decís: agua, agua… (pone voz de falsete). Se trabaja mejor con una cerveza”.

Arranca la conversación con referencias a su última novela, Aranmanoth (Espasa Calpe), donde retoma el clima mágico de Olvidado rey Gudú y que concluye de forma inesperada. “Casi todos mis libros, esto lo digo de una forma un poco pedestre, no se entienden bien hasta leer el final. Aranmanoth no es de suspense, está claro, pero esa forma de acabar tiene su gracia. Aunque la atmósfera también sea medieval, es muy diferente. Incluso el lenguaje ha cambiado: es más sencillo, más contenido y una historia más breve. Cada libro tiene su personalidad y pide una extensión y un lenguaje; lo pide él, no es capricho mío. Éste necesitaba doscientas páginas y un lenguaje concentrado en el que dejo adivinar al lector muchas cosas, en vez de contárselas de manera explícita. Podía haberme recreado en determinadas situaciones, pero he preferido sacrificar brillantez a lo que yo llamo eficacia literaria. No sé si se ha salido o no. Hasta ahora todos los que lo han leído me dicen que les ha gustado mucho y un escritor se da cuenta en seguida cuando le mienten. En ocasiones te dicen que han leído tu libro y basta hacer tres preguntas para comprobar que no es cierto. Se puede engañar a otros, pero al autor nunca”.

A pesar de las diferencias, la escritora reconoce que Aranmanoth guarda similitudes con otras novelas suyas. Comparte, en primer lugar, su carácter de libro iniciático. “El protagonista va en pos del Grial. ¿Qué es el Grial? Pues un deseo sin nombre pero que nos empuja y nos hace ser personas. Porque al Grial se le ha dado forma de cáliz y todas esas cosas, pero nadie sabe lo que es. Yo lo veo también como un proceso alquímico y cada uno tiene su versión”.

 

- Olvidado rey Gudú convivió con usted veinte años. Hasta se llevaba el paquetón de folios, en un carrito, a muchos de sus viajes. Si me permite exagerar, casi era un apéndice suyo. Cuando publicó esta novela, hace un lustro, dijo que había tardado tanto tiempo porque, de haberla entregado antes a sus lectores, no la hubieran comprendido. Y después vendió medio millón de ejemplares, que se dice pronto, en esta España donde hay que dar la enhorabuena al que agota una tirada de cinco mil. ¿Considera, por tanto, que nuestra sociedad, tan poco dada a la magia, a la imaginación y a los sueños, ha empezado a abrirse a ese mundo?

- No  sé exactamente. Porque la sociedad es algo tan amplio, tan complejo y tan variado… Pero hay un sector muy populoso de ella, lo digo por cómo se ha vendido el libro y los comentarios que me hacen los lectores en sus cartas, necesitado de espiritualidad y en la tradición literaria española no se ha cultivado este género. La fantasía sí, porque, por ejemplo en El Quijote, hay fantasía. Pero es de otro tipo. Y, precisamente porque la fantasía puede ser de muchas maneras, a mí no me gusta llamarlo fantástico, sino mágico. Son obras de ambiente mágico y misterioso.

 

Aranmanoth no es un personaje como el común de los mortales fue engendrado por un señor feudal y un hada del bosque y esa condición, entre mágica y humana, se convierte en un impedimento para comprender el mundo en el que vive. Ana María Matute se ríe mucho cuando le comento que ella tampoco ha sido una persona normal en la literatura de su época. Empezó con relatos de corte realista –era lo que se llevaba en los cincuenta- pero inmediatamente se pasó a ese mundo mágico que sus compañeros de generación no acababan de asimilar. “La fascinación por el ambiente mágico y el mundo medieval, que no están tan separados, la he sentido desde niña. Yo digo muchas veces, y lo repito, que entré en la literatura con los cuentos de hadas. Desde muy pequeña me leyeron cuentos de hadas. Luego, en cuanto aprendí las letras, no sólo los leí, sino que, encima, los escribí. Porque a los cinco años yo escribía ya pequeños cuentos. O sea, que ese mundo ha estado siempre dentro de mí. Y, sí, es verdad, yo misma me daba cuenta de que no iba a ser entendida, ya que en España no hay tradición de ese tipo de literatura. Es algo muy anglosajón, nórdico y quizá germánico, pero hasta ahora la literatura mágica no iba con los lectores españoles. Recuerdo que, cuando era pequeña, muy pocos niños y niñas habían leído Alicia en el país de las maravillas, y casi ningún cuento. En cambio ahora sí. Se ha generalizado su lectura, a pesar de que la sociedad, ese pulpo con tantos brazos que se llama sociedad, es muy competitiva, brutal, incluso depredadora; el sentimiento de la amistad casi ha desaparecido, porque cuando hay una prebenda a repartir entre dos grandes amigos se matan. Y eso es muy triste”.

 

- Lo que afirma nos lleva a otra constante de su obra: el escepticismo. Marco, el protagonista de Pequeño Teatro (la escritora terminó esta novela con diecisiete años, pero no la publicó hasta los veintiocho). Fue la ganadora del Premio Planeta en 1954), ya era un escéptico.

- Más bien un loco. Estaba como una chota –suelta una carcajada al rememorar ese personaje-. Pero sí, era un desengañado, porque su trayectoria vital no se correspondía con sus sueños. Eso le pasa a mucha gente.

 

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