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Tiranía de la sombra

25 de abril de 2016 09:23:34 CEST

 

A lo peor mi sombra se oscurece,

se emborrona, se nubla, se abotona,

se arremolina en su tiniebla, se alimenta

de mi piel y mi voz y mis tejidos,

de solitarias glándulas, de túneles calientes,

de vértebras y cauces, de órganos simétricos,

y mi sombra asomándose a la luz

se cansa de ser sombra, se incorpora,

se apodera del cuerpo en un descuido,

se tumba a meditar, entra en reposo,

palidece en su nueva densidad,

mientras me voy volviendo transparente,

enmudezco, me apago, entre estertores

contemplo mi cadáver, estoy solo,

no sé cómo ni dónde, pero escucho

sangre arriba una puerta que se cierra,

unos pasos se alejan

poco a poco.

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Eduardo García

Las pasiones de Christopher Hitchens

15 de abril de 2016 09:52:15 CEST

Como suele ocurrir con los autores que te han impresionado, recuerdo la primera vez que leí a Christopher Hitchens e incluso el momento preciso en que sentí que su escritura me golpeaba. El libro era Cartas a un joven disidente (Anagrama, 2003), me lo había recomendado Félix Romeo y yo lo leía en un autobús que cubría el trayecto de Zaragoza a Garrapinillos. Este volumen breve y modesto no es de las obras más conocidas de Hitchens, pero es una buena puerta de entrada. Contiene algunas de sus ideas esenciales: por ejemplo, que es más importante cómo se piensa que lo que se piensa; la oposición a la mentalidad colectiva o tribal, siempre dispuesta a blandir la acusación de “elitismo”; la idea de que defender una causa puede enemistarte con tu grupo natural, adjudicarte aliados incómodos y, aunque resulte bastante menos romántico, puede también convertirte en un pesado. Me impresionaron la energía de su prosa, la amplitud de sus conocimientos, la capacidad de elegir citas y anécdotas, de inventar fórmulas, y la sensación estimulante de que había mucho que aprender y que leer. Y, sobre todo, la defensa entusiasta de la libertad. En ese momento no podía imaginar que acabaría esperando con impaciencia sus textos en Slate (los lunes), en Vanity Fair o The Atlantic (una vez al mes) y en otras publicaciones, que rastrearía sus entrevistas y conferencias en internet, o que traduciría varias decenas de sus artículos y algunos de sus libros, como Amor, pobreza y guerra (Debate, 2010), Hitch-22 (Debate, 2011), El enemigo (Endebate, 2011) y Mortalidad (Debate, 2012).

Durante buena parte de su carrera, Christopher Hitchens (Portsmouth, 1949 – Houston, 2011) fue menos conocido que algunos de sus amigos, miembros de una brillante generación de escritores, como Martin Amis, Ian McEwan, Julian Barnes, James Fenton o Salman Rushdie. Sin embargo, fue ganando adeptos a menudo apasionados. Él y sus compañeros supieron fabricar una leyenda: el amante de la polémica, la ironía y de la discusión, opositor vocacional, enemigo feroz de la religión y la intolerancia, consumidor de cantidades industriales de alcohol y tabaco, productor de cientos de artículos sobre temas muy variados, aficionado a los juegos de palabras y los viajes, y gran conocedor de la poesía inglesa. Se han publicado textos y libros contra él después de su muerte. En vida, había blogs dedicados única y exclusivamente a atacarle. Demuestran, aunque sea por la vía negativa, la importancia de Hitchens, por no hablar de eso que del gran número de tributos que circulan por la red o de la casi inverosímil cantidad de gente que piensa que Hitchens fue importante en su vida. En buena parte, a causa de sus pasiones y de su manera de transmitirlas.

Hitchens era hijo de un oficial de la marina británica, el comandante Eric Hitchens, que le explicó que la Segunda Guerra Mundial fue la única época en la que sabía lo que estaba haciendo. Se crió en bases navales inglesas. Admiraba a su padre –pensaba que hundir un navío nazi, como hizo su progenitor, era un trabajo más útil que ninguno que él hubiera hecho nunca–, pero no había mucha complicidad entre ellos. En muchas cosas, Hitchens (cuyo hermano menor, Peter, es escritor y columnista conservador) se sentía más cerca de su madre, a quien dedicó algunas de sus páginas más hermosas. En su libro de memorias, Hitch-22, explica que desde muy joven conoció el valor de “tener una mujer apasionada de tu parte”. Yvonne, que insistió en que sus hijos tuvieran una buena educación, era una mujer idealista, romántica y llena de secretos. Se separó de su marido y se suicidó junto a su amante en la habitación de un hotel de Atenas a comienzos de los años setenta. Mucho más tarde, Hitchens –que tuvo que realizar las gestiones posteriores al suicidio– descubrió otro dato escondido: su madre era judía.

Hitchens estuvo interno desde los ocho años y estudió Filosofía, Política y Economía en Oxford. Cuando empezó la universidad ya había decidido que su vocación sería la escritura. Ha escrito de algunos libros que le impresionaron de joven: las novelas de Arthur Conan Doyle o P. G. Wodehouse, Qué verde era mi valle, la poesía de Wilfred Owen. Buena parte de su sensibilidad parte de cierta tradición literaria inglesa: la de los poetas de la Primera Guerra Mundial, de narradores como Evelyn Waugh, Rudyard Kipling, Graham Greene y Anthony Powell, de poemas de W. H. Auden y Philip Larkin, de los libros de viajes de Rebecca West. Arranca con los dos grandes monumentos de la Biblia del Rey James y la obra de Shakespeare, y tiene su ración de figuras rebeldes, románticas e irlandesas, como Tom Paine, Lord Byron y James Joyce, respectivamente, u Oscar Wilde, que era las tres cosas a la vez. Hay muchos autores canónicos, pero también un gusto por los “buenos libros malos” y una admiración por rebeldes con causa como Bertrand Russell. A lo largo de los años, Hitchens incorporó a muchos otros autores de épocas y lugares distintos. Pero esa literatura y el imaginario al que está vinculada, que incluye el imperio británico (por ejemplo, Kim o Días birmanos) y su descomposición (contada por escritores como Paul Scott, Salman Rushdie o los hermanos V. S. y Shiva Naipaul), así como cierta apreciación de la excentricidad que se combina con la admiración por el estoicismo y el coraje, siempre fueron uno sus instrumentos básicos para interpretar el mundo.

En esos años también desarrolló otras aficiones. En sus memorias cuenta que se acostó con dos estudiantes que más tarde ocuparon altos cargos en el equipo de Margaret Thatcher. Pero sobre todo fue la época de una iniciación política. En Hitch-22 habla de una doble faceta: el hombre que quería ir a las fiestas y el estudiante comprometido, miembro de un grupúsculo trotskista, arrestado por la policía en protestas y formado en la oposición a la guerra de Vietnam y en el 68. Creía que era bueno viajar de vez en cuando a países con demasiada ley o demasiado poca. En los años setenta estuvo en España, donde asistió a una manifestación a favor de Salvador Puig Antic; en Portugal, en Chile y Argentina, donde visitó a Borges; en Cuba, donde un cineasta le dijo que la censura no era tan grave, porque se podía bromear sobre todo, salvo sobre Fidel Castro, a lo que Hitchens contestó que esa restricción hacía que la libertad en otros aspectos fuera decorativa; fue detenido en Checoslovaquia y conoció a disidentes polacos como Adam Michnik. Dedicó hermosas páginas a la obra de Marx y Trotski, y pensaba que leerlos le había dado una manera de argumentar y de pensar. Al final, dejó de definirse como socialista: no creía que una ideología tuviera la solución a los problemas. Pero, aunque tuvo muchas polémicas con la izquierda, Hitchens siempre perteneció a la izquierda antitotalitaria. Muchos de sus argumentos (incluso los que le enfrentaban a sus antiguos compañeros) partían de un impulso internacionalista, laico y humanista. Hay tres autores que lo marcaron desde muy pronto: Victor Serge, Arthur Koestler y George Orwell. En cierto sentido, sus nombres encierran otros muchos, como su mentor (y traductor de Serge) Peter Sedgwick o C.L.R. James, pero esos tres críticos de la izquierda desde la izquierda son una pista importante. Con sus diferencias, son representantes de otra tradición que a Hitchens le resultaba particularmente querida: la tradición del apóstata.

Decidió pronto que no tenía talento para la creación. Lo suyo sería el ensayo y el periodismo. Definía algunos de sus libros como panfletos y entre sus héroes había muchos autores del xviii y del xix. Pero también tenía una visión romántica del mundo del periodismo de Fleet Street, y describió con afecto un universo de reporteros y gacetilleros (hack era la palabra que le gustaba) que mezclaban la vocación cívica y el cinismo, donde unos pocos metros albergaban bares oscuros y redacciones que construían el relato del mundo. Esa atmósfera, a menudo despiadada (Hitchens cita la pregunta atribuida a un corresponsal en el Congo: “¿Hay alguien que haya sido violada y hable inglés?”), es un tema literario sobre el que escribió más de una vez, al comentar novelas como Noticia bomba de Evelyn Waugh, Towards de End of the Morning de Michael Frayn y Everyone’s Gone to the Moon de Philip Norman. Hitchens inició su carrera en medios como el New Statesman, el Daily Express o el Times de Harold Evans. El periodismo estadounidense tiene una vitalidad extraordinaria, está libre de las constricciones de la Ley del Libelo, goza, gracias a la Primera Enmienda, de una mayor libertad y fue el ambiente en el que Hitchens desarrolló buena parte de su carrera tras su traslado a Norteamérica en los años ochenta. Tiene su tradición y su mitología. Y Hitchens, en cierto modo, también se miraba en el espejo de Mark Twain, H. L. Mencken y el periodismo muckraker, pero no solo en eso: Estados Unidos le fascinaba y dedicó artículos y libros a sus intelectuales, sus políticos y su cultura popular, desde la Ruta 66 a las recreaciones de la Guerra de Secesión, pasando por la pena de muerte y la importancia del sexo oral en la cultura norteamericana. Hitchens, como otros inmigrantes, supo ver y contar su lugar de acogida de una forma particularmente atractiva.

Escribir no es lo que hago, diría alguna vez, sino lo que soy. Escribir y también hablar. La habilidad retórica de Hitchens era asombrosa y se puede comprobar en Youtube. Richard Dawkins dijo: “Si te invitan a un debate con Christopher Hichens, declina”. Martin Amis escribió que apostaría por él frente a cualquiera. En su prólogo a The Quotable Hitchens, el autor de La información tiene dos observaciones interesantes. Cuenta que alguna vez reprochó a su amigo que criticara con dureza a novelistas que habían escrito otras obras que le habían gustado, como Philip Roth o Saul Bellow. Pero, para Hitchens, el placer que le había producido El legado de Humboldt no significaba que debiera ser indulgente con Ravelstein. No sentía, dice Amis, un respeto automático. (De hecho, dedicó mucho tiempo y energía a mostrarse muy poco respetuoso con autoridades establecidas.) Amis, parafraseando la famosa descripción que Nabokov hizo de sí mismo, dice que Hitchens “piensa como un niño, escribe como un autor distinguido y habla como un genio”. Es una exageración, pero es una buena forma de explicar la vehemencia de Hitchens, su convicción de que había cosas irrenunciables. Hitchens escribió en su autobiografía: “La labor habitual del ‘intelectual’ es defender la complejidad e insistir en que los fenómenos del mundo de las ideas no deberían convertirse en eslóganes ni reducirse a fórmulas fáciles de repetir. Pero existe otra responsabilidad: decir que hay cosas sencillas y que no habría que oscurecerlas”.

Esas palabras explican algunas de sus polémicas con algunos de sus compañeros, que lo llevaron a abandonar su revista, The Nation, tras los atentados del 11-S y que lo distanciaron de Noam Chomsky, Edward Said o Gore Vidal. Podríamos citar quizá tres episodios fundamentales. En la guerra de las Malvinas apoyó la decisión de Margaret Thatcher de combatir a Argentina. Galtieri era un tirano, al frente de un régimen tiránico y criminal, y su derrota podía también acabar con la dictadura. En 1989, cuando el ayatolá y poeta ocasional Jomeini decretó una fetua contra Salman Rushdie, hubo intelectuales de izquierda y derecha que argumentaron que, si bien el autor de Hijos de la medianoche no merecía la muerte, tampoco era correcto herir los sentimientos de los fieles, y que el novelista había, en cierto modo, provocado aquello. En 2001, cuando se produjeron los atentados del 11-S, muchos intelectuales que habían sido compañeros de batallas de Hitchens achacaron los ataques a la política exterior estadounidense y el conflicto de Oriente Medio. Hitchens, siempre extremadamente crítico con la política israelí, consideraba que no había que buscar las causas de los ataques a civiles en los agravios a menudo legítimos de los árabes y los musulmanes, sino en una ideología fanática y asesina, el fundamentalismo islámico. En un artículo publicado en septiembre de 2011, recogido en Amor, pobreza y guerra, comentaba:

Este es un momento tan bueno como cualquier otro para revisar la historia de las Cruzadas, o la triste historia de la partición de Cachemira, o las penas de los chechenos y los kosovares. Pero los terroristas de Manhattan representan el fascismo con un rostro islámico, y no tiene sentido emplear ningún eufemismo sobre eso. Lo que abominan de “Occidente”, por decirlo en una frase, no es aquello que los progresistas occidentales rechazan y no pueden defender de su propio sistema, sino lo que les gusta y deben defender: sus mujeres emancipadas, su investigación científica, la separación de religión y Estado.

En ese momento difícil mostró una determinación moral e intelectual admirables. Otras veces cometió errores. Uno de los más claros fue apoyar la invasión estadounidense de Irak (en 1991, cuando se produjo la guerra del Golfo, se opuso a una invasión más fácilmente justificable). Mantuvo su independencia: criticó la tortura practicada por la administración Bush en un reportaje publicado en Vanity Fair, donde se sometió al ahogamiento simulado, y las restricciones a las libertades civiles en la “guerra contra el terror”, y señaló errores tácticos y estratégicos. Quizá, en su defensa, podría decir que se equivocó por las razones correctas: conocía bien las atrocidades cometidas por el régimen de Saddam Hussein, era partidario desde hacía tiempo (al menos, desde la guerra de Yugoslavia a comienzos de los años noventa) del intervencionismo liberal y creía genuinamente en la posibilidad de liberar a la población iraquí. Según Hitchens, Estados Unidos y Reino Unido no deberían haber recurrido al argumento mendaz de las armas de destrucción masiva para justificar la invasión: las violaciones de los derechos humanos del régimen, el asesinato masivo de los kurdos y la persecución de los opositores habrían sido razones suficientes (el relato de los desenterramientos de las víctimas, el terror del régimen de Sadam Husein y el regreso de los exiliados que aparece en Amor, pobreza y guerra es estremecedor). También se podría reconocer que, aunque compartir algunas de sus explicaciones a posteriori exige bastante complicidad por parte del lector, no negó lo que había dicho. Pero la intervención fue un desastre, promoverla fue un error y probablemente también la cercanía a algunos neoconservadores y al gobierno Bush.

Con un sentido de la paradoja que probablemente habría divertido a Hitchens, Salman Rushdie ha escrito que Dios acudió en su ayuda. Hitchens era conocido por sus críticas duras y documentadas. Le molestaba que se juzgaran las acciones según la reputación y no la reputación según las acciones, y esa irritación se encuentra detrás de algunos de sus asaltos. En The Missionary Position (Verso, 1994) construyó un sólido argumento contra la madre Teresa de Calcuta, que a su juicio no era “amiga de los pobres, sino de la pobreza”. Desmontó un supuesto milagro de la monja, que se comportaba con una austeridad ostentosa, aceptó donaciones de la familia Duvalier y dijo, al recibir el Premio Nobel de la Paz, que el aborto era “el mayor destructor de la paz”. (El Vaticano lo llamó para que testificara en su contra en el proceso de canonización, una tarea que antes tenía un nombre oficial: “el abogado del diablo”.) En Juicio a Kissinger (Anagrama, 2004) acusó al que fuera secretario de Estado y consejero de Seguridad Nacional de Estados Unidos de crímenes de guerra por su actuación en Chile, Indonesia, Bangladesh, Timor Oriental y Chipre. En No One Left To Lie To (Verso, 1999) criticó las “triangulaciones” de Clinton, su implacable adherencia al poder, el bombardeo de una fábrica farmacéutica en Sudán y sus predatorias costumbres sexuales (indignó a muchos amigos cuando declaró en el proceso de impeachment, diciendo que un empleado de la Casa Blanca le había pasado información contra Monica Lewinsky). En sus críticas había hechos, pero también eran juicios de carácter. Intentó desmontar algunos cultos, como el de Lady Di o el de los Kennedy. Escribió reseñas devastadoras de películas de Michael Moore y Mel Gibson. Sabía ser duro y brillante. Cuando el reverendo fundamentalista Jerry Falwell murió, le preguntaron si pensaba que estaría en el cielo: “No, y creo que es una pena que no exista un infierno al que pueda ir”. Tras esas escaramuzas, como escribió The Guardian, Hitchens encontró un adversario a su altura: Dios. En su ensayo Dios no es bueno (Debate, 2008) elaboró una crítica erudita, divertida y vibrante de las inconsistencias intelectuales de la religión y de las consecuencias políticas y morales de la superstición organizada. Mostraba plagios, incitaciones al genocidio y fraudes de los textos sagrados. El libro no tiene muchas novedades y Hitchens escribió obras más redondas, pero es una buena síntesis, está bien argumentado y fue un éxito de ventas. Poco después apareció Dios no existe (Debate, 2009), una antología de textos ateos que se puede leer como una historia de la emancipación de la mente humana.

Hitchens se convirtió en uno de los miembros del “Nuevo Ateísmo”, junto a Richard Dawkins, Daniel Dennett y Sam Harris. Participó en decenas de debates sobre la religión y escribió buenos artículos sobre los diez mandamientos, la pedofilia en la Iglesia católica o el mormonismo. Era el que tenía una visión más política de los cuatro. Denunció los esfuerzos constantes de las religiones por silenciar a sus críticos, a menudo con una mezcla de victimismo y amenaza. A su juicio, cuando uno es sacerdote, parece recibir una carta blanca para cometer cualquier atentado contra la moral o la inteligencia. Explicaba que la idea cristiana del Cielo postula una especie de Corea del Norte divina –el Nuevo Testamento es peor que el primero, por el sadismo que supone la idea del infierno, con el edificante añadido de que ver sufrir a los condenados sufrir sea uno de los entretenimientos de los que se han salvado–, y que solo una mentalidad enferma puede definir al hombre como un ser creado enfermo y luego conminarlo a estar sano, como decía Fulke Greville. Según Hitchens, las religiones no solo niegan la razón y constriñen la autonomía personal, sino que también son un factor de subdesarrollo, ya que frenan la única medida económica de cuya eficacia podemos estar seguros: la emancipación femenina, que requiere el control sobre su actividad reproductiva. Argumentaba que no tiene sentido hablar de islamofobia ni acusar de racismo a los que critican el islam, porque una religión es una ideología: a diferencia del color de la piel, es algo que se elige. Aceptar el blindaje de la religión a la crítica es dejar sin amparo a muchas personas oprimidas por la ideología revelada. Hitchens sostenía que “no se puede ser un poco herético” y, cuando defendía a individuos perseguidos por motivos religiosos, como Ayaan Hirsi Ali o Salman Rushdie, recordaba la centralidad de la blasfemia: los juicios a Sócrates, Jesucristo y Galileo, argüía, fueron juicios por blasfemia. La ortodoxia religiosa, explicaba, siempre ha sido enemiga de la libertad. En Hitch-22 escribió:

Es toda una tarea combatir a los absolutistas y a los relativistas al mismo tiempo: sostener que no existe una solución totalitaria e insistir al mismo tiempo en que, sí, los de nuestro lado también tenemos convicciones inalterables y estamos dispuestos a luchar por ellas. Tras varias lealtades pasadas, he llegado a creer que Karl Marx tenía toda la razón cuando recomendaba una duda y autocrítica continuas. Pertenecer a la tendencia o facción escéptica no es, en absoluto, una opción blanda. La defensa de la ciencia y la razón es el gran imperativo de nuestro tiempo. […] Ser no creyente no solo significa poseer “una mente abierta”. Es, más bien, una admisión decisiva de incertidumbre, que está dialécticamente conectada con el repudio del principio totalitario, en la mente y en la política.

Famoso por sus ataques, su obra es también una guía que nos conduce a muchos narradores, poetas y pensadores. Es una suma extraña y única que configura un mundo mental rico, vibrante y aparentemente inagotable. Está diseminado por muchos de sus ensayos; por partes de Unaknowledged Legislation, que trata de las intersecciones de la literatura y la política; en recopilaciones como Blood, Class and Empire (Farrar, Strass & Giroux), Fort he Sake of Argument (Verso, 1993)y Amor, pobreza y guerra y en Hitch-22, un autorretrato intelectual lleno de homenajes a maestros y amigos, aunque reticente a la hora de mostrar los aspectos íntimos. Pero también en tres admirables libros breves. El primero es La victoria de Orwell (Emecé, 2003), que quizá fuera su principal modelo y cuyo acierto según Hitchens consistió en que supo detectar los tres males esenciales de su siglo: el fascismo, el comunismo y el imperialismo. El segundo es Tom Paine’s Rights of Man (Atlantic, 2006), la biografía del autor de panfletos británico y héroe de la independencia estadounidense que fue demasiado progresista en la Revolución Americana y demasiado conservador para la Francesa (fue encarcelado). El tercero es Thomas Jefferson, Author of America (Eminent Lives/Atlas Books/HarperCollins Publishers), una biografía del principal autor de la Declaración de Independencia y del Estatuto de Virginia que garantizaba la libertad religiosa.

Cuando iniciaba la gira para promocionar sus memorias, en el punto más alto de su carrera, a Hitchens le diagnosticaron el cáncer de esófago que lo acabaría matando en diciembre de 2011. Todavía apareció una recopilación de ensayos, Arguably, que en cierto modo sigue la estela de Amor, pobreza y guerra, con bellos textos sobre Saul Bellow, Victor Klemperer, André Malraux, W. G. Sebald, Victor Serge o Jefferson, artículos divertidos como “Why Women Aren’t Funny” y “As American as Apple-Pie”, y piezas más políticas publicadas en el medio digital Slate. Su libro más conmovedor es Mortalidad, la crónica de su enfermedad, que apareció unos meses después de su muerte. Sobrio, rico, inacabado y breve, es el relato de la destrucción física, a base de cáncer y tratamientos agresivos, y una reflexión sobre la enfermedad y la decadencia. “No es divertido apreciar plenamente la verdad de la tesis materialista que postula que no tengo un cuerpo, sino que soy un cuerpo”, escribe Hitchens. Pero también es un combate: pensar, escribir, reflexionar sobre el dolor, la inminencia de la muerte, atacar el falso consuelo de la religión, disfrutar de un chiste, un poema o la palabra de un amigo son actos de resistencia. En un artículo contra la pena de muerte, Hitchens citaba el poema “Conscientious Objector” de Emma Lazarus: “Moriré, pero eso es todo lo que haré por la muerte”. Mortalidad cuenta un combate perdido de antemano: es triste, pero hermoso. Bill Keller escribió en una necrológica que Hitchens tendía a tomarse el fundamentalismo islámico como algo personal. Quizá fuera una de sus mayores cualidades: una de las cosas que hacen que su obra sea tan adictiva y estimulante es que todo se lo tomaba como algo personal.

Escrito en Lecturas Turia por Daniel Gascón

Liquidando al Meta

26 de febrero de 2016 08:33:30 CET

Querido profesor Souto, hoy por fin liquidaré al Meta, y tengo el propósito de que de esta confesión mía sea usted el primer destinatario, tras tantos años de sentirme obligado a guardar solo para mí tantas regurgitaciones de aborrecimiento.

Aunque soy persona de natural pacífico, desde que lo conocí sentí hacia él una inquina tan honda que se convirtió enseguida en la aversión que no tengo más remedio que llamar aniquiladora, decisiva. Hoy conseguiré por fin realizar lo que durante tantos años ha sido casi mi única idea estimulante.

La primera vez que coincidimos fue en un congreso, en un país del Caribe. Entonces yo todavía escribía novelas, pero aunque la crítica me respetaba, no vendía casi nada;  él, más joven que yo, era eso que se dice “un autor de culto”, ya en aquellos años muy jaleado en las reseñas culturales y en los suplementos literarios.

Allí había bastantes escritores, pero entre los españoles que residíamos en el mismo hotel –con el Meta y yo, Gloria P. y Alicia S.- se estableció una relación particular, por la coincidencia en los desayunos y en determinados momentos de la jornada. Algunas noches cenábamos los cuatro juntos. Por aquella época él bebía mucho y se ponía pesadísimo.

- Vosotros no me queréis -repetía, una y otra vez- no me queréis nada.

- Que sí que te queremos, Paúl, mi vida - le decían Gloria P. y Alicia S..

Sin embargo él seguía, dale que te dale:

- A lo mejor vosotras me queréis un poco, pero Tuñón no me quiere nada, no me puede ver, se le nota- insistía.

- Anda, Pedro, cielo, dile a Paúl que le quieres un montón, para que se tranquilice de una vez- me pedían ellas con mucha sorna, pero a mí aquel beodo pelma me sacaba de quicio:

- Si sigues así no solo no te querré nunca, sino que te odiaré durante el resto de mi vida- repuse, sintiendo en mi boca el sabor pleno y verdadero de aquellas palabras.

Fue por entonces cuando le pusimos el mote “Meta”, de metaliterario, porque consideraba las cosas de la vida exclusivamente a través de la propia literatura, y solo mostraba interés hacia el posible vínculo entre lugares y literatos. Para él no existían los espacios por donde no había pasado un escritor famoso. Presumía de  haber dormido en las mismas habitaciones hoteleras que sirvieron alguna vez de alojamiento a Karen Blixen, Tristan Tzara, Robert Walser y muchos otros más. “Aquí estuvieron Anaïs Nin y Henry Miller en el 33”, decía mientras paseábamos por el barrio antiguo, y hasta preguntaba a los sorprendidos viandantes sobre algún eventual recuerdo de aquellos añejos turistas. “Cuenta Naipaul que esto lo visitó con Paul Theroux a finales de los ochenta”, explicaba mientras atravesábamos una comarca selvática. A los de la recepción del hotel los mareaba en busca de posibles huellas de Hemingway o Paul Auster.

Gloria, Alicia y otros, como la idiota de mi sobrina Bibí, que lo considera un genio, aseguran que el Meta tiene mucho sentido del humor, pero según ha ido pasando el tiempo yo he ido viendo en él más bien una disposición irónica patosa, ignorante de lo que no esté teñido de literatura, y su convicción de que escribir sobre autores y peripecias literarias es suficientemente narrativo en sí mismo me parece demasiado ingenua y vacua. El caso es que él ha seguido escribiendo, cada vez con mayor eco y fortuna, y yo he ido encontrando cada vez menos lectores y mayor reticencia editorial. Y así, hasta que me fui de la literatura.

Cuando estaba todavía en activo como escritor, unos años después de aquel congreso caribeño, volví a coincidir con él en la feria del libro de un país centroamericano. Ambos participamos en una mesa redonda y él estaba ya tan satisfecho consigo mismo que se limitó a leer, durante casi media hora, el arranque de su último libro. Nos alojábamos en el mismo hotel, uno muy bueno que en la última planta tenía un servicio de bar gratuito para ciertos clientes. Él ya no bebía tanto, pero una tarde estábamos allí tomando algo mientras esperábamos que viniesen a recogernos. En el salón había tres niños, calculo que tendrían alrededor de los siete años, que no paraban de moverse y de jugar, aunque el lugar era tan grande que no molestaban. Sin embargo, el Meta los observaba con reprobación y les hizo señas para que se acercasen. Cuando los tuvo delante les preguntó, poniendo en la voz una intención dañina:

- ¿Vosotros sabéis que vuestros papás se van a morir?

Los niños lo miraron con extrañeza y luego se apartaron y murmuraban algo entre ellos, mientras nos contemplaban con un aire que me desasosegó. Ése es el estilo del gran sentido del humor que lo caracteriza.

Al día siguiente nos llevaron a visitar una zona de la selva donde habían instalado un teleférico silencioso que sobrevolaba el arbolado hasta lo alto de una colina. Las cabinas eran muy pequeñas y sencillas, artefactos de base sólida rodeados solamente por una balaustrada fina que permitía entrar en contacto directo con la atmósfera del lugar, escuchar los gritos de los monos, divisar los grandes pájaros multicolores. Íbamos nosotros dos solos y él llevaba en la mano un libro.

- Por aquí anduvo Bruce Chatwin cuando ya tenía el sida. No escribió nada acerca del lugar, pero seguramente echó una meada al pie de alguno de estos árboles - dijo.

Debajo de nosotros se divisaba la exuberancia del abismo vegetal y fue en aquel mismo momento cuando decidí intentar cargármelo. Nunca he matado a nadie ni he tenido impulsos homicidas, pero sentí que liquidar al Meta no pertenecía al universo del asesinato, sino a ese de las bellas artes de que habló Thomas de Quincey.

Sin embargo, todo asesino, aunque no sea profesional, debe ser cauteloso. Yo imaginé enseguida mi coartada. Simulé que perdía el equilibrio y la cabina se bamboleó. De inmediato me lancé sobre él gritando “¡Cuidado, que me caigo!”, y lo empujé con todas mis fuerzas obligándolo a rebasar la cadena que cerraba la parte trasera de elemental vehículo y sujetándome bien a la balaustrada.

Y el Meta cayó a la selva, desde treinta metros de altura.

Pero no se mató, ni siquiera se magulló. El libro que llevaba en la mano fue su protector en los sucesivos golpes contra las ramas, que fueron haciendo cada vez más lenta su caída. E incluso el libro llegó al suelo antes que su cabeza, amortiguando el golpe final. Como es lógico, aparenté consternación por haber sido la causa del accidente, pero él no llegó a sospechar lo que había habido de intención criminal en mi tropezón, e incluso mostraba muy ufano el libro, una biografía de Marguerite Duras que, según él, le había salvado la vida.

- Su verdadero apellido era Donnadieu - decía, como si esto lo explicase todo.

Aquel fracaso en mi primer intento de asesinato resultó muy deprimente para mí y hasta creo que fue uno de los factores iniciales en mi alejamiento de la literatura. No obstante, mi idea de eliminar al Meta se convirtió en una meta, qué bonito, y busqué surtirme de elementos capaces de ayudarme a hacerlo en alguna otra ocasión en la que coincidiésemos. Ni pistolas ni armas blancas, porque aborrezco la violencia sanguinaria, pero hay muchos otros medios: supe por Internet que la estricnina es perfectamente soluble en alcohol, y letal en una pequeña dosis, y me hice on line con una buena porción.

La ocasión para mi nueva tentativa surgió en esa conmemoración de la Residencia que congrega todos los veranos a  muchas gentes de las artes y de las letras. Fui pronto y preparé dos mezclas tóxicas, una de vino blanco verdejo y otra de güisqui con mucho hielo, que es como al Meta le gustaba. No tardó en aparecer y me apresuré a acercarme a él para ofrecerle lo que prefiriese, pero rechazó los dos vasos:

- Ya no bebo nada- aclaró, tajante. -Mi vida ha cambiado en lo que toca al alcohol.

Y se alejó de mí para acercarse a alguien que lo saludaba con júbilo.

- No importa- dijo un periodista cultural muy influyente, que había sido testigo de la escena, -yo tomaré ese güisqui.

Me lo arrebató de las manos antes de que yo pudiese impedirlo, y se lo bebió de un trago.

- ¡Qué sed! –exclamó luego, y debieron de ser sus últimas palabras, porque yo me separé de él de inmediato.

A los quince minutos hubo revuelo en aquel lugar del jardín, poco después se escucharon los sonidos de una ambulancia, y a la media hora se nos indicó, a través de los altavoces, que razones muy graves, de fuerza mayor, obligaban a clausurar la fiesta, y que se nos rogaba que nos abstuviésemos de seguir consumiendo nada líquido o sólido. Como se sabe bien, la muerte del periodista fue atribuida a un atentado terrorista, cuyos autores no han sido todavía localizados, pero que por suerte solamente consiguieron contaminar uno de los vasos, donde al parecer han aparecido numerosas huellas digitales, ninguna significativa.

Pero por fin, de modo providencial, ha llegado para mí la oportunidad definitiva. Mi alejamiento de la literatura y mi mayor dedicación a mi empleo oficial facilitaron que fuese yo el encargado de controlar la edificación el monumento a Roberto Bolaño que va a alzarse frente a la estatua de Galdós, en el parque del Retiro.

El Meta, como último galardonado con el premio internacional que lleva el nombre del escritor chileno, va a ser el encargado de inaugurar el monumento, junto con los alcaldes de Madrid y de Santiago de Chile. La escultura no es muy grande, pero tiene envergadura suficiente como para destripar a quien encuentre debajo cuando se derrumbe.

Lo he calculado de manera muy meticulosa: la distancia a la que deberá encontrarse quien desvele la placa conmemorativa, en el pedestal; la pequeña carga explosiva, en determinado punto bajo la escultura, que haré estallar en el momento justo en que el Meta, a menos de un paso, haga correr la pequeña cortina; la caída de la escultura sobre él; su aplastamiento seguro. Lo veré todo con claridad, porque estaré muy cerca. Otra operación terrorista… No podemos vivir tranquilos…

Nota del comisario investigador: Esta misiva autógrafa de José Tuñón, al parecer nunca enviada y entregada a las autoridades por su sobrina, prueba, entre otros delitos, su autoría de la voladura de la estatua recién inaugurada, aunque el cálculo erróneo en la cantidad de explosivo hizo que la única víctima del desplome fuese precisamente él. Está probado que el profesor Souto, que le dio clases durante algunos cursos de la licenciatura, es totalmente ajeno al caso.

 

(Este texto forma parte del libro La trama oculta -Cuentos de los dos lados, con una Silva Mínima-, que será próximamente publicado por la editorial Páginas de Espuma)

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por José María Merino

A ambos lados del escaparate (no exhaustivo)

La publicación de su última colección de ensayos, En cuerpo y en lo otro en 2013 (el tenis de nuevo: ahora Federer tangible e intangible, de nuevo la televisión como modelo de educación social y de equipamiento para la vida en la sociedad contemporánea, el lenguaje y la literatura, el cine de Cameron y algunas otras obsesiones wallaceanas; desde 2008 sabemos algo más de las obsesiones de David Foster Wallace), acompaña este mismo año a la muy esperada traducción española de su primera novela, La escoba del sistema, editada por el sello malagueño Pálido fuego, que había publicado unos meses antes el volumen de Conversaciones con David Foster Wallace, del profesor norteamericano Stephen J. Burn. La esperada biografía preparada por D. T. Max: Todas las historias de amor son historias de  fantasmas: David Foster Wallace, una biografía adelanta lo que sin duda será el paulatino desembalaje físico y sentimental de los archivos del autor (¡cómo le habrían gustado esos programas de televisión donde se subastan trasteros!) depositados por su familia en la Universidad de Texas (ya tenemos varias muestras: cartas, guías docentes de las asignaturas impartidas, etc.)[1].

También ha visto la luz en español el estudio Todo y más: una breve historia del infinito, fruto de las investigaciones académicas de Wallace en el ámbito filosófico, y la edición del texto con menos texto de la historia contemporánea: Esto es agua, que recoge el discurso que ofreció en el acto de graduación de la promoción de 2005 en el Kenyon College. Todo ello desde que en 2011 se publicara El rey pálido (esa obra tan wallaceana, tan inacabada, esa obra que “viene a ser más una autobiografía que ninguna clase de historia inventada”, esa obra que no convenció a los miembros del jurado del Premio Pulitzer, que prefirieron dejar desierta la categoría de “fiction”).

Mientras tanto, David Foster Wallace es, cada vez más, personaje. Sujeto y objeto. Sujeto de biografías y objeto de contundentes opiniones. Generador de controversias. Personaje de ficción. Zadie Smith habla de su genialidad en uno de los ensayos de Cambiar de idea (Salamandra, 2011). Bret Easton Ellis lanza en The Guardian andanadas dañinas a destiempo sobre el autor y sus lectores (y se cobra, de paso, las deudas con las opiniones de una lejana entrevista de Wallace con Larry McCaffery en 1993). Jonathan Franzen vende Más afuera, su último libro de no-ficción después de su aclamada y neobalzaquiana Libertad, aprovechando el tirón de su último viaje con las cenizas del amigo muerto (“Después, la persona deprimida se quitó la vida, de un modo calculado para infligir el máximo dolor a aquellos que más lo querían, y nosotros, quienes lo queríamos, nos quedamos con una sensación de rabia y traición”). Y no es difícil entrever la figura o la contrafigura de David Foster Wallace en alguno de los personajes[2] de las novelas recientes de Jeffrey Eugenides (La trama nupcial) y de Jonathan Lethem (Chronic City, donde aparece una novela titulada La bruma indistinta).

 

Vidas cruzadas

En el momento en que escribo este artículo, se rueda en Estados Unidos The End of the Tour, la versión cinematográfica del libro Although Of Course You End Up Becoming Yourself: A Road Trip with David Foster Wallace (Aunque al final acabas convirtiéndote en ti: un viaje de carretera con David Foster Wallace), del reportero de la revista Rolling Stone David Lipsky. Este libro, así como la película que lo adapta al lenguaje cinematográfico y lo convierte en imágenes, recoge el viaje que Lipsky, periodista musical, realizó acompañando a David Foster Wallace durante la promoción de La broma infinita. El largometraje estará dirigido por James Ponsoldt, director de la premiada The Spectacular Now, a partir de un guión adaptado por Donald Margulies. Jason Segel (The Muppets, Freaks & Geeks) dará vida –qué ironía- al autor neoyorquino, acompañado de Jesse Eisenberg en el papel de Lipsky.

En la película Amor y letras (Liberal Arts), La broma infinita aparece como libro favorito del personaje interpretado por el actor Josh Radnor, también guionista y  director de la cinta, y a la sazón compañero de Jason Segel en la conocida serie que ambos han protagonizado a lo largo de los últimos años Cómo conocí a vuestra madre. El personaje de Radnor, un treintañero que vuelve a su alma mater para participar en el homenaje a su mentor a punto de jubilarse, conoce allí a una joven estudiante (brillante Elizabeth Olsen en este papel) que le hace replantearse su presente, recordar su pasado y encarar su futuro a partir de premisas distintas. La broma infinita es, de hecho, en esta cinta el libro que lee de manera obsesiva un estudiante depresivo (de apellido Franzen) con poco aprecio por su propia vida; y también el libro que había sido quince años atrás un shock en la vida del entonces estudiante universitario y hoy responsable de variados asuntos administrativos en la burocracia universitaria, y que, suponemos, le empujó a ser el escritor que finalmente no es. En una conversación de café, el estudiante angustiado que lee a David Foster Wallace y el protagonista aparentemente frustrado mantienen una conversación sobre La broma infinita y sobre el suicidio de su autor. Amor y letras se rodó en el Kenyon College, donde David Foster Wallace dio su famoso discurso This is Water.[3]

 

Proceso de “kurtcobainización”, or How to Become a Legend

Resulta verosímil plantear, pues, que el rodaje de esta road movie sobre la gira de un escritor “de culto” y basada en las vivencias de un reportero musical, responda a una necesidad de kurtcobainización del personaje de Wallace, esa especie de canonización laica pero no por ello menos ritual de aquellos aspectos que hacen del personaje un icono, un símbolo,  aquellos rasgos que mejor se avienen al culto, pero que ocultan u oscurecen otros muchos de su personalidad poliédrica. Es una hipótesis, en cualquier caso. No es distinto lo que algunos otros documentos recientes han hecho con la figura del autor que presentó como tesis de licenciatura una novela como La escoba del sistema. La canibalización del animal sacrificial, del agnus dei simbólico, del semejante-otro (como el relato aquel del niño sabio al que la tribu enaltece y manipula), el aprovechamiento de los manjares o de los productos de casquería que ofrece para disfrute de sus acólitos o de sus detractores e impugnadores, forman parte del proceso para elevar a los altares a Wallace (se ha ido organizado una especie de Positio Super Vita et Virtutibus et Fama Sanctitatis: documentos y testimonios para canonizar a un “hombre de iglesia”, con sus consabidos abogados del diablo) o para convertirlo en chivo expiatorio, como han hecho los seguidores de la teoría conspiranoica que desacredita por falso todo lo que emerge de él y de su obra, y, por tanto, abominan de ambos. Así, Harold Bloom dijo en una entrevista a Lorna Koski para la revista Women’s Wear Daily:

“¿Sabe usted? No pretendo resultar ofensivo, pero La broma infinita es simplemente malísima. Resulta ridículo tener que decirlo. No sabe pensar, no sabe escribir. No se percibe ningún talento [...]. Stephen King es Cervantes comparado con David Foster Wallace. [Wallace] parece haber sido una persona muy sincera y muy problemática, pero eso no significa que su lectura tenga que ser un sufrimiento para mí”.[4]

 

Más adentro           

El niño del Midwest adicto a la televisión, el adolescente adicto a la marihuana, el muchacho desgarbado, atacado por un acné pertinaz y una sudoración extrema, que avanza por el pasillo de su colegio mayor con el albornoz sucio y abierto, la bandana en la cabeza y las botas Timberland desatadas, taconeando camino de la –enésima- ducha del día. El joven obsesionado con el lenguaje y con el sexo, empeñado en la tarea de “encajar” en la vida universitaria de la Costa Este. El brillante estudiante que compagina tareas académicas de resultados extraordinarios con procesos depresivos que le obligan a regresar a su casa para recuperarse. El escritor incipiente. La conciencia autorial, tan presente en David Foster Wallace desde muy pronto (probablemente desde el proceso de escritura de La escoba del sistema). En una carta enviada a Harper’s, a cuenta de la publicación de alguno de sus relatos o reportajes en esa revista, y de las posibles manipulaciones que pudieran producirse en esa publicación, escribe:

“Este es el trato. Le doy a usted la bienvenida para hacer las lecturas que usted desee. Pero le pediría que ni usted (ni la señora Rosenbush, a quien respeto pero temo) no manipulen este texto como si fuera el trabajito de un estudiante de primero de carrera”.  

Ya he escrito en alguna ocasión que la recepción crítica de la obra de David Foster Wallace en España es un caso de anacronía hermenéutica. Hemos recibido la traducción de La escoba del sistema como una “novedad” cuando es la primera de sus obras publicadas y en ella está el germen de todo lo que vendrá después. El lector (en) español de David Foster Wallace, que ya había pasado por los ensayos y opiniones, por los relatos, por las novelas éditas, inéditas, infinitas, pálidas y póstumas, llega al origen de todo, al big bang creativo de una propuesta narrativa, estética, filosófica y vital cuyo alcance aún no atisbamos a divisar. Porque, claro, cuando despertamos, La escoba del sistema YA estaba allí. La época -1987- en la que Wallace clamaba en el desierto:

“La narrativa o mueve montañas o es aburrida; o mueve montañas o se sienta sobre su propio culo”.

Pero así era el joven Wallace. Alguien a quien nos imaginábamos     –ahora lo sabemos por su biografía- debatiéndose entre la ficción y la investigación, entre la novela y la filosofía, entre la creación y la lógica matemática; alguien excesivo en todo, en los argumentos y en la sintaxis, en la interiorización y en el mundo (y en los demonios y en la carne); alguien obsesivo con el lenguaje y que puso palabras a las obsesiones; alguien fascinado por las imágenes, náufrago ante el televisor, deudor de la publicidad, devoto del consumo y de las conspiraciones, clásico, moderno, técnicamente superdotado, wonder boy. La imaginación apabullante, inmoderada, deslumbrante.

Cuando Frank Kermode postulaba la existencia del sentido de un final para la ficción, una clausura, un cierre semántico que contuviera (en todos los sentidos posibles: recoger/controlar) las líneas argumentales, y las devolviera cuidadosamente al almacén precintado de los objetos potencialmente perniciosos, estaba mirando de reojo los “desmanes” posmodernos. De estos “desmanes” es heredero David Foster Wallace, aunque con unas derivaciones formales y semánticas que lo alejan de la posibilidad de convertir todo en artificio retórico. Dominador como ningún otro miembro de su brillante generación (sea Next, Quemada o McSweeney’s, a estas alturas ya da igual) de la técnica narrativa, su triunfo fundamental no se produce –solo- en este ámbito, sino en el de la profundización en los miedos y obsesiones del ser humano en la época en la que le tocó vivir. Y en esos miedos y en esas obsesiones no hay líneas argumentales que se cierren. El propio autor lo explicaba de esta manera al referirse al modo en que se enfrentaba al concepto tradicional de “argumento”:

Y creo que no quise completar varias tramas cuidadosamente dentro del marco del libro principalmente porque bastante del entretenimiento comercial con el que crecí hacía eso y no se trata de algo del todo real. Es un tipo de técnica falsamente satisfactoria para redondear varias cosas que van sucediendo…[5]

Resulta más que evidente a estas alturas que las técnicas falsamente satisfactorias no convencían a David Foster Wallace como fórmula narrativa para cerrar o completar las tramas. Por lo que parece, ni en la literatura ni en la vida. Las tramas siguen abiertas.

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

 

BURN, Stephen (ed.), Conversaciones con David Foster Wallace, Málaga, Pálido Fuego, 2012.

EUGENIDES, Jeffrey, La trama nupcial, Barcelona, Anagrama, 2013.

FRANZEN, Jonathan, “Más Afuera”, en Más Afuera, Barcelona, Salamandra, 2012, pp. 23-62.

KARMODI, Ostap, David Foster Wallace: Un’intervista inédita, Milán, Terre di mezzo Editore, 2011.

MAX, D. T., Todas las historias de amor son historias de fantasma. Barcelona, Debate, 2013.

WALLACE, David Foster, Esto es agua, Barcelona, Mondadori, 2012.

WALLACE, David Foster, En cuerpo y en lo otro, Barcelona, Mondadori, 2013.

WALLACE, David Foster, La escoba del sistema, Málaga, Pálido Fuego, 2013.

WALLACE, David Foster, Todo y más: una breve historia del infinito, Barcelona, RBA, 2013.



[1]          La familia de Wallace ha cedido al Harry Ransom Center un total de 34 cajas y 8 carpetas de manuscritos del autor para su catalogación e investigación.

 

[2]           El personaje de Leonard en La trama nupcial es, a todas luces y a todas sombras, el Wallace más caricaturesco y más extremo: problemas mentales, drogas, personalidad, vivencias, familia, obsesiones…  Y también las botas Timberland, el tenis, la bandana en la cabeza, el sexo… Eugenides lo niega. De la misma manera, pueden encontrarse, sin mucha dificultad infinidad de datos biográficos y familiares en La escoba del sistema. La comparación de ambas novelas con la biografía de Max ofrece resultados muy reveladores.

[3]          Una adaptación cinematográfica de Entrevistas breves con hombres repulsivos, dirigida por John Krasinski, se estrenó en 2009, en el Festival de Cine de Sundance.[] La película está protagonizada por Julianne Nicholson, y cuenta en su reparto con Christopher Meloni, Rashida Jones, Timothy Hutton, Charles Josh, Will Forte, y Corey Stoll.[]

[4]           Lorna Koski, “The full Harold Bloom”, en Women’s Wear Daily, 26/04/2011, (http://www.wwd.com/eye/people/the-full-bloom-3592315?full=true).

[5]           S. J. Burn (ed.), Conversaciones con David Foster Wallace, Málaga, Pálido Fuego, 2013, pp. 197-198.

Escrito en Lecturas Turia por Javier García Rodríguez

Obsolescencia programada

15 de febrero de 2016 09:46:58 CET

Encuentro a los jóvenes tan preocupados por la venta, por la agencia literaria, por la repercusión en el mercado, por la notoriedad, que eso tiene que influir en su escritura
Jaime Salinas

 

 

 



esto que escribimos nace muerto, se vuelve mercancía obsoleta para ojos que son cuencos vacíos, en bien de consumo según el librero que devuelve a la guillotina el continente porque el contenido ha dejado de estar de moda, nunca lo estuvo y si lo estuvo: mal, muy mal

 

este nuevo tiempo de los asesinos
exige una oración para el profeta Bernard London
una elegía para el profeta Brooks Stevens

 

es inútil y si no, mal, no contiene ni los colores, ni las formas, ni los eslóganes, ni el maquillaje, ni el peinado, ni las lentejuelas, ni los materiales adecuados, no hay desnudos de los fáciles, denota el momento de su realización y lo que es peor: el afán por sobrevivirte, desgraciadamente, sinvergüenza pretencioso, eres viejo para sacar bíceps en los bares, nadie pagará por ver tus pechos, para liarte a tortazos con cualquiera por los favores de un padrino y has empezado a pensar en la poesía como un bien, por tanto, la estás matando tú mismo



este nuevo tiempo de los publicistas
exige un AOP para el profeta Bernard London
un estudio sobre su awareness para el profeta Brooks Stevens
An Advertising Model with Wearout and Pulsation

esta poesía es abono, detrito, uña seccionada, lo recogerá en breve y dejará registro de su existencia baldía la nueva edición corregida y aumentada del bestiario de la Real Academia Española de la Muerte, una crítica elogiosa, una indiferencia colectiva


este nuevo tiempo de los artistas
exige un hapenning en honor al profeta Bernard London
una performance para el profeta Brooks Stevens


la muerte no tiene mala prensa, en los diarios se achican las secciones de Cultura pero se mantienen y crecen las necrológicas, bailamos un flashmob como bailan las polillas a la luz de las bombillas, llevamos la pancarta con el mensaje más simple, coger el megáfono es un lujo que nos podemos permitir, porque hemos llegado a la meta y, como sospechábamos, allí no hay nada

 

este nuevo tiempo de los suicidas
exige responsabilidades a Bernard London
una mano de hostias para Brooks Stevens

 

Escrito en Lecturas Turia por Enrique Cabezón

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