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Configurar sentido descendente

Un rey sin diversión

8 de octubre de 2015 09:33:43 CEST

         La serrería está justo en la curva, en la horquilla, al borde de la carretera. Allí se yergue un haya; estoy convencido de que no existe ninguna tan bonita: es el Apolo citaredo de las hayas. No es posible encontrar en un haya ni en ningún otro árbol una corteza tan lisa ni de color más bonito, una envergadura más exacta, proporciones más justas, más nobleza, gracia y eterna juventud. Es Apolo, precisamente, piensa uno nada más verlo y sigue pensándolo incansable al mirarlo. Lo más extraordinario es que pueda ser tan hermoso y al mismo tiempo tan sencillo. Está fuera de duda que ese árbol se conoce y se juzga. ¿Cómo podría tanta justicia ser inconsciente? Cuando bastaría un escalofrío de cierzo, un mal uso de la luz del atardecer, un exceso en la inclinación de las hojas para que la belleza, desmoronada, dejara de ser sorprendente...

         El puerto de Menet se atraviesa por un túnel tan practicable para el tráfico rodado como una vieja mina abandonada, y la vertiente de Diois en la que desemboca es un caos de olas monstruosas de un tono azul ballena, con salpicaduras negras que propulsan a los pinos hacia no sabría decir dónde, allá arriba, a suaves pendientes rocosas de un rosa sucio o de ese gris solapado de los grandes moluscos, y hacia tierra, el choque de esas inmensas trampas de agua sombría que se abren sobre ocho mil metros de fondo en el batir de los ciclones...

                                               *

El invierno había empezado pronto y desde entonces deprisa, sin despegar. Todos los días el cierzo; las nubes se agolpaban en la herradura entre el Archat, el Jocond, la Plainie, el monte de Pâtres y el Avers. A las nubes de octubre ya ennegrecidas se añadieron las de noviembre aún más negras, y luego las de diciembre por encima, muy negras y cargadas. Todo se condensaba sobre nosotros, sin moverse. La luz era verde, luego color tripa de liebre, luego negra con la particularidad de que, a pesar del negro, tenía sombras de un púrpura profundo. Ocho días atrás aún se divisaba el Habert du Jocond, el lindero del bosque de abetos, el claro de las gencianas, un pedacito de los prados que penden allá arriba. Después, las nubes ocultaron todo eso. Entonces aún se veía Préfleuri y los troncos de árboles arrojados de la tala, y más tarde las nubes descendieron aún más y ocultaron Préfleuri y los troncos de árboles. Las nubes se detuvieron a lo largo de la carretera que sube al puerto. Se veían los arces y la diligencia de las doce y cuarto hacia Saint-Maurice. Aún no había nieve, había que apresurarse a pasar el puerto en ambos sentidos. Aún se veía muy bien el albergue (esa construcción que hoy llaman Texaco porque tiene anuncios de aceite para coches en sus paredes), se veía el albergue y todo un tráfico de caballos de encuarte para los carros de carga que se apresuraban aprovechando el paso libre. Se vio el cabriolet del viajero de la casa Colomb et Bernard, comerciantes de pernos en Grenoble, bajando el puerto. Cuando él volvía, el puerto no tardaría en atascarse. Luego las nubes cubrieron la carretera, Texaco y todo; chorrearon más abajo, en los prados de Bernard, los setos vivos; y esa mañana aún se veían las veinte o veinticinco casas del pueblo con su densa capa de sombra púrpura bajo el toldo, pero ya no se veía la aguja del campanario, cortada al raso por la nube, justo por encima de los Sur, Norte, Este, Oeste.

         Después se puso a nevar. A mediodía todo estaba cubierto, todo se había borrado, ya no había mundo, ni ruidos, ni nada. Densos vapores se deslizaban de los tejados y envolvían las casas como un manto; el mariposeo de la nieve que caía aclaraba la sombra de las ventanas y la volvía de un tono rosa sangre fresca, y se veía batir el metrónomo de una mano secando la escarcha del cristal, luego aparecía un rostro demacrado y cruel, mirando.

Marie Chazottes había desaparecido sin dejar rastro. Había salido de su casa hacia las tres de la tarde con un simple chal. Su madre había tenido que llamarla para que se pusiera los zuecos. Salía en zapatillas porque sólo iba, dijo, hasta el cobertizo del otro lado de la granja. Había vuelto la esquina y desde entonces, nada.

Unos decían... cincuenta historias, naturalmente, mientras la nieve seguía cayendo, durante todo diciembre.

Aquella Marie Chazottes tenía veinte años, veintidós años.

Todos esos de los que hemos hablado son honrados e incluso tienden un poco a la austeridad. Por eso, en 1843, a nadie se le ocurrió que Marie Chazottes hubiera podido escapar. Un policía pronunció la palabra, pero era originario del valle del Graisivaudan. Además, ¿escapar con quién? Todos los chicos del pueblo estaban allí. Y todo el mundo sabía que ella no frecuentaba a ninguno. Y cuando su madre la llamó y la hizo ponerse unos zuecos, iba en zapatillas de casa. ¡Si acaso hubiera escapado, sería con un ángel...!

Nadie habló de un ángel, pero casi. Cuando Bergues y los otros dos cazadores furtivos y que conocían perfectamente el terreno  volvieron con las manos vacías, si acaso se habló del diablo. Tanto se habló que el domingo siguiente el cura hizo un sermón especial sobre la cuestión. Había muy pocos para escucharle, sólo algunas viejas curiosas, pues se salía lo menos posible. El cura dijo que el diablo era un ángel, un ángel negro, pero un ángel al fin y al cabo. Es decir que, si hubiera tratado con Marie Chazottes, lo habría hecho de otra manera. No le faltan las mujeres entre su clientela, pero no desaparecen, todo lo contrario. Si el diablo hubiera querido ocuparse de Marie Chazottes, no se la habría llevado. La habría...

En aquel mismo momento se oyó un disparo de fusil allí fuera, y dos gritos. La nieve no había cesado de caer porque fuese domingo, sino todo lo contrario, y el día era tan oscuro que aquella misa de las diez de la mañana tenía una luz de final de vísperas.

- No se muevan –dijo el cura a las diez o doce viejas estupefactas.

Descendió del púlpito, hizo esconderse a su curita en un confesionario y fue a abrir la puerta. Era un hombre bien plantado. Su anchura de hombros interceptaba la puerta abierta de par en par. La plaza de la iglesia estaba desierta.

El señor cura tenía razón. No se trataba del diablo. Era mucho más inquietante...

*

En el momento de la historia, como era invierno, y uno de los más crudos que se recuerdan, la nieve que caía sin cesar desde hacía más de un mes había cubierto naturalmente los jardines; y las casas parecían plantadas a veinte metros una de otra en una estepa blanca y unificada.

Fue allí, ante su propio garaje, donde Ravanel, atontado pero temblando de cólera, se encaró con dos de sus vecinos... Y he aquí lo que dijo, después de que Bergues le quitó de las manos el fusil en el que le quedaba una bala.

- Le he dicho al pequeño (el pequeño era Georges Ravanel, que entonces tenía veinte... y debía de ser un pequeño bastante grande): “Ve a ver qué hacen los gorrinos”. Había unos ruidos poco católicos (ahora comprenderán por qué). Él salió. Volvió la esquina, allí, a tres metros. Por suerte, yo me quedé delante del cristal de la puerta. Nada más volver la esquina, le oí gritar. Salí. Volví la esquina. Lo encontré en el suelo... Y allí arriba, entre la casa de Richard y la de los Pelous, vi pasar a un hombre que corría hacia la granja de Gari. El tiempo de coger el fusil y le disparé mientras subía hacia la capillita. Y entonces bajó hacia aquel camino tan hundido.

Habían hecho entrar al tal Georges. Estaba de pie y bebía un poco de licor de hisopo para recobrarse. Y esto fue lo que dijo:

- Volví la esquina. No vi nada. Nada de nada. Alguien me tapó la cabeza con un pañuelo y me cargó como un saco a la espalda y se me llevaba, dio unos pasos, ¡se me llevaba! Pero cuando me puso el pañuelo en la cara, bajé la cabeza y eso hizo que, cuando me acarreó, en vez de estrangularme al mismo tiempo, el pañuelo no me ahogó y pude gritar. Entonces quien fuera me soltó y oí a mi padre decir: “¡Maldito golfo!” y después disparó el fusil.

No había podido llegar al establo, donde continuaba el tumulto. Fue para allá y vio algo bastante indecente. Uno de los cerdos estaba cubierto de sangre. No habían intentado degollarlo, lo cual habría tenido más sentido. Lo habían acuchillado por todas partes, más de cien cortes que debían haberse hecho con un cuchillo tan afilado como una navaja de afeitar... Los cortes no eran rectos, sino en zigzag, serpentinas, curvas, círculos, por toda la piel y muy profundos. Se veía que lo habían hecho con placer.

¡Pero aquello era incomprensible! Tan incomprensible, tan repugnante (Ravanel frotaba la bestia con nieve y sobre la piel momentáneamente limpia, volvía a rezumar la sangre, dibujando las letras de una desconocida lengua bárbara), tan amenazador y de forma tan directa que Bergues, normalmente calmo y filosófico, dijo: “Maldito cabrón, tengo que atraparte”, y fue a por sus raquetas y el fusil.

¡Pero entre el dicho y el hecho...! Bergues volvió con las manos vacías al caer la noche. Había seguido las huellas y también el rastro de sangre. El hombre estaba herido. Eran gotas de sangre fresca y pura sobre la nieve. Herido sin duda en un brazo porque los pasos eran normales, muy rápidos, ligeros. Además, Bergues no había perdido el tiempo; había salido en su busca con apenas media hora de retraso; era un especialista de los paseos invernales; tenía el paso más ágil del pueblo, tenía raquetas, tenía su cólera, lo tenía todo, pero no pudo percibir nada más que aquella pista bien marcada, las bonitas manchas de sangre fresca sobre la nieve virgen. La pista se adentraba en el Bosque Negro y allí donde abordaba el flanco del Jocond, casi a pico, se perdía en las nubes. Sí, en las nubes. No es un misterio ni un truco para hacerles entender subrepticiamente que se trataba de un dios, un semidiós o un cuarto de dios. Bergues no era uno que buscara tres pies al gato. Si él dijo que las huellas se perdían en las nubes es que literalmente se perdían en las nubes, es decir, en las nubes que cubrían la montaña. No olviden que el tiempo no se había despejado y que mientras les cuento la historia, la nube está a punto de cortar en seco la flecha del campanario a la altura de las letras de la veleta.

Pero entonces, bruscamente..., ya no era sólo Marie Chazottes, sino también Ravanel Georges (que había escapado por un pelo), era también usted o yo, cualquiera, ¡todo el mundo estaba amenazado! Todo el pueblo; sobre el cual empezó a caer un domingo espantosamente sombrío. Los que no tenían fusil pasaron una noche del demonio. Además, las familias en las que no quedaban hombres y los niños eran pequeños, fueron a pasar la noche a las casas donde había hombres fuertes y armas...

Bergues montó guardia y pasó la noche yendo de una casa a otra. Le habían calentado tanto a base de vino caliente y copichuelas, al volver de su persecución, que había pillado una buena tajada. Cumplió su misión sin desmayo, iba a llamar a todas las puertas, sembrando el pánico en los dormitorios de mujeres y niños e incluso a hombres que, desde la caída de la noche, no habían recobrado el aliento y aguzaban tanto el oído como para oírse crecer el pelo. Veinte veces se libró apenas de recibir una carga de perdigones en las narices. Al fin, borracho como una cuba, fue a acabar la noche a casa de Ravanel, que había rematado al cerdo y pasaba las horas convirtiéndolo en salchichas y morcillas, un poco para distraerse y sobre todo, para no desperdiciarlo.

Hay que disculpar a Bergues, que era soltero y un tanto salvaje y no sabía contenerse bebiendo ni en ninguna otra cosa; pero en casa de Ravanel, un tanto excitado, cansado o bien beodo, se puso a decir cosas extrañas, por ejemplo, que “la sangre, la sangre sobre la nieve, tan pura, rojo sobre blanco, era hermosa”...

Este leve desvarío de Bergues, que inmediatamente volvió a su natural plácido, filósofo fumador de pipa e incluso un tanto holgazán de costumbre, pasó casi desapercibido en su momento. Sólo lo registraron instintivamente los presentes y, al final, lo recordaron. En todo caso, había algo que el pueblo no podía ignorar y que adquirió toda su importancia al día siguiente; mientras la nieve seguía cayendo (era un invierno terrible), la amenaza afectaba a todos por igual.

¡Pues ya nadie lo dudaba! A Marie Chazottes la habían ahogado con un pañuelo. Estrangular a Georges podía presentar ciertas dificultades, como ya se ha visto (y más a cinco bajo cero), pero la Marie: dos pizcas de pimienta, tan ligera que un vals la haría bailar en el aro de un plato, ¡puro polvo! Debía de haber sido pan comido.

De vez en cuando, la nieve deja de caer. La nube se levanta. En lugar de cortar la flecha del campanario a ras de la veleta, sólo corta la punta, o la descubre, rasgándose en pequeños copos sobre su cenit. Es suficiente. Se ve el desierto extraordinariamente blanco hasta las orillas extremadamente negras del bosque, bajo las cuales puede haber cualquier cosa, que puede hacer cualquier cosa. Cae la tarde. Se levanta un vientecillo que apenas se oye. Lo que se oye es como una mano que roza el postigo, la puerta o el muro; un gemido o un silbido que se queja, o al contrario. Un golpe en el granero.

Se escucha. El padre no aspira su pipa. La madre deja suspendido el pellizco de sal sobre la sopa. Se miran. Nos miran. El padre suspira y su suspiro arrastra un fino hilo de humo. Lo que haría falta es que volviera el ruido. Se aguzan los oídos, precisamente para sopesarlo enseguida, si es o no peligroso. Pero sólo se oye el silencio. No se sabe. Indecisión. Todo es posible. No se puede juzgar. El hilo de humo que el padre suspira se alarga, se alarga indefinidamente. La madre deja caer grano a grano su sal gorda en la sopa con unos floc, floc, floc...

El fusil sobre la mesa. La madre acerca su mano a la marmita y deja caer el puñado de sal en la sopa. Son las cinco de la tarde. Aún habrá que esperar diecisiete horas antes de que resurja el grisáceo amanecer. Fuera, un gesto sutil... Normalmente se sabe que son las largas ramas del sauce que se liberan de su peso de nieve. ¿Será...? ¿Acaso es...? ¿Sí? ¿No? No.  Leve revoloteo de la nieve que vuelve a caer, temblores en el heno, crujidos como de pasos ahogados en la paja...

*

Durante el verano, hubo múltiples tormentas, y en concreto una tan brusca y violenta que un flujo extraordinario de agua, al invadir el canal tan limpio, estuvo a punto de llevarse la rueda de álabes de la serrería. Y un día que había empezado a tronar en seco, en cuanto las gotas empezaron a claquetear aquí y allá como moneditas, Frédéric II corrió río arriba hacia la compuerta de rosca para desviar el agua al canal de derivación. El tiempo de hacer lo que debía y ya volvía corriendo bajo rachas ya muy densas, con claros de relámpagos y sombras que podían cortarse con cuchillo, cuando vio un hombre que se refugiaba bajo el haya. Le gritó que se viniera, pero el hombre no pareció entenderlo. Es infantil, nadie se refugia bajo un árbol en las tormentas, y aún menos bajo un árbol de la envergadura y la grandeza de aquella haya divina, y menos aún en las tempestades de estos parajes, que son de una violencia aterradora. Pero desde debajo de su cobertizo, Frédéric II veía a aquel hombre desnaturalizado adosado contra el tronco del haya en una actitud bastante apacible, incluso de abandono; en una especie de contento manifiesto: como si estuviera calentando sus polainas en la chimenea de una cocina. Se dijo: “Es un pobre capullo de quién sabe dónde”. Pensaba en esos viajantes que vienen en verano para reponer a la gente sus herramientas agrarias y hacer propaganda de las máquinas. Al final, como la tormenta no cesaba de empeorar e intensificarse, y el agua se desplomaba en densas cortinas y habían estallado unos cuantos truenos no muy lejos, se dijo: “Es una tontería dejar a ese tipo allí abajo, ¿es que no ve que aquí puede refugiarse?” Se metió un saco en la cabeza como un capuchón, corrió al árbol, cogió al hombre del brazo y le dijo: “Venga, hombre, vaya cenutrio está usted hecho”. Lo sacó de allí justo a tiempo. Las orejas les tronaron. Tanto que no se quedaron bajo el cobertizo, sino que entraron en la cabaña de los engranajes...

-¿De dónde es usted? –preguntó Frédéric II.

- De Chichiliane –contestó el hombre.

En un momento así, como comprenderán, Chichiliane, Marsella o el Papa daban lo mismo. Y al fin y al cabo, ¡Chichiliane no era nada del otro jueves! Quizás en Chichiliane la gente sea más estúpida que aquí, como suele ocurrir. Frédéric II se contentó con esto para explicarse por qué aquel hombre se quedaba bajo el haya voluntariamente. Porque el hombre había oído bien la primera llamada; lo dijo con toda franqueza. Además, había visto que el cobertizo de la serrería a diez metros tras él: no estaba ciego. Pero ya se sabe, hay gente tímida, o mejor, gente estúpida. Frédéric II pensaba que aquel hombre era estúpido...

No interrogó al hombre de Chichiliane; se preguntaba si su compuerta aguantaría el embate. Ni siquiera lo miró. Se quedaron más de una hora en cuclillas uno junto al otro en la cabaña de los engranajes, tan cerca que se rozaban con el hombro y el brazo...

*

Supongo que saben dónde empieza el otoño. Exactamente a 235 pasos contados del árbol marcado M 312.

¿Han ido alguna vez al puerto de La Croix? ¿Ven el sendero que va al lago de Lauzon? En el lugar donde atraviesa los prados color gamuza en pendiente muy pronunciada; hay que pasar dos grietas de desprendimientos bastante feas, se llega justo bajo el acantilado de la cara oeste del Ferrand. Paisaje mineral, perfectamente telúrico: gneis, pórfido, gres, serpentina, esquistos pútridos. Horizontes enteramente cerrados de rocas aceradas, las cimas de Lus, caninos, molares, incisivos, dientes de perro, de león, de tigre y de peces carnívoros. De allí, a vuestra izquierda, sendero por los pasos estrechos entre peñascos que acceden al Ferrand: alpinismo, panorama. A la derecha, trazos imperceptibles de las pulverizaciones rocosas cubiertas de diatomeas. Hay que seguir esos trazos que rodean un rellano y, en una hondonada como un cuenco de cerámica, hallar la más alta cuadrícula boscosa; tal vez doscientos árboles, y en la linde norte, un fresno marcado con minio: M 312. Allí delante, y a doscientos treinta y cinco pasos, plantado directamente en la pendiente de cerámica, otro fresno. Allí es donde empieza el otoño.

Es instantáneo. ¿Acaso hay una especie de contraseña dada ayer por la noche, mientras ustedes daban la espalda al cielo para hacerse la sopa? Esta mañana, en cuanto abran los ojos verán que mi fresno se ha plantado en el cráneo un penacho de plumas de loro amarillo oro. El tiempo de poner el café, de recoger todo lo que queda por el suelo cuando se duerme fuera y ya no es un penacho, sino todo un casco confeccionado con las plumas más raras: rosas, grises, óxido. Luego son marroquinerías, forraje, charreteras, delantales, corazas que se cuelga y se aplica por todas partes, y todo hecho con la materia más rutilante y más bermeja. En fin, helo ahí en sus armaduras y perifollos de sacerdote-guerrero que entrechoca pequeñas matracas de madera seca.

M 312 no se queda atrás. Se pone almuzas, sotanas de miel, faldones de obispo, estolas cubiertas de blasones y de reyes de cartas de juego. Los alerces se cubren de caperuzas y togas de piel de marmota, los arces se calzan polainas de espinilleras rojas, enfilan pantalones de zuavos, se envuelven en capotes de verdugos, se coronan con el birrete de los Borgia. Mientras ellos trajinan, los prados ocres azulean de azafrán silvestre. Al volver, cuando uno llega al pie del puerto de La Croix, se encuentra frente al primer ocaso de la temporada: el abigarramiento bárbaro de las murallas... Más abajo se ve esa cuenca de hierba que sólo era heno cuando pasó hace sólo dos o tres días, ahora convertida en cráter de bronce alrededor del cual montan guardia... los caballeros del bosque; y se entremezclan las tiaras, los bonetes, los cascos, las faldas, la carne pintada, las enaguas bordadas, el follaje de otoño, los fresnos, las hayas, los alerces, los zurillos, los olmos, robles albares, abedules, álamos temblones y sicomoros, arces y pinos con un verde negruzco que exalta todos los demás colores.

A partir de ese momento, cada atardecer, las murallas del cielo se pintarán con aquellos esmaltes que facilitan la aceptación de la crueldad y liberan a los sacrificadores de todo remordimiento. El occidente, revestido de púrpura, sangra por las rocas, que son indiscutiblemente más hermosas así ensangrentadas que con el rosa satinado de siempre, o el bello azur común de las noches de verano, en la hora en que Venus era dulce como un grano de cebada. Un verde pálido, un violeta, manchas de azufre y a veces un puñado de escayola allí donde la luz es más intensa, mientras que sobre las otras tres murallas se apiñan los bloques compactos de una noche, no más lisa y reluciente, sino turbia y aglomerada de inquietantes construcciones: tales son los temas de meditación propuestos por los frescos del monasterio de las montañas. Los árboles hacen crujir incansablemente en la sombra pequeñas matracas de madera seca...

*

El haya de la serrería no tenía aún, ciertamente, la amplitud que ahora contemplamos. Pero su juventud (en relación con la edad de ahora) o más exactamente su adolescencia era de una envergadura y un tejido que la situaban cien codos por encima de todos los árboles unidos. Su follaje era de una abundancia y espesura, de una densidad pétrea, y su osamenta... debía de poseer una fuerza y una belleza muy raras para llevar con tanta elegancia tamaño peso acumulado. En esa época estaba sobre todo plagado de pájaros y de moscas; contenía tantos pájaros y moscas como hojas. Se veía constantemente arado y estremecido por cornejas, cuervos y enjambres. Salpicaba a cada instante vuelos de ruiseñores y alionines; humeaba aguzanieves y abejas; soplaba falcones y tábanos; hacía malabarismos con bolas multicolores de pinzones, reyezuelos y petirrojos, de chorlitos reales y avispas. A su alrededor había una ronda sin fin de pájaros, mariposas y moscas en las que el sol parecía descomponerse en arco iris como si atravesara un manantial de salpicaduras. Y en otoño, con su larga cabellera carmesí, sus mil brazos entrelazados de serpientes verdes, sus cien mil manos de follajes de oro jugando con pompones de plumas, correajes de pájaros, polvo de cristal, no parecía realmente un árbol. Los bosques, sentados sobre las gradas de las montañas, lo contemplaban en silencio. El haya crepitaba como un brasero; danzaba como sólo saben danzar los seres sobrenaturales, multiplicando su cuerpo alrededor de su inmovilidad; ondulaba en torno a sí en un enredo de echarpes, tan estremecido, tan dorado, tan incansablemente lleno de la embriaguez de su cuerpo que ya no se sabía si estaba arraigado por la presa de prodigiosas raíces o por la velocidad milagrosa de la punta de la peonza sobre la que reposan los dioses. Los bosques, sentados sobre las gradas del anfiteatro de las montañas, en su gran ablución sacerdotal, no osaban moverse. Ese virtuosismo de belleza hipnotizaba como el ojo de las serpientes o la sangre de las ocas salvajes en la nieve. Y a lo largo de los caminos que ascendían o descendían hacia el haya, se alineaba la procesión de los arces ensangrentados como carniceros.

Pero todo eso no impidió que llegara el invierno de 1844; al contrario. Y Bergues desapareció. Nadie se dio cuenta enseguida. Era soltero y nadie pudo precisar en qué momento exacto había faltado del mundo. Era un furtivo, cazaba las criaturas más inverosímiles. Amaba la naturaleza y a veces se ausentaba toda una semana. Pero en el invierno del 44, se inquietaron al cabo de cuatro o cinco días.

En su casa, todo estaba dispuesto de forma que podía temerse lo peor. Para empezar, la puerta no estaba cerrada; sus raquetas y el fusil estaban allí; su chaqueta, forrada de piel de cordero, colgaba de su clavo. Más triste aún: su plato, con los restos disecados de un conejo encebollado (con las huellas de un pedazo de pan bañado en la salsa), yacía en la mesa. Debía de haberle pescado comiendo; algo o alguien debía de haberlo llamado fuera; había salido enseguida, tal vez sin poderse tragar el bocado. Su sombrero estaba sobre la cama.

Esta vez fue un terror de rebaño de ovejas. En pleno día (bajo, sombrío, azul, con nieve y una nube cotando la flecha del campanario) se oyó llorar a las mujeres, gritar a los niños, batir las puertas, y fueron menester la cruz y los ciriales para tomar una decisión... Todo el mundo hablaba de la policía pero nadie quería ir a buscarla. Había que recorrer tres leguas en soledad, bajo el cielo negro, y al ser Bergues un hombre hecho y derecho, forzudo, valiente, más listo que el hambre, ya nadie se sentía lo bastante forzudo, valiente ni listo. Al fin decidieron ir cuatro, todos juntos.

Se alejaban de la casa de Bergues como si hubiera albergado a un apestado. La casa bostezaba directamente a la nieve de la calle, con su portón abierto que nadie tuvo el valor de ir a cerrar, y el cielo, por encima de todas las cabezas, parecía más negro que en el interior de la casa.

En el momento de la marcha de los cuatro emisarios hacia la comisaría real de Clelles, todo el pueblo se concentró silenciosamente en torno a ellos, que, graves y pálidos bajo las barbas, se colgaban el arma del tirante y cerraban sus chaquetas forradas con cinturones de cartuchos para jabalíes, un arsenal de cuchillos afilados, de lamas desnudas, e incluso un hacha pequeña. Por fin se calzaron las raquetas; se les vio ascender despacio el cerro tras el cual pasa la gran carretera y luego desaparecieron. Sólo quedaba atrincherarse.

Es fácil imaginar los relatos que aquellos cuatro hombres hicieron en la comisaría de Clelles tras varias leguas de marcha solitaria, al caer el día. A pesar del tiempo encapotado y del estado de las carreteras..., a las once de la noche llegó al pueblo una pequeña compañía de seis guardias a caballo, con armas y equipaje y un capitán llamado Langlois.

 

 

(Fragmento del libro Un rey sin diversión, de Jean Giono, que será próximamente publicado por la editorial Impedimenta con traducción de Isabel Núñez)

 

Jean Giono, humor, poesía y nieve

 

La descripción que Jean Giono (Manosque, Francia, 1895-1970) hace de un árbol, el haya, en la primera página de Un rey sin diversión me maravilló; traduje el fragmento en mi blog y contagié a la editorial Impedimenta. Entonces no sabía dónde me estaba metiendo. Había leído, como todo el mundo, El hombre que plantaba árboles y ese librito magnífico titulado J’ai ce que j’ai donné, entre otras de sus joyas provenzales.

Un rey sin diversión es una novela asombrosa, especie de thriller que parodia el género (la intriga se resuelve a mitad del libro, se transforma en otra), un thriller poético donde la naturaleza provenzal late como siempre en la escritura de Giono, en ese pueblo que desaparece en invierno, enterrado en un manto de nieve, con los asesinatos que el narrador examina un siglo después. El capitán Langlois, con su pipa y sus pantuflas, vigilante, con la coscolina de Grenoble apodada la Salchicha, que regenta el Café de la Travesía, el soltero y salvaje Bergues, el guapo cura de espalda ancha como el portón de la iglesia, todos esos excéntricos habitantes del pueblo son personajes que se quedan con nosotros para siempre.

 Es un libro maravilloso, pero ¡ay!, un desafío para el traductor, lleno de modismos provenzales, de palabras inventadas o forzadas para decir lo que Giono necesite decir, en su hábil mezcla de exigente lenguaje poético y lengua popular y agreste. A veces, una página exige más de un día de búsqueda, pues los jeroglíficos se acumulan y su ingenio requiere soluciones a la altura en castellano.

            La I Guerra Mundial sacudió con fuerza a Jean Giono, le hizo pacifista y causó su encierro en prisión. Por ese pacifismo durante la II Guerra, cambió su forma de ver el mundo. Él lo explica así:

“Nadie podrá consolarnos de esta guerra. Por eso yo me tiré salvajemente del lado del árbol, de la nieve y de la bestia”.

Esa búsqueda suya de la belleza y su apego a la vida transforman la naturaleza y el paisaje en intensos personajes literarios y proyecta en sus habitantes su humor y su irónica poesía, su filosofía, su mirada humanista y vitalista. “Soy un pesimista feliz”, dijo, y su escritura está llena de esa felicidad burlona, malgré tout.

            Un rey sin diversión fue llevada al cine, como otras obras de Jean Giono (él mismo dirigió películas con personajes que recuerdan al Buñuel de Viridiana).

He recogido aquí algunos fragmentos de la primera parte. Espero contagiar con ellos mi pasión por Giono a los lectores de este país.- ISABEL NÚÑEZ

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Jean Giono

Siempre que políticos y politólogos reflexionan sobre la situación de una res publica moderna parece que se sienten obligados a aludir a la antigua Roma. Esto le sucedió también hace poco al desventurado ministro de Asuntos Exteriores alemán cuando, para criticar el Estado social de nuestro país, a sus ojos demasiado opulento, se le ocurrió la idea de comparar las condiciones actuales con los momentos bajos de la “decadencia romana”. No ha habido modo de averiguar qué quiso decir realmente con ello. Quizá le rondaran el ánimo vagos recuerdos del sistema de management imperial de la plebe mediante luchas de gladiadores, es posible que pensara también en los donativos obligatorios de cereales para las masas sin trabajo de la antigua metrópolis. Ambas cosas serían ecos de aquella apresurada enseñanza de la historia de la que gozaron la mayoría de los alumnos de enseñanza media alemanes de la promoción de 1961 (Westerwelle[2] entre otros). No contienen nada que pudiera inquietar.

De todos modos la referencia a la “decadencia romana” en boca de un político alemán no fue solo un síntoma de la característica formación superficial de esa clase de gente. Tampoco fue simplemente un síntoma de osadía verbal para impresionar a una cierta clientela. Encerraba una serie de peligrosas implicaciones que sin duda el orador habría evitado si hubiera sido consciente de ellas.

Pues el sistema romano de panem et circenses, pan y juegos, pan y circo, constituye nada menos que la primera configuración de lo que desde el siglo XX se llama “cultura de masas”. Simboliza el giro de la grave República de senadores al estado teatral postrepublicano, en cuyo centro había un bufón. Este giro se hizo inevitable desde que el Imperio romano, tras su conversión en monarquía cesarina, se orientó cada vez más a la eliminación del Senado y del pueblo de la regulación de los asuntos públicos. Desde este punto de vista la muy citada decadencia romana no fue otra cosa que la otra cara de la eliminación política de los ciudadanos que conllevó la toma del poder por una junta de políticos imperiales de profesión. Y que solo puede entenderse adecuadamente si se reconoce en ella el síntoma de la disolución de la vida republicana en administración y distracción. Mientras la administración del Imperio se enredaba progresivamente en formalismos se fue imponiendo por el lado de la diversión –sobre todo en los circos en torno al Mediterráneo y en las fiestas de la clase alta metropolitana- la tendencia al embrutecimiento y a la desinhibición. La conjunción de estado de administración y estado de distracción era la respuesta a una situación universal en la que el ejercicio del poder solo podía asegurarse ya por una amplia despolitización de los habitantes del Imperio.

Jugar con reminiscencias romanas remueve más pronto o más tarde materia peligrosa. Quien menciona a Roma dice a la vez res publica y quien habla de esta no debería dejar de preguntar por el secreto de sus inicios. Por mucho que los césares siguieran refrendando sus decretos con la fórmula sacralizada Senatus Populusque Romanus (SPQR), “senado y pueblo romano”, era claramente constatable que ambas instancias estaban desposeidas de poder casi por completo. Intentemos, pues, explicar cómo sucedió que la “cosa pública” ejemplar de la vieja Europa comenzara con una tormenta pasional digna de considerar: el hijo del último rey romano-etrusco, Tarquinius Superbus junior, se fijó en los encantos de una joven matrona romana, de nombre Lucrecia, tras haberse enterado de su belleza y recato por las fanfarronadas de su propio esposo Collatinus. Está claro que no quería aceptar que un subordinado hubiera de ser eróticamente más feliz que él mismo, el vástago de una casa imperial. El resto es conocido gracias a la historia universal de Tito Livio y a la literatura universal de Shakespeare: el joven Tarquinio se introdujo en la vivienda romana de Lucrecia y la obligó mediante un chantaje infame a acceder a su violación. Tras la deshonra padecida la joven dama reunió a sus parientes, les informó de los hechos y se apuñaló ante los ojos de los reunidos. Una ola inusitada de conmoción transformó el hasta entonces inofensivo pueblo de pastores y labriegos de los romanos en una multitud revolucionaria. Tarquinio el Soberbio es expulsado, la hegemonía etrusca se acaba para siempre. Nunca más se soportarán soberbios a la cabeza de la comunidad. El nombre del rey se proscribirá para siempre, no solo ad personam, sino en lo que se refiere también a la función monárquica como tal.

De la convulsión de los ciudadanos surge una idea de grandes consecuencias: en adelante la dirección de la comunidad será ejercida solo por romanos y se producirá pragmática y profanamente. Dos cónsules se mantendrán mutuamente en jaque, su reelección anual evitará toda nueva confusión entre cargo y persona. Excepto el oráculo del Estado, sin el que nada funciona, tampoco en la república, la superestructura religiosa implosiona; la superbia real queda desterrada para siempre. Las energías positivas de la soberbia son reducidas al formato de la búsqueda de prestigio por la excelencia, como es habitual en las meritocracias. Debido a estas resoluciones se pone en marcha el año 509 a. C. la maquinaria republicana más inteligentemente construida de la historia de la humanidad; que por el añadido posterior del cargo de tribuno popular consigue un grado insuperable de eficiencia. Comienza una historia de éxito sin par hasta que casi medio milenio después la hiperdilatación del complejo romano de poder forzó el paso a unas relaciones neo-monárquicas.

El lector actual de esta historia habría de retener una información significativa: la leyenda de Lucrecia trata del nacimiento de la res publica a partir del espíritu de la indignación. Lo que más tarde se llamará espacio público es en su origen un epifenómeno de la ira ciudadana. A partir del enfado de una multitud confluente se formó el primer foro. El primer orden del día contenía solo un punto: el rechazo de una infamia despótica. Por su irritación sincrónica por la desenfrenada soberbia de los gobernantes las gentes sencillas se dieron cuenta de que a partir de entonces querían llamarse ciudadanos. El consensus con el que comienza todo lo que hasta hoy llamamos vida pública fue la unanimidad civil respecto a una insoportable afrenta a las leyes no escritas de la decencia y del corazón.

Por expresar una vez más lo determinante: lo que ahora circunscribimos con la expresión griega “política” es un derivado del sentido del honor y de los sentimientos de orgullo de personas normales. Para el espectro de los afectos afines al orgullo la tradición paleoeuropea tiene pronta la expresión thymós [3]. En la escala timótica de la psique humana resuenan muchos tonos: desde jovialidad, benevolencia y generosidad, pasando por orgullo, ambición y despecho, hasta indignación, ira, resentimiento, odio y desprecio. Mientras una comuna política sea dirigida por su centro de orgullo las cuestiones de honor y prestigio están en el foco de la atención general. La inviolabilidad de la dignidad civil rige como bien supremo. La suspicacia pública vela porque la arrogancia y la avaricia, las siempre virulentas fuerzas fundamentales de la infamia, no se impongan nunca en la res publica.

Debería estar claro por qué no es inocuo hablar en nuestros días de decadencia romana y equiparar con ella circunstancias actuales. Quien habla así se declara implicite en favor del parecer o de la sospecha de que también a la república moderna –tal como surgió hace más de doscientos años de la ira antimonárquica de las revoluciones americana y francesa- le seguirá a su debido tiempo una fase postrepublicana. También esta se caracterizaría típicamente por la unión de pan y circo o, por hablar de acuerdo a los tiempos, por una sinergia de Estado social e industria de la sensación. No se puede negar que indicios de tal economía doble los hay por todas partes. ¿No vemos desde hace algún tiempo signos que hablan de la involución de la vida pública en administración y entretenimiento, aislamiento térmico para ministerios y casting-shows para ambiciones? ¿No ha conquistado discretamente las centrales de los partidos y los seminarios de sociología del hemisferio occidental el discurso, proveniente de Gran Bretaña[4], de la “postdemocracia”, es decir, la idea de que la participación ciudadana se puede ahorrar por la superior competencia de quienes toman las altas decisiones políticas? ¿No son ya innumerables las personas que como hicieron un día los antiguos estoicos y epicúreos han vuelto a poner a cubierto su existencia ante el hecho de que la burocracia, el espectáculo y las colecciones privadas señalen ahora los últimos horizontes?

De estas consideraciones podría sacarse la precipitada conclusión de que las tendencias postdemocráticas se habrían impuesto ya en toda línea en el ocaso de la segunda era republicana, la que llamábamos la modernidad política. Entonces, a nosotros, habitantes de la segunda res publica amissa (de la segunda república abandonada), no volvería a quedarnos otra cosa que esperar a los césares... o a sus ediciones baratas, los populistas, en tanto el populismo suministra hoy la prueba de que el cesarismo también funciona con comparsas. ¿Es posible, pues, que tuviera razón Oswald Spengler con su peligrosa sugerencia de que hay que ser un teórico de la decadencia para como diagnosticador del tiempo estar a la altura de las circunstancias?

Pero por muy incitantes que sean consideraciones rapsódicas de este tipo: en este asunto estamos mejor aconsejados si no nos dejamos arrastrar por el élan de la gran analogía. Es verdad que no faltan indicios de que avanzamos hacia circunstancias postrepublicanas y postdemocráticas. Cuyo síntoma más significativo, la nueva eliminación de los ciudadanos mediante una estatalidad monológica encerrada en sí misma, puede diagnosticarse hoy en numerosos frentes. La línea actual del gobierno negro-amarillo [cristianodemócratas y liberales] en cuestiones de energía atómica muestra que la política se va pareciendo cada vez más en este país [Alemania] al monólogo de un club de autistas.

Pero habrá de sentirse defraudado quien crea que la eliminación de los ciudadanos en esta segunda situación post-republicana se producirá tan sin dificultades como se llevó a cabo tras el establecimiento del antiguo régimen de los césares. En este punto la analogía histórica no es concluyente; por un motivo del que como mejor se informa uno sigue siendo por fuentes antiguas. Los autores clásicos de Grecia, que consideraban al ser humano un ser movido a la vez por el eros y por el orgullo, poseían una comprensión mucho más profunda de él que los modernos, dado que la mayoría de estos últimos se han contentado con interpretar la psique humana solo a partir de la libido, de la carencia y del afán de posesión. Sobre cuestiones de orgullo y honor no se les ocurre nada desde hace ya más de cien años. No extraña, pues, que tanto políticos como psicólogos no sepan qué hacer hoy en cuanto tienen que vérselas con conmociones públicas de esos olvidados componentes de orgullo del patrimonio anímico humano. Quien contempla el panorama de las agitaciones políticas en Europa, debería darse cuenta inmediatamente de una cosa: si hoy, a pesar de toda la cantidad de expertocracia y cultura de entretenimiento que se ofrece, no se consigue del todo la eliminación de los ciudadanos es porque se ha echado la cuenta sin el orgullo de los ciudadanos.

De repente vuelve a aparecer en el escenario él, el citoyen  timótico, el ciudadano consciente y seguro de sí mismo, informado, dispuesto a colaborar en planteamientos y decisiones, masculino y femenino, y ante el tribunal de la opinión pública presenta sus quejas por la malograda representación de sus deseos y conocimientos en el sistema político actual. Ahí está de nuevo él, ese ciudadano que sigue siendo capaz de indignarse porque a pesar de todos los intentos de adiestrarlo para ser un fardo de libido ha conservado su sentido de autoafirmación, y que manifiesta esas cualidades llevando su disidencia a las plazas públicas. Como de la noche a la mañana él está de nuevo entre nosotros, ese ciudadano incómodo que se niega a ser un omnívoro político, conformista y alejado de opiniones “no serviciales”. Hacía tiempo que no se le veía, a ese ciudadano informado e indignado al que de repente, no se entiende cómo, se le ocurre la idea de referir a sí mismo el artículo 20, parágrafo 2 de la Constitución, según el cual todo poder estatal sale del pueblo. ¿Qué ha sucedido en él para que entienda el misterioso verbo constitucional “salir” como una indicación para abandonar sus cuatro paredes con el fin de manifestar lo que quiere y sabe y teme?

En momentos como el actual no está mal recordar que la misma res publica originaria fue un derivado de los afectos psicopolíticos primarios orgullo e indignación. Como se ha hecho notar, en el origen del sentimiento romano de comunidad estuvo la no-disposición a tolerar por más tiempo la arrogancia de los gobernantes, devenida ya demasiado crasa. A pesar de todas las diferencias entre situaciones antiguas y modernas no hay que buscar durante mucho tiempo el aspecto comparable. También hay hoy innumerables ciudadanos que ven motivos para irritarse por la arrogancia de los gobernantes. Aunque la arrogancia se haya hecho anónima y se oculte en sistemas que funcionan movidos por las circunstancias, los ciudadanos, sobre todo en su calidad de contribuyentes y de destinatarios de grandes discursos preelectorales, sienten de vez en cuando con suficiente claridad qué juego se trae con ellos.

¿Entendemos ahora cómo el sueño de los sistemas produce monstruos? Los monstruos son los ciudadanos de carne y hueso que se oponen al mandamiento postdemocrático de eliminación de la ciudadanía. Habrá que admitir que esta repentina renitencia necesita explicación. ¿Por qué de repente las personas no pueden permanecer tranquilas en los lugares pensados para ellas? ¿Por qué ya no se puede contar con su letargia, importante para el sistema? ¿Y qué hay en su función que sea tan difícil de entender? En la democracia representativa los ciudadanos –a parte de sus enormes obligaciones fiscales- son utilizados primordialmente como suministradores de legitimidad a los gobiernos. Por eso se les invita, a grandes intervalos, al ejercicio de su derecho de voto. En el intermedio pueden hacerse útiles ante todo por su pasividad. Su tarea más noble consiste en expresar por el silencio su confianza en el sistema.

Conformémonos por cortesía con la constatación de que tal confianza se ha convertido en un recurso escaso. Incluso politólogos cortesanos berlineses hablan del claro distanciamiento entre la clase política y la población. Todavía se arredran los expertos ante el duro diagnóstico según el cual la política de la útil despolitización del pueblo está abocada al fracaso.

En este punto puede ser oportuno preguntar cómo se las arreglaron los romanos de la época de los césares para conseguir la despolitización, mientras que a los electos postdemócratas de hoy amenaza con írseles de las manos. La respuesta se encuentra sin rodeos: las élites de la época cesarina gozaron durante mucho tiempo de la posibilidad de hacer ofertas sustitutivas, más o menos útiles, a las reivindicaciones timóticas de su ciudadanía; a pesar de síntomas contundentes de decadencia postrepublicana: supieron cómo despertar en el civis romanus el orgullo por las consecuciones civilizatorias del imperio; mediante soft power romano vincularon al centro los pueblos de la periferia; fueron lo suficientemente inteligentes como para conseguir que las masas inestables de las ciudades participaran en el narcisismo teatral del culto al César. En comparación con ello salta a la vista la torpeza de nuestra clase política en todos los aspectos importantes del abanico timótico. A menudo ya no tiene otra cosa que ofrecer a los ciudadanos que la perspectiva de participación en su propia miseria: una oferta que por regla general la población solo acepta en carnaval y en los discursos del miércoles de ceniza[5]. Cuando se plantea la cuestión de cómo reacciona la mayoría del pueblo a la performance de los gobernantes, la mayor parte de las veces los investigadores de opinión constatan desde hace algún tiempo: con desprecio. Innecesario decir que esa palabra pertenece al vocabulario elemental del análisis timótico. Que la denominación del polo negativo de la escala del orgullo se utilice tan a menudo y tan intensamente como se utiliza ahora tendría que hacer comprensible en qué medida la regulación psicopolítica de nuestra comunidad se está saliendo de control.

[...]

Quien en medio de las polémicas intenta mantener la tranquilidad del observador consigue una imagen que conjunta en una escena coherente los diferentes focos de conflicto: en numerosos frentes se ven los mismos reflejos de búnker ante la posible perturbación de las rutinas, el mismo recurso al mobbing[6] contra quienes sostienen “opiniones indeseadas”, el mismo malestar porque tomen la palabra los no convocados, la misma confusión entre obstrucción y firmeza de carácter.

De tanta insensibilidad inveterada solo se puede salir por un análisis más exacto del sistema político y sus paradojas. Este análisis comenzaría con la explicación de por qué la moderna democracia representativa, por regla general, no está en condiciones de conseguir lo que parece que los césares lograron fácilmente: estos fueron capaces durante siglos de conectar el imperativo sistémico de la eliminación postrepublicana de los ciudadanos con el imperativo psicopolítico de la satisfacción timótica de los ciudadanos. Los modernos fracasan en esa tarea desde que la triquiñuela de la autoexaltación nacional ya no les resulta tan fácil de utilizar como hace cien años. Por eso solo les quedan dos salidas, de las que una es económicamente ruinosa y la otra psicopolíticamente imprevisible: la eliminación de los ciudadanos mediante recompensas porque se estén quietos y la paralización de los ciudadanos mediante resignación. Cómo funcionan las recompensas lo sabe cualquiera que observe los debates actuales sobre el Estado mantenedor. Tampoco es ningún secreto cómo se llega a la resignación. Superficialmente la resignación se parece a la satisfacción bajo un buen gobierno. Se diferencia de ella por un estado de ánimo molesto, pero desalentado, porque considera que los de arriba son todos iguales en el fondo. En un clima así las participaciones electorales pueden caer por debajo del cincuenta por ciento, como es habitual en EE. UU., sin que la clase política vea por ello motivo de preocupación alguno.

La eliminación de los ciudadanos por resignación es un juego con fuego porque en cualquier momento puede tornarse en su contrario: en la abierta indignación y manifiesta ira de los ciudadanos. Una vez que la ira encuentra un objetivo es difícil ya desviarla de él. Para la clase política se añade el agravante de que la moderna exclusión del ciudadano se quiere presentar como “inclusión” del ciudadano. Cuya despolitización tiene que seguir unida a tanta politización restante como sea necesaria para la autorreproducción del aparato político.

Desde ningún punto de vista los ciudadanos de nuestro hemisferio están tan excluídos como en su condición de contribuyentes. El Estado moderno ha conseguido imponer a sus miembros en el momento de su contribución más material a la comunidad, en el instante de sus ingresos en la caja común, el papel más pasivo que puede adjudicar: en lugar de resaltar la calidad de donantes de los pagadores y de acentuar respetuosamente el carácter de donativos de los impuestos, los Estados modernos fiscales agobian a sus contribuyentes con la humillante ficción de que tienen deudas masivas con la caja pública, deudas tan grandes que solo pueden saldar a plazos durante toda su vida. En el centro del moderno acontecer de la eliminación del ciudadano se encuentra un sistema de impuestos construido de modo completamente equivocado desde el punto de vista psicopolítico. Que hurta el orgullo a los ciudadanos fiscalmente activos y los empuja a la posición de eternos deudores del Leviatán. Mientras más capaces de rendimientos se muestren más dinero deben, mientras más tienen para dar más están en negativo. Por lo demás, últimamente los ciudadanos fiscales están condenados a la pasividad no solo en el instante de su pago a la caja comunitaria, sufren una pasividad de segundo grado desde que el Estado les ha encadenado alevosamente a la galera de las deudas públicas. Sin entender cómo les ha sucedido, los dadores se ven implicados en una comunidad de destino de nuevo cuño. Desde ya mismo constituyen un grupo de deuda colectiva que mañana y hasta su último aliento pagará por lo que les cargan los eliminadores de los ciudadanos de hoy. Y no se diga que la política actual ya no tiene imaginación. Todavía hay una utopía para nuestra comunidad: si la suerte está de nuestro lado y todos hacen todo lo que está en su poder, al final se conseguirá incluso lo imposible, evitar la bancarrota del Estado. Desde ahora ella es la estrella roja en el cielo vespertino de la democracia.

Desde la crisis financiera, aparecida en 2008, innumerables comentarios han evocado la peligrosidad de la especulación en los mercados financieros. Pero nunca se habló de la más peligrosa de las especulaciones: la mayoría de los Estados actuales especulan, sin dejarse escarmentar por crisis alguna, con la pasividad de los ciudadanos. Los gobiernos occidentales apuestan porque la mayoría de sus ciudadanos sigan decidiéndose por el entretenimiento; los orientales apuestan por la inquebrantable efectividad de la represión abierta. No hace falta ser profeta para imaginar en qué medida el futuro estará determinado por la competencia entre el modo euro-americano y el chino de exclusión o eliminación de los ciudadanos. Ambos procederes parten de que si se sigue contando con una alta pasividad de los ciudadanos se puede eludir el mandamiento ilustrado de la representación de la voluntad positiva y del buen saber hacer de los ciudadanos en la actuación del Estado. Hasta ahora esto ha funcionado sorprendentemente bien: incluso tras la fracasada conferencia climática mundial de Copenhague, en aquel fatal diciembre de 2009 los ciudadanos de Europa prefirieron dedicarse a sus compras navideñas más que a la política; prefirieron llegar a casa con bolsas llenas en lugar de embrear y emplumar, al menos simbólicamente, como hubieran merecido, a sus “representantes”, que volvieron con las manos vacías.

Aun sin dotes adivinatorias se puede saber: tales especulaciones reventarán más pronto o más tarde porque en la era de la civilización digital ningún gobierno del mundo está a salvo de la indignación de los ciudadanos. Cuando la ira hace bien su trabajo surgen nuevas arquitecturas de participación política. La postdemocracia, que está a la puerta, tendrá que esperar.

 

 

(Este texto forma parte del libro Fiscalidad voluntaria y responsabilidad ciudadana.
Aportaciones a un debate sobre la nueva fundamentación democrática de los impuestos, de Peter Sloterdijk, editado por Siruela)



[1] Este ensayo apareció en versión levemente recortada bajo el título “El orgullo herido. Sobre la exclusión de los ciudadanos en las democracias” en Der Spiegel (8 de noviembre de 2010, págs. 136-142).

La "eliminación" de los ciudadanos se refiere a su “exclusión” interesada de los asuntos y decisiones públicas por parte de los gobernantes, tanto en la época postrepublicana de Roma como en la postdemocrática de hoy: o sea, eliminación de las funciones del ciudadano esenciales tanto para la república como para la democracia. Este es el núcleo del artículo. Eliminación o exclusión, pues, de los ciudadanos: ambas cosas significa la palabra alemana “Bürgerausschaltung”. (N. del T.)

[2] El citado ministro, Guido Westerwelle, del Partido Liberal, aliado de la cristianodemócrata Merkel hasta las elecciones de octubre de 2013, muy controvertido y un tanto hazmerreír en Alemania en ocasiones. (N. del T.)

[3] Sloterdijk utiliza siempre la palabra “orgullo” (“Stolz”) en el sentido que deja entrever al final (lo subrayado) esta mala definición del DRAE: “Arrogancia, vanidad, exceso de estimación propia, que a veces es disimulable por nacer de causas nobles y virtuosas”. Queda claro arriba, cuando Sloterdijk habla de la reducción de la superbia real de los Tarquinios al marco un sentimiento positivo y productivo de soberbia republicana, que lleva a buscar consideración social por méritos propios de superación de sí mismo y excelencia de vida. Y lo asimila al espectro semántico del thymós griego, fuerza de vida, un ánimo fuerte, pasional y socialmente evaluable. Mortal e intrascendente frente a la psyché, emocional frente a la intelecciones del nous. Uno de los tres aspectos de la personalidad, pues, que rigen la vida del hombre en Grecia, que en caso de duda siempre es regida en último término por los dioses. Orgullo es, pues, sentimiento de excelencia personal por la vida de esfuerzo y rendimiento que se lleva y espera de reconocimiento social por ello. Es el sentimiento general del rendidor o Leistungsträger, que solo pueden satisfacer impuestos voluntarios, no obligados, que se consideren además como donaciones, no deudas. Se entiende. (N. del T.)

[4] Cfr. el libro origen del concepto, Post-Democracy , de Colin Crouch (cast.: Taurus, Madrid, 2004). Un sistema político en el que van degenerando las democracias participativas occidentales en el que lo que importa no es la participación de los ciudadanos sino simplemente los resultados, con tal de que sirvan, eso sí, al menos, al bien común y satisfagan la justicia distributiva. Todo ello se determina y regula no en procesos democráticos sino en procedimientos administrativos. Los representantes elegidos traspasan para ello sus competencias, y con ello su responsabilidad, a expertos, comisiones y consultorías económicas, etc. El humus político actual de la eliminación del ciudadano, por una parte, y de su indignación, por otra, de que habla Sloterdijk. (N. del T.)

[5] En carnaval irónicamente y empáticamente en los duros discursos típicos del Miércoles de Ceniza político en Alemania. (N. del T.)

[6] Acoso psicológico en el trabajo. (N. del T.)

 

Escrito en Lecturas Turia por Peter Sloterdijk

Soledad Puértolas: la vida sobre el papel

8 de julio de 2015 09:18:00 CEST

Escribir es una tarea que separa de la vida. “A través de la memoria del pasado y de la indagación en lo que somos, salimos de nosotros mismos y nos hacemos otros”. Lo pronuncia una suma de personalidades que responde al nombre de Soledad Puértolas. Espero que sus recuerdos, convertidos en los de otra persona, den salida a este callejón inicial, que no es sino el patio interior de su casa de Pozuelo. Amplio, de reminiscencias árabes, con azulejos diríase que a juego con las baldosas. Se trata de un espacio abierto, como los que le gustan a ella, con un lucernario por el que penetra de golpe el estío. Unas puertas acristaladas abren el paso a otras estancias y escaleras a través de las que se adivinan paredes en las que sobresalen libros y cuelgan fotografías. Entre ellas la que va en la portada del tomo primero de sus Obras escogidas, publicado por Anagrama en febrero de 2011. Sus dos perros, a los que trata de meter en cintura después de haber mimado, son testigos durmientes de la conversación.

-La biografía se entremezcla en su discurso narrativo. ¿Le ha coartado alguna vez el pudor al transformar la experiencia personal en literatura?

-Más que el pudor, que puede, el respeto a las personas implicadas en mi biografía. Te puedes transformar en personaje de ficción y llegar a acuerdos contigo, pero debes mantener respeto con las personas cercanas que no los han firmado.

-¿Diferencia entre personas vivas y muertas?

-Sí, en el momento en que las personas desaparecen también podemos suscribir acuerdos.

-La intimidad, entonces, no se ve afectada mientras no toque a terceras personas.

-Efectivamente. Los pactos internos deben están claros, ellos te dirán qué puedes usar. Los personajes no dejan de estar interpuestos. Incluso cuando hablas de tus propias experiencias, no las revives, son una recreación, son reproducciones literarias. La intimidad verdadera queda a salvo por medio de la distancia.

-¿Cómo trabaja con la memoria? Reconoce que la imaginación trastoca el recuerdo de las cosas.

-La memoria es un extraño archivo. El recuerdo se produce desde el presente y nunca es puro. Es la reelaboración de datos que van cambiando con cada uno y con la percepción que de nosotros tenemos y de nuestra propia vida. En esa reelaboración, los recuerdos se viven transformados.

-Su estilo es sobrio. A través de él logra que se entienda a la primera lo que quiere contar. ¿La claridad tiene que ver con la precisión?

-Quiero que se me entienda y, por eso, la primera que necesita aclararse soy yo. Si tengo la idea confusa no la puedo expresar. El proceso es de clarificación es simultaneo y la claridad de mis novelas tiene que ver con la mía propia.

-No abundan las descripciones en lo que escribe, sin embargo crea espacios comprensibles, ¿qué teclas del estilo aprieta para conseguirlo?

-Ésa que menciona es una gran dificultad. La descripción demorada y tediosa me abruma. No soy persona que se fije en detalles, no lo he alimentado nunca. Sin embargo, los escenarios son enormemente importantes para mí. El reto lo planteo en ese punto: otorgo valor a los espacios y luego no sé describirlos porque ni estoy interesada ni dotada.

-¿Qué personas fueron clave en que escribiera, aparte de usted misma? Se recuerda haciéndolo desde que tiene memoria[1], aunque no se lo planteó de un modo profesional hasta que Arturo Serrano-Plaja casi se lo ordena. En segundo lugar, no sé si llega a existir una monja que conmina a no desperdiciar el talento en cosas que no sean la escritura a un personaje que ignoro si, en ese punto tiene, que ver consigo.

--Ríe- Sí, esa monja está bien vista, la saqué en Cielo nocturno. Era una mujer que me hablaba de la belleza y de la necesidad de no dilapidar los talentos concedidos. La tenían un poco apartada porque era demasiado lúcida. Yo no sé cuándo empiezo a enseñar lo que escribo, pero siempre que lo hice obtuve una valoración positiva. Apoyos puntuales, me refiero, no un clamor. En el colegio de monjas se daba importancia a la expresión escrita, estaban los ejercicios de estilo y de redacción. Tengo la impresión de que siempre me han valorado más fuera de casa que dentro, lo cual es importante porque te enseña un camino de salida. Yo era una niña comunicativa, pero cerrada, bastante observadora, y no encontraba mi lugar fácilmente. Serrano-Plaja llegó mucho más tarde.

-En esos inicios Hammet y Chandler le ayudaron a encontrar el tono. Sin embargo, rápidamente se separó de cualquier remisión a la novela negra.

-Yo no estoy dotada para el crimen. Me asusta lo policiaco, no me gusta pensar que alguien muere por mi causa, que es lo que sucede en ese tipo de novela: el autor es el criminal. Para el tono de El bandido doblemente armado –había escrito antes otras novelas que no encontraron publicación- esos escritores sí me ayudaron. Necesitaba encontrar distancia al escribir y la distancia en la figura del detective es muy parecida a la del narrador. El detective privado vigila las vidas de los demás y las transcribe, que es más o menos lo que hacen los narradores. Chandler, Hammet y, también Salinger, me situaron en el lugar donde quería estar. Pero la novela policiaca, en realidad, nunca me interesó. Lo que me llamaba es otro tipo de misterio, más profundo, más disperso, más imposible de localizar.

Conviene localizar el prólogo de La vida oculta. En él pronuncia: “Espía, observador secreto, el novelista va creando silenciosa, sigilosamente, la vida sobre el papel y lo cierto es que no da muestras de ello en su propia vida: parece un ciudadano como los demás”.

-Su obra es cosmopolita, con frecuencia recoge un paisaje transnacional. En Compañeras de viaje hay hasta ocho países circulando. Sin embargo, no le apasiona viajar[2].

-Me asusta y me cansa. Soy consciente de lo que comporta: los tiempos perdidos, en los que el tiempo transcurre, inestable, sin puntos de apoyo. Dejar la casa, ir a la estación, al aeropuerto, llegar al destino... El aprendizaje consiste en hacer que el trayecto tenga sentido en sí mismo.

-¿En la ciudad se encuentra a salvo?

-Las ciudades me pueden perturbar también porque, como escritora, estoy obsesionada con las coordenadas espacio-tiempo y, en el momento en que éstas cambian -en cualquier trayecto urbano- me encuentro sin lugar. Y mis personajes comparten mis vivencias, sean de dolor o de alegría.

-Afectan, pues, a su escritura.

-No, a eso no. La vivencia está ahí, pero yo puedo escribir en cualquier parte.

-No tarda en recuperarse.

-En absoluto. Tengo capacidad para escribir en cualquier sitio. Voy a un hotel y puedo escribir. Lo mismo, en trenes y aviones. Para protegerme del mundo exterior, creo espacios fuertes, y ellos son transportables al lugar en el que me encuentre o hacia el que vaya.

-El dolor y la enfermedad –física, mental y moral- es otro terreno que visita. Hasta el punto de convertirlos en “símbolo de las debilidades humanas y sus limitaciones” y ser causa de inutilidad[3]. Se perciben como algo irremediable, por lo que hay que pasar y nos rodea.

-La enfermedad es una condición del ser humano. Aunque muchas veces oigamos que vivimos en la salud, somos seres delicados y enfermos. Convivir con ella nos recuerda nuestra transitoriedad, nuestra mortalidad, tan perturbadora que tratamos de ignorarla. Creo que la literatura debe tratar la enfermedad, el dolor y las limitaciones.

-Y entre los caminos que conducen a la enfermedad, el amor. En Si al atardecer llegara el mensajero, usted expresa que, aun sabiendo de antemano que puede terminar en cualquier momento, cuando finaliza, es capaz de abocarnos a la locura, como, de hecho, le sucede a la protagonista de Cielo nocturno. Aquí parece que rebaja la expectativa y termina concluyendo que el amor consiste simplemente en ser entendido… que no es poco.

-Aceptar el desamor, y el final del sufrimiento que éste provoca, es únicamente posible a base de tiempo. Sin él no hay recuperación. Hasta que no sientes que algo ha acabado, no sabes que puede acabar: la vivencia va unida a las sensaciones. Intuimos que el dolor tiene fin, pero, ¿qué quiere decir fin antes de producirse?

La explicación guarda sintonía con la enseñanza plasmada en Pauline, René y Lilly, protagonistas de Burdeos, que aprenden que la vida se reduce a tiempo y la única salida para superar los reveses, los problemas cotidianos, las incapacidades es la lucha contra uno mismo. “Luchar nos da la medida de nuestro deseo”, ha escrito.

-Dijo Fernando Lázaro Carreter de usted que no aspira a deslumbrar con el estilo, sino a contar “historias de amor perdido divinamente”[4]. Las hay que sufren desgaste, que se ven visitadas por un amor fugaz… Pocas parejas felices hay en sus novelas.

-Esa apreciación valdría para toda exploración literaria, no creo que exista novela que se plantee temas de fondo y verse sólo de la felicidad. Quitando las de Jane Austen, que acaban en boda… y hasta que llega la boda, los protagonistas sufren también.

-¿Puede que, en el mayor número de casos, -se- refleje la agitación del enamoramiento más que el amor?

-Claro, porque el amor, como concepto, es inaprensible. El amor o no se puede definir, o cada uno lo hace a su manera. Es tan ambicioso como vago: puede ser divino o humano, que dure un mes o que dure toda la vida.  Carver se pregunta de qué hablamos cuando hablamos de amor[5]. El enamoramiento es muchísimo más manejable: pasión, flechazo, la absorción de la identidad de otro.

-Hay un denominador común en sus personajes: la disposición a la aventura, particularmente evidente en Días del Arenal y en su reciente Compañeras de viaje. ¿Se trata de una visión práctica de las emociones, influida por el mundo interior de cada uno o la realidad se impone y, resultando todo finito, hay que estar abierto a nuevos paisajes?

-Más bien lo segundo. Mis personajes acaban considerando positiva la apertura. El azar permite la entrada de nuevas personas en la vida. Que la experiencia no esté cerrada a nadie es un ingrediente fundamental en mis libros y una de las redes que sostienen a mis personajes. Puede ser una aventura o puede no ser nada, una persona con la que hablas un momento, como en ‘Hablando con desconocidos’[6], donde una señora sentada en el banco de un parque se pone a hablar con un chico que le pide fuego. Necesita alguien que la escuche, las cosas no suceden porque sí.

-En ese cuento que menciona, la protagonista, Gracia, sale mirando por la ventana, como huyendo de casa, fuera de la cual encuentra la alegría. Lo que encaja con lo que leemos en Recuerdos de otra persona a propósito de los bloques de viviendas y de las casas. “Todo lo muy terminado, muy pensado o muy lustrado me agobia un poco”. Por eso, las terrazas le parecen liberadoras –como cabría interpretar de las ventanas en ‘Hablando con desconocidos’-. Parece que está hablando del amor.

-Es verdad, hablo de una cosa y de la otra: de los edificios y de las personas. No creo en la perfección y, además, me escama oír hablar de ella. Una relación perfecta entre dos personas me parece inverosímil. Se podría hablar de sintonía, pero la perfección es demasiado redonda e impenetrable, escapa a las relaciones humanas. La terraza sería la imperfección necesaria.

-En ese mismo libro, unas páginas antes, comenta: “Puede que lo que se está haciendo nos pertenezca más que lo hecho y terminado. Está más lleno de posibilidades y sueños. Lo terminado lleva en su seno la renuncia y la frustración”. Y remata. “Sueños aún deshabitados, pero reales, haciéndose”. Lo que encaja con los pensamientos de Estrella en Si al atardecer llegara el mensajero: “El amor me gusta más antes que después. Al cabo de los días empiezo a notar la decepción. La culpa no la tienen ellos, los hombres, porque me pasa siempre (…) La ilusión se había evaporado”. ¿No es injusto, igualmente, para ellos y para ella?

-Algo tendrá de injusto, no digo que no. El comienzo que me ha leído se refiere a las casas y a todo proyecto personal, claro; lo que le pasa a Estrella es que no habla de amor, sino de enamoramiento. El amor, tiene razón, seguramente no lo he planteado en mis novelas salvo en estos extractos. El enamoramiento es puntual; el amor, no, el amor siempre se está haciendo, en la convivencia, en la confianza, a través del entendimiento mutuo. Lo mejor del amor es que nunca está acabado.

-Tiene personajes que no cesan de preguntarse si es mejor conocer la verdad… aunque acabamos de ver que ni conocer la fragilidad del amor nos previene de sufrir por él cuando termina. ¿Cabe ser feliz e ignorante al tiempo?, ¿se puede dar el bienestar sin conocer? ¿Qué opina la autora?

-Yo también me pregunto esas cosas –rompe a reír-. La ignorancia es un alivio que libra a las personas de elucubrar, pero no es el estado ideal. Ahora, yo distinguiría.  Hay una ignorancia voluntaria, en la que uno renuncia, y otra frustrante, cuando alguien te prohíbe. La primera es un acto de decisión personal y tiene algo de heroísmo. Contra la segunda, impedir el acceso al Libro de la sabiduría, me rebelo.

-En si Al atardecer…  se habla también de investigar qué fue de las personas amadas después de haberlas perdido. Hay un personaje que baja del cielo con esa misión. Ahora esto no funcionaría: las redes sociales permiten romper con una persona y seguir estando al corriente. ¿Qué le parece una sociedad hipercomunicada, en la que todo parece tan masticado, y tan volcada hacia fuera?

-Es verdad. Debemos preguntamos, y es un reto que debemos ir asumiendo, qué se pierde con tanta comunicación. Para empezar, la calma. Hay demasiadas palabras en el aire. Las comunicaciones de Twitter, Myspace, Youtube, Tuenti, Facebook, de los blogs, están constantemente dando fe de lo que la gente hace, pero ¿qué alma tienen? Quizá no todo sea comunicable y estemos perdiendo la valoración de lo que no se debe tratar, sobre todo, en público. La técnica nos ha propiciado una manera de relacionarnos fácil, barata, enfebrecida, seguramente enfermiza, y nos ha convencido de que tenemos que usarla.

-La dificultad para comunicarnos las personas excede la pareja y las redes sociales. La encontramos también habitando en la familia, una institución a la que nunca se termina de conocer y que no escapa de la crítica. Así, el tío rico de Todos mienten -1988-, que manda dinero desde el continente americano, veinte años después[7] descubrimos que nunca existió. Fue una invención para justificar unos ingresos opacos del padre. La afectada se manifiesta contra la corrupción familiar y rompe lazos: “Me enteré el año pasado (…) Me fui de casa. No quiero saber nada de ellos”.

-Tiene razón, se trata del mismo hombre. La familia es una organización tan compleja, con tantos roles asumidos, que es tentador examinar qué hay tras el papel que cada miembro asume. Cuánta buena voluntad malinterpretada, pero, también cuánta impostura. Silencios, traiciones y actitudes que merecen la censura.

-No ha de ser intocable.

-Nada es intocable.

-¿Qué papel juega, dentro de la familia, el padre? En varios libros la relación con él es tortuosa, ¿cabe ser de otro modo?

-No sé si cabe, pero las relaciones padre-hijo y madre-hija parten de presupuestos muy distintos y en ese punto de partida está el primer enfrentamiento. Los padres dan la vida y son los cuidadores y los hijos están condenados a rebelarse y a elegir su propio camino. De esa relación conflictiva guardamos mitos e historias a lo largo de siglos. Cada época añade matices, pero la relación nace muy desigual y, como tal, estará condicionada a pasar por grandes pruebas.

-Dificultades en el modo de vivir en sociedad, de habitar las ciudades, de relacionarnos por internet, dificultades con la pareja, con la familia, con el padre… También discutimos con nosotros mismos. Hay varios pasajes, que podrían tener su cénit en el relato ‘Espejos’[8], en los que la protagonista manifiesta extrañeza respecto de sí misma. ¿Hay varias personas en cada persona?, ¿por qué nos desconocemos?

-Nos vamos desconociendo a medida que la vida pasa. Conviene admitir que tenemos zonas oscuras y llegará un punto en que estemos esperando descubrirlas. Nuestra educación la hemos recibido para que nos reconozcamos dentro de una coherencia lineal, lo que pasa es que las categorías palidecen según nos alejamos de los núcleos vitales. Y no tiene por qué ser malo, al revés.

-Pero el volumen se cierra con un cuento[9] en el que la protagonista se declara “deshabitada” y “desfallecida” al comprender: “Por primera vez yo era una desconocida para mí”.

-Claro, la joven está viviendo en Noruega y un día se pregunta qué hago aquí. La primera vez que no entendemos nuestro comportamiento o qué pintamos en un sitio es inquietante. Rápidamente deducimos que nos hemos equivocado. Luego nos damos cuenta de que sin decisiones que nos descolocan, siempre seríamo la misma persona, esto es, no habríamos salido del nido. Los momentos de desconocimiento nos dan idea de las muchas personas que somos. En la dualidad entre Heráclito y Parménides, yo soy heraclitiana. El cambio permanente me alivia.

-Y, en ese cambio permanente, ¿no están la ansiedad y la desorientación, de las que hablábamos al comienzo, trastocando el espacio-tiempo? ¿Se puede tener equilibrio en el movimiento?

--se pone seria- Ése es el reto. A mis personajes, en general, les alivia el movimiento. A mí no, intento aprender de ellos. Ellos parten de la angustia que supone ignorar si van a ser capaces de salir de sí mismos. Depende de dónde sitúes el peso. Si estuvieran angustiados por el cambio, buscarían la unidad. Personalmente, me siento identificada con una novela en la que Peter Handke habla de sus padres y, en un punto, el personaje-hijo pregunta, rotundo: “¿Te sigue pasando que te quedas quieto y crees que el tiempo no va a seguir?”. A lo que el padre responde: “Me pasa menos, pero todavía me pasa”. Me veo reflejada en la sensación de que el presente atrapa.

-De hecho, usted detiene el tiempo varias veces en sus novelas.

-Sí, porque a mí se me detiene el tiempo. Lo que me alivia es que la detención no me angustia y que luego puede reanudar su marcha.

-Pero se detiene, ¿en la vida cotidiana, pensando o escribiendo?

-Sobre todo, cuando escribo. Es maravilloso salir del tiempo y crear otro. Ahí no hay zozobras vitales. Son momentos casi pletóricos, de felicidad, en los que creo estar tocando aquello que me interesa mantener quieto durante unos instantes. En esa detención del tiempo voluntaria no hay angustia; en la vida, sí.

-De que en la vida hay momentos angustiosos da fe el modo en el que la presenta, reforzando la idea global de conflicto. La vida como un lugar incómodo, lleno de envidias, neurosis, penalidades. Sin embargo, usted no hace desaparecer a ningún personaje.

-Bueno, sí. Tengo un suicida en El bandido doblemente armado -1980-: Luigi; y, en Días del Arenal -1992-, a Herminia Oliver. Pero lleva razón en que, por lo general, mis personajes aguantan. Eso es lo que busco: la resistencia, la manera de poder todos, en los libros y en la vida, salir adelante. El suicidio es un recurso muy fácil, en seguida se acaba todo, no hay reto. Repito: me interesa encontrar estímulos que empujen a resistir.

-¿Porque la vida merece la pena?

-Ésa es la pregunta –ríe-. Por si acaso.

-Nada que ver, pese a la noción de esfuerzo, con el valle de lágrimas.

-Nada, el sufrimiento no me gusta nada.

-Aunque hay presencia de monjas inculpadoras y un mundo que sí cree en esa doctrina.

-Ese mundo y esas monjas están porque formaron parte de mi vida. Estuve doce años en un colegio religioso[10].

En Burdeos -1986-, Pauline acaba de sufrir un fracaso amoroso y piensa que no podría existir en la vida un momento de mayor desdicha. Sólo la fortaleza interior y el ejemplo de Rose le ayudarán a superarlo. Como salvavidas, “la cultura proporcionaba a Rose todas las emociones que la mayoría de las mujeres y de los hombres buscan en el amor. Había amado una vez con todas las consecuencias y comprendía el corazón de los hombres, pero había llegado a descubrir que únicamente el arte merecía la entrega del corazón. Sin estar capacitada para la creación artística, sabía valorarla”. Pauline y Rose Fouquet tienen una probada sensibilidad. En Compañeras de viaje leemos una especie de silogismo: “Vivir y amar. Vivir y sufrir, si es preciso”. ¿Vivir sería amar y amar, sufrir?, ¿vivir es sufrir? En Cielo nocturno se adivina cierto misticismo y todo un debate sobre la insatisfacción del alma en Si al atardecer llegara el mensajero, donde, por otra parte, se reconoce que el amor humano “no se contenta con la posesión y el disfrute del cuerpo del otro, sino que ansía alcanzar su alma”. En la misma novela se presenta la persecución de la belleza como un modo de vivir privilegiado en el que el talento artístico “tiende hacia lo divino”. Al comienzo, encontramos a Lucía, quien fantasea con retirarse a un convento. Quien sí se recluyó allí, esta vez en la vida real, fue una doncella que vivía con su abuela materna, a su muerte.

-¿Quizá de la suma de todo lo hablado hasta ahora surja la tentación de la vida retirada, enfocada al lado espiritual, donde ya no cabe el deseo?

-Nadie me lo había preguntado, pero sí, hay una serie de personajes que piensan que es mejor apartarse de la vida. Me interesa la verdad poética que hay detrás de algunas cosas y de algunas personas. Dan sentido a la vida. Mis personajes también sienten un poco la curiosidad y salen de la vida, aunque luego vuelven. Necesitan presente la posibilidad de salir.

Una salida al laberinto sería la belleza, que nos eleva con un soplo de inmortalidad sobre el día a día, y otra parece que serían las ideas. ¿Se puede entender la ideología como horizonte de sensibilidad en oposición a la represión de la educación católica? “La revolución rusa como si fuera una asignatura pendiente, esencial, que hubiéramos debido estudiar junto a las matemáticas, la gramática, las ciencias naturales y todo lo demás”[11].

-El compromiso afecta hasta a los estudios, escogiendo, además de Periodismo y Económicas, Ciencias Políticas.

-¿En mi caso o en las novelas?

-En los dos.

-Sí, pero hay más factores que influyen. Por ejemplo, que la sede de Políticas estaba en el centro, en la vieja facultad de San Bernardo y eso para mí era importante, ya que me podía desplazar a pie…

-… lo explica en ‘Paseos por Madrid’[12].

-Cierto, y cuento que pasaba las mañanas en la hemeroteca, preparando mi tesis sobre el Madrid de Pío Baroja.

-De La lucha por la vida, concretamente. De nuevo, la idea de adaptarse y superar los conflictos.

-Pues sí, se ve que desde el principio tuve claro dónde mirar, ¿no?... Como le digo, había muchos factores. También estaba que lo previsible en mí era una carrera de científica después del bachillerato que hice. Y por esa extraña manera que tengo de hacer lo contrario de lo que de mí se espera, hice Políticas. Hay muchas incoherencias en mi vida, por fortuna, todo no se puede explicar.

En otro cuento del mismo libro, ‘Pamplona’, la vida “nos espera para irnos dando datos y noticias y hacernos acumular engañosa sabiduría”. Aunque: “Si ya lo supiéramos todo, si no necesitáramos nada, ¿qué nos empujaría a escribir?”. Todo no se puede explicar y de ahí la literatura.

En 1993 publica una obra clave: La vida oculta, merecedora del premio Anagrama de Ensayo. En el prólogo comenta: “No importa tanto en qué consiste la belleza ni quién le haya dado la oportunidad de contemplarla, sino el hecho de haberla descubierto y vivido”. La obra mereció el premio Anagrama de Ensayo. En el segundo capítulo, la autora advierte de que no se debe confundir la vida con la literatura. “Sin embargo, de una forma profunda, es casi para mí imposible deslindar la vida de la literatura”. Seis años más tarde ganará el Planeta con Queda la noche, una novela con otra protagonista viajera que le costó terminar. La idea subyacente, coherente en su obra: nada está completamente terminado, siempre hay vida esperando ser vivida. Muchas veces el azar, no conforme con reordenar lo conocido, se convierte en emisario de la sorpresa. A propósito del galardón, Soledad Puértolas dijo que, si bien, parte de la elite cultural entiende que el prestigio debe ser minoritario, a ella no le afectó negativamente el premio.

-Junto a las lecturas políticas, imagino las literarias. Hay referencias, en entrevistas que le han hecho y en novelas que ha escrito, sobre cómo y cuándo arranca a escribir, a partir de encontrar productivas la soledad y la intimidad en su habitación. Pero no he leído nada acerca de que hubiera un ambiente libresco en casa.

-Es verdad que no había un ambiente claro. Pero en casa de mi abuela de Zaragoza sí había muchos libros y mi padre los heredó. Era una familia culta y recuerdo que allí, sí, se leía. Somerset Maugham, Ayn Rand, la literatura de aquella época... Pero es cierto que en casa no insistía nadie en los beneficios de la lectura, seguramente porque no hacía falta: éramos unas niñas aplicadas, que sacaban buenas notas y la literatura ya flotaba, ella sola, en el ambiente. Tampoco diré que la familia valorara la cultura por encima de todo. Soy reluctante a que te obliguen a leer, más partidaria de que la afición se dé de un modo natural, no demasiado intelectual.

 

Está terminando la conversación y el entrevistador se ha prevenido de caer en preguntas que, sabe, molestan a la autora. Al menos, no ha preguntado cuándo empezó a escribir. Ella misma realizó estas mismas funciones para una radio y llegó a entrevistar a Manuel Mujica Láinez. Se fue al hotel El Prado, en Madrid, cargada con un magnetofón. Su marido se hizo pasar por técnico de sonido y, al acabar, declaró: “No lo has leído, lo ha notado”. Es una de las anécdotas. De aquella experiencia salió el cuento ‘La indiferencia de Eva’, en el que Eva es la entrevistadora ideal que todo lo sabe de sus personajes.

Soledad Puértolas comenta que incluso “las preguntas que buscan sorprender ya han sido, por lo común, hechas” y admite aguantar con estoicismo los coloquios y las entrevistas. Sin embargo, en una ocasión[13], confiesa haberse quedado callada unos segundos, sin acertar a contestar. Le inquirieron si alguna obra se le había resistido, si estaba a la espera de conocer algo para poder escribirla. El suceso data de 1995[14]. “Yo me encontraba en ese momento un poco perdida en una novela. La había empezado con fuerzas, llena de ideas y esperanzas, tenía al personaje dentro de mí y sabía qué relación tenía con él –con ella, se trataba de una mujer- y sabía por qué caminos iba a aventurarse. Pero el panorama se me había ensombrecido y no sabía qué hacer, lo que sentía era exactamente eso que el periodista me acababa de preguntar. Tenía que esperar, me faltaba un dato, tenía que aprender algo”. Ese algo, según ella misma confesó, guardaba relación con el paso del tiempo. “Mi personaje envejecía y yo no sabía nada de la vejez, qué emociones, qué esperanzas podían concebirse desde allí”.

Seguramente acierta cuando formula que muchas de las preguntas hechas a lo largo de la vida “esconden una intención, están destinadas a probar tal o cual cosa, no están dirigidas a obtener una respuesta, a desvelar una verdad, son el vehículo de otra pregunta, mucho más profunda y vaga, esconden el interés, la curiosidad por lo que somos”. En este caso sin el menor grado de acritud, llana curiosidad, faltaba saber el presente de aquella novela que no pudo escribir, que se le resistió, si consiguió poner en pie algo o la descartó definitivamente. Sorprendida, afirma: “Estoy en ella, y tengo dos más. Pero ésa a la que te refieres la tengo encauzada. Había cosas con muy buen planteamiento. Me reencontré con ella hace poco y me asombró que la hubiera dejado. Estaba en un fondo perdido de mi ordenador. Pensaba que la había perdido, por lo que me llevé una sorpresa. La idea es buena, no sé, me debí de sentir sin fuerzas. Pero, por fortuna, ahora no me he bloqueado. Confío en el azar, está reposando y dando vueltas en la cabeza y, antes de fin de año, me habré puesto a terminarla.

-Vamos terminando nosotros también. Lleva un año en la Academia Española. Uno piensa en Manuel Seco, José Luis Sampedro, Martín de Riquer, ¿es una institución más honorífica o de trabajo?

-Se trabaja y se trabaja con seriedad. Particularmente, salir de casa para hablar de las palabras me parece maravilloso. Tratamos de actualizar su significado, trayéndolo al presente. ¿Un ejemplo?: realidad. No está tan claro hoy qué queremos decir con este concepto: hay desde una supuesta realidad a la virtual pasando por la visible, etcétera.

-¿Le ha condicionado el nombramiento la escritura?

-Me ha hecho reflexionar más sobre las palabras, no sé en qué medida me puede afectar, me gustaría que no demasiado. El respeto por la palabra es un peso para el escritor. Espero guardar siempre una pizca de irreverencia o, de lo contrario, no podría escribir.

-Naipaul acaba de soltar que las mujeres escriben peor que los hombres. ¿Qué opinión le merece?

-No me parece una manifestación propia de un escritor, más bien de un sociólogo de baja estofa. Me han dicho que tiene mal humor, ese día estaría enfadado.

Y ríe por última vez. Hay cosas mejores en que pensar. Por ejemplo, esos personajes desdoblados en los que ella es y no es; o escribir, en la tarea minuciosa de separarse de la vida. Como dice Fernando Pessoa, uno de sus autores predilectos: “Si no me quiero encontrar, / ¿querré que me halléis vosotros?”.



[1] Antón Castro.

[2] En una entrevista publicada en 1994 –y realizada en 1989- en Veneno en la boca, recopilación de Antón Castro.

[3] Si al atardecer llegara el mensajero.

[4] Abc Literario, 3 de abril de 1992.

[5] Obra original de 1981.

[6] Historia de un abrigo, novela hecha a base de relatos, de 2005.

[7] Cielo nocturno.

[8] Compañeras de viaje.

[9] ‘Otoño de 1968’.

[10] El 15 de julio de 2011 publica en El País un artículo sobre su ingreso, a los cuatro años, en el jardín de infancia.

[11] Cielo nocturno.

[12] Recuerdos de otra persona.

[13] Recopilado en La vida se mueve, El País Aguilar

[14] Revista Cruz Campo.

Escrito en Lecturas Turia por Fernando del Val

El artificio de la eternidad

5 de junio de 2015 13:46:50 CEST












El  artificio  de  la  eternidad

(a partir de dos versos de W.B. Yeats)

 

Un hombre anciano no es más que

un abrigo andrajoso sobre un bastón,

a menos

que las manos del alma

le dejen ir

a la eternidad.

No bastan para el viejo, no,

el mármol de los tiempos llenos

antiguamente,

ni la canción del día de sol

que una gramola del año

en que nació

repite por los bosques una y otra vez.

El bosque de la música ligera.

Tampoco basta.

Tampoco el verde vidrioso

de las hojas del árbol perenne,

ni el enjambre de las abejas en su tropel.

No hacen ruido bastante.

El alma del anciano necesita

más melodía.

La voz entera de algún amor no del todo acabado,

el estribillo de las promesas aún por cumplir,

y un argumento leve

de comedia

con un final abierto,

más que feliz.

 

Escrito en Lecturas Turia por Vicente Molina Foix

Tiene 86 años y una mirada teñida de azul que parece sobrevolar por encima de todo aquello en lo que se detiene. Si algo me emociona de Emilio Lledó es su capacidad para seguir haciéndose preguntas y para seguir manifestando sorpresa ante las cosas del mundo. Las palabras, las expresiones, son para él una incógnita permanente. Le gusta profundizar en los sentidos de las palabras, extraer esos sentidos del fondo de la tierra y sacarlos a la luz como frutos nuevos, porque de tanto usarlas las palabras se adormecen, pierden su brillo original, no vibran. Y hay que tocar sus cuerdas, sus sonidos, para hacerlas renacer. Emilio Lledó lo hace constantemente. Le gusta jugar con el lenguaje, inventar términos que le conduzcan a los senderos cristalinos de la comprensión, esos que no están pisoteados, que parecen esperar a que nuestras huellas se fijen en ellos por primera vez, cuando se abre la mañana y aún no hay sombras ni peligros al acecho. ¿Qué quiere decir esto? Es el interrogante que abre una y otra vez el filósofo. A partir de ahí empieza a caminar, parándose a contemplar los latidos de todo lo que es nombrado, la fisonomía de los árboles, las hojas que caen y que le resultan tan evocadoras, la gente que camina a su paso, las letras que llenan los espacios, los huecos de la existencia.

No deja de asombrarse Emilio Lledó ante la contemplación de las manos: las manos que tocan, que perciben, que se mueven, que nos conectan con el exterior y con los otros, al  tiempo que rozan suavemente las diversas texturas de las emociones. Este diálogo que aquí se despliega tuvo lugar en dos tiempos diferentes, en la primavera y el invierno de 2013, y en ambas ocasiones el autor de obras como El silencio de la escritura, La memoria del logos o La filosofía hoy, compartió el estimulante, enriquecedor, juego de inventar sus propias palabras. En ambas ocasiones se maravilló ante sus propias manos y las desplazó por la mesa tocando los lomos de los libros, la madera, con la conciencia de quien recibe un don que no ha de ser olvidado. En ambas ocasiones dejé su casa reconfortada por el encuentro con alguien que me hace creer en la buena vida, la vida vivida con entusiasmo, con intensidad, con pasión. Hay pasión en los ojos, en la manera de hablar, en los pasos ágiles, de este hombre lúcido cuyo secreto es la curiosidad, las ganas de seguir aprendiendo, el orgullo ante el trayecto recorrido y la actitud crítica: ese nunca darse por vencido, ese seguir defendiendo con ahínco las convicciones, esa rebeldía necesaria para decir no que nunca debe dormirse, aunque nos repitan una y otra vez que el “no” pertenece al territorio de los niños.

Los libros y la libertad (RBA), un abarcador compendio de artículos que funciona como un espejo múltiple donde se reflejan muchas de sus ideas y preocupaciones, es el último libro publicado de Lledó, pero es posible que muy pronto sus lectores podamos disfrutar de un nuevo ensayo en el que lleva trabajando largo tiempo sobre la amistad y el amor. De ello y de mucho más hablamos con calma durante dos mañanas: las horas transcurriendo raudas, la luz filtrándose por la ventana de un salón lleno de libros, esos libros amigos, compañeros, que en ocasiones, según dice, le hacen llegar la queja de no haber sido abiertos en mucho tiempo. Esa luz iba cambiando de posición y de forma, prodigiosa en su fugacidad, al hilo de las palabras.

- Son muchas las ideas, las reflexiones contenidas en Los libros y la libertad que me han resultado luminosas, pero hay una parte especialmente reveladora, la parte en la que hablas de las primeras lecturas, de aquel profesor, don Francisco, que te enseñó a “viajar a las realidades paralelas de las ficciones”. ¿Dónde está el niño Lledó? ¿Qué imágenes de la infancia, de la memoria, guardas en tu particular cofre de los tesoros?

- ¡Qué bonito es eso de particular cofre de los tesoros! Por supuesto que lo que uno ha vivido es el pequeño tesoro de la memoria. Lo he escrito ya muchas veces, podría decir que hasta la saciedad, pero sigo sin cansarme de decirlo. Somos memoria. Si empezáramos las mañanas en blanco sería terrible, sería la muerte del individuo, la muerte de la sociedad. A mí siempre me ha atraído mucho la Historia, la memoria histórica. Me interesa saber cómo fue mi país, qué ha pasado en mi país, incluso me interesa saber a qué país pertenezco y a qué país aspiro. Pero me has preguntado sobre mi infancia y debo decir que, aunque mi infancia transcurrió durante la Guerra Civil, yo fui un niño feliz. Un niño feliz a pesar de los bombardeos, a pesar de que por la noche dormíamos en la cueva de la casa, en el sótano, junto con otras familias que también colocaban allí sus colchones. Yo tendría entonces 9, 10, 11, años, y, pesar de la angustia y del hambre -hambre relativa entonces, porque la verdadera la pasé ya en Madrid, después de la guerra- fui un niño feliz porque tuve un maestro, un maestro que me abrió un horizonte amplio, nuevo .

- Da la impresión de que ese maestro está en el germen de lo que Emilio Lledó ha llegado a ser.

- Sí. Don Francisco fue fundamental para un muchacho que quería escapar de aquel horror. Ni yo ni los niños de mi edad teníamos conciencia del alcance de lo que estaba sucediendo, no lográbamos entender del todo el porqué de la Guerra Civil. Lo único que yo percibía era la sensación permanente de que la vida era peligrosa. Siempre había angustia, peligro a mi alrededor. Recuerdo que mi padre, que era militar y estaba destinado al Regimiento de Artillería Ligera de Vicálvaro, donde vivíamos, me trajo una vez a Madrid y ese día yo vi muertos en la Gran Vía. Sonaron las sirenas y me refugié en un portal, pero al salir me di cuenta del espanto, de toda aquella gente que no tuvo tiempo de protegerse... Sin embargo, repito, ese maestro consiguió hacerme feliz. Aún tengo su imagen clarísima: era un muchacho alto, no creo que tuviese más de 30 años, uno de esos maestros de la República, de las Misiones Pedagógicas. Nos hacía leer varias veces por semana unas páginas de distintos libros. Hubo muchas lecturas, pero yo recuerdo el Quijote porque ahí nació mi amor por una novela que he leído más de 12 veces. Ese maestro nos hablaba a niños de 10 años de sugerencias de lectura y esa frase no la he olvidado nunca. Era una frase que abría nuestras mentes. ¿Qué nos podía inspirar Don Quijote, a nuestra edad, en el caos aquel de la guerra? Pues allí, con nuestros lapiceros, nos poníamos a escribir sobre las sugerencias que nos despertaba don Miguel de Cervantes.

 

“El ser humano es lo que la educación hace de él”

- ¿Ese disfrute del aprendizaje, de la lectura, prosiguió en tu formación?

- No. Eso tan excepcional, esa sensación de felicidad, jamás se repitió en la universidad, ni siquiera en el bachillerato. Allí lo que hacía era aprender asignaturas, textos. Había profesores buenos, claro, y sería injusto si no dijese que en la universidad que yo padecí sobrenadaban algunas figuras, sobre todo los filólogos clásicos, que han sido la gran revolución de la cultura española de la posguerra. Ahí está la inmensa aportación de la Biblioteca Clásicos de Gredos, donde hay autores que no habían sido traducidos nunca. Yo me temo que dentro de 50 años, si siguen los planes de estudio así, no habrá nadie que sepa traducir griego o latín. Me apena esto y me apena pensar en la tradición triste, inquisitorial, que hemos padecido durante cuatro siglos, la repulsa a la libertad de conciencia. Al respecto hay una frase muy significativa en Don Quijote, la frase que el ex vecino Ricote, que fue expulsado porque era morisco, le dice a Sancho, con quien se encuentra cuando éste regresa de la Ínsula Barataria. Le dice algo así como que se había ido a Alemania porque allí la gente vivía como quería y porque en todas partes reinaba la libertad de conciencia. Siempre me sorprendió esa frase y más de una vez me he planteado de dónde sacó Cervantes esa idea típicamente luterana. Esa libertad de conciencia nos ha faltado en este país y don Francisco, mi maestro, en el fondo era un hombre que nos liberaba la conciencia, que nos hacía personas y nos daba libertad. Esa es la grandeza de la enseñanza. El ser humano es lo que la educación hace de él. Si a ti de pequeño te meten únicamente frases hechas en la cabeza; si te introducen lo que yo llamo grumos pringosos, ya no vas a poder pensar, ya no vas a poder ser libre, ni tener un espíritu creador, ni siquiera racional, dejando claro que en la enseñanza no sólo hay que cultivar la racionalidad. Otra de las cosas importantes que nos aportó ese maestro fue la educación de la sensibilidad. Nos animaba a pensar las palabras, a no asumirlas sin entenderlas. Sabía que sólo así podíamos salvarnos de la manipulación, de la agresividad a que conduce la falta de comprensión.

-  ¿A don Francisco le seguiste la pista?

- Desgraciadamente no supe nada de él, ni siquiera recuerdo su apellido. Para nosotros era simplemente don Francisco. Lo único que sé es que vivía en Madrid y que iba a Vicálvaro en los autobuses de la empresa Fausto Dones. Vicálvaro era entonces un pueblo, estaba al otro lado del cementerio del Este y había que tomar esos autobuses de línea, los mismos que yo empecé a coger años después para venirme a estudiar a Madrid, a un colegio que dependía del Instituto Cervantes y que estaba en la parada entre Manuel Becerra y Ventas.Tal vez por eso mis padres se vinieron a vivir a principios de los 40 a la calle Bocángel, que está por ahí. Me encantaba esa palabra, me llamaba la atención, me sugería imágenes: la boca del ángel, ¡qué bonito! Yo entonces no sabía que hacía referencia al poeta Gabriel Bocángel. Más tarde, en un libro mío, El surco del tiempo puse el final de uno de  sus sonetos.

- Tu padre fue republicano, soldado de la República. ¿Qué te enseñó? ¿Qué recuerdas de los años que viviste a su lado?

- Sí. Fue capitán de la República y una persona culta, pese a tener una educación básica. Le gustaba mucho la pintura, de ahí mi afición a dibujar. Después de la guerra se puso a trabajar de contable en una empresa y murió muy joven. De ese tiempo recuerdo la miseria y el hambre. Para mí la palabra hambre no es una metáfora. Desde los años 40 hasta casi el año que muere mi padre, en el 50, en mi familia lo pasamos muy mal. Fue una época muy dura. No había qué comer en el Madrid de esos años. La gente modesta, humilde, como éramos nosotros, lo tenía muy difícil, y por eso yo me marché en cuanto pude. Hice el Servicio Militar, acabé la carrera y me fui a Alemania sin saber alemán. Apenas podía traducirlo un poquito, pero quería huir de este país por encima de todo. Mi padre ya había muerto y mi madre se fue a Andalucía con su familia, una familia que sin ser de terratenientes tenía cierto nivel. Le debemos todo a un tío campesino, labrador, que la acogió en el pueblo sevillano de Espartinas. A mis dos hermanos pequeños los metieron en un internado y yo primero me quedé en Madrid, dando clases particulares hasta que conseguí una beca del Colegio Mayor Guadalupe. En cuanto acabé la carrera salí pitando, tan pitando que estuve diez años fuera.

 

“Alemania fue para mí un sueño de libertad”

- ¿Cómo fue el cambio, el impacto de llegar a un país, a una cultura totalmente diferente?

- Yo me fui con una carrera acabada, como un emigrante privilegiado, no con una beca, como dicen algunas biografías por ahí, sino gracias a lo que había ahorrado dando clases particulares. Quería seguir estudiando allí y repito que prácticamente no sabía alemán. Al principio me entendía en francés con mis profesores, entre los que estaban Karl Löwith, Otto Regenbogen, Hans-Georg Gadamer. Ellos me consiguieron una beca  y más tarde, cuando se estableció la Fundación Humboldt, yo fui uno de sus primeros becarios. Volví en el 55 a España a casarme con Montse, mi novia de toda la vida, que desde pequeñita hablaba alemán por el empeño de mi suegro, que era médico, en que sus hijas aprendiesen otros idiomas, y regresamos a Alemania en plan de estudiantes. Fueron seis años maravillosos los que pasamos allí, una explosión de vida, de libertad, de soñar, de descubrir en Heidelberg la universidad que yo intuía desde que don Francisco me abrió la puerta de las sugerencias. ¡Qué diferencia! Aquí yo me moría de aburrimiento, de tristeza. Con todo el respeto para algún profesor bueno que había, el sistema era horrible: asignaturas, exámenes, apuntes, los dichosos apuntes. El otro día vi en un periódico un anuncio de una universidad privada que prometía que sus estudiantes encontrarían trabajo en la empresa privada. Me acordé de un texto de Walter Benjamin en el que dice que obsesionar a los muchachos durante la carrera con colocarse es la muerte de la vida intelectual. ¡Por favor! Dejen a los jóvenes que trabajen con ilusión en lo que les guste; que sueñen esos cinco o seis años. No les corroan el ánimo a muchachos de 18 años con el cebo estúpido de una colocación en una empresa. Cuando yo me fui a Alemania para mí fue un sueño de libertad encontrarme con una universidad donde no había asignaturas, donde no había exámenes “cuadriculantes”, ni libros de texto que te tuvieras que aprender. Los profesores impartían cursos interesantísimos, recomendaban lecturas, y los alumnos trabajábamos a partir de ahí, preparábamos los exámenes de una forma personalizada.

- ¿La Alemania de Merkel no te ha decepcionado?

- Yo soy muy crítico con ciertos aspectos de la Alemania actual, con su manera de hacer política y de actuar sobre el resto de Europa. Ahí no  puedo defenderlos, pero sí es verdad, como me dicen mis hijos, que mitifico un poco la Alemania de la cultura, la Alemania de la universidad, de la enseñanza pública. Allí no hay colegios privados que puedan competir con los institutos de enseñanza media, institutos donde se cultiva la sensibilidad. Volví a percibir todo eso desde muy cerca ya de mayor, en el 88, cuando viví en Berlín invitado por el Instituto de Estudios Avanzados. Qué distinto todo a la “cuadritulez”, una de las enfermedades de la cultura, de la educación española.

 

“Leer es libertad, nos permite abrirnos a un universo nuevo”

- Nada indica que se vaya a cambiar el rumbo, todo lo contrario. El sistema educativo español va cada vez más encaminado en esa dirección.

- Sí. No hay forma de salir de la monstruosa educación deformadora de los exámenes permanentes. Siempre, desde que fui profesor, he combatido el asignaturismo, el “examineísmo”. Los exámenes tienen que convertirse en algo marginal, en un control. Está claro que el estudiante de medicina tiene que ser examinado para saber si realmente está preparado. Lo suyo es algo muy serio, están en juego las vidas de las personas. Podemos pensar que en Filosofía y Letras no es tan necesario, que no se te va a morir nadie, aunque a lo mejor sí, se te mueren de la cabeza (risas). Pero volviendo a lo central, esta idea del control permanente es una cosa inquisitorial, absolutamente inquisitorial, y por supuesto castrante, aniquilante, porque el conocimiento, el “bienser”, se educa desde la libertad y la libertad se educa desde el diálogo, desde la apertura del diálogo con los otros y sobre todo con los libros. La lectura es el ejemplo más clásico de la libertad de inteligencia, de pensamiento. Leer es libertad, nos permite salir de nosotros mismos, de nuestro entorno pequeñito, y abrirnos a un universo nuevo.

- La guerra, la dictadura, impulsó a  Emilio Lledó a huir a Alemania, ahora, tantos años después, muchos jóvenes se ven obligados a marchar al mismo lugar, pero no por una guerra sino porque aquí no hay trabajo ni futuro alguno.

- Que los jóvenes se marchen hoy me parece algo lamentable, insostenible, un fracaso de la organización de la sociedad. No se ha sabido crear industrias, ámbitos de trabajo. Por un lado nos dicen que no hay dinero para eso, y por el otro se jactan, cuando les conviene, de que somos una potencia industrial. ¿Qué ha pasado aquí? Lo único que se ha promovido ha sido el “boom” inmobiliario. A mí me duele muchísimo que los jóvenes se vayan. En mis tiempos teníamos esperanza. A pesar de la miseria de la dictadura teníamos la esperanza de que este país daría un salto alguna vez hacia algo mejor, pero actualmente se ha instalado la desesperanza. Yo volví en el año 62 de catedrático de instituto a Valladolid. Mi mujer y yo habíamos hecho oposiciones y logramos juntar las dos plazas en la misma ciudad. Ella era catedrática de alemán y yo de filosofía. Trabajé duro, hice seis oposiciones, de las cuales gané cuatro y perdí dos. No pedí nada a nadie. Si hay algo que no entiendo es esa obsesión de la gente ahora por subir, por obtener tal o cual nombramiento. Yo estaría muy triste si tuviera que pelear por un puesto, si tuviera que hacer movimientos extraños para conseguirlo.

- ¿Te has arrepentido alguna vez de haber vuelto?

- No. Nunca me he arrepentido, en absoluto. Yo quería trabajar en mi país, contribuir a su mejora. Tal vez era una idea romántica, pero decidimos volver por eso. Lo que pasa hoy es diferente. Los  jóvenes que se van han vivido ya en el mundo de la esperanza, en el mundo de la democracia, y es descorazonador que se tengan que ir por obligación, sin haberlo elegido. Digo todo esto con tristeza y me da pena que ahora se esté dando marcha atrás, porque, pese a todo, el país había progresado mucho desde la Transición. Mis padres eran de un pueblecito cerca de Sevilla, de Salteras. Era allí donde me mandaban todos los veranos para salvarme del hambre de Madrid, a casa de mi madrina Fernanda, que no tuvo hijos. Ese pueblo, donde en aquella época sólo estudiaban cinco o seis chicos, tiene hoy dos colegios públicos, un instituto de enseñanza media y una biblioteca pública municipal. [He aquí un inciso. Esa biblioteca lleva el nombre de Emilio Lledó. Con la discreción que le caracteriza me dice que no hace falta dar el dato, pero en este caso no le hago caso y añado, además, que hace poco asistió a un homenaje en el que los colegiales del pueblo le regalaron un libro elaborado con sus impresiones sobre la visita de ese señor filósofo con el que comparten orígenes. Un libro que Lledó guarda con cariño, como una joya.]

 

“No hay peor corrupción que la de la mente”

- El problema ahora es que la educación pública está siendo desmantelada.

- Sí, estamos viviendo una vuelta atrás, una regresión que es inconcebible. Me llama la atención que los políticos digan que tienen buena conciencia, responsabilidad. No basta con decir eso. Si tienen responsabilidad que la demuestren cortando este retroceso terrible e inaceptable de la educación y de la sanidad públicas. Es un retraso monstruoso. Me  cuesta mucho creer lo que se dice por ahí de que algunos ponen mucho interés en privatizar la sanidad porque familiares o amigos tienen intereses en lo privado. Si eso fuera verdad ese señor o señora tendría que dimitir automáticamente, dimitir política y también humanamente. Eso está por debajo de la dignidad. Aunque suene utópico, hay que ir hacia una auténtica regeneración y esa regeneración tiene que empezar en el coco. La verdadera revolución está en la cabeza. No hay peor corrupción que la de la mente; la económica va detrás. Hay un texto muy bonito de Aristóteles que dice que hay tres niveles en la vida humana: el nivel de la mente, el nivel del cuerpo, y el último, el más bajo, el de la economía, el del dinero. Qué duda cabe que el dinero es útil, importante, pero parémonos ahí, no olvidemos que es lo de menos.

- Pero sucede que se ha roto el orden, que el dinero se ha colocado arriba y ha pasado a ocupar el nivel superior.

- Exacto. Lo que dice Aristóteles es que cuando se coloca arriba, a la larga se hunde todo. Sólo las oligarquías sacan sus tajadas. A mí me escandaliza que un señor ministro de agricultura lo primero que haga cuando toma el poder es modificar la Ley de Costas. Una de las joyas que tiene nuestro país es el mar, la costa, las playas. Se habla del turismo, de la riqueza del turismo, pero se trata de una riqueza natural, por la que no hemos tenido que trabajar. El sol, el mar y las playas no son mérito nuestro. Nos lo han regalado y somos tan imbéciles que lo machacamos, lo corrompemos, lo hundimos. Este es un tema central sobre el que la sociedad tiene que tomar conciencia. No se puede admitir la mangancia de los políticos. Muchas veces no entiendo que se pueda votar a determinadas personas, a no ser que los que lo hagan asuman la corrupción, se enganchen a la chaqueta de esos corruptos a ver si obtienen algún beneficio.

- Hay un texto que se incluye en Los libros y la libertad que resulta especialmente revelador. Pertenece a La República de Platón y en él se dice que los gobernantes tienen que dar y no recibir. “Serán ellos, los políticos, a quienes no esté permitido tocar el oro ni la plata, ni entrar bajo el techo que cubran estos metales, ni llevarlos sobre sí, ni beber en recipientes fabricados con ellos. Si así proceden, se salvarán ellos y salvarán a la ciudad. Pero si adquieren tierras, casas, dinero, se convertirán de guardianes en administradores trapisondistas y de amigos de sus ciudadanos en odiosos déspotas”, advierte el pensador. ¿Ahora más que nunca tenemos que volver a los clásicos griegos, recuperar la filosofía, esa materia que no sale nada bien parada en los nuevos planes de estudios?

- Sin duda. Cuánta sabiduría hay en los clásicos. Platón dice que esos políticos se pasarán la vida odiando y siendo odiados, que se hundirán ellos y lo peor, hundirán a la ciudad a la que gobiernan. Yo pienso muchas veces, cuando escribo, qué quedará dentro de 20 o 30 años de esas palabras. Probablemente nada, tampoco importa. Pero qué maravilla estar tantos siglos en cartel como Platón, Aristóteles o don Miguel de Cervantes. Leerlos mucho tiempo después y deslumbrarte con ellos, con esto que decía Platón, con lo que escribió Aristóteles sobre la mano, para él como el alma, el instrumento de todos los instrumentos. “Pensamos y amamos porque tenemos manos”, decía.

 

“El libro es el recipiente donde reposa el tiempo”

- Las manos conducen la lectura, pasan las hojas, pero ese gesto se pierde en el territorio de lo digital. No había encontrado una manera tan lúcida de exponer la diferencia entre los dos modos de lectura que la que expone Emilio Lledó en uno de los capítulos de Los libros y la libertad. Cuando se abren las páginas de un libro se toma conciencia del tiempo y del espacio -“el libro es el recipiente donde reposa el tiempo”- mientras que en la lectura digital no se tiene referencias de las calles por donde andamos.

- Sí. Qué duda cabe que el mundo digital es todo un avance y que tiene virtudes estupendas. Qué duda cabe que en lo que respecta a la acumulación de datos, a las enciclopedias, a los diccionarios, puede resultar muy útil, pero la educación es otra cosa. La educación es sugerencia, amor a los libros, a estos objetos presentes que mis manos tocan. En “El surco del tiempo” yo dialogaba con Platón acerca de su idea de que lo real es la oralidad. Así es, pero hubo un momento en que alguien escribió y esa oralidad se asentó en el surco del tiempo. La oralidad es el presente, mientras hablamos compartimos un tiempo común, que nos acoge. Y por eso resulta maravilloso que yo pueda coger todos estos libros y dialogar con sus autores, no sólo con los clásicos, también con los modernos. Cuando yo pongo mis ojos en esos libros estoy dándoles vida a sus autores y recuperando un tiempo desaparecido. Eso es un prodigio. Los libros que he ido atesorando y que ahora me rodean son para mí como compañeros, tienen vida. Ahí está Kant, por ejemplo, que algunas veces se queja del tiempo que hace que no lo leo. Está claro que todos estos volúmenes podrían caber en un dispositivo electrónico, sin ocupar espacio alguno, como me dijo un amigo el otro día. Pues sí, pero eso ya es otra sensación, otro mundo, y, además, no podría concebir todas estas paredes vacías.  

- ¿Si tuvieras que elegir una época donde fuiste especialmente feliz, sería la de Alemania?

- Sí y sobre todo los seis años de Heidelberg que viví con Montse, mi compañera de vida. Trabajó desde el principio a mi lado. Fuimos dos colegas. Recuerdo que cuando volví casado con ella mis amigos alemanes se quedaron sorprendidos porque no respondía a los tópicos que ellos manejaban por entonces de las españolas: bajitas y con peineta. Se encontraron a una mujer guapísima, que con tacones era más alta que yo y que hablaba alemán de corrido. Vivimos como estudiantes, en un piso de alquilados. Sin duda fue una época inolvidable, feliz, como también la de los años de catedrático de instituto en Valladolid y la que pasé en Tenerife, en la universidad de La Laguna, a la que llegué cargado de entusiasmo. Después saqué la cátedra de Historia de la Filosofía y nos fuimos a Barcelona.

- ¿Se puede ser feliz a título individual viviendo en un presente tan detestable?

- Todos necesitamos un rincón de felicidad, de amistad, de cariño. Eso es tan esencial como comer para los seres humanos, pero hay momentos en los que no podemos regodearnos en la propia felicidad como señoritos satisfechos, momentos en los que se impone luchar por algo que ponga freno a la infelicidad que nos rodea. El otro día leía una noticia que no tiene que ver con la infelicidad sino con la falsa felicidad. Leía que hay un hotel en Kuwait que cuesta  unos 1.500 euros por día. Pero, ¿quién puede tener necesidad de eso, qué falsificación de la mente se produce ahí? Incluso el muy rico, al que no le importe gastar ese dinero... ¿Qué sociedad hemos creado donde eso sea posible?

- El tema de la felicidad siempre te ha interesado. Tienes un ensayo donde le das la vuelta, “Elogio de la infelicidad”. La editorial Errata Naturae acaba de publicar un libro sobre Epicuro donde se incluye un ensayo de Emilio Lledó, autor asimismo de una obra esencial para acercarse al clásico, El epicureísmo.

- A mí me ha preocupado, me ha interesado mucho, el tema de la felicidad; primero personalmente, porque uno arranca siempre de sí mismo y yo, como te decía antes, no tuve una infancia feliz desde el punto de vista social, económico, a consecuencia de la guerra, pero tuve la suerte de encontrarme con ese maestro que me hizo ver que con la lectura, con el pensar, con lo que un niño podía imaginar, era posible compensar las tristezas, las escaseces y pobrezas de aquellos tiempos. Independientemente de eso el tema de la felicidad me ha parecido siempre esencial porque los seres humanos tenemos derecho a un poquito de felicidad, a ir más allá de la pequeñez de nuestras pequeñas vidas. Para ser felices hay que partir del bienestar, hay que estar bien y para estar bien hay que tener una vivienda, no pasar hambre, tener solucionada la vida del cuerpo, que es lo que realmente somos. Pero después hay que aspirar al “bienser”, una palabra que no se utiliza y que nos vamos a inventar ahora, aquí.

- Epicuro hablaba de las necesidades básicas y exaltaba los placeres, pero hasta un punto.

- Efectivamente. En mi opinión, la gran revolución de Epicuro, cuyo pensamiento no podemos conocer en toda su amplitud porque gran parte del mismo no se conserva porque es muy posible que fuera ideológicamente machacado, fue el descubrimiento de la felicidad del cuerpo. Su consideración del goce, del placer del cuerpo, como un bien, fue un descubrimiento extraordinario que tendría que haber sido ordinario, normal. Pero al mismo tiempo era crítico con los excesos, sí. En un mundo de miseria, en un mundo duro, como era el mundo griego, es comprensible que tener se asociara a la felicidad: tener ánforas era asegurar la sed del futuro y tener vestidos era asegurar el frío. Pero ya entonces Epicuro hablaba de cosas que se creía que eran necesarias sin serlo, de las que se podía prescindir.

- El problema de los límites, ¿no? Tener hasta unos límites. Cuando se tienen cubiertas las necesidades básicas habría que ir hacia el “bien ser” del que hablábamos. ¿Es esa la revolución pendiente, la que tendrían que acometer los hombres y mujeres de este siglo XXI?

- Exacto. Y me gusta que recojamos esto del “bien ser”, que ni siquiera está establecido como término técnico, mientras que bienestar sí. Las sociedades del denominado Primer Mundo ofrecen muchísimo más de lo que se necesita. Y esto fue intuido por Epicuro. Necesitamos lo esencial, pero nada más. Necesitamos respirar, vivir, comer, tener una cama, un techo, y también necesitamos sentir, vivir, gozar el cuerpo, contemplar. El otro día, cuando estaba con mis nietas en el parque de Berlín, aquí en Madrid, hubo un leve soplo de aire, más fuerte de lo normal, y casi nos inundaron las hojas, la caída de las hojas. Había una belleza extraordinaria ahí, al percibir que todo eso iba a  explotar dentro de seis o siete meses con la llegada de la primavera. Entonces yo me acordé del diálogo entre Glauco y Diomedes en La Ilíada, el pasaje en el que se habla de la caída de las hojas y de su reverberación, igual que sucede con las caídas en desgracia y el volver a levantarse de los hombres, más allá de sus linajes. Yo me acordaba de este pasaje de La Ilíada viendo caer las hojas, mientras mis nietas las recogían felices. Era consciente, y lo digo ahora que ya tengo una cierta edad, una inciertísima edad, de cómo estamos sometidos a ese tiempo de la naturaleza. Eso es maravilloso en el fondo y hay que asumirlo, pero hay que asumirlo con bienestar, con decencia.

- Claro, pero cuando no se tiene para comer no hay espacio para pararse a ver caer las hojas de los árboles...

- Así es. ¿Cómo le vas tú a decir a un niño que está en África con hambre, o en cualquier otro sitio explotado, trabajando: “Mira, qué bonito, tienes que aprender música. Esto que suena es de Bach, de Juan Sebastian Bach. No, eso es ridículo y  absurdo. Pero ese es un horizonte, es un horizonte que no sé cuánto tiempo tardaremos en alcanzar; las generaciones de hojas de árboles que tendrán que caer y que volverán a nacer en primavera que han de sucederse todavía. Pero ahí está el futuro. Estamos hechos para soportar el dolor, el sufrimiento, todo eso que también una cierta religión, una cierta educación cristiana, nos ha inculcado, pero también para la alegría, la felicidad, el equilibrio y ese bienestar enfocado siempre hacia un “bien ser”, hacia esa idea, que puede sonar muy fantástica, de solidaridad, de cultura, de educación.

- Pero, ¿cómo lo hacemos? ¿cómo construimos hoy los nuevos pilares, cómo hacer frente a un poder que cada vez más se aleja de la igualdad, de la defensa de lo público?

- Pues se trata de crear instituciones donde esa libertad, ese “bienser”, se pueda practicar. Hay que luchar por recuperar lo que hemos perdido y por llevarlo más allá, por conquistarlo enteramente, porque si no llegaremos a la aniquilación del país. Está claro que quienes nos gobiernan lo que quieren es meternos grumos en la cabeza. Pero esto de “no haga usted un pueblo sabio” ya viene de la tradición del despotismo. Hay que dejar a la gente que sea sumisa porque si usted la revoluciona y la libera mucho mentalmente pedirá cada vez más y eso es incómodo para una oligarquía que quiera mantenerse en el poder.

- ¿Esa idea vale para retratar a la España actual?

-  Sí. Ahora mismo, aquí en nuestro país, más que una democracia vamos rápidamente hacia una oligarquía democrática. Lo que se había conseguido con todas las dificultades en estos últimos decenios está paralizado, incluso se está rebobinando y eso es política, social, individual y colectivamente, una catástrofe. ¿Con qué intención se hace? No cabe otra que la intención oligárquica, de desigualdad. Volviendo a la educación, por ejemplo, hay un texto en la política de Aristóteles que dice que la enseñanza debe ser cosa del Estado, que el dinero no puede ser privado, pero habría que luchar por un Estado que fuera clarividente, que fuera ilustrado. Un Estado opuesto al fanatismo, al sectarismo, a la clausura, a la vaciedad mental. Estuve hace poco en Canarias, en unas jornadas sobre los valores de la democracia, y allí reflexioné sobre lo que significa poner en valor, una expresión tan de moda últimamente. Pero, ¿eso qué es? A lo mejor lo que algunas personas quieren que se ponga en valor puede ser fruto del egoísmo, de la codicia de unos pocos, y no tiene porque interesarnos como sociedad. Hay valores que no pueden ser los de las personas decentes. Y no se trata de hablar de santidades. A mí eso de la santidad no me va. La palabra santidad en sí misma, es una palabra que me inquieta. La decencia es algo mucho más modesto que eso. Se trata de no engañar por sistema, de no corromper por sistema. Lo terrible es que muchos de estos “engañadores”, de estos “corrompedores”, no tienen conciencia de que engañan y piensan que lo que tienen que hacer es poner en práctica esas determinadas cosas que les han metido en las cabezotas. Últimamente he pensado mucho que una de las consecuencias más graves de la ignorancia, de la codicia, es que provoca odio y agresividad. El bruto, el monolítico mental, no tiene más solución en un momento de apuro que la agresividad. Las dictaduras globales o las pequeñas dictaduras personales, sociales, familiares; esas situaciones opresivas que no te dejan vivir, que te inquietan, te coartan y comprimen, son fruto de la ignorancia, llevan a la agresividad y en un momento determinado, como ocurrió en el 36, pueden alimentar un golpe de Estado. Hay momentos en los que se crean, en los que se justifican agresividades, partiendo de una ideología, de una ideología atascada, y eso hay que evitarlo por todos los medios.

- Los principios éticos recorren la obra de Emilio Lledó. Ahí están títulos como Memoria de ética o El origen del diálogo y de la ética. Los ideales del hombre decente, el que sigue soñando, creyendo en un mundo más igualitario, son resaltados una y otra vez. Pero a ese hombre decente hoy se le está pisoteando. ¿Por qué ha caído el mundo en manos de tantos hombres y mujeres indecentes?

- Esa es la gran pregunta y la verdad es que no sé cómo responderla. Si yo, a pesar de todo, me puedo sentir un hombre feliz, es porque, aunque pueda haber cometido errores a lo largo de mi vida, cómo no, siento que soy aquel que con 22 años cogió su maletita de cartón y se marchó a Alemania. Me parece que sigo siendo el mismo y ese hilo de coherencia me da felicidad. Puedo haberme equivocado algunas veces, pero no me avergüenzo, estoy orgulloso de mi trayecto y ahora que ni siquiera estoy en la Tercera Edad, que mi sitio es ya el de la esperanza de vida, eso no me impide seguir trabajando, seguir teniendo ilusiones. Todavía tengo la ilusión de ver de qué manera podemos echar a los corruptos del poder, porque allá ellos si tienen sus mentes corrompidas, pero lo malo es que tienen poder y condicionan nuestras vidas, nos determinan, nos cambian, nos “infelicean”, valga esta expresión que sé que los académicos no me permitirían (risas).

- Pero ¿cómo se les echa? Produce mucha frustración comprobar la impunidad de tantas acciones inmorales.

- No votándoles jamás, jamás. Algunos dirán que nunca se puede saber el grado de corrupción a que puede llegar un político, pero es que incluso sabiéndolo en ocasiones se ha seguido apoyando a ese tipo de personajes. La ignorancia hace que mucha gente se crea titulares de periódico totalmente falsos. Ahí está la importancia de la educación. Una y otra vez me paro a reflexionar sobre el alcance de los ladrillos que se meten en las cabezas. El problema es por qué hay personas que quieren creer determinadas cosas; por qué somos como somos; por qué pensamos como pensamos; por qué somos tan diferentes cuando la estructura de la mente es la misma en todos. Esto es algo que me ha preocupado siempre y me sigue preocupando.

- Siempre llegamos a la ignorancia, a la falta de educación, como raíz de todos los males.

- Sí, la ignorancia, el egoísmo y la codicia. Pero si no se necesita tanto para vivir, pero si no hacen falta tres yates y cinco casas. ¿Tan difícil resulta entender esto?

- Leo en uno de los textos incluídos en Los libros y la libertad: “Si se analizan los momentos más reaccionarios de la historia de España descubrimos el rechazo, por no decir el odio, hacia la cultura y, por supuesto, hacia la formación y educación de los ciudadanos. Se llegaba a tales extremos de oscurantismo que existen testimonios escritos que bendicen la inopia en que hay que mantener al pueblo, que si se hace inteligente no se deja mandar y es capaz de imponer sus malhadados deseos”. ¿ Ahora mismo estamos claramente en un momento reaccionario de la historia de España?.

- Sí. Lo que sucede ahora es que la oligarquía quiere mantener sus ventajas. Hay un texto muy interesante de Machado en su Juan de Mairena, un libro que habría que utilizar como educación para la ciudadanía, que dice algo así como que no serían los obreros, como algunos podrían creer, los que se reirían al escuchar el nombre de Platón; que la que se reiría sería esa oligarquía indigna, estropeada por el bajo nivel de nuestras universidades y por el pragmatismo eclesiástico, enemigo de las grandes actividades del espíritu. Eso lo dijo Machado. Ese pragmatismo, esa “practiconería”, ese “amigantismo” [palabras del particular diccionario Lledó], ha corrompido a toda una parte del país, pero, pese a todo, yo tengo esperanza. El otro día tuve una experiencia preciosa, paseaba por las calles de Sevilla y un señor que yo no conocía para nada se acercó a mí, me dio la mano y me dijo: “Don Emilio, que viva usted 200 años”. Llegar a los 200 sería algo muy aburrido, pero unos cuantos años más si me gustaría vivir para ver cómo logramos cambiar todo esto.

- “Todavía cabe esperar”, es uno de los mensajes de Lledó. ¿Consideras que estamos en puertas hacia otra cosa, se puede vislumbrar ya algo nuevo, mejor?

-  Sí. Yo creo que sí. Yo confío en la juventud. Los casos de corrupción, la corriente de las actuales políticas a nivel europeo, están despertando las conciencias. Un despertar que pone de manifiesto que por ese camino no se va a ninguna parte, que ningún país organizado por sinvergüenzas puede tener futuro. Por eso hay que impedirlo, hay que luchar por todos los medios para que la degeneración mental no se transmita a la sociedad, para que ningún degenerado, y lo digo con todas las palabras y las letras, pueda tener poder. “Corruptos a la calle”, esa es la única solución ante lo que está pasando. Es muy importante que la sociedad reaccione y por eso a mí me parece interesantísimo el surgimiento de movimientos sociales, de plataformas cívicas. Pienso, por ejemplo, en cómo determinados sectores de la sociedad se han escandalizado ante los escraches, hasta el punto de criminalizarlos. Pero, ¿no estamos sometidos a muchos más escraches políticos por la degeneración de una política anti-público, defensora de un liberalismo que no tiene ningún sentido, que se basa en la defensa de los privilegios de quienes ostentan el poder? Naturalmente que esa gente no quiere que eso sea controlado por nadie. Aquí no puedo evitar volver a repetirme: lo público es la esencia de la democracia y la cultura es la esencia de lo público y de la democracia. Por eso hay que empezar a construir desde la escuela, una escuela que tiene que ser igualitaria y pública. El dinero no puede determinar los niveles de la educación.

- Pero hace ya tiempo que la cultura está siendo vapuleada. Vivimos en los tiempos de los mercados, donde sólo vale lo que puede ser cuantificado, el espectáculo, la televisión basura...

- Sí, yo sé mucho de todo eso. Hace unos años presidí un comité [2004-2005: Consejo de Sabios, llegada de José Luis Rodríguez Zapatero al poder] que pretendía iniciar una reforma de los medios de comunicación públicos, de la RTVE. Pasé diez meses de mi vida estudiando la televisión, leyendo libros en todos los idiomas sobre el tema, pero hubo quienes me criticaron porque no entendían que, dado mi papel, no tuviese una televisión en casa. ¿No basta con haber visto un solo programa basura para saber lo que es?, me preguntaba yo. Entregué diez meses de mi vida gratis, como el resto de mis compañeros, porque sentí que era mi deber y no me arrepiento de haber entregado ese tiempo, pero no han faltado quienes me han dicho que fuimos tontos por no cobrar. En esta sociedad los que no se lucran son considerados tontos, pero en realidad la gran desgracia es la obsesión por el dinero.

 

“Cada vez estoy más convencido de que la cultura es la salvación”

- ¿Crees que llegará un día en que el dinero vuelva a ocupar el lugar que le corresponde?

- Yo cada vez estoy más convencido de que la cultura es la salvación, la cultura a través de la educación, desde niños. Somos agua, aire. Sin estos elementos no puede haber tecnología, sin estos elementos adiós máquinas digitales. Somos naturaleza, pero al mismo tiempo los seres humanos inventamos otros principios fundamentales parecidos al agua, al aire, al fuego, a la tierra. Esos principios son: la justicia, el bien, la verdad, la belleza. Esos son nuestros tesoros, esa es la cultura. Ahí está el camino. Lo demás es miseria, codicia, corrupción, degeneración, la vuelta a la caverna en el sentido más siniestro de la palabra. Los políticos que no entiendan eso tendrían, si son decentes, que dejarlo, pero si son indecentes es la sociedad la que tiene que echarlos. Hay que fomentar la conciencia crítica. Todos somos filósofos. El principio, la línea primera de la metafísica de Aristóteles dice que todos los seres humanos tienden por naturaleza a entender, a saber; luego algunos leemos a Kant, pero todos queremos saber en qué consiste vivir y es la educación la que tiene que saciar esa necesidad de cultura que llevamos dentro. Yo no me canso de maravillarme ante las preguntas de mis nietas, preguntas que me recuerdan a las que me hacían mis hijos de pequeños. Es prodigiosa esa frescura innata de los niños y es una lástima que caigan en  colegios donde les meten una ristra de frases hechas que los empobrece mentalmente. La educación es fundamentalísima.

 

“Hoy, pese a todo el progreso alcanzado, vivimos en la desesperanza”

- Pese a todos los avances en el terreno de la ciencia, de la tecnología, tenemos la sensación de vivir en una época oscura. Es cierto que no podemos perder la perspectiva, que ha habido etapas de total desolación: guerras, catástrofes, pestes, hambrunas; pero, sin embargo, si hay algo que caracteriza el presente es la falta de ilusión en el futuro, la decepción, la frustración. En otros momentos, pese a la gravedad de los acontecimientos, se creía en el avance, en ir a mejor, pero ahora.... ¿Cómo lo ves?

- Yo pienso que la falta de perspectiva la tienen quienes minimizan los males del presente recurriendo al pasado y sus terrores. Hoy vivimos mucho mejor, tenemos unos adelantos médicos, técnicos, estupendos. Pero precisamente por todo eso resulta más incomprensible que no estemos mucho más avanzados en lo que atañe al fluir de las ideas, de la mente. Tenemos muchas ventajas que no teníamos en el XIX, ni a principios del XX. Nuestra situación es totalmente diferente, no vale establecer comparaciones. Yo recuerdo qué infelices, inquietos, intranquilos, podíamos estar los docentes y los estudiantes, en la época en que yo fui profesor de universidad, después de la Guerra Civil, pero estábamos llenos de ilusión, de esperanza. Sabíamos que eso no podía seguir así, que era una dictadura y que la dictadura no abría camino para nada, salvo para favorecer a una oligarquía económica o religiosa. Pero ahora, con todo el progreso alcanzado, tendríamos que tener al menos la misma  esperanza que yo tenía hace 50 años. Y no la tenemos. Ahora, en un mundo tan positivamente esperanzado en adelantos técnicos, estamos en la desesperanza, porque no sabemos hacia dónde nos lleva todo esto. Hace unos días escuchaba a un señor en una tertulia de la radio diciendo que lo único en lo que creía era en la ley de los mercados. ¿Qué ley de mercados? Que estas grandes empresas que han estado engañando, confundiendo, robando, a la gente, sean las que tengan que merecernos confianza es una barbaridad. El neoliberalismo supone el dominio de los que han tenido mejores posibilidades de educación para imponerse a los otros. No hay igualdad y por eso es detestable. La esencia de un verdadero liberalismo tendría que ser la lucha por la igualdad, que era un término técnico muy bonito, la igualdad de oportunidades, y ha quedado como una frase ahí flotando, perdida en el aire. Sin embargo, en un momento dado fue inventada. Se ve que la sentíamos como una necesidad. No. No cabe hacer comparaciones con el pasado. Esperábamos otras cosas para la época que vivimos.

- Se han frustrado las expectativas, sí. ¿Resulta demasiado utópico pensar que deberíamos estar dando el salto hacia el “bienser”, llevando los logros de las sociedades avanzadas al Tercer Mundo?

- No, para nada. Sin duda debería ser así. Pero a los gobernantes del mundo no les interesa lo que hemos logrado, prefieren instaurar la división entre dos lados: las oligarquías y las masas; el poder de la democracia oligárquica y el resto. Y lo grave es que con las educaciones que se aplican lo que se está paralizando es la libertad de pensar, la libertad de crear, de vivir. Si la gente está angustiada porque no tiene dinero, porque no tiene trabajo, sólo piensa que tiene que liberarse de eso.

- Y la angustia, las dificultades del presente, provocan un miedo que lleva a la parálisis, a la no acción.

- Sí. Ese miedo paraliza, se crean sectores que tienen miedo de los otros y eso conduce a la agresividad de la que hablaba antes y que a mí me parece muy peligrosa. Es una agresividad que se diluye, no hace falta dar golpes de Estado. En el siglo pasado hubo dos guerras feroces que empezaron en Europa. Aunque luego se universalizaron, nacieron aquí, en países que parecían tan ilustrados. Ahora sería muy triste que estuviésemos viviendo una tercera guerra soterrada, sin necesidad de cañones. Yo espero, confío, que la catástrofe se acabe parando. Me duele que los países del Norte sientan ese desprecio por el Sur. Me duele esa Europa en la que los del Norte piensan que ellos son los trabajadores, pero es que incluso algún político catalán ha llamado haraganes a los andaluces. A muchos de los primeros emigrantes, de las masas de obreros españoles que llegaban a Alemania en la posguerra, yo les di clases de alemán. Muchos eran del Sur, de Andalucía, de Extremadura, y tengo que decir que pocas veces he visto tanto talento, tanta capacidad y ganas de aprender. Esos muchachos andaluces, tan perezosos, según los estereotipos, cogían un hatillo y se marchaban a ciudades como Frankfurt, cuya sola pronunciación ya resulta terrible. A los países del Norte no les perdono el sostenimiento de esos topicazos, de esas mentiras. Pero es que ahí sigue hablando la ignorancia, igual que en la imagen de la españolita con peineta a la que me refería antes. Esos chicos a los que yo di clases de alemán tuvieron un gran mérito porque habían nacido con un no de plomo en la cabeza: no al pan, no a la cultura, y cogieron el hatillo y se fueron a Alemania y a otros países europeos. Que me hablen de la pereza andaluza, antes y ahora, es algo que me revuelve.

- ¿Hasta qué punto Europa está dando la espalda a las fuentes de su memoria, al germen de su cultura, al humillar como lo está haciendo a los pueblos del mediterráneo, a Grecia, a Italia, a España?

- No tiene sentido la lucha entre el Norte y el Sur. Yo leo bastante prensa extranjera, no todos los días, pero sí con frecuencia. Y lo que leo sobre mi país me avergüenza y me da rabia porque es injusto. Nuestro país, como decía Machado, es mucho más luminoso y clarividente de lo que se nos quiere presentar, pero, claro, tenemos una clase política de desclasados, nunca mejor dicho. Una clase política que sólo se considera a sí misma, que no fluye, que no se solidariza, que no se siente común con el resto de la sociedad. Y, por otro lado, ésta es una época muy especial. Nunca ha habido tantas posibilidades de comunicación, nunca ha habido tantas posibilidades de tener y de crear bienes.

- Pero el problema es que esas posibilidades se están utilizando para todo lo contrario, para la destrucción, por decirlo de algún modo.

- Claro que sí. Por ejemplo lo que está sucediendo con la sanidad en este país es un crimen social. Haber alcanzado lo que hemos tenido a nivel sanitario era positivísimo, pero no nos han dejado seguir disfrutándolo. Nos están inoculando el virus de la tristeza. Y lo mismo sucede en la educación. No la mejoran, la destruyen. Y ahora la nueva ley de Seguridad Ciudadana. Por todo eso hay que pedir responsabilidades. Tenemos que tener memoria. Todo eso no tendría que estar ocurriendo en el nivel de desarrollo que habíamos alcanzado. No era previsible, no lo esperábamos, no corresponde al curso temporal. El otro día veía una definición del diccionario de la Academia que se me ha quedado en la memoria, una definición de la palabra curso que me encantó: “movimiento del agua o de algún líquido que en masa continua se desplaza por un cauce”. Fíjate qué precisión, qué bonito, qué poético. Pues lo que está pasando aquí es una masa discontinua. Cuando iba fluyendo la vida, la esperanza, los bienes indudables que habíamos alcanzado, han llegado los señores controladores de esos bienes y los han querido convertir en mercancía, paralizarlos en su provecho olvidándose del resto, y esto quiere decir olvidarse de la educación, olvidarse de la ciudadanía, olvidarse de todos los logros sociales conseguidos.

 

“Cuando no se tiene sentido crítico, es muy fácil caer en la agresividad”

- Cada vez estamos más informados, pero, ¿realmente es así? ¿hasta qué punto tanta información nos confunde?

- Es evidente que vivimos en una sociedad muy interesante porque abunda la información. Actualmente hay más medios que nunca para comunicar, pero también para manipular, y ahí está el peligro. Las palabras, las informaciones pueden convertirse en tacos de madera que se quedan en el cerebro, que no nos permiten fluir, que nos coagulan las neuronas. La manipulación puede hacer mucho daño. Pienso, por ejemplo, en lo mucho que se habla últimamente del sacrificio y de la responsabilidad colectivas para asumir los recortes de lo público. Recuerdo que alguien dijo que la patria es el refugio de los canallas, porque muchas veces los individuos no se paran a pensar en lo que significa. Se limitan a seguir al que les empuja a defenderla sin saber qué es realmente. Y cuando no se tiene sentido crítico, cuando no ha habido sugerencias de lectura, cuando no se ha ahondado en el sentido de las palabras, es muy fácil lanzarse, caer en la agresividad.

- ¿En qué está trabajando ahora Emilio Lledó?

- En un ensayo que podría titularse Filia. Una historia del amor y la amistad. Llevo trabajando tanto tiempo en él que ya me da vergüenza nombrarlo. Lo tengo prácticamente hecho, pero necesito disciplinarme, aislarme para terminarlo. Yo creo que con un poco de tranquilidad, si soy avaro de mi tiempo, podría estar listo para mediados de año.

- La amistad es fundamental para alcanzar la felicidad. Eso también lo tuvo claro Epicuro.

- La historia de la amistad es una historia larguísima. Los hombres se amaron antes de que supieran qué era la justicia. El amor fue casi el primer empuje democrático, porque la amistad surgió en un ámbito familiar: los amigos eran los parientes, los que tenían la misma sangre. Eso se rompió con la democracia griega. Entonces la amistad, el amor, las relaciones afectivas se inventaron, se construyeron. Empecé a hacer una historia de todo eso y tengo una montaña de trabajo, pero me di cuenta de que hoy no cabe hacer un libro erudito de 1.000 páginas y me puse a buscar mis ideas propias, originales. Soy consciente de que se trata de un tema trillado, machacado, algunas veces genialmente estudiado por una tradición filosófica y literaria y otras cargado de vulgaridades y de tonterías. Yo no quisiera participar de las tonterías y por eso me lo he tomado con tanta exigencia.

 

“Somos lenguaje y afecto, lenguaje y amor”

- Sin duda es un asunto importante. No podemos vivir sin afecto, pero, sin embargo, se suelen poner otras muchas cosas por delante.

- Sin duda que es importante. Y lo es porque somos lenguaje y amor. Somos lenguaje y cariño, lenguaje y afecto. Lo que pasa es que el lenguaje tiene códigos, gramáticas, sintaxis, fonéticas, fonologías,  mientras que el amor vive su vida, sin necesidad de reglas. Hay un código básico de la amistad, eso sí, basado en la decencia, en no engañar. Eso ha quedado dicho desde la ética nicomáquea de Aristóteles, pero no hay una normativa tan clara, tan maravillosa, tan precisa y al mismo tiempo tan “fluyente” como la del lenguaje. Dejando eso al margen, lo cierto es que somos seres humanos que a través de la cultura hemos descubierto qué es el amor, qué es la amistad, y hemos descubierto la importancia de las palabras, del lenguaje, de la literatura, de la escritura. Lenguaje y afecto son dos fenómenos radical y esencialmente  humanos. Están en la raíz misma de la naturaleza, también en los animales, los mamíferos. La madre de unos cachorritos los ama. No sabe que los ama, pero sigue su instinto, un instinto que está ahí, que es como un amor que nos ha enseñado la naturaleza antes de que llegáramos a reflexionar sobre su sentido.

- ¿Son estos buenos tiempos para el cultivo de la amistad, no hay demasiados intereses de por medio?

- Sí. Todo va bien cuando nos referirnos a intereses en el sentido de afinidades, de compartir los gustos, las aficiones, los pensamientos comunes con el otro. Ese es el sentido positivo del término. Desde ahí se puede llegar a un nivel de sublimación de la amistad. Hay un texto en la Magna Moralia de Aristóteles que dice que igual que cuando yo quiero ver mi rostro me tengo que mirar en un espejo, cuando quiero ver quién soy, qué soy, cómo me siento, para qué soy, tengo que mirarme en el rostro de un amigo, porque el amigo es el álter ego. El famoso álter ego viene de ahí. Yo estoy trabajando ahora en lo que quiere decir ese término tan bonito, tan literario, al tiempo que estoy profundizando en por qué la amistad es lo más necesario de la vida, de dónde parte esa necesidad de amistad. Pero volviendo a lo que me preguntas, a ese interés que  tiene que ver con el aprovechamiento de la amistad para conseguir favores, te digo que yo a quienes así se comportan no los llamo amigos, los llamo amigantes, que tiene que ver con mangantes.

- ¿Has tenido grandes amigos? Se dice que grandes amigos, de esos que se mantienen a lo largo de toda la vida, hay muy pocos.

- Sí. Yo puedo decir que tengo dos o tres grandes amigos, que afortunadamente sé lo que es la amistad y también sé lo que es el amor. Esta necesidad que tenemos de amor es un indicio de que estamos vivos, de que la amistad es una necesidad, igual que el entenderse con las palabras y el leer.

- ¿A qué autores vuelves siempre, qué lecturas no puedes olvidar? Siempre nombras a Kant.

- Sí. A Kant lo he estudiado mucho y me sigue interesando. Vuelvo siempre a la ética nicomáquea de Aristóteles, a sus libros de Historia Natural. Y también he leído muchísima literatura. Uno de los mayores gozos que recuerdo fue leer “La montaña mágica” en alemán. Yo la había descubierto de joven en la versión española de Mario Verdaguer y confieso que me gustó mucho, pero cuando volví a ella en su lengua original, fue algo inolvidable. También te puedo citar a Rilke, a Goethe... Leo muchísima poesía. El otro día estaba repasando, por ejemplo, el “Romancero gitano” de Lorca. Resulta que coincidí con unas amigas hace poco, hablábamos del otoño y yo les recité de memoria unos versos: “El otoño vendrá con amapolas,/ uva de niebla y montes agrupados”. Una de ellas me dijo, con razón, que las amapolas no eran flor de otoño y entonces fui a comprobarlo y, efectivamente,  en vez de amapolas el poeta había escrito “caracolas”. “El otoño vendrá con caracolas”. Yo ya había hecho una explosión absurda contra la naturaleza. Una mala jugada de la memoria (risas). Podría seguir recitando otros versos del “Romancero”. No me cuesta memorizar. Y también leo mucha poesía griega, por ejemplo a Safo.

[La poesía va poniendo fin a la conversación. Lledó levanta una pequeña montaña de papeles y aparece una edición bilingüe de Kavafis. Señala que el otro día le regalaron un libro de Juan Ramón que le devolvió a sus versos y confiesa acudir mucho a Machado. Las manos vuelven a captar su atención. “El tacto, esta maravilla del cuerpo”, señala mientras se las pone delante de los ojos. Y sigue recreando los pensamientos de Aristóteles. “Un hombre piensa porque tiene manos y ama porque tiene manos. La mano es como el alma, todas las cosas. La capacidad de movilidad de la mano la  convierte en una especie de frontera móvil que nos pone en contacto con el mundo, con los otros. Pero ahora, con esto de las nuevas tecnologías, yo no veo más que dedos, deditos desplazándose sobre las pantallas de los móviles y tabletas. Yo creo que si seguimos así dentro de varios siglos tendremos un muñón afilado con un dedo”. Se ríe Lledó al decir esto último. Reímos ya en la despedida. Al salir, en la calle, me fijo en los árboles y toco sus troncos lentamente, sus asperezas, su robustez. Me prometo detenerme ante la caída de las hojas, ante los ecos, los sentidos, los latidos de las palabras. Es el efecto Lledó.]

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Emma Rodríguez

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