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Configurar sentido descendente

Cirlot y los hombres sensatos

25 de enero de 2018 09:14:38 CET

Ahora que, para decirlo como lo dijo en el generoso comentario a unos versos míos hace casi veinte años Luis Alberto de Cuenca, todo parece ser en torno nuestro “conforme y según”, por fuerza ha de resultar natural que cualquier fervor, cualquier muestra de convicción adherida a alguna idea o sentimiento de tal modo absoluto como para dar forma a una acción de vida, se hagan extraños, puede que a duras penas tolerables, únicamente accesibles a la imaginación de épocas o de culturas ajenas. Y esto debe ser cosa de nuestro tiempo —o sea, cosa histórica—, pero seguramente también será cosa de siempre, o sea, cosa de la edad.

Porque no tendrá nada de raro que una vez pasada y bien pasada la juventud (en el caso de aquellos versos míos, ya postrera, aunque sostenida en pie creo que sobre un voluntarismo literario aferrado a cierta verdad, para entendernos, del corazón), nuestra representación imaginaria nos la ofrezca en yunta con el fervor aquel, hasta dar por hecho que con la pérdida de la juventud ha de llegar siempre, necesariamente, la de cualquier evidencia no ya apoteósica, sino sencillamente afirmativa de la realidad y de nuestro sitio en ella, y sobre todo de la realidad de la que hablan nuestros poemas, como ocurría, pensamos, antes de que todo fuera mordido por la duda.

No me cuesta ningún esfuerzo llamar ahora a aquellos versos míos fabulosos, románticos, surrealizantes, y también cirlotianos —mi generoso amigo profesaba como yo esa devoción, y creo que la seguirá profesando—. Iba con ellos desde luego un afán mitográfico; llevaban consigo el empeño proclamativo de un mundo esencial, que, únicamente hecho de verdad poética, parecía sin embargo resistir al otro, circunstante, al que, no obstante, aquel puramente poético no anulaba, sino al que transfiguraba o transustanciaba en una especie de materia o de geografía espiritual. “La vivencia lírica”, como se titulaba uno de los artículos publicados por Cirlot en los años cuarenta en la revista Entregas de poesía de Juan Ramón Masoliver, “tiende a una proyección recíproca —amorosa— de los dos mundos”, decía el poeta. Así que en esos momentos de lirismo privilegiado, se venía a hacer posible lo imposible: que de las esencias imaginarias —y de su tiempo sin tiempo— tuviéramos alguna experiencia real. A la inversa, también sucedía que las imágenes de la naturaleza exterior que tenemos por más nuestra, por más auténtica (y yo tenía una muy interiorizada conciencia de la propiedad de unos paisajes, a los que concedía, pues, un valor metafísico) ganaran rango analógico de elementos imperecederos, no ya del reino de la existencia, sino del reino del ser, una vez cristalizados en el atanor del arte que habría suprimido de ellos —como decía Cirlot en el artículo aquel— “todo lo superfluo, todo lo inútilmente repetido de nuestra existencia”.

Henchida de pasión y casi guiada por ella, aquella idea la poesía parecía muy capaz de hacer valer los superiores derechos de la verdad imaginaria por sobre la verdad objetiva y común del mundo existente y, desde luego, por encima de los de la otra verdad política o consensuada del mundo histórico. Pero el tiempo pasa. El voluntarismo acaba siendo abandonado al darnos cuenta, en fin, de la indiferencia de lo real con respecto a nuestros deseos. La edad. Y también de la injusticia selectiva que significa imponer aquello esencial y, por tanto, imaginario, por sobre lo carnal, lo real, lo sensible —así pues, “lo superfluo”, que diría Cirlot— en lo cual vivimos y amamos para nuestra dicha y nuestro dolor. Y vemos también que los momentos alumbrados en la susodicha “vivencia” son precisamente eso, momentos, como si dijéramos puntos acotados de una  plenitud discontinua, como lo son los milagros y las experiencias estéticas, pese a que el poeta, y sobre todo el poeta o el artista surrealista o visionario, actúa en la sugestión de que el orden simbólico ocupa la vida práctica a tiempo completo.

Un día, por decirlo así, nos parece que todo eso viene a ser lo mismo que ocultar la verdad. Y que, en efecto, más bien se canta en el gozo y la pena de las experiencias sensibles, en la conciencia de su discontinuidad. Pero el caso es que esto no me exige, ni mucho menos, emprender el repudio de aquel poeta y renunciar a su aprecio, para mí asociado al recuerdo de la juventud. Sería muy desagradecido. Y, sobre desagradecido, injusto, con el tipo de injusticia que se cometería si aquella juventud y sus fervores fuesen ahora enjuiciados por un tribunal senescente en aplicación de leyes de un régimen derrocado. Pero para entender del todo la naturaleza de la injusticia que podríamos cometer con Cirlot es importante retener aquella frase, en la que él llamaba precisamente “amorosa” a la comunicación entre esos mundos que ahora nos parecen antagónicos, el de las esencias imaginarias y el de la existencia superflua y real, el del sueño de la plenitud y el de la intermitencia de sus instantes en la vida. Porque esa consideración da cuenta, precisamente, de la conciencia reflexiva con la que el propio Cirlot acometió la dualidad y su tragedia. Y porque es exactamente en esa calidad “amorosa” como la experiencia que cura de la dualidad misma de los mundos —“la vivencia lírica”— declara su pertenencia a una tradición literaria y filosófica antigua y venerable como pocas, que finalmente brota, creo yo, de manadero platónico. Pero vayamos por partes.

Mi primera intención en este recuerdo de Juan-Eduardo Cirlot cuando se cumplen cien años de su nacimiento, era evocar al menos tres encuentros no expresivos precisamente de su admiración (que ya he expresado otras veces) sino enfilados a su crítica, a las razones por las que Cirlot pudo ir alejándose de las sintonías de un poeta, ya no joven, que viajaba ahora, digámoslo así, más bien sobre el otro caballo de los que arrastran al auriga platónico, el que, en vez de entregarse al fervor, se refrena. Yo creo que Cirlot fue, desde luego, un poeta de raza romántica y profética, y que lo fue —esto es decisivo— sin sombra de ironía, sin distancia, es decir, en el anhelo de que la “vivencia lírica” no fuera esporádica, sino vislumbre real de una temporalidad continua, de una vida verdadera, de la vida que, heideggerianamente, llamaríamos “auténtica”. Y el poeta-profeta, completamente persuadido de su convicción, no podrá conceder nunca que la verdad de su canto se circunscribe a su subjetividad, o sea, que consiste en un fragmento más del mundo de fragmentos innumerables entre los que, en nuestro régimen cultural, la verdad yace —política, institucionalmente— diseminada; nunca dudaría, por decirlo así, de la verdad de su poesía, incluso extramuros del poema.

Por lo demás, nadie podrá decir de Cirlot como de alguien particularmente irreflexivo; no hay que olvidar su ingente obra en la crítica de arte o en el comentario literario, que su congruencia intelectual tiñe, eso sí, del mismo y unitario profetismo de su poesía. Ninguno de los filósofos de la tradición, venía a decir Leo Strauss en cierta página sobre Spinoza, pensó que la verdad de su proposición pudiera ser punto menos que absoluta, aunque hoy cueste, por lo visto, entenderlo. Pero también podríamos decir que la operación poética propiamente moderna, antes que consistir en la renuncia a esa verdad absoluta, viene determinada por el acotamiento de las condiciones en las que su expresión puede resultar objetivamente eficiente, entre los linderos de un espacio específico y cerrado de experiencia al que llamamos, justamente, poema; lo otro, la eficiencia de esa verdad a las afueras de ese objeto, será más bien un asunto especulativo. Pero esto quiere decir, en el fondo, que ya no hablamos de la verdad, sino de la verosimilitud, que es lo propio de los realismos y de todas las estéticas históricas sustentadas sobre una congruencia puramente interna. Por ejemplo, la que venía a proponer Robert Langbaum en su libro célebre, con él que tiene que ver la primera de las tres circunstancias, una personal y otras dos estrictamente literarias, con las que me proponía inicialmente ilustrar el alejamiento que creí sentir de Cirlot a medida que cobraba conciencia de la juventud perdida y me iba alineando con otras poéticas, más propias de los que llamaremos “los hombres sensatos”.

El nueve de diciembre de 1988 mi cabezonería me hacía creer aún que la subjetiva verdad de lo vivido como sentimiento podía manifestarse poéticamente como una razón objetiva. En aquella fecha, que recuerdo al verla impresa en un libro, pregunté con más o menos impertinencia por Cirlot —ya sabía yo a grandes rasgos su opinión y la de sus amigos— a Jaime Gil de Biedma, quien leía por última vez sus poemas en la Residencia de Estudiantes. Y le pregunté incluso por Julio Garcés, el amigo de Cirlot de quien yo iba a publicar, precisamente por intercesión de Luis Alberto, la poesía completa. Fue muy amable, muy gentil, muy lejano, los recordó a los dos —“sí, el que se fue a América…; mándamelo…”—; pasó por alto mi otra ingenua y descarada pregunta pública sobre sus imitadores y su gusto o no gusto por la música de acordeón… Yo sentía mi admiración por JGB de manera tan totalmente incompatible con la de Cirlot como sin duda era, pero debía ocultármelo, si es quería —como, de hecho, quería— seguir a resguardo de la metafísica mitográfica de mis poemas.

Cirlot venía, dicho con prisa, del surrealismo revivido en la pronta posguerra (pensemos en la exposición española de los collages de Max Ernst de 1936) como una especie de neo-romanticismo; concretamente, en la Zaragoza de su servicio militar (y de Alfonso Buñuel, que practicaba con tenaz dedicación el collage ernstiano). Y pasó luego por diversas etapas en las que al bagaje cultural se fueron incorporando el surrealismo francés, el Dau al Set barcelonés, la simbología musical de Schneider, la antropología, la magia, el cine…, hasta articular una poética cuyo sistema de producción no se explica sin el recuerdo de ciertos mecanismos estéticos no ya modernos, sino muy característicamente conformadores de esa subjetividad moderna que en su versión más radical Nietzsche vio como si fuera un baile de disfraces, en el que los hombres dispersos nos defendemos de la verdad tras una máscara que, según los momentos, puede ser neolítica, sumeria, egipcia, romana, frisia, gótica, etc., etc.. Sólo hay que recordar la inventiva a la que Cirlot apelaba para forjar una especie de ficción apócrifa aprovechando las posibilidades alusivas de las modernas ampliaciones fotográficas de objetos arqueológicos, por ejemplo. Pues bien, de todo esto era él muy dolorosamente consciente; no lo vivía, digamos, enajenadamente, con ironía. Ni lo experimentaba en sesiones de duración convenida, sino con la pretensión de vivir así la vida en su plenitud entera y continua, la vida de verdad. El desgarro entre los dos mundos que atraviesa toda su poesía es la que dicen estos versos célebres del poema-prólogo a Diariamente, de 1949: “Voy vestido de gris. A veces llevo / una corbata rosa”, de un modo luego repetido, más o menos, en muchos otros libros, hasta la reaparición exacta y final en Bronwyn Z, veinte años después: “Ando entre peatones y automóviles / … / Voy vestido de gris y mi corbata / es rosa. / … / Y en esta vida me rodean / seres a los que quiero y que me quieren / más en lo humano siempre, sin poder / entrar en el castillo no visible / de aquellos ´más allá` que me dirigen / sonambúlicamente. // Siempre supe que no era de este mundo, / con todo he sido fiel a su presencia / y me adhiero con fuerza lo que real / se dice, se figura”.

Todos los exteriores, por decirlo cinematográficamente, de Cirlot, todos los decorados de su poesía, todos sus egiptos, sus cartagos, sus países célticos o medievales, reflejan o traducen el paisaje de su subjetividad en condiciones que en nada lo asemejan a un paisaje épico, objetivo, sino que declaran lo que es, un paisaje lírico, como él mismo llamó a su “vivencia”, fraguado como reflejo simbólico de una conciencia de existir partida y doliente. Más o menos iluminado, Cirlot ve, pero también se ve viendo, y entre ambas visiones hay un hiato que es fuente de dolor, tal como sucede en la experiencia —germen del famoso ciclo poético— de contemplar el rostro de Bronwyn, la protagonista de El señor de la guerra, y al mismo tiempo el de la actriz Rosemary Forsyth, eventualmente asimilados en el tiempo de la ficción narrativa. Ese dolor nacía, sin duda, de la ansiedad con la que el poeta anhela conferir a su experiencia imaginaria una universalidad esencial; y es la herida que cerrarían —aunque sólo teóricamente— los, por así decir, “realistas” aislando de la vida el terreno de su experiencia estética, como en una especie de operación anestésica.

Unos años después, cuando yo ya no creía ni vivía tan genuinamente los poemas que escribía —pero aún los escribía— di con un retrato de Cirlot en el segundo volumen de las memorias de Carlos Barral, el más próximo correligionario, quizá, de Gil de Biedma en los años en los que ambos se relacionaron con aquel personaje para ellos sin duda pintoresco, estrambótico, el poeta-profeta tocado, no obstante, con un borsalino de ambigua pulcritud surrealista. Esas páginas de Barral, estupendas, que recuerdan a Cirlot en Los años sin escusa (1977), hablan del coleccionista de espadas cuya fotografía tomada por Català Roca tantas veces ha sido reproducida… Por lo visto, Cirlot, “una de las personalidades más ricas en sorpresas y contradicciones del mundillo cultural barcelonés de aquellos años”, hacia mitad de los cincuenta se presentaba de continuo en casa de Barral (por lo demás, vecino entonces de Tàpies) a fin de dar captura, en intercambio de otras piezas, a una daga francesa del siglo XV propiedad del poeta de Calafell. Al fin la consiguió mediante una apuesta, para perderla de nuevo años después a favor de su antiguo dueño en la negociación para la edición de un libro, precisamente, sobre Tàpies. “La fe surrealista —dice el memorialista— había movilizado en él unas zonas disparatadas de irracionalidad que una inteligencia nada despreciable fundía en forma de filosofía monstruosa y, naturalmente, dogmática”. Y esta es la cuestión: más que lo real y lo fabuloso, más que una divergencia estilística, la incompatibilidad entre Cirlot y las inteligencias poéticas de lo que el mismo Barral llamaría “operación realismo”, se encuentra en lo que vendría a ser una disputa acerca de la especialización poética, de la circunscripción de esa experiencia a un territorio específico, de la amplitud de la verdad en relación con la poesía. Cirlot habría arrostrado la escisión de su subjetividad tras atisbar, entre mundos, el sueño de una plenitud continua, mientras los otros habrían acotado de partida el terreno poético hasta encajarlo en el espacio cerrado de unas experiencias eventuales. Para estos, el punto de vista de quien concede a la poesía el campo de expansión completo de la vida, sólo puede ser considerado monstruoso, como asimismo “dogmáticas” las excursiones estéticas del según los días medieval o mesopotámico Cirlot a los mundos perdidos de la historia del alma.

Finalmente, la tercera mención que en desapego de Cirlot me proponía sacar a la palestra, es un fragmento de carta de Gabriel Ferrater a Gil de Biedma de 1959, en el que sin hablar, en concreto, nada de él, se dice mucho, casi todo, del meollo de la diferencia; en la cita de Ferrater es, además, donde aquel viejísimo asunto amoroso que da cuerpo a una historia entera de la poesía, cobra de pronto una reviviscencia llena de resonancias. “Creo que ese conjunto de poemas centrales en tu libro expresa muy bien —dice Ferrater a la publicación de Compañeros de viaje — algo que, para decirlo en jerga sacristánica, es uno de los rasgos definitorios del ser ético de los hombres de nuestro tiempo. Se trata de que somos sensatos —los que lo somos— sin tener razones para serlo. Lo somos porque ´nos lo son`, porque la vida lo es, y al irnos conformando a la vida y con la vida, nos lo volvemos; y de pronto nos damos cuenta de que lo somos, y nos coge de sorpresa. Vivimos en tiempos en que sólo los locos disponen de justificaciones de alto calado, de teorías bien redondas y de eficacia patentada: los locos inocentes son existencialistas o superrealistas o pintores abstractos, y los locos marrajos son católicos o comunistas, posturas todas ellas de alto prestigio. En cambio, el camino hacia la aceptación de la vida como es —el ´viaje` de tu libro— lo recorre uno sin músicas y más bien furtivamente”.

La cita incluye cosas importantes; una de ellas, claro, consiste en el quizá rudo realismo con el que Ferrater habla de “la vida como es”, pasando por alto lo que el mismísimo Juan de Mairena, patrono titular de los hombres sensatos, pensaba de esa pre-existente realidad objetiva: “es el milagro que obra el espíritu humano y el tomarla en vilo hazaña de gigantes”. O sea, que se trata con ella de una ficción (pese a que sea la ficción o mentira sobre la que se asienta la vida política en el régimen vigente del tiempo) y por tanto de un tiempo “real” que es, después de todo, una completa producción cultural. Pero sobre todo es que no ya la verdad, sino la objetividad de esta “vida como es”, descansa, en fin, sobre su condición funcionalmente necesaria a un antagonismo táctico, según el cual queda dibujado con claridad, frente al realismo que se postula, todo lo fabuloso, disparatado, inexistente, cosa, pues, de los locos, ya sean inocentes o marrajos. Los otros mundos. Pero es así, también, como ese acotamiento de la poesía a la experiencia del hombre común (lo que en definitiva sería el hombre en su estricta condición política) se parece mucho a lo que Eric Voegelin observaba que había hecho Hegel como providencia previa a la construcción de su ajustado, cerrado y perfecto sistema comprensible: “suprimir la pregunta”.

Ambos tipos de poeta, el loco y el cuerdo, el poseído y el sensato, tienen, como decíamos, una antiquísima historia. Y el final de la remonta se encuentra, creo yo, en la misteriosa manera con la que el Fedro platónico parece ser a la vez (aunque no al mismo tiempo, sino más bien primero una cosa y luego la otra) un diálogo sobre el amor y un diálogo sobre la poesía —y sobre la retórica, el discurso y la escritura—. Pues bien, aquí es donde la frase antes retenida de Cirlot acerca de la proyección que, según él, comunicaba los mundos esencial y existencial, imaginario y real, sensato e insensato, recobra toda su densidad. Que sea amorosa, propiamente erótica, determinada por el deseo, la comunicación capaz de suturar en una continuidad existencial el abismo que desgarra los paisajes del alma y los de la vida práctica en una dialéctica irresoluble, convierte sin remisión al poeta en amante. (El amor es creador, ya lo sabemos). Pero nada diríamos con ello acerca de nuestra disputa si no concretásemos de qué amor hablamos, más exactamente de cuál de los dos amores a los que el Fedro se refiere. Hay que tener en cuenta que, mientras uno de ellos —el del primer discurso del diálogo— se correspondía con la ceguera irreflexiva de una posesión entusiasmada, al otro más bien le cuadraría lo que el propio texto llama “sensatez” o buen sentido creciente a lo mejor. Pero el caso es que en lo que puede parecer una especie de palinodia, el diálogo emprende luego el elogio de la manía por encima del buen pensamiento y su territorio acotado. “Aquel que sin la locura de las musas —dice Sócrates aunque lo atribuya a Estesícoro— acuda a las puertas de la poesía, persuadido de que, como arte, va hacerse verdadero poeta, lo será imperfecto, y la obra que sea capaz de hacer, estando en su sano juicio, quedará eclipsada por la de los inspirados y posesos”. Y también: “tanto es más bella la manía que la sensatez, pues una nos la envían los dioses y la otra es cosa de los hombres.” ¿En qué quedamos? Todo se aclara un poco si pensamos que, más que una contradicción inexplicable, lo que el texto platónico nos muestra es la compatibilidad que para el griego existía entre la sinrazón poética y la inspiración religiosa. En concreto para Platón, cuyo desvelo podríamos resumir en el afán de rescatar le eficiencia del lenguaje sagrado por vía racional. Algo sin duda imposible, porque en ese espacio también específico y acotado —el religioso—, la mentira podía igualmente dejar de serlo, pero volvía a ser mentira contemplada desde afuera, racionalmente; también ahí lo insensato tenía su función, que perdía en el desdoblamiento.

Lo que estuvo vedado a Cirlot, en suma, fue, la construcción de ese paréntesis dentro del cual la integridad de lo real queda garantizada (para la razón) aunque interinamente suspendida (por la imaginación). Cirlot sentía la imposibilidad de esa suspensión, y por tanto lo irresoluble de la dialéctica de la que mana el dolor. El muy filosófico Cirlot, el nada inconsciente ni irreflexivo Cirlot, el platónico, el casi siempre heideggeriano Cirlot, acaba siendo el poeta contemporáneo que actualiza la relación del amor y la poesía con rasgos más atentos a sus raíces. Su mera consideración de la dualidad significa ya hacerse cargo de la división de los mundos, que sólo a través del amor, según él, se comunican. Y junto a ese arrostramiento, es como si la ficción antigua y la suspensión moderna respondieran, en efecto, a una verdad, pero mediante lo que antes hemos llamado con Voegelin “la supresión de la pregunta”.

Aun así, verba non res; las teorías tienen una claridad que la realidad desbarata. Ni siquiera nuestros poetas sensatos, políticos e históricos, ignoraron lo suprimido ni acotaron la verdad en “lo que inútilmente se repite”, como la teoría experiencial proponía. En “Pandémica y celeste”, sin ir más lejos, el poema quizá más alto de Jaime Gil, aparecen explícitamente los dos amores, el de Urania y el de Pandemos, el celeste y el terrestre, el divino y el humano, como en el discurso de Pausanias; ahí, al lado de toda la eventualidad promiscua del sexo, también se dice del “verdadero amor”. Y está también la observación de Ferrater acerca, precisamente, del “balanceo de la emoción (…) que carga alternativamente sobre el platillo de los apetitos fantásticos —por así decir— y sobre el de la objetividad…”. Ocurre, pues, que suprimir la pregunta no significa, naturalmente, suprimir el dolor, acabar con el sentimiento de la disociación, con la lástima de la discontinuidad. Ya lo sabe quien, incluso mucho después de despertar, recuerda el amor vivido en un sueño.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Enrique Andrés Ruiz

En la historia de la poesía en lengua española hay un antes y después de la publicación en 1954 de Poemas y antipoemas, de Nicanor Parra. Entró de golpe en la poesía el habla de las calles, desalojando la predominancia del canto y de la imagen, el reinado de Neruda y la Generación del 27, y entró a la vez ese humor áspero y subversivo que se ha convertido en una marca indeleble de la obra de Parra. “Advertencia al lector”, el primero de los antipoemas –es decir, de los textos reunidos en la última de las tres secciones de ese libro–, ya intuía las protestas que provocaría, escenificándolas en la boca de lectores imaginarios: “‘¡las risas de este libro son falsas!’, argumentarán mis detractores, / ‘sus lágrimas, ¡artificiales!’ / ‘En vez de suspirar, en estas páginas se bosteza.’ / ‘Se patalea como un niño de pecho.’ / ‘El autor se da a entender a estornudos’”. Curiosamente, Parra se equivocaba. En algún momento, es cierto, hubo voces de protesta contra la antipoesía, como el padre capuchino Prudencio Salvatierra, que preguntaba, indignado: “¿Puede admitirse que se lance al público una obra como esa, sin pies ni cabeza, que destila veneno y podredumbre, demencia y satanismo? Me han preguntado si este librito es inmoral. Un tarro de basura no es inmoral, por muchas vueltas que le demos para examinar su contenido”. Lo cierto, no obstante, es que Poemas y antipoemas tuvo una recepción bastante positiva. El mismo Neruda escribió un párrafo elogioso para la contraportada y hasta el crítico oficial de El Mercurio, “Alone”, celebraría la modernidad de Parra y su talante “impetuosamente libre”. Durante los años siguientes, y sobre todo en la década de los sesenta, la antipoesía sería leída en todo el continente americano (incluso en Estados Unidos, donde Allen Ginsberg y Lawrence Ferlinghetti fueron amigos y traductores de Parra) y se convirtió en un modelo para una generación de jóvenes que intentaban adaptarse en su verso a tiempos revolucionarios, haciendo suyas sin duda las palabras de Julio Cortázar, según las cuales en América Latina hacían falta “los Che Guevaras del lenguaje, los revolucionarios de la literatura más que los literatos de la revolución”.

            El primer hallazgo de ese libro de 1954 fue su título. Parra es un poeta que siempre ha paladeado sus títulos y a comienzos de los cincuenta barajaba varias posibilidades para el poemario. Si hubiese escogido de otra manera podríamos estar hablando aquí del “célebre autor de Oxford 1950” o “de Entre las nubes silba la serpiente”, pero no, eligió bien: Poemas y antipoemas tuvo tanto éxito, como título, que se fijó en la memoria de críticos y lectores y se ha hablado desde entonces de Parra como “antipoeta” y de su obra como “antipoesía”. No es poco. Los demás son poetas, los demás escriben poemas; con su prefijo “anti” Parra, en cambio, es único, y como tal figura en las historias de la literatura.

            Para entender a Parra, creo que habría que pensar en tres aspectos fundacionales de su obra: su trabajo como profesor universitario de Ciencias, las raíces populares de su poesía y su intenso contacto con la cultura anglosajona.

 

Poesía + Ciencia = Antipoesía

Parra se ganó la vida, durante décadas, como profesor de Matemáticas y Física en la Universidad de Chile. Se estrenó en la docencia en un liceo de la ciudad de su infancia, Chillán, en 1938; entre 1943 y 1945 fue becado para estudiar un postgrado en Física y Mecánica Avanzada en la Universidad de Brown, en Estados Unidos; a su regreso a Chile, fue nombrado profesor titular de Mecánica Racional en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile; entre 1949 y 1951, becado por el British Council, estudió Cosmología en la Universidad de Oxford con el prestigioso astrofísico Edward Arthur Milne. En una entrevista de 1990, Parra reflexionaría sobre la importancia de la investigación científica en su visión del mundo y, concretamente, en su obra (anti)poética: “El Principio de Relatividad y el Principio de Indeterminación, que son centrales de la Física de este siglo, a mí me llamaron mucho la atención desde el comienzo. Creo que sin esos principios yo no me hubiera atrevido a relativizar, ni tampoco a indeterminar. Relativizar, porque la ironía es un método de distanciamiento”; la Física le enseñó que “es muy difícil hacer aseveraciones tajantes, que el terreno que pisamos es muy débil”, y él –como ciudadano, poeta y antipoeta– no ha hecho más que trasladar los principios de relatividad e indeterminación “al campo de la política, de la cultura, de la literatura y de la sociología”.

            Me parece curioso que Parra tenía, ya en la época en que escribía sus primeros antipoemas, una aguda conciencia respecto a estos vínculos con la ciencia. En una poética escrita para la antología 13 poetas chilenos, de 1948, afirmó que se sentía “más cerca del hombre de ciencia que es el novelista que del poeta en su acepción restringida”, y que “el lenguaje periodístico de un Dostoievski, de un Kafka o de un Sartre, cuadran mejor con mi temperamento que las acrobacias verbales de un Góngora o de un ‘modernista’ tomado al azar”. La idea del novelista como un hombre de ciencia es reveladora, porque es claro que Parra se identificaba con la indagación del hombre y la sociedad contemporáneos emprendida por los narradores mencionados. Por otra parte, declaraba su interés, como poeta-científico, no tanto por la angustia, la desesperación y la nostalgia –“aspectos parciales del alma humana”– como por “la frustración y la histeria, factores determinantes de la vida moderna”.

  ¿En qué sentido podríamos ver en un texto como “Los vicios del mundo moderno”, tal vez el más conocido de Poemas y antipoemas, ese trabajo de investigación y análisis cuasi-científico? En primer lugar, habría que decir que se trata, como casi todos los antipoemas, de un texto situado en la gran ciudad, que percibe en la vida urbana la experiencia arquetípica de la modernidad, pero que habla no solo sobre esa experiencia sino a partir de ella. La voz que habla no ofrece una denuncia fríamente razonada y organizada de los vicios modernos; más bien, accedemos como lectores al proceso de razonamiento de alguien que se esfuerza por aclarar y argumentar sus ideas sobre la modernidad pero es incapaz de hacerlo: se distrae, se confunde, se deja llevar obsesivamente por extrañas imágenes oníricas (“El mundo moderno es una gran cloaca: / los restoranes de lujo están atestados de cadáveres / digestivos y de pájaros que vuelan peligrosamente a escasa altura”), y cuando se pone a enumerar los vicios su discurso acelera vertiginosamente y empieza a incluir elementos disparatados que son cualquier cosa menos un vicio. Por último, nuestra sensación –como lectores– de estar leyendo o escuchando a alguien que delira, que no sabe construir un argumento racional, nos lleva a pensar que el “autor” no puede estar de acuerdo con lo que dice, y que se trata en realidad de un personaje. Los profesores y estudiosos de la poesía repiten siempre que no es el autor biográfico quien habla en el poema, que hay que distinguir el “hablante” del “autor”; en la práctica, sin embargo, estamos acostumbrados a sentir, si no una identificación entre hablante y autor, sí una especie de respaldo por parte de este, una aceptación y no cuestionamiento de lo que se dice en el poema.

No es así en Parra. En una carta enviada desde Oxford, a su amigo Tomás Lago, en noviembre de 1949, volvió a vincular poesía y ciencia: “es necesario mirar a mis últimas poesías como hacia una ciencia literaria nueva”. Había que abandonar la “poesía egocéntrica de nuestros antepasados” en busca de una “reproducción objetiva de una realidad psicológica”, la cual no se conseguía “tratando de mostrar solo aquello que se considera revestido de cierta dignidad. Un poema debe ser una especie de corte practicado en la totalidad del ser humano, en el cual se vean todos los hilos y todos los nervios, las fibras musculares y los huesos, las arterias, las venas, los pensamientos, las imágenes, las asociaciones, etc., etc.”. En fin: el poeta “debe ser un ojo que mira a través de un microscopio en cuyo extremo pulula una fauna microbiana”. El sujeto delirante que habla en “Los vicios del mundo moderno” y en casi toda la antipoesía es, precisamente, eso: fauna microbiana, un objeto de análisis e investigación, y como “hombre moderno” un caso ejemplar de histeria y frustración para el poeta-científico, que elabora –con el frío, y a menudo irónico, distanciamiento de rigor– su discurso sobre el caso.

En libros posteriores, como Versos de salón (1962) y Obra gruesa (1969), Parra seguiría trabajando con técnicas narrativas y dramáticas sobre personajes antipoéticos literalmente fuera de sí, con los cuales pretendía encarnar de algún modo la precariedad psíquica –enajenación, sobresaturación de estímulos y siempre la frustración y la histeria– de los habitantes de nuestras masificadas urbes modernas. En esos nuevos libros, como el propio Parra ha señalado en entrevistas, el personaje se convertía en una especie de energúmeno que iba vociferando sus mensajes inconexos –a veces agresivos, otras veces patéticos– a interlocutores que no respondían, no le hacían caso o procuraban evitarlo.

Quizá la culminación de este trabajo de análisis e investigación haya sido la recreación del personaje histórico, Domingo Zárate Vega (El “Cristo de Elqui”), como personaje de sus libros Sermones y prédicas del Cristo de Elqui (1977) y Nuevos sermones y prédicas del Cristo de Elqui (1979). Parra había conocido en su juventud a este predicador ambulante, que vendía sus folletos y declamaba sus sermones en los parques de Santiago, y lo escogió como un alter ego apto para los años más oscuros de la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990). Escudarse tras la identidad y la voz de un Cristo de Elqui tan delirante como lúcido permitía al antipoeta resaltar la naturaleza “ficcional” de su obra y tratar temas –el abusos de los derechos humanos, los campos de concentración y tortura, la falta de libertad de expresión– que de otro modo habrían sido simplemente imposibles, y quizás incluso suicidas, en el enrarecido clima de miedo, censura y autocensura.

 

Poesía popular + poesía culta = Antipoesía

Nicanor Parra se crió en la ciudad de Chillán, situada en el valle central de Chile a unos 400 kilómetros al sur de Santiago. Al igual que sus numerosos hermanos –entre ellos los notables músicos y cantautores Violeta y Roberto–, se nutrió desde la infancia de la música y la poesía populares, y en alguna ocasión señaló que allí, en los suburbios de Chillán, nació la antipoesía, cuando él y sus amigos jugaban con la estrofa de una copla –“En una mesa te puse / un ramillete de flores, / María no seas ingrata, / regálame tus amores”–, haciendo una versión propia cargada de picardía infantil o preadolescente: “En una mesa te puse / un plato de chicharrones, / María no seas ingrata, / y abájate los calzones”.

            Parra se estrenó como poeta a finales de los años treinta. Impresionado, como tantos escritores de la época, por la noticia del fusilamiento de Federico García Lorca, intentó adaptar el Romancero gitano a un contexto chileno en Cancionero sin nombre, una obra que arrastraba muchos tics del granadino pero ganó el importante Premio Municipal de Poesía de Santiago en 1938. En ella estaban el léxico decorativo de la albahaca, el jazmín, las luciérnagas y el nácar y también una reformulación sui generis de las repeticiones lorquianas (“mira, mira”, “luna, luna”): “Pero hablando en serio serio / que nadie me niega niega / que cuando subo a caballo / me pongo mis dos espuelas”. Ahora bien, ya están los primeros indicios del antipoeta en ese primer libro: en las formas narrativas y dramáticas de Lorca trasladadas al mundo popular chileno, en los personajes comunes despojados de toda estilización y dignidad, en un lenguaje a veces brutalmente coloquial y en las altas dosis de humor. El tono desafiante y agresivo habitual en la antipoesía se hacía presente, además, desde los primeros versos del libro:

 

Déjeme pasar, señora,

que voy a comerme un ángel,

con una rama de bronce

yo lo mataré en la calle.

             

No se asuste usted, señora,

que yo no he matado a nadie.

 

La lección más importante que aportó Lorca a Parra fue la conciencia de que era posible franquear el abismo que había separado, de manera aún más nítida en Chile que en España, la tradición de la poesía culta de la poesía popular de raigambre oral. No existían clásicos chilenos como Quevedo, Góngora o Sor Juana Inés de la Cruz que se hubiesen explayado con destreza en ambas tradiciones. Esa lección lorquiana llevó a Parra, en obras posteriores, a un diálogo fructífero no con el romance español, sino con la tradición de estirpe hispana pero libremente desarrolladas en Chile de la “Lira popular”, las coplas y las cuecas, donde los elementos narrativos y dramáticos convivirían con mucho humor, con un lenguaje coloquial y con personajes y historias de la vida cotidiana. En gran medida, la antipoesía constituye una puesta al día de estos elementos dentro del molde culto y “moderno” del versolibrismo y del endecasílabo, que Parra maneja con insospechada maestría.

A lo largo de su vida, no obstante, Parra ha vuelto periódicamente a la poesía popular de octosílabos y rima asonante. Hay textos populares en las dos primeras secciones de Poemas y antipoemas; en 1958 publicó La cueca larga, un breve libro de cuatro poemas, dos de los cuales fueron musicalizados por su hermana Violeta; más tarde, en 1983, publicaría Coplas de navidad (antivillancico), y hay poemas populares también en el libro Hojas de Parra de 1985. En octubre de 2004, un “Especial Parra” publicado por la revista chilena The Clinic para festejar los noventa años del antipoeta, incluyó una selección inédita de las “Coplas de San Fabián”, muchas de ellas –se afirmaba– recopiladas en 1997 durante un viaje de Parra a su pueblo natal de San Fabián de Alico. Son coplas, se diría, del Chile más profundo: “Un cura se puso a miar / debajo de un limón verde / pasó una monja y le dijo / perro que ladra no muerde”; “Un cura se puso a miar / arriba una sepoltura / salió el difunto y le dijo / cuidao con la pintura”.

 

Poesía chilena + poesía anglosajona = Antipoesía

Los dos años que vivió Parra en Oxford (1949-1951) lo afianzaron en sus búsquedas antipoéticas. Carlos Bousoño, cuya Teoría de la expresión poética se publicó por primera vez en 1952 y sería durante décadas el libro más prestigioso de teoría poética en lengua española, planteaba una oposición central entre lo poético y lo cómico. Habría sido impensable en el mundo anglosajón. No es extraño, entonces, que Parra haya llegado en sus lecturas inglesas a las figuras canónicas de T.S. Eliot y W.H. Auden, dos poetas fríos, analíticos, y con notables momentos de comicidad en su obra; a Ezra Pound, cuya poesía estaba llena de “personae” y voces y que también había planteado, en un poema titulado “Salutation the Second”, las quejas y protestas de lectores imaginarios; a William Carlos Williams, que buscaba como Parra una poesía que respirara con los ritmos del habla; y también –Oxford, a fin de cuentas, es la cuna de los estudios clásicos– a Aristófanes, el fundador de la Comedia en Occidente, y a quien Parra mencionaría al final de ese antipoema inaugural “Advertencia al lector”:

 

Los pájaros de Aristófanes

Enterraban en sus propias cabezas

Los cadáveres de sus padres.

(Cada pájaro era un verdadero cementerio volante).

A mi modo de ver

Ha llegado la hora de modernizar esta ceremonia

¡Y yo entierro mis plumas en la cabeza de los señores lectores!

 

            Si el Romancero gitano significó para Parra la dignificación de la poesía popular, sus lecturas inglesas constituían una dignificación del humor en la poesía. Hay lectores en España, fieles a la tradición de Bousoño, que han visto en la comicidad de la antipoesía una marca de superficialidad, pero el humor y la ironía del chileno están directamente relacionados al espíritu crítico, a esa mirada analítica y distanciada, esa grieta establecida entre el “autor” y su hablante. Por eso, en “La montaña rusa”, una breve poética que forma parte de Versos de salón, Parra rechazaba la figura del “tonto solemne” que había acaparado la poesía “durante medio siglo”; y en ese mismo año de 1962, en medio del discurso que impartió cuando Neruda se recibió como doctor “honoris causa” en la Universidad de Chile, Parra perfiló la más iluminadora –a mi juicio– de sus artes poéticas. Comenzaba así:

 

La seriedad con el ceño fruncido

(Se lee en uno de los antipoemas)

Es una seriedad de solterona

La seriedad con el ceño fruncido

Es una seriedad de juez de letras

La seriedad con el ceño fruncido

Es una seriedad de cura párroco

La verdadera seriedad es otra:

La seriedad de Kafka

La seriedad de Carlitos Chaplin

La seriedad de Chejov

La seriedad del autor del Quijote

La seriedad del hombre de gafas

(Érase un hombre a una nariz pegado

Érase una nariz superlativa)

 

Habría que imaginar, en la primera fila del auditorio, la incomodidad del homenajeado y muy narigudo Neruda.

 

Artefactos y trabajos prácticos

La trayectoria de Nicanor Parra como poeta visual se inició con “El Quebrantahuesos”, un diario mural hecho a base de un collage de recortes periodísticos que preparó en 1952 junto con Enrique Lihn y Alejandro Jodorowsky, y que se exponía en un escaparate del centro de Santiago.

            A mediados de los años sesenta, a raíz de su conocimiento en Estados Unidos de la contracultura y la escritura mural, Parra se embarcó en la creación de breves y afilados textos epigramáticos, pensando en un primer momento unirlos en un libro bajo el título de W.C. Poems, pero decidiendo al final bautizarlos como “artefactos”. Fascinaron a numerosos escritores y críticos de la época. El poeta y crítico venezolano Guillermo Sucre comparaba al chileno con Samuel Beckett en su ruptura del hilo discursivo y su “reducción total de los medios expresivos”; el crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal hablaba de una “poesía que opera sobre el filo mismo de la nada poética”, mientras que el narrador chileno Antonio Skármeta celebraba esas “últimas composiciones, los epigramáticos artefactos, alados puñetazos, más desbordantes en su parquedad que un romance”, como “la más incisiva vanguardia de Latinoamérica”. En 1972, se publicó Artefactos, no en forma de libro sino como una caja de tarjetas postales, en la que los textos dialogaban con ilustraciones de Guillermo Tejeda. La obra suscitó una encendida polémica. En el ambiente ideológicamente crispado de la época, Parra –un “francotirador” que disparaba sus ironías a diestra y siniestra– se había convertido en persona non grata en grandes sectores de la izquierda chilena e hispanoamericana, y el humor de sus artefactos –por ejemplo: “Donde cantan y bailan los poetas / no te metas Allende / no te metas”; “Cuba sí / yankees también”; “La izquierda y la derecha unidas / jamás serán vencidas”– cayó particularmente mal en el contexto de la guerra de Vietnam y de la crisis cada vez más marcada que vivía el gobierno chileno de la Unidad Popular.

 

Parra siguió en Chile después del golpe militar de septiembre de 1973, y formaría parte de ese “exilio interior” de intelectuales que poco a poco superaron el miedo y el estupor para articular una voz opositora a la dictadura. En 1975, en la revista Manuscritos, se publicaron los ejemplares sobrevivientes del diario mural “El Quebrantahuesos”, y una serie de poemas visuales titulados “news from nowhere”, entre los cuales destacaba el texto “Filosofía natural” incluido arriba. A partir de comienzos de los ochenta, Parra se convirtió al ecologismo y tanto en el folleto Ecopoemas de 1982 como la antología Poesía política de 1983 volvió a reivindicar una superación de la oposición izquierda-derecha, pero desde una perspectiva ahora verde: “Socialistas y capitalistas del mundo uníos / antes que sea demasiado tarde”. En ese mismo año de 1983, Parra publicó una nueva caja de 250 tarjetas postales, Chistes parra desorientar a la policía poesía, con textos de contenido metapoético, ecológico y de oposición a la dictadura, dialogando esta vez con la obra de cuarenta artistas visuales.

Durante los años siguientes, Parra empezó a experimentar con lo que llamaba sus “trabajos prácticos”, objetos de desecho que intervenía con espíritu dadaísta –o neodadaísta–, sacándolos de sus contextos habituales y agregando un breve texto, escrito a mano, que sirviese como título. Así, una botella de Coca-Cola recibía como título “Mensaje en una botella”; un crucifijo vacío: “Voy y vuelvo”; un crucifijo con Cristo clavado: “El que pierde gana”; una bombilla rota: “El insecto de Edison”. Los trabajos prácticos se expusieron por primera vez en 1992, en Valencia y Chicago, en una muestra conjunta de obras de Parra y de Joan Brossa. A partir de ese año, el chileno empezó a experimentar con un personaje –un “corazón con patas” llamado inicialmente “El hablante lírico” y más tarde “Mr. Nobody”–, dibujándolo habitualmente sobre las bandejitas de cartón que se utilizan en las pastelerías, con una mano levantada señalando el texto de turno: “Respuesta del oráculo / hagas lo que hagas te arrepentirás”; “Muchos los problemas / una la solución: / economía mapuche de subsistencia”; “Yankee go home / & take me with you”.

            En 2001, se celebró una imponente exponente de los trabajos prácticos, rebautizados ahora como “Artefactos visuales”, en la Fundación Telefónica primero de Madrid y luego de Santiago. Cinco años después, en el Centro Cultural Palacio de la Moneda de Santiago, hubo una nueva y muy polémica macroexposición de “Obras públicas”.

 

Parra desde los años noventa

Hay escritores renombrados que a partir de cierta edad caen en la complacencia y en la reiteración ad infinitum de códigos ya conocidos de sobra. El caso de Parra ha sido excepcional. A partir del regreso de la Democracia, en 1990, ha desarrollado la impresionante trayectoria de su poesía visual que acabo de mencionar, pero se ha dedicado a la vez a otros dos proyectos literarios de alto voltaje.

            En 1990, se le encargó a Parra una versión de El rey Lear de Shakespeare para un montaje de la Escuela de Teatro de la Universidad Católica. El encargo lo fascinó, y Parra se dedicó en cuerpo y alma al estudio y traducción de la obra, que sería estrenada con gran éxito en abril de 1992; siguió revisando el texto durante más de dos décadas, hasta su publicación en Chile, con el título Lear Rey & Mendigo, en 2004. Se trata de una versión escrupulosamente leal al texto de Shakespeare pero a la vez libre y desafiante en su pertinencia lingüística a Chile y al siglo XXI.

            En noviembre de 1991, durante su recepción en Guadalajara, México, del Premio Juan Rulfo, Parra leyó el primero de sus “Discursos de sobremesa”, un nuevo género poético que inventó para lidiar con las obligaciones a las que se vería sometido cada vez con mayor frecuencia, como homenajeado, premiado o invitado de honor. Son textos que juegan con las fórmulas protocolarias de cualquier discurso formal –los agradecimientos de rigor, la falsa modestia, etc.–, y en los que Parra se autorretrata a sí mismo como personaje, problematizando de nuevo la identificación entre hablante y autor. El ser grotescamente vanidoso que habla en estos discursos es y no es Parra. Los resultados son deslumbrantes y han significado, desde luego, una forma dignísima de evitar los discursos soporíferos, plagados de tópicos, que hasta los grandes intelectuales se ven obligados muchas veces a reiterar.

            No puede haber, me parece, mejor forma de celebrar los cien años de Nicanor Parra que con una muestra de versos tomados de algunos de sus discursos de sobremesa.

 

            “Agradezco los narco-dólares / Harta falta que me venían haciendo / Pero mi gran trofeo es Pedro Páramo / No sé qué decir / A los 77 años de edad / he visto la luz / + que la luz he visto las tinieblas”

 

            “No me explico Señor Rector / las razones que pudo tener el jurado / para asignarme a mí / que soy el último de la lista / una medalla de tantos quilates”

 

            “Hay una sola explicación posible / El estado precario de salud / en que se debate el anciano decrépito: / Primaron las razones humanitarias / sobre las académicas & científicas / Éste es un premio a la longevidad / Acabo de salir / de mi tercera operación a la próstata / To P or not to P / that is the question”

 

            “Qué me propongo hacer con tanta plata? / Lo primero de todo la salud / En segundo lugar / reconstruir la Torre de Marfil / que se vino abajo con el terremoto. // Ponerme al día con impuestos internos // Y una silla de ruedas X si las moscas...”

 

            “Gracias Señor Rector / por este premio / tan contundente como inmerecido / Soy un monstruo insaciable / no puedo rechazarlo / Todas las flores me parecen pocas: / Es un honor muy grande para mí”.

Escrito en Lecturas Turia por Niall Binns

 Silencio, son noches estrelladas pirenaicas…, cordilleras y valles sin contaminación…, contemplando luminosos espacios; repaso los apodos de las constelaciones preferidas…, recibo los mensajes inconclusos de dragones azules mientras dan otro premio a José Antonio —amigo, hermano, malherido por ráfagas de tantos homenajes, pero lúcido, lúdico, hasta el fin...— y te vislumbro y sigo:

 

Ya ves, Miguel, que el cielo modifica sus bártulos casi todas las noches. Aquí también, pero con poca contundencia. La OPI está muy vieja.

 

Debe ser lo normal, pues los recuerdos —aun siendo procesados en altas horas de la madrugada— reflotan empapados, semihundidos, en este ordenador de mis infartos. Hay que escurrirlos…, gota a gota. Escurro, rasgo…, exprimo los olvidos.

 

Te mando intermitencias con troyanos para el cosmos-debate de tu cincuenta y tantos no sé qué. Las gotas caen al Turia…, y yo sigo mirando firmamentos.

 

No consigo ver Cáncer, el signo donde te hallas (como la barca de oro). Pero sigo inhalando fascinaciones del zodiaco con musas sondormidas y legañosas…, torno a evocar tus antipreceptivas políticas, sociales, insoportables o poéticas…, desde mi Capricornio surrealista, motaraz y de cola de sirena.

 

Las cenas de los gordos culturales están de moda por aquí. No se permite entrar en los corrillos a los no acreditados como voceras imperantes, si no llevan disfraz de intelectuales que denote que son considerados leídos…, “mu leídos”. Nuestros antiguos colilleros —y nuestro búho y nuestro gordo auténticos— eran más tolerantes. Cierto que en esa época también se recriaban radicales instigados por Santiago Lagunas o por ti, o por Buñuel y Luis García-Abrines, o por Pinillos y Perico Marín… Había recuas de borrachos, sin adicciones conocidas a la tortilla de patata, que ponían algún impedimento. Pero entrar en la OPI era muy fácil: todo podía depender de nuestro signo zodiacal dominante, en los momentos iniciáticos de nuestra aparición por Niké…, o de si caías en la gracia divina del chungón Gordo-Antonio, o del mirón maledicente Búho, para que no te hicieran imposible la vida y el café.

 

Tú viniste a nacer por el año 21 de nuestro siglo 20 patafísico, pero yo aterricé en el 35 junto a tu hermano José Antonio; unas generaciones más o menos denotan pocas diferencias en las secuencias de las espirales y de las teorías de las brañas y cuerdas. Pero tuvimos ocasiones de sufrir al unísono y de poner a prueba nuestras risas con la mandíbula batiente…, batiente y combatiente.

 

Mis primeros recuerdos, algo nubepensantes, sobre ti, son de cuando contaba trece años: tú ya eras el poeta incomprendido, pero también “el peladilla” para tus malvados discípulos. Te rememoro recomendándonos literatura junto a Pedro Dicenta. Nos dejabáis pillar muy libérrimamente…, cuantos libros queríamos de la biblioteca de la vela (hasta los incluidos en el índice consagrado por otros). Tú, Miguel, nos decías: para ser unos buenos transgresores lo mejor es San Juan de la Cruz (a pesar de ser santo), Homero, Gila..., y yo mismo.

 

Y una profunda voz de los espacios del rapsoda Pío Fernández Cueto…, ratificaba: “los mejores poetas del mundo, de todos los tiempos, son: Homero, Shakespeare, Labordeta y Pinillos” (risas).

 

Sí, amigo ciudadano, tú ya recomendabas que tanto tú como nosotros, debíamos tragarnos la podredumbre de la vida en broma; menos mal…, poemando. Pero nunca sabíamos cuándo hablabas en serio porque eras un somarda. Recordamos cuando nos explicabas la historia paradoxiana de las luchas de las clases sociales. Tenías un humor surrealista aragonés que se metía con el resto del mundo, pero con absoluta seriedad.

 

Se oye una voz, en off de los espacios, que sorpresivamente nos inquiere: —¿Y cómo era Miguel en las tertulias?

 

Pues Miguel se reía de sí mismo cuando hablaba o rugía, no practicaba la gravedad profesoral, no hacía frases largas ni preparadas, ni solemnes; era irónico, divertido, burlón…, por el contrario…, su poesía era larga y muy ancha, con versos casi interminables, de los que no acababan nunca ni deberían acabar aún. Nunca leyó ninguno en la tertulia.

 

Voz insistente y preguntona en off: imagino que tú no te das por aludido con su verso “Doy clases de Historia a cretinos simpáticos”.

 

No, o mejor, sí y no, porque éramos cómplices. Buscábamos el humor inteligente del huevo de Colón y del “otro huevo de Colón”. Él tenía que reírse de nosotros como se reía de su “cara de cura…”, o de su “pepino putrefacto y feliz”. Ello nos permitía a los alumnos la insubordinación improvisada frente al programa educativo del nacional catolicismo y las esferas de influencias.

 

Ya D. Miguel abuelo, el director del cole a quien llamábamos “el patas” porque tenía las piernas gordas y pisaba muy fuerte, también manejaba la ironía frente a aquella España violenta que ignoraba la posible lucidez del absurdo. Buscábamos que la triste existencia nos provocase risa. A Miguel hijo creo que le hubiera gustado ser como otros opositores guapos que tenían mucho éxito con las mujeres. Miguel no era un joven elegante, era descuidado o más bien, desastrado; pero sobre todo era un sarcástico muy tierno que amaba y se reía de sus alumnas favoritas, o “añoraba una cita en bicicleta en el florido Parque de San Jorge con la mocosuela enemiga más bonita del mundo”.

 

Ahora sopla el frío con el viento a estas horas duras de noche pirenaica y es que…, cuando se empieza a hablar de la relación entre Miguel y las mujeres..., se nublan las estrellas…, como en aquel susurro…, de “Galaxia mía, amada mía inexistente e inmortal…”. Estuvo enamorado de varias mujeres, las más hermosas de cada curso, pero además eran guapas de mente: Pilar, Encarnación, Paulina, Laura… Quizás a Berlingtonia la incluyó por reírse de la calle de Velintonia de Madrid donde vivía Aleixandre, a quien consideraba un cursi y aflautado poeta interesante. De todas formas si nos acercamos a su “Oficina Horizonte” estaremos muy cerca de sus vivencias y sentimientos amorosos.

 

Nuevamente interrumpe la voz en off de los espacios acusatorios: no supo enfrentarse a la realidad y decidió el abandono: “Destrui definitivamente / mi obtuso despertador cardíaco” (como si se propusiera dejar de enamorarse.) Se lo buscaba.

 

Ah, no…! También parecía enamorarse de algunas pseudonovias de los amigos o poetas, Esperanza, Gloria, Beatriz, Linnette, Silvia,… Incluso siguió enamorado de mujeres lejanas y familiares…, era muy cariñoso, con su madre, con sus cuñadas…, a Juana de Grandes la quería tremendamente.

 

---La pelma voz en off sigue dando la lata: ¿y habías detectado diferencias entre el Miguel más joven y el último?

 

Nunca hubo diferencia alguna, Miguel siempre fue joven, hasta cuando murió. Jamás estuvo aislado o, mejor dicho, siempre estuvo aislado, pero consigo mismo y con sus amigotes elegidos, y entre ellos, tuvimos mucha suerte los de OPI, lo recordamos siempre joven, con la cara de torta, la calva prematura…, pero su alegría interior de chico malo se le escapaba siempre cuando se ponía estupendo.

 

(Música de cine y bulla de tasca, olor a cigarros “Ideales”)

 

Voz preguntona en off: ¿y tú recuerdas cuando se fue a Madrid “con una escoba espiritual en la maleta”?

 

No coincidí. Pude vivir su mundo de Madrid pero sin él, con sus amigos y sobre todo con Dicenta. Yo solía frecuentar Madrid con mi padre, como Abogados con causas en el T. S. y quedábamos con Pedro Dicenta (amigo de ambos), con Novais (director de Le Monde en Madrid)…, e íbamos de tabernas, diletantes…, en el Ateneo nos juntábamos con toda la retahíla de jóvenes poetas, pero ya carcamales muchos de ellos, y empezábamos los primeros vinos por la zona de Echegaray, calle Príncipe, Cuevas de Sésamo, donde Dicenta tenía otra tertulia, el bar de la Abuela, bares de toreros y de tapeo… Dicenta había sido un gran guía de Miguel en Madrid y de Madrid sin Miguel. Sé más o menos lo que sabemos todos por sus poemas.

 

Pero hoy, en el Pirineo, siguen brillando las estrellas como lo hacían en Canfranc cuando las miraba Miguel; hoy conectamos como Ciudadanos del Universo y el firmamento nos transporta con emoción-luz-panorámica hasta los cineclubs que él frecuentaba: Losey, la Nouvelle Vague, Murnau, Einsenstein, Manolo Rotellar, Buster Keaton… Terminábamos recitando a este último con efluvios exiliados de Rafael Alberti y Pío Fernández Cueto, y con aquella novia Georgina que era su verdadera vaca. Pero en lugar de correr por los campos se iba al fútbol los domingos con aquella “Ululante muchedumbre de energúmenos en flor”. Miguel iba al fútbol, le encantaban los estallidos sociales: provocar, protestar, hacer el muermo y molestar a los espectadores: esto va mal…, ¡muy mal! (y llevábamos tres goles de ventaja)..., esto se va a poner peor, era un cenizo, siempre llegaba tarde para poder hacer preguntas intempestivas: ¿cómo van, cómo van?, ¿seguro?..., seguro que la vamos a palmar… Y luego componía sus poemas a esas muchedumbres que llenaban los graderíos: “espléndida cosecha de calaveras para el año 2.000”. Con el fútbol, se quejaba de todo, de los periodistas, de los jugadores…; a él le hubiera gustado ser un buen futbolista, grandes negocios, decía…, de compraventa…, de traspasos y cambios fenomenales…, y los árbitros tienen toda la culpa…, y cuánto habrán cobrado por los fichajes…, sobre todo el linier.

 

Miguel era muy tímido, como sus hermanos José Antonio y Donato, pero les gustaba salir de la timidez con ingeniosas chorradas socarronas. ¡Cuánto le gustaba hacer el gamberro a Miguel!, nos hacía faenas, salíamos del cine y tocaba un pito tremendo de árbitro…, y como era de noche venían los serenos: él ponía cara de serio director de colegio y nos dejaba a los demás con el culo al aire. Noctabulábamos por las callejas del Boterón y de La Seo, cantábamos al Deán bajo el Arco mudéjar…, procazmente Miguel las repetía…, todos nos esmerábamos para decir las máximas tontadas. Seguíamos de bares…, pero Miguel no bebía vino, le gustaba el agua mineral con gas y con tapas, muchas tapas; las banderillas las cogía de las caras, de güevo duro, de gambas… entrábamos en un bar y comenzaba su cosecha de tapas, comiéndolas deprisa para que no lo viese el barman…, los demás comíamos alguna pero nos daba vergüenza; era muy generoso e iba a invitar pero hacía sufrir algo a los del mostrador, y al final preguntaba: ¿se debe algo?, ¿lleváis dinero alguno de vosotros? Luego, casi siempre pagaba él.

 

Miguel elevaba a sagrado lo cotidiano sin sentido…, se inventaba entes divinos especiales para cada caso…, le encantaban los chistes de apóstoles, de Cristo, de Abraham, tenía un toque humano de humor irreverente, una cultura que nacía en los clásicos: Homero, Sófocles, Aristófanes y se perdía en el mundo esotérico remoto, porque leía de todo…, incluso a los físicos relativistas, a los alquimistas y a muchos esotéricos... Conocía a Confucio y a Zoroastro a través de Nietzsche. Miguel había leído a Dante, Milton, profundamente la Divina Comedia…, y todo ello le influyó y le reveló muchísimo…, y el existencialismo interior y el absurdo extensivo, Kafka, Ionesco, Sartre, Camus, Kierkegaard, Beckett… No era fácil “existenciar la vida en esos tiempos”…, y menos en España, pero intentábamos hacerlo.

 

Vivió, con fundamento su gusanera zaragozana..., era una esponja con agujeros negros y predispuesta a estímulos y luces de todas las vanguardias; también vivió, aunque poco, Madrid, París, Londres…, pero fue en Zaragoza, entre San Cayetano y el Mercado, donde supo encontrar un todo planetario de gentes —desde Luis García Abrines hasta Vicente Cazcarra— que comprendían desde lo más disparatado hasta lo más responsable, para contradecir ideas y vivencias, e incluso muertes provisionales o conclusas, pues de Luis García Abrines se han ido publicando sucesivas esquelas necrológicas, y aún colea (creemos). Sea por muchos años.

 

Compartí con Miguel y los Jounakos y Opicilos vida de merendolas —y de cafés y bares bastante intermitentes, en los que combinábamos la marginalidad cultural con la poesía y la risa, con predominio de esta última. Tragos amargos como la censura, o como tal amigo se muere, o tal se ha ido del pueblo para siempre, o a tal podemos verlo en la cárcel…, o la mano de hostias o torturas que le han pegado a tal…, íbamos superándolos con nuestras nubes de humor negro (bien cuidadas y bien estercoladas, como dijera aquel otro Miguel..., y Gila, Chummy, Mingote las codornices, los poetas absurdos, los ultraístas y los atragantados por los sorbos amargos de la vida…, nos ayudábamos a encontrar evasiones, como eran los libreros Víctor Bailo y Pepe Alcrudo, que dio nombre al “Grupo Pórtico”. Ellos ayudaron mucho a los vanguardistas…, ¡¡¡vaya pintores-planetas que eran Santiago Lagunas, Aguayo, Orús, Laguardia, Vera…!!!

 

Miguel fue el elemento aglutinante de aquel “gazpacho literario” (retruécano creado por el Búho y referido a la revista que publicaba el mismo Miguel, Despacho literario) de poetas y absurdos. Los opicilos iban y venían.

 

Voz espacial en off: yo me imagino a Miguel como un faro curioseando Zaragoza; me sorprende cómo atraía y aprovechaba todo; a unos los contrataba para el colegio y..., que Eduardo Cirlot e Ibarrola hacen la mili en Zaragoza… “¡pues que vengan al Niké!”. Y los que pasan unos días, también otros frecuentes visitantes como Cirlot, Gabriel Celaya o Blas de Otero o Fernández Molina…, seguían viniendo a saltos… Fernández Molina se instaló definitivamente en Zaragoza justo cuando murió Miguel.

 

Cerremos los ojos y pidamos un deseo, unas imágenes de los primeros decorados de Oficina de horizonte pintados por Ibarrola. Sugerían espelungas marinas de colores faubistas con andamios simuladores de una escala de faro abandonado, con cuevas y lucernarios para otear diversos horizontes…, y allí aparece Ángel, vociferando poemas surrealistas con gestos teatrales, contagiando sus amores locos a los espectadores: la obra se estrenó en el Teatro Argensola y la acción transcurría subiendo y bajando a lo alto del faro; recuerdo a Pío Fernández Cueto cuando lo interpretó, vestido de arlequín totalmente amarillo de plexiglas, con botas altas negras y brillantes, el director fue Pedro Dicenta; también había un departamento telegráfico para conectar con otros planetas, una especie de laboratorio telefónico-telepático, teledirigido, teletodo…, en línea directa con los dragones. Las dos actrices (musas contrapuestas) se repartían los despojos de Ángel hasta su aniquilación final por las fuerzas del orden. La voz en off de Saturno era emitida, con reverberaciones e intermitencias por José Antonio Labordeta,

 

Voz preguntona en off: ¿Fue muy grande la influencia de Miguel en Niké?

 

E.- En la OPI, que no en Niké, todos influían en todos y procuraban no influir en nadie, porque casi todos querían romper con casi todo y ser creadores por sí mismos. Miguel se dirigía siempre a las vanguardias y a la juventud. Le dolían las épocas que le había tocado vivir creyendo en los mayores. Tenía una gracia loca, lo pasábamos en grande con él…, compartíamos algunas trayectorias poéticas y artísticas, de las más rompedoras.

 

Algunos de los símbolos labordetianos nos causaron impactos duraderos; uno de ellos fue aquel de Valdemargris, habitante de 30 años de edad cuando lanza su mensaje de primavera a todos los jóvenes del mundo, una contraposición a los carcas, a los indiferentes, a los dogmáticos… Miguel en su poeta se lanzaba de manera profética para lo bueno y para lo malo, buscaba oxímoros y contrastes tremendos, le gustaban localmente y además todos hemos sido oximoronianos en el sentido mejor de las palabras, es decir, en poético lo que de otra forma sería maniqueísmo. Te permitía hacer los contrastes enormes y confundirlos y fundirlos, y tanto un significado como el otro te podían causar un impacto-amor como el que desprendía la poesía de Miguel y como creemos que él sentía o al menos nos hacía sentir a sus alumnos, discípulos, compañeros más jóvenes…

 

Mirando al este parece oírse a Labordeta discutiendo con Celaya…, o quizá es sólo el gran poema con el que Gabriel le escribió a su amigo Miguel. Se descubre a través del gran poema una visión crítica del libertario mundo labordetiano, plasmada desde moldes de un mundo comunista… Miguel ya mantenía sus diatribas agudas con Otero, Celaya, Dicenta y otros varios, entre los que contaba su querido discípulo Vicente Cazcarra, el jovencísimo Rey del Corral, Gómez de Pablos o el sociólogo Mario Gaviria, a quien consideraba comunista-yeyé.

 

Voz preguntona en off: ¿y sentía mucho las injusticias del mundo?

 

Totalmente en su piel y en sus poros, las trasladaba a sí mismo y en su mundo retrataba las profesiones elegidas: funcionarios, notarios…, salvando amigos como Ramón Laguna, gente que ganaba mucho dinero…, y sin embargo hablaba del obrero con cariño… Él denunciaba la injusticia pero la elevaba al absoluto, el mundo era injusto porque los dioses seguían siendo injustos, como dice aún Rafael Sánchez Ferlosio y como decían mucho antes el anciano de las manos traslúcidas de Lorca…, y el dios que estaba enfermo…, grave…, de Vallejo. Miguel, tanto o más que un creador lírico, fue un poeta social, lleno de innovaciones que no fueron reconocidas por las mediócratas antologías sociales. Pero hacía poemas a la sociedad de consumo mucho antes de que le asignaran tal nombre. Estaba cotidianamente al día de lo verdaderamente social, y cualquier transformación o alteración le interesaba, crítica y poéticamente, aunque se mostrara escéptico y pasota en alguno de sus poemas.

 

Hace bastante frío en las intermitencias de nuestra conexión pirenaico-astral y me llega un mensaje que dice Tao, tao, Yoga… Lo interpreto y lo siento relacionado con aquella misiva de hace tiempo: “Buenos Tauros, amigos, y hasta la quimera otoñal de Sagitario. Tao Tao”. Final del texto: “Jounakos, inventor”.

 

         La misiva ha llegado desde la Constelación zodiacal de Cáncer para un Capricornio de Zaragoza camino del otoño de 2010.

 

Escrito en Lecturas Turia por Emilio Gastón

Sangre rosa

18 de enero de 2018 12:05:21 CET

(Habla Ascensión. Farmaceútica. 2 de la tarde)

 

 

Despacho píldoras para el dolor del alma.

Puedo mirar a los ojos de un agonía

y determinar los días en que habrá sol dentro del pecho.

Mi horario es flexible,

mi humor variable,

como un termómetro de piel de melocotón.

Estoy acostumbrada

al ruido aséptico,

al nacimiento

de balanzas renqueantes,

a la tos de las aceras

y al gemido insomne de un madre recién muerta.

Mi color preferido es el blanco que se ensucia.

Detesto el goteo de las palomas

sobre el alféizar

y estoy aprendiendo

a dejar de fumarme el humo de las fábricas.

Un secreto:

            Suelo acomodarme en la barra de un bar los domingos

            y beberme el tiempo silencioso.

Tengo un novio sin sangre

que le lleva flores a la tumba de mi femineidad.

Y aunque apenas hago el amor,

siempre hay guerra en el canto de mi pubis.

Por eso bailo

            y bailo en mitad de las instrucciones.

Soy bárbara

y pequeña

y a menudo siento espanto de lo que fui.

Por eso invento un mal apócrifo

en las esquinas de mi carne

y en casa,

a salvo de las matemáticas, 

me tomo el pulso de un televisor.

No hay diferencia entre vestir un caramelo ansioso

o un corsé impregnado de mordiscos.

Y sé que la lluvia es roja

y que la espera es azul.

Alguien me contó que la felicidad

tenía cierto parecido

a la sangre adulterada de un viejo

pidiendo un cupón de descuento sobre la boca del mostrador.

Despacho vidas (de 8 a 3).

Entierro la pus de cualquier sueño.

Escrito en Lecturas Turia por Angélica Morales

Testamento

18 de enero de 2018 11:59:29 CET

A mi abuelo Antonio le dejo

mi nombre y mi miopía,

a mi padre un gesto que yo sé

y el amor desmedido por mi madre,

dueña entera

de esta nariz que le transmito.

A una rama de su familia,

la pasión por la música y las artes.

A mi tía Carmela,

cierta forma de mística.

A mi tatarabuelo Enrique, un sable,

o el gusto por los sables, no mellado

por la leva que lo puso en territorios

que yo sólo he pisado por turismo.

A mi abuela María, la mirada

y a ciertos tíos la melancolía,

que me privó de primos y de juegos

en jardines estériles.

A todo mi linaje, mi deseo

de cuerpos, que condujo hasta mi hoy,

pues crecieron y se multiplicaron

no como mis raíces, sino ramas

de esta luz que da sentido

a sus fúnebres sombras.

 

A vosotros, alocados, mi experiencia,

y a vosotros, sensatos, mi locura

que hizo que saltaseis los obstáculos.

Os lego mis sillares, mis orígenes,

y fundo vuestra estirpe en mi persona.

Cómo os moldeo, desvaídos.

Seréis como yo soy, desfigurados

vagamente por un tiempo que huye.

 

Reparto, distribuyo, dejo, doy.

Pero a ese del espejo, un parecido

que nada tiene que ver con la realidad.

 

 

                                  

Escrito en Lecturas Turia por Antonio Rivero Taravillo

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