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Mar

8 de febrero de 2018 12:41:26 CET

 

Dentro de mi cabeza escucho siempre arder

un moscardón de agua que me llama al oído

moviendo con sus trancos oleadas de alas.

 

 

Desde las nubes braman, desde el deshielo gruñen,

desde los ríos rugen esos remos del aire

a masticar la arena con sus dientes de espuma.

 

 

El cielo desgarrado refleja, mar, en ti

lichis o albaricoques encendidos de sed.

 

 

Mis ojos se levantan como faros insomnes,

oyen una invariable y hosca letanía

que habla de la vida, del tiempo, de la muerte.

 

 

Con mis piernas y brazos, con mi boca y mis poros,

trago tu soledad más grande que la mía,

inmensidad que avanza y retrocede,

avanza y retrocede sin parar.

 

Escrito en Lecturas Turia por Ángel Guinda

A la espera de la humedad

8 de febrero de 2018 12:36:49 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A la espera de la humedad, la impertinencia,

la negritud, no son virtudes extrañas para quien naciera

en una carreta colmada

de mujeres muertas. 

 

Hablo de José Garganta Dulleta, el Cojo Bonifa junior,

que acometiera con éxito al tigre de bengala César,

y que,

atribulado,

negara la existencia de capillas disimuladas

en los edificios del barrio.  

 

Ahora,

en esta calcárea residencia de mayores, en pleno auge

de fallidos organismos

bajo la advocación de la canícula nociva,

se amontonan sugerencias

cuyo origen

es el Reino de Aporía; letrados

inteligentes, figuras

del estallido, hombres

especiales que, prosternados,

proponen lápidas color vermú, dibujos

de un bribón menor, lastrado

por el peso

de sugestivas entrañas

y sagaces calcomanías. 

 

También,

alguien,

quizá invidente,

postula ‘su parecer como el Líbano’

citando a Salomón

ápud Hugo Blair

cuando evoca la dignidad, hermosura y gentileza del esposo.

Escrito en Lecturas Turia por Francisco Ferrer Lerín

El hombre que fabula

8 de febrero de 2018 12:33:25 CET

El primer recuerdo que me viene a la cabeza es el de un despacho en la Casa de la Panadería, y un balcón que daba a la Plaza Mayor. Debía ser diciembre y fui a hacerle una visita con mi hijo Julio, que entonces tenía siete u ocho años. Y digo que debía ser diciembre porque tras los saludos, cordiales, algo protocolarios delante del niño, tal vez intimidado con tanto ujier uniformado, de mangas entorchadas y ribetes, nos condujo por una serie de pasillos y dependencias llenas de archivadores y de cajas, para él supongo familiares, para nosotros laberínticos y umbríos, hasta un salón grande, vacío, con paredes desnudas y una enorme, descomunal, alfombra azul que cubría el suelo por completo y que daba al lugar una solemnidad un tanto empalagosa.

 

Lo recuerdo allí, alto, con una voz templada que rebotaba en la pared y el techo; un locutor de aquilatados adjetivos y adverbios y sustantivos limpios y notariales. Nos contaba que allí, tras de la cabalgata, cumpliendo un riguroso y regio protocolo, era donde los Reyes Magos recuperaban el resuello, el tacto de sus piernas ateridas, los colores del frío en las mejillas, antes de salir al balcón a saludar junto al alcalde: las manos enguantadas, los anillos de piedras preciosas, ostentosas y grandes como lápidas, y brillantes de un rojo, de un naranja, de un verde deslumbrante.

 

Y recuerdo la cara fascinada de mi hijo, su mano apretándome la mía, que desde entonces y durante años llamó a Luis Mateo Díez “tu amigo el de los Reyes”, que tampoco es mal mote.

 

Conductor imaginario

Allí, en aquella plaza donde siempre da el sol, cuadrangular, castiza, llena de ecos remotos, ancestrales, de circos y autos de fe, nos hemos encontrado alguna vez que otra. Hemos charlado, allí, entre el bullicio crónico de las sombrererías, los corros de turistas, con cara de despiste, de guía oficial y foto, y las terrazas con sillas de aluminio alineadas como guardiamarinas. Y allí, en La escalinata, una cafetería con asientos de terciopelo rojo y apliques de similor, hemos tomado alguna vez café, tras llegar caminando a buen paso (leonés) desde Sol.

 

E insisto, caminando, porque nunca ha sabido conducir. Y es motivo de pasmo cuando lo cuenta, más aún sabiendo que de niño pasó horas entre los conductores de autobuses y camiones que paraban entre León y Villablino, en La Magdalena, el pueblo de sus padres,  donde unos familiares regentaban el bar en el que paraban los coches de línea, y donde los conductores, que entonces eran chóferes, se tomaban un chato y un bocadillo de lomo.

 

Y en aquel tráfago de maletas de madera, bultos, paquetes, cajas aseguradas con atillos, y billetes que el conductor invalidaba por el sencillo, expeditivo método de cortarlos en dos, el pequeño Mateo jugaba con la cartera de cuero del cobrador, y se asomaba con experta curiosidad a los capós que cubrían, como caparazones, manguitos polvorientos, tubos y cables sujetos con cinta aislante, y misteriosos depósitos metálicos que echaban humo como una cafetera.

 

Y tanto trajinó con los volantes, grandes como paelleras, y las cajas de cambio, tantas curvas tomó subido a la cabina -el parabrisas que limitaba el mundo, imitando el sonido del motor con la boca-, que luego no aprendió a conducir más que de una manera imaginaria, soñada o recreada: imaginarias llaves de contacto, imaginarias manos que salían por las imaginarias ventanillas; pedales que chirriaban, despertando recónditos engranajes dentados, bielas, tornillos, ejes y tuercas también imaginarias. 

Así que es un andariego peligroso. Rápido y distraído, de piernas largas, articuladas con la aparente fragilidad de las zancudas, y una conversación ordenada y precisa que pareciera traer escrita de casa.

 

Infancia de río y desván

 En alguno de esos paseos por la plaza, abrigo largo y manos en los bolsillos, como una estatua, me habló de ese niño que vivía en la casa consistorial de Villablino, donde su padre era secretario del Ayuntamiento. Un caserón sobrio, plomizo, utilizado durante la guerra como hospital de sangre y que guardaba, allí en el desván, en ese orden incierto del pasado impreciso: cajas de libros prohibidos y salvados de la hoguera, ropa, camillas, autoclaves, y algún camastro de loza desportillada, llena de telarañas y de polvo. Allí, jugaba con sus amigos a las guerras; incursiones, emboscadas, desplomes… Y era motivo de acaloradas discusiones saber si alguno de los contendientes, aquellos niños nacidos en el eco pesado de la guerra, silenciada, estaba herido, o muerto. Los primeros eran conducidos en camilla, tras las líneas, a la cálida y protectora retaguardia de los héroes; los otros, arrinconados, las manos cruzadas sobre el pecho, los ojos cerrados, en un rincón. Sin pompa, sin honores, sin gritos ni salvas de ordenanza, ni armón, como los muertos de verdad.

 

Los muertos de los que todavía se hablaba a escondidas a mediados de los años cuarenta: gestos alertados de silencio, palabras recelosas bajo el eco remoto, fatal, de la tragedia: disparos en el monte, camionetas cargadas de guardias, largos fusiles, capotes, y leyendas de huidos…

 

Algo de aquel mundo legendario, de alacenas y sábanas, orfandad y misterio ha quedado después en sus historias. Un mundo imaginario de silencios, ancestral y remoto, como la nieve, el frío.

 

Y allí andaba aquel niño, un tanto atribulado, no especialmente simpático y algo llorón –confiesa-, que sin embargo tenía una cierta predilección por fabular. Una facilidad para inventar historias, contarlas y, a partir de un momento, hacia los doce años, escribirlas.

Su hermano Antón las editaba, y las vendía por el pueblo cobrando en caramelos, o en bolitas de anís.

 

Así que aquel niño escritor –entrañable, patética figura- vivió ya desde entonces las glorias del triunfo: la vanidad, el halago, la crítica, las opiniones, no siempre complacientes, de los lectores… Y ya entonces  algo de esa pasión extrema por el lenguaje. Un exquisito celo de alquimista con el que elige cada palabra, selecta y expresiva, como se seleccionan albaricoques en una frutería.

 

Palabras que desvelan, en aquello que nombran, con pasmosa naturalidad, el hallazgo secreto, inadvertido pero al tiempo certero de que eso se ha llamado así siempre.

 

Rulfo y El llano en llamas

 Y cuenta que fue Rulfo, El llano en llamas. Estudiaba Derecho en Oviedo y en la biblioteca Feijoo alguien le habló, o se topo con Rulfo, y fue un deslumbramiento, una impresión feliz y extraordinaria. Tanto que se resistió a devolver el libro, acumulando sellos rojos en la ficha, amenazas, miradas incendiarias de la bibliotecaria, hasta que compró un ejemplar para él. Rulfo que abrió la espita, tras las lecturas en la biblioteca paterna, de la literatura. Una literatura, durante años, de tarde y temporada, vacaciones y fines de semana. Un trabajo de escritor a tiempo parcial que ha ido compaginando con esa doble vida de funcionario, de despacho y reuniones y un balcón a la plaza.

 

Hace tiempo me regaló su primer libro, Memorial de hierbas. Ganó con él, en 1973, el Premio Novelas y Cuentos. Y en él hay una foto suya, espigado, con un jersey oscuro y gafas negras de concha, en blanco y negro, en su casa de entonces. Con paredes sin cuadros y al fondo una velada biblioteca. 

 

Recuerdo su recepción como académico. El calor insufrible, las alfombras allí en la docta casa, las escaleras como las del palacio de Sisí, su figura lejana, con el traje de gala, también en blanco y negro.  En su discurso habló de la imaginación y la memoria, y de cómo a veces se reponen en la ficción las carencias de la realidad. Pero también los sueños y obsesiones. La nostalgia, el fulgor, las preguntas. Todas esas historias que podrían haber sido y no fueron y que son porque alguien las idea: la de Ezequiel, el del labio leporino; la de Cecilio, el cazador; la de la familia Villar, que llegó al pueblo dos meses antes de que llegara el agua, o la de Belarmino Estrada, que murió de unas fiebres de malta…

 

No sé los libros que ha publicado Mateo, y de ellos no sé los que he leído exactamente, muchos.  Guardo de ellos un recuerdo difuso -siempre he sido un lector olvidadizo-, una mezcla sutil de escenas y personajes, títulos y cubiertas, diálogos y palabras, que perfilan ese universo suyo, legendario, remoto, marcado por la obsesión y el desamparo, los viajes hacia ninguna parte, las pensiones donde resuena el eco lejano de una televisión prendida, viejos cines de techos desconchados, orfandad y trastorno … Habrá voces más autorizadas que la mía que hablen de las cualidades de su literatura cuyo valor a estas alturas no es necesario que nadie se encargue de glosar. A mí gustaría hablar de las veces que tomamos café. De su conversación apasionada y sugestiva. De su sensatez y generosidad. Y de su magisterio.

 

Guardo firmados muchos de sus libros, con su letra menuda, concisa y temeraria, siempre escrita con un rotulador de punta fina. El mismo con el que trabaja ante el ordenador, con un folio doblado para anotar y esos cuadernos de tapas duras donde nacen sus libros: notas, secuencias, nombres y el título, que es siempre lo primero: Las fuentes de la edad, Las Estaciones provinciales, El expediente del náufrago, Fantasmas del invierno, La gloria de los niños, Príncipes del olvido, Los frutos de la niebla o el mencionado Memorial de hierbas… Lo sopeso en la mano,  aquí sobre la mesa, lo hojeo, lo abro y leo lo escrito en la primera página:

 

       Para Jesús

       estas hierbas que no

       acaban de agostarse

 

Y me parece bien. Y hasta ajustado, de algún modo profético, esa dedicatoria de mi amigo Mateo, el de la letra lacia, las palabras precisas, el de los Reyes Magos. 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Jesús Marchamalo

Noticias del más reciente experimento sentimental

8 de febrero de 2018 12:26:40 CET

No sé por qué nos asusta la oscuridad si es una ausencia. Los espectros que antes daban miedo se han congelado, jadeas para respirar -no a la inversa-. De lo cocido a lo crudo. Brillamos dentro de la Vía Láctea. Para qué hemos levantado ese túnel bajo el agua, ¿quién lo sostiene, qué Zeppelin nos lleva? El oficio de carpintero fue inventado por necesidad, los árboles incubaban la retórica de los ataúdes -qué raro ver a tanta gente reunida sin un objetivo-. Si América fue descubierta para no tener fondo, Europa fue fundada para alcanzarlo demasiado pronto, el reloj está pensando, su tictac nos ha abandonado. La lluvia de las Highlands pone a prueba un diamante de barro -llámale euro-. Lo dijo Sir Walter Raleigh (1552-1618):

desde entonces nuestra especie es insensible, resistente al dolor y al cuidado,

y prueba que nuestro cuerpo es de naturaleza rocosa.

Revolver cajones ya no es un hábito poético sino químico. Objetos de neceser: pequeña ciudad helada. Sólo las máquinas no descansan. Esta noche cayó un rayo, un rayo común, sencillo, pero simultáneamente junto a ese rayo caía un 2º rayo que -como si fuera un proyector, una radiografía, no sé- carbonizó en la pared la silueta del 1º, y ya que estaba despierto me puse a pensar en ese experimento sentimental que es el Brexit. 

 

Los ríos son flores gigantes, vistos desde el cielo toman

un aspecto nervado, imposible escapar

de la meteorología. El aire se llena de cerraduras,

vagan sin puertas. Cuando el lavavajillas parece haberse agotado

aún quedan tantas gotas como en el Mar del Norte pero ordenadas

de otra manera. Carecemos de instrumentos para medir

la costa de U.K., la legendaria fractalidad que nos separa.

No nos aburríamos, había dos soles y uno

parecía muerto. ¿No ha sido siempre U.K.

una roca desprendida, un elemento por ubicar

en la tabla periódica? La Tierra no tiene razas, sino escollos.

¿No es el bacon una hoja seca, y el roast beef 

un paquete de piedras muertas?

Tratados de comercio inesperadamente abruptos, campos

minados de comas, paréntesis, corchetes,

acotaciones al margen y pies

de un mercado crepuscular: el reposo nunca es completo, 

ciega obediencia

a la rotación de la Tierra, detalles sin importancia

de una liturgia griega.

Entre la lengua hablada y escrita hay un agujero

más profundo que aquel verso de Keats que nos hizo llorar

de miedo, por ahí se va

toda tu luz interpuesta. Una estrella puede leerse

astrofísica o económicamente. Las mismas cuestiones

que nos turbaban aún no han ocurrido, y alguien mira los confines

de un continente en el que sólo de noche ha penetrado el viento.

Asombran los milagros que se han obrado. Las huellas

están al llegar. Lo anticipó Sir David Bowie (1947-2016):

 

Mira los ratones y su plaga de millones,

desde Ibiza hasta Norfolk Broads.

Rule Britannia está prohibida para mi madre,

para mi perro y los payasos.

Pero la película aburre y entristece
porque la he escrito más de diez veces,
y está a punto de ser dictada de nuevo.

 

Sale el sol por duplicado, dos horizontes aguardan

con la boca abierta. Partes en 2 una piedra

y aparece un cuerpo,

la partes en 3 y es sangre, la partes

en 4 y ves los glóbulos blancos y negros de todo un pueblo.

El eco nada repite: es fuente original.

Con la última marea del Canal llegaron los cuerpos,

parecían trapos embalados, “pueden contener trazas

de algo que fue llamado Europa”, decía la etiqueta,

y un queso tan duro que era el hueso de la leche,

o de las ubres, no sé 

por qué nos asusta la oscuridad si es una ausencia.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Agustín Fernández Mallo

Las horas muertas

5 de febrero de 2018 09:06:59 CET

 

 

 

Si no he de conocerte nunca,

haz al menos que te extrañe

James Jones

 

 

 

 

 

 

 

Llegué al balneario por un doble motivo: el anuncio para la provisión de la plaza de médico-director de los baños y la enfermedad de mi hermano Darío. Acababa de terminar los estudios de Medicina y esperaba suplir la falta de experiencia con la carta de recomendación de un tío de mi madre, Don Matías, que había hecho fortuna introduciendo el pan de Viena en la península ibérica. Sentado en la sala de espera intentaba alisar mi único traje, algo maltrecho tras un infernal viaje en tren y

diligencia. El diploma enmarcado de la Exposición de Amsterdam, que le acreditaba como la mejor instalación hidroterápica de España, presidía la sala. Me asomé a la

ventana. Hacía una mañana luminosa y el viento rizaba el mar Cantábrico, arrojando destellos a los cuatro puntos cardinales. Se abrió la puerta y un hombre obeso y taciturno, de cuidada barba entrecana, me dio una mano de cal fría y, sin mirarme a los ojos, me invitó a pasar. Parecía acostumbrado a manosear criadas y extender pagarés.

 

-Doctor Pío Baroja. Vascongado.

-Así es, nací en San Sebastián. Pero el trabajo como ingeniero de minas de mi padre nos llevó a Madrid.

-Madrid…Demasiado ruidosa para mí. Recién doctorado, por lo que puedo ver. ¿Sobre qué versaba su tesis?

-Sobre el dolor. Presenté un estudio de psicofísica, una aproximación literaria al padecimiento humano.

-Como sabrá, Señor Baroja, la inesperada defunción del Doctor Pastor nos obliga a cubrir su plaza. ¿Dónde leyó el anuncio del puesto que ofertamos?

-En La voz de Guipuzcoa, a la que mis padres están suscritos desde hace años.

 

Llamaron a la puerta. Requerían su presencia en otra sala. Me quedé curioseando los objetos del despacho. Tras un biombo japonés se ocultaba la sombra de un diván, donde lo imaginé haciendo la digestión con un orujo de hierbas apoyado en el pecho. En un mueble de caoba descubrí una edición en piel de La Eneida, probablemente del siglo XVI o XVII, soldados de plomo, miniaturas de porcelana italiana, un cráneo de un oso adulto, cinco monedas romanas enmarcadas y cosas rescatadas del mar. De las paredes colgaban una serie de óleos antiguos con motivos cortesanos y los retratos de los socios fundadores. Las cortinas eran gruesas como muros de carga; al descorrerlas, la luz se apoderó de cada objeto con una violencia de tropas de ocupación.

 

Al regresar, pidió disculpas.

 

-Era importante: el marqués de Comillas ha confirmado su estancia la semana próxima. ¿Por dónde íbamos, Señor Baroja? Sí, ahora recuerdo. ¿Qué conoce de nuestro

balneario?

-Conozco la fama de la Fuente del Hígado. Los beneficios higiénicos y curativos de estas aguas son su mejor publicidad.

-En realidad, buscamos pregoneros de esa fama y de ahí la importancia del puesto que ofrecemos. Contamos con algunos clientes que regresan desde hace más de veinte años a tomar las aguas, la cura de reposo y los baños de olas. Y la gente satisfecha corre la voz. Veo que su hermano Darío está enfermo.

-Así es. Enfermó hace dos meses: tos crónica con esputo sanguinolento, fiebre, sudores nocturnos, pérdida de peso…Los síntomas de la tuberculosis.

-Nos visitan más de ochocientos enfermos de tuberculosis al año. Pero también epilépticos, enfermos de sífilis, parejas con problemas de fertilidad o personas que sufren accidentes nerviosos. Incluso tuvimos a un industrial astillero que vino a tratarse su mal genio, como si el mal genio pudiese despacharse tomando vasos de agua. Pero sobre todo, contamos con gente adinerada que quiere y puede descansar. La salud también es un estado mental. ¿Cuándo llegaron?

-Ayer, a última hora de la tarde –Y dejé escapar un suspiro, sin poder evitar acordarme de las horas de tren y estación, de los chasquidos del látigo y la voz del

mayoral animando a los caballos y guiando la diligencia, de la respiración entrecortada de mi hermano y de su palidez, de la belleza de la playa desierta y del sol adentrándose en las aguas, de la algazara de curiosos que se asomaban por las ventanas y de la gloriosa sensación de dejarme caer en la cama del hotel y desmayarme. Diez horas después me encontraba en una entrevista de trabajo.

 

-Su tío es benefactor del balneario. Y eso es bueno para usted. ¿Qué cree que es la Medicina, Señor Baroja?

-Yo diría que es la ciencia o el arte de curar.

-Una visión muy utópica. Discrepo, más bien sería el arte de mentir al paciente. Y la mentira es un placebo inmejorable. Someteré al consejo de administración su candidatura y en el plazo de seis semanas recibirá nuestra contestación. Muchas gracias, Señor Baroja. Que su estancia en nuestro balneario sea inolvidable y que su hermano se recupere pronto.

 

Nos dimos un apretón de manos y salí del despacho. Me sentía eufórico, convencido de haber conseguido la plaza, el inicio de mi carrera como médico.

 

Dejé a mi hermano en una bañera de cobre estañado. Le habían prescrito un tratamiento intensivo de inhalaciones y debía seguirlo a rajatabla. Al cerrar la puerta, en el preciso instante que conectaban la estufa de desinfección, me pareció que Darío miraba al otro mundo. Recuerdo haber leído algo inquietante al respecto: para el doctor

Charkovsky, el agua desarrollaba la clarividencia y la telepatía. Me dirigí al café, donde un ejército aburrido mataba el tiempo bebiendo vino cosechero. Se lo escuché a un poeta borracho: hay tantas maravillas en un vaso de vino como en el fondo del mar. Los parroquianos bostezaban una y otra vez, en una epidemia no declarada, contemplando las pajareras de jilguero que colgaban de las vigas o asomándose a los recuerdos. El camarero, adivinando mis pensamientos, me contó que los propietarios planeaban

construir un Casino para llenar las horas muertas.

 

-Una buena táctica -le contesté-. Por la mañana sanarán los nervios que el juego ha destrozado por la tarde.

-La gente quiere sentir la adrenalina de ganar y el vértigo de perder, señor -sentenció con gravedad mientras frotaba las copas con un paño.

 

Me senté al fondo del local, junto a los ventanales, en una mesa de mármol de Carrara, y le pedí prestado El Imparcial a un notario riojano. Es una basura, una sarta de mentiras y modernidades, me dijo al entregármelo, escandalizado, estrecho de miras como un católico ferviente. Los notarios tienen las caderas anchas y la mirada hueca de escriturar cada mañana su decadencia ante el espejo, apunté en mi dietario. Atentado en Madrid contra Alfonso XIII el día de su boda con Victoria Eugenia de Battenberg. Al parecer, el anarquista Mateo Morral había arrojado un ramo de flores con una bomba hacia la carroza real, matando a tres oficiales, cinco soldados y tres civiles que contemplaban el cortejo desde los balcones. Pude leer una nueva excentricidad de la actriz Sarah Bernhardt. Se acababa de retratar en el interior de un féretro, con un vestido de raso blanco, las manos cruzadas, cerrados los ojos como si estuviese muerta. Y tan encantada había quedado con el retrato, que inmediatamente había dispuesto en su testamento que si muriese joven la enterrasen de esta manera. El resto no era más que palabrería comprada por el Gobierno, asaltos de bandolero narrados sin ningún talento literario y anuncios de Zarzaparrilla Bristol -lo mejor para la corrupción de la sangre- o Perlas Vitales -para enfermedades incurables-.

 

Aire y sólo aire.

 

A nuestra llegada, el recepcionista del hotel nos había explicado las normas y horarios del complejo. A las ocho, el desayuno. De nueve a once, inhalaciones, baños y

tómas de agua. Después de la comida, paseo por la playa o pequeñas excursiones por la arboleda. Y de siete a ocho de la tarde, la llegada del correo y de los nuevos bañistas. A las nueve, la cena de bienvenida que inauguraba la temporada. La noche se reservaba para el descanso o el amor.

 

Salí a pasear. Permanecer allí, en invierno, cuando la galerna se apoderase de tu ánimo y el cielo se cerrase sobre sí mismo, atrapado entre pensamientos y días tristes, podría resultar algo claustrofóbico. Pero el trabajo me permitiría sacar el tiempo necesario para encarar la escritura de una novela que no dejaba de acosarme; dejar salir, de una vez, a la abeja laboriosa que llevaba dentro. Pasar a la posteridad. O preparar el final perfecto de todo escritor secreto: el seudónimo en la lápida.

 

Dos estudiantes de la Escuela Naval para Oficiales se batían en una carrera a nado hasta una boya de madera. El vencedor donaría las 1.000 pesetas del premio a los huérfanos acogidos en el balneario. Los huérfanos, niños de cabeza rapada incubando el bacilo de Koch o la mala suerte, contemplaban a los nadadores con la apatía de los gatos caseros. Los nadadores alcanzaron la boya y regresaron al punto de partida; uno de ellos empezó a distanciarse brazada a brazada, para terminar rebasando a su contrincante por varios cuerpos de distancia. El ganador alzó los brazos y miró abiertamente a las mujeres, que no dejaban de aplaudirle, antes de besar la mejilla tísica de un huérfano. Si uno adaptaba las pupilas a la luz, se podía adivinar las infidelidades encubiertas en los pequeños gestos de las damas y los caballeros. Un cura agrupaba a los huérfanos con silbidos de cabrero. Me alejé para escapar de la muchedumbre y sumergirme en Historia de dos ciudades, de Charles Dickens.

 

Recuerdo que Darío no se encontraba bien y que no bajó a la cena de gala; se quedó, arropado entre almohadones, escribiendo en su diario. En ese tipo de actos sociales me sentía como Jonás en el interior de la ballena, pero me pareció descortés saltarme el protocolo. Componían la mesa central el afamado oculista Doctor Rovirosa, el niño Losada, prodigioso violinista cántabro, el actor catalán León Fontova, el cónsul de España en Kingston, Señor Valls, Américo Núñez, conocido por sus ácidas caricaturas de la clase política, y el mago y escapista Mr. Laffitte, capaz de hacer desaparecer, según proclamaba la propaganda de su espectáculo, cualquier objeto y cualquier recuerdo.

 

Diluidas entre conversaciones, murmullos y risas, un pianista tocaba sonatas de Mozart. El salón era un hervidero de grillos, un baile de máscaras no declarado.

Decenas de cabezas de ciervos colgaban de las paredes. Me instalaron en una mesa de cinco comensales, junto a un hombre de aspecto apagado que se apellidaba Bérges y la

mujer más hermosa que había visto en mi vida. De inmediato, sentí un deseo marino sazonado de vulgaridad. Se presentó como Nora Orlova. Su belleza cosmopolita, iluminada por las lámparas de queroseno, hacía daño; una mujer así podía influir en mareas y terremotos. Debía de tener mi edad, pero yo me estaba quedando calvo, era melancólico y poco agraciado, y por mucho que lavase mi cara en el manantial de la belleza, nada se podía hacer. La imaginé dirigiendo un circo ecuestre o una academia de sordomudos. Un matrimonio francés de mediana edad, señor y señora Feuilette, corresponsal de prensa él, poeta ella, completaba el círculo. La señora Feuilette sufría en la piel leucorreas, también llamadas flores blancas.

 

Tras el discurso de bienvenida –los políticos hablaban lento para mentir rápido-, nos sirvieron una rica ensalada de queso de cabra y pasas y un estofado de jabalí bañado con un vino de la tierra que me resultó desconcertante y delicioso. El universo tiene que ser la distancia entre el paladar y el cerebro, dijo Nora Orlova. Y yo me asomé a sus ojos verde clorofila para verla charlar, en un perfecto francés, con el matrimonio, gesticulando cuando había que gesticular, sonriendo cuando había que sonreír, tan inalcanzable como el centro del sol.

 

Supongo que mi juventud, mi condición de médico y el exceso de vino le dio al hombre apagado la confianza necesaria para entablar conversación. Me relató que había trabajado toda su vida en el Instituto Anatómico de Córdoba, en Argentina, como profesor de Higiene. Ante la pérdida de Danella, su única hija, decidió que no podía vivir sin volver a verla y donó su cuerpo a la Universidad. Varias generaciones de estudiantes de Medicina habían realizado sus prácticas con ella, ganándose el sobrenombre de La Bella Durmiente. Me lo contó con los ojos iluminados, con orgullo de padre y una tristeza congénita, y yo le sonreí entre el pavor y la lástima; sin duda, algún día regresaría sobre mis pasos para escribir aquella historia. Crucé algunas miradas tímidas con Nora Orlova, pero nada más. Me retiré a mis aposentos en el preciso instante que le pedían al niño prodigio Losada que tocase su violín.

 

No se pudo negar.

 

La fiebre alta de Darío me tuvo dos días al lado de su cama, leyendo a ratos Arroz y tartana, de Blasco Ibáñez, tomándole la temperatura casi todo el tiempo.

 

Una tarde encontré a Nora Orlova en la pequeña sala que servía de biblioteca. Consultaba unas cartas de navegación con la intensidad en la mirada de una viuda

enterrando a su único hijo. Sentí el vértigo en las entrañas, el desajuste entre lo imposible y lo improbable, un enamoramiento a escala de Dios. Carraspeé para no

asustarla y me acerqué, quitándome el sombrero. Me dio la mano con delicadeza y se la besé. A una mujer así uno no le besa la piel, le besa el destino y las vidas anteriores.

Desde niña me obsesiona la historia de un barco perdido: el Elsken -me relató.- Partió de la Isla de Luzón, cargado de oro y seda, el 6 de diciembre de 1784, con once cañones y la mar en calma, pero nunca llegó a puerto. Me gusta especular con las posibles rutas que pudo tomar. Sin duda lo reclamó el océano, me dijo cerrando el tomo de golpe y levantando una nube de polvo en suspensión. Quiso devolverlo a la estantería, pero pesaba lo suyo y me ofrecí a ayudarla. Después, olvidando el motivo que me había llevado hasta allí, supongo que envalentonado o borracho de alegría, le propuse dar un paseo. Para un melancólico, el rechazo de una mujer bella es algo con lo que ya se cuenta. Si declinaba mi invitación, llovería sobre mojado. Pero el mundo pertenece a los valientes y, como decía un buen amigo, sucede menos veces de las que esperas, pero sucede.

 

Sorprendentemente, aceptó.

 

Se descalzó en la arena, abrió una sombrilla china y caminamos por la playa. El olor de la cena preparándose volvía locos a los perros que aullaban a las corrientes de aire. Una niña volaba una cometa bajo la atenta supervisión de su institutriz; los huérfanos la miraban con las manos en los bolsillos de sus pantalones cortos, con ojos tristes de los que no han visto nada, pero lo han sentido todo.

Nos sentamos en un banco del paseo marítimo. Un manco dibujaba a carboncillo un navío bautizado como Sventure. Un pescador amenazaba al mar con el puño por cada gusano robado y arrojaba el sedal tan lejos del rompeolas como le era posible.

 

Nora Orlova me contó que había vivido en todas partes, atravesado los desiertos de Persia oriental, Turquestán, Afganistán y Beluchistán. Contrajo la malaria al este del

Caspio y se estaba recuperando camino de su siguiente aventura. Por sus venas corría sangre tártara y francesa y se había criado con una condesa sajona sin descendencia que

le había convertido en su heredera. No creía en las religiones, pero sí en la inteligencia y en el mundo interior. No tenía residencia fija y no quería perder el tiempo con maridos y maternidades. El amor se estropea como la fruta, sentenció. Me dijo todas estas cosas con los ojos sin miedo, la sonrisa torcida, el espíritu indomable. La besé bajo un cielo plomizo de tormenta. Me llevó a su habitación y me enseñó las reglas de la inmortalidad: el arte de desnudar a una mujer y la tristitia post coitum.

 

Al día siguiente se marchó sin despedirse, sin dejar una nota o una carta de navegación.

 

Al regresar a Madrid, descubrí que mis posibilidades para la plaza de médico-director de los baños y aguas minerales eran inexistentes. El marqués de Colldecarrera, algo más que un benefactor, accionista mayoritario de la sociedad, había pactado la llegada de su sobrino.

 

Y el dinero manda.

 

La enfermedad se llevó a mi hermano Darío a los pocos meses. Acababa de cumplir veintitrés primaveras. Pude llegar a tiempo desde Cestona, Guipuzcoa, donde ejercía como médico, y desearle buen viaje. Le prometí leer y luego destruir los diez grandes paquetes de cuartillas que componían su diario. Todavía no he podido abrirlos.

 

Veinte años después volví a encontrar a Nora Orlova en la fotografía de un periódico: la habían detenido por su implicación en el atentado de Sarajevo que terminó con la vida del archiduque Francisco Fernando de Austria y de su esposa, la condesa Sofía Chotek.

 

Fue fusilada al amanecer, los ojos sin miedo, la sonrisa torcida, el espíritu indomable.

Escrito en Lecturas Turia por Óscar Sipán

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