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Martín Caparrós: “Somos muy buenos inventando mitos; no somos tan buenos inventando países”

Los relatos están en la vida de Martín Caparrós desde el principio. El escritor y periodista argentino (Buenos Aires, 1957) recuerda que desde muy niño, y en dramáticas circunstancias, comprendió que la literatura tenía un gran poder, el poder de combatir el miedo. Esa convicción temprana parece haber marcado el camino de este hombre al que la vida, tan llena de historias y de imprevistos, ha enseñado a irse despojando poco a poco de las cosas materiales para viajar ligero de equipaje.

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Escrito en Lecturas Turia por Emma Rodríguez

Devaneos de lector

19 de marzo de 2018 09:08:24 CET

                       

Yo, en principio, quería hablaros de las cosas pequeñas de la literatura. Por eso me compré un cuadernito donde escribir algo sobre la fascinación literaria que ejercen sobre mí los detalles. Yo amo los detalles, como escritor, como lector, como profesor. Pero no el detalle aislado y un tanto gratuito (el brillo de una frase, por ejemplo, o la mera ingeniosidad), sino el detalle capaz de crear un personaje, o una atmósfera, o de atrapar algún matiz insólito del alma o de la realidad exterior, el detalle narrativamente potente, significativo, de esos que leemos una vez y ya no olvidamos nunca.

Si nos fijamos, también la memoria, en la vida real, funciona así, con detalles cargados de sugerencia, de significados. Recordamos un olor, un sabor, un rostro, la pesadumbre de una lejana tarde de lluvia, el sonido de una campana, y a veces es solo una sensación casi inefable, una sensación que es la experiencia destilada en el alma y hecha ya sentimiento. A veces vivimos sucesos importantes, y al final lo que queda son detalles que no parecían destinados a perpetuarse, detalles un tanto caprichosos, y gracias a los cuales podemos reconstruir nuestro pasado. Yo me acuerdo que en 1971 fui a Argel a tocar la guitarra con un grupo flamenco. Nos recibió el presidente Bumediam en el “Palais du Peuple”, y hubo otros hechos memorables que no vienen al caso. Pero el recuerdo más tenaz, más vívido, es el de unos niños que, en una plaza enfrente del palacio, disparaban con tirachinas a los pájaros que empezaban a acomodarse en los árboles para dormir. No hace falta citar a Proust ni a Antonio Machado para saber que la memoria es poética, y lo es por la depuración y selección imprevisibles que hace de nuestras vivencias.

Me pregunto qué huellas quedarán en nosotros de este día en que escribo estas líneas, o en que tú, lector, las están leyendo, dentro de diez o quince años, si es que vivimos para recordarlo. Lo más probable es que permanezca vinculada a algún detalle menor, del que en este momento acaso no somos ni siquiera conscientes. Lo que sí sé es que en ese detalle estará para entonces el embrión de un poema, si sabemos escribirlo.

Y eso, claro está, ocurre también en los libros. Leemos libros magníficos, y ¿qué queda de la lectura al cabo de los años? Determinadas escenas, determinados detalles. Y de eso es de lo que yo quería hablar: de los mejores despojos de mi naufragio de lector.

En el borrador que hice para este breve ensayo, que en realidad aspira a ser una charla amigable del lector que yo soy con el lector que me lee a mí, empecé a apuntar algunos y, no sé por qué, cuando me di cuenta, llevaba media docena y todos estaban relacionados con algún personaje femenino. Entonces decidí hablar de algunas de las mujeres que más me han seducido en la literatura. No voy a hacer, desde luego, una relación exhaustiva de mi donjuanismo literario, porque eso (con perdón) sería el cuento de nunca acabar, sino solo de las que se me vayan viniendo a la cabeza durante el tiempo que dure este vagabundeo por mi memoria literaria.

Si a mí me concediesen el don de convertirme en una criatura literaria, yo elegiría ser el rey Shariar. Este es uno de los hombres más afortunados que hayan existido nunca, porque se casó con una joven muy bella, que además tenía en su casa un millón de libros, y los había leído y los había memorizado todos, y era la mejor contadora de historias de la que los siglos tienen noticias. Se llamaba Scherazade, claro está, y yo creo que solo hay un hombre que la hubiese merecido de verdad: don Quijote. A la mejor narradora hay que casarla con el mejor lector. Hubieran sido las criaturas más felices del mundo. ¿Cómo sería la voz de Scherazade? Yo me la imagino cálida, viva, insinuante, capaz de muchos matices, y desde luego muy seductora. Scherazade salva la vida gracias a su talento narrativo. En las Mil y una noches hay bastantes personajes que salvan el pellejo gracias a que se saben una buena historia. Los reyes más crueles se vuelven magnánimos cuando alguien los embauca con un relato bien urdido. No dicen: “La bolsa o la vida”, sino: “El cuento o la vida”. Y es que las palabras, cuando están bien puestas una detrás de otra, tienen un gran poder. Celestina embrolla a sus víctimas con palabras, y esa es su mejor magia. Don Quijote y Emma Bovary pierden el sentido de la realidad cotidiana, y fundan otra imaginaria, porque son lectores que también sucumben al hechizo de los relatos. Hasta Sancho, para no quedarse solo en la noche temerosa de los batanes, retiene a su amo con el señuelo de un cuento extravagante. Otelo seduce a Desdémona con palabras; Iago envenena el alma de Otelo con palabras; Otelo se entrega al placer morboso y terrible de convertir a su mujer en una puta, y todo gracias al poder de las palabras. Todos se cuentan historias y todos acaban siendo destruidos por las historias. Isaak Bábel, en Cuentos de Odesa, pone en boca del narrador que se dispone a contar la historia de Benia Krik, el rey de los bandidos, el siguiente parlamento, dirigido al oyente:

Olvide por un momento que hay unos lentes sobre su nariz y un otoño en su alma. Imagine por un momento que arma escándalo en las plazas y tartamudea ante el papel. Usted es un tigre, un león, un gato. Usted puede pasar la noche con una mujer rusa y la dejará contenta. Si al cielo y a la tierra le hubiesen puesto asas, usted agarraría esas asas y atraería el cielo hacia la tierra.

Tal es el prólogo del narrador antes de empezar a contar. Y es verdad que las historias son poderosas, y nos convierten en tigres, y nos hacen olvidar que tenemos un otoño en el alma.

Otro personaje que pierde la cabeza con los libros, con las palabras y con las historias, y que aprende a enamorarse y a pervertirse con ellas, es Emma Bovary. Muy pocos lectores habrá que no hayan sido seducidos por esta mujer. Pero, ¿quién es, cómo es Emma Bovary? Bueno, podemos decir que tiene las uñas pálidas, los labios carnosos (que solía mordisquearse), pómulos sonrosados, cuello de garza, pelo negro y espeso dividido en dos crenchas lisas, pies menuditos, grandes ojos que Flaubert nos deja en la duda de si son castaños o azules, pestañas rizadas, y otras cosas que el autor no cuenta pero que yo me imagino con una más que notable precisión. Como en el caso de Desdémona, el adulterio la hace aún más bella: Flaubert nos lo recuerda  inútilmente, porque ya el lector lo había advertido antes. ¿Eso es todo lo que sabemos de Emma? No. Emma es todavía mucho más seductora, porque quien nos la presenta es otro gran seductor: Flaubert. Hay una escena en que vemos a Emma bajo una sombrilla de seda traspasada por el sol, que dora con vagos reflejos dorados la blancura de su rostro. Hay otra en que Emma pasea con León, y el amor (romántico, pueril) va surgiendo en ellos entre silencios y sobreentendidos. Es una miniatura impagable, digna del mejor talento de Flaubert. Pasean junto a un muro, y Emma lleva también esta vez una sombrilla para protegerse del sol. ¿Qué nos cuenta Flaubert, qué detalles selecciona entre los infinitos que acaso se le ofrecen a la imaginación? Primero hace una descripción de veinte líneas: el río silencioso, hierbas curvándose por la corriente, un insecto en la punta de un junco, un rayo de sol que pasa a través de una burbujita azul, una pradera. Es la hora de la comida. Solo se oyen los pasos de Emma y de León en la tierra del camino, sus palabras, el roce del vestido de ella. Hacer calor. Son detalles mínimos, muy matizados. ¿Se puede ir más allá, se puede hilar más fino? Veamos:

Entre los ladrillos [de una tapia] habían crecido mostazas silvestres, y Madame Bovary, al pasar, con la punta de su sombrilla rozaba las flores marchitas, que se desmenuzaban en un polvo amarillento. Otras veces alguna rama de madreselva o de clemátide de las que colgaban hacia fuera se desprendía y resbalaba sobre la seda de la sombrilla hasta bajar a enredarse en sus flecos.

Qué barbaridad: ahora entendemos dónde aprendió Proust a matizar hasta casi la evanescencia. Bien, esos detalles son de una belleza y de una sensualidad arrebatadoras, pero ¿adónde llevan, por qué se para Flaubert en esas minucias, qué utilidad tienen en la narración? Seguimos leyendo y rápidamente lo entendemos. Emma y León apenas hablan, solo alguna frase de circunstancia:

Y a pesar de ello, sus miradas estaban plagadas de una charla más profunda; y mientras hacían esfuerzos por encontrar alguna frase trivial, se iban sintiendo unidos por una especie de languidez común que a ambos invadía, como un susurro del alma, profundo, ininterrumpido, que vencía al de sus voces. Cogidos de sorpresa por el prodigio de aquella desconocida dulzura, no se les pasaba por la cabeza la idea de hablar de aquella sensación, o de ponerse a buscar sus motivaciones. Las dichas futuras, como pasa con los ríos tropicales, suelen proyectar sobre la inmensidad que las precede su genuina suavidad, una especie de brisa perfumada, y el alma se limita a adormecerse bajo los efectos de esta ebriedad, sin preocuparse siquiera de ese horizonte que aún no se columbra.

Ahora entendemos: con aquella descripción minuciosa Flaubert había creado una atmósfera propicia a la languidez y a la dulzura en la que los futuros amantes se ven de pronto envueltos. En poco más de una página, se ha avanzado mucho en la narración (y a través, además, de una descripción): Emma y León se han enamorado un poco más, de un modo ya definitivo. Y, por otra parte, se ha anunciado el futuro: ese clima sensual y envolvente es el preludio de los placeres amorosos que ya se anuncian en el horizonte. Eso se llama maestría narrativa. Ahí se combinan la belleza poética, la belleza de la psicología novelesca no explicitada y la belleza narrativa. Y todo a través de unos pocos detalles maravillosamente conjuntados.

Un último recuerdo para Emma, antes de abandonarla. En sus primeras citas adúlteras con Rodolfo, a Emma a veces se le llenan las botitas de barro, y acude a casa con el peinado un poco deshecho y la ropa un poco desceñida. Nunca estuvo más hermosa que entonces.

La novela del siglo XIX tiene mujeres muy seductoras, yo creo que más que la del XX. Decía Cervantes que no hay libro malo que no contenga algo bueno. Yo no estoy seguro de eso, pero sí de que no hay novela del XIX donde no haya una mujer cautivadora. ¿Con cuál me gustaría a mí tener una aventura amorosa? Son tantas: Emma, Ana Karenina, Ana Ozores, Fortunata, Katy (la de Cumbres borrascosas), la Stella de Grandes esperanzas, Luisa (El primo Basilio)... Pero la que más cautiva y excita al lector que yo soy es Madame de Rênal, de Rojo y negro. No hay mujer en la literatura más adorable que ella: es la pura inocencia y el encanto sin mácula. Pero a Julien Sorel le interesa más Napoleón que Madame De Rênal. La noche en que se entrega a él, debía de haber sido la noche más erótica del siglo, pero Sorel la malogra con sus ambiciones, y le hace el amor como un deber que ha de cumplir en su camino implacable hacia el éxito.

Y ya que hemos desembocado en el erotismo, os voy a contar la escena más gozosa que yo conozco en la literatura, y luego la más triste. Si me acuerdo de más, y hay tiempo, os las cuento también. Gozosas hay muchos (el encuentro de Romeo y Julieta, el de Angélica y Tancredi, los de Van y Ada, los de Lady Chatterley y su guardabosques, los de Calisto y Melibea -aunque Calisto es un amante torpe y atropellado-, los de La lozana andaluza, y otros muchos innumerables), pero no sé por qué, quizá porque alguna hay que escoger, hoy se me ocurre que la más gozosa bien pudiera ser la de Rosario y el narrador en Los pasos perdidos, de Carpentier.

En Rosario se entrecruzan varias razas: “Es india por el pelo y los pómulos, mediterránea por la frente y la nariz, negra por la sólida redondez de los hombros y una peculiar anchura de cadera”.

Una mujer de una vez, a cuyos encantos se une el de la naturalidad, y un instinto sabio y certero para vivir acorde con las cosas sencillas pero esenciales de la vida. Mouche, la amante francesa con la que viaja el narrador, es todo lo contrario: artificiosa, libresca, formada intelectualmente en el baratillo del surrealismo suburbial y tardío, impregnada de todos los tópicos de las modas culturales..., en fin: una pija integral. Hay un momento, en un autobús que se interna hacia la selva virgen, en que Mouche y Rosario se ponen a leer. Mouche lee una novela de moda que Carpentier no nombra pero que yo creo que podría ser de Bukowski, o de alguno de sus epígonos. Mouche es una lectora avisada, más atenta al mundo sombrío de los significados y las estructuras subyacentes que a la belleza y a la emotividad de la narración. Rosario, por su parte, lee la Historia de Genoveva de Brabante, el relato folletinesco de una heroína medieval. Lee despacio, y se indigna con los infames y se alboroza con el triunfo de los héroes. Se entrega a la lectura con una ingenuidad que yo prefiero a la suficiencia interpretativa de Mouche, pero que tampoco es del todo recomendable, sobre todo a cierta edad.

El narrador-protagonista observa cómo leen las dos, y se va prendando de Rosario al tiempo que cada vez desprecia más a Mouche. El primer escarceo erótico entre el narrador y Rosario se produce durante el velatorio del padre de ella. La unión del erotismo y de la muerte suele ser explosiva. Me fascina el modo con que Carpentier esboza ese primer encuentro. Rosario está apoyada en una tinaja de agua, con los codos en el borde, “de tal modo que la comba del barro arqueaba su cintura hacia mí. El fuego de los fogones le daba en la frente, moviendo remotas luces en sus ojos sombríos”.

El narrador, con la urgencia de su mirada, la desnuda de sus lutos. Ella, que se da cuenta, pone la tinaja por medio y apoya los brazos en el borde, de forma que ahora las voces, amplificadas por la caja de resonancia de la tinaja, cobran un  “eco de nave de catedral”; “A ratos me dejaba solo, iba a la sala del velorio, y regresaba […] adonde yo la esperaba con impaciencia de amante” y “ella se dejaba contemplar, por sobre el agua de la tinaja, con una pasividad halagada que tenía algo de entrega”.

Así trabaja un novelista, no con contenidos explícitos y alardes psicológicos, sino con tinajas, miradas, gestos, sugerencias.

Pues bien, tres capítulos después, la ruptura de Mouche y el narrador es total, y total también el amor (aún contenido, expectante) entre el narrador y Rosario. Mouche ha contraído una enfermedad tropical y delira en la hamaca. Es de noche. Hay luna. Bajo la hamaca, en una estera, Rosario y el narrador hablan en susurros. Rosario cuenta algo que la indigna, no importa ahora qué. Tal es su rabia, que el narrador la agarra por las muñecas:

[...] y con la brusquedad del gesto, mi pie derriba una de las cestas en que el Herborizador guarda sus plantas secas, entre camadas de hojas de malanga. Un heno espeso y crujiente se nos viene encima, envolviéndonos en perfumes, que recuerdan, a la vez, el alcanfor, el sándalo y el azafrán.

Entonces hacen el amor, brutalmente, sin ternura, en una posesión mutua que parece una lucha, sobre el lecho de plantas perfumadas, como si los amantes afirmaran también su pertenencia a la naturaleza. Luego, la claridad de la luna entra por la puerta de la cabaña e ilumina sus piernas: primero los tobillos, luego las caderas. Y esta vez, al tiempo que reinician el juego amoroso, Mouche se asoma desde su hamaca y los insulta con voz ronca y airada. Después, se extravía en el delirio, con un brazo inerte colgando en el aire, mientras los amantes, es de suponer que ya totalmente iluminados por la luna, prosiguen sus trabajos.

¿Cómo ha construido Carpentier esta escena? Yo creo que hay tres detalles que sirven de eje sobre el cual avanza la narración, y que a la vez llena todo de un profundo sentido. Uno es la presencia de Mouche, que subraya el carácter inaplazable del deseo, y la sinceridad absoluta de la entrega amorosa. Y que, de paso, añade un punto morboso, de transgresión, que es ingrediente casi obligado en los episodios eróticos. Hacen el amor ante ella, lo cual supone que, desde ese instante, Mouche queda segregada, abolida. Es más: desaparece también de la novela. Entre la sencillez esencial de la naturaleza y los refinamientos de la civilización, el narrador elige la naturaleza. El otro detalle son las plantas aromáticas, que le traen al narrador recuerdos de la infancia (con lo cual el encuentro con Rosario es un reencuentro con un mundo remoto pero latente: el mundo del Caribe). Las plantas, además, incitan a los amantes, y los envuelven en un ámbito propio, natural y poético. El último detalle es la luna que los va iluminando según ellos van cobrando conciencia de su amor, de sus cuerpos. El amor los ilumina con la misma lentitud deleitosa con que la luna matiza sus cuerpos en la sombra. Y, al igual que el aroma de las plantas, los aísla mágicamente en su mundo amoroso. La fragancia de las plantas, los gritos roncos de Mouche, la claridad que entra por la ventana: he ahí un fragmento de realidad imaginaria tallado con la exactitud y transparencia de un diamante.

Y vayamos ahora con la escena erótica más triste. La cuenta Hermann Broch en Esch o la anarquía, uno de los tomos de su trilogía Los sonámbulos. Estamos en Colonia, en 1903. Esch es un joven angustiado por el sentido de la existencia: una existencia desordenada y anárquica, absurda, en la que no encuentra ningún punto estable, ningún anclaje vital e intelectual que otorgue a sus días un poco, si no de felicidad,  al menos de paz, de concordia consigo mismo y con el mundo. Broch, como casi todos los escritores y artistas alemanes de esa época, nos está hablando de la crisis de valores que sobreviene tras la Gran Guerra -crisis en la cual, por cierto, estamos aún inmersos. Esch está emparentado con Ulrich (El hombre sin atributos), con Harris (El lobo estepario), con algunos personajes de Kafka, de Thomas Mann, de Joseph Roth, de Döblin, de Canetti..., por hablar solo de la novela en alemán.

¿Y ella? Ella se llama Hentjen, y todos la llaman Mamá Hentjen. Es joven: tiene treinta y seis años, pero es viuda desde hace catorce y se ha convertido prematuramente en una matrona puritana y algo masculina. Es corpulenta. Es fea, pero no tanto por su figura y por sus rasgos como por voluntad propia. Odia a los hombres, y los teme, y le repugnan. Trata con ellos, porque regenta una sucia taberna portuaria, y los mantiene a raya, y nadie se atreve ni siquiera a requebrarla. Su cara es inexpresiva, y solo hay en ella un rasgo legible de coquetería cuando se arregla el peinado, que es “rígido como un pan de azúcar”. Sí, esa es la palabra que mejor la define: rigidez. Rigidez en el peinado, en la mirada, en la figura, en el carácter. Usa un corsé muy complicado, y también excesivamente rígido, que parece un corsé de castidad. Y lo mismo sus vestidos, “acorazados de ballenas”. Todo eso la hace físicamente inaccesible. Con la viudez, ha cancelado sus encantos femeninos y vive como encastillada en la soledad y en la desconfianza.

Esch, sin embargo, se siente atraído por ella. Oscuramente, cree que él debe redimir  a aquella mujer perdida para el deseo, y que esa empresa puede darle un sentido a la existencia vana y absurda de los dos. Ya el primer beso es acaso el más triste de la literatura. Él intenta atraerla y ella se resiste con todo su aparato defensivo: el corpiño abotonado hasta el cuello, su coraza de ballenas, “los alfileres del sombrero que se sostenía sobre su vacilante cabeza y amenazaban el rostro de Esch”, su rigidez obstinada, inaccesible...:

Esch echó el sombrero para atrás [...] y luego cogió con las manos la cabeza redonda y pesada y la volvió hacia él. Ella devolvió el beso con labios secos abultados, como un animal que oprime el hocico contra un cristal.

Al otro día, en una hora en que no hay nadie en la taberna, Esch sube las escaleras y entra en el cuarto de Hentjen, que al verlo “emitió un ligero grito y se puso rígida”. Él se acerca y la besa bruscamente en la boca. Ella dice con voz ronca: “Váyase”. Aquella habitación, piensa Hentjen, “nunca había sido hollada por un hombre”. No obstante le devuelve el beso “con labios secos y abultados”, repite el autor. Y ahí comienza la lucha. Ella lucha por su habitación y él por despertar en ella el deseo apagado. “Aquí no se le ha perdido a usted nada”, dice ella, y lo repite, hasta que a la tercera vez reduce la frase a “Aquí no”. Pero no es que quiera ir a otra parte, sino defender aquel reducto. “Ella sentía como única misión la defensa de aquel cuarto”. Pero él lo entiende de otra manera y, con voz también ronca, dice: “¿Dónde?” Entonces ella señala la alcoba principal, donde dormía con su marido, “con la esperanza de que aquella estancia tan elegante le haría recobrar a Esch el sentido común y las buenas costumbres”. Sin embargo, “Él la hizo pasar adelante, pero la siguió, poniéndole la mano sobre el hombro, como si condujera a un prisionero”.

Y ahora viene uno de esos de detalles que engrandecen una novela. En esa alcoba nupcial, clausurada desde la muerte del marido y que es una metáfora de la vida erótica también clausurada de Mamá Hentjen, hay, extendida por el suelo, una remesa de nueces, compradas en un momento ventajoso y guardadas allí para consumo de la taberna. El autor ha insistido mucho en este detalle anteriormente. En su sórdido forcejeo, Esch y Hentjen pisan las nueces, que se rompen bajo sus pies y los mantienen a los dos en un equilibrio inestable. Ella quiere salvar ahora sus provisiones, así que sale de allí trastabillando y se refugia en un rincón de la alcoba, aferrada a una cortina, cuyas anillas de madera suenan levemente. Él va en su busca y ella, “por miedo a estropear el hermoso cortinaje, se soltó, y no pudo evitar ser empujada hacia el oscuro nicho donde se hallaban las camas matrimoniales”. Ella ha defendido su habitación, luego las nueces, luego las cortinas, y ahora la ropa. “Llena de un estupor indefenso”, “como el reo que colabora con el verdugo”, se desnuda y se “acuesta tranquilamente de espaldas”. Él se llena de horror “al ver cuán fácil y simplemente se desarrollaba todo”:

[...] y todavía le produjo más horror el que ella, inmóvil y rígida, como obedeciendo a las reglas de una antigua obligación, se dejara hacer sin decir una palabra, sin un estremecimiento. Solo su redonda cabeza oscilaba sobre la almohada de un lado a otro como en una obstinada negación. Él tomó su cabeza entre las manos y la apretó como si quisiera extraer de ella los pensamientos que ocultaba y que no le pertenecían, y recorrió con sus labios la fea y grasienta superficie de sus gordas mejillas, pero la piel de ella permaneció sorda e inmóvil.

Y su boca se une a la de él “como el hocico de un animal apretado contra un cristal”, nos recuerda el autor. Y cuando ella, “con un ronco gruñido, abrió finalmente los labios, él sintió una felicidad que jamás le había hecho sentir ninguna mujer”:

[...] fluyó sin fin en ella, anhelando poseer a aquella mujer que había dejado de ser ella misma para convertirse en una vida recibida de nuevo, maternal, arrancada del seno del misterio, aniquiladora del yo, que había roto sus fronteras, sumergida y anegada dentro de su propia libertad. Porque el hombre que quiere el bien y la justicia quiere lo absoluto, y Esch comprendió por primera vez en su vida que esto no depende del placer, sino de una unión que está por encima de cualquier motivación casual, y que radica en un extinguirse en común..., comprendió que el renacer del ser humano es algo tan sereno como el todo, el cual es capaz de empequeñecerse y ceñirse al hombre, cuando lo exige la voluntad en éxtasis, a fin que todo sea para el hombre lo que únicamente al todo le corresponde: la redención.

He aquí un ejemplo modélico de cómo se puede resolver intelectualmente un episodio erótico, de cómo se puede ir de las nueces a la reflexión filosófica en una transición suave que en ningún momento rechina. La realidad de lo novelesco queda perfectamente definida: la alcoba en penumbra, el sonido de las nueces y de las anillas de la cortina, el forcejeo, la cabeza de ella en la almohada: detalles concretos, artesanales, que son los que arman y estructuran la escena. Cuando Esch llega al orgasmo, cuando fluye sin fin en ella, también su conciencia comienza a fluir, y la narración, con una gran elegancia, se desvía hacia un cierre entre lírico y filosófico. Rosario y el narrador de Los pasos perdidos se deseaban, y no perseguían sino la posesión gozosa de los cuerpos. Pero Esch y Hentjen no se desean, y no buscan la efusión amorosa sino algo más: es un acto desesperado por parte de los dos. Ella porque se rinde y termina aceptando el papel pasivo, abnegado y fatal de la mujer ante la voluntad imperiosa del macho. Cuando defiende la habitación o las nueces, está defendiendo la soberanía de su soledad. Él, porque a través del cuerpo de Hentjen, busca la posesión del todo, de lo absoluto: aquello que puede dar un sentido pleno a la vida de ambos. Unas páginas más adelante, el autor nos cuenta la vida amorosa, y ya rutinaria, de los dos. Hacen el amor sin hablar, “porque en el mutismo se esfuma el pudor, y solo la palabra ha creado la vergüenza”. Ella sigue defendiendo su soledad, y para él, ella “está más allá de la hermosura y de la fealdad, de la juventud y de la vejez; constituye para él únicamente la misión silenciosa de redimirla conquistándola”. Es decir: arrancándole un suspiro, un gemido de placer, una palabra de aceptación. Pero Mamá Hentjen sigue callada, porque solo así puede aceptar el impudor, tumbada en la cama, incitándolo con su silencio y su “inmovilidad animal”.

Ahora me doy cuenta de que este no es solamente un encuentro erótico triste: es también y sobre todo un acto de amor metafísico.

Hay tantos momentos eróticos memorables, que uno en estos momentos se queda indeciso, sin saber a qué atender. Me acuerdo por ejemplo del arranque de El tambor de hojalata, de Günter Grass, del modo tan fantástico en que fue concebida la madre de Óscar, pero al mismo tiempo se me viene a la cabeza la historia del idiota que se enamora de una vaca. El idiota se llama Ike y es un personaje de El villorrio, de Faulkner. El erotismo en Faulkner es una fuerza sombría y a veces destructora. También en El villorrio aparece una de las mujeres más extrañas y terribles de la literatura. Se llama Eula, y es un personaje al que el autor, desde el principio, le da una dimensión mítica. Es Venus, es la encarnación fatídica del deseo, el poder ciego del instinto, la abeja reina en torno a la cual las estirpes aseguran su permanencia. Eula tiene once o doce años y ya para entonces “su aspecto sugería alguna simbología sacada de los antiguos tiempos dionisíacos: miel bañada por la luz del sol y uvas a punto de estallar, la retorcida sangría de la vid ya fecunda pisoteada por la pezuña dura y rapaz de la cabra”.

Es muy perezosa. Tardó más de lo corriente en aprender a andar, y lo que más detesta en el mundo es moverse. Los dos mejores atributos que Faulkner reserva para ella son la exuberancia y la inmovilidad. La transportan en un cochecito de niño, que es el primero que se ha visto por la zona y que resulta tan grande como un pequeño carruaje. Hasta los cinco o los seis años, la transportaba en brazos un criado negro. Eula, su madre y el criado semejaban “el rapto de una sabina con el extraño aditamento de una dama de compañía”.

A mí me maravilla cómo Faulkner enriquece a sus personajes con referencias mitológicas sin que la realidad primaria pierda su independencia y su pureza. Eula nunca supo jugar. No tuvo compañeras de juego ni amigas íntimas e inseparables. Otro de sus atributos es la soledad a que la condena el terrible ascendiente sexual con el que ha nacido. Cuando va a la escuela, la han de llevar y traer a caballo, porque su exuberancia y majestad le impiden moverse por sí misma. La falda entonces se le sube y lo que se ve es algo “tan profunda y gigantescamente desnudo como la cúpula de un observatorio”.

Todo en ella es enorme, anormal. Unido eso a su inmovilidad, nos sugiere, en efecto, una abeja reina, o una de esas arañas hembras cuyo tamaño excede monstruosamente al de los machos. Por donde pasa, los hombres enloquecen, como ocurre con Remedios, la Bella, de García Márquez. Cuando entra en la escuela,  “solo con recorrer el pasillo entre los pupitres los transformaba, a ellos y a los bancos, también de madera, en un bosquecillo de Venus”.

Y el maestro, que es un joven que conserva una fe noble y antigua en la educación, en el prestigio del humanismo (porque es, sin duda, Hipólito, el símbolo del estudio y de la castidad), al verla por primera vez comprende que, a partir de ese instante, habrá de entablar consigo mismo una lucha titánica para no sucumbir a la violencia de aquella fuerza destructora y atávica. Y en torno a esa lucha se desarrolla casi toda esa parte de la novela. Él estudia con fervor a Homero y a Tucídides, pero su fervor libresco es inútil, porque como él bien sabe:

Eula proclamaba la sensualidad sin restricciones de las diosas mismas de su Homero y de su Tucídides: la cualidad de ser al mismo tiempo corrompida e inmaculada, virgen y también madre de guerreros y de hombres en plena madurez.

Corrompida e inmaculada, en efecto, como las diosas griegas, así es Eula. Su historia, y la del maestro, y la del malvado Snopes, el Vulcano cojo de aquella Venus, que se casa finalmente con ella, es uno de los relatos más profundos y apasionantes que se hayan escrito nunca sobre esa contienda, siempre trágica, entre la fuerza de los instintos y la voluntad de escapar a ellos oponiéndoles la razón, el estudio, la soledad y la virtud.

Y, como ya me estoy alargando mucho en esta relación apasionada y farragosa, quiero dedicar las últimas líneas a recordar el beso más sutil y licencioso del que tengo noticias. Es de Álvaro Cunqueiro y viene en Vida y fugas de Fanto Fantini, y los protagonistas son Fanto y doña Cósima. Están en la mesa los dos y el marido de doña Cósima, que es un burguesón perfectamente domesticado. El marido se adormece y quedan frente a frente el galán y la dama:

“Iban y venían las sonrisas y las miradas, los labios se abrían para decir y se quedaban mudos, las manos avanzaban a través de la mesa, buscando encontrarse, pero se quedaban a medio camino, disimulando su voluntad de caricia en el pie de una copa, o en una de las rosas que fingían una guirnalda en los manteles. Doña Cósima bebió un sorbo de malvasía, y vigilando los párpados cerrados de su señor y esposo, la fue empujando hacia el centro de la mesa. Hizo lo mismo Fanto con la suya. Cambiadas las copas, puedo decir que los dos amantes, por vez primera, se besaron, cristal de Murano por medio. El marido roncó estrepitoso, y su propio ronquido le despertó”.

Y no quiero acabar sin un recuerdo para Casandra y Federico, que en El castigo sin venganza, de Lope, protagonizan uno de los mejores incestos escritos en español,  junto al de Rebeca y José Arcadio hijo en Cien años de soledad (“Ay hermanita, ay hermanita”, susurra él mientras comienzan las caricias), o el de Fonchito y doña Lucrecia en Elogio de la madrastra, de Vargas Llosa, y supongo que algún otro que no recuerdo ahora. Y un recuerdo también para las mujeres de Kafka, que es un escritor más erótico de lo que suele creerse: no hay más que leer el capítulo 3 de El proceso (Primera investigación), donde el discurso de Josef K. en la sala del juicio abarrotada de gente es interrumpido por el chillido agónico de un orgasmo: un hombre le está haciendo el amor a la lavandera y esposa del conserje, de pie, rodeados por un corro de curiosos, y ante la indiferencia del resto de la muchedumbre que puebla la sala. Es acaso la escena erótica más pública y notoria que se haya escrito nunca. Y en El castillo, también en el capítulo 3, K. y Frieda hacen por primera vez el amor entre charcos de cerveza y restos de basura, y rodando por el suelo van a chocar contra la puerta tras la cual está Klamm, el poderoso amante de Frieda, y no solo eso, sino que ella, enloquecida por la pasión, golpea en la puerta y grita: “¡Estoy con el agrimensor!, ¡estoy con el agrimensor!” O Brunelda, en América, cuyos encantos atraen a los hombres tan fatalmente como la Eula de Faulkner o la Remedios de García Mázquez. Y un recuerdo para tantas otras que me han hecho vivir momentos inolvidables de pasión. Pero, sobre todo, para la pobre y admirable Antígona, a quien la abnegación filial en Edipo en Colono, y luego el deber moral en la obra que lleva su nombre, le impidieron conocer los gozos del amor. Estas son sus últimas palabras:

“Y ahora la muerte me lleva, tras cogerme en sus manos, sin lecho nupcial, sin canto de bodas, sin haber tomado parte en el matrimonio ni en la crianza de los hijos, sino que, abandonada por los amigos, infeliz, me dirijo viva hacia los sepulcros de los muertos”.

Antígona es la doncella a la que el destino le niega las dulzuras amorosas, y esa usurpación forma parte también de su carácter trágico.

Y una cita final para cerrar este desordenado devaneo de lector. Son unas palabras de Zorba en Vida y hechos de Zorba el griego, de Kazantzakis:

“Porque, joven señor, aquel que pudiendo acostarse con una mujer no lo hace, comete un gran pecado. Si una mujer te invita a compartir su lecho, y tú te niegas a satisfacer su deseo, ¡pierdes el alma! Esa mujer lanzará un gran suspiro el día del gran juicio de Dios, y el suspiro de esa mujer bastará para echarte de cabeza al infierno. Si el infierno existe, no me libro de caer en él, y la única causa de mi perdición habrá sido esta. ¡No por haber robado, asesinado, cometido adulterio, no, no! Todo eso no significa nada. Dios lo perdona. Pero ha de precipitarme en el infierno sólo porque una noche una mujer me esperaba y yo no acudí...”

Ese es, pues, para Zorba, el único pecado que Dios no perdona. Pero quizá aquí empezamos a invadir el territorio inviolable de la realidad objetiva. La realidad de la vida, en la literatura, no permite su propio reflejo. Y, a propósito de la realidad, y ahora ya si acabo, ¿qué nos deparará hoy la realidad?, ¿qué nos deparará la realidad esta misma tarde? ¿Y esta noche, qué nos tendrá reservado la realidad esta noche? Bueno, en el peor de los casos, yo te deseo, lector, que tengas sueños apacibles.

 

        

         

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Luis Landero

En defensa de la escritura sumergida

5 de marzo de 2018 14:47:25 CET

A veces, la literatura inédita es mejor que la publicada; revalorizada por lo digital, forma parte del patrimonio común. No existe únicamente una economía sumergida, sino también una literatura sumergida. Hay una Italia que escribe a ritmo acelerado, que produce ríos de una literatura que permanece inédita y está destinada a seguir así, pero que no es menos significativa, como índice de la mentalidad y del sentir general, que el océano del papel impreso. La diferencia entre un texto rechazado y uno publicado, incluso con éxito, no es siempre evidente y, al contrario, en ocasiones sería mucho más lógico que los dos textos intercambiaran sus destinos.

No existe únicamente una economía sumergida, sino también una literatura sumergida. Es aplicable también a Italia, pues —al igual que a muchos otros países—, el viejo chiste habsbúrgico sobre los praguenses, de quienes se decía que eran todos escritores, hasta el punto de que, cuando alguien se tropezaba casualmente con uno en el tren, le preguntaba, después de las presentaciones de rigor: «Ah, conque es usted de Praga, ¿y qué novela dice que ha escrito?

No soy editor ni trabajo para editorial alguna, y sin embargo recibo cada día, con la excepción de sábados y domingos, cuatro o cinco textos mecanografiados de personas desconocidas, que me instan a que los lea, los valore y los promueva; aproximadamente entre unos quince y veinte a la semana, setenta al mes, ochocientos al año. Les respondo a todos —porque creo que todo interlocutor merece respeto y atención—, intentando explicarles que resulta imposible para cualquiera, incluso aunque recibiera diariamente obras de Balzac o de Dickens, leer setenta libro al mes, en el llamado tiempo libre que nos queda después de haber completado nuestra jornada laboral.

Con todo, cada lectura inevitablemente negada hace que me sienta incómodo, porque el rechazo va dirigido a alguien que, independientemente de la calidad de lo que pueda haber escrito, parte en condiciones desfavorables, aislado de esos contactos y relaciones que tanto nos han ayudado a muchos de nosotros, más afortunados.

Hay algunos —más bien pocos— que entienden mis dificultades para atender a su petición, mientras que muchos me piden, en cambio, que me limite a leer su obra, desdeñando todas los demás, con un resentimiento comprensible en quien se siente excluido pero que ofusca la comprensión objetiva de las cosas. En esa plétora de manuscritos habrá, cabe imaginarlo, muchas obras de escaso valor cuyo interés se circunscriba solo a quienes las han escrito; habrá otras mediocres y, quizá, con todo, dignas de atención; bastantes serán veleidosas o monomaniacas; otras, de calidad media no inferior a la de muchos otros libros que, en cambio, quién sabe por qué, acaban siendo publicados o coronados incluso por el éxito; y acaso no falte incluso alguna obra maestra. Hace muchos años, cuando recibía muchos menos manuscritos y podía leer algunos de ellos, me topé hasta con algunas obras de gran hondura, que intenté, casi siempre en vano, que fueran publicadas.

Este vasto continente literario subacuático testimonia —a pesar de la vertiginosa transformación, en todos los campos, de la vida y de nuestra forma de vivirla y concebirla— cuán difundida y sentida sigue estando la necesidad que nos embarga de relatar nuestra propia existencia y nuestra propia visión del mundo, el deseo de sustraerla a la nada y al olvido, la fe en la capacidad de la literatura para redimir la vida. Fe falaz, porque ni siquiera una obra maestra inmortal puede redimirnos de un dolor o una injusticia, cuando están enraizados en el corazón humano.

En realidad, este mar de inéditos es sobre todo un fenómeno social y cultural muy relevante, una realidad que refleja el clima de un país, una producción no menos concreta respecto a la literatura editada de cuanto lo es la economía sumergida respecto a la oficialmente reconocida y computada. Nadie puede afirmar conocer la literatura —y por lo tanto la cultura— de un país si solo conoce la que aparece impresa; por lo demás, si como es obvio resulta materialmente imposible sumergirse en la lectura de ese océano de inéditos, es igualmente imposible un conocimiento adecuado del mar de lo editado, extensísimo este también y, por lo demás, dilatado a menudo de forma casual y caótica. La diferencia entre un texto rechazado y uno publicado, también con éxito, no siempre es evidente y al contrario, en ocasiones, sería mucho más lógico que a los dos textos les ocurriera lo opuesto.

En todo caso, las pilas de manuscritos que me llegan a mí, al igual, me imagino, que a muchos otros, forman parte de la literatura de hoy en día. La frontera entre lo inédito y lo editado no es la frontera entre lo inexistente y la existente. Lo digital está royendo o ha roído ya los rígidos confines entre lo publicado y lo inédito, entre lo público y lo privado, entre la cultura oficialmente reconocida y la que habita en las distintas formas de comunicación electrónica. Es difícil decir si lo digital está destinado a incrementar la diversidad y la libertad o llevará más bien a una apagada homologación de intereses, pasiones y costumbres, hacia una totalizadora y totalitaria democracia populista de masas, como la descrita y denunciada en sus mecanismos tiránicos por Tocqueville. Lo digital puede ayudar, indudablemente, a que ese continente sumergido de lo inédito emerja de sus ignotas profundidades, enriqueciendo así el archipiélago de la literatura. Claro que, a muchos de estos islotes emergidos de la oscuridad —como también a muchos libros publicados con énfasis—, podría sucederles lo que le ocurrió a Nyö, un islote volcánico que apareció repentinamente de las aguas del mar en 1783, en las cercanías de Islandia, para hundirse casi inmediatamente después, mientras aún se seguía discutiendo a quién pertenecía.

 

Corriere della Sera

(Traducción de Carlos Gumpert)

Escrito en Lecturas Turia por Claudio Magris

Una intensa actividad didáctica convierte a Adela Cortina en una viajera del pensamiento ético. Goza de gran reconocimiento en el mundo intelectual y a  la vez es una persona discreta. Al consultar su perfil biográfico en bibliotecas, revistas o en Internet, apenas se encuentran cuatro datos que, por otra parte, se repiten en todas las entradas. Su vida personal queda al margen, salvo cuando  está vinculada a su oficio de pensadora, divulgadora y profesora universitaria. Es una mujer con muchos frentes profesionales abiertos, todos ellos en el terreno de la Ética. Una conferencia sobre “¿Las bases cerebrales de la Justicia y la  Democracia?”, en la Fundación Juan March de Madrid, fue el lugar para nuestro encuentro de presentación. Al verla ante su público reafirmé la idea que tenía de su manera de exponer sus convicciones: la mirada de Adela Cortina al mundo contemporáneo es rigurosa y cordial. Su capacidad reflexiva y dialogante imprime altas dosis de buena voluntad a  temas conflictivos. Tan clara como profunda, habla con sencillez de aspectos éticos del consumo, la sanidad, la legitimidad de la guerra, la ecología y el cambio climático, la educación para la ciudadanía, la crisis económica y también la neurociencia.

Se siente afortunada por “ejercer el magisterio en los distintos niveles. Aunque –advierte - jóvenes los hay de todo pelaje, algunos ayudan a mantener la mente fresca y el corazón cálido”. Catedrática de Ética y Filosofía Política en la Universidad de Valencia, entiende su disciplina como “reflexión filosófica sobre la moralidad y desde ella trata de aclarar en qué consiste, cual es su fundamento, si es que lo hay, y cómo se aplican a la vida cotidiana los principios éticos”. Si esta sencilla formulación de la asignatura que imparte necesita más de una aclaración, ella misma se remite a “Etica mínima”(1986) quizá uno de sus libros más citados. Puede impresionar su bagaje bibliográfico, pero al escucharla o pedirla explicación sobre algún concepto, su generosidad hace sentir muy cómodo al interlocutor. Teníamos que abordar temas en algún punto políticamente conflictivos y temí que no quisiera entrar en alguna materia, pero ella no ha puesto pegas a nada, a todo ha respondido con equidad. Ya he dicho que su vida privada es la más desdibujada en sus perfiles, por eso empezamos por una pregunta personal. Quería saber si al entrar en la docencia, primero en la enseñanza media y luego en la Universidad, tuvo alguna dificultad por discriminación de género. No era frecuente que hubiera mujeres en el campo de la filosofía en el final de los sesenta y primeros setenta, es decir, en el último franquismo.

A fines de los sesenta existía un tópico en las facultades de Filosofía y Letras –responde Adela Cortina-  el de que la especialidad de Filosofía, de Filosofía “pura” que se decía, era muy difícil y, por lo tanto, sólo apta para cerebros varoniles. Pero la verdad es que la práctica desmentía ese lugar común, porque ya en mi curso el número de mujeres y el de varones era el mismo, y muchas de mis compañeras son desde hace muchos años profesoras de enseñanza media.

A la universidad optamos menos, eso es verdad, y en algunos departamentos había una clara preferencia por los chicos para encomendarles clases, por aquella convicción, generalizada en la época, de que eran los varones los que tenían que hacer carrera. Ése fue mi caso muy al comienzo, pero pronto las cosas cambiaron radicalmente.

En las oposiciones nunca me sentí discriminada por ser mujer, de hecho las saqué. Lo que sí se percibía con claridad es que quien no estaba alineado en un grupo con cierto poder lo tenía muy difícil, fuera mujer o varón. Ahora no es que lo tiene difícil, es que es imposible. El gran criterio para discriminar sigue siendo tener o no padrinos: tan antiguo como la historia de la humanidad.

Y tan antigua como esa historia es la brega por el reconocimiento, que no siempre viene de la lucha, sino también de la ocupación pacífica, pero inexorable. Recuerdo que un día, cuando estudiaba la carrera, me encontré en el claustro de la Facultad a una señora mayor que miraba con ternura las columnas, la estatua de Luis Vives, el reloj, y me dijo, con lágrimas en los ojos, que había sido la primera mujer en estudiar en la Universidad de Valencia. Para entonces ya había muchas mujeres estudiando Filosofía y Letras, después fuimos conquistando Derecho, Económicas, Medicina, las ingenierías. Fue una conquista paulatina, imparable, hasta formar una innegable mayoría. Y poco a poco fuimos también ocupando plazas de enseñanza media y de universidad.

De hecho, si a fines de los sesenta no había profesoras universitarias en España, tampoco las había en otros países europeos. En Alemania, por ejemplo, que es el país que mejor conozco en este sentido, apenas había profesoras de filosofía en las universidades, y desde luego en el nivel más elevado (C4), ninguna.

- Además de Catedrática, Adela Cortina es directora de la Fundación para la Ética de los Negocios. En estos tiempos de desconcierto laboral y empresarial es quizá la persona más cualificada para hablar de la rentabilidad que aporta  la ética en el tejido industrial. Hablamos de rentabilidad económica, pero sobre todo de  rentabilidad social y  humana. Entiendo, y así se lo comento a ella, que en principio, no sólo no hay contradicción, sino que hay una estrecha línea que une el bienestar de los trabajadores y su productividad.

- En efecto –asiente nuestra interlocutora- justamente creamos la Fundación ÉTNOR, después de un Seminario Permanente de Ética Económica y Empresarial que duró tres años y empezó en 1990, con la convicción de que la ética en la empresa es un juego de suma positivo, que beneficia a todos los afectados por ella: trabajadores, clientes, accionistas, proveedores, entorno social y medio ambiente.

Formamos un grupo inicial de académicos y empresarios y nos lanzamos al ruedo con el eslogan “la ética es rentable para todos los componentes de la empresa”. Frente a quienes creían que las empresas son perversas por definición, defendimos que ni hay empresas situadas más allá del bien y el mal moral (amorales), ni todas son perversas: que hay grados, como en todas las actividades humanas.

Entonces todavía no estaba de actualidad la teoría de los stakeholders, que habitualmente se traduce por “grupos de interés”, pero le fuimos dando una fundamentación normativa desde nuestra peculiar ética del discurso, entendiendo que es preciso tener en cuenta a todos los afectados. Es lo que vino a refrendar más tarde el discurso de la RSE: una empresa que hace el triple balance (económico, social y medioambiental) es un bien público.

Adela Cortina es también la primera mujer académica de Ciencias Morales y Políticas: ahora viaja a Madrid casi todas las semanas.  En su doble condición de mujer y académica su mirada a esa Institución resulta singular. ¿Cómo la han acogido sus compañeros hombres, quienes precisamente la han elegido de entre todas las mujeres?

Realmente mis compañeros de Academia no me han elegido de entre las mujeres, - Adela Cortina rechaza la alusión algo bíblica a su forma de ser elegida- ni entre todas, ni entre unas pocas. Más bien quienes me apoyaron pensaron en la persona y les alegraba también que por fin entrara una mujer. En este sentido las Academias españolas tienen una inercia masculinista innegable, que tiene que ser vencida por un personalismo de sentido común. En ello estamos.

En cuanto a la acogida, ha sido excelente por parte de todos -continúa satisfecha por su papel en la Academia- pero me gustaría recordar especialmente el afecto de Sabino Fernández Campo que, como presidente, empezaba las sesiones diciendo “Señora académica y señores académicos”. Desgraciadamente murió hace bien poco y ha sido una gran pérdida para España. Obviamente, todos estamos en el empeño de intentar que el trabajo de las Academias sea más visible y fecundo para la sociedad.

- La trayectoria intelectual de Adela Cortina comienza con una relación de compromiso con el cristianismo militante, sigue por su relación con la filosofía de Kant y con la vanguardia intelectual de Europa, gracias a sus estudios en varias Universidades  alemanas donde entró en contacto con la Escuela de Frankfurt. El pensamiento de Habermas y Karl Otto Apel son sus referentes filosóficos, a los que ella ha ido dando forma propia llevándola a decantarse por la ética. Todo un viaje en el que ha ido cargando sus alforjas y transitando por muchas estaciones.

- La verdad es que no se trata de un viaje en el que vamos pasando de una estación a otra, abandonando la anterior. Más bien todas permanecen, aunque han ido apareciendo al hilo de la historia personal. Mi trayectoria académica puede decirse que empieza con la tesis doctoral sobre “Dios en la Filosofía Trascendental kantiana”, defendida en enero de 1976. Yo formaba parte del Departamento de Metafísica de la Universidad de Valencia y me interesaba especialmente la Teodicea. Sigue interesándome, por supuesto, pero en ese año 1976, Jesús Conill y yo, con quien me casé en 1977, ganamos las oposiciones de Enseñanza Media de Filosofía y, antes de tomar posesión de la plaza, estuvimos un curso en Munich (1977/78) con sendas becas del DAAD y con una Licencia para Estudios en el Extranjero. En aquel tiempo España daba el paso oficialmente a la democracia y nos preocupaba, entre otras cosas, que no fuera posible una ética común a todos los españoles. De ahí que fuera decantándome hacia la ética y tratando de diseñar una ética cívica, que necesitaba como fundamento una ética filosófica. Apel había publicado hacía poco tiempo Transformation der Philosophie (1973) y Habermas, “Vorbereitende Bemerkungen zu einer Theorie der kommunikativen Kompetenz“ (1971). Esas aportaciones suponían la transformación dialógica de una ética kantiana, que proporcionaba, desde una filosofía del lenguaje, el fundamento para una ética filosófica y el criterio para una hermenéutica crítica.

De regreso a España, ocupamos nuestras plazas en distintos institutos de la región de Murcia y también pudimos impartir clase en la Universidad, en Metafísica y en Ética. Aquellos años fueron esenciales por las gentes a quienes conocimos, que son amigos entrañables. Pero nuevas oposiciones nos permitieron regresar a la Universidad de Valencia, y así lo hicimos.

- Damos ahora un salto desde la formación teórica de Adela Cortina y pasamos a la práctica de la filosofía. Al fin y al cabo es una buena dosis de ética y sentido común lo que le falta al sistema productivo y a los hábitos de consumo de los ciudadanos para salir de esta crisis económica y medioambiental en la que nos encontramos inmersos. Por las respuestas de los políticos a la situación actual, parecería como si en el interior del cerebro y del alma humana hubiera unos extraños resortes que nos llevaran a todos a seguir por un camino de perdición. ¿O quizá tengamos que llegar hasta el último subsuelo del infierno para remontar y volver a la luz? La comento que personalmente no dejo de tener esperanza.

- Hay varios ingredientes trabados en esta pócima. En principio, como analicé en Por una ética del consumo (Taurus, 2002), hay una extraña concepción de la economía. En vez de aceptar, con Adam Smith, que el consumo es el fin de la producción, se entiende que el consumo es el motor de la producción. Si no hay consumo, “no hay alegría” en la sociedad, porque no hay producción, sin producción no hay trabajo, y las gentes no pueden ni siquiera sobrevivir con dignidad. De ahí que los productores intenten crear deseos en las gentes a través de la publicidad para que consuman y se va generando ese êthos consumista de quien cree que lo natural es consumir. Es lo que Galbraith llama el “efecto dependencia”: los deseos dependen del proceso por el que se satisfacen y, claro está, nunca hay bastante.

- Entiendo que si salimos en falso de la crisis económica seguiremos avanzando hacia sucesivas crisis y se agravará el cambio climático.

- Lo peor es que vamos a salir “en falso” con altísima probabilidad, porque de momento no hemos aprendido nada de la crisis. Ni estamos cambiando el modelo de crecimiento ni tampoco las formas de vida y de consumo. La historia de la inversión en I+D+i, la importancia de la educación, el control del sistema financiero, la transformación de los incentivos, todo está quedando en agua de borrajas.

- Adela Cortina tiene sus propios análisis y posiciones sobre la  "ética del consumo". Es valedora de un saber capaz de defender con argumentos que hay formas de consumir más éticas que otras. En otra de sus obras de referencia, Por una ética del consumo, la ciudadanía del consumidor en un mundo global (Taurus 2002), analiza el sentido del consumo en una sociedad más justa. ¿Cuáles serían esas formas de consumo respetuosas y respetables?

- En ese libro –explica con la claridad didáctica que imprime a su función docente- propuse una forma de consumo con cuatro características: un consumo liberador, justo, corresponsable y felicitante. Liberador, que nos sirva para aumentar nuestra libertad en vez de esclavizarnos. Justo, porque es de justicia pensar en la distribución de las posibilidades de consumo en el nivel local y mundial. Corresponsable, ya que podemos asociarnos para cambiar nuestro modelo de consumo y tomar así las riendas de la producción. Felicitante, que realmente nos haga más felices, para lo cual no hacen falta bienes costosos, sino lo necesario para disfrutar de las relaciones humanas, de la belleza y la solidaridad.

- Entiendo que la preocupación por las falacias del consumo surgió en los años cincuenta. Los "críticos de la cultura de masas", denunciaron las formas de consumo de las sociedades industriales por privar a los individuos de libertad. Marcuse, vinculado a la Escuela de Francfort, separó el trigo de la paja y distinguió entre necesidades verdaderas y falsas. Adela Cortina ha explicado en alguno de sus artículos que las necesidades "verdaderas" son inexcusables, aunque no todo el mundo pueda satisfacerlas: alimentación, vestido y vivienda. ¿Cuáles serían las "falsas", y quien impone a los consumidores esas necesidades? ¿Con que intención y efectos llegan hasta nosotros como consumidores?

- La distinción entre necesidades verdaderas y falsas no es tan clara como quería Marcuse. A mi juicio, es más fecundo distinguir entre necesidades y deseos, aunque tampoco sea posible separar unas de otros como con un bisturí. Pero sí es cierto que las necesidades se acercan más a lo biológico (alimentación, vestido, vivienda) y por eso tienen un límite a la hora de satisfacerlas, mientras que los deseos son psicológicos y carecen de límite.

También por eso algunos productores se esfuerzan por aumentar los deseos de las gentes con capacidad adquisitiva, añadiendo prestaciones a los coches, a los teléfonos móviles, perfeccionando los ordenadores y las televisiones, fomentando el consumo de alimentos que permiten mantenerse en forma o estar más sanos.

Naturalmente, las necesidades se modulan socialmente porque, como decían tanto Adam Smith como Marx, un obrero británico necesita una camisa de lino para poder presentarse en público sin tener que pasar vergüenza. Pero con las debidas matizaciones, las sociedades están obligadas a cubrir las necesidades de todos los seres humanos, de modo que puedan llevar adelante sus proyectos vitales.

Tal vez, en este sentido, sea más acertado el enfoque de las capacidades de Amartya Sen en su insistencia en que debemos empoderar las capacidades básicas de todas las personas. Ésta sería la tarea de los proyectos de desarrollo humano.

- Por lo que hemos leído, Adela Cortina coincide con Habermas en su “reparo a la pesimista filosofía de la historia y considera que la crítica a los abusos ideológicos no debería acabar con toda aspiración utópica”. El pensamiento de esta profesora de la Universidad de Valencia, deja atrás la idea de que el derecho natural es la fuente de la Ética, que luego derivó en la declaración de los Derechos Humanos del 48, buscando aplicar la razón a unos principios éticos que no necesariamente proceden del derecho natural. Cuestiona desde sus planteamientos filosóficos el “derecho natural”, aquella disciplina que impartía Joaquín Ruiz Jiménez en la Facultad de Derecho de la Complutense y a la que yo asistí como alumno cuando nuestra interlocutora se incorporaba como docente a la Facultad de Filosofía.

- A mi juicio, la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 es uno de los grandes hitos de la historia de la humanidad, porque por primera vez se proclama que todos los seres humanos, independientemente de la comunidad política a la que pertenezcan, tienen unos derechos que debe respetar cualquier país que quiera considerarse civilizado. Encarnar el respeto a esos derechos en las instituciones y en la vida de las personas concretas es una exigencia de justicia y uno de nuestros mejores proyectos. Pero, claro, esos derechos tienen una historia. Nacen de lo que se entendieron como “derechos naturales”, ligados a la ley natural divina en el mundo medieval, y a la razón de todo hombre en la Modernidad. En la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano de la Revolución Francesa todavía no se habla de derechos humanos, expresión que consagra la de 1948.

El inconveniente de la expresión “derechos naturales” es que se liga a la ley natural, que si es ley, no es natural, y si es natural, no es ley. Necesita ser interpretada por algún magisterio autorizado. En el caso del catolicismo sería el de la Iglesia, pero en sociedades pluralistas no tienen porqué compartir todos los ciudadanos la autoridad de esa interpretación, en cambio sí que todos deben compartir el respeto por los derechos humanos. Su fundamento filosófico, entre otros posibles, se encuentra en la afirmación kantiana de que todo ser humano es valioso en sí mismo, tiene dignidad, y no precio. El fundamento cristiano es que todo hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios, es sagrado para el hombre.

- Qué les responde, desde sus postulados actuales, a los liberales que denuncian el marxismo implícito de la Escuela de Frankfurt y consideran que es un ataque a los valores tradicionales y a la familia.

- La Teoría Crítica de la Escuela de Frankfurt nació de forma explícita en 1923 como crítica de la economía política, en el sentido marxista de la crítica de la ideología, pero después fue evolu-cionando hacia la crítica de la razón instrumental, al percatarse, al menos desde 1940, de que la cosificación no sólo se produce en las sociedades capitalistas, sino también en las socialistas, porque es la razón instrumental la que preside el desarrollo de la historia occidental.

El mismo Habermas propone en La reconstrucción del materialismo histórico  sacar a la luz las relaciones de producción, que Marx había dejado encubiertas, y considerar que el progreso tiene que ser a la vez técnico y moral, progreso en el dominio de la razón instrumental, pero también, y muy especialmente, de la comunicativa. “Los valores clave en esta ética son la justicia y la solidaridad” , según expresión del propio Habermas. Pero, si intentamos reconstruir los pasos de esa ética, son además la autonomía y la igualdad. No entiendo por qué los liberales tienen que criticar estos valores.

Por otra parte, si podemos hablar de una Tercera Generación de la Escuela de Frankfurt, representada sobre todo por Axel Honneth, ésta generación recoge el valor de la familia como una de las instituciones necesarias para el reconocimiento en el progreso moral en la visibilidad.

- Desde el otro lado del espectro político, desde la izquierda, se considera que la Escuela de Frankfurt no es más que una crítica romántica y elitista de la cultura de masas disfrazada de neomarxismo.

- Pues tienen una salida: proponer ellos una alternativa moralmente deseable y técnicamente viable, pero desde sociedades no capitalistas, que deberían ser las más preparadas para lograrlo. Porque resulta bien poco creíble la crítica de una izquierda que vive en sociedades capitalistas, disfruta de sus ventajas, no se traslada a vivir a Cuba o a Corea del Norte ni por equivocación, y, eso sí, desde ahí critican todo lo que otros intentan construir. Al menos los frankfurtianos empezaron honradamente en la crítica de la economía política pero, al percatarse de que el problema era más hondo, se vieron abocados a proseguir la tarea inacabada de la Ilustración.

- ¿Dónde estaba Adela Cortina en Mayo del 68? ¿Cómo vivió desde el mundo universitario esa convulsión en la que muchos sentimos que el mundo daba un giro copernicano, y en cierto sentido así fue, aunque luego parece que hubiéramos reculado hacia una realidad  menos ambiciosa en el sentido del cambio y la creatividad?

- Yo estaba estudiando la carrera, como tantos otros, deseando un cambio hacia una sociedad democrática y abierta, pero sin entender muy bien un conjunto de proclamas, que me parecían al menos tan totalitarias como lo que teníamos. En la facultad de Valencia no había sino tres corrientes: neoescolástica, neo-positivismo y marxismo. Ninguna de ellas tenía la menor vocación democrática y las tres trataban de desbancar a las demás.

La tradición del socialismo español, que era un socialismo neokantiano, como supe más tarde, brillaba por su ausencia. No había más socialismo que el marxista. Por desgracia, no se nombraba a Ortega, ni tampoco a Zubiri, Laín o Marías. Hubiera sido bueno para muchos de nosotros tanto haber conocido el socialismo ético de la tradición española, como también a estos representantes de la “Tercera España”, porque hubiéramos encontrado un sitio que no encontramos en los totalitarismos vigentes.

- “Debajo de los adoquines está la playa, Prohibido prohibir” Es una evocación personal que le traslado a Adela Cortina en forma de evocación intelectual. ¿Qué nos queda de todo aquello que tanto tenía que ver con la Escuela de Frankfurt, con Marcuse, con Sartre? Lo pregunto con una cierta melancolía, no sé si de mi juventud o de aquel mundo que 20 años después trajo la caída del muro de Berlín, luego los atentados de las Torres Gemelas y los disparates geopolíticos subsiguientes.

- Nos queda el trabajo bien hecho –responde la profesora comprometida- de los que se esforzaron por la socialdemocracia, tan denostada por derechas y por izquierdas. A los primeros les parecía antiliberal, por intervencionista, y a los segundos, intolerable por capitalista. Hablar de Bernstein era entonces poco menos que una obscenidad, cuando era lo más constructivo que podíamos encontrarnos. Y también nos queda el trabajo del liberalismo social, que defendía la libertad frente al totalitarismo, con la convicción de que los seres humanos merecen igual consideración y respeto y, por lo tanto, es injusto que no vean protegidos sus derechos civiles y políticos, económicos, sociales y culturales. Me emocionan mucho más esas gentes que los de “la imaginación al poder” y “prohibido prohibir”.

- Las nuevas formas de vivir la sexualidad que proponía por ejemplo Wilhelm Reich, también vinculado a la Escuela  de Frankfurt, dieron lugar a movimientos feministas diferenciados de los que habían surgido a principios del siglo XX. ¿En este terreno dónde se sitúa Adela Cortina?

- En el feminismo de la igualdad. Es urgente exigir que se respeten los derechos de todas las mujeres y de todos los varones de la tierra, sin discriminaciones, solapadas o expresas. Y es urgente complementar aquellas “dos voces morales” de las que habló Carol Gilligan, la de la justicia, presuntamente masculina, y la del cuidado, presuntamente femenina. Las dos son voces de la humanidad, indispensables para seguir adelante.

- La febril actividad profesional de Adela Cortina la permite vincular la teoría ética con  su compromiso personal con el presente. Compromiso a la hora de publicar y dar conferencias, mostrando su opinión y conocimiento sobre temas de actualidad. Debate crispado y casi inverosímil al que hemos asistido sobre la asignatura de “Educación para la ciudadanía” al que ella ha aportado cordura. En Ética de la razón cordial. Educar en la ciudadanía en el siglo XXI encontramos su propuesta para unas nuevas bases de valores cívicos que preconiza y que representan el espíritu de lo que denomina "educación cordial”. En esta obra que le valió el Premio Jovellanos 2007, propone la ética cordial frente a la tiranía del “todo vale” contemporánea. ¿Qué significó personalmente ese galardón?

- Significó el reconocimiento de que, en efecto, es necesario educar ciudadanos que se reconozcan como interlocutores válidos, con capacidad de argumentar, pero también como personas en el sentido amplio de la palabra: con capacidad de estimar los valores, cultivar los sentimientos y adquirir virtudes. Poco a poco se van dando cita en ese concepto de ciudadanía cordial la tradición germana de Kant, Apel y Habermas, y la tradición española de Ortega, Zubiri, Aranguren y Marías. Todo un programa educativo para familias, escuelas, medios de comunicación y políticos.

- ¿Qué responsabilidad tendrían las empresas en ese mundo regido por la razón cordial?

- La de tener en cuenta a todos los afectados por su actividad, asumiendo su Responsabilidad Corporativa desde la ética, entendiéndola como un instrumento de gestión, una medida de prudencia y una exigencia de justicia.

- Sugiero a Adela Cortina que precisamente hay falta de ética, de sentido común y cívico, de educación ciudadana en la génesis de la crisis económica. Una situación que en nuestro país surge a partir de la especulación del ladrillo y está vinculada también a los problemas del sistema financiero de Estados Unidos en este mundo global. Los valores que han de presidir hoy en día las relaciones entre los pueblos, los Estados y con el Medio ambiente deberían ser tan globales como lo son las causas de esta crisis que en gran parte es una crisis de valores morales. ¿Es necesaria una ética, una ética global distinta de la tribal que parece inserta de forma indeleble sobre nuestras almas cerebro y de las que parece hoy en día dar cuenta la neurociencia?

- Efectivamente – confirma nuestra invitada- es necesaria esa ética global, que en realidad no encuentra ningún fundamento en las investigaciones de las neurociencias. Esas investigaciones, sometidas a control ético y legal, nos sirven para comprendernos mejor, para evitar enfermedades y mejorar nuestras capacidades, pero no para saber qué debemos hacer moralmente. Lo que venimos descubriendo desde esas ciencias es que adaptativamente nos conviene amar a los cercanos y desentendernos de los lejanos. Es lo que intenté mostrar en la conferencia de la Fundación Juan March sobre “Neuroética”. Con esos mimbres no puede tejerse sino una ética basada en el egoísmo de los que ayudan sólo a quienes a su vez les pueden ayudar. Esa ética del homo reciprocans deja necesariamente excluidos. Es una ética del Intercambio Infinito que, de ser explícitamente aceptada, legitimaría la exclusión de quienes tienen poco o nada que ofrecer a cambio.

Las bases cerebrales no son fundamento para una ética global, somos las personas quienes tenemos que asumir las riendas del progreso y decir qué debemos hacer, creo yo desde una razón cordial.

- Para ampliar esta idea  de una ética global, Alianza y contrato (Trotta 2001), una nueva referencia a la obra de Adela Cortina. Un libro cuyo contenido nos puede llevar al día que habíamos marcado para nuestra primera conversación. Era diciembre y Barak Obama recibía un controvertido (siempre lo es) Premio Nobel de la Paz. En su discurso, el Presidente de los Estados Unidos, el comandante en jefe del Primer ejército de este maltrecho y superpoblado Planeta dijo: “los instrumentos de guerra sí tienen una función que jugar en la preservación de la paz”. Obama justificó la guerra y estableció en Oslo las condiciones: “que sea de último recurso o en defensa propia, si la fuerza usada es proporcional y si, siempre que sea posible, se libra a los civiles de la violencia”. Al preparar esta entrevista leí que usted había dicho que “no hay ningún motivo que justifique actualmente una guerra”. Obama, no obstante, ha trazado justo los valores que no se dan en las intervenciones armadas de Estados Unidos en Irak y Afganistán. Cree que su planteamiento le justifica para seguir manteniendo miles de soldados en esos países.

- Cuando afirmé que “no hay ningún motivo que justifique actualmente una guerra” me refería a las guerras preventivas, concretamente, a la coartada de las armas de destrucción masiva con la que se pretendió justificar la guerra de Irak. Aquello no tenía justificación alguna. Retirar tropas, una vez situadas en el lugar, sí que es una cuestión de prudencia, para no causar más daño que bien.

- Ya lo hemos dicho y lo sabemos, pero hay que insistir, vivimos en un Mundo, nos guste o no, globalizado también en el terreno de la ética: esta nueva ética es mucho más compleja porque el alcance de nuestras decisiones personales y colectivas afecta a todos. En el terreno de la ecología -que esa sí que es global - las emisiones de CO2 que produce el carbón en una fábrica de China nos afecta tanto como las que se emiten en Asturias y León. Un cambio en la ética global será el único capaz de salvar no al Planeta sino a nuestra civilización sobre la Tierra. ¿Tiene idea Adela Cortina de cuales tendrían que ser  esos principios que deberían haber prevalecido en la cumbre de Copenhague y sobre todo, una vez terminada ésta, en las políticas de los países y hábitos ciudadanos?

- Los principios están pensados en esa noción de sostenibilidad, que todos dicen mantener. Otra cosa es que nadie se la crea ni tenga voluntad de ponerla en práctica. Por eso la Cumbre de Copenhague parece haber sido un fracaso más.

- Es habitual encontrar la firma de Adela Cortina en publicaciones diarias. Sobre el aborto he leído un artículo suyo en “El País” en el que apuesta, como siempre, por el diálogo entre las partes enfrentadasMi reflexión, que quiero compartir con usted, es que muchos de los que  se oponen a la nueva ley ignoran que la única alternativa que plantean con sus principios es meter a la mujer que aborta en la cárcel agravando aún más las condiciones que la han llevado a tomar esa trágica decisión.

- El objetivo prioritario de ese artículo era subrayar la necesidad de un diálogo sin presupuestos descalificatorios y también la de descubrir juntos unos mínimos éticos compartidos desde él. A mi juicio, nadie desea que la mujer que aborte vaya a la cárcel, pero para evitarlo basta la ley actual, que despenaliza en determinados supuestos. Eso es lo que significa “despenalizar”: que no se penaliza. Por el contrario, hablar de un derecho al aborto me parece incoherente en un Estado de Derecho.

- Y ahora una evocación de Bertrand Rusell y de Enrique Miret Magdalena ¿Por qué es usted cristiana?

- Prefiero una evocación de Ricardo Alberdi, un sacerdote irunés, que profesaba una religión del hombre en relación con Dios en el seno de la comunidad eclesial. Esa religión libera, porque no se confía en los poderosos, ni en la nación ni en la etnia, sino sólo en quien puede salvar; hace de cada persona alguien sagrado para la otra persona; y abre el camino de la gracia, el consuelo y la esperanza.

- Adela Cortina es una lectora empedernida de García Márquez, Vargas Llosa, Martín Gaite, Marina Mayoral, Delibes, Endo, Pamuk, Saint-Exupéry, Michael Ende, por citar unos pocos de sus actores de referencia. Tiene también entre sus preferidos a  poetas como  Miguel Hernández, Antonio Machado y García Lorca. Desde esa riqueza lectora entiende que también la ética debe tocar a la estética y que ésta ha “de ser realmente creatividad, y no intento cansino de llamar la atención por lo extravagante o de vender sin más”. En gustos personales, confiesa alimentarse, en todo caso, más como lectora que como  espectadora de cine. No obstante ponemos fin a esta conversación con una referencia cinematográfica, aunque basada en un relato literario. Volvemos al día en que  la escuché en la Juan March hablar de los grandes dilemas morales que se le pueden plantear al ser humano. Recordé el que para mí es el mayor al que se puede enfrentar una madre. Es la última secuencia de La decisión de Sophie: la protagonista llega deportada a una Estación de tren para ingresar en un campo de concentración nazi, un oficial sin escrúpulos la pone ante el dilema insoportable de tener que elegir a cual de sus hijos, niña y niño, elige para quedarse con ella, el otro morirá. Esta es, como digo, la última secuencia, toda la película es el relato de la vida de esta mujer en Estados Unidos, marcada esa vida por aquel acontecimiento ocurrido algunos años atrás.

- Afortunadamente, en la vida no solemos encontrarnos con dilemas, sino con problemas. No suele haber sólo dos caminos, sino que cabe pensar más posibilidades. Por eso me parece que los dilemas están muy bien para una ficción cinematográfica o literaria, pero dudo mucho de sus virtualidades científicas, a pesar de que los neurocientíficos y los psicólogos cognitivos les den mucho peso.

En La decisión de Sophie  no se plantea un dilema moral, ni siquiera un problema moral, la protagonista no tiene siquiera la opción del mal menor, porque no existe. Su decisión no es moralmente buena ni mala, no se encuentra en el ámbito de la moralidad. Lo verdaderamente inmoral es que puedan existir seres humanos capaces de someter a otra persona, en este caso a una madre, a esa tortura. Lo realmente inmoral es el grado de inhumanidad al que puede llegar el ser humano.

Grado de sufrimiento por su inhumana situación carcelaria, como el que debió sentir Miguel Hernández cuando escribió en su celda de Diego de León la “Nana de la Cebolla”. Adela Cortina lo ha elegido para despedirnos: “Vuela niño en la doble luna del pecho: él triste de cebolla, tú satisfecho. No te derrumbes. No sepas lo que pasa ni lo que ocurre”. Podría haber sido “Vientos del pueblo me llevan”, pero hemos preferido los últimos versos de esa obra del poeta de Orihuela entre los “Muchos, muchísimos” que están en el alma intelectual de esta profesora universitaria, escritora y divulgadora de valores que nos ha regalado parte de su tiempo para nuestra compresión ética del mundo. 

Escrito en Lecturas Turia por Eduardo Larrocha

El caso de los epílogos

23 de febrero de 2018 09:05:13 CET

Estoy sentado en un banco de una plaza de la ciudad de Dallas, el suelo son baldosas que tienen defines y sirenas en relieve, y ese suelo es lo más parecido al Paraíso que ahora mismo podría llegar a obtener, a mi lado hay un árbol, el árbol tiene en su base un enchufe con un protector para la humedad y el agua, el enchufe es de plástico, no sé cómo se llama el barrio en  el que me encuentro, conecto mi ordenador portátil al enchufe-árbol, aquí parece que en los árboles ponen enchufes para que los hombres de negocios y los desocupados se conecten al más allá mientras toman fideos chinos al mediodía o fuman un cigarrillo, e inmediatamente la batería de mi Mac se pone en modo carga, inevitablemente me pregunto de dónde sale esa energía, inevitablemente pienso en la savia del árbol, inevitablemente pienso en un satélite de comunicaciones, inevitablemente pienso en un río, la mayoría de las cosas, me digo, si se piensan hasta sus últimas consecuencias terminan en la metáfora del satélite de comunicaciones o del río, ahora noto la energía de ese árbol, me aprovecho de algo que, tengo la impresión, le sobra a la ciudad o la vampirizo, no sé, pasa un tipo con una carro de la compra, pasa por la acera de enfrente, tira de él, el tipo va delante y el carro va detrás, y pienso de repente en los epílogos, sí, en lo que va detrás de las obras, al final de las obras, pienso que una obra puede tener un epílogo explícito, pensado, pero que voy a pensar en otra clase de epílogos, me refiero a los epílogos de la obras que no tienen epílogos ni explícitos ni pensados, hay dos formas de generar epílogos una vez la obra han sido publicada, 1) modificándola cada cierto tiempo, y 2) no modificándola. En el primer caso, el epílogo es evidente: las revisiones que el propio autor hace de su obra, y en el segundo caso, el epílogo es, digámoslo así, mental, puramente temporal, y vendrían a estar constituido por la suma de las relecturas de la obra, convirtiéndose así ese epílogo en un bloque de múltiples capas de epílogos, no visibles, que el tiempo va creando, porque, y esto que diré ahora es lo más importante que a este respecto pensé estando sentado en aquel banco y enchufado a un enchufe de un árbol de un parque de una ciudad llamada Dallas: las múltiples relecturas que sobre la obra va haciendo el tiempo, aunque sean contrarias, aunque propongan ángulos opuestos, no se anulan, se suman: la resta es una operación aritmética que nada significa, es ilógica, cuando del tiempo y de la evolución de una obra a través de diferentes culturas estamos hablando. Un refundido de la obra en la propia obra. Me interesan esas capas de epílogos, me dije.  El epílogo de un cuadro o de una foto analógica, además de sus relecturas, es también el polvo que va acumulando, la modificación de su propia materia, que cambia la impresión visual y táctil de la obra. En un libro eso no es posible. La naturaleza del libro se parece más a una foto digital, que no se corrompe materialmente a no ser que sea deliberadamente destruida, o cuando menos es otro tipo de corrupción más abstracta, más mental, que entronca, evidentemente, con la paranoia del lector. Pero pienso también en las ciudades, me interesan más las ciudades que cualquier libro, y me pregunto, ¿cuál es el epílogo de una ciudad? O mejor aún ¿cuál es el epílogo de un país? No creo que sea posible que algo, por definición inconcluso y siempre inacabado, como lo es un país, pueda tener un epílogo, a no ser que estemos hablando de países que ya no existen en los mapas, por ejemplo, Checoslovaquia, o la URSS. Pero no, no estoy hablando de esa clase de países. Podría pensarlo, podría pensar en esa clase países, pero ahora mismo me da pereza, ocurre muchas veces: tienes una idea, sabes que por poco que le des vueltas saldrán cosas interesantes, percibes el potencial de esa idea como un todo que aunque no esté escrito ni verbalizado ya lo estás viendo en tiempo presente, y pasas, no piensas en esa idea, y ése es ahora mi caso, porque prefiero hablar de los otros países, de los que aún salen en los mapas. En Dallas hay un lugar llamado Deeley Square, una especie de plaza en la que desde hace 45 años nada se modifica; ahí murió asesinado JFK. En esa plaza, el punto exacto en el que se encontraba el descapotable cuando la cabeza del presidente recibió el primer impacto de bala, está señalado con una equis blanca en el asfalto. Nadie la toca salvo para repintarla. Alrededor, los árboles, los edificios, el césped, la coloración de los edificios, todo, se conserva en el mismo estado en que se encontraba  aquel día, el de la tragedia. Todo parece indicar que en ese punto el tiempo se ha detenido en beneficio de una leyenda urbana, nacional, leyenda que no es el asesinato de JFK propiamente dicho, sino otra cosa que presumiblemente tiene que ver con ese asesinato, me explico: un día, en un tiempo que no queda determinado, pero hace menos de 45 años, un coche entró en lo que ya se da en llamar el “radio de acción de fenómeno” y su motor comenzó a hacer ruidos; en efecto, al llegar justo al lugar donde fue asesinado JFK, donde ahora hay una equis pintada en el asfalto, se paró. No volvió a arrancar jamás. Lo mismo ocurrió poco tiempo después con un bus de jubilados: hallándose maravillados de que en ese lugar nada hubiera cambiado [todos lo habían visto cientos de veces en la famosa grabación doméstica del asesinato], el bus se detuvo; tuvieron que bajarse e ir caminando un par de calles, donde les recogió otro bus de la misma compañía; en ese trayecto, a pie, a un anciano le dio un infarto, pero eso es anecdótico, el caso es que el bus no volvió a arrancar más. Dados estos antecedentes, y a fin de saber hasta dónde llegaba el radio de acción de ese “triángulo de las Bermudas”, se ideó el siguiente método: que un vehículo fuera en dirección a la equis hasta que se detuviera por sí solo, y dejarlo allí, no tocarlo. Después iría otro coche, que presumiblemente se pararía al lado del anterior, y tampoco tocarlo. Ya serían 2. Después otro, que se aproximaría por el lado contrario, y al que le se supone que ocurriría lo mismo, y lo dejarían allí también y así con cuantos automóviles fueran necesarios, para ir dibujando con ellos la extensión, forma y perímetro del extraño fenómeno. Por fuerza tendría que haber un punto más acá a partir del cual ningún motor se detuviera. El resultado de esa acumulación de automóviles parados arrojó una figura de un radio máximo de 38 metros, no exactamente circular, más bien abstracta, a la que, observada a vista de pájaro, algunos le encontraron parecido con la cara de JFK de perfil, otros con la de Marilyn de frente, y la mayoría con nada. Como todo lo que tiene que ver con el asesinato de JFK, la cosa quedó así. Por perplejidad, no se investigó más. Exceptuando bicicletas, actualmente el área está cerrada al tráfico rodado. A esto me refería antes cuando me preguntaba por el epílogo de un país que aún sale en los mapas. Está claro que ese epílogo no puede ser otra cosa que su dimensión fantástica, sus leyendas, en este caso leyenda urbana, que, como los números complejos, están  compuestas por una parte real y su correspondiente parte imaginaria. En el caso JFK, una vez conocida esa extensión horizontal del fenómeno, imagino que quedaría por determinar la dimensión vertical, es decir, qué profundidad bajo tierra alcanza el efecto. Para ello habría que cavar, cosa que no se ha hecho ni creo que se piense hacer [ya que, entre otros motivos, se destruiría físicamente la materia misma del mito nacional, cifrada en ese punto de asfalto marcado con una equis], y tirar al hueco automóviles para observar si se detienen, aunque supongo que bastaría con tirar motores de automóviles en funcionamiento. O hacer túneles, eso estaría mejor, construir túneles de metro a varias profundidades y ver cuál es el primero en no detenerse al pasar bajo la equis pintada en el asfalto. Eso constituiría un segundo epílogo, un epílogo al gran epílogo norteamericano, pero no sé si sería posible en un país como éste en el que toda construcción cultural se fundamenta en el espacio, en el espacio horizontal: en el horizonte. En USA, todo mito construido sobre algo que penetre verticalmente en la tierra, se consideraría monstruoso, infernal, de la misma manera que en tiempos de pioneros, los agricultores hacían pozos para buscar agua, subterránea actividad que los ganaderos y vaqueros consideraban directamente diabólica. Estoy sentado en un banco de una plaza de Dallas, a mi lado hay un árbol, el árbol tiene en su base un enchufe con un protector para la humedad y el agua, el enchufe es de plástico, desconecto mi ordenador portátil del enchufe-árbol, inmediatamente noto que comienza a bajar el nivel del indicador de batería, baja muy rápido, inevitablemente me pregunto dónde irá esa energía, inevitablemente pienso en la savia del árbol, en satélites de comunicaciones que no conozco ni jamás conoceré, en un río que idem, también noto una pérdida energética en mí, algo se aprovecha de mí, tengo la impresión de que la ciudad, el país entero, me vampiriza, y que no parará hasta que me desmaye sobre los adoquines de esta plaza, que tienen sirenas y defines en relieve y son lo más parecido al Paraíso que en estos momentos podría llegar a obtener. ¿Y los muertos de una ciudad -me digo mientras me desplomo-, qué clase de epílogo son los muertos de una ciudad?

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Agustín Fernández Mallo

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