Suscríbete a la Revista Turia

Artículos 166 a 170 de 601 en total

|

por página
Configurar sentido descendente

Hablando con el logro

21 de mayo de 2018 12:59:38 CEST

Mis logros, no sé ni en qué unidades

referirme a ellos, si en libras esterlinas, en watios

o en lingotes, qué más da si mis logros

sentados a la mesa frente a logros ajenos

 

no saben mantener ni una conversación.

Los míos se ponen a pensar por qué no avanzo, quizás

me falta combustible o me dormí

conduciendo un camión en plena madrugada.

 

Cómo decirle al profesor que algunos

de los conceptos de la clase de ayer

no me quedaron claros  (mis ancestros

me transmitieron su ignorancia

creyendo que se trataba de un valor.)

 

Es como la tragedia del enano alto: nadie le cree al decir

“Soy un enano de un metro noventa”, no pasa

por enano y sin embargo se come las tostadas

secas, siempre sin mermelada, porque no alcanza el tarro

del estante de arriba.

 

 

Hay cosas que suceden

en retrospectiva: fui Miss España

a los veintitrés años y me entero precisamente hoy.

Acabo de vomitar unos pimientos fritos

de hace cuatro meses y es ahora cuando siento molestias

y pesadez de estómago. Es la sota de bastos

la que me pega con su arma de ficción. El basto no era hueco,

era duro por dentro: tantas partidas en la sobremesa y

no nos dimos cuenta.

 

Estoy tranquila:  mi venganza es la venganza

de la naturaleza. No soy yo quien impondrá el castigo,

antes bien son las coplas de Jorge Manrique a su difunto padre

quienes están a cargo de gestionarlo todo.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Mercedes Cebrián

La prosa de Bishop

4 de mayo de 2018 09:00:03 CEST

Para el lector español, el primer contacto con la poesía de Elizabeth Bishop (Worcester, Massachusetts, 1911 – Boston, 1979), que apenas publicó cien poemas en vida, fue probablemente a través de los que tradujo Octavio Paz, recogidos en Versiones y diversiones. Luego llegó la primera antología, publicada por Mistral, de Orlando José Hernández, la misma que apareció unos años después en Visor.

 

La editorial Igitur publicó otro florilegio: Obra poética, a cargo de D. Sam Abrams y Joan Margarit, y antes, su libro Norte & Sur,  traducido por Eli Tolaretxipi.

 

Por su parte, Vaso Roto, que ya había publicado Una antología de poesía brasileña y Flores raras y banalísimas. La historia de Elizabeth Bishop y Lota de Macedo Soares, de Carmen L. Oliveira, da a la luz, en dos tomos, su Obra completa y empieza por el segundo, que titula, a secas, Prosa. Lo ha traducido con solvencia el poeta Mariano Peyrou y el volumen tiene casi ochocientas páginas. La edición literaria es del poeta y crítico Lloyd Schwartz, así como el prólogo.

 

No es la primera vez que se da a conocer la prosa de la norteamericana en España. En Lumen apareció Una locura cotidiana, un conjunto de apenas ocho relatos traducidos por Mauricio Bach que tuvo una excelente acogida por parte de la crítica.

 

El libro que nos ocupa está dividido en cinco partes: “Cuentos y memorias”, “Brasil”, “Ensayos, reseñas y homenajes”, “Correspondencia con Anne Stevenson” y “Apéndice: Prosa temprana”. Pone el colofón un breve capítulo dedicado a la procedencia de los textos.

 

En lo que se refiere a la prosa propiamente dicha, diremos que se reúnen los relatos que publicó en vida, casi siempre en The New Yorker, a caballo entre la memoria y la ficción, con un inevitable cariz autobiográfico que ella misma confiesa. Así, en el más famoso, “En la aldea” (que para Bach era “pueblo”), se alude a la locura de su madre, internada en un sanatorio psiquiátrico. Este hecho y su posible causa: la prematura muerte de su padre a los 39 años, cuando ella tenía ocho meses y su madre 29 (y llevaban tres años casados), obligó a que la cuidaran sus abuelos maternos, muy presentes en éste y otros relatos, como “El ratón de campo”, donde la casa colonial de la familia, una antigua granja de Nueva Escocia, se convierte en centro de operaciones. Con ironía, dijo haber tenido “una «infancia infeliz» de primera categoría”.

 

Otros relatos reales son “Gwendolyne” y “La clase de infantil” (sus primeros recuerdos, cuando tenía cinco años y su madre enloqueció). En “La Escuela de escritura. EEUU” narra su trabajo como correctora de textos por correspondencia, donde menciona su “educación de clase alta” y su paso por el exclusivo Vassar College. En “Un viaje a Vigia” ya aparece Brasil. En “Esfuerzos del cariño: Recuerdos de Marianne Moore” evoca a su mentora, amiga y excepcional poeta, a la que conoció (junto a su influyente madre) en 1934, “una de las mejores conversadoras del mundo”. Porque la ficción cede el paso a la memoria, bien podría haber sido incluido en la segunda parte del volumen.

 

Los relatos que conforman el núcleo central de su prosa creativa, fueron escritos en un periodo de cuarenta años, entre 1937 (“El bautismo”) y 1977 (“Recuerdos del tío Neddy”).

 

A manera de resumen, podríamos decir que aplicó a la narrativa los mismos principios que destinó a sus versos. Admiraba en un poema, sobre todo, “la precisión, la espontaneidad, el misterio”. Cualidades que también imperan en sus relatos, alejados de cualquier atisbo de prosa poética al uso, edulcorada y falsamente lírica. José María Guelbenzu, que los califica de “minimalistas”, afirma: “La sencillez es, en este caso, una obra maestra de depuración estilística”. Y añade: “Bishop muestra en su prosa una alta imaginación poética, pero no hace poesía con ella”. Y concluye: “Todos los cuentos parecen hechos de minucias y se aproximan al lector con una actitud casi doméstica, pero tras ellos se adivina la mirada soberbia de alguien que sabe distinguir muy bien entre lo que es significativo y lo que no lo es”. 

 

Por Brasil, todo un libro (que nunca le convenció), cobró diez mil dólares, pero los editores de la revista Life, donde vio la luz, no respetaron el original que en esta edición aparece por primera vez tal cual se concibió.

 

En lo que respecta a la tercera parte, no es casual que empiece analizando la poesía de Marianne Moore: “Como gustéis”. Sigue con e.e. cummings (compartieron asistenta un tiempo), Emily Dickinson (a cuya estirpe pertenece: “En cierto modo, todas las cartas de Emily Dickinson son cartas de amor”), Laforgue, Huxley (en Brasil), Lowell (tanto el texto para la sobrecubierta de Life Studies como “Notas sobre Robert Lowell”, que no deja de ser un excelente retrato del “magnífico poeta” bostoniano. “Cada vez que leo un poema de Robert Lowell tengo una escalofriante percepción del aquí y el ahora, de una precisa contemporaneidad”. La de Lowell es una presencia constante, le admiraba profundamente.

 

Mención aparte merece “Escribir es un acto antinatural”, una suerte de poética. Ahí habla de las citadas cualidades del poema y nombra a sus tres poetas favoritos (“en el sentido de que son como mis «mejores amigos»”: Herbert, Hopkins y Baudelaire. También habla de Auden (al que dedica más adelante un homenaje: sus versos “forman parte de mi vida”), Frost, Wordsworth…

 

Elogia a Randall Jarrell (“el mejor y más generoso crítico de poesía que he conocido”) y podemos leer el prólogo a Una antología de la poesía brasileña del siglo XX.

 

La correspondencia con Anne Stevenson, de 1963 a 1965, con motivo de la monografía sobre su poesía para la “Twaynes United States authors series”, es acaso lo mejor. Alude a ese estudio como “esta especie de condensación de mi «vida»”. Habla de su afición a la pintura, la música y la arquitectura. De lo “harta” que está de que la “asocien” a Moore: “yo siempre he sido una poeta del montón con un «oído» tradicional”. De Lowell, Stevens, Neruda, Chéjov y Dewey. De su labor literaria: “Trabajo con mucha lentitud”. Del “pecado capital” de “la falta de observación”. De política (“siempre he sido anticomunista”) y religión (le gustaba Santa Teresa). De cómo dice haber escrito una poesía “preciosa”, pero que detesta lo “precioso”. “Mi pronóstico es pesimista”, asevera.

 

Cierra el volumen la prosa temprana, casi toda publicada en Vassar entre los años 1929 y 1934.

 

 

 

 

Elizabeth Bishop, Obra Completa. Volumen 2. Prosa  Madrid, Vaso Roto, 2016.

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Álvaro Valverde

La vida nos somete a numerosas presiones y momentos en los que desearíamos desaparecer, aunque solo fuera momentáneamente para luego regresar a nuestra vida cotidiana, con sus miserias y sus (a veces) alegrías. Desde que nacemos tratamos de buscarle un sentido a nuestra existencia, dentro de un vínculo social con los demás que ahora, en estos tiempos de redes sociales que abrotoñan por doquier, en una vida cada vez más individualizada, necesita una revisión. Cuando decidimos, por el motivo que sea, romper esa unión con los demás y concedernos un tiempo, estamos, en cierto modo, tratando de salvarnos a nosotros mismos. Por eso, en ocasiones, el vínculo social con los demás puede convertirse en algo opcional e innecesario. Recordemos, aunque resulte tópico, que el hombre contemporáneo, como afirma Le Breton (Le Mans, 1953), se halla cada vez más conectado o comunicado, pero menos vinculado, en un giro en las relaciones sociales que marca nuestros tiempos. Así, para el sociólogo y antropólogo francés, existe un estado de ausencia, denominado blancura (p. 15) que consiste en “despedirse del propio yo, provocado por la dificultad de ser uno mismo”. A partir de esa idea, Le Breton comienza a desarrollar las diferentes formas de alcanzar esa blancura, a la que se llega, muchas veces, cuando uno no puede seguir asumiendo más el papel o personaje con el que la sociedad lo reconoce. Este retiro del mundo, que suele ser voluntario, puede ser también el resultado de una enfermedad degenerativa, demencias, alzhéimer o del simple proceso de envejecimiento.

Quizás sea la desaparición, como reza el subtítulo de este ensayo, una “tentación contemporánea”, siempre y cuando esta se haga de manera voluntaria y nos permita, de algún modo, seguir afrontando la vida. Pero no responde a ese patrón en la mayoría de las ocasiones, pues detrás de las muy diversas formas de desaparición que se analizan en el libro, no todas van asociadas a una decisión voluntaria y meditada. Quizás este deseo de desaparición responda al desnortamiento que padecemos, a la falta de referentes o a la no asunción de nuestra identidad y lugar en el mundo. Una manera de desaparecer la veíamos ya en el anterior y fantástico ensayo de Le Breton, titulado Elogio del caminar (Siruela, 2014), en el que el paseo y el acto de caminar suponen ya en sí un acto desaparición, una liberación de nuestras esclavitudes cotidianas. De hecho, este libro guarda una estrecha relación con Desaparecer de sí, en una forma de continuidad sobre determinados temas, principalmente nuestra manera de ser individuos y las responsabilidades que asumimos en nuestro día a día.

Para Le Breton, hemos de reservarnos un espacio íntimo, que nos permita dejar de asumir las obligaciones de nuestra identidad. De esa manera, realiza un recorrido por las distintas formas de desaparición a lo largo de la historia, con cierto detenimiento en el mundo presente, como el de los jóvenes. Comienza definiendo qué entiende por la blancura (“la voluntad de ralentizar o detener el flujo del pensamiento, de poner fin a la necesidad social de componerse en todo momento un personaje”, página 23) y cómo se puede lograr. La indiferencia es una de ellas (pensemos en personajes literarios como Bartleby, Oblomov… y recordemos también, que este mismo tema, el de la desaparición, es el de la fantástica novela Doctor Pasavento, de Enrique Vila-Matas); otra es la de la multiplicación de personalidades para diluir la presente (Pessoa y sus heterónmos) y, finalmente, el abandono de la propia historia y la aceptación de una nueva identidad alejada del boato y la leyenda (T. E. Lawrence), que no hacen sino suponer una decisión extrema de libertad individual.

Junto a ellas, existen otras más sencillas y discretas (y algunas placenteras), como dormir. El sueño se convierte en una ausencia natural en la mayoría de las ocasiones, si bien en otras puede deberse a situaciones o experiencias traumáticas. Pero es tal vez el deseo de desaparición asociado al tiempo presente el que más posibilidades concita: el burnout en el trabajo, la hiperconexión a la que nos vemos sometidos, la competitividad extrema, la necesidad de cumplir con unos objetivos casi inasumibles…Todo ello puede derivar en ausencias o desapariciones involuntarias como la depresión, la fragmentación de la personalidad, los trastornos de disociación, la absorción en una actividad que nos abstraiga de todo (por ejemplo, véase a este respecto el interesante artículo que Rubén Benedicto dedica a las teorías del filósofo Byung-Chul Han publicado en el anterior número de Turia). Quizás dentro de unos años podamos ver con más claridad en qué ha derivado, pero columbra uno que los trastornos y evasiones que nombra Le Breton a cuenta de nuestro modo de vida actual aumentarán y tomarán nuevas formas.

La adolescencia es también un periodo de la vida clave para el análisis de nuestro autor, pues en él conviven diversas posibilidades de desaparición, algunas en constante aggiornamento, sobre todo las denominadas “conductas de riesgo”, (véase el capítulo 3, titulado “Formas de desaparición de sí en la adolescencia”). Más compleja es, desde luego, la parte dedicada a las enfermedades asociadas a la desaparición de uno mismo, como el alzhéimer o la demencia senil, que son analizadas con rigor y precisión y que remiten a una forma bien diferente de ausentarse (involuntariamente) del mundo. El contraste entre esta parte y la anterior –el análisis de las desapariciones asociadas a conductas de riesgo en la adolescencia- resulta cuando menos clarificador de cuáles son los derroteros por los que se mueve nuestra sociedad.

Asimismo, la desaparición puede suponer una oportunidad de una nueva vida, alejada de las presiones que sobre nosotros se ejercen cotidianamente. Ahí están los caminantes de largo recorrido (el camino de Santiago, Thoureau…), la desaparición y posterior asimilación en otras culturas más allá de las fronteras establecidas, lejos de la burocracia y sus obligaciones, como los coureours des bois (los tramperos) en los siglos XVIII y XIX en los territorios fronterizos de Norteamérica, tentación hoy imposible, aunque algunos traten infructuosamente de emularla en fechas más recientes (véase, por ejemplo, la historia de Chris McCandless que relata Jon Krakauer en Hacia rutas salvajes, también mencionada en el libro).

En cualquier caso, todas estas posibilidades de desaparición remiten a una búsqueda constante de uno mismo, en permanente revisión y cambio, que no hacen sino mostrar la fragilidad con la que se construye la personalidad de cada uno en la sociedad contemporánea, en tanto en cuanto se es un ser social. Tal vez se eche en falta alguna alusión a los retiros místicos o espirituales, que tanto peso y tradición tienen, pero eso no empaña para nada el profundo calado de este ensayo, desde luego. Nuestro tiempo está caracterizado por múltiples tentaciones que pueden llevar hacia la desaparición de sí mismo, pero no hemos de olvidar que somos nosotros los que creamos esas imposiciones y esa presión coactiva que parece instalarse en cada una de las actividades que realizamos. Y ahí está el quid de la cuestión.- PEDRO MORENO PÉREZ.

 

David Le Breton, Desaparecer de sí. Una tentación contemporánea,  Madrid, Siruela, 2016.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Pedro Moreno Pérez

César Simón y la poética de la nada

4 de mayo de 2018 08:53:03 CEST

Para buena parte de los lectores de poesía de nuestro país (esa rara especie tal vez en vías de extinción) el nombre de César Simón (Valencia, 1932-1997) no es desconocido. Sin embargo, hay que reconocer al mismo tiempo que su obra ha tenido una recepción como poco irregular.  Simón, en absoluto un poeta precoz, publica sus primeros libros en los años setenta, cuando las modas literarias no estaban precisamente por una voz tan descarnada, tan ascética, tan dada a la depuración expresiva como la del valenciano. Nacido el mismo año que otro levantino ilustre, Francisco Brines, con quien mantuvo una relación de amistad, su obra solo tangencialmente puede relacionarse con lo que se ha llamado generación del cincuenta o del medio siglo. Y, como es sabido, en nuestro panorama literario es casi un pecado no adscribirse con claridad a esa fantasmagoría crítica llamada “generación”.

Es cierto que el difícil equilibrio entre lirismo, meditación y ciertas dosis de narratividad (el propio escritor afirmaba que buscaba un “lirismo no poético”) solo alcanza su plena madurez en los últimos libros, que corresponden al último decenio de la vida del autor. Extravío (1991), Templo sin dioses (1996) y El jardín (1997) nos muestran a un poeta que ha acabado de encontrar una desnudez, que tiene poco que ver con la vocación juanramoniana, porque será hasta el final una poesía impura, hecha más de renuncias que de afirmaciones. Esa voluntad ascética¸ visible incluso en los títulos de sus primeros libros (pienso, por ejemplo, en Pedregal o Erosión), se plasma en la consigna preferida del poeta, según recuerda Vicente Gallego, responsable del volumen: “¡Cuidado con el adjetivo!”. Sin embargo, se trata de algo más que de una cuestión de estilo: la escritura de Simón tiene algo de experimento químico (o alquímico) en su operación de filtrado, de destilación de la experiencia. En no pocos poemas aparece (o se adivina) el rastro de una experiencia, cuyo núcleo secreto el poema se empeña en desvelar, aun a riesgo de que el secreto de ese fragmento de vida, y por consiguiente de toda la existencia, no sea sino la nada. La nada, como bien apunta Vicente Gallego, se convierte en un motivo recurrente en el escritor: una nada que pone entre paréntesis el valor de toda realidad (como ocurre en la experiencia amorosa que se refleja en El pretexto y el fervor), pero también una nada que en algunos momentos parece desbordar la constatación nihilista para sugerir un fondo sagrado (aunque sin dioses) de lo real: “Ama la nada prosternado/ si a ella conduce el río de la fuente;/ bebe en la fuente, todo y nada”.

Esa tensión paradójica de una nada que es a la vez ausencia suprema y extraña presencia está en consonancia con otras paradojas que no rehúye en absoluto la obra del valenciano (como dice Carlos Piera, la poesía no teme acoger la contradicción, y es esa una de sus virtudes imprescindibles). Así, la huida de artificios retóricos, que puede desembocar en cierta sequedad expresiva, y esa labor de depuración de la experiencia a la que ya me he referido, es perfectamente compatible con una secreta sensualidad. La poesía de Simón es una poesía encarnada en un lugar, en un paisaje concreto. Sin embargo, estamos muy lejos de la mirada mediterránea del citado Brines, pero también de la de un Gabriel Miró o un Gil-Albert. El lugar de la escritura de Simón (como también su estilo) tiene que ver más con cierto Azorín y su gusto por la austeridad del paisaje, aunque sin huella alguna del espiritualismo noventayochista.  Como señaló con acierto Guillermo Carnero, el espacio, real y simbólico, de su lírica es el secano, lo que casa bien con su estilo con frecuencia descarnado, pero con una voluntad cierta de iluminación. Una voluntad que me atrevería a llamar solar, pero de sol del mediodía, a medio camino entre el delirio fecundo y la extrema lucidez.

Abundan en el poeta las composiciones de lugar al modo ignaciano (y de Brines), en las que la meditación sobre un espacio o desde un espacio (a menudo, la casa) es el punto de partida para una experiencia que parte del yo, pero que trasciende el propio yo. Para entender cabalmente el papel del sujeto lírico, hay que leer el poema, “Arco romano”, uno de los mejores del autor, en el que se expresa con claridad la inevitable huella del yo como centro de coordenadas de una visión del mundo, pero a la vez su escaso peso frente a la realidad que le rodea: “El arco es como yo, que no concluyo./ Porque fui contra el cielo como el arco:/ de vacío a vacío en la belleza,/ de la nada a la nada entre la luz”.

En concordancia con esa presencia del espacio, César Simón se nos muestra como un poeta extremadamente fiel a la inmanencia: “Nunca he brindado por la vida; soy la vida;/ por lo tanto, la vivo plenamente”.  Hay, es cierto, una sacralidad en su lírica, pero se trata de una sacralidad inserta en lo mundano, en la presencia desbordante de lo real, que niega y a la vez confirma el espejo vacío de la nada. De ahí la importancia de la carne en su escritura, que no se limita a la experiencia erótica, sino que apunta al misterio que une en la materia al sujeto y al mundo: “Pero existe la carne. En ella palpo/ las verdades que cuentan” . Si resulta indudable el tono elegíaco de no pocos de sus versos, al final tenemos que asentir a las palabras del propio poeta en Templo sin dioses  “Todas tus elegías fueron himnos”.- JOSÉ LUIS GÓMEZ TORÉ.

 

César Simón, Poesía completa, edición y prólogo de Vicente Gallego,  bibliografía de Begoña Pozo, Valencia, Pre-Textos, 2016.   

Escrito en Lecturas Turia por José Luis Gómez Toré

Es suficiente decir que el actual periodo no poético no consiste más que en frases, ensayos, fragmentos de ensayos, todo lo cual expresa la postura de un ser humano

E.E. Cummings

 

Nunca “escribo”. Sólo jugueteo

Charles Simic

 

 

 

 

 

 

 

“Las cosas verdaderamente íntimas no se escriben jamás”, escribió Victor Segalen en una ocasión. Pero entonces, ¿para qué escribir? Lo otro, lo que no es verdaderamente íntimo, ya lo sabemos, todos lo hemos vivido alguna vez en mayor o menor medida, no necesitamos que nadie nos lo recuerde, es más, no queremos que nadie nos lo recuerde. Lo que queremos saber en cambio son las cosas verdaderamente íntimas, esas que ni siquiera nos atrevemos a confesarnos a nosotros mismos. Si alguien lo hace por nosotros, nos está haciendo un inmenso favor, y se lo agradecemos infinito. ¿Lo verdaderamente íntimo serían entonces los grandes vicios y las grandes virtudes, aquello de lo que nos avergonzamos y aquello de lo que estamos orgullosos, que muchas veces es lo mismo, pero que si lo confesáramos nos quedaríamos desnudos y comprobaríamos, ay, que somos como los demás hombres? Así que estaba equivocado. Lo verdaderamente íntimo es lo que nos asemeja a los demás seres humanos, lo que nos hace humanos en definitiva. Y un poco tontos también naturalmente.

            En el año 1999, Iñaki Uriarte, que nació en Nueva York en 1946, es de san Sebastián y vive en Bilbao, como escuetamente reza (¿para qué mas efectivamente?) en la solapa de estos tres libros elegantemente negros (el negro sienta bien a casi todo), comenzó unos diarios de los que hasta la fecha lleva publicados tres entregas o volúmenes: 1999-2003 (2010), 2004-2007  (2011), y 2008-2010 (2015)[1]. La entrada de la Wikipedia es igualmente escueta y no da más información sobre el autor (aunque sí nos pone sobre la pista del estupendo artículo de Muñoz Molina, Viendo nevar fuera, publicado en El País (http://cultura.elpais.com/cultura/2015/03/23/babelia/1427134505_827622.html). También nos enteramos que obtuvo los premios Euskadi de ensayo y el Premio Tigre Juan en 2011. En 1999 el autor tiene 52 años, una edad perfecta para empezar a escribir. O para terminar. Kurt Vonnegut decía que a los 50 años cualquier autor norteamericano que se preciase había escrito ya lo mejor de su obra. Él a los 70 seguía todavía dándole a la pluma. O a la tecla seguramente. Pero, ¿cómo escribe Uriarte estos Diarios? Pues ni siquiera, nos dice, como aconsejaba el sabio Pla, “como se escribe una carta a la familia, pero con un poco más de cuidado.” Él lo hace en cambio sin ningún cuidado. Recela, con razón, del estilo, y se propone escribir, y a mi juicio lo consigue, “como si hablara solo”. Ni poéticos, ni teatrales, ni literarios. “Que la literatura es un arte en decadencia lo demuestra el significado habitual al que ha llegado el término “literario”. Hace tiempo que “poético” quiere decir cursi, y “teatral” equivale a “afectado”, pero ahora empieza a estar claro que el epíteto “literario” significa estrictamente “pelmazo””. Abrimos los Diarios.

Unos textos llenos de contradicciones, de dudas, de perplejidades, de humor. No se me ocurre elogio mayor. Me “enganchan” desde la primera entrada. Una mención al año del que provienen las notas, reflexiones, recuerdos, digresiones, apuntes, Benidorm, el gato, Montaigne, una frase dicha por un camarero, otra leída en un periódico, “chismorreos indispensables para alegrar los diarios”, otra vez el gato, otra vez Montaigne, y nada más. Ninguna mención del día en que fueron tomadas, o incluso de la hora, como hacen otros autores más meticulosos o maniáticos. Está claro que el día y la hora son detalles sin importancia para el lector, y el año una concesión, un dato orientativo que algún día puede serle útil a alguien. Las entradas son todas de corta extensión, apenas algunas sobrepasan la página, otras son auténticos y sabrosos aforismos (“En esta ciudad hay gente que admira a Unamuno porque era de Bilbao”, o este otro, más profundo: “Asistimos a nuestra vida, no la hacemos”, y uno más: “Con lo fácil que es no escribir un libro malo”.) Cada una describe un suceso, un recuerdo, una anécdota, una observación, un pensamiento, y aunque el autor dice no tener sueños recurrentes, en cambio sí tiene pensamientos y recuerdos recurrentes. Todos tenemos pensamientos y recuerdos recurrentes, que por lo demás no suelen ser demasiados. Con media docena de ideas, a veces no hace falta tantas, nos las apañamos muy bien. Iñaqui Uriarte, aunque dice recordar poco de su infancia y juventud, las recuerda. Muchas veces indirectamente, que es como casi siempre recordamos las cosas. El tiempo siempre es inclemente en un diario, y todo vuelve.

Pero, ¿de qué tratan estos Diarios, suponiendo que unos diarios tengan que tratar de algo en concreto? Uriarte nos lo dice en una de las primeras entradas: “Los buenos libros (él no se refiere al suyo naturalmente, pero yo sí) tratan siempre de lo mismo, de unas pocas cosas que no sólo son las más importantes, sino que son las cosas que nos pasan todos los días.”

            En los diarios de un escritor, y estos lo son aunque el autor no esté seguro de ser escritor, siempre salen muchos escritores. Es inevitable supongo. Escritores muertos y escritores vivos. Los escritores que cita un autor, y ahora hablo sólo de los muertos, pues a los vivos se los cita por muy variados, y a veces inconfesables, motivos, es un asunto que tiene su importancia. A fin de cuentas forman algo así como su constelación literaria, sus afinidades electivas. Autores que le han iluminado, guiado en determinados momentos, evitado que se perdiese en otros, o simplemente acompañado (yo con esto último ya me doy por satisfecho). Incluso autores que leemos aunque no nos gusten demasiado. ¿Quiénes son esos autores en el caso de Iñaki Uriarte? Borges, Kafka, Pascal, Rousseau, Pessoa, Montaigne... Veamos qué cita de este último. “Mi principal oficio en esta vida ha sido pasarla dulcemente y más bien apática que afanosamente.” “Nada me es tan odioso como la preocupación y el esfuerzo, y solo busco vivir con indolencia y dejadez.” ¿Buscamos en Montaigne la justificación de nuestra pereza? No, evidentemente. Lo que buscamos es que alguien nos diga que no necesitamos justificarnos por nada. “No he conocido a nadie que no hablara más de lo que debiera”, dice también Montaigne. La mayoría de los escritores, sobre todo si han tenido algún éxito, están aquejados de incontinencia verbal. Y una cita impagable sobre Montaigne de un higienista francés: “Una persona que lee a Montaigne tiene una esperanza de vida diez a quince años superior a la de una que no lo ha leído.” Yo esto me lo creo. En cosas más extravagantes cree la gente a pies juntillas. De Proust Iñaki escribe el mejor y más sincero elogio que he leído: “Esto no lo hago yo ni loco.” Y también: “No sé por qué es algo que no se suele resaltar, el humor estupendo de Proust.” Casi todos los grandes han tenido sentido del humor. El de Beckett también es estupendo. Y Cioran tiene un gran sentido del humor. Como Ferlosio, otro de sus autores favoritos. Hoy el sentido del humor escasea. Entre los escritores y en el mundo en general. En cambio todo el mundo se ríe de todo, pero casi siempre de una forma mecánica, compulsiva, sin verdaderas ganas, por cortesía, por contagio, por tontería. No es que el humor se haya perdido, es que, como tantas otras cosas hoy día, se ha degradado. Los graciosos, los chistosos, los ocurrentes que tanto abundan en todas partes, tienen el sentido del humor en el culo, si me permiten la expresión. Aunque el sentido del humor dice el autor que con la edad se gasta, y que las personas que se ríen mucho suelen carecer de él. Con esto último estoy bastante de acuerdo. Como con que es lo único, junto con la música, que nos salva muchas veces de caer en la desesperación.           

 

Escribir o no escribir

Escribir sin pretender ser un escritor puede que sea la mejor manera de escribir algo honesto. Pero, ¿quién escribe sin pretender ser escritor? ¿No hay aquí una contradicción en los términos? Lo que sí está claro, en cambio, es que sólo los libros honestos merece la pena leerlos, y éstos Diarios lo son sin ninguna duda. “Yo no escribo bien, no he escrito cuentos ni se me ha ocurrido empezar una novela, no tengo voluntad, talento ni ambición suficientes para meterme en ese berenjenal de angustias y montaña rusa de vanidades y humillaciones que supone intentar publicar un libro.” Y termina, más o menos: en fin, si hay que ser algo en esta vida, entonces bueno: escritor.

            Es posible que los escritores de diarios sean hombres solitarios, o a lo mejor es que los solitarios son más proclives a escribir diarios (aunque conozco varias excepciones, en los dos sentidos, a esta regla). De nuevo Montaigne, entrada final del año 1999, del prólogo de los Ensayos: “Es éste un libro de buena fe, lector. De entrada te advierto que con él (se refiere claro está a los Ensayos) no me he propuesto más fin que el doméstico y privado (…) lo he dedicado al particular solaz de parientes y amigos: a fin de que una vez me hayan perdido (lo que muy pronto les sucederá), puedan hallar en él algunos rasgos de mi condición y humor, y así, alimenten más completo y vivo, el conocimiento que han tenido de mi persona.” Y concluye el autor (Uriarte, no Montaigne): “Dejar un recuerdo: estas instantáneas, por ejemplo, aunque el fotógrafo sea malo y el modelo no pueda evitar la pose.” También es posible que haya diaristas que no escriben con la intención de publicar. Iñaki Uriarte dice que él es de esos y que hay otras muchas razones para escribir un diario. Admitido, pero porque nos da una pista en la que no habíamos reparado antes. Escribe: “Probablemente (los que no pensamos en publicar) entre los diaristas neuróticos somos la mayoría.” ¡Ahí está la clave! Los diaristas, como el resto de los mortales, se dividen en neuróticos e histéricos. ¿Cómo no había caído antes? Los histéricos no piensan en otra cosa que en publicar, en darse a conocer, en exhibirse, conceder entrevistas, salir en televisión, en cambio a los neuróticos les sucede todo lo contrario. Si se sienten muy agobiados son capaces hasta de dejar de escribir. El mundo se ensancha y se estrecha según el estado de ánimo. Uriarte dice que influye la edad, pero es que la edad influye en todo. Que cuanto mayor te haces, más grande e inabarcable es el mundo, y cuanto más joven, más pequeño y abarcable. Aunque también pudiera ser al revés.

            Los escritores, como cualquier ser humano, quizá incluso más que cualquier ser humano, tienen sus trucos, sus vanidades. Por ejemplo decir que no son escritores, o, si les da por ahí, y les da con frecuencia, decir que son meros escribidores. ¿A qué escritor no le gustaría escribir como Borges? ¿O como Simenon? Otro truco es el de las citas, del que yo también he abusado bastante aquí. Citar nos hace parecer más inteligentes de lo que somos. Así que ahí va otra cita, una cita sobre las citas, lo que ya es el colmo: Simon Leys dijo en una ocasión que lo mejor de sus libros eran sus citas.

           

Borges, Jünger, y el gato

Su gato se llama Borges. Ya está todo dicho. Yo hubiera dudado, aunque creo que al gato le habría gustado más llamarse Borges que Jünger (mi gata se llamaba Rita, como Rita). Y sobre los gatos, esos seres fuertes y suaves, amigos del silencio y el placer a la vez, esos seres pensativos que adoptan nobles actitudes, escribe todos los lugares comunes que cualquiera que haya tenido gato sabe que son verdad. ¿Y Jünger? “Jünger me pone de mal humor”, escribe. Y cita una frase de El autor y la escritura, un libro de aforismos del que tiene dos ejemplares, uno muy subrayado y el otro nuevecito y firmado por el autor: “¿En qué consiste el éxito de un diario? En el monólogo bien logrado.” (“Lo que trato de hacer aquí ahora es un monólogo”, escribe también él sobre sus Diarios.) El título de esta reseña, La quinta rueda del carro, también pertenece a ese libro. Cuando se lo puse yo no sabía todavía que al autor no le gustaba demasiado Jünger. Si lo llego a saber hubiera elegido algo de Borges. Por ejemplo Felices los felices, fantástica frase con la que termina su también fantástico Evangelio apócrifo. Aunque ya la ha utilizado Jasmina Reza para una de sus estupendas novelas. La de Jünger dice así: “Diarios, epistolarios: la quinta rueda del carro, y quizás la única que sigue girando póstumamente.” Desde luego a él (Jünger) puede aplicársele al pie de la letra. Con el Borges de Bioy aprende que no se puede juzgar a un hombre por su obra, o al menos sólo por su obra, algo que hacemos a menudo. Pero algo que hacemos todavía más: juzgar al escritor por una sola de sus obras, la que hemos leído, que muchas veces no es precisamente la mejor. No quiero decir que haya que leer todo lo que escribió un autor – aunque ¿por qué no? – pero no deberíamos aventurar un juicio a partir de sólo unas cuantas obras. A mí los diarios de Miguel Torga me parecieron magníficos. Claro que habrá entradas discutibles (las que cita Uriarte por ejemplo), tontas, ridículas, ¿pero en qué diario no las hay? Tampoco sé si se parecen a estos de Iñaqui Uriarte, aunque yo diría que no. Y también me parece acertado lo que dice de Steiner, y en general de todos aquellos que tienen opinión de todo.

           

El tren de juguete

El hombre feliz no escribe. Esta es otra de las ideas que se desprenden de la lectura de estos Diarios. “Continúa la buena racha y casi no apunto nada.” Pero habría que preguntarse si el hombre feliz tampoco lee, porque es muy posible. Aunque me resisto a creer que la ingente cantidad de personas que no leen (al parecer cada vez más, aunque, como también dice el autor, nunca se haya leído demasiado) sean felices. Supongo que lo mismo que escribimos por razones personales, leemos por razones personales. Esto es una perogrullada efectivamente. Es inevitable, nos dice también el autor, escribir tonterías. Pero lo bueno, o lo malo según se mire, de las tonterías, es que no sabemos que lo son hasta pasado un tiempo. A veces no llegamos a saberlo nunca.

“No está claro por qué o para qué escribo estas páginas.” Y entonces el autor se contesta a sí mismo una serie de razones, tan banales como sinceras y profundas. Ahí van: “Para calmar los nervios. Para leerme más adelante, mañana mismo o dentro de diez años. Para que no solo queden fotos mías, sino también algo de lo que pensé. Para que persistan en una balda de la biblioteca de Toni Etxea, por si a alguien le interesa algún día lejano echarles un vistazo. Para enseñárselas a algunos amigos. Porque me entretiene mucho hacerlo. Porque es como un gran tren de juguete que me he montado en este cuarto, al que voy añadiendo piezas. Porque un día miré para atrás y vi que no me acordaba de nada y desde entonces decidí guardar algo, como quien acumula monedas en una hucha.” Por su parte, Orwell describe los cuatro motivos a su juicio que llevan a un escritor a escribir. El primero es el egoísmo puro y duro y lo explica de esta manera: “Deseo de parecer inteligente, de que se hable de uno, de que a uno se le recuerde después de muerto, de resarcirse de los adultos que abusaron de uno en su niñez, etcétera. Es una paparruchada fingir que este no es un motivo, porque además es de los más potentes.” Y algo más adelante: “Todos los escritores son vanidosos, egoístas y perezosos. En el fondo de su ser, sus motivaciones siguen siendo un misterio.” (George Orwell, Por qué escribo, en: Ensayos, varios traductores, Barcelona, Debolsillo, 2014, págs. 783 y 787.)

 

Leer o no leer

He leído… estoy leyendo… me han regalado el libro… “Lo más interesante que me suele ocurrir es la lectura de libros”, anota en el año 2005. Hablar de las lecturas de uno parece algo inevitable en los diarios de un escritor, aunque sea un escritor tan especial como Iñaki Uriarte. Quiero decir sin más obra que se le conozca (o que yo conozca) que estos espléndidos Diarios. Pero él lo hace con sinceridad y educación a la vez (cualidades raras y seguramente contraproducentes también en un escritor). No busca hacer daño ni parecer inteligente, no pontifica ni trata de convencer a nadie de nada, sencillamente a él no le gusta una novela que parece haber gustado a todo el mundo, un “clásico vivo”, una “obra maestra”, un descubrimiento de última hora, y lo dice. O quizá la literatura, como apunta al principio de 2005, le está dejando de gustar. Aunque no lo creo. Creo que él tampoco lo cree. Al contrario, cuando te gusta la literatura, te gustan de verdad muy pocos libros. Y la novela, que sigue siendo lo más difícil, es la primera en resentirse. Por eso, y por otros motivos, personales seguramente, dice que lee con más gusto ensayos biográficos y diarios. Y siendo como él un ávido lector de diarios, memorias, conversaciones, etc., siento disentir en este punto. Permítanme recordar aquí a un autor recientemente fallecido, cuyas obras (soberbios ensayos literarios) son en mi opinión un portento de inteligencia y lucidez. Cuenta Simon Leys en L’ange et le cachelot, que cuando era estudiante, el filósofo Alphonse De Waelhens enseñaba en su universidad. En una ocasión le pidió una bibliografía de las obras esenciales que debería leer cuanto antes. De Waelhens, encantado, se la proporcionó, y añadió estas palabras, las únicas que se quedaron grabadas en la memoria de Simon Leys: “Y sobre todo, no se olvide de leer muchas novelas.” Pero nadie lee para conocer el mundo y hacerse más sabio. Y menos todavía, a no ser en la infancia, para vivir otras vidas (esta es una de las mayores tonterías que he oído a personas inteligentes, como si no tuviéramos ya bastante con la nuestra). ¿Lo hacemos entonces por diversión, curiosidad, vanidad, como decían el Dr. Johnson y Montaigne? Pudiera ser. ¿Acaso no son nobles motivos? Ah, y no importa que los libros se olviden. En esta vida se olvidan muchas cosas, y las que recordamos no son precisamente las más importantes.

“Nunca he sabido lo que son las cosas importantes de la vida”, ni sentido “la satisfacción del deber cumplido”, ni “me he buscado a mí mismo”, ni todas esas solemnes banalidades que tanto se prodigan hoy. “He llegado a un momento de la vida en que no tengo certeza de mis certezas.” De creerle, -- ¿y por qué no habríamos de creerle? – a medida que pasan los años cada vez toma menos notas, apunta menos cosas, escribe menos, duda más. ¿No debería ser lo contrario? Él lo relaciona en cierto modo con la publicación de los dos primeros volúmenes de estos Diarios. ¿Está perdiendo espontaneidad? ¿Es más exigente consigo mismo? ¿Ha cobrado el diario más importancia que la vida? El caso es que en una entrevista ha dicho que se acabó. Al menos por lo que respecta a publicar. Esperemos que si sigue escribiendo como antes, sin ninguna intención de publicar, llegue un día en que algo o alguien le vuelva a convencer. 

Los libros suelen surtir muchos y diferentes efectos en los lectores, nos pueden entretener, nos pueden indignar, nos pueden conmover, nos pueden aburrir, aunque lo más frecuente es que nos dejen indiferentes. Los Diarios de Iñaki Uriarte consiguen algo que muy pocos libros consiguen hoy: nos hacen compañía. En 2010 escribe Uriarte esta entrada: “Si de alguna cosa pudiera preciarme en esta vida es de esos momentos en que he tenido y podido contagiar un poco de calma a mi alrededor”. Pues bien, algo bastante parecido a la calma es lo que contagian estos Diarios. ¿Qué más se puede pedir a un libro?

 

 



[1]          Iñaki Uriarte, Diarios, vols. I, II y III, Logroño. Pepitas de calabaza, 2010, 2011 y 2015 respectivamente.

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Arranz

Artículos 166 a 170 de 601 en total

|

por página
Configurar sentido descendente