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Configurar sentido descendente

La mirada se llena de palabras

22 de mayo de 2018 11:30:04 CEST

Mariano Peyrou (Buenos Aires, 1971, aunque afincado en Madrid desde 1976) ha dado a los lectores de poesía posiblemente su mejor libro hasta el momento, lo cual ya era un reto, tratándose de uno de los poetas que mejores y más interesantes entregas nos había regalado en los últimos años, con títulos como La sal (2005) o Estudio de lo visible (2007), entre otros. Su labor no sólo como poeta, sino como narrador, se complementa con el volumen de relatos La tristeza de las fiestas (2014) y la novela De los otros (2016), sin contar sus innumerables y atractivas traducciones. A finales de 2015 se publicó Niños enamorados, siempre en la editorial Pre-Textos, impresionante poemario y muy recomendable.

 

Niños enamorados comprende sólo 15 poemas, pero se trata de textos extensos que, además, poseen una intensidad inusitada en la poesía hispánica contemporánea. La materia discursiva que los caracteriza —como fragmentos de un discurso amoroso— se halla transida de una fuerte sustancia verbal, imaginística y simbólica, sin desdeñar cualquier tipo de conexión semántica, fonética o sintáctica que sea afín a la producción de sentido. Por eso dice en un momento determinado que «El amor es una estructura lingüística.» (p. 46), en el poema «El ideal» (pp. 45-48), quizás una de las composiciones más logradas de todo el volumen, por su rigor formal y su fuerte carga pervasiva. Sí, ese podría ser el origen a considerar desde los planteamientos austinianos, pero la proyección es mucho mayor, descontrolada y en continua expansión. Niños enamorados salta hacia el otro —la otredad dialógica, bajtiniana en toda su amplitud— y ahí es donde se pierde la referencia, donde se deja de poseer para —por el contrario— compartir, para vivir en el otro, fin práctico de cualquier punto de partida teórico. Sabemos desde dónde salimos pero nunca sabemos adónde llegamos, y esa ley no sólo rige la poesía, sino en general la vida. «Una fascinación» (pp. 41-44) plantea precisamente eso, desde el comienzo: «Abstracto es lo concreto / fuera de contexto; […]», centrándose en el otro en repetidas ocasiones, dotándole de la real y auténtica, aunque habría que decir «genuina» importancia que adquiere en nuestra existencia, cerrando el círculo y formando parte de las relaciones humanas en su complejidad: «Complejo es lo sencillo demasiado / cerca; me alejo, busco una sensación / de irrealidad. Es mi manera de / sentirme vivo. […]» (pp. 43-44). Extrañamiento que busca la irrealidad, pero identificación también, que requerimos para conectar nuestros vínculos al mundo, al otro, a lo que nos define al fin y al cabo: «Parece que es contigo, la / fascinación, pero descubro que en / realidad es con el otro. / Sus problemas son las leyes y las / instituciones; el otro no tiene / otro, así se define, eso / lo caracteriza […]» (ibíd.). Cara y cruz de uno mismo, pero parte irrenunciable de nuestro ser, ser y voluntad de ser, materia y proyección a un tiempo.

 

Desde este punto de vista varios poemas tienen títulos que aluden a esta visión platónica, digámoslo con la filosofía clásica: «Teoría» (pp. 28-29), donde esta relación dialéctica y gestáltica se hace cuerpo: «Ése es el juego maravilloso: que / parezca un símbolo, haz que nos arrastre / con la estrategia de un símbolo.» (p. 28), llevando esa dinámica lúdica a convertirse en el propio mecanismo del intercambio —conocimiento y comunicación—: «[…] Manejamos sólo unos / recipientes opacos donde no hay más / que cierta capacidad para el juego, / y eso no es poco. El texto / no es simbólico, lo que es el simbólico / es el lector.» (ibíd.). Más adelante, en el mismo poema, concluye que: «La práctica es posible. La teoría / es utópica o al menos delirante, / y la adoro por eso.» (p. 29). La mayoría de los poemas de Mariano Peyrou tienen la virtud de poseer sus propias claves interpretativas («Siempre un exceso de interpretación», p. 25, como bien dice en «El miedo tranquilo», pp. 23-27), que amplían la concepción poética —no sólo del autor, o del libro—, y como todo buen arte se explica a sí mismo, ensayando sus ejes autorreferenciales, explayándose, dejándose llevar por las sugerencias y los caminos que van surgiendo muchas veces de manera sorpresiva.

 

«El ideal», antes citado, plantea todo esto desde la correspondencia de lo que se piensa y sucede a través del hilo cognitivo que genera el ser humano. No en vano hay una búsqueda de universalidad en toda la poesía de Mariano Peyrou a sabiendas que es una búsqueda vana, aunque de eso se trata: «[…] Tiene algo limpio: / un movimiento líquido, garantía / de que no me voy a detener / en ningún sitio, de que / buscar y no encontrar, / dejar atrás, / abajo / quemar las sensaciones hasta el humo, / estoy ahí entre las nubes, / lo que se busca es no encontrar, / seguir buscando.». Así finaliza este magnífico poema, que «Tiene algo nuevo: desprovisto de / significado, cada uno / pendiente de la reacción / del otro para inferir como se / pueda lo que no se puede / preguntar. […]» (pp. 46-46). El otro —habría que ponerlo con mayúsculas, el Otro— de nuevo como epítome de todo, como solución donde encontramos lo que no se busca. Ese es el hallazgo, y podríamos ir muy lejos en la exégesis. Es preferible una buena síntesis a mil análisis, pero nadie puede llegar a la síntesis sin haber realizado antes todos esos análisis que nos ponen de frente a lo que nos interesa: «Esto es lo que se hace: / trabajar lo real hasta convertirlo en imaginario» (p. 36, de «¿Qué significa eso?, pp. 35-37).

 

Mariano Peyrou nos ha regalado un libro impresionante que es sin duda uno de los mejores poemarios de los últimos años. Un libro necesario que calificamos como obra maestra. Un poeta imprescindible en el panorama actual.- JUAN CARLOS ABRIL.

 

 

Mariano Peyrou, Niños enamorados, Valencia, Pre-Textos, 2015.

 

Escrito en Lecturas Turia por Juan Carlos Abril

Carita de Jeanne Moreau

22 de mayo de 2018 10:29:51 CEST

1. Cuando Ane me cuenta su aventura triangular, la escucho previendo que no va a ser más fou que la mía. Nos conocemos y queremos desde hace un par de años, pero entre nosotras hay algo agradable y pegajoso. Me dispongo a escucharla con un hastío que, a la altura de las dos de la madrugada, empieza a deslizarse hacia el sueño. Tengo mucho, mucho sueño, y estoy segura de que Ane nunca ha entrado en la misma habitación de hotel con dos hombres que la aman de formas diferentes y se ha dejado follar por uno mientras le practicaba –qué verbo de deportes y operaciones- una felación al otro, que se corrió con culpa y una vergüenza mala, peor que otras vergüenzas: bajó los ojos. El que me penetró llevaba un rato mirando a una distancia higiénica o rencorosa. Sin acercarse ni tocar. Esperando. Yo sólo pensaba qué diría mi madre.

 

2. Antes de empezar su cuento, Ane me mira con picardía y yo ya sé que me va a costar mucho creerla. Mi triángulo fue una posición incómoda, un no encontrar la postura, un jergón que se clava por todo el cuerpo. No lo viví como una experiencia sofisticada que ocultaba un sedimento de instructiva crueldad. La frase anterior la pienso entrecomillas y engolando la voz. Desde el principio entendí que alguien –incluso puede que yo misma- iba a salir perjudicado. Fue algo que tenía que ocurrir no porque quisiéramos ser libres y liberales, no porque quisiéramos desinhibirnos o romper con los prejuicios. Sucedió porque nos enamoramos. En aquel entonces percibí miradas admirativas que nos ponían en valor por nuestra fornicación y nuestro atrevimiento. Deseo y curiosidad. Como si, de repente, a los ojos de quienes nos observaban y eran conocedores, nos hubiésemos transformado en personas interesantes. Yo aún no había visto Jules et Jim. Pero ya tenía carita de Jeanne Moreau.

 

3. Escucho, por tanto, a Ane como una mujer que está de vuelta de todo. Aunque no lo parezca. Presto atención a su hermosura de lienzo prerrafaelista y a los movimientos de sus manos que van deshaciendo destructivamente la piel de los panchitos. Nada puede ser más estremecedor que el relato del triángulo de mi educación sexual. Afectiva. Pintamos de rojo el triángulo equilátero y el isósceles, de azul. La biografía se dibuja con puntadas vacilantes de triángulos. Colchas de ganchillo cosidas pieza a pieza. Qué me va a contar Ane. Nada más turbio que una eyaculación precoz y un polvo flojo con dos hombres que no llegaron ni a rozarse. Ni fueron felices. Yo los atendí por separado con una solicitud de zorra. De profesional. De mujer idolatrada. No sé qué hacíamos allí ninguno de los tres. En aquel ambiente que olía a aceite de hachís y a mala novela de Paul Bowles. No sé si peleaban como insectos carnívoros mientras impostábamos naturalidad –cortesía, desenvoltura- en la situación más impostada de mi vida. Quizá se daban codazos para tirarse de la cama. No sé si me buscaban a mí o qué otra cosa andaban buscando. A lo mejor los amé como una loca. Puede que no los quisiese en absoluto.

 

4. Yo tuve un día el don de la ubicuidad y habité en dos cuerpos a la vez mientras mi vientre y mi boca se llenaban de gemelos. Mágicamente. Y, ahí, en la magia, en el espacio de lo enigmático es donde la narración de Ane me hace olvidarme un rato de mí misma. Digo: “Ya no puedo beber más”. Sin embargo, Ane da comienzo a su historia apurando su copa de ginebra.

 

5. En la filarmónica Ane conoce a una mujer de la que no le importaría enamorarse. Me confiesa que, si fuese lesbiana, se enamoraría de aquella mujer despistadísima que a veces le pide veinte euros porque sale de casa sin darse cuenta de que su monedero está vacío. Quizá le da vergüenza reconocer que se administra mal. O que pasa apuros. Música. Bohemia. Inestabilidad. Es una mujer que, al llegar a una habitación, desparrama sobre la colcha el contenido del bolso. Debe encontrar un objeto, el objeto –espejito, polvera, encendedor, bolígrafo, tijeritas-, el que precisamente no ha guardado. Después se olvida de qué busca. Una mujer perfecta sin prurito de perfección. Imagino que será un ama de casa desastrosa. “Me encantaría ser lesbiana”, me dice Ane mirando sin ver. “Qué pena no serlo. Te lo digo de verdad”. A Ane le fascina la esbelta apariencia, la regularidad de los rasgos, la serenidad y la apostura de una mujer que, cuando se bajan las persianas o se apaga la luz, se despeina y desmorona. Saca la tripa y se encoge de golpe. Le entra tos. Se le quita el glamour de encima como si el glamour fuese una enfermedad infectocontagiosa que nos aísla de los otros. A Ane le gustaría contagiarse. De la mujer. Del glamour. Del desaliño. No sabe de qué: “Ojalá lo fuese. Lesbiana.” Aquella mujer se comporta con ella de un modo especial. Se expone. Como si hubieran sido amigas de la infancia. Pero no lo fueron. A la mujer algunas veces se le humedecen los ojos cuando la mira. Ane, en la orquesta, la protege.

 

6. Cuando Ane dice que le gustaría ser lesbiana sólo por el hecho de haber conocido a esta mujer, aunque lamenta no serlo de verdad, la entiendo perfectamente. No porque yo haya deseado ser algo que no soy, sino porque nunca he sentido curiosidad por el interior de la boca, de la profunda tibia vagina, por el sabor -¿lechoso?- del pezón de una mujer. He conocido mujeres mucho más hermosas que cualquier hombre. Inteligentes y dignas de amor. Pero nunca he querido acercarme, quedarme pegada, intuir sus palpitaciones, pedir a gritos que me violenten. O violentar. Un desmoronamiento o un repentino vahído. Una fibrilación. Un amarre. Los filos de dos puertas automáticas que inevitablemente confluyen en un punto. Rozarse un poco. Desde mi sillón de enea le digo a Ane: “Te entiendo”. Ella responde: “No estoy segura”. Replico: “No somos queer”. Nos morimos de risa. Le doy el último trago a mi copa de champán: “Puede que ya estemos viejas”.   

 

7. Ane se revuelve contra la percepción de nuestra vejez: “Hablas por ti, supongo…” Después come un cacahuete y retoma su relato. Ane toca su violín al lado de aquella mujer que también es una intérprete virtuosa. Al verlas tocar nadie diría que tienen miedo. Que vacilan. Entre las dos se crea un vínculo. Se tapan las notas falsas. Minimizan los errores. Ensayan los pasajes complicados y las sutiles, intrincadas, frases de la música. También la música está llena de triángulos. Compases, tríos, tercetos, tresillos. El tintineante instrumento metálico de algunas sinfonías. El ojo de Dios y el origen del mundo. “El coño”, Ane está ya bastante borracha y se le afloja la lengua. En todos los sentidos. A veces su nueva amiga le habla a Ane del pasado, pero ella no le presta atención. Cree que toda su complicidad es nueva. Un regalo a una edad en la que ya no se tienen expectativas de encontrar a los mejores amigos. Ane sabe que no sirve de nada bailar un pasodoble en la residencia de la tercera edad. Hacer ojitos en el centro de salud geriátrica. Ane y la mujer se hacen confesiones como sólo nos confesamos ante quien no conocemos y permanece oculto tras la celosía y no puede reaccionar con una mueca que nos lastime. Existe, entonces, la posibilidad de reinventarse. El gozo de no ser corregido y de no tener que cotejar puntos de vista. La creación pura y la dulce ocasión de mentir. Ane le cuenta a aquella mujer la historia de sus amores. Así comienzan algunas amistades y nacen personas que no existían. Inmaculadas bajo el agua de un nuevo bautismo que normalmente se celebra entre el vapor del alcohol.

 

8. Esta noche también nosotras conversamos en círculos. De delante hacia atrás y de atrás hacia delante. “Los hijos únicos siempre tenemos con los padres una relación triangular”, Ane me despierta otra vez con sus palabras. Yo no sé si atino: “Puede que quizá no haga falta que los hijos sean únicos para vivir con los padres un triángulo”. Se lo digo porque yo también he amado y odiado a mis padres. Con concentración. Con ceguera. Con saña. Sobre todo en esos días en que se amaban como locos o como perros. Cuando se detestaban durante veinticuatro horas y mi madre se bebía en solitario una botella de champán olvidándose de mí. Al día siguiente estaba enferma. Había que cuidarla. No hacer ruido. Yo también he esperado para escuchar una palabra amorosa de mi padre. Todas eran para mi mamá. Lo peor son las temporadas en que a los padres se les desborda el amor. Se les rompe como en los boleros y la hija única teme no ser quien, al final, fracture la coherencia perfecta de ciertas geometrías. Digo: “Me hubiera gustado que mis padres se aburriesen juntos. Como los matrimonios normales”. Ane se pide otra ginebra. Inhala el humo. Lo expulsa.  Yo me aguanto las ganas de fumar. Soy gilipollas.

 

9. Ane le confiesa a esa mujer -hoy también me lo confiesa a mí- que con su padre siempre ha mantenido una relación edípica. Se pone impropia, vulgar –como del Reader´s Digest- al insistir en que tal vez por esa razón sus amantes, sus maridos y sus novios siempre han sido hombres mayores: “Si hubiera sido lesbiana, seguro que me habría ido mejor”. Las dos se ríen. La mujer responde “Cualquiera sabe” y Ane le sigue contando la historia de un amor que casi acaba con ella. La mayoría de las mujeres tiene una relación así. No digo nada. Ane evoca: “Los hombres mayores tienen la piel suavísima…”

 

10. Ane nos relata a la mujer y a mí la misma historia en dos puntos diferentes del tiempo y del espacio. En realidad nos está hablando a la vez y puede que la mujer y yo seamos la misma. Sé perfectamente que eso no es posible y juro: “Hoy ya no puedo beber más”. Veo doble e ignoro qué frase -¿locución?, ¿adverbio?, a quién le importa la gramática- tiene menos sentido: “la misma historia”, “a la vez”, “hablar”. Desde que me he quedado tan delgada no puedo beber. Tengo iluminaciones: mis triángulos nunca fueron historias de adulterio, sino más bien excesos de fidelidad. Entonces sonrío porque noto desde los dedos de los pies hasta la garganta que soy una mujer tocada por la generosa mano de la Fortuna. Se me ríen los ojos. Ane pregunta: “¿Te pasa algo?”. Parece que tengo con ella la obligación de estar un poco triste. Me río giocondamente y ella pregunta otra vez: “¿Te pasa algo?” Yo, además de alegría, noto la verde punzada de los celos. Disimulo.

 

11. Ane le coge las manos a la mujer –a mí no- y le cuenta que fue una joven precoz y voluntariosa. A los dieciocho años ya estaba viviendo en casa de un hombre que le sacaba más de veinte. “Esa relación casi acaba conmigo”. A la mujer, muy empática, muy dulce, le asoman lágrimas a los ojos, pero Ane no tiene ningún deseo de consolarla ni de preguntarle por qué llora. Él bebía, mentía, follaba con otras mujeres. Especialmente con una a la que le bajaba las bragas con precipitación e incontinencia para embestirla contra un tabique. Estaban en el trabajo, todo el mundo les oía y se lo contaban a Ane que ignoraba si quería ver para creer. Oírlo e imaginar. Alta. Morena. Excelente. Entre las bambalinas del teatro la morena se dejaba hacer por aquel hombre que debía despertar en las mujeres jóvenes una vocación de monja, de limpiadora de rijas, un gusto por el agusanamiento, los malos olores y el verdadero retrato de Dorian Gray. “La puta redención”, le dice Ane a la mujer. También a mí. Entonces la mujer explota: “¡Perdóname!”

 

12. Ane odiaba con todas sus fuerzas a la mujer de las bambalinas. Le habría clavado alfileres en la planta de los pies. Le hubiese roto los dedos con la puerta de un coche. La habría dejado sorda en una explosión. El amante viejo se reía de los reproches de Ane: “Todo mentira, mi niña. Todo mentira”. Ane se miraba en el espejo y veía a una muchacha de dieciocho años con la piel blanca como un trago de leche y los pechos firmes. Con el filo de la mandíbula elevado y la boca limpia. Después, recordaba la barba canosa de su amante y el color anaranjado que deja la nicotina en el bigote. La polla flácida y el olor a queso. Ane se castigaba. Insegura. Histérica. Se mordía las uñas y, en lugar de odiar al hombre, despilfarraba su odio con aquella mujer sobre la que colocaba tantos atributos –tantas perfecciones- y buscaba tantos parecidos, que había dejado de verla nítidamente. Apretaba tanto el lápiz que rompía el cuaderno de dibujo. La retrataba con tal minuciosidad que había perdido la perspectiva. Lo mismo les ocurre a los pintores hiperrealistas y a los científicos que no separan nunca la pupila negra de sus microscopios. Ya no sabía quién era aquella mujer. Sólo que le hacía daño. Ane se encontraba cada vez más fea. Más ridícula. Más abandonada. Terriblemente débil. Una anemia perniciosa la devoraba. Luego fingía creer las palabras de su amante. Lavaba en la bañera al hombre viejo frotándole la piel como si fuese un niño de tres años. Él se dormía.

 

13. Pienso que, pese al desgaste físico y la corrosión sentimental, a mí mis triángulos me han hecho sentirme fuerte, bella y poderosa. “Hay triángulos y triángulos”, pongo la frase encima del velador para que la realidad regrese. La noche. Un bar. Los dedos aceitosos por la piel de los panchitos. Después me digo que sólo pienso mentiras para favorecerme y vuelvo al meollo de la historia de Ane. Retomo la palabra que le sirve de gancho y me doy cuenta de que la ciencia-ficción y lo melodramático a veces confluyen en un punto: “¿Perdóname?”

 

14. Ane había odiado a la mujer de las bambalinas. La había visto de refilón al recoger a su amante en la sala de conciertos. Había medido su silueta de espaldas. Las pantorrillas fuertes y el pelo a lo garçon. A su modo, la había espiado. Como un ratoncillo desde su agujero. La había oído reír con la seguridad de que ella nunca conseguiría una risa así de transparente: emanaba de un lugar secreto entre el ombligo y las vértebras lumbares. Frente a la risa de aquella mujer, Ane siempre tendría risa de ratón. O de hiena. “Tienes una risa preciosa”, la adulo. Porque lo más bonito de Ane no es desde luego su risa. “Preciosa”. El cariño que Ane me tiene es poco apasionado y no me escucha cuando le dedico hermosas palabras. Ella está en lo suyo: había visto de frente y de perfil a la mujer de las bambalinas y se había guardado en la cabeza la imagen de fotomatón de una ficha policial. Luego la olvidó.

 

15. El amante viejo dejó a Ane y se fue a vivir con la mujer de las bambalinas que consiguió destruirlo sin convertir la destrucción en un propósito. Lo destruyó porque aquel hombre era a la vez vulnerable y sádico, y porque nunca había sabido disfrutar de la juventud que se le iba ofreciendo como pócima de regeneración o sangre vivificadora del vampiro. El hombre se quedó solo. Ane lo vio. Coincidió con él. Le tendió una mano floja mientras evocaba los momentos culminantes de su amor y de su sexo. Nunca le dio lástima. “Tal vez sólo un poco”, Ane se acerca a la cara el índice y el pulgar, unidos por las puntas, y se ríe con su risa de hiena. Se exhibió delante de él cogida del brazo de otros amores. Tuvo una hija. La mujer de las bambalinas se había esfumado y Ane empezó a quererla no de forma romántica, sino con el agradecimiento de que se hubiese ido dejando un medio cadáver, un despojo, a sus espaldas. "Una femme fatale”, apunto con sarcasmo. Con envidia. “Una persona maravillosa”, responde Ane. La mujer –ya no sé cuál- me roba todo el espacio y aquel hombre viejo ahora es más viejo y aún no ha terminado de morir. Me pongo en su lugar.

 

16. Ane no puede descifrar los mecanismos por los que su cerebro había bloqueado el rostro –también la risa- de aquella mujer. No sabe por qué no fue capaz de reconocerla en esta nueva intérprete a la que adoptó como si fuera un cachorro abandonado al que se le notaba el pedigrí, la buena clase, en la calidad del pelo y el grosor de las patas. Cuando aquella mujer le dijo “Perdóname”, Ane no supo qué debía perdonarle exactamente, pero de pronto las imágenes pasadas regresaron: recolocó los ojos de la mujer dentro de los ojos de la mujer, la boca en la boca, las cejas en las cejas, el óvalo del rostro en perfecta coincidencia con el óvalo del rostro. De la reconstrucción surgió aquélla que había sido en tiempos una hija de puta. La gran hija de puta. “La hija de puta por excelencia”, Ane rompió a reír. Nada tenía ya ninguna importancia.

 

17. Digo: “Qué curioso”. Digo: “Qué historia tan fenomenal”. Digo: “Qué cosas tiene la vida”. Digo: “Como fisonomista eres pésima”. Incluso digo: “Qué mágico”. Ane coge su bolso. Me avisa: “Vienen a buscarme”. Pongo buena cara y me despido. Ella me deja sola y yo me pregunto quién la estará esperando dentro de un coche a las tres de la madrugada. Pienso en mis propios triángulos, en mis propias sordideces, frente a la elegancia con que Ane ha desmigado su experiencia. Con menos furia que la que ha empleado para reducir a polvo la piel de los cacahuetes. Sin palabras intestinales, sin relatos de sexo pequeñito, secreciones y salpicaduras. Pienso que ella aprenderá sin hacerse heridas en las yemas de los dedos. Pienso que ella es más libre que yo y por eso todo le duele menos o que todo le duele menos porque es más libre que yo. A lo mejor hoy, dentro de ese coche que me ha dejado adivinar al volante la silueta de una mujer con el pelo a lo garçon, Ane se atreve. Pienso que por ese motivo se conserva etérea y hermosa, con un toque espiritual que no es ajeno al placer de la carne –deshuesada, magra-, y alguien la busca una noche mientras a mí se me aja la envejecida carita de Jeanne Moreau. Tengo los ojos sucios, endurecidos, y me acartono y me cierro por abajo como un molusco muerto que no se puede comer.

 

  

Escrito en Lecturas Turia por Marta Sanz

Testimonio hipnótico

22 de mayo de 2018 10:23:51 CEST

La ambición, el reto, el cortejo de lo difícil, la seducción del límite no son valores abundantes en esta o cualquier otra literatura. El mercado favorece los productos sencillos, de entretenimiento, cómodos aun ejecutados diestra, profesionalmente. Marina Perezagua (Sevilla, 1978), sin embargo, escogió desde el principio una senda propia, escarpada, ya demostrada en sus dos volúmenes de cuentos (Criaturas abisales y Leche) y ahora llevada al máximo en su novela Yoro, publicada como los libros anteriores en un sello pequeño y artesanal, que es, sin duda, lo que más conviene, sobre todo en sus inicios, a una obra como esta.

            La novela parte de lo que ya daba pie al primer relato de Leche, Little Boy: como es sabido, el apodo de la bomba atómica que el 6 de agosto de 1945 destruyó en una explosión sin precedentes la ciudad japonesa de Hiroshima. Aquí es también implosión, y una de las virtudes de la narración es el correlato constante entre lo externo y lo interno de la narradora, un ser anómalo, vaciado, que se llama a sí misma H, porque una vez alguien le dijo que esta es letra muda en español, y ella cree que su testimonio puede servir a todos los que han sido silenciados.

            El avión Enola Gay abre las puertas de su bodega como una madre las piernas para dar a luz. Se describe muy plásticamente esto, y el impacto sobre la protagonista es tremendo, y sus secuelas: “La hinchazón era tan grande que en aquel momento no podía estar segura, pero todo parecía indicar que la bomba se había ensañado principalmente con mi sexo”. Eso, dentro de la general catástrofe, en la que quienes no perecieron con la deflagración y salieron adelante “no eran muertos vivientes, sino vivos murientes”.

            No hay maniqueísmo ni adscripción de “limpieza de sangre”. Quienes son verdugos son a la vez víctimas, y viceversa, como se desdibujan las fronteras entre las formas de amor y las generaciones, el trascurrir del tiempo y la dilatación del vientre, el subir y el bajar las pirámides de Teotihuacán o las simas minerales de Namibia. Hay muchos escenarios, cuentas de un rosario de andanzas y pesquisas, y no muchos personajes (principalmente, el soldado estadounidense Jim, y H, que se convierte en su amor).

            Leída con espíritu cartesiano, Yoro no es creíble, tiene muchas fallas. Ahora, concedida la suspensión voluntaria de la inverosimilitud de la que habló Coleridge, todo posee una lógica extraña, desasosegante, espectral (especular, también de espejo). Se pueden hallar algunas incoherencias menudas (aunque inicialmente desconociera el nombre del pájaro, ¿por qué se escribe wren y no reyezuelo o carrizo, si es de suponer que la narradora emplea el inglés, que nos llegará traducido?), algún pasaje traído por los pelos (¿por qué la escena de Lyon, más allá de que la autora residiera allí una temporada?), la poca credibilidad de una mujer mayor, casi anciana, moviéndose con agilidad (o sin el realismo de verla tropezar) en lugares inhóspitos, o el cuento de Brigitte… pero sin embargo lo más fantástico, lo deliberadamente imaginario funciona con la precisión de un engranaje de relojería que abarca, en lo temporal, desde la Segunda Guerra Mundial y Birmania, a la República Democrática del Congo de nuestros días.

            Hay pasajes de un gran lirismo (como los agradecimientos enumerados en la pág. 64 y siguientes) en los que sin florituras mas con precisión y exactitud, cualidades de la mejor poesía, tienen una gran capacidad poética, pero todo el libro está lleno de correspondencias, de lo que podríamos llamar rimas de motivos y sucesos que tienen su eco y su presagio en otros. También sobre todo al principio se emplean fórmulas del estilo “más adelante, intentaré explicar” o “por las circunstancias que contaré más adelante”, que prenden el interés en el lector como en ese juez silente para el que H desgrana la historia.    

        Capítulos que siguen los nueve meses de un peculiar embarazo, más el inicial “Gravidez cero” y el concluyente “Alumbramiento”, van singlando ese mar o placenta de la novela (“Séptimo mes. Número irracional” supone un giro brusco y quizá innecesario). La identidad sexual o falta de la misma, las grandes injusticias y las penalidades infligidas lo mismo sobre unos que sobre otros (orientales, occidentales, africanos), los deseos que no se pueden colmar, los sentimientos fantasmas… de todo esto está hecho Yoro. Y de la soledad radical: “Hoy hablan de minorías. Me río yo de la inclusión de las minorías. La verdadera marginalidad es la que siente el que no tiene acceso ni siquiera a un grupo minoritario.” Sobre el mismo tema de la soledad hay algún otro pensamiento complementario: “Es curioso cómo una cree que se acostumbra a no tomar en consideración los juicios ajenos, las críticas de la mayoría y, sin embargo, qué agradable resulta sentirse dentro de esa mayoría las pocas veces que te dejan sentir que encajas en ella.”          

     Yoro, relato hipnótico, epopeya íntima de una quest de la niña arrebatada que es un poco The Searchers/Centauros del desierto (con esa hibridez, aquí androginia, de la versión española), está muy cerca de ser una obra maestra. Quizá la separe de ello, por falta de foco en la atención, lo mucho que quiere contener, que alcanza hasta la denuncia del maltrato a los animales,de las políticas de las Naciones Unidas, “esa puta de mil vaginas abiertas permanentemente a la Casa Blanca”, o de la persecución hasta clandestina de los esquilmados recursos del planeta (qué gran bucle el de las finales minas de uranio que enlazan con la bomba lanzada al principio de la acción, ese singular espermatozoide que fecunda, aun en su monstruosidad, la novela). Pero Yoro es una obra que sin contemplaciones sacude, pincha, revuelve, mete los dedos en los ojos, saca las tripas, hace pensar y, sobre todo, despliega una mente, la de la autora, que piensa y pisa regiones infrecuentes y lo hace con una escritura potente, eficaz, admirable que hurga, sobreponiéndose, en la tristeza. Aunque esta, ya se sabe –escribe Marina Perezagua– sea un árbol de hoja perenne.- ANTONIO RIVERO TARAVILLO.

 

 

Marina Perezagua, Yoro, Barcelona, Los libros del lince, 2015.

Escrito en Lecturas Turia por Antonio Rivero Taravillo

El fango que suspira

22 de mayo de 2018 10:10:06 CEST

Sucedió todo lo contrario: que llegó agosto. Y tu primer día de vacaciones, tan anheladas. Y por la tarde, al volver a tu apartamento de guionista soltero cargado con las bolsas de provisiones, para llenar la nevera, zas, te tropiezas en la entrada con un parapeto formado por un coche patrulla de la policía nacio­nal, un camión de bomberos con su panel de luces chisporroteantes que salpican la fachada de rojo sangre y una am­bu­lan­cia aparcada en doble fila, que obstaculiza el paso. Un cónclave de vecinos y curiosos arremolinados en la calzada, for­mando un gabinete de crisis, cuchichean en actitud cons­pi­ra­to­ria. Y nada más verte, el portero que te asalta:

–Se llevan a una vecina, la del 6º F.

–¿Y eso?

–Era mayor. Vivía sola. Ha fallecido.

–Ah.

–Fue hace unos cuantos días. Seis o siete por lo menos. Al menos una semana, quizá más. Aquí las fuerzas de seguridad del estado han tenido que intervenir y forzar la cerradura para levantar el cadáver.

–A lo mejor convendría hacerle un torniquete –interrumpe una vecina despeinada, con voz de alcoba–. Por probar…

­–Un fatal desenlace –zanja el portero, sin inmutarse–. El cuerpo ya había entrado en des-com-­po-­si-­ción. –Se da una serie de golpecitos nerviosos con el índice en la punta de la nariz, a modo de tamborileo, para subrayar las pausas–. Por eso el olor.

–La mano de Dios –exclama uno de camisa de selva–. Ya podía haber elegido otro momento para morirse, qué inoportuna. Con tal de que esto no nos arruine las vacaciones. Lo que nos faltaba. Qué culpa tendremos nosotros.

–Ninguna –aclara la mujer del torniquete.

–A ver si ahora va a pasarnos algo o algo. –El de la camisa de selva.

Las asas de las bolsas se te clavan en las palmas, dejando surcos rojizos. Nadie te impide que te abras paso entre los murmullos, con tus bolsas del súper. Las láminas de vidrio abatibles de la puerta del portal están abiertas, inclinadas en diferentes ángulos, para facilitar el tránsito del aire y la ventilación del edificio. En el suelo se dibujan arabescos de serrín, de caprichosos diseños. Pisas esa arena crujiente mientras avanzas por el vestíbulo en dirección a tu apartamento, y entonces te agrede un tufo nausea­bun­do y lácteo, gas­tro­in­tes­tinal, como de cuajada rancia.

 

 

¿Así moriremos todos un día? ¿Muertos de tedio o de una parada cardiovascular, sin asistencia, el día en que nos falle la conexión telemática? ¿Solitarios en nuestros cubiles, hasta que la edad nos empuje hasta el límite y al final la fetidez nos delate una semana más tarde? ¿Seremos eso, un pequeño espectáculo in­vo­lun­ta­rio ofrendado al aburrimiento de los vecinos, un racimo de chismosos al atardecer, en plena calle, antes de preparar la cena, algo liviano para distraer el diente, con abrir unas latas de conserva basta, que con semejante calor a quién le apetece encerrarse en la cocina? Seremos nada, un suelto del periódico en la sección local, una cifra para engordar la estadística de ancianos fallecidos durante el verano o ni siquiera eso, una anécdota para mojar pan al día siguiente con los amigos, durante el vermut del mediodía, entre dos chapuzones en la piscina.

–¿Sabes? Ayer en­con­tra­ron muerta a una vieja de mi edificio. El fiambre llevaba allí lo menos una semana. Menuda peste. Casi vomito.

–¡Puaj! ¿Más mejillones?

Mejor no pensar en ello. Después los vivos provisionales seguiremos con nuestros juegos al aire libre, secándonos el pelo con la toalla, sol en la piel de los hombros, gotas de luz en las pestañas, ojos guiñados debido al escozor del cloro y al latido menta del césped, sobre la hoguera de agosto y la anarquía de los críos persiguiéndose con pistolas de agua bajo el chorro de las duchas, ¡ya verás cuando te agarre, acusica!, mientras los planetas se alinean en sus nuevas órbitas y nosotros soñamos planes para esta noche, siempre a la cacería de placeres culpables (todo placer digno de tal nombre lo es), a ver si hay suerte y se levanta brisa y refresca.

–¿Te marchas ya? ¿Qué prisa tienes? Si está a punto de aparecer De Michelis.

Nos frotaremos con loción el cuerpo, hay tiempo. Pala­dea­re­mos una segunda ronda de cervezas, hmmm, todavía más espumosas y heladas que las anteriores, yo invito. Las cervezas siempre son jóvenes. Será gozoso aferrarse, para mantener cierta cordura, al asa de la jarra. Eso nos pondrá de buen humor. Aguardaremos expectantes, con los bañadores pesados e hinchados por la humedad del agua, la promesa de la noche que, lo anticipamos ya, olerá a rímel. Nos acordaremos, cualquiera sabe por qué asociación de ideas, de aquella película lejana en que una novelista bisexual asesinaba a sus amantes con un picahielo, chac chac, uno tras otro, mantis religiosa, imitando la trama de sus propios libros. ¿Por qué los socorristas llamarán, a la piscina, «lámina de agua»? ¿No os encanta esa expresión, «lámina de agua»? A mí sí. Dis­cu­ti­re­mos sobre la po­si­bi­lidad de con­quis­tar (o no), y cómo, el corazón antílope de las mu­chachas, de una muchacha. Una novia sonriente que nos dará los buenos días mientras desayuna con una huella de bigote de espuma. Char­la­re­mos de esto y de lo otro. Ol­vi­da­re­mos el in­ci­dente, será como si nunca hubiese ocu­rri­do. ¿Qué incidente? ¿Quién?

–¿Quién se apunta a otra jarra de sangría?

 

 

Nubes como cromosomas. El cielo alto y torcido. Este cielo da la impresión de que lo han obtenido retorciendo un trapo añil hasta chorrear la pintura. Después, para disimular un poco las calvas, han repintado con brocha insuficiente los costados, aquí y allá, a bulto, sin fe ni calidez, a base de escobazos de purpurina. La distribución no ha quedado uniforme. Deja mucho que desear. Escasez de materiales.

Alguien.

Un día.

Alguien un día romperá las tiras policiales amarillas y negras que precintan por orden judicial la entrada al 6º F. Alguien iluminará con una linterna esa cámara funeraria, hollará el corazón de la tiniebla protegido con guantes de látex y escafandra quirúrgica como de apicultor, botas altas de po­cero, y lo rociará todo con una bruma perfumada de des­con­ta­mi­nante químico, que irritará los ojos. Alguien vaciará los armarios y volcará el contenido entero de los ca­jo­nes sobre la alfombra (¿para qué acumularía esta mujer cinco pares de gafas en sus estuches, todas idénticas?), alguien dis­tri­buirá la casa en bolsas, revolverá sin pudor entre su ropa íntima, descolgará sus lám­pa­ras, relojes, espejos y visillos, dejando rebordes vacíos en las paredes y fantasmas de mobiliario, de­sa­tor­nillará sus apliques, des­cla­vará el crucifijo del dormitorio y Cristo será expulsado de la vi­vie­nda. Alguien des­mon­ta­rá la mesilla de noche con su dentadura postiza en el vaso de agua, muerta de risa.

El cuarto de baño con su tulipa temblona, lleno de geles, lociones y linimentos alineados por orden de altura en la repisa. Un frasquito de mermelada reutilizado para guardar monedas o un pegote duro de cera depilatoria. Alguien mal­ven­derá sus despojos, triturará sus pas­to­res de porcelana decorativos, apar­tará de un ma­no­tazo del apa­ra­dor sus portarretratos con fotos (amigas del internado, una excur­sión al zoológico, un cani­che rosa recortado de una revista), sus cuatro muebles de colores célibes se re­par­tirán entre so­brinos gaseosos o se donarán sin su con­sen­ti­miento a una ong o serán arrojados al fondo de un con­te­nedor, allá van, entre escombros y neumáticos pin­chados.

Fuera, todo fuera. A la calle con todo. Se parecerá mucho a un robo, a una profanación de morada, a un exorcismo antisatánico. Alguien retirará del frigorífico los restos de comida momificada de su último almuerzo, carne mechada y puré seco. Sus cartones de leche sin caducar se verterán por el fregadero, correrán alegremente por las cañe­rías en una celebración del derroche e irán a parar a la red de al­can­ta­ri­llado. Alguien des­montará su cama, troceará su ca­be­ce­ro em­pe­ri­fo­llado con volutas versallescas, desnudará su somier. A la vista de todo el mundo, en lenta procesión por los rellanos del edificio, para no perder detalle, se exhibirá su colchón de muelles, el de­sorden de su carne, con su impúdica orografía de zumos íntimos y mapamundi de insomnios. Alguien apartará un pelo de un cojín, que le tocó en un sorteo.

De una percha colgará un vestido de volantes nuevo, reservado para alguna ocasión especial, aún con la etiqueta puesta, que no llegó a estrenar, para no estropearlo.

De manera simultánea, los engranajes ad­mi­nis­trativos pondrán en funciona­mien­to su sistema de ruedas dentadas con total eficacia y pun­tualidad de mecanismo bien lubricado. A una señal, se activarán las antenas y vibrarán las pinzas, que irán trasladando la información de departamento en departamento. Los datos serán actualizados sin margen de error. Alguien tendrá que ocuparse de todo el papeleo buro­crá­tico de ne­go­ciar la baja de los con­tratos con las compañías su­mi­nis­tra­doras de electricidad y agua. Se anularán las do­mi­ci­lia­ciones bancarias. Se des­co­nectará su línea telefónica; a partir de ahora, cada vez que alguien marque por equivocación, saltará el mensaje automático de una voz robotizada: «El teléfono al que usted llama no está operativo. El teléfono al que usted llama no está operativo. El teléfono al que ust…», seguido de un pitido formidable, seguido de una pachanga latina de estribillo pe­ga­di­zo, compuesta para las pistas de baile y las verbenas veraniegas de los pueblos en fiesta –azúcar quemado, castillos de fuegos ar­ti­fi­cia­les–, en bucle, sin co­mienzo ni fin. Can­ce­larán su cartilla de ahorros, con su mínimo saldo que se in­ver­tirá en sufragar la propia comisión de cierre: todo en orden. En lo que a nosotros respecta, usted nunca ha existido. Se procederá a la li­qui­da­ción in­me­dia­ta de su plan de pensiones privado, si lo hubiera, con la firma aseguradora. En los registros del universo se di­fu­mi­na­rá su nombre, se perderá para siempre. Desaparecerá la tarjeta del casillero de su buzón con su caligrafía elemental y en su lugar se abrirá un rectángulo negro y vacío, festoneado de polvo, feo de mirar.

 

 

Con el paso de los días, el hedor a cadaverina del des­can­sillo se irá en­frian­do hora tras hora a golpe de ozonopino hasta disiparse del todo o confundirse con otros efluvios más mundanos de las zonas co­mu­nes, de tabaco afrutado o guisos. Vendrán bar­bu­dos de frac, castigados por la vida, san­guíneos, con un pin­ga­nillo en la oreja, hablan­do a gritos y repartiendo trípticos de pro­pa­ganda –que también sirven como abanicos–, en re­pre­sen­ta­ción de la empresa funeraria que la incinerará, un lunes a primera hora de la ma­ña­na, sin tes­tigos. Hay quien vive de la muerte ajena y prospera con la desdicha del prójimo. Unos cuantos forzudos arran­ca­rán a tirones el empapelado color orín de las paredes del 6º F, sanearán lo que haya que sanear, adecentarán la gri­fe­ría, las llaves de paso, sellarán las junturas con un inyector de silicona a presión marca kopacsa, reiniciarán los contadores de consumo para ponerlos a cero, ve­ri­fi­carán los elec­tro­do­mésticos, coloca­rán un aparato de aire acon­di­cio­nado monumental con capacidad de 3.000 frigorías, y el piso de la muerta sin nombre del 6º F, con una capa todavía fresca de titanlux, quedará como nuevo, claro y alegre. Será un ejemplo de remo­de­la­ción realiza­da con buen gusto, primeras calidades y presupuesto ajustado. Solo per­manecerá sin resolver, ay, el enigma de ese in­te­rrup­tor del pasillo, a media altura, que no en­cien­de ni apaga nada ni se sabe qué función cumple. Del balcón penderá un letrero: «Se alquila». Co­men­za­rán a visitarlo estu­dian­tes, alguna pareja joven de enamorados, fianza de tres meses y nómina, ofertas y con­traofertas con la agencia inmobiliaria.

Y entonces.

Un camión de mudanzas frenará junto a la acera. Se armará el consabido alboroto de curiosos, con el portero capitaneando el comité de bienvenida, entusiasmado. Saldrá de su garita dotada de monitores de vigilancia con nieve sucia en las pantallas. Descenderán bultos, tresillos, una lámpara de pie. Cajas con libros.

Alguien comentará:

–¿Te has fijado en los nuevos? Parecen simpáticos, ¿verdad?

–Mucho.

Nada más instalarse, los nuevos organizarán una fiesta a la que nos invitarán a todos. Habrá música y tequila y bandejas de comida tex-mex. Un ambiente lunar, con muchas velas. El placer de tonificarse bajo la brisa melódica del aire acondicionado, ah, qué bien se está aquí. Sin apenas darnos cuenta, en mitad del salón, nos quedaremos un momento pensativos, ausentes. En ese instante alguien nos pellizcará el codo y nos preguntará: «¿En qué piensas?». Y nosostros nos encogeremos de hombros, sin saber qué responder.

Mejor no pensar en ello. Alguien iniciará una conversación, pero se callará en seguida. La frase quedará a medias, en suspenso. Comenzará a sonar una música de rap violento, que se interrumpirá de golpe tras las primeras notas. Habrá un atisbo de baile, apenas unos pasos insinuados, sin desarrollo. Nada. Se irá la luz. Vendrá la luz. Otro propondrá salir a, cenar en, reunirnos con. O mejor, en lugar de eso también podríamos… Alguien estará a punto de sufrir una angina de pecho. Un hombre hará ademán de sentarse, pero no llegará a la silla y se quedará indeciso en esa postura ridícula, sin completar el movimiento, con el culo en el aire, a unos pocos centímetros del asiento. Después disimulará lo mejor que pueda, se irá al otro extremo del cuarto, él solo, a rumiar en un rincón, masticando chicle, y hará como si no pasase nada. Lo cual, en cierto sentido, empeorará su incomodidad y la de todos nosotros.

Alguien (¿quizá tú mismo?) propondrá un brindis y brindaremos todos, a la salud de no sé quién. Cada brindis nuestro supondrá una paletada de tierra más en su cara. Nadie la mencionará en los discursos. Ni rastro. Será una partícula de polvo suspendida en la biografía compacta del edificio, nuestro edificio. Esa an­cia­na de pelo blanco en forma de bulbo. Que un día habría sido una muchacha reidora con su vestido amarillo, despeinada entre sus primas, junto a los pinos, feliz como un golpe de viento. Con una alegría de ardilla viva entre las manos. Pasimisí, pasimisá. Y ahora. Olor a cuajada rancia. Al menos una semana, quizá más. Parada cardiovascular. Desconexión telemática

–¿Te marchas? ¿Qué prisa tienes? Si ahora empieza lo mejor. De un momento a otro aparecerá De Michelis, ya verás, ya, cuando llegue.

Su vida. Sus penas y alegrías. La frugalidad de su cena consistente en un huevo duro y un par de nueces. Su paciencia al atender a los comerciales del Círculo de Lectores que insisten en venderle algo a las cuatro de la tarde, encima del felpudo, con el pie haciendo cuña para impedir que cerrase la puerta, no sea usted así, mujer, no deje pasar esta oportunidad única. Todavía escucha el eco de sus voces en la escalera, una vez cerrada la puerta: «Si domicilia los pagos con su nómina o pensión, le regalamos una cubertería». Sus veraneos algo anticuados, como de otro siglo, de paseo en barca de remos y parasol, con soles moribundos y gracia lenta de velo­cí­pe­do. El aroma oscuro del magnolio y el latido de su corazón verde. El gran baile del Casino, tan iluminado que parece arder. Chorros de fuego por las ventanas, y todos tan elegantes, tan guapos. Subidas y bajadas a la sierra, oscilaciones en el precio del crudo, tambores de guerra a lo lejos, no olvides llevarte una chaquetita, por si refresca luego. Sus visitas regulares al peluquero, al otorrino, al oftalmólogo (cinco pares de gafas, todas idénticas). Sus citas en el hospital, inyecciones de heparina para evitar los coágulos de sangre, infiltraciones de corticoides para la osteoartrosis de cadera, ¿tengo algo malo, doctor?, nada, que el líquido sinovial pierde ácido hialurónico, ah bueno, siendo así.

Tan joven, tan crédula. Nunca supo el signficado de las siglas n.a.t.o. Se llevó un disgusto el día en que se enteró de que el cuerpo humano no es perfectamente simétrico. Hay ligeros desajustes entre la mitad derecha y la izquierda, un hombro un poco más alto, un brazo algo más largo que el otro, los ojos desnivelados, nada es perfecto, lástima, qué decepción.

De vez en cuando, una excursión en grupo a la nieve. El tren asciende entre vacas de sombra. El aire pálido de la sierra, las casitas puntiagudas de madera o piedra, con tejados de tela asfáltica. La pequeña estación de esquí, con su aire alpino de aldea suiza. Restos de nieve en los parques, aquí y allá, como pizarras mal borradas. La comida contundente, servida en cuencos de arcilla. Un mundo pausado de funiculares, chimeneas encendidas y ventisqueros. El regreso a la ciudad, al anochecer, en el último tren del domingo, entre una multitud somnolienta. Bostezos, toses, susurros. Viajeros derrengados, tirados en el suelo de cualquier manera, hechos ovillos, una dulce muchacha con hipo, sentada en las rodillas de su novio, enlazada a él, un gigante enfrente, roncando entre sobresaltos que le hacen rodar la cabeza por la ventanilla… La humanidad cabizbaja de regreso a sus pupitres, oficinas y colas del paro. La luz cambia y se derrite. Afuera, el paisaje prosigue su monólogo.

Sus días trans­cu­rri­dos en la penumbra, ca­lla­da­mente, acci­den­tal­mente, de pun­ti­llas, sin mo­les­tar a nadie ni meter ruido, con pinchazos en la rótula y diarreas, cualquiera sabe, la digestión siempre alterada por culpa de los nervios, acidez de estómago, colon irritable, molestias en la vesícula, un peso justo aquí en el costado, como plomo, doctor, serán gases, secretos inconfesables en la soledad alicatada del inodoro, regar las plantas de la terraza con un pul­verizador, pff pff, este geranio está mustio, pff pff, qué hojas tan tiesas, tender y des­ten­der los delan­ta­les, el dedo flamígero del sol abrasando las baldosas, ¿qué hora es?, sentarse sin com­pa­ñía en el sofá los sábados por la tarde a con­tem­plar los con­cursos gastronómicos de la tele o el show de los Picapiedra, quedarse atónita mirando al techo con el mando a distancia en la mano, distraída, la mente en blanco, durante mucho rato, media hora o más, hablar consigo misma, alguna risita por lo bajo de vez en cuando, ella sola en su comedor, acor­dán­dose de aquello tan divertido que sucedió aquella vez.

–¿Te lo dije o no te lo dije?

–Claro que me lo dijiste. Qué confusión tan cómica aquella.

¿El sentido de la vida? ¿La luz al final del túnel? Uno discurre su vida al lado de figurantes. Caminamos en círculos. Entramos y salimos de quirófanos, con nuestro bordado de sangre en punto de cruz y una canción en los labios. Cierras los ojos y ves un conjunto movedizo de fosfenos amarillos estallando en el interior de tus párpados. El nervio óptico conecta la retina con la bóveda craneal, donde las imágenes se precipitan en una especie de danza subacuática y nutren la vida del espíritu. ¿Y ella? ¿Te observaría a ti alguna vez? ¿Sabría de tu existencia de guionista soltero? ¿Te soñaría, solo en tu apartamento simétrico al suyo, pared con pared, mientras escribes o corriges guiones de fantasía épica para la productora (guerreros, dragones, princesas, elfos, licántropos), despierto o dormido, igual que ahora la estás soñado tú a ella?

Te preguntas con qué moraleja se pueden rematar estas páginas, si ni siquiera recuerdas su cara. Ni tampoco su voz. Ni su figura. Nada, imposible. Por más es­fuerzos que haces, no hay per­so­naje. Ni historia que valga. No hay trama. Ningún giro im­previsto. Ningún arco emo­cional ni epifanía trans­formadora. Su vida no daría ni para el episodio piloto de una miniserie de madrugada. No hay nada, nadie. Un holo­gra­ma mudo. El silencio abovedado de una energía ciega. Una in­te­rro­ga­ción sin respuesta. Tu boca se mueve por voluntad propia sin emitir sonido alguno. Las hileras de letras brotan y desaparecen solas de la pantalla de tu ordenador. Nadie está escribiendo esto.

Odias los finales abiertos.

Era casi nada, todo el rato. Ella. El murmullo de la cisterna al vaciarse, el chirrido de los tenedores al chocar contra el plato de loza, un poco de tos, medio estornudo. Poco más. Su muer­te no ha en­tris­te­cido a nadie, no ha interrumpido nada, no ha ensombrecido –tranquilícese, señor de camisa de selva– el sol del verano. Importa ser feliz, ser des­gra­cia­do, al menos un rato cada día.

La vida no era buena ni mala, era imposible, un jeroglífico hecho todo de semanas, renovación de papeles, alergias, cortes de digestión, razones equivocadas para vivir o morir, muestras de orina, sensatez a destiempo. Pero sobre todo la vida era antihigiénica, Dios nos asista, qué cantidad de gérmenes, cuántas bacterias, polución, cualquier cosa que toques está forrada de porquería, rebosante de mocos y pelo, una ola de inmundicia recubre todo el planeta, de los polos al desierto, cercos de grasa, podredumbre, churretes por todos lados, imposible limpiarlo todo, de nada sirve frotar: nada, que no sale.

Ella. Era morena. Era rubia. O sería una de esas criaturas miopes de las que después alguien comenta:

–Sinnombre no era guapa, porque no era guapa, pero tenía un pelo.

Nunca la co­no­ci­mos. Ni nos interesó co­no­cer­la. Y ahora es tarde. Nos roza­ría­mos con ella por casualidad, al­gu­na vez, su­pon­go que sí, es inevitable al vivir en comunidad, en el instante de entrar o salir de los espejos de acuario del ascensor. Buenos días, buenos días. El pa­ra­guas en la mano, empuñado con diligencia por unas falanges es­tre­chas, la muñeca esquelética emer­gien­do de un puñito de encaje, la boca dramática, el pegote de carmín mal repartido (daban ganas de sacar una torunda de algodón y despintarla), ella no sospecha aún lo que sucederá poco después con su vivienda, con su vida, tirarlo todo a la alcantarilla, mucha repostería sobrante, crema pastelera, tarta de San Marcos, bocaditos de nata, dulces de malvavisco, todo fuera, lejos, roto, más de una semana muerta apestosa y los dos solos en el ascensor, tú y ella, durante un minuto cromado, un tintineo de llaves, tenía un pelo, ha sido la mano de Dios, pasimisí pasimisá, parece que va a llover, el tiempo se ha vuelto loco de repente, ya no sabe una ni qué ponerse para atinar, desde luego, diga usted que sí. Las pestañas bajas, por timidez y decoro social. Esa brizna final de coquetería, mientras cae el telón, que es lo último que pierde la calavera humana antes de instalarse en el columbario.

No hay mucho más que aña­dir. Solo cabe rendirse ante la ma­te­ria­li­dad de los hechos, a su carnalidad cruda. Es locura pre­ten­der que algún día la hu­ma­ni­dad se sacuda de encima la in­diferencia, igual que el león su melena.

No.

De madrugada, la voz de nuestro anfitrión se elevará alegre sobre el estruendo festivo y los vasos de cartón volcados:

–¿Alguien quiere más muerte? Queda más muerte en la cocina. En el frigorífico, en las bandejas. Id y serviros, si queréis. Con toda confianza. Tenemos muerte de sobra.

Si nada lo impide, el bo­chor­no remitirá poco a poco y nos concederá una tregua. No tardarán mucho en acortarse los días y en alargarse las sombras. Aparecerá una nube oscura en el ho­ri­zonte. Dos nubes. Se apagará el oro de los insectos.

–¿Te marchas ya? ¿Qué prisa tienes? Si te quedas un poco más te presentaré a De Michelis. Está deseando conocerte.

En algún lugar se celebrará una fiesta y tú no habrás sido invitado. En algún lugar alguien bailará, festejará un empleo o su despedida de soltero, sonará un timbrazo a deshoras. La hierba de los días será segada bajo tus pies. Con toda probabilidad llegará septiembre, calzado con sus botas manchadas de matar animales lentos. Luego llegará octubre con su olor incestuoso de dinero manoseado y muestrario de guantes. Llegará noviembre, y será una puerta abierta al misterio del océano, plateado de redes de pesca. Llegará diciembre y será una partida de ajedrez disputada en un gimnasio. A lo lejos despuntará enero como una cabina telefónica en el medio del desierto.

Escrito en Lecturas Turia por Eloy Tizón

Donde habite el olvido

22 de mayo de 2018 10:03:15 CEST

Mi madre decía que la novela que más le gustaba era una que daban por la dos, todos los días, después de comer. Iba de un rey con muy mal carácter (muy levantisco, decía ella), que recorría sus posesiones sembrando maldades a diestro y siniestro y asesinando a todos sus enemigos. Estaba casado con muchas mujeres, aunque no hacía caso a ninguna nada más que para Eso, con mayúsculas (aquí mi madre me miraba cómplice, y yo no podía evitar bajar los ojos, como cuando era pequeño),  y el resultado era que estaba cargado de hijos que se le iban de casa enseguida. El rey era africano, pero no negro, (esto parecía importarle mucho) y tenía un pelazo igualito, igualito al de tu padre cuando era joven.

Yo la escuchaba como siempre, pensando en otras cosas, con la cabeza fuera de ese salón pequeño, invadido de muebles, medicinas y fotos y presidido por una televisión prehistórica. Parecía mentira que allí hubiéramos pasado tardes enteras los cinco hermanos.

Como yo seguía soltero, era el que más iba a verla, y el que mantenía un poco el orden, por eso cuando mi madre murió por una complicación de la anestesia durante la operación de cataratas, me tocó a mí abrir armarios y vaciar cajones antes de poner la casa en venta.

Mi madre guardaba todo: nuestros boletines de notas, estampas de la Virgen, recortes de periódicos donde aparecían fotos de gente que se nos parecía mucho, facturas, recibos...Agobiado, pedí ayuda a mis hermanos y acordamos quedar después de comer para repartir todo y tirar lo que no sirviera.

No recuerdo quién de ellos apretó el botón del mando a distancia ni quién apuntó que a esa hora daban la novela que a ella le gustaba tanto. Solo sé que acabamos sentados en el viejo sofá, como antes, y dejamos que una tristeza empañada de perplejidad fuera ganando espacio al cansancio, mientras contemplábamos las primeras imágenes.

Cuando empezaron los anuncios, la pequeña llevaba llorando hacía más de diez minutos, el mayor tenía  los puños apretados, en un gesto que tanto podía ser de ira como de remordimiento,  y los otros dos miraban fascinados la pantalla como si hubieran sido testigos de una súbita revelación.

Solo yo permanecía sereno, tal vez porque era el que más visitaba a mamá, si no el único, el que conocía sus manías, sus despistes, su discurso repetitivo y sin sentido que solo se interrumpía para preguntar por los nietos.

Solo yo había sido destinatario de sus confidencias, de su pérdida paulatina de visión, solo yo, en definitiva podía no avergonzarme y sobre todo no extrañarme de que mamá tuviera toda la razón del mundo. Su novela daba cien mil vueltas a cualquier libro que yo hubiera leído. Tenía sangre, pasión, muerte, persecuciones y vida más allá de lo imaginable.

Pero hacía falta tener sus ojos para comprender que en la dos, después de comer, un rey africano, pero no negro, devoraba a sus enemigos y tenía un pelazo, igualito, igualito  al de mi padre cuando era joven.  Y vivía más allá de la soledad y la pérdida, en los lejanos desiertos del Serengueti, donde habita el olvido y crece como hiedra la inapelable crueldad de la desmemoria.

 

PRONOMBRES INTERROGATIVOS

 

Nuestra primera vez fue un fracaso. Tú no sabías dónde ni yo cómo, así que nos entró la risa y nos fuimos cada uno por su lado sin saber por qué.

Con el tiempo y mucha práctica, ya solo tenías que enarcar las cejas preguntando cuándo,  para que a mí dejara de preocuparme quién.

Pero como siempre, después de las preguntas, empezaron a bombardearnos las respuestas, los relativos, los posesivos o lo numeral. Y lo tuyo y lo mío, ella y él, este o aquella, alguno, poco, mucho o demasiado cayeron sobre nosotros con sus letras picudas.

Cuando ya no quedó nadie ni nada, volvimos a mirarnos, más aturdidos que excitados, y  tú dijiste venga, y yo dije, vamos, y todo volvió a conjugarse de nuevo.

Así estamos desde entonces, entregados el uno al otro (por y para, no obstante y sin, sobre y tras) escondiéndonos de la norma en los quicios oxidados de la puta gramática. 

 

 

TWITTER TUUS

 

Como no sabía a quién seguir, pedí una solicitud de amistad al Papa. Me respondió él mismo, en persona, supongo que desde  el  ordenador que está en ese salón con vistas impresionantes a la plaza de San Pedro, donde vive, y me dijo que me aceptaba encantado. Animado por tan buen principio, comencé a leer su twitter a todas horas. Menudo tío. Vaya frases, vaya estilo, aunque a veces no entendía mucho, porque escribía así, como antiguo. Algunas cosas me sonaban de cuando pequeño, lo de amaos los unos a los  otros, y lo de honrarás a tu padre y a tu madre, por ejemplo, pero quién no se repite. No había día que no escribiera un pensamiento magnífico, y sin pasarse de caracteres. La vanidad no solo nos aleja de Dios, sino que nos hace ridículos. O la corrupción es el cáncer de la sociedad. Toma castaña. Con sus puntos, sus comas, sus mayúsculas. Un tío. A fuerza de seguirle de la mañana a la noche, me hice amigo suyo, pero de los de verdad, de los de retuitear y compartir, y dar al me gusta como loco. No había foto que subiera en que yo no pusiera algún comentario. Que luego dijeran que si estaban subidos de tono, ahí ya no entro. Que si bloqueé la cuenta con mis mensajes y no debía haber enviado todas mis fotos, eso es ya otra cosa. Para pesados ellos, y para mentirosos. Ahora resulta que no era el papa el que escribía los mensajes, sino una monja de clausura al cargo de las redes sociales. Una monja. Y encima negra, imagino, para más inri. O aceitunada, o vete tú a saber de qué país extraño de esos que aún no hemos evangelizado. Así que he dejado de seguirle. Qué desengaño; pero la mancha de una mora con otra mora se quita. Ahora he pedido amistad a otro tío. Es mucho más joven, más guapo y desde luego mucho más moderno que el Papa. Al menos eso parece en las fotos. Se llama Che Guevara y escribe unas frases magníficas. Prefiero morir de pie a vivir arrodillado, dice el tío. Aún no me ha contestado, pero no creo que tarde en hacerlo.

 

 

 

HIPÓLITA

 

Vuelven a dejarlos debajo de sus camas, con mimo, también con un poco de miedo, como si fueran fragmentos de cristal. No os fiéis, dice la reina, no son tan frágiles. Si no estuvieran atados, se comportarían como los demás. Todas obedecen, salvo la pequeña, a la que la sacerdotisa cortará un pecho mañana, para que pueda apoyar mejor el arco. Es la ceremonia que todas están esperando desde niñas. Ella, no. Ella aguarda impaciente que él se desate y salga de debajo de su cama para cumplir su promesa. Artemisa no puede castigar un amor así.

En la penumbra, Hipólita reza para que esta vez nazca una niña. Ya llevan muchas lunas tirando material defectuoso.

 

DON JUAN

 

Y ha habido años en que don Juan se levanta y se lleva un susto de muerte, con tanto imbécil suelto y tanta calabaza y máscara de plástico (los primeras veces pensó que eran reales) y ya no le quedan ganas ni de cenas ni de corregidores ni de apartadas orillas siquiera, y sin pasarse por la hostería del laurel, y esquivando vómitos y botellones, se vuelve pian pianito a su tumba, maldiciendo este siglo que se le está haciendo tan largo.

 

TARDES DE NOVIEMBRE

 

Castilla en noviembre da para lo que da, un curso de dibujo en la sala heladora de la casa de cultura, con las mismas compañeras del curso de repostería y corte y confección, y casi iguales que las del taller literario. A este vamos menos, será porque la chiquita (siempre son chiquitas) que viene de la capital cada tarde y se vuelve por la noche rodeada de niebla, se empeña en que escribamos lo que ella dice y no nos deja leer las poesías tan bonitas que tenemos ya escritas, y que tienen tanto éxito en las fiestas de la Virgen, en ese mes de agosto que queda aún tan lejos. Yo creo que se va cada día más desanimada, pobrecita, entre tanto viejo y tanto romance que le debe de sonar a chino. Empeño le pone, eso sí, y cada miércoles (el  año  pasado fue los jueves) viene cargada de fotocopias y nos hace leer, como en la escuela, y levantamos tanta algarabía que alguna vez nos manda callar don Francisco, el párroco, que está en la sala de al lado, con los restauradores que también vienen solo un día a la semana. A las de pintura nos tiene dicho que pasemos a echar una mano, que hay un cuadro pequeñito que bien podríamos ir restaurando nosotras. No sé. Ya veremos.

Castilla en noviembre da para lo que da. Un paseo muy corto para bajar los dulces de los santos antes de la visita de la médica, que viene siempre a echarnos la bronca, una vez por semana. A ver qué paseo quiere si aquí enseguida se echa la tarde encima y la noche ni te cuento. También da para quedarse en casa, tras los visillos, arropada con la falda del brasero y ver una novela tras otra, eso si no ha nevado arriba, y no se va la luz, lo que sucede a menudo.  Entonces te puede dar por pensar y eso es malo. Estarse mano sobre mano es pasto para el demonio. Lo mejor es entretenerse como sea, alargar las tareas. Irse cada dos por tres a la tienda como si se te hubiera olvidado algo, un pimiento verde, dos tomates, una lata para la cena...poner un puchero en el fuego, apuntarse a todo lo de la casa de la cultura, ir renqueando a la consulta, dejar pasar las horas.

Si no, te da por los malos pensamientos y es un no parar. Un runrún que se te mete dentro y ya no puedes pensar con calma. En noviembre, por las tardes, te dan ganas no sé, de comerte dos bolsas de floretas, tres huesillos de un golpe, mojados en café, prender fuego a la iglesia, matar a la médica, pintarrajear el retablo, acabar con el marido o la vecina como se hace con los conejos, de un golpe seco y certero.

Pero enseguida llega diciembre. Y adornamos la casa de cultura, y el de dibujo nos manda colorear postales de Navidad, y en manualidades ya vamos por el tercer nacimiento y hasta la del taller literario nos deja recitar esos versos tan bonitos al niño Jesús que nos gustan tanto. Incluso la médica baja la guardia y hace la vista gorda con los turrones.

Diciembre es otra cosa, sí. Vienen los nietos, los hijos, los vecinos que se fueron. La casa se llena de risas y ya no escucho las voces. A lo mejor tienen que ver las pastillas que me tomo. O a lo mejor es que ya nadie pregunta por él y por la zorra de la vecina, tan a gusto los dos en la capital, desde que los pillé en la cama. Al menos eso dicen, porque por aquí no hemos vuelto a ver a ninguno de ellos. Ni falta que hace.

Mientras tanto, es noviembre y Castilla da para lo que da. La falta de luz y el cambio de hora nos afectan mucho, pero no hay que quedarse en casa. Fuera hace mucho frío, pero dentro, sobre todo si se va la luz y no se puede ver la novela, ellos dos empiezan a hablar bajito y a echarme en cara que no los haya enterrado. Se quejan, pobres. Como si la culpa fuera mía y no de ellos, que no supieron entretenerse como dios manda. Mira yo, que para no oírlos, me como dos o tres huesos de santo, y me voy donde la casa de cultura a dibujar o a escribir, según toque. Dentro de nada llegará San Andrés y dejaré de escucharlos pero ahora es noviembre, y  habrá que pasarlo como sea.

 

PALOS DE CIEGO

 

Les hace el lazo con cuidado, para no equivocarse. Siempre han sido muy puntillosas las gemelas. Y muy habladoras. Nunca han sabido guardar un secreto. Con lo fácil que hubiera sido quedarse calladitas y no andar hablando de sus manos de ciego. Sus lazarillos, las llamaba, cuando aún dejaban que se apoyara en ellas para bajar las escaleras. Siguen oliendo bien a pesar de la sangre. Ha sido una pena acabar así. Las gemelas. Tan dulces. Las niñas de sus ojos.

 

FILLING GAPS

 

Se apuntó a la escuela de idiomas para ligar, con la nada secreta esperanza de acabar en la cama de alguna de las esbeltas profesoras de inglés que pasaban como muchachas en flor, dejando un rastro de algo parecido a la modernidad en la húmeda ciudad provinciana. Del inglés, pasó al francés y de este, al italiano, cosechando al mismo tiempo éxitos académicos y fracasos amorosos, sin rendirse jamás. Cuando estaba a punto de terminar alemán y portugués (la profesora de alemán era una valquiria contundente repleta de promesas que no se cumplieron nunca), le llamaron del rectorado para ofrecerle la secretaría de relaciones internacionales,  y él aceptó. Esa noche soñó con mil estudiantes rubias que acudían ruborizadas a pedir su ayuda y se despertó embriagado de sudor y posibilidades. Como era muy buen gestor y no molestaba mucho, fue escalando posiciones de forma inversamente proporcional a sus conquistas. Un año se convirtió en vicerrector, y al siguiente le llamaron del ministerio para que se encargara de las becas europeas, hasta que, tras varios ascensos, acabó presidiendo algún organismo importante en Bruselas, cumpliendo treinta años de casado, y convertido en padre de tres universitarios magníficos. 

Y entonces, una mañana de invierno, mientras contemplaba desde el inmenso ventanal de su cálido despacho el trasiego de jóvenes y rubias estudiantes, recordó aquellos días de la escuela de idiomas, la dificultad de los verbos irregulares, la reading comprehension, los filling gaps, los casos, el vocabulario,  las cañas de después, las dulces italianas, las elegantes francesas, la portuguesa casi tan alta como él, la alemana rubicunda y turgente, la lituana de cola de caballo, la ucraniana, la juventud, los escarceos, la vuelta siempre solo a su helado piso de estudiante y al somier hundido y sórdido ... y suspirando, pensó que si comparaba sus aspiraciones de entonces con los logros de ahora, no tenía  más remedio que aceptar que su vida había sido y era un auténtico fracaso.

 

EL CUERPO DE CRISTO

 

Besa con cuidado la que le corresponde y otras dos más, por si acaso. Se sabe de memoria el orden de la fila, pero aun así, puede haber imprevistos. Luego vuelve a dejarlas en el sagrario, sin olvidar santiguarse. Aún no ha amanecido y ya ha cometido su primer pecado. Dios sabrá perdonarla. Él fue quien la dejó viuda, y quien envió al  pueblo a Don Antonio, el nuevo cura, tan joven. Quizá sus designios sean inescrutables, pero no hay nada malo en allanar el camino, en hacer que él sienta la pasión de su boca, cada vez que se lleve una hostia a los labios, el cuerpo de Cristo, Amén.

 

ANUNCIOS

 


No me gustan los anuncios caducados. Alguien debería arrancarlos, despegarlos de las marquesinas y farolas, exterminarlos como si fueran una plaga. Campamento de verano, piscina, actividades infantiles, diversión para todos, tf. 654789087, dice uno en esta mañana helada que cubre de vaho la parada del autobús (ahora no podemos tener niños, no tenemos tiempo ni dinero). U2 en concierto. Semana Santa en Sevilla, tf. 653457876 (dónde vamos a ir nosotros que estemos mejor que en casa). El frío se cuela por mis zapatos y sube sin encontrar obstáculos hasta los cristales empañados de mis gafas. Residencia geriátrica, El jardín del mayor. Petanca, gimnasio, atención familiar. tf. 678978745. (No podemos quedarnos con tu madre. Solo nos faltaba eso). Gabinete psicológico. Terapia de parejas. Solución garantizada. tf. 643567876.

Se busca piso en la playa. Pequeño, una habitación. No importan vistas.

Debajo mi teléfono brilla como la luz de un faro en esta mañana de niebla.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Pilar Galán Rodríguez

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