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Configurar sentido descendente

Guadianescas

3 de septiembre de 2018 10:17:11 CEST

Pasado el tiempo, la herencia de muchos no es más que un tenebroso legado de detritos y cenizas.

 

 

Yo no iría tan lejos, acostumbra a decir quien nunca se ha movido del asiento.

 

 

En más ocasiones de las que quisiéramos el poema llega, nos mira… y se va.

 

 

Se echó las manos a la cabeza… y sus palmas se entrechocaron en el intento.

 

 

Para dogmáticos, los dioses, que jamás han dado su brazo a torcer.

 

 

El cobarde siempre busca algún necio al que poder traicionar.

 

 

Puede que quien siempre calla no esté otorgando nada sino que sea mudo.

 

 

La casi insoportable intimidación de algunos recuerdos.

 

 

Cuidado con ella: el horror del holocausto también fue en un momento de inspiración.

 

 

La patria, esa barriga voraz de sus hijos nunca satisfecha.

 

 

Al igual que el porche pertenece a la casa, la antesala del horror también es parte del horror.

 

 

El lugar del crimen es todo el mundo.

 

 

La libertad, ese espinoso asunto sepultado en la carpeta, cada vez más abultada, de temas por resolver.

 

 

¡Pobrecitas mis palabras, tener que soportar un día tras otro a un tipo como yo!

 

 

Me carcome la impaciencia por saber qué viejo error cometeré hoy de nuevo.

 

 

¿Cuándo fue que nos abandonó la bondad?

 

 

De vez en cuando me impongo tareas inaplazables que incumplo escrupulosamente.

 

 

Cuando me doy la razón es que no estoy en mis cabales.

 

 

Presumía de modesto.

 

 

Mientras el mundo no cambie, me declaro apátrida de todos los lugares y misántropo de casi todos sus habitantes.

 

 

La vida, la poesía: dos asuntos de lo más inseguro.

 

 

En verdad, en verdad os digo que el que la gula, la lujuria y la pereza se cuenten entre los pecados capitales no deja de parecerme una exageración.

 

 

Hay amaneceres que deberían pensárselo dos veces.

 

 

No me parece tarea menor causar desazón y desánimo en canallas y bribones.

 

 

Inútil como espejo de ciego.

 

 

El peligro de estar en boca de alguien es que o te tragan o te escupen.

 

 

De vez en cuando tenemos que librar batallas que sabemos perdidas de antemano.

 

 

Saber lo que hay que leer por haber leído.

 

 

Con la excusa de vivir no paramos de matar.

 

 

Viajas a tu interior y, nada más llegar, te dan ganas de salir huyendo.

 

 

Ante, contra, frente a lo prosaico de surtir efecto, lo poético de surtir de afectos.

 

 

El único beneficio que he conseguido sacar en claro es el de la duda.

 

Escrito en Lecturas Turia por Elías Moro

Años 1998-2000. Notas para una novela futura

3 de septiembre de 2018 09:24:18 CEST

 

       Parece como si la poesía hubiera tenido que pasar por todos los infiernos del arte por el arte, antes de acometer la suprema tarea de someter todo esteticismo a la primacía de lo ético. Hermann Broch.

 

           De El Idiota, de Dostoievski: pudiera ser que tampoco la inteligencia fuera lo principal. No te rías, Aglaya, que no me contradigo: el burro con corazón y sin inteligencia es un burro tan desdichado como el burro con inteligencia y sin corazón. Es una gran verdad. Yo soy una burra con corazón y sin inteligencia, y tú eres una burra con inteligencia pero sin corazón: las dos sufrimos.

 

          El dolor se expresa mediante símbolos, no se expresa directamente, no vemos, tocamos o sentimos el dolor ajeno. Vemos los símbolos que de él emanan: las lágrimas, el gesto torturado del rostro; oímos los gritos, pero no sentimos el dolor que roe en silencio a una persona, que no puede pasarnos ni siquiera una pequeña parte de su carga para que la ayudemos a llevarla.

 

          Lo realmente desconocido no atrae, lo que atrae es lo intuido. Se siente atraído por algo quien intuye una nueva parcela de realidad y tiene que darle expresión para que salga a la luz. Tanto en el arte como en la ciencia, el problema se reduce a crear nuevos vocablos que nos adentren en el bosque de la realidad. Aquel que persigue buscar para el arte exclusivamente nuevas formas sin tener eso en cuenta, crea sensaciones pero no arte.

 

          El artista medieval servía a Dios si hacía un buen trabajo; su problema, al pintar un retablo, al tallarlo, al ajustar las piezas, no era Dios: era distribuir los colores, los espacios, las figuras humanas, los animales, los paisajes del cuadro o las figuras del retablo; que se sostuviera bien el andamiaje, que estuvieran bien encajadas predelas o polseras. Incluso la Iglesia desconfiaba de un artista que ligara de manera excesivamente directa su arte a Dios. Eso no era asunto suyo.

 

         Podemos perdonarlo todo, mientras no veamos a las víctimas, ¿todavía no has aprendido eso?

 

        De Musil (Diarios):

        Se refiere al Hume del Tratado de la Naturaleza Humana: Las discusiones se multiplican con el mismo ardor que si todo fuera cierto. En medio de esa furia, no es la razón la que obtiene la victoria, sino la elocuencia. Triunfan las hipótesis más audaces, con tal de que el orador posea la habilidad suficiente para presentarlas bajo una luz favorable. La victoria no la alcanzan los que llevan las armas, las espadas y picas, sino los trompetas, tambores y músicos del ejército.

 

27 de enero de 2000

          Vuelta al Decamerón. Nunca me había animado a leerlo en italiano. Lo hago ahora, y me sorprende la viveza de la lengua, que tan bien plasma la  melancolía por el tiempo ido, el perfume de las hermosas rosas de antaño, esas primeras páginas impregnadas por la tristeza de un mundo que se llevó la peste; en los cuentos, la socarrona y aguda mirada que con tanta frecuencia se encuentra entre los habitantes de las orillas del Mediterráneo y enseguida reconocemos: Petronio, Juvenal, Marcial, Martorell, el Fellini de Amarcord: una película que siempre que la veo sigue haciéndome hace reír y llorar.

          Al empezar a leer el libro, me sorprende, sobre todo, la potencia con la que Boccaccio describe los efectos de la terrible peste negra de 1348, tan cercana mientras escribía el libro. En mis lecturas anteriores nunca había introducido más que como rumor de fondo esa circunstancia que, en realidad, está en el cogollo del libro: la desolación de Boccaccio por los sufrimientos, por el horror de que ha sido testigo, es la espoleta que pone en marcha la gozosa narración. El texto surge de un impulso que hoy nos parece tremendamente moderno: la escritura combate el miedo y la angustia por sus pérdidas irreparables. Hay una sensación de inminencia en el libro, una proximidad casi escandalosa entre el mal y su curación: escrito por alguien que ha sobrevivido, su humor tiene algo de pascua gozosa; de resurrección. Una escritura desde el más allá, la mirada de alguien que, por mero azar, se ha salvado y se siente con fuerzas para levantarse sobre tanto cadáver, para entender que vivir es seguir contándole la vida a alguien, transmitir, y sobreponerse a esa deformación que han dejado en la mirada la acumulación de horror y dolor, y tantas cosas indeseables como se han visto y sufrido. Ajustar de nuevo la lente y ponerla en el tiempo anterior, en la edad dorada en la que se recogían los frutos de los árboles y la carne era lugar de acogida, refugio cálido (no podredumbre que se arroja a las fosas), y por encima de la tapia se escuchaban las risas en el huerto de los vecinos. Pero escribo estas líneas con rabia, porque el libro tiene una llaneza y una agilidad para captar la vida de las que carecen las palabras que voy escribiendo. Y es que -ya lo he dicho- la escritura, en Boccaccio, es consuelo, medicina, resurrección (todo se hundía mientras él estaba escribiendo: la palabra como esos flotadores de corcho que nos ponían a los niños en torno al pecho para que aprendiéramos a nadar). El Decamerón es de esos libros que te hacen pensar en ciertas figuritas chinas desteñidas, o ciertas verduras secas, que, en contacto con el agua, recuperan su color y su volumen. Cuando el mundo parece abandonado por los dioses, cuando el hombre parece a punto de desaparecer del reino de los seres vivos, Boccaccio nos abre su libro para que la fiesta continúe, para que no se pierda la alegría acumulada durante tantos milenios, belleza que estalla entre lo más sórdido, flor de estiércol. ¿Cómo podremos agradecérselo bastante?       

 

 

(Después de una lectura de Lukacs):

         La mera elección entre lenguaje visual y lenguaje escrito implica ya una pertinencia ideológica. Y nos lo parece especialmente hoy, porque el lenguaje televisivo ha adquirido una forma sintética, cortante, que no soporta la digresión, y cuyo modelo más perfecto sería el videoclip, triunfo de la ilusión óptica frente a la reflexión. Es la diferencia que existe entre labrar un terreno o bombardearlo. En ambos casos se remueve la tierra, pero de manera distinta. Confieso que tengo dificultades para ver muchos de los reportajes actuales: la cámara corretea, salta, las imágenes se entrecortan. Si es un reportaje de viajes, tengo la impresión de que no alcanzo a ver lo que me interesaría, los paisajes, los monumentos, los espacios urbanos; mostrar todo eso, hoy día, resulta reaccionario, anticuado, así que uno acaba viendo pedazos de muro, caras a las que ni siquiera se deja pronunciar dos frases seguidas, luces, semáforos y pasos de peatones, palmeras desenfocadas si es algo tropical… un guirigay. Echo de menos los viejos reportajes con planos largos y personajes que describen pausadamente las cosas o cuentan la historia de lo que estás viendo. Sigo necesitando saber, más que me toquen los nervios

 

 

Beniarbeig. Verano del 2000

          Leo a Chateaubriand: Memoires d’outre-tombe y, a continuación, Dostoievski: Los Hermanos Karamazov. Tomo infinidad de notas de ambos libros: me gusta guardar en los cuadernos páginas enteras de los libros que me interesan, copiar párrafos y párrafos con mi letra: yo creo que lo que me gustaría en realidad sería haberlos escrito yo.

 

          Apuntes para un artículo sobre concomitancias entre las escrituras de Lucrecio, Fernando de Rojas y Galdós: mundos sin alma, abandonados por los dioses, pero poblados por brujos que agitan sus sombras.

 

 

13 de marzo de 2005

 

           En la primera salida de Don Quijote, Cervantes no tiene piedad ninguna con su personaje: lo desprecia, casi diría que lo odia, un tipo estúpido que no se entera de nada de cuanto ocurre a su alrededor; a quien sólo la mezcla de humor y prudencia del ventero salva de un linchamiento, y cuyas únicas acciones son descalabrar a dos pobres arrieros y conseguirle una paliza suplementaria a un muchacho. El desprecio de Cervantes se resume en la frase con la que cierra la escena entre joven gañán golpeado y labrador rico, y que yo creo que resume qué es lo que Don Quijote ha conseguido con su acción: “él (el muchacho) se quedó llorando y su amo se partió riendo”. Nunca, en anteriores ocasiones en que lo había leído, me había dado tanta sensación de desprecio del autor hacia su personaje: un narrador agrio, malhumorado con su protagonista al que considera peligroso payaso, un ser inútil y dañino para su entorno, y, además, un engreído. La literatura (las novelas de caballería cuyos párrafos imagina en las descripciones) sale tremendamente mal parada, y frente a ella, el autor finge contar al margen, en una rara oralidad que rebaja las cosas de nivel, las pone a ras de suelo, las despoja de cualquier fascinación, las descarga, les quita los coturnos. Otra cosa es que luego, en las siguientes excursiones, se enamore cada vez más de don Quijote, y el personaje se le vaya escapando, tomando vida propia. En la primera salida, lo que viene a contar la novela es la sucesión de desastres que puede llegar a cometer quien mira el mundo a través de los libros fantásticos. Más bien parece una venganza  contra la literatura y contra quienes la sacralizan. Y claro que es una venganza contra la literatura, como cualquier buena novela que se precie. No hay gran literatura que no se haya escrito contra la literatura.

 

 

10 de mayo de 2006          

 

          Esta mañana, mientras me duchaba, he escuchado por la radio que el actual Conseller de Interior de la Generalitat catalana estuvo acusado de poner dos bombas, o más bien dos petardos, hace unos años. La vida se empeña en repetir los esquemas que le regala la literatura: el exagitador de La educación sentimental convertido en ministro del interior; el ministro del interior que fue poeta frecuentador de la bohemia en Luces de bohemia;  Vautrin, el gran criminal de las novelas de Balzac, convertido en jefe de la policía. En la charla de hoy, les hablaba a los alumnos de la Autónoma de la permanente disyuntiva de la literatura: ayudar a levantar el retablo de las maravillas, que encandila; o intentar echarlo abajo: la disyuntiva de toda la cultura. Nos bastaría De rerum natura como instrumento para trabajar en la tarea de demolición, claro que también nos basta un taparrabos para cubrirnos. Hay que ponerse al día, seguir las modas. El retablo renueva sus muñecos. Ahora es otra cosa, nos dice el titeretero. Voy a contaros otra historia, pero seguid atentos. La literatura, tela de Penélope, fer i desfer treball de dimonis: hacer y deshacer trabajo de diablos, dicen en valenciano. Hace algunos años, en un encuentro con un anarquista con quien mucho tiempo antes había compartido celda en la cárcel de Carabanchel, se me ocurrió hacer un chiste sobre el vicepresidente del gobierno (Alfonso Guerra). En vez de reírse como yo esperaba, se levantó de un salto (charlábamos en un café), y se alejó precipitadamente. Movía los brazos, hacía aspavientos, daba voces. Un tercero que nos acompañaba a la mesa me explicó que aquel anarquista rebelde que yo había conocido ahora era un alto cargo de prisiones y admirador entregado del vicepresidente de quien yo me había permitido hacer un chiste; años más tarde, volví a encontrármelo y durante todo el tiempo estuvo explicándome su segura posición, su garantía hasta la hora final, gracias a que se había convertido en funcionario del grado superior (no sé si el treinta, el cuarenta y tres o el cincuenta y ocho, de eso no entiendo) en el Ministerio de Agricultura, una plaza conseguida por influencias políticas y no por oposición o por méritos profesionales. Me hablaba con orgullo, marcando la distancia que nos separaba (yo era un modestísimo periodista). La vida sigue sin apartarse ni un ápice del guión marcado hace muchos siglos. La literatura nos lo ha ido contando en cada  época. Cada hornada de jóvenes que llega a escena cree representar una nueva obra cuando resulta que repite viejísimos papeles. 

 

El mismo mes de mayo… 

 

           Por cierto, el adulterio dannunziano en Il piazzere, su primera novela, es la comunicación secreta entre dos seres privilegiados que participan de la energía del espíritu, la gran cultura (dos cacharrerías de libros y objetos unidas). En estas novelas de adulterio, el marido es, la mayor parte de las veces, sólo pesado cuerpo, materia: cuerpo y dinero (lo indeseable), y el dinero es una pesada emanación corporal (una especie de sudor), que (en la dicotomía que propone esa estética), aleja del espíritu y condena al disfrute de placeres groseros. El marido grosero, monetario, del que hay que liberar a la mujer sensible es un tópico que recorre la literatura fin de siglo, la italiana, pero también la francesa y la española, el adulterio como forma de refinamiento lo encontramos mucho en nuestro Blasco Ibáñez (ya, pero el refinado en el fondo pide carne: muchos velos, malvas y rosas, pero, al final, su ración de carne). Andrea, el protagonista de la novela de D’Annunzio, tras su primer encuentro con la deseada Elena, descubre que se esfuma el velo del misterio, y, por lo tanto, que lo suyo non aveva piu nulla di comune con l’Amore. El motivo de ese desprecio es que ha descubierto que, si ella lo abandonó tras el primer encuentro, fue porque sufría apuros económicos, y se vio obligada –o eligió- a casarse con un hombre rico. Andrea no puede soportar eso, lo más degradante, un matrimonio utile. El súmmum de la vulgaridad. Él, que –como dice el narrador- tanto ha engañado, no soporta el engaño de ella porque lo hace por mezquindad, por cálculo. Maldito dinero. Elena ya no forma parte del modelo, puede ser tratada de cualquier manera: a él ya no le importa que ella sea impura, sólo carnalidad una lascivia interamente carnale comme una libidine bassa.                                                    

                        Mientras leo la novela de D’Annunzio me acuerdo de las palabras de Eça de Queiroz en la introducción que puso a sus divertidísimas Farpas (banderillas) recopiladas bajo el título Una campaña alegre. Caricaturiza así la novela portuguesa de su época empeñada en mostrar perversos adulterios: Julia, pálida, casada con Antonio, gordo, tira las cadenas conyugales a la cabeza del marido y se desmaya líricamente en brazos de Arturo, desgreñado y macilento. Para mayor emoción del lector sensible y para disculpa de la esposa infiel, Antonio trabaja, lo cual es una vergüenza burguesa, y Arturo es un vago, lo cual representa una gloria romántica. Es el modelo al que se acoge D’Annunzio  –mujer delicada, casada con robusto e insensible burgués-, una plaga que minará la narrativa europea de fines del XIX (las Farpas son de los noventa, y las escribe a partir del 70; la novela de D’Annunzio aparece en el 89). En la narrativa española abundan los ejemplos.  A Galdós, en cambio, le gustan esos burgueses sanguíneos y los pone a  luchar contra la palidez cerúlea del viejo régimen y su ñoñería de culo apretado. Agustín Caballero, el personaje de Tormento, es buena muestra de esos personajes positivos. Tienen la energía del progreso, el ímpetu de la turbina, de la máquina de vapor.  

 

 

 

 

19 de enero de 2007

 

Pan, de Knut Hamsun: la leí de joven, cuando tenía quince o dieciséis años. Recordaba un ambiente asfixiante, extraño, la presencia del bosque y un tono panteísta que la unió en el almacén de mis imaginarios a los poemas de Whitman que conocí algún tiempo después. Vuelta a leer hoy, pasados casi cincuenta años, me la encuentro rejuvenecida. Hamsun, que fue muy popular, tuvo escaso prestigio entre los jóvenes universitarios de mi generación, seguramente porque habíamos leído en alguna parte que fue colaboracionista, o directamente nazi. Asociamos su militancia con una literatura desfasada, vieja. Ahora descubro a un escritor en línea con las tendencias nihilistas de su tiempo y que conecta muy bien con ciertos rasgos actuales: novela de un yo sufriente, de un héroe torturado, incapaz de contactar con el mundo que lo rodea y destruye sus posibilidades. En realidad –según descubrimos en la carta final que escribe alguien que lo conoció- fue un hombre dotado de cualidades, seductor. El propio yo se encarga de distorsionar la imagen de sí mismo: el demonio de dentro lo arrastra a destruirse al tiempo que destruye su entorno. Incapaz de amar, pero furioso buscador del amor, ni siquiera la comunión con la naturaleza –a la que dice aspirar- le proporciona un bálsamo a su intimidad herida. Su desazón nos lleva a pensar en Dostoievski, en Kafka, en Drieu, en Camus y tutti quanti. Creo que alguien como Vila Matas se sentirá fascinado por un libro tan rabiosamente moderno como éste. A mí me toca constatar una vez más la capacidad que tienen las novelas para remozarse: a Hamsun lo abandonamos hace medio siglo por viejo, y hoy nos fastidia por demasiado moderno. Como el personaje que la protagoniza, la novela de Hamsun parece no encontrar su sitio: es un libro incómodo, esquinado, precursor de un malestar que, cuando fue escrito, aún se anunciaba como una sombra en el horizonte. Nos fascina la cualidad del clima que construye, peculiar textura que parece traernos el alma nórdica, espacio entre psicológico y geográfico o meteorológico, que se resuelve en sensibilidad herida a su (peculiar) manera. Se me viene a la cabeza una reflexión de Jünger que he leído días atrás en sus memorias, y en la que viene a decir algo así como que el sur (el mundo solar) facilita la relación del hombre con el tiempo. Hay una radical soledad en los seres sufrientes que nos llegan del norte, traídos por el pintor Münch, el cineasta Bergman, el dramaturgo Strindberg. Pienso ahora en todas esas torturadas figuras que, en el gran parque de Oslo, levantó el escultor Vigeland. Como diría la Gaite: son seres que, cuando se comunican entre sí, da la impresión de que lo hacen por frotamiento y no por ósmosis.                       

 

Escrito en Lecturas Turia por Rafael Chirbes

La deshumanización

3 de septiembre de 2018 08:50:55 CEST

Me dijeron que la habían plantado. Que volvería a nacer, igual que una semilla arrojada a aquel pedazo de tierra tan a resguardo. La muerte de los niños es así, dijo mi madre. Mi padre, sublevado, pensaba que hubiera sido mejor haberla echado a la boca de dios. Cuando comenzó a llover, nuestra gente se apartó a los lados, y vi cómo él se quedaba aún allí solo. Pensé que iba a excavarlo todo de nuevo con sus propias manos y que iría montaña arriba hasta la fosa aciaga, cargando con el cuerpo apagado de mi hermana.

Éramos gemelas. Niñas espejo. Todo a mi alrededor quedó partido por la mitad con su muerte.

Aquella noche al acostarme sentí el lento hormigueo de la tierra en la piel y la humedad inundándolo todo. Comencé a oír el ruido en sordina de los pasos de las ovejas. Así fue como lo expliqué, asustada. Me dijeron que tal vez la niña muerta había continuado en mi cuerpo. Seguía viva, de alguna forma. Y yo creí de forma cándida que era verdad que la habían plantado para que germinase de nuevo. Podía ser que brotase de allí un árbol raro para nuestro rincón abandonado en los fiordos. Podía ser que diese flor. Que diese fruto. Mi madre, debilitada y siempre enferma, me tomó de la mano y me dijo: tienes dos almas que salvar. Me asusté tanto como ternura sentí por ella. Mi madre no iba a perdonarme ningún fallo.

 Pensé que mi hermana podría brotar en forma de árbol de músculos, con ramas de huesos de las que florecerían flores de uñas. Miles de uñas creciendo, quizás, en dirección al sol escaso. Quizás crecerían como garras afiladas. Pensé que la muerte sería igual que la imaginación, entre lo encantado y lo terrible, llena de brillos y de susto, hecha de ser al azar. Pensé que la muerte estaba hecha al tuntún.

Me acostaba en la cama, imaginaba la tierra en el cuerpo, el agua, los pasos de las ovejas, ninguna luz. Mucho frío. Hacía mucho frío. No me podía ni mover. Los muertos no se encogían, no se arropaban mejor, se quedaban tal cual los hubieran dejado. Y yo sabía que debería haber previsto eso. Debería haber comprobado que llevase un jersey, que tuviese el cuello resguardado, que le hubieran puesto almohadas o si tenía apenas un tejido en las tablas duras. Después iba asumiendo la certidumbre de que mi hermana había sido acostada en la tierra como otro resto cualquiera.

La gente ya llamaba a aquel pedazo de tierra la niña plantada. Así decían. La niña plantada. También parecía una chanza, porque el tiempo pasaba y nada germinaba, no germinaba nadie. Era un plantío ridículo. Algo para consolar la cabeza afligida de la familia. Pero no servía para ningún trabajo. Y me preguntaban: es verdad que los gemelos se quedan con dos almas. Como si yo me tuviera que sentir gorda o pesada, como si algún cambio en el cuerpo o en la luz de mis ojos evidenciase la obligación de hacer que mi hermana viviese. Tienes un fantasma dentro, afirmaba Einar.

Yo seguía siendo delgada. Tan sólo un esbozo de persona. Casi no existía. No me parecía que hubiera adquirido nueva gordura y a duras penas encontraba sitio para el alma que hasta entonces me había correspondido.

A mi hermana le gustaban los dulces y yo los odiaba. Quizás la gente se esforzase en convencerme de que comiera dulces para consolar su alma. Quizás pudieran comenzar a gustarme los snudurs, si es que Sigridur estaba de veras metida dentro de mí. Cuando los probé los odié igual que hacía antes, y la ausencia de mi hermana no hacía más que aumentar. Yo decía que el azúcar me venía a la lengua como sangre.

Sólo por anticipación podría yo sentir la tierra y el agua. Durante un tiempo, entendí, la caja en la que la habían guardado la protegería, limpia, antes de que se mezclase todo, podrido, hasta desaparecer. Aún así, me acostaba con la muerte. Me ponía las manos en el pecho como habían hecho con Sigridur, inmóvil, e imaginaba cosas en lugar de dormirme. Imaginar era como morir.

Al cabo de unas noches sentí que un bicho me picaba. Un bicho dentado que claramente devoraba una parte de mi cuerpo. Aterrorizada, me levanté. La lumbre estaba ya floja, la casa se enfriaba. No la toqué. Tan sólo miré como quien espera que nazca el sol de una llama cualquiera. Podía ser que se hiciera el día a partir de una hoguera pequeña que fuese más amiga del sol o supiese, súbitamente, volar.

Pensé que quería ver una pequeña hoguera volando.

Cuando mi padre se levantó, fue eso lo que le confesé. Yo sabía que los bichos devorarían el cuerpo de Sigrid. Si su destino fuera ser una semilla, si confiaba en germinar, no lo conseguiría si las bichos devoraban sus brotes. O podría ocurrirle igual que a esos árboles pequeños de Japón. Árboles que querían crecer más pero a los que alguien mutilaba para que se quedasen raquíticos, tan sólo graciosos, humillados en su grandeza perdida. Mi padre, que era un soñador nervioso, me abrazó brevemente y sonrió. Una sonrisa silenciosa, un modo de revelar ser tan inservible como yo para la exageración de la muerte. Comencé a sentirme violentamente sola.

Los bichos, apresurados y repletos de estrategias, masticaban a Sigridur para que siguiera siendo una semilla cerrada, impidiendo que creciera hasta verse por encima de la tierra, hasta llegar a la altura de nuestros ojos, haciendo algún ruido a medias con el viento, espiando por sí misma el mar. La devoraban para que la piel se mantuviese infértil, apenas secándose de podredumbre como el tiburón en el almacén grande.

La niña plantada no podía regresar, pensaba yo con terror. La tierra estaba infestada de seres asesinos, envidiosos, golosos de la felicidad de los otros. Que le comen la felicidad.

Pensé que mi hermana tan sólo se iba muriendo más y más a cada instante. Era una niña bonsai. Me lo explicó mi padre. Esos árboles, dije yo. Bonsais, respondió él. Con ellos se hacen jardines raquíticos. Como si los japoneses prefirieran que las cosas del mundo fueran diminutas. Cosas enanas. O, si no, para que los hombres adquirieran las propiedades de los pájaros. Estuve de acuerdo. Circularían entre los árboles pequeños con la impresión de ser pájaros en pleno vuelo.

Me gustaría que mi cuerpo pudiera frenarse del mismo modo. Ser niña eternamente por voluntad propia, sin que diera mucho trabajo. Ser siempre así, igual a como había sido mi hermana. El único modo de continuar siendo gemelas. Sabes, padre, si yo crezco y Sigrid no crece al mismo tiempo va a ser difícil reconocernos. Haz de mí un bonsai. Te lo ruego. Corta mi cuerpo, impide que cambie. Golpéalo, asústalo, oblígalo a no ser otra cosa que una imagen cristalizada de mi hermana. Voy a empezar a caminar encogida, a dormir apretada, a comer menos. Voy a soñar siempre lo mismo o a soñar menos. A querer lo mismo durante toda la vida o querer menos. A querer lo que ella quería. Si los bichos de la tierra no permiten que se haga mayor, si es verdad que se la llevarán por entero, que por lo menos quede yo, por las dos, siendo igual, para que no muramos. Por lo menos deberíamos haber enterrado unas flores junto a ella. Para que florecieran. Porque no puede ver más que bichos y tierra sucia. No cogimos flores, fuimos muy egoístas. Había tantas en el matorral. Olían bien, algunas.

En mis sueños imaginaba jardines de niños. Los árboles bajos de los cuerpos, hablando, jugando con los brazos y los pájaros posándose entre sus hojas. De los brazos colgaban hojas y sostenían nidos en las manos y los niños eran siempre pequeños, animados por la ingenuidad, agradecidos por la vida sin saber de otra cosa que no fuera la vida. Y soñaba que las personas japonesas venían a contemplar el jardín, y arrojaban agua de regaderas coloridas que lavaban los pies-raíces de los niños bonsáis. Y sólo por la noche, cuando estaba bien oscuro, alguien venía con un cuchillo a cortar las partes de los cuerpos que se estaban alargando. Cortaban con cuidado, cada noche, para que los niños no se deformasen, para que envejecieran sin que se notase. Incapaces de mostrar su edad. Libres tan sólo de usar su edad para la manutención eufórica de la infancia. Sufrían los cortes en silencio. Conscientes de la maravilla que obtenían a cambio de aquel dolor.

Al ver la inmensidad de los fiordos, las montañas de piedra cortadas con rigor, la ausencia de movimiento, pensé que el mundo mostraba la belleza pero lo único que era capaz de producir era horror. De nuestra gente quedaban allí dos decenas de casas habitadas, contando la iglesia y el minúsculo cuarto donde dormía el insoportable Einar. No había más niños. Era todo viejo. La gente, los sueños, los miedos y las montañas.

Puede ser que yo estuviera más delgada aún por haberme librado de los pocos gramos que pesaba el alma. Mi madre me llamaba estúpida. Le pregunté qué sentido tenía la vida para ella. Qué intentábamos descubrir en ella. Pero ella nunca lo sabría. Se sorprendió con la profundidad de la pregunta. Fue un modo instintivo que tuve de hacerle daño, para que dejara de ofenderme con su continuo e impensado rechazo. Nos hacíamos daño, pensaba yo, siempre por culpa de la ternura. Como si la reclamásemos al mismo tiempo que la perdíamos, cada vez.

Más tarde escuchaba cómo avisaba a mi padre. En algunos casos de muerte entre gemelos quien sobrevive va muriendo de un cierto suicidio. Desiste de cada gesto. Quiere morirse. Eso decía ella.

Cuando me di cuenta de que estábamos solos, tranquilicé a mi padre. No quería morir. Estaba entre matar y morir, pero no quería ni lo uno ni lo otro. Quería quedarme quieta.

Lo repetí: la muerte es una exageración. Se lleva demasiado. Deja muy poco.

Comenzaron a hablar de las hermanas muertas. La más muerta y la menos muerta. Obligada a andar llena de almas, yo era como un fantasma. Einar tenía razón. Nuestra gente me miraba sin saber si yo me convertiría en santa o en demonio. Los santos se aparecen, los demonios espantan.

 

***

Mi madre se pasó una lámina por el pecho. Dibujó un círculo torcido con el pezón en el centro, como si quisiera retirar un huevo de la piel. Parecía una runa haciendo de corazón. Se leía tan sólo una tristeza desesperada y presagiaba cosas malas. Mi padre enseñaba que ya no adorábamos a los dioses antiguos porque ignorábamos lo que nos habían ofrecido y cerrábamos los ojos a las pruebas de su existencia. Decía que mi madre era una ignorante y que su ritual no tenía sentido. La desesperación era lo contrario de cuanto debíamos saber. Al día siguiente estaba esparcido por todo el páramo el cuerpo de una oveja.

Por causa de la furia, mi madre despedazaba animales en una loca expiación de su dolor. De poco le servía. Confundida por los modos cristianos, cantaba el himno fúnebre de Hallgrímur Pétursson y lo ensangrentaba todo. Bebía. Se quedaba tonta barajando versos y recados. Me llamaba, ya tumbada en la cama, incapaz de levantarse para cuidar de las ideas que tenía.

La oveja esparcida se quedó allí como si hubiera caído como lluvia del cielo. En el infierno llovían cuerpos despedazados y las nubes eran pozos de sangre vagabundos, como sartenes hirviendo de donde los muertos se caían. Mi madre decía que era necesario pedir perdón. Yo escapaba de ella. Hacía cualquier cosa con tal de estar lejos de ella.

Ahuyenté a los carneros, a las ovejas hacia arriba, para dentro del corral. Fui haciendo rodar la carne a patadas páramo abajo, hasta el agua. El agua limpiaba los menudos, deshacía la sangre. El mar arrastaría lo demás lejos, hasta la boca de las ballenas. Miré la piel. Tiré la cabeza del animal a una fosa lejana. Limpié el plumaje que había recogido. Pensando en el invierno.

Mi madre me preguntó por el plumaje. Lo había recogido de los nidos abandonados por los patos. Serviría para la ropa de cama. Estaba cansada. Estoy cansada, madre. Mientras el luto era intenso la compasión no se sentía. Me obligaba a una resignación callada. Me levantaba la mano.

Aquella noche, mi padre salió con el barco. Fuimos a decirle adiós. Nunca lo hacíamos. Estábamos ridículas. Él no marchaba, tan sólo trabajaba. Después, ella me sentó en un banco pequeño. Sostenía el cuchillo en su mano. Pensé que me mataría y me esparciría como a una oveja. Juzgué que mi sueño de esculpir a los niños como semillas era muy cierto. Quería retirar un huevo de mi piel, también. Quería que, como en su pecho, se viese mi corazón. No hizo nada más. Me dejó dormir con mi susto. Aplastada por tanta tristeza y tanto miedo.

El infierno no son los otros, pequeña Halla. Ellos son el paraíso, porque un hombre solo no es más que un animal. La humanidad comienza en quienes te rodean, y no exactamente en ti. Ser persona implica a tu madre, a nuestra gente, a un desconocido, o a su expectativa. Sin nadie en el presente ni en el futuro, el individuo piensa tan sin razón como los peces. Dura por su ingenio y perece como un atributo indistinto de otro planeta. Perece como una cosa cualquiera.

Pintábamos los muebles con flores oscuras. Tardábamos mucho y la casa olía a pintura mala, barata, que tardaba en secarse. Mi padre me impedía llorar mediante el oficio de la racionalidad.

Aprender la soledad no es más que darnos cuenta de lo que representamos entre todos. Tal vez no representemos nada, lo que me parece imposible. Cualquier rastro que dejemos en la ermita es una conversación con los hombres que, cinco minutos o cinco mil años después, descubran nuestra presencia. Difícilmente se puede concebir un hombre no motivado por dejar un rastro y, de ese modo, conversar. Y si existiera un ermitaño así, empecinado, seguro que tendrá en el cielo y en la tierra una idea de compañía, espiritualizando cada elemento como quien busca puertas para llegar a conversar con dios. Siempre estamos conversando con dios. La soledad no existe. Es una ficción de nuestras cabezas.

Los hombres solos entienden que hay alguien en el agua, en la piedra, en el viento en el fuego. Hay alguien en la tierra.

De cualquier modo, le expliqué a mi padre, mi madre me odia. Y eso hace que llore, me deja triste, y me ofende.

Él insistía en explicarme que los niños eran modos de espera. Quería decir que los niños no tenían verdades, sino tan sólo pistas. Su mundo se hacía de apariencias y tendencias. Nada estaba definido. Ser niño era esperar. También significaba que esperaba de mí una fuerza admirable apoyada tan sólo en mi edad y no en ninguna otra cosa. Me abandonaba a mi suerte, llena de palabras extrañas cuyo significado me costaba encontrar.

Miré los muebles viejos y me parecó que ya eran tristes antes de que los oscureciéramos. Eran los muebles de nuestra ermita.

Qué maravilla, la hondura de los volcanes que respiran y aguardan. Qué maravilla, la espesura de las montañas que se esconden bajo las aguas y aguardan. Decían los viejos cargados de ideas inútiles. Los profundos viejos. Gastados por el coraje, crecidos por la desconfianza. Yo pasaba y ellos siempre con exclamaciones. Palabras acerca de cómo debía ser cada gesto, cada sentimiento, cada sueño de futuro. Como si el futuro estuviera preparado para ser igual que el pasado, a los días ya gastados por ellos. Como si yo aún estuviera a tiempo de ser igual que ellos. Una vieja metida para dentro conspirando inconfesablemente contra todo y contra todos.

Quien tiene hijos necesita futuro. Así les oí hablar.

Espiaban el agua para descubrir si había movimientos sospechosos. Casi todos querían ver montruos. Nadie se convencía de que los mares sólo existían para los animales de clara ciencia. Algunos juraban haber visto cabezas levantadas, hechas de diez ojos y bocas de mil dientes. Monstruos oceánicos. Veían el océano como sangre de cristal. Se balanceaba sinuoso ante nosotros, hermosísimo, pero se cargaba de peligros y amenazaba con ahogarnos a todos. El oceáno descendió de las venas puras de dios. Decía un viejo. En las venas puras de dios viven parásitos monstruosos.

 

Capítulos 1 y 2 de la novela A desumanização (2013).

Traducción de Martín López-Vega

Escrito en Lecturas Turia por Valter Hugo Mae

Vida en colonias

26 de junio de 2018 08:26:14 CEST

El ruido de los motores, los pasos de los viajeros. Vendían café en un puesto cercano, y el olor que se esparcía por la estación comenzó a resultarle desconcertante. No desagradable, pero tampoco positivo. Con su propio lenguaje, que se dirigía directamente a la esfera de la emoción sin pasar previamente por la esfera del pensamiento, mucho más alentadora y siempre más controlable, parecía insistir de manera machacona en que la infelicidad y la nostalgia eran los estados del ánimo más arraigados en su carácter. Mediante un sofisticado método basado en la experiencia inmediata asociada a la rememoración de los días de vacaciones previos a las Navidades, de los fines de semana, de las tardes sin clases, se veía de nuevo en su casa y, a la vez, tan lejos, lo que le hacía contemplar la distancia que había recorrido y también la que aún le faltaba por recorrer. Aquel olor compendiaba la necesidad de estar lejos y, al tiempo, la certeza de no haberse movido del sitio. El sitio en que sintió vergüenza por primera vez.

El retumbo de los motores y el humo que expulsaban los tubos de escape. Todo iba a chocar contra ella, así que se tapó la boca con el cuello de la camiseta, se pasó los dedos por los ojos y se frotó la cara intensamente antes de volver a comprobar que el número que figuraba en el cartón colocado en el parabrisas del autobús que tenía justo delante y el número que constaba en su pequeño billete de papel eran el mismo. Había dejado en el suelo sus dos bolsas de viaje y ahora esperaba la llegada de Jermo, pensando que sería fatal que no apareciera a tiempo. Se había sentado en un banco de madera fingiendo adoptar una posición de descanso, y dejaba que las manos colgaran desde sus rodillas hacia las bolsas, pero todo en ella denotaba un estado de alerta. De seria impaciencia que rechazaría cualquier pretensión de acercamiento por parte de otros viajeros.

No tenía que haber preparado dos bolsas. Con una habría sido más que suficiente. Ahora se daba cuenta, y su hermano iba a pensar que era boba y que, además, se había vuelto loca. Que no tenía contacto con la realidad ni tenía ni idea de cómo era el jardín, el paraíso, al que se dirigían. Había preparado dos bolsas cuando no necesitarían tanta ropa ni tantos libros ni tantos productos de aseo porque allí todo iba a ser comunal y compartido, y lo superfluo parecería mucho más excesivo e innecesario que en ningún otro lugar. Pero ella trataría de explicarle que en su propia habitación, ante la necesidad de elegir unas cosas y desprenderse de otras, se vio incapaz de abandonar los objetos más valiosos, y allí estaba todo. Todo lo importante. Sus fotos. Los recortes de periódicos. Algunos boletines de notas. Sus cartas. Ciertos libros. Cintas de música. Y el collar de Pinky, aunque Pinky ya no estuviera.

Volvió la cabeza muy despacio hacia la puerta de la entrada, sin dejar de apretarse la tela de la camiseta contra los labios, y vio con intranquilidad creciente que cada vez había más gente, más cuerpos idénticos y amontonados, frente al quiosco de prensa, en la sala de espera, cerca de la cafetería y en la barra en que vendían los bocadillos. Pero ni rastro de Jermo. Camisas de colores, pantalones largos, pantalones cortos, enormes cabezas de pelo rizado y cabezas estiradas de pelo largo. Había quien llevaba más de una bolsa encima, como ella, y gafas de sol que desaparecían en la repentina penumbra del vestíbulo, que parecía más oscuro de lo que era en realidad ya que el edificio obstaculizaba el paso de los brillantísimos rayos del sol que en el exterior evidenciaban que había llegado el mes de julio. Pero allí no estaba Jermo ni nadie que se le pareciera. Cuando la figura de su hermano apuntara en la distancia, tan alto y tan firme al caminar, con su teoría del «Hombre Exacto» brotando de él, resultaría imposible no captar su presencia. No advertir que ya estaba cerca, dispuesto a subirse al autobús con ella y a distanciarse de todo lo que pudiera representar una «Falta de Significado».

Una propensión a la «Confusión».

Habían mantenido larguísimas charlas por teléfono para planearlo todo. Jermo escondido en el rincón más apartado del pasillo de su casa, tirando al máximo del cable del teléfono para que Amanda no se enterara de lo que hablaba, y ella, consciente de que a nadie le importaba lo que pudiera decir por teléfono, por escrito o subida a una barca en medio del lago público, también en el pasillo y respondiendo en voz muy baja, por mera educación, aunque supiera que todas las puertas se habían cerrado previamente a su alrededor.

Su hermano le había hablado de lo esencial que iba a ser aquel regreso a lo básico. A lo «Primitivo» y a lo «Original». Y ella trataba de imaginar lo que constituiría de una manera casi física el poder de veinte mil personas reunidas durante una semana en un mismo espacio. Quizá pudiera medirse en vatios aquella energía, con el impulso de los niños cantando y marchando en grandísimos corros, los gritos de bienvenida de cientos de gargantas al unísono, las saunas ceremoniales para la purificación, los ejercicios de autoconciencia y, por supuesto, las conversaciones acerca de la actividad humana, del propósito de la existencia, de lo que es lo «Bueno», en presencia de lo natural.

Volvió a girar la cabeza en dirección a la entrada al observar que el conductor abría ya la puerta del maletero lateral del autobús, y que algunos viajeros empezaban a dejar sus bolsos y maletas en el interior. Uno de ellos la saludó con la mano festivamente cuando sus miradas se cruzaron, pero ella apartó los ojos de inmediato. ¿Dónde estaba Jermo? ¿Por qué no llegaba de una vez?

—Esperas a alguien.

Aquello no era una pregunta. La rapidez con que el autor del saludo se había plantado delante de ella para declarar que su evidente nerviosismo se debía a la espera, y no a ninguna otra razón, hizo que se pusiera de pie y se echara a un lado.

—Sí —dijo.

—Alguien importante.

—Sí.

—¿Y vais juntos?

No respondió.

Se agachó para recoger sus bolsas, y desde allí se fijó en que el chico que volvía a preguntarle algo a lo que tampoco iba a responder llevaba las zapatillas rotas, de modo que sus anchos dedos asomaban por los agujeros de la tela.

—No te va a pasar nada. Allí todo es real y natural. Yo he ido otros años, y sé cómo funciona. Así que puedes ir sola. Aunque él no venga.

Irían juntos si su hermano aparecía. Así de fácil.

De todas maneras, no tenía que dar explicaciones. No las había dado en la residencia, y no se las iba a dar a un extraño que llevaba las zapatillas rotas. Lo que quería en ese momento era ir al baño y lavarse la cara antes de empezar el viaje. Pero sabía que no podía apartarse del autobús. Había quedado con Jermo en aquella planta y justo en aquel acceso, que podía verse desde las taquillas, y él tenía que distinguirla en cuanto llegara, en cuanto pusiera un pie en la estación, y abrazarla y sonreír ampliamente ante ella, con toda la seguridad de sus convicciones («Sólo la tierra te salvará», le había dicho por teléfono a lo largo de la última conversación, hacía solo dos días). Así que se quedó en el mismo sitio, sin saber qué más hacer y aún demasiado cerca del chico que parecía tener tantas ganas de hablar con ella. Afortunadamente, una mujer que llevaba un vestido rosa de finos flecos que le caían hasta los tobillos se acercó a él y, después de decir «Yo también he leído El Doctor Jekyll y Mr Hyde» como si se tratara de una contraseña para iniciados, se abrazó a su cintura para que regresaran juntos al autobús. Ninguno de los dos le dijo nada. No se despidieron de ella, y, después de besarse, subieron uno detrás del otro, que era, por otra parte, lo que ya estaba haciendo la mayoría de los viajeros.

Pero su hermano no llegaba.

Volvió a sentarse en el banco, dejó caer las manos en la misma actitud de antes, con la misma dejadez sólo aparente, y recordó que Jermo le había dicho que quería tumbarse en la hierba y respirar. Notar las briznas entre los dedos, cerrar los ojos, deshacerse de sus propias dudas y de sus propios miedos. Eso era lo que quería. Y para eso tenía que dejar a Amanda y al niño solos unos cuantos días, e ir con ella al encuentro. También le había dicho que la gente solía enmascarar su cobardía tras un carácter bueno y dócil, pero ella sabía que Jermo no enmascaraba nada. Su hermano no mentiría jamás. Le había confesado que en su casa no quedaba nada emocionante ni inesperado ni prodigioso por descubrir. Amanda estaba enfadada, apenas se hablaban, y el niño no dejaba de llorar. No sabían por qué, pero lloraba a todas horas. En cambio, todo sería nuevo y luminoso en el lugar al que irían en aquel autobús. Y ella ya lo había dejado todo. Después de calcular durante semanas cuál sería la mejor manera, la más educada, para salir de la residencia sin armar ningún escándalo y sin preocupar a nadie, decidió escribirle una carta a la directora, quien sabría ser comprensiva. Previamente se la entregó a Nut, su compañera de habitación, y Nut se sentó en una cama, la leyó, elevó la mirada y, cruzándose de brazos, preguntó:

—¿Estás bien?

Se hizo un silencio, y al instante escuchó de nuevo:

—¿Que si estás bien?

—Perfectamente.

—Entonces ¿por qué tienes que hacer esto? No me parece sano.

—A mí me parece lo más sano que he hecho en toda mi vida.

Aunque lo cierto era que el miedo no podía ser sano. Y eso era precisamente lo que estaba sintiendo mientras esperaba. Un temblor en las manos y en las piernas que no le permitía concentrarse ni descansar. Desasosiego e inquietud. Conocía muy bien los síntomas, y quería imaginar que en unos minutos, cuando él apareciera por fin y los dos se acomodaran en sus respectivos asientos del autobús, podían comenzar a construir juntos algo muy parecido a la felicidad. Él le explicaría por qué se había retrasado tanto, y ella le diría que no se preocupara. Que no tenía importancia ahora que ya estaba allí. No obstante, la situación real se planteó de una forma mucho más anodina. No hubo disculpas ni hermosos abrazos. Jermo no se presentó como un humano excelente que surgiera de entre las columnas de humanos comunes. No emergió de la confusión de cuerpos ni parecía llevar escrita en la cara la palabra «indiferencia». Sencillamente se sentó a su lado, subió las piernas al banco, las cruzó, se quitó los zapatos y empezó a frotarse los pies mientras giraba lentamente la cabeza para mirar a su hermana con una sonrisa enorme.

—¡Vaya! —exclamó ella al verle—. ¡Has llegado! ¿No llevas nada?

—Parece que ya llevas tú lo suficiente para los dos —dijo él mientras se inclinaba sobre sus piernas y observaba más de cerca las dos bolsas—. ¿No habrás metido ahí tu máquina de escribir?

Ella se echó a reír.

—¡Qué ocurrencia!

—No me extrañaría nada.

—¿Nos vamos?

Él no se movió. Siguió tocándose los pies, largamente, sin dejar de mirarla con los ojos muy abiertos, y siempre sonriendo.

—No has cambiado. Nada de nada. Sigues con esa cara de topo y las mismas pecas. Estoy seguro de que no has perdido ni una sola. ¿Tienes novio?

—Qué pregunta… Vámonos. El autobús está a punto de marcharse.

—¿Has comprado los billetes?

—Claro.

—Claro, claro… Siempre tan eficaz. Tan previsora y tan puntual. No esperaba menos de ti, pequeña Leo.

Pequeña Leo… Ya nadie la llamaba así excepto Jermo. Jermo, que estaba otra vez a su lado y que recordaba aquel antiguo nombre que antes también utilizaba su padre, cuando se acercaba a ella con cuidado y decía: «Leo… Ven, cielo. Vamos a cenar». Sin gritar. Sin estrépito. Simplemente aproximándose a ella antes de hablar y de esa forma tan sobria, tan amable, mantener el silencio que tanto necesitaban los dos. Leo… Una palabra graciosa y tan querida por ella que no esperó más. Se puso de pie y volvió a echarse a reír con ganas mientras cogía las bolsas para cargárselas a la espalda y caminar hacia el autobús. Era tan gracioso aquel sonido lleno de briznas de hierba. Como las briznas que quería acariciar su hermano. Puntiagudas y esbeltas como una l.

—Escucha, cielo. Ven. Siéntate otra vez. Anda. Tengo que contarte algo. Las cosas nunca son perfectas…

Ella dejó de reír y regresó al banco.

—¿Qué quieres decirme? ¿Es que no vas a venir?

Su hermano bajó los pies al suelo y comenzó a ponerse los zapatos de nuevo, torpemente, sin emplear las manos.

—No puedo ir, Leo. No puedo dejar a Amanda ahora, sola con el niño. Se ha puesto enfermo.

—Ya.

—Pero he pensado que, ya que estás aquí, y ya que veo que te has traído todas tus cosas, podrías venir a pasar unos días con nosotros. A casa. Con Mateo, que no te conoce. ¿Qué me dices? ¿No es un buen plan?

¿Un buen plan?

Ella no miraba ya a su hermano. No quería ver sus propias pecas en su piel ni el mismo color avellana en unos ojos que ahora la observaban con expectación, casi llorosos. ¿Cómo decirle que no soportaba su voz suplicante ni que acudiera a planes tan irrealizables con la única intención de que ella se sintiera bien? Planes que no significaban nada y que no implicaban ningún avance sino, al contrario, un nuevo estancamiento en la obligación y en la fantasía de una falsa placidez familiar plagada de dependencias.

—No sé. No me parece buena idea. Amanda estará muy ocupada. Con el niño malo… No creo que tenga ganas de verme. Y menos aún de meterme en su casa.

—La casa es de los dos.

—Ya.

—Y claro que Amanda quiere verte. Nunca ha tenido una hermana.

—Y nunca la tendrá.

Así que no iba a ir con ella. Así que ésa era la única verdad.

Podía poner todas las excusas que quisiera y adornar su decisión con todos los embellecidos argumentos del mundo. Pero no iba a ir con ella.

—¿Te acuerdas de nuestro primer viaje en barco con papá? Te levantaste tres horas antes de lo previsto. Y luego estuviste todo el día aferrada al folleto de los horarios de salidas y llegadas, como si no pudieras perderlo por nada del mundo. No lo soltaste hasta que estuvimos en el hotel. ¿Te acuerdas?

Claro que se acordaba. Asintió con la cabeza. La suavísima moqueta del hotel era verde, y también era de color verde el papel de las paredes de su habitación. Lo recordaba todo perfectamente, y entonces reapareció el miedo. Un miedo angustioso, paralizante, que le nacía en el estómago y que se le desarrollaba en el pecho, oprimiéndolo e impidiendo una respiración normal. Un miedo que podría hacer que un ser bueno se convirtiera en un ser diferente. Oyó gritos a su espalda, seguidos de unas descomunales carcajadas, y supo que llegaban más viajeros, justo al límite. No fue necesario volver la cabeza para comprender que corrían arrastrando sus bolsas, mientras hacían aparatosos gestos en dirección al conductor para que no se fuera. Y, mientras, los otros, lo que ya habían subido al autobús, los que no tenían dudas ni alzaban ante sí muros insalvables que los separaran de la satisfacción y la alegría, dedicaban sus minutos de espera a la contemplación del extraño comportamiento de aquellos hermanos que no se miraban, que no se movían, y que no parecían darse cuenta de que debían huir, como todos ellos, de la destrucción de la vida metropolitana.

—Sólo son unos días. ¿Por qué no podemos hacerlo? Seguir con lo que habíamos planeado…

—No hay tanta diferencia entre aquí y allí, Leo.

—¿Y eso me lo dices tú? ¿Ahora?

—No puedo decirte mucho más.

Ella había dormido la noche anterior en el asiento de un tren. Había pasado frío, a pesar de estar ya en verano, y al amanecer, al despertar, había oído unos ruidos extraños al otro lado de la puerta de su compartimento. Los demás viajeros seguían durmiendo, pero ella pudo comprobar que en el pasillo había una pareja discutiendo. Se trataba de dos ancianos y, para su sorpresa, observó que se estaban empujando mutuamente. Se gritaban también, aunque lo que provocaba aquellos sonidos tan bruscos era el cuerpo de cualquiera de ellos al chocar contra el cristal de la puerta. Quiso dejar de mirar, pero la violencia le pareció avasalladora y la palidez de sus rostros, su crispación, hipnótica. Parecían estar agonizando. No podía oír lo que se decían, pero continuó observando sus caras, que se desdibujaban más allá de la pequeña cortinilla blanca que adornaba el cristal, y sintió verdadero terror.

Y ahora, con Jermo allí, junto a ella, se preguntaba cómo sería estar al otro lado. Disponer de la fuerza y del domino suficientes como para poder lanzarle una frase como aquélla a alguien que llevaba horas aguardando su llegada: «No puedo decirte mucho más». Con semejante templanza y sin remordimientos. Con la certeza de que el perdón y la comprensión llegarían sin duda porque era un ser amado como a nadie más se había amado en el mundo. Con el convencimiento de que nunca podría pronunciar frases desdeñosas o resultar despectivo, y de que todas las horas que se pasasen a su lado contarían como horas bien empleadas. ¿Cómo sería tener la magnífica capacidad de hacer siempre lo que se debe? Sin herir ni decepcionar.

Con la prerrogativa de no ofender jamás.

—¿Qué? ¿Nos vamos?

Y saber además que todo lo que se le pedía era una mano suave que se decidiera a alborotar el precioso pelo de su hermana pequeña, que ansiaba la caricia como un perro ansía su hueso, conscientes ambos de que él no podría hacer daño de ningún modo.

Le echó un último vistazo al autobús. Las abejas se movían en su interior con sus ropas de colores brillantes, sus cintas en el pelo y sus amplísimas sonrisas de vivaces individuos rodeados de miel. El néctar de las flores estaría felizmente disponible para que lo libaran todos ellos, y el polen se quedaría adherido a los pelillos de sus patas sin que Jermo y ella se encontraran allí para garantizarse su parte del banquete. Pero pensó que incluso la vida de las abejas era una vida de esclavitud, y volvió a mirar a su hermano.

—¿Qué le pasa a Mateo? ¿Crees que le gustaré?

—Llora mucho. Y creo que le encantarás. Está deseando conocer a su tía.

Jermo sonreía ahora, mientras sacaba de un bolsillo las llaves de su coche. Después cogió las dos bolsas del suelo y se puso a andar, asegurándose de que ella iba a su lado.

Aún les esperaba un breve trayecto hasta llegar a casa.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Pilar Adón

1

«Qui était Borges?» Volví a tropezar con esa pregunta, posiblemente la más importante de la literatura en español de los últimos cien años y la única que merece la pena ser respondida, unas semanas atrás en el lugar más inesperado, el sótano de la Cité Internationale de la Bande Dessinée et de l’Image de Angoulême, en Francia. El sótano estaba refrigerado, yo tiritaba, estaba harto de estar de pie; pero sentía el vértigo de cada vez que tiene lugar un descubrimiento, y eso compensaba todas las incomodidades. (La pregunta era formulada por un pollo, naturalmente).

Estaba en Angoulême para estudiar los manuscritos depositados allí del escritor argentino Copi. Nacido Raúl Damonte Botana en 1939, apodado «Copi» por una de sus abuelas —la dramaturga anarquista Salvadora Medina Onrubia— por parecer de niño «un copito de nieve», escritor de teatro, autor en francés de varias novelas y libros de cuentos, extraordinario actor travestí, creador de «la femme assise», la mujer sentada que apareció semanalmente en Le Nouvel Observateur durante sus primeros diez años de existencia, víctima del sida en 1987, a los cuarenta y ocho años de edad, Copi escribió, en palabras de Daniel Link, «como si Borges no hubiera existido nunca», de allí lo desconcertante de la pregunta que hallé en Angoulême, en una de sus tiras. «Qui était Borges?», pregunta a la mujer sentada un pollo, su interlocutor más habitual y uno de los muchos animales que pueblan la obra de Copi, en la que la dicotomía entre estos y los hombres —al igual que otros pares antitéticos, como hombre/mujer, animado/inanimado, vida/muerte, sueño/vigilia— es habitual y sistemáticamente abolida. La mujer sentada le responde: «Jorge Luis? Un vieux monsieur qui savait parler de la vie et de la mort». La tira continúa, pero el diálogo se detiene allí.

La aparición de Borges en la tira no es la única mención suya en la obra de Copi, sin embargo: en L’Internationale argentine, su última novela, uno de los personajes es una hija hipotética del autor argentino. Raúla (sic) Borges es la prometida del agregado cultural de la embajada argentina en París, y su papel consiste en alentar las ambiciones políticas de su novio en detrimento de los esfuerzos que una organización denominada La Internacional Argentina hace por la candidatura a la presidencia de Darío Copi, un poeta argentino muy poco talentoso radicado en Francia. Darío Copi va a perder la oportunidad de convertirse en presidente de Argentina cuando se hagan públicos sus orígenes judíos, pero, de entre todos los personajes y hechos disparatados y contradictorios que conforman la novela, y al margen de la previsibilidad de su final, de entre todos ellos, destacará la supuesta hija de Borges, que encarna en más de un sentido la anomalía, lo monstruoso. 

 

2

L’Internationale argentine pertenece a la serie de textos argentinos que fabulan la toma del poder, y es singular que uno de sus personajes de mayor relevancia sea la hija apócrifa de Jorge Luis Borges, ya que la novela—toda la obra de Copi, de hecho— ha sido utilizada por parte de algunos escritores argentinos para tomar el poder, al menos el literario. En algún sentido, esos autores son los hijos de Borges, las anomalías que Copi predijo y contribuyó a concebir, de allí que sus palabras sobre el autor de «El Aleph» en la tira de Angoulême resonaron con particular fuerza en mí. Vistos como escritores antitéticos, en la tira había un singular reconocimiento a Borges, posiblemente póstumo. (Si se tiene en cuenta el tiempo verbal de la pregunta: la tira no está fechada).

En uno de sus mejores ensayos, la excepcional ensayista argentina Graciela Montaldo definió L’Internationale argentine, Una novela china de César Aira y La hija de Kheops de Alberto Laiseca como textos «que encuentran en su capacidad de fabular el incentivo de la única literatura posible». Según Montaldo, «El amor, las aventuras, las intrigas políticas resultan proyectos fuera de toda medida y sin embargo estas novelas los cultivan con una “naturalidad” asombrosa, dándole una nueva dimensión a la ficción. Y casi en las tres novelas se podría percibir ese extraño efecto de encantamiento que produce la corroboración de la narración microscópica, detallada, con la dimensión ciertamente asombrosa e inconmensurable de la historia. Las tres encuentran un punto de coincidencia entre los dos extremos de la escala de medidas: lo grande y lo pequeño, porque involucran la cotidianeidad y las manías de los personajes en lo descomunal que tiene como símbolos nacionales la muralla china, las pirámides de Egipto y la deuda externa argentina».

«La narrativa de la que hemos venido hablando —continúa Montaldo— trata de generar una nueva tradición partiendo de un género muy viejo de la literatura europea y muy nuevo para la literatura argentina pero no parece alcanzar ni ser en sí misma suficiente para lo que gran parte de los narradores de este país se han propuesto como proyecto no explícito: quebrar la hegemonía borgiana en nuestra cultura». Una cuestión de poder, nuevamente. Desde hace algunas décadas, antes incluso de su muerte, el «problema Borges» ha sido el principal y el más importante problema a resolver por los escritores argentinos. «Qui était Borges?» —así, en francés; es decir, en el idioma de un esnobismo al que los argentinos no somos casi nunca insensibles—, o mejor, «¿qué hacer con Borges?» son las formas en las que el problema es presentado más habitualmente. A lo largo de la década de 1990, el «problema Borges» parece haber enfrentado a los escritores argentinos a la disyuntiva de dejar de escribir o continuar haciéndolo sobre bases nuevas y de una forma distinta; alejada del mandato de hipercorrección y brillantez conceptual que Borges desarrolló en su obra: su solución fue la creación de lo que Montaldo denomina la «tradición contraborgiana» —«contraborgesana» sería tal vez mejor, pero esto importa poco—, un conjunto amplio de textos presididos por una heterodoxia festiva y una desacralización cuyo origen está en la totalidad de la obra de Copi, no sólo en L’Internationale argentine.

Algunos de los autores de la contrahegemonía son nombres esenciales de la literatura argentina contemporánea: César Aira, Alan Pauls, Rodolfo Enrique Fogwill, Daniel Guebel, Sergio Bizzio, Sergio Chejfec, Marcelo Cohen; cada uno de ellos resolvió el «problema Borges» de forma distinta: César Aira, mediante la serialización, la creación de un dispositivo y la supremacía del proceso por sobre el resultado de la producción literaria; Alan Pauls, a través de una literatura estrechamente vinculada al arte contemporáneo —aunque al menos una de sus novelas, Wasabi, es tanto deudora de Aira como de Copi—; Fogwill, mediante una contemporaneidad rabiosa y decidida, así como a través de dos textos en los que exorcizó la influencia del autor de «Las ruinas circulares», el cuento «Help a él» —un acrónimo de «El Aleph», por supuesto— y la novela Un guión para Artkino, donde, en una Argentina ya por completo integrada en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, las obras de Borges son consideradas apócrifos publicados en connivencia con la policía política para hundir a un autor, esencialmente, proletario, responsable de las novelas «rescatadas» Horas proletarias y Mañanitas metalúrgicas; Daniel Guebel y Sergio Bizzio con la adhesión a los postulados de Aira; Sergio Chejfec, mediante una escritura abigarrada, lejos de la claridad y la impronta clásica de la prosa de Borges; Marcelo Cohen, con la creación de un mundo ficcional llamado «El Delta Panorámico» y la concepción de una lengua personal. Pero otros escritores, igualmente importantes aunque no pertenecientes explícitamente a la corriente antiborgiana han producido textos que en los veinte años posteriores a la muerte de Borges han supuesto, por omisión o de forma directa, un cuestionamiento de su legado: Hebe Uhart se ha refugiado en la narración de la intimidad y en una cierta ligereza deliberada; Elvio E. Gandolfo ha adherido a géneros «menores» que Borges desdeñó pese a su contribución a ellos —la novela policiaca, la ciencia ficción, el terror, etcétera—; Rodrigo Fresán ha recortado un conjunto de referencias exclusivamente anglosajonas —pese a lo cual dedicó a la figura de Borges uno de los mejores pasajes de Historia argentina¸ así como un ensayo extraordinario, «El día en que casi mato a Borges»—; Martín Caparrós avanzó sobre el terreno, nunca ollado por Borges, del periodismo narrativo, y en una explícita y muy reciente declaración de intenciones, desplazó el centro gravitacional de la literatura argentina de Borges a Esteban Echeverría.

(En Ricardo Piglia la solución del «problema Borges» es más compleja: la construcción de una obra literaria en la que se articulan el interés por la delincuencia y la circulación del dinero presente en la obra de Roberto Arlt con el interés por la lectura como actividad creadora, el engaño, la duplicidad y la tradición de la obra de Borges, todo ello encarnado en el que quizás sea su mejor cuento, «Luba», pero también en mucho otros pasajes de su obra).

No se trata de que la figura de Borges esté ausente de la producción literaria argentina: de hecho, está presente, por ejemplo, en el ya mencionado Un guión para Artkino de Fogwill (2009), en el personaje despreciable del mismo nombre de La lengua del malón de Guillermo Saccomanno (2003), en la historia del artista Rafael Zarlanga en el cuento de Daniel Guebel «La infección vanguardista» (2012), en Cortázar de la A a la Z (2014) de Aurora Bernárdez, Carles Álvarez Garriga y Sergio Kern, donde numerosas entradas coinciden con las del Borges verbal de Pilar Bravo y Mario Paoletti (1999) —más específicamente, «españoles», «escribir», «traducir», «muerte», «psicoanálisis», «tango» y «vejez», en una diferencia de opiniones y de concepciones que serviría para fundar una teoría si se lo deseara—, en el gesto de Pablo Katchadjian, no completamente comprendido por algunos, de El Aleph engordado (2009) y en la extraordinaria instalación de Fabio Kacero «Fabio Kacero autor del Jorge Luis Borges, autor de Pierre Menard, autor del Quijote» (2014). A excepción de estos dos últimos, se podría decir, la apropiación de la figura de Borges por parte de los escritores argentinos contemporáneos se centra en los aspectos más icónicos de esa figura: resuelve qué hacer con el sujeto Jorge Luis Borges, es cierto; pero no resuelve qué hacer con su obra y con su mandato.

María Teresa Gramuglio sostenía en 1991 en su «Genealogía de lo nuevo» que «narrar hoy en la Argentina no es sólo narrar desde Borges (aunque su figura siga presidiendo la novela familiar de más de un novelista), sino que se ha ido configurando una trama densa de textos en el interior de la cual se diseña un árbol genealógico (no muy frondoso) cuyas ramas principales y aún ciertos retoños e injertos se leen en los libros de hoy (y no sólo en los libros). En lo más inmediato: algunos nombres, por la frecuencia con que son convocados, se tornan insoslayables: Marechal y Cortázar; Walsh, Puig y Lamborghini; Viñas, Piglia y Saer; algún Bioy Casares, algún Aira… Cada uno de estos nombres introduce a su vez otras genealogías y define otros espacios; cada uno de ellos es un cruce de literaturas donde lo nacional y lo extranjero, la lengua y los géneros, la ficción, la historia y la política, traman las diversas soluciones narrativas que sostienen cada poética particular». A veinticinco años de esta afirmación, la literatura argentina parece empeñada en perseverar en ciertos entusiasmos —Rodolfo Walsh, Osvaldo Lamborghini, David Viñas, Ricardo Piglia, Juan José Saer, César Aira—, lo que podría llevar a pensar que el «problema Borges» ha sido resuelto de forma tácita; sin embargo, la exclusión del autor de El libro de arena como influencia reconocida, la inexistencia de elementos que adhieran a su sistema en la obra de otros autores, el desdén por los aspectos más reflexivos de la obra de Borges ponen de manifiesto que el «problema» no está resuelto. Por el contrario, ha ido agrandándose en la medida en que, en un singular ejercicio de funambulismo, los escritores argentinos más recientes —los que pertenecen a mi generación, o a cuya generación yo pertenezco: como se prefiera— están haciendo un esfuerzo improbable por escribir como si Borges no hubiera existido nunca.

Nuevamente, se trata de una cuestión política, parcialmente vinculada con las adhesiones y el sesgo profundamente conservador de Borges en esa materia —un sesgo que, sin embargo no ha sido obstáculo para la recuperación de otros autores de inclinaciones políticas similares como las hermanas Silvina y Victoria Ocampo y Eduardo Mallea, quienes, al igual que Borges, eran publicados regularmente, en una muestra de conformidad y apoyo mutuo, en Pájaro de Fuego, la publicación cultural ligada al Ministerio de Cultura de la última dictadura argentina—, pero que tiene en sí el germen de una imposibilidad y de un malentendido: la imposibilidad es la de eludir efectivamente una figura que, como la de Borges, parece de a ratos más grande y más relevante que la literatura nacional en la que se inscribe; el malentendido —que ratifica mi convicción de que el «problema Borges» no ha terminado— es el que consiste en la convicción errónea de que lo nuevo en la literatura argentina sería un realismo mayormente rural que permea muchos, realmente muchos libros recientes: como si el famoso apotegma de Piglia según el cual Borges es «el último escritor del siglo XIX» hubiese sido tomado en serio por los autores argentinos contemporáneos, el supuesto autor decimonónico parece ser visto como una antigualla, parte constitutiva de un canon literario que, tras las incorporaciones en la década de 1990 de las figuras de Copi, Néstor Perlongher y Osvaldo Lamborghini, ya no fuese necesario revisar.

  

3

Volvamos a L’Internationale argentine. En ella, el «robo» de la candidatura de Copi es acompañada por el plagio de uno de sus poemas, que el novio de Raúla Borges lee como propio en su primera comparecencia ante la prensa; termina de esa forma una aventura política entre cuyas promesas se cuentan la entrega a cada familia argentina de un maniquí de Copi para que «vayan acostumbrándose a verlo siempre en un rincón de sus casas […] como a alguien de la familia», la nacionalización de las panaderías y la consigna de «pan gratuito para todo el mundo», la creación de «un paraíso ateo» sin «cámaras, ni ministerios, ni organismos del Estado», un ejército que será alquilado «a los países vecinos para que hagan las guerras que siempre han soñado», guardando el país «una porción del territorio conquistado», la explotación del petróleo patagónico, que «se reservará sólo a los indígenas», etcétera. L’Internationale argentine participa de la serie compuesta por el proyecto presidencial de Macedonio Fernández y el plan para tomar el poder en Los siete locos y Los lanzallamas, de Roberto Arlt, el primero de los cuales consiste en la exposición del proyecto de El Astrólogo de «construir una ficción que actúe y produzca efectos en la realidad», como sostiene Piglia. En esa serie, la novela de Copi parece ocupar el sitio que dejó vacante el abandono de «El hombre que será presidente», la novela acerca de la campaña presidencial de Macedonio Fernández que —y aquí regresamos a Borges, si es que en algún momento nos hemos alejado— éste y otros amigos de Macedonio comenzaron a escribir en 1927, y su argumento parece glosar el de aquella novela tal como lo recordaba Borges en 1960: «En la obra se entretejían dos argumentos: uno visible, las curiosas gestiones de Macedonio para ser presidente de la República; otro, secreto, la conspiración urdida por una secta de millonarios neurasténicos y tal vez locos, por lograr el mismo fin. Estos resuelven socavar y minar la resistencia de la gente mediante una serie gradual de invenciones incómodas» que, en la campaña presidencial efectivamente emprendida con gran ironía por Macedonio en 1920, tenían por finalidad, según César Fernandez Moreno, «crear un verdadero malestar general, para suscitar la necesaria venida de un gran caudillo que lo conjurara, o sea el propio Macedonio. Medidas concretas propuestas por él en ese sentido eran: repartir peines de doble filo, que lastimaran el cuero cabelludo de quienes los usaran; instalar salivaderas oscilantes, que imposibilitaran acertarles; solapas desmontables, que se quedaran en las manos del contendor cuando, en el calor de la discusión, se tomara de ellas para convencer al contrario; escaleras desparejas, donde las dificultades para calcular el ascenso o descenso de cada escalón agotaran a quienes pretendieran subirlas o bajarlas».

 

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A treinta años de su muerte, la omisión de la obra de Borges en el repertorio de la literatura argentina contemporánea parece constituir una de esas incomodidades voluntarias e inútiles creadas por Macedonio Fernández. Si la certeza de Alan Pauls de que la obra de Borges sigue siendo «de una exigencia que sobrepasa las que pueden proporcionar el mercado o los medios», la imposibilidad de resolver el «problema Borges» por parte de los escritores argentinos más recientes tal vez ponga de manifiesto su dependencia absoluta a estos dos extremos a la hora de conformar su juicio crítico; si la omisión deliberada de Borges «normaliza» la literatura argentina, equiparándola a las otras literaturas de la región —todas las cuales, y esta es su principal carencia, no tuvieron un Jorge Luis Borges—, esa misma omisión la desacredita; digámoslo así: sin Borges, la literatura argentina no vale mucho, casi nada. Es, además, una literatura cuya negación del pasado supone una reducción considerable de las posibilidades futuras, ya que, como sostiene Pauls, «cualquier idea sobre la literatura que conciba o practique un escritor argentino se mueve en un campo de problemas, disyuntivas y enigmas que la literatura de Borges delimitó, organizó y a su manera “solucionó” […] Somos borgeanos porque cualquier decisión que tomemos, por anómala o salvaje que sea, ya está inscripta de algún modo —como problema, como excentricidad demente, incluso como pesadilla— en el horizonte que Borges trazó».

En su ensayo «¿Qué es un clásico?», el premio Nobel sudafricano J.M. Coetzee da cuenta de los casos de T.S. Eliot, quien fue considerado uno prácticamente desde sus comienzos, y de J.S. Bach, cuya obra fue ridiculizada tras su muerte y sólo recuperada décadas más tarde. ¿Es Borges nuestro nuevo Bach?, podría uno preguntarse. No exactamente. Si, según Coetzee, «el clásico es el resultado de una construcción histórica constituida […] por fuerzas históricas definidas y dentro de un contexto histórico determinado», su carácter es también ahistórico; en palabras del autor, «el clásico es aquel que supera los límites del tiempo, que retiene un significado para las épocas venideras, que “vive”». Rodolfo Fogwill afirmó en 1983, de forma contundente, que «no hay política cultural posible en la Argentina que no comience por desmitificar la figura venerable de[l] Maestro [Borges], aunque sólo sea para poner a funcionar en la producción de cultura lo que se pudo haber aprendido de él». Para Coetzee el clásico es «aquello que sobrevive a la peor barbarie, aquello que sobrevive porque hay generaciones de personas que no pueden permitirse ignorarlo»; su paradoja, la de que su interrogación, «por hostil que sea, forma parte de la historia del clásico, porque mientras un clásico necesite ser protegido del ataque no podrá probar que es un clásico». La recusación de Borges, su obliteración en la literatura argentina contemporánea, el intento de escribir «contra» o «como si Borges no hubiera existido nunca» no pertenecen tanto, en ese sentido, a la historia de la literatura argentina como a la de Borges, a su singular vida póstuma, en la que el autor de El informe de Brodie no sólo sigue vivo, sino también dando batalla.

 

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Pero yo no pensaba en ello en Angoulême, donde mis motivaciones eran otras, y mi objeto de estudio, muy distinto; de hecho, uno de los escritores utilizados para echar por tierra la hegemonía inevitablemente asfixiante del autor de Ficciones. Al tropezar con la tira, con la frase «Qui était Borges?» —más todavía, al comprender que había una genealogía posible, una forma de atravesar la literatura argentina del siglo XX para producir un recorte que fuese contra las convenciones y estuviese al margen de las luchas por el poder literario, en una línea que vinculase a Roberto Arlt, Macedonio Fernández, Borges, Copi y Piglia—, creí vislumbrar la inevitabilidad de hacer frente al problema; por mi parte, yo nunca había querido prescindir de los derechos y las obligaciones que devienen de escribir después de Borges, pero sólo en ese momento pensé que hacerlo era, también, contravenir un estado nacional de la literatura, en el que la obra de Borges no está siendo utilizada, ni para producir una literatura que, como afirmó Fogwill, ponga en juego lo que se «pudo haber aprendido de él», ni para responder a la pregunta de quién fue Borges y qué hacemos con él. Se trata, creo, de una pregunta importante y que merece ser respondida: también, y por consiguiente, de la única pregunta que es mejor que no sea respondida nunca, entre otras cosas, al menos de forma completa, para que esa literatura siga viva y la obra de Borges continúe produciendo efectos. En Angoulême descubrí que Copi no había podido terminar su tira, y ahora creo que, en su inconclusión, la tira es mejor y más poderosa, porque adquiere el carácter de una pregunta abierta y formulada al futuro; es decir, al presente: ¿Qué hacer con Borges? Es decir, ¿qué hacer con Borges que no sea ignorarlo, fingir que nunca existió, que su obra es un borrón o que las páginas de sus libros están en blanco? Quizás los fastos del trigésimo aniversario de su muerte sirvan para responder a esta pregunta, pero, al margen de ello, me parece evidente que de la respuesta que se le dé depende la exigencia y la necesidad de una literatura argentina de relevancia o su estancamiento en la irrelevancia, la modestia, los tonos menores, intimistas, a menudo recurrentes en el costumbrismo, que caracteriza a la literatura argentina en nuestros días.

Escrito en Lecturas Turia por Patricio Pron

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