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Configurar sentido descendente

            Cuenta Alfredo Castellón que, mientras preparaba con su amigo Julio Alejandro en su casa de Jávea el guión de San Manuel Bueno, mártir, éste le espetó: <<¡Pero mira que eres raro, hijo mío!>>. Una rareza que, de ser cierta, le coloca en un lugar un tanto marginal de la cultura española del siglo XX pero que, ante todo, revela su capacidad de hombre polifacético, de variopintas aficiones y profesiones: licenciado en Derecho, dramaturgo, realizador de televisión, cineasta, escritor de literatura infantil, director teatral, viajero, ocasional poeta, articulista, cuentista, ensayista... Efectivamente, el raro Castellón (Zaragoza, 1930) estudia Derecho en Zaragoza, Santiago de Compostela y Oviedo, aunque no ejercerá nunca la abogacía; de hecho, ya en 1954 se matriculará a instancias de José Pérez Gállego en la Escuela Oficial de Cine en Madrid —aún bajo la denominación de IIEC— para conjugar sus inquietudes de cinéfilo, lector y viajero, y donde realizará la práctica de curso de trece minutos Jarillo García (1955), aunque su carrera queda finalmente inconclusa. Y una carta de recomendación de Luis G. Berlanga le conduce poco después a Roma, donde comienza como meritorio un rodaje inacabado de Michelangelo Antonioni, traba amistad duradera con María Zambrano[1] y se matricula en el Centro Sperimentale de Cinematografia, donde sí se terminará graduando en cine.

            Su escasa producción para la gran pantalla pertenece precisamente a los primeros años de su carrera, en los que realiza algunos documentales de cortometraje. Ya en Nace un salto de agua (1954) —una oda a la tecnología española con el pretexto de la construcción de la presa de San Esteban del Sil en Orense desde las primeras mediciones hasta su definitiva formalización— quedan dibujados los trazos estilísticos que configurarán el esqueleto formal de la trayectoria posterior del director: afán divulgativo, preocupación por la calidad de la fotografía (aquí un cuidado blanco y negro de Juan Julio Baena), textos un tanto retóricos y un detallista trabajo en la mesa de montaje. El tono y la estética son similares a los de cualquier documental coetáneo al uso, ya desde la voz over a cargo de Matías Prats que recita un breve y algo ampuloso texto, y un toque ciertamente triunfalista aprovecha para alabar (tanto en lo tecnológico como en lo humano) la moderna ingeniería española en una época en que el régimen intentaba vender una imagen de modernidad. La cámara se recrea en la labor de las enormes máquinas (se trataba de un trabajo por encargo de la empresa Saltos del Sil), manifestando una enorme fascinación por ellas, y en la de la esforzada mano de obra de los operarios, que se convierten en protagonistas del discurso y llegan a poner en riesgo su vida en aras del progreso tecnológico.

            Otros cortos cinematográficos posteriores, siempre en 35 milímetros, se suman a este primer acercamiento al documental, con un planteamiento similar: Bailes de Galicia y Sonata gallega (ambas de 1960), con el ballet de La Coruña; las primeras aproximaciones al universo pictórico Velázquez y su época (1962) y La paleta de Velázquez (1962: en los créditos aparece como realizador Manuel Hernández Sanjuán); y el documental sobre iconografía religiosa Los inútiles (1963: en los títulos se asigna a Juan Miguel Lamet la labor de realización). Además, la carrera de Castellón en el cine se completa — al margen de sus dos trabajos como realizador de largos, que luego comentaremos— con su labor como ayudante de dirección en Ángeles sin cielo, de Sergio Corbucci y Carlos Arévalo (1957), y como co-guionista en El bordón y la estrella, de León Klimovski (1966), y en Una historia de amor, de Jorge Grau (1969).

 

La televisión

            En octubre de 1956, Castellón ingresa en la plantilla de la incipiente Televisión Española como realizador de continuidad y de directos: <<Estaba estudiando en la universidad y me enteré, junto a los hermanos Summers, de que la televisión estaba buscando gente para comenzar su andadura. Me animé...>>. Le contrataron, y allí permaneció durante más de tres décadas de vida profesional, con el paréntesis de algún año sabático que se tomó para viajar por todo el mundo[2].

            Castellón, que contaba como currículo con su título italiano, comienza siendo el responsable de la programación en directo de los sábados. Para aquella televisión primitiva, pero atenta a la cultura y en batalla permanente con la censura, realiza pronto breves dramáticos basados en sainetes de los hermanos Álvarez Quintero, la serie Palma y don Jaime y Érase una vez, basada en cuentos infantiles de Jaime de Armiñán (1957), así como el programa cultural Tengo un libro en las manos de Luis de Sosa (1960). Después se especializará en dramáticos como Primera fila (con El avaro de Molière, una de sus obras más recordadas, de 1961) y los famosos Novela y Estudio 1 (o Teatro breve, Teatro de siempre, o simplemente Teatro, según las épocas), muchas veces emitidos en directo (después ya grabados en videotape), con los que muchos españoles nos iniciamos (en una época poco propicia a cualquier tipo de iniciación) en la literatura; Castellón fue uno de los más habituales y eficaces realizadores de este tipo de espacios junto con Gustavo Pérez Puig, Cayetano Luca de Tena, Juan Guerrero Zamora, Pedro Amalio López o Alberto González Vergel. Así, la etapa más intensa de la carrera del director zaragozano coincide también con los años de esplendor de la televisión en España, su llamada edad de oro[3], y su cámara pone imágenes a textos de los más grandes autores como los clásicos griegos, Shakespeare, Molière, Calderón de la Barca, Dumas, Chejov, Beckett, Coward, Osborne, Strindberg, Henry James o escritores españoles contemporáneos como Benavente, Mihura, Llopis o Nieva. Castellón dirige en ellos a un amplio elenco de actores de varias generaciones y registros interpretativos como José Bódalo, Fernando Delgado, Emilio G. Caba, Amparo Baró, Fernando Guillén, Charo López, Tina Sáinz, Manuel Galiana, Emma Penella, Victoria Vera, Marisa Paredes o Eusebio Poncela.

            Su obra televisiva contará igualmente con colaboraciones en Pedrito Corchea, La familia de los Martínez, Tengo un libro en las manos, Usted pregunte lo que quiera, que yo le contestaré lo que me dé la gana (Álvaro de Laiglesia), Cámara 64 (Goya), Figuras en su mundo (1966-67), serie dedicada a personalidades de la cultura española, La música (divulgación del arte musical, 1967) o El último café (Alfonso Paso, 1970-72). Realiza también doce episodios del dramático de temática judicial Visto para sentencia (1971), protagonizado por Javier Escrivá, o las muy prestigiosas entregas de la serie Biografía dedicadas a Azorín, Antonio Machado —que fue muy censurada: casi la mitad de su metraje— y Santiago Ramón y Cajal. Su labor en el medio se completa, entre otros muchos espacios, con Encuentros con las letras (desde 1976), la serie dramática sobre la lucha de sexos Nosotras y ellos o Tiempo libre, tiempo pleno, y culminará en los años ochenta con la divulgativa Mirar un cuadro. Para este popular programa, estandarte de una cierta televisión de calidad de la primera era socialista, Castellón ilumina y filma, entre otros lienzos, Adán y Eva de Durero, La rendición de Breda y La Infanta doña Margarita de Velázquez, la Venus de Tiziano, El dos de mayo de Goya o Las tres gracias de Rubens, entre otros lienzos de El Bosco, Tintoretto, Ribera, Watteau o El Greco. Castellón ha teorizado también sobre su trabajo en el medio en su contribución a la Enciclopedia Juvenil de la editorial Palá (1974) y en el artículo "Mis programas culturales en televisión"[4].

            La obra audiovisual del creador aragonés, que contiene otros espacios televisivos como Stop y Mujeres (con el episodio dedicado a su querida María Zambrano), incluye también los programas Los maniáticos (1982), Esta es mi tierra. Aragón, dos ríos, con José Antonio Labordeta (1983) y La voz humana (1985). Todo ello le vale en 1966-67 una Antena de Oro de la Agrupación Sindical Nacional de Radio y Televisión y en 1999 la concesión del Premio Talento en la modalidad de Realización otorgado por la Academia de Ciencias y Artes de Televisión.

 

Los largometrajes

            Sin duda en sintonía con sus trabajos para la televisión, Castellón ha acometido la adaptación para largometraje de tres obras singulares (una de ellas no filmada) de la literatura española del siglo XX. La elección de los autores, Juan Ramón Jiménez, Ramón J. Sender y Miguel de Unamuno, no nos parece inocente sino, antes bien, bastante significativa de la ideología subyacente en ella. Ya en 1965 (en pleno franquismo, pues), Castellón acometerá el trabajo de llevar a la gran pantalla Platero y yo de Juan Ramón Jiménez, si bien esta vez ocurre un tanto de rebote, pues sustituye al director previsto y asume el proyecto como propio. Tal cometido podía verse como una prolongación en gran formato de sus trabajos televisivos coetáneos, pero no era una tarea sencilla convertir en imágenes fílmicas la prosa poética de Juan Ramón. La elección tomada por Castellón consistía en combinar cierta intención biográfica del poeta con el aire lírico proveniente de su calidad de adaptación, aunque libre, del texto original. A tal efecto, el director desarrolló una amplia investigación en la comarca onubense, intentando siempre rodar en los emplazamientos auténticos que evoca el libro. El afán de autenticidad documental era contrarrestado (quizá de manera algo abrupta) por la plasticidad y la intensa componente lírica que adornaban el relato, asumiendo el riesgo de convertirlo en algo más edulcorado; el guión, además, se centraba especialmente en la narración del amor de Jiménez desdoblado en la inocente joven Aguedilla (<<la pobre loca de la calle del Sol>>) y en Blanca, la hija del cacique local, que permitía al realizador denunciar la hipocresía y la crueldad de la sociedad descrita. Sin duda, estos fueron los elementos que provocaron que la censura se cebara con Platero y yo (además, Juan Ramón, por razones evidentes, no era bien visto a la sazón por las instancias oficiales), cortando cinco de sus escenas y declarándola no apta para menores, circunstancias que provocaron la ira del realizador, que no llegó a entender esta medida por tratarse de un cuento infantil y que tuvo que rehacer en varias ocasiones su montaje. Además, la modestia de su producción y de su casting motivó que, provisionalmente, ninguna distribuidora quisiera hacerse cargo de su exhibición. En definitiva, el film tardó varios años en comparecer ante los espectadores y lo hizo en unas condiciones poco favorables para el éxito; esta decepción (<<la experiencia fue penosa>>, recordaba una vez en Heraldo de Aragón) motivó que su director abandonara el cine y se dedicara definitivamente a los campos televisivo y literario. Platero y yo, no obstante, ha sido recientemente restaurado por la Filmoteca de Andalucía (en colaboración con la de Zaragoza), que también ha editado su guión original, presentado en el marco del Festival de Cine Iberoamericano de Huelva de noviembre de 2009.

            Más de veinte años después, Castellón volvería a verse tentado a realizar otro largometraje, aunque esta vez fuera en el marco de la televisión. Adaptar el texto senderiano Las gallinas de Cervantes[5] fue una iniciativa propia del director (a quien costó bastante convencer a los ejecutivos de TVE por lo atípico del proyecto), y el resultado artístico sería notablemente superior a su primer intento: se trata de una curiosa y bastante libre versión del relato de Ramón J. Sender, de claras resonancias surreales, que permitiría a Castellón plasmar en celuloide algunas de las líneas temáticas del Barroco español: la escabrosa frontera entre realidad y ficción, el sueño como motor de los aconteceres, la idea de la muerte como perfección...

            A partir del relato original, que se basa en el acta matrimonial en que Catalina de Salazar aportaba una cierta cantidad de gallinas a Miguel de Cervantes como dote, el film desarrolla un argumento satírico ciertamente surreal (que no surrealista, como a veces se ha dicho) y de tintes absurdos y satíricos, narrando la peculiar y ficticia metamorfosis de Catalina en ave, a causa de un extraño hechizo. Ambas obras, literaria y fílmica, desarrollan con tino el tema barroco —y tan cervantino— de los difusos límites entre realidad y ficción (incluidas ciertas inverosimilitudes históricas, voluntarias) y se sumergen en la recreación de una época y de una poética muy determinadas mediante las conexiones con el arte pictórico a través de El Greco y otros pintores del Siglo de Oro deformadores de la realidad. Todo ello impregnado de un sentido del humor sardónico que su autor no ha dudado en calificar de <<buñueliano>>: <<Buñuel no debió de conocer la obra de Sender, de lo contrario la habría filmado>>, ha afirmado.

            Así, la literatura cervantina (y la lopesca, o la propia de los corrales de comedias, tanto en lo narrativo como en lo lingüístico) o la pintura del cretense se erigen en protagonistas de un relato fílmico que se aparta ligeramente de la literalidad del de Sender con el fin de dotar de mayor visualidad al contenido. Sin embargo, la fábula es conducida por Castellón (y su co-guionista Alfredo Mañas) a los límites de un cierto academicismo —aunque es verdad que Las gallinas de Cervantes asume más riesgos narrativos y formales que otras de sus compañeras televisivas de generación— mediante una puesta en escena que, aunque efectúa interesantes juegos con el espacio off y con frecuentes y abruptas elipsis temporales, no rehúye algunas estrategias del cine de qualité. Irregular pero muy sugerente, Las gallinas de Cervantes obtuvo en 1988 el Premio Europa en el festival de televisión de Berlín, consiguiendo el propósito de la TVE de Pilar Miró, aprovechando aún la ley propugnada por el gobierno de UCD para llevar a la imagen grandes obras literarias españolas, de producir programas de prestigio internacional.

            Posteriormente, Castellón ha intentado llevar al cine, junto a Julio Alejandro, y hasta ahora sin éxito, una versión (luego convertida en obra teatral) de la novela San Manuel Bueno, mártir de Miguel de Unamuno[6]. Se trata de una adaptación bastante literal del original, sin duda a causa de la indudable conexión de los autores con la visión ideológica y estética propuesta por Unamuno; en el guión se respeta el punto de vista de Ángela, la muchacha que admira a Manuel hasta la devoción enamorada y que aquí es convertida en monja, y, por supuesto, el discurso original que plantea el debate entre humanismo y fe, entre razón y doctrina, a partir de las dudas existenciales del párroco protagonista.

 

La literatura

            Como ocurre con el cine, la actividad literaria de Castellón se maneja mejor en las distancias cortas que en las de largo alcance; se inicia en edad temprana, cuando publica en Blanco y negro, en los especiales de fin de año de 1954 y 1956, los relatos “El ladronzuelo de estrellas” y “El árbol de Navidad”, que enseñaba con orgullo a sus amigos zaragozanos de la tertulia del Niké. La Navidad y sus resonancias humanistas estarán muy presentes en su obra, que pronto se decanta por el teatro parabólico y poético para público infantil. De hecho, su primer volumen editado, Teatro breve para Navidad, incluye las piezas "El pastor y la estrella" (un pastor pobre regala al Niño lo único que tiene, una estrella que ha robado al cielo), "Luces en el árbol" (las difíciles relaciones entre abuelos y nietos en época navideña) y "El trío de los dos viejos" (dos ancianos y un niño como mendigos callejeros), donde domina más el componente humano, siempre bajo el paraguas de la alegoría, que el religioso. Estas obras, además, fueron presentadas por TVE entre 1959 y 1962 coincidiendo con las fiestas navideñas. En la misma línea literaria, en 1961 queda finalista del Premio de Teatro Valle-Inclán con La pasión de Bubú, y años después publicará Teatrillo de Navidad y la pieza alegórica Jimi-Jomo. Su obra para primeros lectores incluye también, aunque con un planteamiento bien distinto, Cervantes para la imagen y la imaginación, adaptación de textos cervantinos que cuenta con "El retablo de las maravillas", "El mono adivino" y "Los títeres de maese Pedro" en la que ensaya una modernización del lenguaje para este tipo de receptor y trata el tema cervantino del teatro dentro del teatro y de las fronteras entre realidad y ficción que le lleva a reflexionar sobre las incertidumbres de la existencia humana. Y se cierra con El más pequeño del bosque, ejercicio de narrativa infantil con un epílogo de María Zambrano y partituras de nueve canciones a cargo de Cristóbal Halffter, que sufrió algunos problemas con la censura.

            Castellón siempre se ha declarado admirador y deudor del teatro del absurdo, especialmente de Jean Tardieu (o el propio Ionesco, con el que mantiene numeroso elementos de contacto), y se atisba también en su obra el legado de Miguel Mihura o de Jardiel Poncela (en Los asesinos de la felicidad, por ejemplo, estrenada en el madrileño Teatro Beatriz en 1967). Esa veta será explotada por el autor en obras como Monólogos y diálogos; los primeros incluyen varias parábolas sobre la muerte, con una alegoría de Caronte y la laguna Estigia; un enfermo terminal agnóstico que se enfrenta a los últimos días de su vida; un ladrón que habla con Cristo crucificado en el Gólgota y termina retando a Dios; o las reflexiones de un guardián de una cárcel turca dedicados a los presos antes de que éstos sean ahorcados. Entre los diálogos sobresalen "El grito del agua", conversación en Graus entre un Joaquín Costa anciano y otro de veinticinco años, marcada por el desengaño y el fracaso de los ideales, un monólogo que luego se convertirá en espectáculo de lectura dramatizada[7]; "Dulce compañía", radiografía del tedio conyugal con final esperanzador; o los antimilitaristas "Fusilados al amanecer" y "El saludador" y el anticapitalista "La isla de los burros".

            Su teatro se convierte en huésped de colegios mayores y universidades, sobre todo en el momento en que éstos concentran la mayor parte de la cultura subterránea, y después destacará en el ámbito de la lectura dramatizada propuesto por diversas instituciones públicas. Otras piezas breves de alcance alegórico son Los asesinos de la felicidad, en la que dos parlanchines oradores de Hyde Park mantienen absurdos diálogos sobre lo humano y (menos) lo divino; Las conexiones, asunto futurista y anti-utópico con un porvenir tecnificado y deshumanizado; o La intertextualidad, estrenada por la SGAE en 2004 como lectura dramatizada, que el autor califica de <<farsa o esperpento>> y que resulta ser  una denuncia del plagio, de la figura del negro literario y de los <<sin escrúpulos intelectuales>>.

            La obra escrita de Castellón se completa con otros textos, como la traducción al castellano de la pieza Salsa picante, de Joyce Rayburn; la versión de la obra de María Zambrano La tumba de Antígona, que además dirige en teatro; sus aportaciones narrativas a libros colectivos[8]; y diferentes textos de creación o ensayo aparecidos a lo largo del tiempo en revistas como Blanco y negro, Botheghe Oscure en sus años italianos, Índice, Quimera, Rolde, Art Teatral, Archivos de la Filmoteca o la propia Turia, así como en la prensa local (Heraldo de Aragón).

            Hombre de espíritu independiente y variada impronta creativa, Castellón, en definitiva, ha puesto en práctica a lo largo de su trayectoria en varios ámbitos artísticos sus deseos de libre expresión, reclamando la voz de la cultura (con minúsculas) y la palabra como mecanismos principales de comprensión del mundo y de búsqueda del deleite intelectual. Así lo dijo en un poema publicado hace ya algunos años en estas mismas páginas: <<Pero un día / nos dijeron: / "Vuestras palabras, / vuestros gestos, / una inutilidad". / Necesitáis un guía / que ponga orden / y borre / la mirada verde / de vuestros ojos. / Y me parece que lo consiguió / porque a partir de entonces / ya no fuimos felices>>[9].

 

Selección bibliográfica

Contrapunto de Europa. Cantata en un acto, Ayuso, Madrid, 1979.

Teatro breve para Navidad, Edebé, Barcelona, 1982 [2ª edición; la 1ª es de Bambalinas, Madrid, 1973].

La pasión de Bubú. Alguien grande va a nacer, Ayuso, Madrid, 1983.

El suplicante y otras escenas parabólicas, Endymión, Madrid, 1988.

Teatrillo de Navidad, Escuela Española, Madrid, 1989.

Los asesinos de la felicidad / Las conexiones, Endymión, Madrid, 1992.

El más pequeño del bosque, Alfaguara, Madrid, 1984 (edición original en Vox Gala, Madrid, 1964).

La tumba de Antígona (versión a cargo de Alfredo Castellón), SGAE, Madrid, 1997 (hay edición italiana: La Tartaruga, Milán, 2001).

Jimi-Jomo (junto a Solimán y la Reina de los pequeños, de Santiago Martín Bermúdez), Asociación de Autores de Teatro - La Avispa, Madrid, 2002.

Monólogos y diálogos, La Avispa, Madrid, 2002.

Cervantes para la imagen y la imaginación, CCS, Madrid, 2002.



[1] A ella dedicará el artículo "¿Habrá perdón para quien estrangula una paloma?", publicado en el catálogo de la exposición María Zambrano (1904-1991). De la razón cívica a la razón poética, Jesús Moreno Sanz (coord.), Residencia de Estudiantes, Madrid, 2004, pp. 175-179.

[2] Relata Castellón todo este proceso televisivo en el artículo "Yo estaba allí", Archivos de la Filmoteca, número 23-24, junio-octubre de 1996, pp. 40-48.

[3] Para los interesados en profundizar en esta época de la televisión española se recomienda la lectura de Manuel Palacio, Historia de la televisión en España, Gedisa, Barcelona, 2001.

[4] República de las Letras, número 86, 2004, pp. 95-115.

[5] Existe una edición íntegra del guión de esta producción de 1987 en VV. AA., Ramón J. Sender y el cine, Huesca, Festival de Cine de Huesca - Gobierno de Aragón - Instituto de Estudios Altoaragoneses, 2001, pp. 159-274.

[6] Edición del guión: Julio Alejandro y Alfredo Castellón, San Manuel Bueno, mártir. Original de Miguel de Unamuno, Diputación General de Aragón, Zaragoza, 1991.

[7] Publicado en Anales de la Fundación Joaquín Costa, número 18, 2001, pp. 69-92. Existe una filmación del espectáculo, producida por la Asociación Conde de Aranda y dirigida por Ángel García Suárez, Madrid, 18 de noviembre de 2002 (disponible en youtube.com).

[8] Castellón ha publicado relatos diversos en los siguientes libros: Guillermo Alonso del Real et al., Escritores contra el racismo, Talasa, Madrid, 1998; Ramón Acín (ed.), Los hijos del cierzo, Prames, Zaragoza, 1999;  Juan Casamayor (coord.), La lucidez de un siglo, Páginas de Espuma, Madrid, 2000; Marta Sanz (ed.), Rojo, amarillo, morado. Cuentos republicanos, Martínez Roca - Fundación Domingo Malagón, Madrid, 2006. Además, es autor del microrrelato con asunto suicida "La ruleta de los recuerdos", incluido en Clara Obligado (ed.), Por favor, sea breve. Antología de relatos hiperbreves, Páginas de Espuma, Madrid, 2001.

[9] "Cuentos para niños del dos mil uno", Turia, número 35-36, marzo de 1996, pp. 122-123.

 

Escrito en Lecturas Turia por Pablo Pérez Rubio

De niño su plan era quedarse “toda la vida en casa escribiendo”, pero tuvo que salir al patio del colegio, a la calle, a la sociedad, al mundo. Y con el tiempo, tras búsquedas, aventuras, azares, músicas y lecturas, se encontró en el camino con la filosofía, una ventana siempre abierta; el mejor modo de poner en pie preguntas y discusiones. Tímido, callado, muy volcado hacia dentro (así le recuerda quien esto escribe de encuentros pasados) este hombre que confiesa no haber conseguido superar del todo su vergüenza a hablar en público, pese al ejercicio continuado de la enseñanza, ha conseguido, finalmente, dedicar, si no toda, sí gran parte de su existencia, a escribir, pensar, estudiar, poner en cuestión, desmitificar...

 

La intimidad, La banalidad, La regla del juego, Esto no es música, Nunca fue tan hermosa la basura, son distintas etapas de un trayecto que arrancó inicialmente de la fuente de un pensador como Deleuze, a quien tanto ha contribuido a difundir en castellano, y acabó encontrando, con el tiempo, su cauce personal. Los derroteros, inconsistencias y vaivenes de las sociedades contemporáneas, objeto de análisis de muchos de sus títulos, asoman en una de sus últimas entregas hasta el momento, Estudios del malestar, Premio Anagrama de Ensayo, donde, con un tono no exento de humor, observa la España actual y se detiene en determinados movimientos y partidos que, en su opinión, se aprovechan de la desazón colectiva para conseguir réditos políticos.

 

Tras varios intentos, frustrados por motivos de tiempo y agenda, esta entrevista tuvo lugar el pasado verano a través de correo electrónico. Hemos de leerla, pues, como un cruce de preguntas y respuestas a distancia. Hemos de imaginar a José Luis Pardo, que se encontraba de vacaciones, interrumpiendo sus reuniones familiares, sus caminatas (se retrata como un flâneur), y la lectura de los dos volúmenes de la biografía de Bob Dylan escritos por Ian Bell (The lives of Bob Dylan), en los que estuvo sumergido en un tiempo propicio a la calma, a la contemplación, al descanso, para proceder a contestar, a argumentar, a repasar episodios de su biografía, a señalar, una vez más, que, pese a que, de cuando en cuando, algún responsable ministerial o asesor pedagógico procure ridiculizar su presencia en los estudios secundarios, la filosofía “nos ha acompañando desde que hay seres humanos sobre la tierra y no tiene pinta de que vaya a desaparecer de un día para otro, porque no es verosímil que podamos conformarnos sin ella”.

 

“Fue en la Universidad donde descubrí mi vocación filosófica”

- ¿Qué le decidió a estudiar Filosofía? ¿Qué filósofos le deslumbraron? ¿Cuáles siguen haciéndolo hoy? Gilles Deleuze es fundamental en su trayectoria. Ha difundido su obra en España. Ha escrito distintos ensayos sobre él... ¿Cuándo y cómo lo descubrió?

- En 1972 había dejado los estudios sin llegar a terminar el Curso de Orientación Universitaria con el que entonces se coronaba el bachillerato, y me había puesto a trabajar (en varios empleos de poca monta) y a “hacer la revolución”, como entonces se decía, como simpatizante de un partido de extrema izquierda. Esto proporcionaba la seguridad moral de estar en contra del franquismo (que era algo muy importante), pero obligaba a estar a favor de ciertas cosas que nunca pude creerme del todo. Así que, poco a poco, cambié el Tratado de economía marxista de Ernest Mandel por las novelas de Sartre y de Camus y por la poesía surrealista. Esto me llevó a un libro de Octavio Paz llamado Claude Lévi-Strauss o el nuevo festín de Esopo, que me descubrió el estructuralismo, un continente intelectual en el que entré de un modo totalmente salvaje y que constituyó mi atmósfera cultural durante años. Y un día, en una librería, me encontré con un volumen titulado El Anti-Edipo, de Gilles Deleuze y Félix Guattari. Entendía muy poco de lo que decía, pero en las notas a pie de página estaban todos mis héroes literarios, políticos y artísticos, además de todos los estructuralistas, así que decidí que merecía la pena intentar entenderlo, y empecé a leer otras obras de Deleuze con ese propósito. Era un libro tan raro que yo no noté que, al meterme en ese jardín, me estaba metiendo en la filosofía (aunque creo que Deleuze tuvo la culpa de que muchas personas como yo, que no teníamos antecedente filosófico alguno y a las que nada destinaba a ese territorio, entrásemos en él por vías inesperadas, porque nos hacía ver filosofía en muchas cosas que entonces no lo parecían en absoluto, y lo hacía con una pasión y con un rigor inusitados). Fue la que entonces era mi novia la que me convenció, primero, de que terminase el curso que había dejado a medias unos años antes y, segundo, de que después de eso me matriculase en la Facultad de Filosofía en lugar de hacerlo en la de Periodismo, como yo pretendía. Aunque viviera mil años me faltaría tiempo para agradecérselo, porque fue en la Universidad donde descubrí mi vocación filosófica. Hice la carrera en el turno de noche de la UCM, porque durante el día trabajaba como traductor en la Empresa Nacional de Electricidad, y dediqué a Deleuze mi Memoria de Licenciatura y mi Tesis doctoral, además de uno de mis primeros libros, Deleuze: violentar el pensamiento, de 1990.

 

“La persecución del bienestar material es perfectamente legítima, pero este bienestar es solamente un medio al servicio de un fin”

- El hecho de que en esta sociedad tan utilitaria aún siga habiendo jóvenes que optan por estudiar Filosofía, por ejercitar el pensamiento, ya es digno de elogio, sobre todo cuando es una disciplina cada vez menos valorada en los planes de estudio. ¿Habla eso a favor de sus estudiantes?

- ¡Es que lo raro sería que esto no sucediera! Que la sociedad sea utilitaria es inevitable: si no nos dedicásemos a crear utilidad no podríamos sobrevivir. Pero si sólo nos dedicásemos a crear utilidad no querríamos sobrevivir. La persecución del bienestar material es perfectamente legítima, pero este bienestar es solamente un medio al servicio de un fin, a saber, el sentido que queremos darle a esa vida que hemos conseguido “ganarnos”. Y es de esto último, o sea, de mantener abierta la cuestión de cuál es el sentido de la existencia, de lo que se ocupa la filosofía. Los ataques a los que usted se refiere contra su presencia en las instituciones educativas son un indicio de que hay un cierto interés en dar la cuestión por terminada y ofrecernos un sentido único para nuestra vida con el que tendríamos que conformarnos obligatoriamente.

 

“Pretender que la enseñanza tenga rentabilidad social o política inmediata y beneficio económico directo es pervertir la idea misma de saber científico”.                                                                 

- ¿Es necesario hoy distanciar la enseñanza, el conocimiento, del exceso de mercantilismo, de utilitarismo? ¿Cómo hacerlo? ¿Es básicamente un problema político? ¿Todo es cuestión de voluntad política?

- La enseñanza y el conocimiento son, de entrada, distancia. Para empezar, las instituciones educativas distancian a los niños y a los jóvenes respecto de sus familias: les sacan de un plano privado, comunitario (el que significan sus apellidos y sus señas de identidad) para elevarles a un plano virtualmente universal (en el que se encuentran las ecuaciones de segundo grado o las leyes de la sintaxis) en donde sean capaces de ponerse en el lugar de cualquier otro, y no solamente de los suyos, a la hora de juzgar. Para seguir, la enseñanza pública, tal y como se concibe en las sociedades ilustradas, es un intento de distanciar a los jóvenes, durante su período de formación académica, de las desigualdades económicas, neutralizándolas mediante un sistema de igualdad de oportunidades. Eso es cuestión de voluntad política, pero la voluntad política no puede crear por sí sola riqueza, ni puede nada contra las leyes de la física o contra las de la gramática. Por eso, finalmente, para que la enseñanza y el conocimiento puedan estar realmente al servicio de la sociedad tienen que ser, paradójicamente, independientes de ella (y del poder político y económico de turno) en el terreno del saber: para que un ingeniero pueda construir los puentes que la sociedad necesita tiene que atender a su ciencia, no a los deseos de los políticos, a los sondeos de opinión o a los hombres de negocios del momento, pues sólo de ese modo el puente no se caerá al primer vendaval. Pretender que la enseñanza tenga rentabilidad social o política inmediata y beneficio económico directo es pervertir la idea misma de “saber científico”.                                                                  

 

“Es fundamental no tratar a los clásicos como momias embalsamadas”

- Precisamente en el ensayo La regla del juego se plantea la dificultad de aprender filosofía. ¿Cómo mantener vivo el diálogo con los pensadores clásicos, cómo seguir aprendiendo de ellos?

- Bueno, Gadamer solía decir (pensando, sobre todo, en la “música clásica”) que cuando llamamos a algo clásico queremos decir que, sin necesidad de reconstruir su contexto histórico, lo encontramos, por algún motivo, inapelablemente correcto. Ya que menciona La regla del juego, yo diría más bien que las obras clásicas —en el arte, en la filosofía y en todo lo demás— no lo son por ser mejores o peores que otras (a veces son imperfectas en muchos sentidos), sino porque expresan las reglas del juego al que pertenecen, su trama y su urdimbre, y por tanto al escucharlas, contemplarlas o leerlas, sentimos algo que de suyo no es sensible, a saber, la regla del bien construir una melodía, un poema, una narración, un concepto, un edificio o una composición pictórica. Si seguimos poniendo en escena obras de Sófocles o de Monteverdi, a pesar de que nuestro mundo se parece muy poco al mundo en el que esas obras nacieron y tuvieron sentido, es porque todavía nos dicen algo que nos importa, porque no son simples monumentos de un pasado histórico caduco, sino que los problemas que plantean aún no están resueltos, aún son nuestros problemas, aún nos descubren las reglas del juego al que nosotros jugamos, y por eso al contemplarlas podemos aprender algo más sobre nosotros mismos. Por tanto, para que ese diálogo sea posible es fundamental no tratar a los clásicos como momias embalsamadas ante las cuales hacer reverencias, no reducirlos a su lenguaje técnico, por muy importante que sea, y rescatarlos de aquello que la historia y los siglos de comentarios han hecho de ellos para devolverlos a la conversación, para hacer de ellos pensadores en activo y no honorables jubilados. Naturalmente, hay que conocer muy bien a un pensador (empezando por su lenguaje técnico) para poder hacer eso, pero sólo quienes, debido a ese conocimiento, ya no tienen necesidad de ponerse siempre los coturnos spinozianos para hablar de Spinoza o de decir cada dos minutos a priori para hablar de Kant son capaces, hasta donde llega mi experiencia, de quitarles el polvo a los clásicos en lugar de limitarse a sacarles brillo.


- ¿Podría señalar algunos momentos en que, personalmente, ese diálogo ha sido especialmente enriquecedor para usted? ¿Momentos de deslumbramiento, de apertura?

- No digo que me haya ocurrido sólo con ellos, pero esa sensación de no estar entrando en contacto con una filosofía sino con la filosofía, con la trama misma de lo que esa palabra significa en nuestra tradición cultural, es especialmente intensa en el caso de los pensadores de la antigüedad, sobre todo Platón y Aristóteles. Por una parte, están cultural e históricamente tan lejos de nosotros que toda tentación de manipulación, de hacerles decir lo que nos conviene, queda, si no completamente neutralizada, sí bastante desactivada, y hay que tratar sus textos con un cuidado (para empezar, con un cuidado filológico) y con una delicadeza especial. Pero, por otra parte, es casi inevitable experimentar, al hacerlo, la sensación de que las palabras que ellos utilizan aún no se han convertido en lo que acabo de llamar un “lenguaje técnico”, de que sus estrategias discursivas aún no son una “metodología”, de que están intentando pensar en vivo y dar una forma conceptual a los problemas que luego la filosofía “escolástica” y “académica” fijará en una terminología escolar, de que están haciendo “filosofía mundana”, como alguien dijo, y eso resulta increíblemente atractivo (y peligroso).

 

“Seguramente la filosofía es el único saber cuyo primer precepto es el autocuestionamiento”

- ¿Y qué hay de la autocrítica? ¿Deberían los filósofos hacer autocrítica? ¿Hasta qué

punto la filosofía se ha vuelto tan hermética que se ha alejado de la gente, de la calle? ¿Hasta qué punto no ha empatizado con el sufrimiento, con las emociones...?

- ¿De qué me suena a mí este reproche, que los filósofos no acompañan en sus sufrimientos a la gente de la calle, que no creen en los mismos dioses en los que cree el pueblo, dónde habré oído yo antes la acusación de apostasía contra el filósofo? Ah, sí, ya me acuerdo: en el proceso contra Sócrates en el año 399 antes de nuestra era, que fue condenado por impiedad y por no compartir las creencias religiosas de sus vecinos (como decía Brassens: “les braves gens n’aiment pas que/ l’on suive un autre  route qu’eux”). Como la biografía de Sócrates es el mito fundacional de la filosofía, su historia no puede ser casual: un rasgo constitutivo de la filosofía es que resulta incómoda en la ciudad, demasiado “académica”, pesada e inútil (como resultaba Sócrates para la mayoría de los atenienses). Pero no crea usted, en muchos momentos la filosofía se ha avergonzado de su falta de empatía con la sociedad y ha intentado librarse de esas acusaciones convirtiéndose en doctrina moral, en ideología política, en terapia psicológica y hasta en materia de “coaching” empresarial; lo que pasa es que, en esos casos, lo menos que le ha sucedido es que ha hecho el ridículo y ha languidecido precisamente por haberse adaptado tanto al mundo con el que pretendía empatizar que ha perdido la libertad de juicio que le permitía cuestionarlo. Sin embargo, esto no significa que la filosofía no esté incómoda en la Academia: como todos sabemos, desde su nacimiento hasta nuestros días no ha conseguido convertirse en una “carrera” o en una “asignatura” como todas las demás, y por eso está perpetuamente cuestionada en el sistema educativo. Y también ha habido ocasiones en las que ha intentado librarse de ese complejo disfrazándose con los ropajes de la ciencia, pero asimismo en esos casos ha terminado convertida en una grotesca álgebra sofística sin objeto ni contenido. Esta incomodidad constitutiva e insuperable de la filosofía se debe a que, como decíamos hace un momento, su finalidad es precisamente poner en cuestión cualquier finalidad en virtud de la cual los hombres intenten dar sentido a sus vidas, su misión es someter al examen de la razón cualquier cosa que pueda entenderse como una “misión”, empezando por la suya. Seguramente la filosofía es el único saber cuyo primer precepto es el autocuestionamiento: en filosofía no se trata nunca de elaborar una doctrina “propia” (el racionalismo, el empirismo, el idealismo o cualquiera de los rótulos que llenan los manuales de historia de la filosofía), sino de poner en discusión qué es y qué debe ser la filosofía. Pero ocurre que, con frecuencia, no nos gusta demasiado que alguien venga a cuestionar el sentido que hemos decidido darle a nuestra vida.

 

“Quienes se quejan de la falta de criterios o de valores en realidad se están quejando, no sé si sabiéndolo o no, de la libertad”

- Plantea Javier Gomá que la filosofía ha abandonado el objetivo de proponer un ideal, “una visión omnicomprensiva de un deber ser, de lo que tiene que ser el hombre y la sociedad”. ¿Qué opina al respecto?

- "Todas estas interpretaciones" -dice Hannah Arendt- "presuponen tácitamente que a los hombres sólo se les puede exigir juzgar cuando poseen criterios, que la capacidad de juicio no es más que la aptitud para clasificar correcta y adecuadamente lo particular según lo general que por común acuerdo le corresponde (...) La pérdida de los criterios, que de hecho determina al mundo moderno en su facticidad, y que no es subsanable mediante ningún retorno a los Buenos Antiguos ni mediante el establecimiento arbitrario de nuevos valores y criterios, sólo es una catástrofe (...) si se acepta que los hombres no están en condiciones de juzgar las cosas por sí mismos, que su capacidad de juicio no basta para juzgar originalmente, que sólo puede exigírseles aplicar correctamente reglas conocidas y servirse adecuadamente de criterios ya existentes". Y yo estoy de acuerdo con ella. Es más cómodo que nos den el paquete del sentido de la vida ya prefabricado, que nos digan qué deben ser el hombre y la sociedad y que nos limitemos a aplicar esos criterios de acuerdo con unos tutores encargados de evitar las desviaciones. Así sucede en las sociedades tradicionales, en donde la religión monopoliza la producción de sentido y exige mantener la homogeneidad de la comunidad de creencias. Comprendo que se pueda sentir nostalgia de esa comunidad y de esa comodidad (y dejo a los historiadores la tarea de ilustrarnos acerca de si eran o no tan idílicas aquellas sociedades). Pero, como dice Hannah Arendt, creo que sería engañar al público prometer un retorno a los “viejos buenos criterios tradicionales”: puede que eso fuera posible para los antiguos griegos que descubrieron en la polis una pluralidad civil irreductible a la homogeneidad que exigían las formas de gobierno que les rodeaban, pero para nosotros, los modernos, ha dejado de ser una opción. La estructura de convivencia política que hemos creado nació de la experiencia del terror generado por las guerras de religión en Europa, y cualquier clase de retorno a unos valores y criterios de tipo premoderno, a pesar de la buena prensa de la que disfruta (entre gentes que, curiosamente, serían incapaces de soportar esos valores durante treinta segundos seguidos), sólo podría ir en detrimento de las libertades civiles que definen el pluralismo político moderno. Porque quienes se quejan de la falta de criterios o de valores en realidad se están quejando, no sé si sabiéndolo o no, de la libertad.

 

“Puede que haya gente que prefiera mentiras agradables a verdades incómodas”

- Si hay una defensa en toda su obra es la del cultivo del criterio propio. ¿Cómo es posible que ante tanta facilidad para acceder a la información, la gente esté tan desinformada y sea tan fácilmente manipulable?

- Desde luego, para formarse un criterio acerca de algo hay que estar bien informado sobre ello, pero también hace falta tener criterio a la hora de informarse. Hoy tendemos a confundir con información cualquier dato que podemos obtener en tiempo real: pero es obvio que no es lo mismo ver lo que ahora mismo está sucediendo en una calle de Kuala Lumpur que comprender lo que uno está viendo (para lo cual habría que saber bastante acerca de la realidad actual de Malasia y de su historia), y eso sin hablar de que un dato no verificado puede ser un dato falsificado, manipulado o “posverdadero”. Sin esta verificación y sin aquella elaboración no podemos hablar de información” sino más bien de propaganda, publicidad o intoxicación. Y, lo que es peor, tendemos a llamar información también a la opinión, a cualquier opinión sin necesidad de que haya pasado filtro alguno ni haya sido jerarquizada por su relevancia. De manera que la presunta “facilidad de acceso a la información” puede estar contribuyendo a la desaparición de las estructuras capaces de dar cuenta de los hechos y a su sustitución por la fabricación ad libitum de “hechos alternativos” al gusto de los consumidores y de hojas parroquiales que les confirmen en la fe que ya antes tenían. Y puede que haya gente que prefiera mentiras agradables a verdades incómodas. Tener un criterio propio no es dificilísimo, pero es muchísimo más fácil no tenerlo.

 

“Procuro huir de todo lo que pueda significar adoctrinamiento”

- ¿Cómo se combate eso desde la universidad? ¿A título personal cómo contribuye a la formación de jóvenes estudiantes, ciudadanos, capaces de pensar por sí mismos?

- Ya he dicho que intento tratar a los estudiantes como a adultos, y creo que ese es el núcleo de la cuestión. Desde que leí El cementerio de las naranjas amargas, de Josef Winkler, siempre he llevado conmigo, a título de advertencia, una frase muy antipática del libro: «Los estudiantes que se dejan alimentar con el lenguaje universitario me recuerdan a los monos que comen en el Zoo, escupen en las manos su comida, vuelven a comerse lo vomitado y vomitan lo escupido por segunda, tercera o cuarta vez, antes de tragárselo con esfuerzo y dificultad, darse la vuelta e irse a defecar. Sin embargo, no se debe acusar o compadecer a los que se convierten en monos, sino a los que fabrican esos monos». Más moderadamente, Wittgenstein decía que enseñar filosofía no es alimentar a los estudiantes, sino ayudarles a cambiar de dieta. Y Kant, en una frase tan repetida como acertada, decía que no se trata de enseñar filosofía (“historia de la filosofía”, diríamos hoy), sino de enseñar a filosofar. Intento, pues, no fabricar monos, lo que no quiere decir que lo consiga, y procuro huir de todo lo que pueda significar adoctrinamiento.

 

“Es evidente que el valor de la rebeldía depende de aquello contra lo que uno se rebela”

- ¿En ese sentido, ser filósofo hoy, estudiar filosofía, puede ser considerado un acto de rebeldía, de resistencia?

- Quedaría yo muy bien contestando que sí, y dibujando la imagen del filósofo como un Johnny Yuma de la cultura. Pero hay que tener cuidado con estas expresiones. Las sociedades modernas lo son porque están siempre en proceso de transformación y cíclicamente revolucionan sus estructuras, a menudo con costes gravísimos para sus poblaciones. Por esta razón, la rebeldía, e incluso la revolución, tienden a ser consideradas buenas en sí mismas, como si el mero hecho de ser rebelde ya confiriese algún prestigio. Pero es evidente que el valor de la rebeldía depende de aquello contra lo que uno se rebela (ya sé que este ejemplo está muy manido, pero la sublevación del general Franco en 1936 también fue un acto de rebeldía). Pasa lo mismo con la resistencia, que su valor depende del de aquello a lo que uno se resiste (no es nada interesante tener una “tos rebelde” o una infección “resistente a los antibióticos”). Y muy a menudo la rebelión de los filósofos consiste en rebelarse contra la rebeldía misma, a pesar de su buena prensa.


- ¿Por qué sigue siendo esencial la filosofía? ¿Porque implica detenerse, parar, contemplar, ganar tiempo, en medio de las prisas, del ruido...? ¿Porque nos ayuda a mantener despiertas las preguntas, porque nos proporciona determinadas herramientas para cultivar el criterio propio en un mundo tan uniformado, tan falto de pluralismo?

- Imagínese que me hubiese preguntado por qué sigue siendo esencial la música. Yo podría responderle que no se trata de averiguar las razones por las que es esencial, sino que todo parece indicar que viene en el mismo paquete que nosotros, que nos ha acompañando desde que hay seres humanos sobre la tierra y que no tiene pinta de que vaya a desaparecer de un día para otro, porque no es verosímil que podamos conformarnos sin ella (lo que no impide que de cuando en cuando algún responsable ministerial o asesor pedagógico procure ridiculizar su presencia en los estudios secundarios). Pues pasa lo mismo con la filosofía. No es cuestión de argumentar por qué le buscamos un sentido a nuestra existencia: claro está que, en cierto respecto, nuestra existencia sería más simple si no tuviéramos que darle un significado (como también sería un poco menos complicada si no hubiera música), pero el asunto es que no podemos dejar de buscarle uno, y mientras esa cuestión siga abierta seguirá habiendo filosofía. Nietzsche decía que podría pensarse en una existencia sin música, pero que sin música la vida sería una estupidez. A mí me gustaría decir lo mismo de la filosofía, pero no me atrevo, porque he conocido a filósofos muy estúpidos.

 

“La falta de tiempo es uno de los males endémicos de los mortales”

- Me detengo en el segundo interrogante: Agobio, prisa, urgencia, estrés, son palabras del ahora. ¿El tiempo nos atenaza más que nunca? ¿Esa tiranía, ese deseo de mantenerse ocupados, sin dejar de hacer, de producir, es uno de los males del presente?

- La falta de tiempo es uno de los males endémicos de los mortales. En el mundo moderno ha adoptado la figura de lo que suele llamarse “aceleración histórica” (la sensación de que el tiempo corre aún más deprisa). Esto, obviamente, no se debe a que el tiempo vaya más o menos rápido, sino, por una parte, a la implantación de la producción industrial, con sus sistemas de medida de precisión y de aprovechamiento máximo del tiempo (time is golden); y, por otra, a que los adelantos en materia de transportes y de comunicaciones hacen que las noticias vuelen de un lado a otro del planeta en segundos (el lapso entre un suceso y la comunicación del mismo se ha reducido prácticamente a cero, pero la velocidad a la que el cerebro humano puede procesar la información sigue siendo la misma que en la prehistoria). En este siglo, sin embargo, se ha generalizado una cierta forma de modelar el tiempo social que ha dado lugar a nuevos tipos de pobreza, lo que yo alguna vez llamé “estrecheces crónicas”: del mismo modo que se han reducido las distancias espaciales, también se han estrechado los marcos temporales. Y, de nuevo, la queja de la falta de tiempo encubre la de falta de sentido: el imperio del corto plazo, que tan brillantemente ha estudiado Richard Sennett en el mundo del trabajo, hace que los lapsos de tiempo con sentido, con argumento, sean cada vez más breves y fugaces, de manera que cuando apenas hemos comenzado el relato de una fase de nuestra vida ya tenemos que darla por clausurada porque ha perdido sus condiciones de posibilidad y el relato ha dejado de tener sentido, se ha vuelto inverosímil. Ese tipo de “precariedad” creo que es una de las enfermedades más graves de nuestro tiempo.

 

“Son políticas de malestar todas aquellas que tienden a dividir de nuevo la sociedad en amigos y enemigos, socavando así el consenso prepolítico que sostiene el pacto civil”

- Lleva ya mucho tiempo dando vueltas a la idea de “malestar”, analizando los derroteros y comportamientos de las sociedades contemporáneas. La idea de “malestar” aparece en el ensayo ganador del Premio Anagrama, pero antes en Esto no es música, en Nunca fue tan hermosa la basura... También se detecta el malestar en obras como La intimidad y La banalidad. ¿Cuándo fue consciente por primera vez de ese malestar, de la erosión de los modos de convivencia, del sentimiento colectivo de conspiración, de mentira, en relación a la política, al sistema global?

- Así es, llevo mucho tiempo (más o menos desde 1995) dándole vueltas al “malestar”. Me decidí por este término por varias razones, la principal de todas la gráfica contraposición con el bienestar del “estado del bienestar”, pero ahora no sé si se entiende del todo bien. Desde que estalló la crisis económica en 2008, cuando se habla de malestar en este contexto se piensa sobre todo en el descontento derivado de las restricciones del estado del bienestar debidas a los recortes presupuestarios provocados por la crisis. Pero está claro que yo no pensaba en eso (pues en 1995 nadie preveía la crisis económica ni los recortes). A lo que yo me refería era a un cierto discurso ideológico que expresa su malestar en y con el estado del bienestar. El “estado del bienestar” es la forma que adoptó el Estado moderno tras la catástrofe de las dos guerras mundiales. Se mire como se mire, esas guerras significaron históricamente un fracaso del Estado de Derecho, una institución nacida en el siglo XVII y que supuso una forma de legitimidad política hasta entonces inédita. A principios del siglo XX, mucha gente (incluidos notables intelectuales y juristas) pensaba que esa institución había quedado obsoleta y estaba a punto de ser superada por nuevas formas de Estado. El problema es que estas nuevas formas de Estado terminaron siendo los totalitarismos. Así que, en 1945, las democracias liberales occidentales, que rechazaban tales sistemas pero que asumían las lecciones de la guerra y del movimiento obrero, firmaron un nuevo contrato civil (simbolizado por el consenso entre los partidos de centro-izquierda y de centro-derecha) en torno al proyecto político de un Estado que había de ser a la vez social (como lo eran, a su modo, los Estados fascistas y comunistas) y de derecho (como lo había sido siempre la democracia parlamentaria moderna). Esta combinación de bienestar jurídico (derechos civiles) y bienestar material (derechos sociales) es lo que llamamos “estado del bienestar”, y nunca antes se había propuesto de forma tan explícita. Las poblaciones de estos países, en términos generales, apoyaron con sus votos a estos partidos “moderados”, y sólo quedaron fuera de ese consenso (es decir, sólo se sentían descontentos en el estado del bienestar) quienes habían apostado por soluciones políticas totalitarias (comunistas o fascistas), que eran electoralmente minoritarios y se vieron rechazados a los extremos del espectro político y, casi siempre, fuera de los parlamentos. Pero no fuera de las universidades, de las editoriales o de los escenarios, es decir, del territorio de la “cultura”. Fruto de su influencia en ese territorio fue la primera explosión de rabia contra el estado del bienestar de dimensiones importantes: el Mayo del 68 francés, precedido por la publicación de La sociedad del espectáculo, de Guy Debord (pues eso era para Debord el estado del bienestar, un espectáculo para distraer al pueblo de su destino revolucionario). Las organizaciones políticas que estuvieron en aquel movimiento eran todas ellas extraparlamentarias (y lo siguieron siendo), y en ese sentido políticamente marginales, pero su retórica militante era la de la guerra, consideraban que la política auténtica era la que estaba desarrollándose en Vietnam o en Cuba, que los líderes políticos auténticos eran el Che Guevara y el General Giap, mientras que los presidentes de las repúblicas y primeros ministros de las democracias liberales eran peleles del Gran Capital. Naturalmente, sus objetivos políticos eran inverosímiles (la instauración en Francia del gobierno de los Soviets, la disolución de la familia, etc.), y en ese sentido pudo parecer una rabieta sin consecuencias políticas (De Gaulle ganó las elecciones de junio de ese año y tanto el partido comunista como el socialista perdieron diputados). Pero no fue así, para empezar porque sus consecuencias culturales fueron incalculables. De ellas nació una “nueva izquierda” (que en realidad tenía poco de nueva, era la izquierda que había sido “derrotada” políticamente por el estado del bienestar gracias a la pacificación de la lucha de clases y al nuevo pacto social), la izquierda cultural que siempre mostró su resentimiento hacia el Estado del bienestar por su carácter social (en el cual los foucaultianos, por ejemplo, veían un claro intento de control biopolítico de las poblaciones) y que, ya que no podía reavivar el conflicto de clases, puso en marcha toda una serie de “guerras culturales” a través de las llamadas “políticas de la identidad”, que sin duda son lo que yo llamaría políticas de malestar, que no proponen ningún modelo político alternativo pero que minan sistemáticamente la figura central del “sistema” erigido en 1945 en las democracias occidentales avanzadas, que seguía siendo la del ciudadano autónomo y sujeto de derechos. Es verdad que, a partir de 1970, las críticas y los ataques al estado del bienestar vinieron principalmente de la derecha (aunque ciertos elementos de esas críticas se volvieron políticamente transversales), y de ellos nació también una “nueva derecha” (que tampoco tiene mucho de nueva), más mediática que “cultural”, que no tardaría en proponer, con gran éxito electoral, sus propias políticas de malestar. Porque son políticas de malestar todas aquellas que, aunque —como sucedía con los “objetivos” del Mayo francés— propongan unas metas positivas quiméricas y extremistas (el cierre total de las fronteras nacionales o su total eliminación, por ejemplo), tienden a dividir de nuevo la sociedad en amigos y enemigos, socavando así el consenso prepolítico que sostiene el pacto civil. No triunfan porque los votantes “crean” en la viabilidad de esas metas “positivas” (fantasmales y mal definidas), sino porque “quieren” los medios “negativos” o agresivos que proponen sus propagandistas, porque desean ver castigados a sus enemigos, esos enemigos (la “casta”, la “inmigración”, los “enemigos del pueblo”…) construidos ad hoc a los que consideran culpables de todas sus desgracias.

 

- Libro a libro ha ido evolucionando en la idea. ¿De qué manera? ¿Ha tenido algo que ver Freud y su concepto de malestar de la cultura como punto de partida? Él creía en el poder salvador de la cultura, en la búsqueda de ideales comunes, en el compromiso con esos ideales... ¿Es esa carencia la que conduce al malestar?

- Es evidente que el subtítulo de Esto no es música (“Introducción al malestar en la cultura de masas”) es un juego de palabras con el título de la obra de Freud, pero poco más. Mi objetivo al hablar de malestar en la cultura era ese tipo de “resentimiento” contra el estado del bienestar que se refugió en el territorio de la cultura, según acabamos de decir. Porque aquellas guerras culturales centradas en la identidad pasaron pronto a convertirse en políticas de malestar, de discriminación, de enemistad, creando lo que podríamos llamar una cultura del malestar en y contra el estado del bienestar. El concepto de identidad sustituyó al de “clase social” como objeto del nuevo conflicto, y lo malo que tiene la identidad como identidad política es que siempre es antagónica (se basa en la negación de la identidad del enemigo), y ataca los pilares del Estado de Derecho. O sea que, a mi modo de ver, no se trata tanto de la carencia de ideales comunes como de la destrucción del proyecto colectivo ideado justamente como solución para terminar con el “estado de guerra”.

 

“Es evidente que algo falló en los medios de comunicación que tenían como tarea la formación de una opinión pública libre y plural”

- ¿Qué parte de culpa tienen los medios de comunicación en todo esto? Todorov indicaba que sin pluralismo en la información no puede haber democracias sanas. ¿Cómo es posible que se nos ofrezcan cada día titulares falsos, interesados, con tanta impunidad?

- Hay un factor importante en todo esto que no hemos mencionado apenas. Las políticas de malestar de las que venimos hablando no se impusieron en Europa o en América mediante dictaduras militares o Estados totalitarios, sino mediante el voto popular con plenas garantías jurídicas. Fue “la gente” o ese “pueblo” que a veces se idealiza el que puso en el poder a Reagan, Thatcher, Bush, Trump, Tsipras, etc., y el que llevó a Marine Le Pen a disputar la presidencia de la República francesa. Es muy sencillo decir que estas poblaciones “fueron engañadas” por la propaganda y la intoxicación mediática, pero no se trata de poblaciones analfabetas o carentes de acceso a los instrumentos de crítica que permiten formarse un criterio propio. Es evidente que “algo falló” en los medios de comunicación que tenían como tarea la formación de una opinión pública libre y plural. También lo es que los medios de comunicación que hoy llamamos “tradicionales” (como si hubiera otros) han entrado en una crisis estructural por diversas y complejas razones (que no son únicamente tecnológicas) y que, en su búsqueda desesperada de clientes que permitan su supervivencia como empresas, han tendido por ello mismo al “sensacionalismo”, es decir, a convertirse más en catecismos que dan a sus lectores lo que éstos quieren recibir y les confirman en la opinión que ya tenían antes de leerlas, que en instrumentos que ofrecen a esos lectores los elementos que les permitirán construir un criterio autónomo. El descrédito de las fuentes de la verdad material (el conocimiento de los hechos y de los diversos puntos de vista sobre ellos) es una condición necesaria para la proliferación de titulares periodísticamente impresentables. Pero en ese descrédito las empresas periodísticas también tienen una parte importante de responsabilidad (o, quizá mejor dicho, de irresponsabilidad).

 

- Un pequeño inciso. Vayamos a su ensayo  La intimidad, donde se refería a “la inundación de obscenidad” y detectaba dos tipos de pornografía: la sentimental (explotación de los secretos de familia) y la política. Esa tendencia, lejos de disminuir, ha aumentado. Las redes sociales, su mal uso, han contribuido a ello. ¿Estamos inmunizados ya, hemos perdido la noción de intimidad?

- Hay una gran diferencia entre escribir en un periódico y escribir en Facebook, en twitter o en un blog. Hay mucha gente que, por no haber conocido los periódicos en la época en la que tenían significado como formadores de opinión pública, la desconoce. La diferencia se puede expresar de muchas maneras. Una podría ser que el periódico es un dispositivo en el cual “lo que pasa” es sometido a un montón de controles, mediaciones y contrastaciones, hasta que se convierte en información, y sólo entonces entra en el periódico, con la jerarquía que le corresponde. Por supuesto, en el periódico también hay opinión, debidamente señalizada (para que nadie la confunda con “información”, con publicidad o propaganda) e igualmente sometida a controles y valoraciones jerárquicas, y debidamente distinguida de la opinión del equipo directivo del periódico, que es la que se expresa en el editorial y la única que no lleva la firma de una persona física que se hace responsable de ella. En las redes sociales no hay nada de eso. “Lo que pasa” no es sometido a mediación, control o contrastación alguna, y por tanto no es información, sino únicamente comunicación directa de “lo que le pasa” (por la cabeza o por otros órganos) al que escribe o se expresa. Es indistinguible lo que en esto haya de opinión, de información, de publicidad o de propaganda (muy a menudo propaganda de sí mismo). En este oleaje de palabras e imágenes (básicamente privado o comunitario, pero no público —se dice community manager, no society manager), por tanto, no hay casi nada más que el factor emocional (“me gusta”, “te sigo”, o por el contrario te insulto y te odio y te descalifico), que por su parte puede ponerse al servicio de lo comercial o de lo ideológico. Hoy, en efecto, la diferencia entre la pornografía sentimental y la política es casi imperceptible (se califica como “programas de debate político” a algunos espacios televisivos que tienen exactamente la fórmula de las tertulias “del corazón”). Todo esto son maneras de convertir en privado (como privados son los sentimientos) lo público, que tienen poco que ver con la intimidad.

 

“En una sociedad presuntamente tan abierta como la nuestra, escasean los espacios en donde se pueda libremente argumentar”

- Y de aquí a la “banalidad” el trecho es muy corto, ¿no? Es evidente que el debate a todos los niveles, político, cultural, se ha banalizado. ¿Aún puede salvarse o todavía es susceptible de banalizarse más?

- No me atrevo a decir que ya no hay salvación, ni tampoco que no se pueda aún profundizar en la banalización. La banalidad, en el sentido de la “normalidad”, es un invento a veces muy necesario. El problema no es tanto que la gente no esté argumentando a todas horas, porque la argumentación nunca ha sido demasiado popular. Lo malo son ese tipo de dispositivos, cada vez más abundantes, que no sólo no propician la argumentación sino que excluyen por completo su posibilidad. En una sociedad presuntamente tan abierta como la nuestra, escasean los espacios en donde se pueda libremente argumentar.

 

- En Estudios del malestar hay un tono de ironía evidente a lo largo de todo el recorrido que, en cierto modo, puede llevarnos al Milan Kundera de su última novela, La fiesta de la insignificancia: “Sólo desde lo alto del infinito buen humor puedes observar debajo de ti la eterna estupidez de los hombres y reírte de ella”... “Comprendimos desde hace mucho que ya no era posible subvertir el mundo, ni remodelarlo, ni detener su propia huida hacia adelante. Sólo había una resistencia posible: no tomarlo en cuenta”. ¿Hay algo de esto en su entrega?

- Ojalá. Me resulta difícil evitar el humor, porque en muchísimas ocasiones lo encuentro mucho más eficaz y hasta mucho más completo que un sesudo argumento crítico. Sin embargo, por decirlo en los términos de Kundera, al mundo no le gusta nada que no se le tome en cuenta. Quiero decir que cuando se hace una broma sobre algo la gente suele ofenderse e identificar la broma con el “no tomar en serio” aquello sobre lo que se bromea. Yo no creo que sea así. He visto a moribundos bromear sobre su propia muerte inminente, y dudo que no se la tomasen en serio. Ya lo he dicho muchas veces: el Conde de Shaftesbury decía que una buena broma es aquella que, en cierto modo, podemos tomarnos en serio; yo suelo añadir que algo no es verdaderamente serio a menos que, en algún sentido, podamos tomárnoslo a broma.

 

- En Estudios del malestar se detiene en determinados movimientos y partidos que, en su opinión, se aprovechan del malestar colectivo para conseguir réditos políticos. A todos ellos los denomina populistas. ¿No cree que se están metiendo demasiadas cosas en el saco del populismo?

- Sin duda. Se trata de un término que, desde las dos últimas décadas del siglo pasado, se ha venido usando peyorativamente en el ámbito mediático de la contienda política como marca de infamia para descalificar al adversario como enemigo (más o menos disimulado) de la democracia y del Estado de Derecho (y, por tanto, para reafirmarse uno mismo como defensor de ambas cosas), y se ha usado con tanta extensión, con tanta amplitud, con tanta variedad y para casos tan distintos que parece, por ello mismo, haber perdido todo valor conceptual. O, mejor dicho, parecía haber perdido todo valor conceptual hasta que algunos de sus destinatarios decidieron, en torno al cambio de siglo, convertir la marca de infamia en signo de distinción (por utilizar la terminología de Pierre Bourdieu) y conferirle al término una significación positiva, dotarle de una carga (al menos aparentemente) teórica, resemantizándolo para convertirlo, no solamente en un instrumento político legítimo, sino incluso en la esencia misma de la política, quizá en la única forma de hacer política adecuada a los tiempos. Es a este uso al que yo principalmente me refiero, porque Estudios del malestar es, como todos los míos, un libro de filosofía (de filosofía política, en este caso), no un panfleto sobre partidos o movimientos.

 

“El término ‘populismo’ es a la política lo que al periodismo es el término ‘sensacionalismo’”

- ¿Todo lo que sean propuestas para mejorar la vida de la gente, para combatir la desigualdad, es populismo? ¿En su opinión, todo populismo es igualmente negativo, nefasto? Y una última pregunta sobre el tema: ¿Al proponer mejoras para la sociedad, no es toda política, por naturaleza, populista?

- Voy a intentar explicarme con un ejemplo. Yo diría que el término “populismo” es a la política lo que al periodismo es el término “sensacionalismo”. Es verdad que para un periodista es muy fácil acusar a la competencia de “sensacionalista” cuando publica una noticia con la que le va a superar en ventas de ejemplares, y sin embargo… ¿qué periodista no ha apretado alguna vez el botón amarillo para alegrar un poco las cifras de ventas o de visitas a la página web? Es más, ¿qué periódico no practica todos los días una forma salvaje de sensacionalismo aceptado cuando mantiene a los redactores atados al mandato anónimo de los usuarios —porque no se les puede aún llamar “lectores”—, esos usuarios que hacen click en tal o cual titular o lo tuitean o lo propagan en Facebook? Pero, ¿qué conclusión hemos de extraer de ello? ¿Acaso que hay que dejar de hablar (al menos peyorativamente) del “sensacionalismo”, que hay que renunciar al término puesto que la infección se ha generalizado, o que hay que resemantizarlo para hacer del sensacionalismo algo bueno, que hay que resignarse a la confusión de “periodismo” con “sensacionalismo”? ¿Que como ahora todo periodismo tiende al sensacionalismo ya sólo cabe distinguir entre un sensacionalismo bueno —el que se pone al servicio de causas “populares”, “políticamente correctas” o moralmente intachables— y un sensacionalismo malo? Yo diría que no. Yo diría que, por muy extendida que esté la enfermedad, el sensacionalismo no deja de ser una patología por la que el periodismo se desangra y abandona el terreno del interés público (o sea, el de servir como instrumento para la formación de la opinión pública, que es una función esencial en las sociedades democráticas) para convertirse, como alguien dijo, en mero seguidismo de los intereses del público, frecuentemente de los intereses más bajos y más viles, a menudo contradictorios y siempre cambiantes y opacos, y que desde luego nada tienen que ver con el interés público. Es decir que, a pesar de todo, merece la pena conservar la diferencia (por lo menos la diferencia de iure) entre periodismo y sensacionalismo, y que incluso los fines más santos se pervierten cuando se persiguen por medios mezquinos que convierten la información en propaganda sentimental. Pasa algo parecido con el populismo. Es muy fácil para un político descalificar al adversario por “populista” por decirle a la gente lo que quiere oír, aunque no sea verdad, y prometerle cosas que sabe imposibles de cumplir, o sea, por desplazarse aquí también desde el interés público al interés del público. Pero sería muy difícil encontrar a uno solo que, en campaña electoral, no haya recurrido alguna vez a esos mensajes o a esas promesas para conseguir un puñado de votos o para mejorar en los sondeos. Pero eso no significa, creo yo, que haya que abandonar el término porque todos los partidos caen a veces en el populismo, o redefinirlo para conformarse con elegir entre populistas mejores y peores, renunciando así a la diferencia entre “populismo” y “política”. Aunque sea de una forma aparentemente imprecisa, el término nos ayuda a expresar algo que tienen en común maneras de hacer política que parecen separadas por grandes barreras ideológicas, culturales, religiosas o económicas, y a ver que todas ellas constituyen una amenaza real para la democracia representativa, uno de los principales peligros transversales que la acechan desde su interior. Cuando la democracia funciona bien (y reconozco que esto no pasa todos los días ni en todas partes), el político que alimenta las bajas pasiones de su clientela o hace promesas inverosímiles acaba pagando ese vicio en las urnas. Sólo hay una manera de librarse de pagar el precio político de la mentira, y consiste en forjar el mito de un enemigo omnipotente y despiadado que penetra todas las instituciones, que pervierte conspiratoriamente todos los espacios de libertad y de crítica y que es inmune a los mecanismos formales de la democracia liberal. Y esa es precisamente la fórmula populista. Y cuando esta fórmula tiene éxito, cuando cala con eficacia en la ciudadanía —y por el momento está teniendo bastante éxito—, cala también la idea de que, para vencer a ese enemigo, hace falta algo más que la democracia social de derecho y algo mejor que la política en su sentido moderno. Para lo cual es necesario apelar a un pueblo que tiene que desbordar la Constitución para luchar contra sus enemigos. En ese momento, la política es sustituida por la moral (o por una política “moralizada” que exige un cierre de filas frente a los enemigos del pueblo y anula el pluralismo). Y lo que entonces pasa factura en las urnas es contradecir los deseos de la clientela o negarse a prometer quimeras.

 

“El populismo no es una alternativa al neoliberalismo (ni tampoco al contrario): ambos son síntomas pertenecientes a un mismo síndrome de decadencia de la política”

- ¿No sería igualmente enriquecedor desmontar los dogmas neoliberales, esa cobardía, docilidad, que se ha inyectado a la sociedad para hacer creer que no hay alternativas de cambio, que hay que resignarse?

- Pero es que con el término “neoliberalismo” pasa lo mismo que con el término “populismo”. ¿Qué es el neoliberalismo? ¿Se trata de las doctrinas jurídicas de Hayek o de las teorías económicas de Friedman y la escuela de Chicago? ¿O se trata más bien de las políticas aplicadas en EE.UU. por Reagan o en el Reino Unido por Margaret Thatcher? ¿Habría que incluir también el laborismo de la tercera vía de Tony Blair? ¿“Neoliberalismo” es sinónimo de mercantilismo proteccionista, de corporativismo de amiguetes, de anarcocapitalismo, o de lo que a veces se llama “liberalismo social”? ¿No estaremos creando, al hablar de “neoliberalismo”, un monstruo fantasmagórico de mil cabezas que cumpla la función de ese “enemigo omnipotente” que justifica las tentaciones autoritarias de los liderazgos carismáticos de corte caudillista? Creo que el principal error teórico consiste, en este caso, en aceptar la alternativa “populismo/neoliberalismo”, como si fuesen los términos de una nueva confrontación política, porque el tipo de políticas que solemos aceptar como emblema del “neoliberalismo” actual (es decir, las de los citados Reagan y Thatcher) fue precisamente el primero en ostentar en nuestro entorno el calificativo de “populista”. Que tengamos que aceptar el populismo (cuyos vicios conocemos de sobra por la historia política reciente) para no caer en el neoliberalismo, o que tengamos que conformarnos con el neoliberalismo para evitar la deriva populista, ese es, creo yo, el planteamiento cobarde y dócil al que no hay que resignarse. No es sólo cierto que el “populismo” y el “neoliberalismo” se realimentan mutuamente, sino que son perfectamente compatibles, porque se trata (utilizando el término de Lévi-Strauss que tanto gustaba a Laclau) de significantes vacíos o conceptos imposibles cuya carga es fundamentalmente emocional y retórica. El populismo no es una alternativa al neoliberalismo (ni tampoco al contrario): ambos son síntomas pertenecientes a un mismo síndrome de decadencia de la política, de ruptura del contrato social que ha sido su fundamento desde la emergencia de la sociedad moderna. Quien haya leído La regla del juego, Esto no es música o Nunca fue tan hermosa la basura sabrá que yo me he aplicado con gran empeño a la crítica de todos los dogmas del llamado “nuevo capitalismo” (la ideología de la flexibilidad, del cortoplacismo, de la privatización, etc.), aunque es verdad que también he procurado mostrar que toda esa jerga de lo fluido, lo “líquido” y lo elástico fue creada por la “nueva izquierda” antes de ser reutilizada por la “nueva derecha”. Y en eso mi posición no ha cambiado un ápice.

 

“La desafección política no es consecuencia del populismo sino al revés: el populismo es una forma de desafección política, de desconfianza con respecto a la política”

- ¿Es el populismo el origen de la desafección política, de la desconfianza hacia el sistema o el problema, como decía Tony Judt en su ensayo Algo va mal es que la socialdemocracia se olvidó de la gente? “Durante 30 años hemos hecho una virtud de la búsqueda del beneficio material: de hecho esta búsqueda es todo lo que queda de nuestro sentido de propósito colectivo” (...) “El miedo al cambio, a la decadencia, a los extraños y a un mundo ajeno, está corroyendo la confianza y la interdependencia en que se basan las sociedades civiles”, ponía de manifiesto Judt. ¿Qué opina al respecto José Luis Pardo?

- José Luis Pardo, que precisamente ha estado releyendo estos últimos meses El olvidado Siglo XX, se siente muy próximo a Tony Judt en muchísimas de sus consideraciones, y desde luego profundamente de acuerdo con la intención general de sus reflexiones. Si lo de que la socialdemocracia se olvidó de la gente significa que, como hace un momento decíamos de la prensa, los partidos socialdemócratas tienen una gran responsabilidad (por su irresponsabilidad) en la crisis que hoy atraviesan, estoy totalmente de acuerdo. No me gusta demasiado, como ya he dicho antes, el recurso a “la gente” o al “pueblo”, como si alguien tuviera el monopolio de lo que “la gente” piensa o siente el pueblo, porque esto es algo de lo que sólo nos enteramos (hasta cierto punto) a través de las urnas electorales, y quienes pretenden tener un conocimiento más directo del asunto sólo pueden ser farsantes. La desafección política no es consecuencia del populismo sino al revés: el populismo es una forma de desafección política, de desconfianza con respecto a la política y, por ende, de búsqueda de otras alternativas “supra-políticas”. Pero no nos engañemos: antes de la crisis “la gente” no estaba entusiasmada con la participación en la política y el debate sobre el modelo de país. En cuanto a la búsqueda del bienestar material, creo que también lo he dicho ya, es irrenunciable para los humanos, pero también he dicho que esa búsqueda nunca es para nosotros suficiente si no disponemos de un sentido que otorgar a ese bienestar (pues el propio bienestar material por sí mismo no nos basta), y que al menos tan importante como el bienestar material (el estar bien) es el bienestar jurídico (el tener derecho a estar materialmente tan bien como en cada caso sea posible de acuerdo con un reparto justo de la riqueza y de la pobreza).

 

“Entre sentirse mal a causa de la desigualdad y conceder el voto a un partido xenófobo o que propone “superar” el Estado de Derecho hay un salto importante, y ese salto es el que hay que investigar”

- ¿No cree que lo verdaderamente productivo, en lo que deberían trabajar intelectuales, filósofos, sociólogos, políticos de verdad comprometidos, es en la identificación de ese malestar? ¿No está la desigualdad, la corrupción de la política, los excesos del capitalismo, detrás de esta sensación que va en aumento?

- Sí, lo he dicho muchas veces. Este no es un malestar absolutamente nuevo, pero sí es un malestar que estamos muy mal preparados para combatir y que, en efecto, requiere de la colaboración entre intelectuales, filósofos, artistas y científicos sociales. La desigualdad, la corrupción política y los excesos del capitalismo son al menos tan viejos como las sociedades modernas. Toda la cuestión está en si tenemos o no instrumentos suficientes y adecuados para combatir esos males. El malestar creado por esos problemas no es una enfermedad; al contrario, es completamente sano “estar mal” ante esas realidades. Pero entre sentirse mal a causa de la desigualdad y conceder el voto a un partido xenófobo o que propone “superar” el Estado de Derecho hay un salto importante, y ese salto es el que hay que investigar.

 

“Veo muchísimas cosas positivas en la España de los últimos años”

-  Su ensayo es muy duro, muy irónico, con todo lo acaecido en España en los últimos años. ¿No ve nada positivo en la España posterior al “despertar” del 15 M? ¿No considera que es necesario un cuestionamiento del pasado, de la etapa de la Transición?

- Veo muchísimas cosas positivas en la España de los últimos años. En mi ensayo, hasta donde recuerdo, soy muy duro con la mitificación de la Transición que se llevó a cabo a principios de este siglo, porque cuando el pasado se saca del ámbito de la historia y se sitúa en el de la poesía se pisa un terreno muy peligroso, más aún si de ello se pretenden extraer réditos políticos. Pero, por lo mismo, tengo también muchas reservas a propósito de la mitificación del “15M” (que fue mucho más rápida que la de la Transición) como un “despertar”. Hablábamos hace un momento de cómo se puso en marcha el proyecto del estado del bienestar en 1945, y de cómo quienes no estaban de acuerdo con ese “tratado de paz” y querían continuar la guerra (la lucha de clases o de naciones) se quedaron en minoría en el tablero político y ocuparon el frente cultural. Algo parecido ocurrió en España en 1978: quienes habían sido enemigos irreconciliables durante la guerra civil y los 40 años de posguerra firmaron un acuerdo de paz civil y social, del que sólo se autoexcluyó la extrema izquierda (incluida la abertzale y la patriòtica), que consideraba el estado social de derecho, nacido de la Constitución del 78, como un sueño (un “espectáculo”, según Debord) que ocultaba, en realidad, una continuación del franquismo, una dictadura disimulada. Por ser minoritario y parlamentariamente marginal, este discurso careció durante años de representatividad política, pero se hizo fuerte en lo que antes llamé “el frente cultural” (universidades, editoriales, escenarios), porque producía grandes rendimientos emocionales a quienes lo practicaban, reforzaba su identidad moral y estética e incluso les reportaba beneficios económicos. Claro está que esa identificación entre franquismo y democracia parlamentaria es, obviamente, una falsificación histórica (yo conocí bastante el franquismo, y recuerdo que no se parecían en casi nada), es ficción y no realidad, pero sin esa licencia poética que consiste en creer que España estuvo dormida primero por la pesadilla franquista y luego por la modorra consumista sería imposible considerar el “15M” como un “despertar”. Sin embargo, la crisis económica —que, naturalmente, fue un acontecimiento catastrófico para millones de personas— fue aprovechada por ciertas organizaciones emergentes para ampliar la audiencia de esta ficción, que se volvió, incluso electoralmente, verosímil, y para una parte notable de la población la Transición se redujo de pronto a un amasijo de corrupción y contubernio. Los terribles recortes presupuestarios y la negativa de un pacto fiscal para Cataluña fueron convertidos por los pescadores de río revuelto en la ocasión para el despertar del pueblo oprimido y de la nación ultrajada, presuntamente mantenidos en estado comatoso durante años mediante la anestesia del maldito “bienestar”. El resultado de todo ello ha sido un desplazamiento del espectro ideológico merced al cual, en el imaginario de este “despertar” revolucionario, quienes por aquel entonces se situaban en el centro-izquierda o en el centro-derecha (pero en contra del nacionalismo y del comunismo), sin cambiar de ideas, han quedado arrinconados en el lodazal del facherío, en una posición “reaccionaria” incluso más extrema y viejuna que las de Trump o Le Pen, porque estos dos últimos al menos son “antisistema”, lo que siempre resulta muy juvenil y simpático; y las ideologías extremas, sin embargo, se han acercado al centro del espectro electoral. Yo diría que esto, más que un “despertar”, es una ilusión óptico-política. Pero comprendo que, cuando millones de votantes actúan como si creyeran en esa alucinación y se suman a sus políticas de malestar y confrontación, empeñarse en distinguir entre poesía e historia puede ser una batalla perdida. Claro que en ese tipo de batallas consiste, muy a menudo, el trabajo intelectual.

 

- ¿No cree que, a nivel global, estamos inmersos en un cambio de rumbo cuya dirección aún no está clara?

- Sí. Pero esto mismo podría decirse de todos y cada uno de los momentos de la historia. Siempre tenemos que tomar decisiones antes de saber del todo en qué dirección se moverá el mundo, en eso consiste la libertad (si supiéramos de antemano en qué parará todo no habría que decidir, sería un proceso automático).

 

“En nuestro país las discusiones intelectuales se traducen en seguida en diferencias ideológicas y en descalificaciones personales”

- En el prólogo del libro dice ser consciente de que con él iba a ganar enemigos. ¿Ha sido así? ¿Lo escribió con ánimo de levantar polémica, de encender el debate?

- No. No me interesan en absoluto las polémicas. Lo que sabía cuando escribí el libro es que a quienes utilizan la filosofía para hacer proselitismo político no les iba a gustar, pero no porque tengan graves objeciones teóricas contra mis ideas, sino sencillamente porque no pueden apuntarme a su bando, y en un entorno tan polarizado por las banderías como el que hoy vivimos en España, esto (lo de apuntarse en algún bando) es lo más importante.

 

- ¿Hace falta más debate profundo, del sano, en la sociedad española? De entre lo mucho que me ha interesado de Estudios del malestar está esa capacidad de abrir ventanas de reflexión, de discusión.

- Sin duda, hace falta debate, crítica, discusión, pero en nuestro país (incluso en el ámbito de la filosofía, no digamos ya en el de la política) esto parece ser punto menos que imposible: las discusiones intelectuales se traducen en seguida en diferencias ideológicas y en descalificaciones personales. Los libros como los que yo escribo son siempre intentos de abrir discusiones, de iniciar conversaciones sobre asuntos que parecen excluidos del tráfago de las controversias cotidianas y de los mapas ideológicos cerrados y cerriles. Pero no tengo la sensación de haber tenido gran éxito en esto, y llevo en ello unos cuantos años.

 

“Zizek, además de ser un profesor de filosofía muy solvente, es un líder de opinión y un fenómeno de masas”

- La polémica, más que por el ensayo, llegó hace poco con su artículo sobre Slavoj Zizek, donde reducía su pensamiento a “un sin fin de tuits”. ¿No ve nada interesante en la obra de un filósofo que ha conseguido conectar con el público más joven? Antes le comentaba el alejamiento de la filosofía de la calle, del ahora...

 

-Creo que en su pregunta está la respuesta. Usted considera que mi artículo despertó polémica, pero cuando yo escucho esta palabra pienso en la polémica entre Leibniz y Newton sobre la naturaleza del espacio o en la disputa entre Galileo y los teólogos sobre el movimiento de la tierra, mientras que lo sucedido en este caso —más parecido, por lo que me han dicho, a una nube de aspirantes a trolls  y haters en las redes sociales certificando la diferencia a la que antes aludí entre periodismo y ciberpropaganda— pertenece más al género de “la polémica de Terelu y Mila Ximénez” o a lo que yo llamaba en mi columna “una turbulencia contagiosa que se agota en su propia agitación”. Yo decía en mi artículo que Zizek había construido una filosofía que es “como una cinta sin fin de tuits embutidos en la metafísica de Hegel”, pero usted (no es un reproche, es lo que hacemos todos cada día) se ha quedado con el sinfín de tuits y se ha olvidado de la metafísica de Hegel. Esa lógica mediática del mercado cultural contemporáneo es la que Zizek ha comprendido a la perfección, y por eso, además de ser un profesor de filosofía muy solvente (porque para embutir tuits en la metafísica de Hegel hay que conocer primero la metafísica de Hegel, y no es tarea fácil), es un líder de opinión y un fenómeno de masas. No estoy en contra de Zizek, sólo estoy en contra de esa lógica del mercado cultural: él se ha adaptado a ella con gran éxito, y probablemente ha hecho muy bien. Yo, por el momento, soy incapaz de hacerlo. También creo haber dicho ya que no estoy nada seguro de que la calle (ni la física ni la virtual) sea el lugar de la filosofía.

 

“No conviene confundir lucidez con certidumbre”

- ¿Dónde buscar hoy un poco de lucidez? ¿Persigue José Luis Pardo esa lucidez? ¿En qué proyectos está trabajando ahora?

 

- Creo, como Aristóteles, que todos los hombres buscan por naturaleza la lucidez. Pero no conviene confundir lucidez con certidumbre o, en todo caso, a quien busque certezas inconmovibles yo no le recomendaría leer libros de filosofía, porque saldrá de ellos tan decepcionado como quienes hoy buscan en la filosofía una doctrina política alternativa. Por mi parte, huyo de las lecturas que me confirman en las convicciones que ya tengo, creo que la filosofía consiste en buscar problemas más que en buscar soluciones, así que recomendaría a quien quiera leer filosofía que rastree a los pensadores que se ocupan de los problemas que le apasionan y en los que esté dispuesto a perderse durante una buena temporada. Actualmente, estoy agradablemente perdido en cuestiones relacionadas con la conexión entre arte y filosofía, pero no me siento capaz de hablar de proyectos propiamente dichos.

Escrito en Lecturas Turia por Emma Rodríguez

El oído absoluto

4 de diciembre de 2017 09:01:02 CET

A la llamada del timbre, Palmira abrio la puerta y los encargados de la mudanza la saludaron como una coral que impartiera pésames a domicilio. Uno sostenía sin dificultad la escalera de mano, pero el otro, gordito, se agobiaba con las planchas de cartón y el rollo de cuerda. Palmira, que les esperaba desde primera hora de la mañana, los guió a una rotonda atestada de libros donde dos ventanales quebraban la continuidad de las estanterías.

 

Mientras los hombres convertían los cartones en cajas -entre reproches y amenazas, pues se mostraban desavenidos-, Palmira se refugio en el dormitorio donde murio Máximo. Pero cuando los hombres desplegaron la escalera y desde los estantes más altos lanzaron los libros a las cajas como si echaran tierra sobre el ataúd cerrado del difunto, se alejó a la cocina. Desazonada, fregó la taza y la cuchara del desayuno, puso unas lentejas en agua y revisó el contenido del frigorífico por si necesitaba ir al mercado.

 

Almorzó a hurtadillas y, cuando los tipos de la mudanza se marcharon, renegando el uno del otro, regresó a la rotonda. Las cajas repletas de libros, precintadas y atadas, entorpecían el tránsito. Los anaqueles vacíos de la biblioteca y el suelo deslucido y con colillas le deprimieron. Y ante la degradación de ese salón de lectura, que era el principal de la casa, se echó a llorar. 

 

- Si lo viera Máximo -repetía.

 

Máximo había vendido la biblioteca al ayuntamiento de su pueblo para pagar los gastos de su enfermedad. Pero durante la negociación no fue tan exigente en sus pretensiones económicas como en aplazar el traspaso a su fallecimiento. Ya con un pie en el estribo -enfatizaba-, le dolía separarse de lo que siempre estuvo con él. Y las autoridades de Pagán accedieron al capricho de aquel paisano que parecía más en el otro mundo que en éste.

 

- En la villa de Pagán -les asignaba el anónimo-, muchos piden, pocos dan.

 

Entre tanto, Palmira empezó a forrar los libros con papel blanco. Actuaba sin consultarlo con Máximo, persiguiendo una simetría que a su juicio revalorizaba el conjunto. Pero cuando Máximo alcanzó un acuerdo con los compradores, Palmira renunció a su tarea. Era absurdo reanudarla -consideró-, si no influía en el precio.Y desde entonces la biblioteca de la rotonda, uniformada a medias, presentaba el aspecto de un traje con parches.

 

No se enteró Máximo de esta ocurrencia de su criada. En esa etapa final de su vida pasaba acostado la mayor parte del tiempo y cuando Palmira le sacaba del cuarto y lo conducía a pasitos al sofá de la rotonda, le faltaba vista -y curiosidad- para descubrir los cambios de su biblioteca. En el sector ubicado entre los ventanales, elegía Palmira uno de esos volúmenes que ella había vestido de dominico y, creyendo complacer a Máximo, le leía un fragmento:

 

Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo...

 

Pero así escogiera para entretenerlo literatura contemporánea o clásica... 

 

La Aurora, de azafranado velo, de las corrientes de Océano se levantaba para proporcionar luz a los inmortales y a los humanos...

    

...a Máximo sólo le interesaba el cuaderno de pastas negras en el que hablaba de su padre, el poeta Max Bru. Ocupó la mesilla de su cama mientras gozó de salud y pudo escribir en él robando horas al sueño, pero cuando enfermó y la invasión de medicinas transformó el dormitorio en un hospital de campaña, el cuaderno fue trasladado a la rotonda, con los demás libros. Y en un estante de la biblioteca permanecio a su disposición, mas no para usarlo él, pues ya no podía valerse, sino para que Palmira anotara en sus hojas lo que él decía.

 

Máximo estuvo dictando a Palmira hasta que le fallaron las fuerzas. Receloso de su memoria -porque lo desamparaba a mitad de una frase incitándolo a peregrinar tras la referencia extraviada como  ciego sin lazarillo-, confiaba al sentido común de su interlocutora la coherencia de su discurso y, con ello, la posibilidad de editarlo el día de mañana.

 

- Entrégaselo a Esquivias, el de la mancha -y Max se refería a la que desde nacimiento adornaba su frente-. Nadie ha hecho tanto por la obra de mi padre.

 

La muerte de Máximo estancaba el proyecto y el cuaderno de pastas negras se cubría de polvo en su anaquel. Los operarios debieron excluirlo de la mudanza por no tener formato de libro. Palmira lo limpió por encima y lo abrio. Mas para su sorpresa, no era el que ella había manejado: una letra diminuta reemplazaba a la suya.  

 

En el nombre de Max Bru -leyó en la primera página-, poeta por la gracia de Dios.

 

Palmira midio la consistencia del cuaderno, algo más grueso que el utilizado por Máximo y ella.

 

Una joven me cuidó de niño, aunque yo la cuidaba más - comenzaba el texto-. Por delicada y compasiva, no me apartaba de su lado. Con el candor de la infancia le juré fidelidad eterna y una mañana la encontraron muerta en su cama . Se había ido sin avisarme y, tal vez, sin darse cuenta: su cara no reflejaba el sufrimiento de los que la sobrevivimos.

 

¿Estaba ante las Memorias del padre de Máximo, el libro que su hijo quiso conocer desde que supo que circulaba a sus espaldas? 

 

De su ausencia no me consoló el paso de los años sino la que me robó el corazón. Su estampa me acompaña día y noche, cuando cierro los ojos y cuando despierto, pero mi cuerpo gastado no responde a su hechizo.

 

Primer amor, primer dolor -se dijo Palmira, embebida en la narración-. Y primer chasco, también.

 

A los acordes del pianista endereza la figura y al vaivén de sus tacones cimbrea las caderas y modula el arabesco de las manos. Y con el resplandor de los bienaventurados se desliza sobre los algodones del cielo de tal modo que desearla duele.

 

- Máximo no se relacionó con las amantes de su padre -recordó Palmira-.

 

¡Adiós al garbo que promovía el donaire! La enfermera de este pabellón de terminales ciñe a mi cuello una sábana, me enjabona la cara y afila la navaja. Ante su anatomía sin relieve -de tanta penitencia las samaritanas están en los huesos-, añoro el estímulo de las impuras. Y así, mientras me afeita, sitúo a la bailaora de mis fantasías sobre el palpitante tablado... 

 

 - El dueño de este cuaderno es el mismo que se llevó el nuestro -intuyó Palmira-.

 

Aburrida, puso la televisión. Retransmitían una comedia rusa de la época zarista, en la que unos terratenientes de trajes frescos y sombreros de paja abandonaban la casa de campo familiar donde transcurrieron sus vacaciones de verano. Bajo la lluvia de otoño arrancaba su carruaje entre adioses y agitar de pañuelos, cuando un criado mayor y algo enfermo reclamaba formar parte de la expedición.  Desde una ventana de la finca planteaba si el acto de dejarlo en tierra constituía una broma o un despiste, ya que no podía comprender que los señores regresaran a la capital de Rusia sin su servidumbre. Pero el conductor, en vez de atender al quejoso e incorporarlo a la comitiva, proseguía su camino e incluso aceleraba, como si lo rehuyese. Inquieto, el criado llamaba a sus amos por el nombre de pila, y con la familiaridad de haberlos visto nacer les preguntaba si lo privaban del viaje de vuelta en castigo a su comportamiento en la ida. Pero desde esa ventana que utilizaba como plataforma de su elocuencia y por más que se desgañitara, no debían llegar sus palabras al coche, o sus amos se  abstenían de comentarlas, por lo que el criado, al notarse tan distante de ellos como de su carruaje y muy cerca de perder el tesoro de su aprecio, sacaba fuerzas de flaqueza para requerir, con la voz más patética de su registro, que no prescindieran de él, porque si lo confinaban hasta el verano próximo en esa casa de campo donde no había superiores a los que cuidar, quedaría a merced del capataz y de su pelotón de carniceros que todas las mañanas recorrían el bosque poblado de fieras. El criado rogaba a sus señores que por su buena conducta le evitaran ese suplicio. Y como no demandaba un imposible ni iba a ser el primer indultado de la historia, ante la eventualidad de que dieran marcha atrás y se avinieran a recogerlo no se apartaba de la ventana,  abierta de par en par pese a la temperatura desapacible. Pensaba el criado que si esta contrariedad le hubiera pillado de mozo, en vez de aguardar cruzado de brazos a que lo rehabilitaran, habría bajado a la cuadra, ensillado el caballo y peregrinado sin descanso hasta Moscú, para obtener la gracia de sus amos. Pero a estas alturas de la vida, los minuciosos achaques de la vejez le incapacitaban para cualquier género de galopadas, detestaba la humedad, le destemplaba el frío y, como el mal tiempo le quitaba oyentes, elevaba sus cuitas al cielo encapotado tensando el cuello a la manera del perro cuando gime, hasta que se le quebraba la garganta o le atascaba la tos. Entonces, para alardear de agilidad aunque las articulaciones le martirizaban, y como si gozara de facultades para percibir lo que nadie captaba a simple vista, fijaba su mirada en la senda por donde desaparecieron esos viajeros que eran sus amos, a los que había consagrado su existencia y sin los cuales no entendía el mundo, y movía la mano de un lado a otro en un saludo al horizonte que lo mismo quería decir bienvenidos que hasta siempre. Razonablemente esperanzado en que se acercaran por la misma ruta por la que se alejaron, fantaseaba desde su improvisado púlpito con que  pisarían la finca entre fanfarrias y le besarían como él los besó de críos, cuando los acunaba para que durmieran o cesaran de llorar. Ilusionado con esta recepción y como no tenía en qué distraerse, le impacientaba la tardanza de sus bienhechores. Pero a medida que pasaban las horas y persistía la lluvia y cerraba la noche y la luna rehuía posarse en un firmamento tan negro y ni un aullido ni un ladrido ni un gorjeo ni un relincho -y tampoco el arrastrar de una pezuña o el rodar de una carreta- osaban romper el pavoroso silencio de la llanura, le ganaba el desaliento. El sentido común le indicaba que si durante muchos años fue indispensable en la cocina, en los establos y en los juegos de salón, donde acertaba todas las adivinanzas, hoy resultaba un estorbo para quien le encomendara un servicio. Era un rechazo instintivo, y más inapelable que si estuviera motivado, lo mismo que cuando sudaba por un golpe de calor o tiritaba porque la nieve empapaba su camisa. Y es que su edad lo incapacitaba para cualquier misión y, antes de reivindicar el favor de sus señores, debía aceptar su declive.

 

- Soy un inútil -se resignaba-. ¿Quién me va a querer débil y achacoso?

 

Coherentemente, cerraba la ventana, se ajustaba la chaqueta y con una luz se guiaba por el tétrico interior. Atravesaba los aposentos de los amos y las diminutas celdas de la servidumbre sin cruzarse con nadie, pero al acceder a la gran sala donde la desidia impregnaba lámparas y cortinas afloraban las veladas veraniegas de su juventud, cuando el pianista tocaba polonesas en el jardín de los cerezos, los camareros descorchaban champán y las doncellas se sonrojaban con las agudezas de los brigadieres.

 

- Sé que aspiro a un imposible, Aleksandra Fiodorovna, pero estoy enamorado de usted.

 

Y al impulso de la evocación, abrazaba el espejismo de risas y piropos y, con jovialidad renacida, bailaba por los pasillos solitarios con la soltura de los valseadores de Viena en el siglo en que todavía se guardaban las formas.

 

- Con respeto se lo digo, Aleksandra Fiodorovna, ¡huyamos a París!

 

Desentendiéndose de lo que contaba la televisión, Palmira repasaba lo que le faltaba por hacer en aquellas habitaciones que retenían la huella del difunto: fregar baldosas y azulejos, barnizar las baldas de la librería, vigilar a pintores y acuchilladores, almacenar en el guardamuebles lo que no se regalaba a la parroquia y negociar con Esquivias la edición de las Memorias de Max Bru..

 

- Un engorro -sentenció, a la vez que el criado ruso se trastabillaba en un giro de vals-.

 

Hoy sólo los criados de la televisión morían de viejos en casa de sus amos. Palmira podía haber resistido en el piso de Máximo alimentando anécdotas de fantasmas y de herencias o a la espera de una decisión sobre las Memorias del padre de Máximo; pero sus planes eran otros y cuando liquidase lo que le ataba allí, daría las llaves a los nuevos inquilinos y desaparecería.

 

- ¡Adiós libros y fantasías de sedentario, adiós, biblioteca de Máximo, adiós!

 

En la televisión, unos hachazos en el jardín de los cerezos  interrumpían la condescendencia del criado nostálgico con el vals y los amores heroicos.

 

- Nadie me informó de esto -se sorprendía-. Y querrán resolverlo  enseguida.

 

Pero no podía salir a negociar con los leñadores porque los amos habían echado la llave a la puerta.

 

- Me encerraron -se desmoralizaba-. No vendrán a salvarme del capataz.

 

Y en el destartalado salón donde había rescatado su mejor época, temblaba al oir los golpes de la piqueta, como si hubiera unido su destino al de los cerezos sacrificados. 

 

- Resistiré la soledad -se decía-. Resistiré junto a las ruinas del esplendor.

 

Y reanudaba los últimos revoloteos del vals, los más imponentes y marciales...

 

- ... Adios, mi querida, mi dulce, mi maravillosa Aleksandra Fiodorovna.

 

Trastornado por el torbellino de la música y con la fatiga en el pecho...

 

- Adiós mi vida, mi juventud, mi felicidad...

 

... se recostaba en el diván más próximo a la chimenea, donde alentaba el primer fuego de otoño.

 

- La vida se me fue -murmuraba-, se me figura que no la he vivido...

 

Y mientras el criado se apagaba en la casa de campo de sus señores...

 

-Ya no me queda espíritu -desvariaba-, ya no me queda nada de nada-...

 

...Palmira dormía con la televisión encendida entre las ruinas de la biblioteca.   

 

 

 

 

(Fragmento de la novela El oído absoluto)

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Longares

Invocación

4 de diciembre de 2017 08:55:54 CET

paisano

ahí tu asilo

la costumbre

 

la vida

a la ventura

 

ese trocar

a cada paso

baldío por baldío

 

nómada

entre nómadas

 

en figura de nube

 

invocas

almas tierras

invisibles

 

y asiste

a esta tu súplica

otro lar

 

extraño

errante

mudo

 

acaso

de donde

 

acaso

de donde

nadie

Escrito en Lecturas Turia por Fernando Andú

Fin de año

4 de diciembre de 2017 08:50:46 CET

Quieres captar la ausencia y la presencia
y, sobre todo, ver lo que hay entre las dos:
el tiempo vivo, el que reclama tiempo de los ojos
igual que el folio quiso una gota de sangre de tu cuerpo.
Hay como una reunión de tiempo puro
en los que leen libros y en los libros,
más tiempo que en cualquiera

que pueda anhelar tiempo volviendo en fin de año a esta terraza

en la que retratábamos de niños este tajo invariable,
o amando a los que están y luego ya no están
y están siendo velados por la criatura insomne

de un cuadro, de una foto o de una página.
Pulsas el hueco para ver el tiempo,

se deja ver un poco y ya no estamos.

Escrito en Lecturas Turia por Álvaro García

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