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29 de septiembre de 2017 14:35:59 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Señor, sólo nos queda

una cuchara y un cuenco vacío

del que servirse

grandes sorbos de nada

 

y hacer creer que eso que come

es una sopa espesa, oscura,

un potaje humeante

en el cuenco vacío.

 

 

(Traducción de Jordi Doce)

Señor, sólo nos queda

una cuchara y un cuenco vacío

del que servirse

grandes sorbos de nada

 

y hacer creer que eso que come

es una sopa espesa, oscura,

un potaje humeante

en el cuenco vacío.

 

 

(Traducción de Jordi Doce)

Escrito en Lecturas Turia por Charles Simic

Amanecer

18 de septiembre de 2017 10:09:26 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A bordo de un rompehielos

de seis mil toneladas y dieciocho mil caballos,

leo tu libro, querido amigo, y leo

que el tiempo se ensombrece

en la obsesión de huir, sobre todo

de ti mismo, acechado

por el hastío, esa partida

de luz morada, casi negra,

que tanto cansa, repetida

y última.

Pero de uno mismo no se huye;

uno se engaña

simplemente,

con el frío de las horas contadas

que nadie recuerda; y negocia 

un viaje hacia la primera aurora

en la lejanía

del horizonte, donde los fantasmas

son sólo el hielo que nos hace

y el aire nuevo limpia el pulmón

que apenas te sostiene.

Este barco nos lleva a los dos

mientras escribo,

con tu furia y mi sosiego,

hasta el lugar de los principios.

 

Escrito en Lecturas Turia por David Mayor

Heinrinch Böll: el escritor, el hombre

18 de septiembre de 2017 10:03:55 CEST

Un escritor, bien. Un contador de historias, también. Con tales definiciones se mostraba Heinrich Böll conforme; pero ocurre que sus contemporáneos se empeñaron en asignarle apelativos que él repetidamente rechazó.

No le hacía ninguna gracia que lo calificasen de escritor cristiano, por más que durante toda su vida profesara la fe con sostenido convencimiento. Mayor irritación le causaba el ser conceptuado de moralista. Fue, sí, un hombre de su tiempo, atento a las cuestiones sociales. Un hombre que a menudo alzó la voz, que participó en movimientos de protesta y expuso sus opiniones políticas en innumerables entrevistas, artículos, conferencias. Un entrevistador le preguntó en cierta ocasión cómo se explicaba que para un gran número de ciudadanos alemanes él representara algo así como la conciencia moral de Alemania. Respondió sin vacilar: “Porque hay muy poca conciencia.” Böll percibía que semejantes adscripciones a lo político y moral simplificaban su obra, si no es que la anulaban, convirtiéndola en un apéndice de sus opiniones.

Fue, a la manera de Antonio Machado, “en el buen sentido de la palabra”, un hombre bueno, propenso a la solidaridad y la compasión. Quienes lo conocieron de cerca destacan su sencillez en el trato, su sentido del humor, su autenticidad. Böll fue un hombre honrado a carta cabal. Un hombre que no establecía diferencias entre lo que pensaba y lo que decía en público, y que auxiliaba con naturalidad a unos y otros, no pocas veces afrontando riesgos. Dividida Europa en dos bloques inconciliables, ayudó a una ciudadana a huir de Checoslovaquia; la invitó a tomar asiento en su automóvil y le prestó el pasaporte de su mujer, sobre el cual pegó una foto de la fugitiva. Sabido es asimismo que Böll pasó a Occidente, al término de una visita a la Unión Soviética, manuscritos de Alexandr Solzhenitsyn a cambio de nada, simplemente porque se lo pidieron; manuscritos de un escritor con el que apenas se podía comunicar (ninguno hablaba la lengua del otro) y del que lo separaban notables diferencias ideológicas. Ninguna de estas circunstancias importó a Böll, para quien la ayuda al necesitado, y en esto se nota su profunda convicción cristiana, estaba por encima de cualesquiera otras consideraciones. Más adelante acogió a Solzhenitsyn en su casa.

Böll gozó en vida de una enorme popularidad. El crítico Marcel Reich-Ranicki cifra el éxito de sus libros en la naturaleza humana de sus protagonistas. Son individuos apenas heroicos, que no fueron nazis ni enemigos del nacionalsocialismo, sino simples soldados a quienes de buenas a primeras les cayó encima el peso de la Historia. En diversos libros de cuentos y novelas, Böll dio relevancia a un tipo de figura humana con la que muchos lectores alemanes pudieron identificarse, suscitando en ellos una intensa sensación de veracidad. He aquí un narrador, pensaron, que no miente, que cuenta las cosas sin glorificarlas ni tergiversarlas; antes bien, como fueron vividas (y padecidas) por un amplio sector de la población.

Heinrich Böll nació en Colonia el día 21 de diciembre de 1917. Corrían por entonces malos tiempos en Alemania, que se encontraba al borde de la derrota en la Primera Guerra Mundial. Se abría para el pueblo alemán una época de privaciones, inflación galopante e inestabilidad política. La familia de Böll afrontará dicho periodo de estrechez con cierta holgura, gracias al taller de ebanistería del cual era propietario el padre de familia. Böll creció en un ambiente de acendrado catolicismo, con un claro componente antiprusiano y antimilitarista que marcará de por vida su personalidad y también su literatura.

El triunfo de Hitler en las urnas, en enero de 1933, pilla a Böll suficientemente vacunado contra cualquier tentación totalitaria. Ni la exhibición de armamento, ni las banderas omnipresentes, ni los uniformes lograron nunca fascinarlo. En casa, al principio, sus familiares se mofan de los nazis. Pronto se percatan de que las burlas y la crítica en voz alta se han vuelto sobremanera peligrosas. No son desconocidos los campos de internamiento donde los nuevos amos del poder recluyen a los disidentes políticos, los homosexuales y los judíos.

A la edad de 15 años, Böll ha visto hordas de matones nazis campando por sus respetos en las calles de su ciudad natal. Se deja imaginar el rechazo que le inspiran, a él que ya es un denodado lector, las quemas públicas de libros. El concordato firmado por la Santa Sede con Hitler en el verano de 1933 supuso un duro golpe para su familia, cuyos miembros estudian la posibilidad de abandonar la iglesia católica. Este paso lo dará cuarenta y dos años después Heinrich Böll, sin renunciar por ello a la fe.

Al joven Böll le habría gustado estudiar. Incluso llegó a matricularse en la Universidad de Colonia con el fin de cursar Germanística y Filología Clásica. Pocas semanas después, la invasión alemana de Polonia determinó el comienzo de la Segunda Guerra Mundial e inmediatamente Böll fue incorporado a filas, lo que dará al traste con su sueño de hacer una carrera universitaria. Durante más de cinco años, hasta muy poco antes de la capitulación, Heinrich Böll combatirá en diversos frentes antes de ser hecho prisionero. Al respecto dejó escrito: “La guerra me enseñó qué ridícula es la virilidad y qué desamparado está el hombre en la guerra.” Una parte considerable de su literatura, la más testimonial, tendrá en cuenta ambas conclusiones. Podría incluso afirmarse que nacerá de ellas.

La guerra perjudicó seriamente la formación intelectual del escritor. Entre los años 1939 y 1945, aparte de cartas, Böll no escribió nada. Tras el cautiverio de varios meses, regresa a Colonia, destruida en más del 70% de su extensión urbana. Era un superviviente sin estudios, sin profesión, sin bienes de fortuna. Tardó obra de dos años en recobrar la salud. Para entonces ya está decidida su vocación literaria. Sus primeros textos consisten en relatos vinculados temáticamente a las privaciones y la miseria de la recién comenzada posguerra, en una ciudad cubierta de polvo y casas derruidas. Es la llamada “literatura de los escombros” (Trümmerliteratur), de la que Böll será uno de sus más destacados representantes. Escribe historias relacionadas con las triquiñuelas del mercado negro, sobre hurtos para subsistir, sobre el racionamiento y las penalidades de toda índole en una sociedad marcada por la derrota bélica, que se debate entre la desmoralización, el sentimiento de culpa y el deseo de olvidar y salir adelante como sea.

Su estilo literario, sencillo, directo, está inspirado en el de sus modelos, Balzac y Dickens principalmente, así como en el de otras célebres figuras del realismo decimonónico. A este periodo de Böll pertenecen numerosos relatos, la parte de su obra que, a mi juicio, mejor ha resistido el paso del tiempo, y su primera novela, El tren llegó puntual (1949). También en sus siguientes novelas, ¿Dónde estabas, Adam? (1951) y La casa sin amo (1954), Böll escribió sobre la experiencia de la guerra y sobre sus consecuencias y su sinsentido.

El nombre del escritor comenzó a sonar con fuerza en el año 1951, a raíz de su participación en el séptimo encuentro del Grupo 47, durante el cual fue galardonado. El premio le supuso, además de una respetable suma de dinero, un contrato de edición con la que será en adelante su editorial: Kiepenheuer & Witsch. Aunque ya había publicado con anterioridad algunas libros, es ahora cuando arranca con fuerte impulso la carrera literaria de Heinrich Böll, quien atraviesa a lo largo de la década de los cincuenta una fase especialmente productiva.

Sus tres novelas consideradas mayores están por llegar. La primera, en 1959, Billar a las nueve y media, contiene una sucesión de conversaciones y monólogos sobre los conflictos familiares y personales de tres generaciones de arquitectos alemanes. Siguió, cuatro años después, Opiniones de un payaso, cuyo protagonista, Hans Schnier, un payaso de profesión que ha sido abandonado por su mujer, hace un repaso desencantado de su vida, sin ahorrar críticas a la iglesia católica y a la sociedad alemana de su tiempo. Por último, Retrato de grupo con señora (1971) traza un complejo mosaico de las distintas capas sociales que sirven de marco a la vida de la protagonista, Leni, una mujer de clase acomodada que terminará perdiendo sus privilegios a cambio de preservar la libertad. Un año después de la publicación de esta última novela, en 1972, Heinrich Böll obtuvo el Premio Nobel.

Pero no todo fueron éxitos y parabienes en la vida de Heinrich Böll. En 1953 tuvo un primer roce con representantes de la iglesia católica, irritados por la emisión radiofónica de un cuento suyo. Este incidente llevó a Böll a instalarse durante una temporada en Irlanda, experiencia que le inspiró un célebre diario.

Sus críticas contra el partido demócrata-cristiano le acarrearán una creciente hostilidad por parte de los medios de prensa del consorcio Springer, con los periódicos Bild Zeitung y Die Welt a la cabeza. Böll goza de reconocimiento internacional, ha sido elegido presidente del PEN Club; así pues, sus opiniones tienen peso, traspasan la frontera alemana y escuecen. Aprovecha su fama creciente para hacerse oír. Protagoniza actos de protesta contra la guerra de Vietnam y contra la política agresiva del presidente Nixon. Secunda las reivindicaciones estudiantiles, reclama mayores emolumentos para los escritores, apoya abiertamente la candidatura a canciller del socialdemócrata Willy Brandt, en la década de los ochenta se acercará a Los Verdes. Es, en suma, un hombre público que no elude en ocasiones la provocación, como cuando felicitó con un ramo de flores a Beate Klarsfeld, la mujer que había abofeteado durante un congreso del partido CDU al canciller Kiesinger por su pasado nazi.

En diciembre de 1971, Böll se atrae las iras del Bild Zeitung al criticar a dicho periódico, mediante una carta abierta, por atribuir sin pruebas un atraco reciente a miembros de la Fracción del Ejército Rojo. En adelante, Böll será objeto de una campaña despiadada por parte de la prensa de Springer. El acoso al escritor no se limitará a los medios de comunicación. En junio de 1972, tras la detención de Andreas Baader, la policía registra su casa en busca de terroristas. Un diputado de la CDU lo acusa de cómplice de estos en el curso de una intervención parlamentaria. A Böll le llueven epítetos denigrativos de aquí y allá, y reacciona (¿se defiende?) publicando un libro de denuncia de los tejemanejes de la prensa sensacionalista de la época, El honor perdido de Katharina Blum, que lleva el significativo subtítulo de Cómo surge la violencia y adónde conduce.

La novela, de tamaño reducido, obtiene un éxito descomunal en Alemania. La protagonista, Katharina, traba relación amorosa con un desertor. El caso llega a conocimiento de un reportero, que lo aprovecha para difamar sin compasión a la joven mujer, inventándose toda suerte de pormenores y lances. Incapaz de protegerse del poder desmesurado del periódico ni, por tanto, de lavar su honor, la joven mujer opta por matar al periodista.

La crítica literaria alemana constata en Böll, avanzada la década de los setenta, una pérdida de sustancia creativa. Aún escribirá y publicará unos cuantos títulos, si bien menores en el conjunto de su obra. Y no es sólo que su dedicación a los asuntos sociales, con todo lo que ello implica de desplazamientos, intervenciones públicas, presencia en foros diversos y tareas ocasionales de toda índole, menoscaben su capacidad de trabajo, restando al escritor tiempo y energías para la creación literaria. No menos lo aparta del escritorio su delicado estado de salud, en parte ocasionado por su prolongada y excesiva adicción a los cigarrillos. Böll arrastra problemas vasculares debidos al tabaquismo y padece diabetes. La edad y los achaques, distintas operaciones quirúrgicas, la muerte de un hijo en 1982, dejan en él una huella que las fotografía de la época hacen evidente. El 16 de julio de 1985, poco después de haber sido dado de alta en el hospital, Heinrich Böll falleció en su casa. Días antes, el suplemento dominical del periódico El País había publicado la que probablemente fue la última entrevista de su vida. El entierro, multitudinario, se celebró según el rito católico, con nutrida presencia de personalidades políticas.

En el momento de fallecer, Böll tenía acabada una novela, Mujeres a la orilla del río, que se publicó póstumamente. Libro de conversaciones dispersas, sin una trama reconocible, los críticos coincidieron en calificarlo de fallido. Yo tengo la impresión de que hoy día, en Alemania, el legado literario de Heinrich Böll está envuelto en una niebla de olvido. No, desde luego, en una niebla impenetrable que oculte por completo sus obras, al menos las más relevantes, que aún siguen mereciendo un segmento de balda en numerosas librerías. Lo cual no evita que a veces este o el otro título haya que encargarlo.

Como es habitual en el caso de los escritores fallecidos, se han recuperado textos suyos inéditos; en concreto, algunas tentativas literarias de sus comienzos. Existe asimismo un llamado Archivo Heinrich Böll, dedicado a preservar la memoria del escritor, a difundir su obra y facilitar el estudio de la misma. Böll da asimismo nombre a varias escuelas públicas y a un premio literario que organiza anualmente la ciudad de Colonia. El partido político Los Verdes tuvo la deferencia de asignar el nombre del escritor a su fundación.

Con eso y todo, y a pesar de la general simpatía que despierta el novelista, se percibe en la actualidad una falta de presencia de sus obras en el debate general de las ideas y de los nuevos gustos estéticos en Alemania. Es posible y deseable que la celebración en 2015 del trigésimo aniversario de su fallecimiento brinde la oportunidad de reactualizar la figura de un escritor esencial de la posguerra alemana, así como de releer sus libros y darlos a conocer a las jóvenes generaciones, quitándoles la fina capa de polvo que hoy, a mi juicio, los cubre.

 

Escrito en Lecturas Turia por Fernando Aramburu

Tiempo de mudanzas

11 de septiembre de 2017 13:01:54 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Lo que quedaba era mi casa vacía,

el espacio claro que dejan las cosas

que se tuvieron que ir

de un día para otro en el furgón de la mudanza.

El rastro del detergente y su limpieza meticulosa

adornada con la rabia de los minúsculos desaciertos.

 

La casa que nunca fue mía,

la que no me dio tiempo a colonizar con mi desorden.

Mi identidad de pelusas, mi síndrome de Diógenes

de mujer vieja guardando papeles

de palabras transparentes,

hojas muertas de mi propio otoño.

 

El embalaje de la vida

cuando cruzas el umbral de los cuarenta

y haces cajas con documentos que ya no valen nada,

pero quieres conservarlos

porque el vacío da más vértigo

que esa acumulación, que esa muralla

de bloques de cartón y vida densa,

de muebles desgastados y alfombras enrolladas.

 

El almacén, el guardamuebles, la pequeña cueva

donde el indio Joe se alimentó de murciélagos.

La locura circular de las mudanzas precipitadas,

la huida de las llanuras, la enfermedad de los sin tierra

que envejecemos demasiado lejos

y nos arrepentimos cada día de ser nómadas,

de guardar la vida entera en cuadernos y agendas,

de sentirnos extranjeros en todos los países.

 

Tanta transformación, tanta capacidad para adaptarme,

para mezclarme con el hielo sin derretirlo,

para cambiar la voz y modular los tonos.

Tanta tenacidad, tanto esfuerzo

para ser parecida a la extrañeza.

Escrito en Lecturas Turia por Ana Merino

Esqueletos en el armario

11 de septiembre de 2017 12:56:19 CEST

 



Skeleton in the cupboard (North America: skeleton in the closet): A discreditable or embarrasing fact that someone wishes to keep secret.

(Un hecho deshonroso o comprometedor que alguien desea mantener en secreto)

Oxford English Dictionary

 

 

 

 

La madre de mi padre –la lejanía me traba el uso de la palabra abuela—se suicidó cuando mi padre no llevaba dos semanas en este mundo. Seguramente una depresión post-parto, aunque el caso dio lugar a que circulara sobre la mujer una historia novelesca: un noviazgo apasionado que se rompió por razones ignoradas y una boda de compromiso con el que fue mi abuelo; tuvo un primer hijo varón –el tío mío del que heredé el nombre de pila y que murió de una tuberculosis contraída durante la guerra civil--; el nacimiento del segundo hijo, mi padre, coincidió con el regreso al pueblo del hombre al que todavía quería, y esa presencia redobló la atroz sensación de estar atrapada en un matrimonio sin amor y con dos criaturas a su cargo. Sólo vio una salida: tirarse al canal. Todo esto ocurría en 1914, en un pueblo de Aragón donde yo nunca vi un canal, pero quizá lo hubiera, no existe otra versión del suicidio. Al parecer mi abuela dejó una carta que estuvo en posesión de otro hijo que mi abuelo engendró en segundas nupcias; a mi madre se la ofreció su cuñada, la mujer de mi tío, pero mi madre no quiso leerla y pidió que nunca le comunicaran su existencia a mi padre, estaba segura de que lo haría sufrir inútilmente, con lo que no sabremos las razones que en ella se esgrimían para justificar una decisión tan truculenta y disponemos de campo libre para la especulación. Es difícil juzgar estas cosas; a veces creo que mi madre se equivocó privándole a su marido de alguna certeza sobre su orfandad precoz que no dejó de atormentarle hasta la muerte; por otro lado, quién sabe si entre los motivos del suicidio se incluían en el mensaje rasgos de la conducta de mi abuelo que a mi padre, que adoraba al suyo, lo habrían perturbado más que la ignorancia. A su manera, mi padre indagó qué podría pasar por la cabeza de una mujer que abandona así a dos niños, uno de ellos recién nacido, y se aferró a la idea de la locura por un doble consuelo. A su yerno siquiatra le interrogó por los trastornos síquicos tras el parto y el yerno lo tranquilizó explicándole los síntomas de la psicosis post-puerperal, posibilidad que, a su vez, mi padre trasladó a su confesor y a varios curas de su confianza porque a la tristeza de no haber sido querido por quien acababa de darle vida, se sumaba la inquietud mayor de que el alma de su madre ardiera en el infierno para la eternidad. De una religiosidad ingenua, que no había superado la piedad y creencias que acompañan la primera comunión, mi padre preguntaba a los expertos en materia de moral y de conciencia si era posible cometer un pecado mortal de necesidad como el suicidio y sin embargo ir al paraíso en caso de que la mente del suicida hubiera estado obnubilada. Esta historia nos llegó indirectamente a través de nuestra madre, incapaz de guardar un secreto y de una indiscreción ejemplar, ya que mi padre jamás mencionó a sus hijos aquel trauma primordial, era pudoroso y además no deseaba que nosotros cargásemos con lo que a él le parecía un estigma y una pesadumbre indelebles: el suicidio de nuestra abuela.

Los esqueletos del lado materno no permanecieron encerrados, como le hubiera gustado a parte de la familia, pues mi madre nos fue revelando su confusa historia apenas intuyó que la entenderíamos. Yo vivía durante el curso con mi abuela y mi tía maternas que propendían al cuchicheo, la ropa tendida y hay que ahorrarles a los niños los cantos del obsceno pájaro de la noche –ellas emplearían otros términos--, sin saber que en verano mi madre aprovechaba un paseo por el monte en busca de moras o la sala de espera de la seguridad social para sacar a la luz algunas tinieblas domésticas. Que mi abuela se hubiera casado con un hombre once años más joven que ella no constituía un secreto, todo lo más una rareza de la que se podría incluso presumir, pero que mi abuelo padecía una sífilis ya avanzada cuando contrajo matrimonio, que la enfermedad lo fue enloqueciendo de forma acelerada y que el trastorno se manifestó públicamente cuando en una función del teatro Principal de Zaragoza se enfrentó por una tontería a un acomodador, y al guardia que intervino para que la bronca no fuera a mayores mi abuelo le sacó un ojo de un bastonazo, eso ya formaría parte  de la crónica oscura que mi abuela y mi tía ocultaban y mi madre relataba no sé si por liberarse por su cuenta de un peso o por lo que en Aragón llamamos desustanciadez. Mi abuelo murió sin cumplir los treinta años tras una estancia en un manicomio de Tarragona, creo --o de una ciudad lejos de la murmuración colectiva, en cualquier caso—; al quejarse el interno de que le daban palizas, fue devuelto por fin a la custodia de su madre (no de su esposa) que me pregunto cómo se las arreglaría con un enfermo terminal y por lo visto con accesos de violencia. Al parecer, no contagió a su mujer de milagro, pese a que la suya no fue una unión blanca: tuvieron tres hijos, la última, mi tía, era un bebé de pocos meses cuando el padre falleció, lo que indica que en el periodo en que las consecuencias de la sífilis ya debían de ser más que notorias, la pareja continuaba teniendo relaciones sexuales --sólo hay que recordar que el abuelo se casó con veintidós años, es decir, en plena efervescencia erótica--. Aprecio un cierto paralelismo entre los esqueletos de los armarios paternos y maternos: en los dos casos los protagonistas desaparecen en fecha muy temprana, cuando no habrían olvidado aún las fantasías de las adolescencias respectivas; también les unen las connotaciones socialmente vergonzosas de sus muertes, una por propia mano, y como desenlace de una enfermedad venérea la otra. Ella estaba sin duda marcada por un temperamento trágico y él por unos orígenes ilegítimos; en efecto, la preñez de su madre se produjo mientras el marido combatía en la guerra de Cuba, lo que, como era de esperar, destrozó el matrimonio, aunque el chico, supongo que para evitar mayor escándalo, recibió el apellido del cornudo. Que todo el entorno conocía la relación de la madre con un hombre casado y de un círculo burgués con prestigio local, lo prueba el esmero con que en casa se evitaba la alusión a la “otra” familia, de manera que cuando yo coincidí en el colegio con un alumno que descendía del verdadero y casquivano bisabuelo y pronuncié su patronímico durante una comida, mi abuela y mi tía cruzaron una mirada de alarma, que yo percibí, y mostraron por él una curiosidad mal disimulada que me costaba comprender: se trataba de un chaval pijo, como tantos de mis compañeros, que destacaba en el fútbol y no en lengua o matemáticas. Más tarde mi madre me reveló el apellido que, de haber sido reconocido el niño por su verdadero progenitor, habría identificado al abuelo sifilítico –y a mí mismo, tras el apellido de mi padre—, y comprendí que entre el muchacho rico, atlético y obtuso y yo existía un parentesco remoto y enrevesado, quién me lo iba a decir. Mi “primo” nunca lo llegó ni a sospechar. Imagino que entre los esqueletos de su armario genealógico, que los habría y abundantes, apenas unos huesecillos testimoniarían la historia de aquel hijo natural que probablemente no sería el único. 

Aunque los esqueletos se arrumban en armarios familiares o personales,  cada país guarda los suyos por mucho que sean históricamente fehacientes. Recuerdo cuánto me sorprendieron las dificultades con las que tropezó una exposición del Smithsonian de Washington sobre los indios aborígenes norteamericanos en la que no se pasaba por alto el genocidio meticuloso del que fueron víctimas. O la ardua reapertura de las cloacas nazis en los juicios de Frankfurt entre 1963 y 1965 contra los funcionarios de Auschwitz. Por no mencionar, sin ir más lejos, los esqueletos, éstos bajo tierra, que conserva el campo español mientras los políticos debaten sobre la oportunidad de airearlos. No quiero creer en las culpas colectivas, bastante hemos padecido en la tradición judeocristiana con las consecuencias del dogma miserable de pecado original que nos privaba de la inocencia desde el momento mismo de nuestra concepción. No: los restos humanos sin identificar bajo las cunetas de carreteras secundarias andaluzas o extremeñas, o los cadáveres maniáticamente clasificados en los campos de concentración de la Gestapo o en el gulag soviético, se ocultan también en las conciencias individuales de sus asesinos y allí han perdido su camuflaje de metáfora; los esqueletos de esos armarios esconden huesos de verdad que alguna vez sostuvieron cuerpos que pisaron esta tierra y mordieron sus frutas y escrutaron los ojos de los verdugos. Pero yo prefiero ahora regresar a los estrictamente metafóricos.

Decía Malraux que el hombre es un mezquino montoncito de secretos. Hay muchos motivos por los que un secreto se ha convertido en secreto y algunos son más razonables de lo que pretende la despectiva definición de Malraux. Pienso en la familia de la escritora mexicana Angelina Muñiz-Hüberman que durante siglos mantuvo un judaísmo clandestino en una España que la habría enviado a la hoguera de haber descubierto la religión que verdaderamente profesaba; la evolución del país les permitió manifestar su identidad sin riesgos inquisitoriales, pero su adscripción republicana les envió al exilio y a otro tipo de peligro una vez que Hitler ocupó Francia e impuso allí las abominables leyes raciales. Angelina sólo conoció sus auténticas raíces cuando sus padres llevaban varios años de seguridad en tierras americanas. La homofobia que ha manchado nuestras sociedades justifica que miles de personas encerraran en armarios profundos –incluso en un respetable guardarropas conyugal—su orientación sexual heterodoxa, hasta el punto de que “salir del armario” traduce actualmente la declaración sin disimulos de la propia homosexualidad, como si el esqueleto que allí se albergaba abarcase la íntegra personalidad del individuo, y en cierto modo así es. Sin duda una mayor prudencia respecto a su “mezquino montoncito” le habría ahorrado a Oscar Wilde el desenlace trágico de su trayectoria de escritor de éxito, aunque ese despiadado arrancarle en juicio público un esqueleto no tan bien escondido nos lo ha aproximado como ser humano y ha hecho de él un símbolo –un mártir-- de las reivindicaciones gay.  En literatura los esqueletos de los autores dejan asomar por los resquicios del mueble de su prosa alguna tibia suelta o un húmero mohoso; la ambigüedad que transpiran obras como Muerte en Venecia o Doctor Faustus, y que multiplica su fascinación, nace de la osamenta que Thomas Mann había clausurado tras siete cerraduras de su llavero de prócer oficial de la cultura europea. En otras ocasiones la obra surge a borbotones si el escritor rompe candados y tabiques que durante décadas han aprisionado un secreto; Henry Roth terminó un bloqueo de sesenta años cuando decidió ventilar un armario que no abría desde su juventud, de forma que el incesto con su hermana protagonizara los cuatro volúmenes de Mercy of a rude stream con los que Roth se despidió de la literatura y de la vida. Angelica Garnett excava en el osario de su infancia, marcada por los disimulos parentales, en su autobiografía Deceived with kindness, que Martínez-Lage tradujo libremente y con acierto como Una mentira piadosa. Angelica era hija de Vanessa Bell –la hermana de Virginia Woolf, aclaro para algún lector despistado--; Vanessa estaba casada con el crítico de arte Clive Bell con el que había tenido dos hijos, Julian y Quentin, pero hacía tiempo que la pareja, que nunca se separó oficialmente, mantenía otras relaciones sentimentales cuando Vanessa volvió a quedarse embarazada, ahora del pintor bisexual Duncan Grant, amante a su vez del escritor David Garnett. Clive aceptó dar su apellido a Angelica, la hija de Vanessa y Duncan, y constituyó una figura intermitente, amable y distante a lo largo de la niñez y adolescencia de la muchacha. Cuando Angelica, cumplidos los veinte años, se enamoró de David, el amante de su padre verdadero, Vanessa le reveló una parte del complejo entramado afectivo de la familia, lo que, coherente con la línea del grupo Bloomsbury, no impidió la boda de  Angelica y David. Una breve adenda: que Angelica debía de ser mujer de curiosas fijaciones lo demuestra el que, tras la ruptura con su marido, estableciese una relación amorosa, si bien poco duradera, con George Bergen, otro amante de su padre; no hay que sorprenderse de que Henrietta, la segunda hija de Angelica, le pusiera a su  opera prima el título de Family Skeletons.

He comenzado estas páginas sacando precisamente del armario esqueletos familiares que nunca me han obsesionado, y tal vez sea ésa la razón de que los haya venteado sin mayores escrúpulos. Es cierto que mis padres y todos los miembros de su generación a los que pudiera afectar mi texto han muerto. Creo que la garrulería materna rebajó los tintes melodramáticos que impregnan esta clase de oscuras historias y yo me he enfrentado a ellas sin mucho morbo y no excesiva curiosidad. ¿O mi rechazo al folletín se vincula con cierta clase de represión y de ahí las digresiones histórico-literarias que han ocupado los párrafos anteriores? No lo sé. Mi aversión al sicoanálisis, aparte de considerarlo una herencia fenicia del confesonario católico, procede de mi sospecha de que, en su rastreo de muy sepultados esqueletos en el inconsciente personal, acaba por inventarse otros que nunca estuvieron allí y en definitiva no explora las vivencias reales del individuo sino la fabulación que el proceso fuerza a inventar, y no digo que eso esté privado de interés pero para novelistas ya bastan con los que escribimos libros. A veces creo que los esqueletos más irrecuperables de cada uno carecen del brillo siniestro de los dramones y se asocian más a pequeñas vilezas cometidas contra personas amadas, las deslealtades que el tiempo ha ido sembrando, todo aquello que fuimos, profesamos y juramos y a lo que aplicamos los mejores esfuerzos de nuestra voluntad para que siga en un misericordioso olvido.

Mi padre llamaba madre a la segunda mujer de su padre. A nosotros nos confesó que su madre había muerto cuando él era muy pequeño pero que debíamos querer a su madrastra –qué palabra de cuento infantil—como si fuera nuestra abuela, algo en lo que era imposible obedecerle. Ya he dicho al principio que gracias a nuestra madre sabíamos lo poco que se podía saber sobre la abuela auténtica y callábamos para no perturbarlo. ¿Le habría aliviado contarnos él mismo la verdad? Supongo que no, guardaba su esqueleto en el armario de su intimidad por no causarnos trastorno pero también por un respeto, un amor que no había encontrado su cauce legítimo hacia la madre que se suicidó. Cuando ya era muy viejo, se consolaba de la proximidad de la muerte, que no deseaba, pensando que por fin en la otra vida iba a conocer a su madre. Esa fe abrumadora y candorosa me conmueve todavía. Yo, que no creo en la vida perdurable ni en la resurrección de la carne, y la insistencia en semejante inverosimilitud me irrita más que otra cosa, sólo he deseado que al menos como un espejismo póstumo la mente de mi padre condensara en sus últimos segundos ciertas imágenes fantásticas en las que, en un valle que se parecería a un huerto de verano de su pueblo, él se encontrara con la mujer que lo llamaría hijo, lo abrazaría y lo acogería en su seno para siempre.

Escrito en Lecturas Turia por José María Conget

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