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Nacimiento

4 de septiembre de 2017 09:50:13 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

Hay viento, y el silencio
Lo acuna:
Es algo que quiere ser nacido.

Pues no puedes dormir
Abandona la cama.
Asómate al cristal:
La habitación y el mundo a oscuras.

Arriba, en el mural del cielo ,

Se desborda el osario
Y nada allá , ni aquí, palpita.

El Niño ha sollozado.

Escrito en Lecturas Turia por Francisco Brines

Viaje de Unamuno, con Portugal al fondo

4 de septiembre de 2017 09:46:40 CEST

                              I

Hará cosa de cincuenta años, por la parte de la provincia de Orense que hace linde con Portugal, en torno de Celanova y sus parroquias, creo que se llegó a hacer muy popular una insólita orquesta que, a pique de las fiestas del verano, llegaba para amenizar las verbenas bajo los farolillos del atardecer; tan insólita que estaba compuesta por un solo individuo. Pocas veces, pues, se puede hablar más propiamente de un hombre-orquesta, de uno, por tanto, que era capaz de constituirse en su misma individualidad como una sociedad completa, o sea, en la pura contradicción del modelo según el que reconocemos a las orquestas como tales. Para redundar en esa condición paradójica, este hombre, además, se presentaba cargando a cuestas con un bombo, que llevaba pintado en el derredor de la tripa este nombre: “Orquesta O Solo”. Algunas veces pregunté al historiador Feliciano Novoa, que me contaba de estas andanzas, sobre el aspecto físico de aquel individuo, y hoy me ha quedado que O Solo debía ser un hombre pequeño, delgado, muy moreno, con bigote fino y lacio, con el pelo negro pegado al cuero de la cabeza, por lo normal vestido con una camisa blanca y un pantalón negro bastante rozado del polvo y el uso, todo lo cual le caracterizaba como lo que por allí se llamaba un “lechugino portugués”. Probablemente, al otro lado de la sierra del Laboreiro y a ojos vista de portugueses, entre los que también actuaba, O Solo se convertiría justamente en un “lechugino español”, pero en todo caso, unos y otros, portugueses y españoles, lo verían por igual como a un extraño, alguien que solitariamente llegaba desde afuera. Mientras ellos hacían con su fiesta celebración de su comunidad de usos, costumbres y memorias, y lo hacían juntos y bien orquestados, O Solo llegaba entre ellos como solamente un hombre, es decir, en la desligación de quien no es miembro de ninguna comunidad, de manera que, al contrario de los paisanos que hacían en su fiesta el cuento de sus vidas, la del músico errante no podía contar para nadie, ni en realidad nosotros podemos contarla hoy, de tan poco como sabemos de ella[1] .

Aquellos paisanos metidos en fiestas y arropados aún bajo sus cuentos colectivos, es muy posible que por aquel entonces todavía creyeran escapar con ellos a la labilidad y fugacidad existencial de las vidas, puramente fortuitas, de los individuos errantes. La desnudez de estos venía a consistir, pues, en una desposesión de lo que Kierkegaard, en sus cavilaciones sobre la diferencia entre la tragedia antigua y la moderna, llamaba “determinaciones sustanciales” —Estado, familia y destino—, constitutivas de las viejas comunidades tradicionales como mundos enteros en cuya plenitud de significación las vidas particulares se abrevaban de sentido, salvándose así de lo desligado de las existencias… desorquestadas. Tal como parecía pensar Aristóteles, el cometido de los personajes de la tragedia y la epopeya era hacer avanzar una acción mediante su inserción en una trama, es decir, en “una acción entera y completa”, con sus hechos concatenados a sus consecuencias, de ahí que se pueda decir que la trama tiene un gran interés en ellos. Pero lo que no tiene trama, en radical distinción de las tragedias, Aristóteles nos dice que es aquel arcaico realismo burlesco y carnavalesco en que se manifestaban las sátiras viejas al albur de caminos, en el errabundaje propio de las borracherías festivas dionisianas. Estas comparsas no actuaban en las ciudades, sino en los komos o aldeas, de cuyos extramuros procedería en fin la comedia y sus acciones ni completas ni conexas, sin argumentos ni tramas y —lo que importa más todavía— sin imitación de los héroes serios, sino en toda caso de alguna persona real, tan irrepetible como cualquier mortal individuo existente.

                                                           II

Cuando el tiempo es únicamente entendido como una trama, un argumento que la lógica causal encauza a un desenlace (lo que modernamente llamaríamos un proceso), ya decía Hannah Arendt que lo normal es que los individuos no signifiquen demasiado —que no cuenten, que la narración no tenga interés en ellos— salvo precisamente como elementos combustibles para empujar el movimiento de la acción, insignificantes, diríamos que cómicos, en su propia entidad. ¿No daría risa la aparición de O Solo con sus bártulos en la plaza del pueblo en fiestas? Este hombre no tomaba parte en la fiesta, solamente la amenizaba, y yo he pensado a veces en él. Me acuerdo de él cuando pienso en la soledad; también cuando las criaturas individuales se me presentan bajo la amenaza de las universalizaciones especulativas, los planes históricos, las teorías sociales y las aniquilaciones gnósticas o nihilistas que por lo visto exige la implantación de otro mundo más perfecto… Me acuerdo también de O Solo cuando pienso en la identidad de una persona o una comunidad construida sobre un antagonismo con las otras. Igual que para O Solo, aquella marca divisoria entre España y Portugal tenía para Unamuno una desde luego que natural (aunque no oficial) permeabilidad cuando desde 1908 o 1909 hizo la crónica de sus viajes a un lado y otro de la frontera ibérica que luego fueron publicadas en el libro Por tierras de Portugal y España en 1911. Pienso en O Solo y pienso en Unamuno al pensar en Portugal y España como si fueran en la realidad lo que todavía pueden ser en la metáfora, esto es, tierras últimas, pasos últimos antes del definitivo Abenland o último confín postrimero tras el que, según la imagen mítica, todo desaparece, es decir, toda expectativa de desenlace favorable, fracasa. Y también pienso en el tipo de fijeza, igualmente mítica, que tuvo la imagen caracteriológica de “lo portugués”, versión casera de “lo trágico”, en la que la postrimería geográfica contagiaba su desvanecimiento frente el abismo a un tipo humano que se reproducía, incluso, en conocidas personalidades egregias (la del desdeñoso Diego Velázquez o la del taciturno Antonio Machado, del que Juan Ramón Jiménez decía que era un “que más da” y un “medio portugués”), como portavoces del lema que viene a decir que nada merece la pena dado que todos los sueños, esfuerzos y promesas de futuro se han de perder en la negra indiferenciación del mar y del olvido. Unamuno mismo dejó escrito en sus crónicas viajeras que “la vida no tiene para él (para el pueblo portugués) un sentido trascendente”, esto es, ningún destino —desenlace— en ningún sentido. Pero sintió una preferencia por Portugal creo que inseparable de la querencia trágica de su espíritu. Por aquellos años de la primera década del siglo XX, visitaba el país al menos una vez al año. Viajaba a Coimbra en busca del poeta Eugénio de Castro o a Amarante en busca de Teixeira de Pascoaes, desde cuya casa solariega quería ver la caída de la comarca de Traz-Os-Montes sobre las laderas que recogen al Miño, es decir, bastante cerca de la parte por donde O Solo cosechaba sus triunfos orquestales. Estos últimos “hombres trágicos” todavía se duelen o, por decirlo más unamunianamente, a ellos todavía les duele esa muerte o final de mundo con el que desapareció un universo de creencias en gran medida tejido —tramado— en forma de relatos comunitarios, pero también la muerte o derogación de las modernas expectativas históricas. Son trágicos, pues, a la antigua y a la moderna, si seguimos a Kierkegaard. Lo que muere ante ellos es en todo caso un relato o historia argumental en el que de una manera u otra quedaba articulada la unidad de lo pensado y lo existente.

A poco contacto que hayamos tenido con Unamuno, sabremos que la esperanza de perduración —el futuro por antonomasia favorable de todos los relatos— es el asunto propiamente suyo, y es con este asunto con el que la tragicidad de los que consideró cuasi hermanos portugueses debió venir a él como el afluente al río que lo recoge. Por de pronto, el Unamuno de los viajes a Portugal es el inmediatamente posterior a la acuñación de sus ideas definitivas acerca de la Historia, a partir, sobre todo, de la publicación de Paz en la guerra, en 1897. No se trata ya del joven Unamuno de fe socialista, progresista o historicista —el que creía en el cumplimiento de un relato—, sino el posterior a lo que los críticos llamaron “crisis religiosa”, de la que dio testimonio en los cuadernos que sólo los editores, muchos años después, llamaron Diario íntimo. Nada seremos capaces de desentrañar de su pensamiento acerca de la Historia —acerca del Tiempo específicamente argumental y narrativo— si no es en recuerdo de aquella novela, a cuya segunda edición (veintiséis años después, en 1923) puso un importantísimo prólogo; pero tampoco entenderíamos nada si no es vinculando la ya defraudada esperanza histórica en la emancipación humana, con la desesperada y trágica esperanza religiosa que cuando comienza el siglo es ya la proa de su pensamiento. Religión e Historia, es decir, “verdad en misterio” y “verdad sin misterio”, aparecen en todo caso como los elementos en liza, con sus dos tramas respectivas. Mientras la Historia, y por antonomasia la idea liberal, hegeliana y socialista de la Historia aparece orientada a su final favorable tras vencer (“superar”, diría la semántica ideológica apropiada) toda resistencia en la pugna antagonista, la Religión, parece pensar Unamuno, hace poner ojos en una eternidad a la que precisamente el éxito mundano o histórico hace resistencia, es decir, una eternidad que no se podrá deducir jamás de la luz o relumbrón o éxito obtenidos en el mundo; y de ahí su querencia hacia lo que aquí resulta invisible, secreto o escondido: la intrahistoria. Es por entonces cuando visita con cierta frecuencia a sus amigos portugueses, a los que considera tan pesimistas como al historiador Oliveira Martins, el autor de la Historia de la civilización ibérica, del que dice que era “un pesimista, es decir, un portugués. El portugués es constitucionalmente pesimista”, etc.

 

                                                           III

Que no haya Naturaleza sino sólo Historia, viene a ser, en pocas palabras, el trágico y dialéctico propósito moderno —la modalidad específica de tragedia, diríamos— que se le presentará a Unamuno bajo el horror de una idea del Tiempo en el que el pasado ha de ser tomado por pasado (“el muerto al hoyo…”, se dice en castellano): “Lo pasado, pasado (…) ¡Frases terribles —escribirá—. Sí, para los que viven en el tiempo fugitivo, para los que pasan por su carrera como un móvil por su trayectoria, como la tierra por su órbita, perdiendo la pasada posición a cada posición nueva. Hay que vivir recogiendo el pasado, guardando la serie del tiempo, recibiendo el presente sobre el atesorado pasado, en verdadero progreso, no en mero proceso”. Porque, ¿qué pasa entonces —pensamos, invitados por Unamuno— con los otros, los amortizados, los que no interesan al argumento que es contado y ven cómo su peripecia vuelve siempre al olvido y a la nada de la indiferenciación de lo real? Ninguna luz de mundo alumbrará su condición, ni podrán invocar en su ayuda justicia alguna, que no sea, claro está, la de Quien, precisamente y como se dice en el Evangelio, “ve en lo escondido”, en lo oculto al relumbrón de gloria y desapercibido al tejido de la historia.

Al pasar un día por la pequeña Guarda, sobre la línea de Beira, en lo que no era sino ciudad a trasmano o dejada de la mano de las guías de viaje, Unamuno se hace su pregunta: “¿Qué tendrá este Portugal —pienso— para así atraerme? ¿Qué tendrá esta tierra, por defuera riente y blanda, por dentro atormentada y trágica? Yo no sé; pero, cuanto más voy a él —dice—, más deseo volver. He llegado a creer si no será que estos extremos occidentales se han dado de manos espirituales con los extremos orientales, los de la India, y han llegado al triste meollo de la sabiduría, a la comprensión de la vanidad de todo esfuerzo…” Y eso era sin duda, dicho en un solo pasaje, lo que Unamuno ya llevaba previsto desde adentro de sus ojos al acercarse a Portugal. “Representárame Portugal —dice— como una hermosa y dulce muchacha campesina que da espaldas a Europa, sentada a orillas del mar, con los descalzos pies en el borde mismo donde la espuma, etc. (…). Porque para Portugal el sol no nace nunca; muere siempre en el mar que fue teatro de sus hazañas y cuna y sepulcro de sus glorias.” No será esta la única figura literaria bajo la que cree ver a los seres sin salvación narrativas, los que no pueden esperar nada de ningún progreso ni proceso; los reconocerá en Constança de Eugénio de Castro o en la igualmente pobrísima Mariana del Amor de perdiçao, de Camilo Castelo Branco; así que ya podemos saber que es en esta literatura romántica y moderna portuguesa, habitada por los seres en desdicha a los que no espera ninguna redención argumental, en la que concreta su aprecio Unamuno, en simetría con el desprecio que le merecía la heroica, platónica o renacentista a la que como cualquier otro país Portugal se había afiliado en su Siglo de Oro. “El culto del dolor —escribió, tras decirnos en unas líneas de esos seres especiales— parece ser uno de los sentimientos más característicos de este melancólico y saudoso Portugal”. Porque el Unamuno de aquellos años 1907 o 1908 es el pensador en quien ha hecho crisis la confianza en el optimismo progresivo de la razón liberal y su esquema repleto de conceptos sin actos o, lo que es lo mismo, de ideas sin cosas, desencarnadas, esenciales: “mi idealismo, mi socialismo, mi anarquismo, mi fenomenismo…”. Y es, además, no un huido de la religión tradicional, sino un exilado, que supo, como sus hermanos mayores Agustín, Pascal, Kierkegaard…, que el retorno intelectual a la confianza cordial (a la sencillez lenta, escondida, de la vida intrahistórica) es imposible, que el jarrón roto no podrá ser recompuesto, que no podremos simular no saber lo que sabemos y que en la reflexión no seremos nunca capaces de rescatar –ése es el loco sueño de las restauraciones— lo que la propia imaginación reflexiva nos presenta como perdido con la acción ingenua o tácita. Y ésa es la tragedia: “¡Santa sencillez, una vez perdida no se recobra!”, exclama en el Diario. Así que la tan reiterada alusión, en Paz en la guerra, novela del sitio carlista del Bilbao de 1874, a la “trama lenta de la vida” o a “la marcha del telar de la vida ordinaria”, apunta a quienes no tienen historia ni significan nada en ella (pese a que, como el muchacho protagonista, Ignacio, todo lo midan en la comparación con esos personajes de la mitología, la leyenda y la historia épica que significan, en efecto, mucho o todo en una historia: Sansón, Fierabrás, Oliveros, Roldán, Simbad, El Cid, Cabrera, o el bandido José María mismo, tanto le da), pero por eso mismo son eternos, es decir, viven en esa eternidad de la vida trágicamente perdida para el que la piensa desde la historia. Si el lector recuerda la novela, también recordará la fiesta, la verbena, la broma continua —la comedia— en que vive la gente anónima del Bilbao sitiado mientras la historia corre, allá en el monte, de mano de la guerra. Las filosofías dialécticas, tanto como las propulsiones restauradoras, representan igualmente acciones puestas en marcha por la lanzadera de un conflicto de base, de alguna guerra; si tomamos como paradigma la operación hegeliana básica, veremos al modelo estampar su patrón sobre todas las réplicas posteriores que pretendieron entender la realidad como un proceso argumental orientado a la reposición sintética de la totalidad, al rescate de algo perdido. Por el contrario, la novela de Unamuno quiere serlo de la paz, aunque —esto es lo trágico— quien reflexiona en ella esté tan lejos de la paz oscura y lenta de “los silenciosos, la sal de la tierra, los que no gustan en la historia…”.

En los trágicos poetas y escritores portugueses a los que toma, como a Kierkegaard, por hermanos (los suicidas Antero de Quental o Camilo Castelo Branco, los desesperados o desesperanzados Eugénio de Castro o Teixeira de Pascoaes, en fin, en ese “pueblo suicida”), Unamuno pareció encontrar a los últimos hombres dolientes, desgarrados, anteriores a los nuevos hombres adaptados (“el hombre ideal del racionalismo es el hombre autómata —dice—, perfectamente adaptado al ambiente [todos cuyos] actos son reflejos, y como no hay roce alguno entre su proceso interior psíquico y el proceso exterior o cósmico, [tampoco] hay conciencia). Es decir, que creyó encontrar a los últimos hombres anteriores al paso de la socialización por Europa y al labrado que sobre Europa estaba haciendo la historia acelerada hacia un sintético e inmanente final feliz. “El saber de la tragedia rebasa cualquier didáctica”, decía Paul Ricoeur, “pero sin embargo enseña algo”. Ese algo quizá no consista, sin embargo, en un saber, al modo de algún conocimiento, sino en saber, sencillamente, de manera tal que, en la reflexión retrospectiva, la felicidad o la plenitud toman imagen de ignorancia. El suicida de la moderna literatura de la desesperación se nos presenta como el descubridor, a través de la razón crítica —su saber— de una verdad, por supuesto inexistente, a la que no obstante ha atribuido las notas de la Unidad perdida y las de una Justicia que tras inculpar al mundo de imperfecciones es capaz de condenarlo a la aniquilación en aras de la implantación de la plenitud. Fiat iustitia et pereat mundus es así el inevitable lema nihilista y conclusivo de todas las acciones revolucionarias o restauradoras de la historia en el siglo XX; se puede escuchar en las propias palabras de Antero de Quental o en las de quien Unamuno llamaba “el gran Camilo” —insignes suicidas—, o en las continuas invocaciones de Teixeira, bastante nietzscheanas, a la fusión en el Uno originario, y también en las de “la muerte libertadora” de la que hablaba a Unamuno su fraterno corresponsal don Manuel Laranjeira.

 

                                                                       IV

La famosísima frase del trágico Macbeth acerca de la vida como “un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, que nada significa”, nos habla, sin embargo, de una modalidad del Tiempo rebelde a ese destino pre-escrito y por lo general dorado de las narraciones argumentales, tal como se presentaba a la imaginación anticipatoria de Lady Macbeth la coronación de su esposo, tan envuelta en resplandores que era capaz de atraer la acción hasta su plenitud realizada, pero más exacta y elocuentemente se dice allí que “hasta la sílaba final del tiempo escrito”. Y está bien dicho: “la sílaba final del tiempo escrito”; porque ese es el tiempo trágico y épico, el de lo predicho y prefigurado en las historias, el opuesto a aquel otro tiempo vivo, libre, sin trama ni argumento que en efecto se parece más a “un cuento contado por un bobo, lleno de ruido y de furia”.

Además del plantel de poetas y novelistas desesperados y suicidas, está entre los dilectos de Unamuno aquel ilustre historiador-artista que decíamos, Oliveira Martins. Oliveira fue muy amigo de Antero de Quental, pero la predilección unamuniana no se debe, claro, a la cercanía del poeta, sino al descubrimiento en el historiador, por decirlo así, de alguna especie de resistencia al optimismo narrativo que los historiadores europeos de la época parecieron hacer suyo comanditariamente. Esto exige una cierta exploración. Don Marcelino Menéndez Pelayo, según recuerda el propio Unamuno, puso al historiador portugués entre los que él llamaba “historiadores artistas” y así, bajo ese tipo o clase, es como primeramente lo menciona dando por bueno el ojo de don Marcelino. ¿Quiénes son estos “historiadores artistas”? En un artículo o breve ensayo que tituló El pedestal, decía Unamuno: “Oliveira (…), uno de los más grandes historiadores artistas del pasado siglo, tan grande como Michelet o Taine, Macaulay, o Carlyle…”. Lo primero para el encomio fue, pues, situarlo entre aquellos que practicaron el “arte” de componer la historia  al modo de una trama argumental, “escrita” —como se decía en Macbeth— a manera de un relato consecuente. (Así pues, lo que es Historia para Hegel podría ser, en mucho, lo que era Poesía para Aristóteles). No hacemos sin embargo más que pasar unas poquísimas páginas y vemos que el todavía algo joven catedrático de Salamanca se lo ha vuelto a pensar, para negar, finalmente, la calificación de Menéndez Pelayo. Su admirado Oliveira Martins no podía ser, en fin, uno de aquellos artífices en cuya composición literaria aparece la vida purificada de carne y hueso y sacrificada, en suma, a un desenlace o a la gloria especulativa de un tiempo escrito, tal y como parecía esperar, por ejemplo, Michelet que sucedería cuando fuera zanjado el combate entre Cristianismo y Revolución. (Es precisamente contra la poesía teleológica, episódica y romántica de aquella narrativa contra la que conspiraron después, durante el siglo XX, todos los realismos historiográficos o literarios o cinematográficos que llegaron a su apogeo hacia la mitad de la centuria. Los historiadores anti-románticos y anti-micheletianos de Annales, los narradores de la nouvelle vague, los pintores informalistas, surgieron en reacción descriptiva a los modos narrativos de las historia concatenadas según acciones progresivas y amortizantes)[2]. Y en 1923, fecha del prólogo decisivo, Unamuno ya se ve capaz de echar los ojos hacia atrás lo bastante como para ver que aquella de la novela bilbaína fue para él la primera pero también la última ocasión en que lo descriptivo (es decir, lo realista, lo cómico) y lo narrativo (lo idealista, lo que  mueve la acción) compartieron páginas de novela, porque a partir de entonces las tomará como cosas de distinto género; por un lado irán los libros de andar y ver, y por otro los de contar las historias: “En esta novela —escribió en aquel crucial prólogo que decíamos— hay pinturas de paisaje, y dibujo y colorido de tiempo y de lugar. Porque después he abandonado este proceder forjando novelas fuera de lugar y tiempo determinados, en esqueleto, a modo de dramas íntimos, y dejando para otras obras la contemplación de paisaje y celajes y marinas”. Y además de darnos cuenta del deslinde de géneros, también dice allí cuál es el concreto precedente de sus meditaciones narratológicas: “… al entregar de nuevo al público, o mejor a la nación (…) este relato del más grande y fecundo episodio nacional…”. Así que sería verdaderamente inútil intentar escapar a la indicación que exactamente localiza en los Episodios así llamados “Nacionales” por don Benito Pérez Galdós el modelo o peralte del otro episodio que Unamuno mismo dice haber escrito con Paz en la guerra, lo cual nos informa de su índole irónica o paródica (y eso por si los propios episodios galdosianos no hubieran tenido un carácter ya irónico con respecto a las crónicas de las gestas y los reyes, asimismo concatenadas, causales y, finalmente,… episódicas). No hace falta, por lo demás, rebuscar mucho para dar con uno al menos de los precisos loci en los que, tras la Primera Serie (la más romántica, es decir, la más narrativamente “artística”), don Benito va modificando su perspectiva hasta dar cabo a la Segunda con una declarada voluntad realista, es decir, descriptiva, proclive a fijarse, sobre todo, en aquella otra “vida lenta oscura y profunda” de quienes no significan apenas nada para la Historia: unos veinte años antes de que don Miguel escriba su novela, en cierta página de El equipaje del rey José y más o menos a la llegada de los franceses en huida a la Puebla de Arganzón cuando la batalla de Vitoria, leemos que uno de los personajes dice: “¡Si en la historia no hubiera más que batallas; si sus únicos actores fueran las celebridades personales, cuán pequeña sería! Está en el vivir lento y casi siempre doloroso de la sociedad, en lo que hacen todos y en lo que hace cada uno. En ella nada es indigno de la narración, así como en la naturaleza no es menos digno de estudio el olvidado insecto que la inconmensurable arquitectura de los mundos (…). Sabemos por los libros las acciones culminantes, que siempre son batallas, carnicerías, horrendas, o empalagosos cuentos de reyes y dinastías, que preocupan al mundo con sus riñas o con sus casamientos; y entretanto la vida interna permanece oscura, olvidada, sepultada”. Y sigue: “Pero la posteridad quiere registrarlo todo; excava, revuelve, escudriña, interroga los olvidados huesos sin nombre (…); y deseando ahondar lo pasado quiere hacer revivir ante sí a otros grandes actores del drama de la vida, a aquellos para quienes todas las lenguas tienen un vago nombre, y la nuestra llama Fulano y Mengano…”. Y a Fulano y Mengano a la fuerza es por lo demás que los veamos aquí, no ya como de la misma familia de aquel O Solo que tocaba en la verbenas de Celanova y sus parroquias, excluido de la historia del lugar, sino a los tres como entre “los incontables” en cuya tumba sin gloria están llamados a descansar igualmente Constança y Mariana, el Ignacio de Paz en la guerra y el propio Salvadorillo Monsalud que tan se siente expulsado de su bando como para acabar militando a favor de franceses. “Era aquello —dice el mismo Salvador en el episodio siguiente, La segunda casaca— como el despertar un sainete después de haber soñado tragedias”. Así que comedia es, pues, y bien trágica, por dolorosa y sangrienta, la historia moderna, sólo presta a la descripción realista, estática y puramente matérica (como se decía de las pinturas de los años 50 en las que no había nada que contar y todo por describir), tras que todos los relatos “artísticos” hayan resultado gangrenados por la sospecha.                                   

                                                   *  *  *

Ramón Gómez de la Serna vio en su Automoribundia a Portugal como “una ventana hacia un sitio con más luz, hacia un más allá más pletórico”. Pero en el prólogo escrito para presentar una edición de Por tierras de Portugal y España recordó haber visto, desde el autobús que partía de la plaza de la catedral de Salamanca al despunte del alba, a los mendigos que quedaban atrás, al sol de las piedras, convertidos en encarnaciones personales de la eternidad. Aquellos mendigos, me hago yo idea que pensaba Ramón, son la eternidad porque no significan nada en ninguna disposición argumental del tiempo; así que resulta bastante inocuo y absurdo hacerles, cuando el autobús arranca, un gesto de despedida; ellos no ocupan ningún puesto en una línea de cifras dispuestas según la distribución sucesiva de las fechas y ante ellos no puede haber adiós o bienvenida porque no los dejamos atrás cuando partimos, ni podemos esperar hallarlos, allá adelante, cuando el viaje llegué al final.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 



[1]          “Los incontables” se titula un parágrafo del libro de José Luis Pardo La intimidad, (Pre-Textos, 1996, p. 208), en el que exploró, con tino admirable, la condición de quienes, precisamente y a fuerza de no pintar nada en historia ninguna, no tienen nada que contar y de ellos apenas se puede contar nada, excepción hecha, claro, de esa misma carencia de papel propio en ningún argumento. Pero eso ya no sería contar o narrar, de ahí que “los incontables” resulten únicamente accesibles a la descripción —lo que no se cuenta—, es decir, a esa relación de caracteres que conforma lo que en español llamamos su “pinta”.

 

[2]           Aunque, en realidad, la descripción se había hecho reina de la literatura ya en el mismo siglo anterior. La educación sentimental puede muy bien ser leída como la novela paradigmática de los objetos y su acumulación fortuita sobre las consolas de 1840, con tantísimas páginas que parecen apuntar a aquella “enumeración infinita “ en la que para Albert Camus habría de acabar un realismo que fuera llevado a su colmo; de hecho, a ese álgido extremo de la descripción acumulativa llegó, me parece a mí, esa nueva tradición, en La vida instrucciones de uso, de Georges Perec (útil también para comprobar que realismo y realidad no siempre son términos mutuamente condicionados). Para señalar algún apogeo de lo descriptivo —que es el de lo fortuito— frente a las acciones narrativas y concatenadas en las letras en español, quiero acordarme de dos ejemplos: el de los poemas así construidos como enumeraciones por Jorge Luis Borges y el de la peripecia familiar, por lo demás sin trama ninguna, que José Emilio Burucúa, también argentino, fue desgranando al escribir La enciclopedia B-S. (Periférica, 2011).

 

Escrito en Lecturas Turia por Enrique Andrés Ruiz

Para un clásico de la novela española contemporánea como Juan Marsé, cada año que pasa deviene en conmemoración. Si en el 2016 celebramos con una reedición el medio siglo de Últimas tardes con Teresa, el capítulo de efemérides se completaría con los cuarenta años de la publicación en España de Si te dicen que caí. Ambos títulos, capitales en la obra de Marsé, sufrieron el acecho de la censura franquista. Saltarse el lápiz rojo del censor de turno era mucho más duro que la tarea de escribir. Pese a las lecturas del marxismo, que pretendía ver en el Pijoaparte la encarnación de la conciencia de clase, era el sexo lo que realmente perturbaba a los censores, mucho más que el antifranquismo. Más que las connotaciones políticas, al Director General de Información, Carlos Robles Piquer, le preocupaba sobre todo que Marsé cambiara la palabra “muslo” por “antepierna”.

Y otro reconocimiento. Nuestro premio Cervantes 2009 recibió el pasado 13 de octubre el Premio Liber 2016 al autor hispanoamericano más destacado como reconocimiento a su "trayectoria con proyección universal vinculada a sus raíces barcelonesas".

El escritor recuerda cuando el periodista Manuel del Arco le comunicó que Últimas tardes con Teresa había ganado el premio Biblioteca Breve y la prensa le esperaba en el museo Marés. Marés… Marsé. Personajes de novela como Manolo el Pijoaparte, intentando cambiar la barraca del Carmelo por una torre burguesa de Sarrià. El murciano, ese epígono bronceado y suburbial del Julien Sorel stendhaliano; o la rubia Teresa, a la que presenta “con un pañuelo rojo asomando por el bolsillo de su gabardina blanca y con una temblorosa disposición musical en las piernas”.

Cuando Seix Barral reeditó Últimas tardes con Teresa -ahora se ha vuelto a reeditar en su cincuentenario con una nueva portada- Arturo Pérez Reverte elogió en el prólogo el carácter inmarcesible de la novela: “Sigue tan fresca como cuando fue escrita. Ni siquiera los imbéciles que entonces perdonaron a regañadientes la vida a su autor, los resentidos o los parásitos que viven de explicar cómo escribirían ellos -si quisieran- los libros que escriben otros, se atreven ya a discutir que Manolo Reyes, alias Pijoaparte, es uno de los personajes mejor trazados en la literatura española de la segunda mitad del siglo XX”.

Si los encontronazos con el lápiz rojo se saldaron favorablemente en Últimas tardes con Teresa –ganadora del Biblioteca Breve del 65 y publicada en el 66 por Seix Barral-, no sucedió lo mismo con Si te dicen que caí. La novela hubo de ver la luz en México y no se editó en España hasta 1976. De todo ello heos conversado con el escritor.

 

Si te dicen que caí significó una búsqueda de nuevas formas y estructuras narrativas”

 

- ¿Qué representaron Últimas tardes con Teresa y Si te dicen que caí en su producción literaria?

-Ultimas tardes con Teresa significa para mí, entre muchas otras cosas relacionadas con su primordial impulso narrativo, una manera de agradecer y homenajear la gran novela del siglo XIX, la que en mis lecturas adolescentes me abrió el camino hacia le verdadera literatura. En cuanto a Si te dicen que caí, se trata de una novela que, más allá de sus primeros buceos en la memoria personal, más allá del deseo de recuperar la libertad y los sueños mediante las voces infantiles que recreaban la derrota cotidiana de la España infausta de los años cuarenta, significó una búsqueda de nuevas formas y estructuras narrativas, apoyándome en las aventis, un juego que los chavales de mi barrio convirtieron en arte. Las aventis, relatos inventados que contenían hechos reales o casi, están ahí al servicio del asunto nuclear de la novela: la imaginación infantil reelaborando, mediante mentiras, la triste realidad de la dictadura franquista. 

-Si te dicen que caí vio la luz en México, al no poder pasar la censura franquista. ¿Cómo surgió esa posibilidad editorial?

-En 1973, un amigo me dio a leer en un periódico la convocatoria del Premio Internacional de Novela México convocado por vez primera por Editorial Novaro. Yo tenía la novela terminada y la total convicción de que la censura franquista no permitiría su publicación en España, así que, de acuerdo con mi agente Carmen Balcells, decidí probar y la envié a México.

 

“Conocí personalmente a Buñuel en México, ¡que tío más listo!”

 

- ¿Qué sintió al ganar el Premio Internacional de Novela de México?

- Significó la posibilidad de ver publicada una novela que en España no vería la luz hasta 1976, después de la muerte de Franco. Significó un premio de 10.000 dólares, visitar México por vez primera y conocer personalmente a Juan Rulfo y a Luis Buñuel.

- ¿Cómo recuerda aquellos encuentros?

-Fui invitado a la proyección privada de un documental y en la entrada me presentaron a Buñuel. Le comenté que en mi viaje a México hice escala en Paris y en un cine del barrio latino había visto su última película, El discreto encanto de la burguesía, que fue aplaudida. “¿Sí?”, me dijo Buñuel muy interesado, “¿y había mucha gente?” “Bueno, el cine estaba lleno”, le respondí. “Ya”, repuso él, “pero esos cines del Barrio Latino son tan pequeños...” comentó con una sonrisa escéptica. Poco después, iniciada la proyección del documental, bastante plasta y dedicado a la mayor gloria del pintor Gironella, amigo de Buñuel y también en la sala, el cineasta aragonés, sentado en la fila de butacas delante de la mía, se levantó encorvado y apretándose el estómago con la mano y exclamó con ronco y teatral vozarrón: “Me duele mucho la barriga”, y se despidió de aquella encerrona y se largó. Y yo me dije: ¡Qué tío más listo!

 

Juan Rulfo, un genio

 

- ¿Y Juan Rulfo?

-Le conocí durante una cena a la que me invitó un amigo suyo, y en la que, nunca lo olvidaré, el autor de Pedro Páramo se presentó con su ejemplar de Últimas tardes con Teresa para que se lo dedicara. Nos contó que había dejado de beber y pidió una coca-cola, la única que había en la casa, pero durante la cena se las apañó para simular que su codo tropezaba accidentalmente con la botella y la hacía caer al suelo, por lo que pidió disculpas y un vasito de vino, ya que no había otra cosa… Un genio.

- ¿Qué conserva en la memoria del México de los primeros años setenta?

-La cortesía de la gente y ciertos resabios machistas.

-Si te dicen que caí padeció un via crucis censor y, digamos, algunos problemas tipográficos. ¿Se puede considerar la más accidentada de sus novelas?

-Sin duda. Con Carlos Robles Piquer, el máximo responsable de la censura en los años sesenta, había ya entablado relación para levantar la prohibición de Ultimas tardes con Teresa, y lo conseguí, pero con Ricardo de la Cierva, su sucesor en el cargo en la década siguiente, todos mis intentos para que autorizara la publicación en España de Si te dicen que caí fueron inútiles. Me mintió. Me dijo que estaba haciendo lo imposible para conseguir el visto bueno de altas instancias, cuando, lo supe años después, no hizo absolutamente nada. La novela no se publicaría en España hasta tres años después de la primera edición mexicana, es decir, en 1976. Como he dicho, un año después de la muerte de Franco.

-En 1997 recogió el premio que lleva el nombre del autor de Pedro Páramo. ¿Era la culminación de su larga relación con México?

-Ese premio fue una gratísima sorpresa y una alegría muy íntima y personal, pues llevaba el nombre de mi admirado maestro Juan Rulfo. Después he visto que el nombre del Premio Juan Rulfo ha sido sustituido por el Premio Feria del Libro de Guadalajara, y no conozco la razón de ese cambio, que lamento. Yo me quedo con el Premio Rulfo, que significó tanto para mí.

-Además de Juan Rulfo, ¿qué autores le han interesado más de la literatura mexicana?

-No estoy al corriente de muchos autores actuales. He conocido y admirado a José Emilio Pacheco, a Sergio Pitol, a Federico Campbell, a Jorge Ibargüengoitia, a Monterroso.

- ¿Qué recepción ha tenido su obra en Hispanoamérica?

-No tengo ni idea. Sé que ha interesado a algunas personas.

Y seguimos con las conmemoraciones. En 2017 se cumplirán sesenta años del primer artículo de Marsé. Lo publicó en la revista Arcinema. Era el kilómetro cero de una faceta periodística que culminó en los años setenta en revistas como Don, Bocaccio -cabecera de la gauche divine que comandaba Oriol Regàs- y en los turbulentos años de la Transición en la revista Por Favor –permanentemente acosada por expedientes y multas administrativas- con dos secciones memorables: Confidencias de un chorizo y Señoras y señores. En la última entrega de la sección -retomada en los años ochenta en el diario El País- Marsé esboza su autorretrato: “No ha tenido mucho gusto de haberse conocido, habría preferido pasar de largo de sí mismo… El tipo es bajo, desmañado poco hablador, taciturno y burlón. No se considera un intelectual, y soporta mal que lo traten como si lo fuera. Ama las tabernas y las papelerías de barrio y los flancos luminosos de los quioscos que exhiben tebeos y novelas baratas de aventuras. Las banderas le producen auténtico terror. Come ensaladas y escribe a mano”.

El escritor se confesaba en el documental de Xavier Robles Un jardín con ranas de cartón más deudor del cine que de la literatura y recordaba su condición de hijo adoptivo “una historia que sería novela aparte que no voy a escribir nunca”. Una historia que reconstruyó con todo detalle Josep Maria Cuenca en la biografía Mientras llega la felicidad, de 2015. El título alude a la afirmación de un escritor que imprime carácter a cada novela: “Los momentos más felices de la vida se dan cuando uno consigue dejar de pensar en sí mismo”.  En el citado documental de Robles, Marsé ya avanzaba unas cuartillas de lo que iba a ser su próxima novela. Con una foto de Robert-Louis Stevenson en la estantería y el lema que preside su despacho –“El esmero es la única convicción moral del escritor”- leía un fragmento de carga autobiográfica que reflejaba a las claras sus encontronazos con los responsables de la mala fortuna de sus novelas en la gran pantalla... esos que él llama “peliculeros”. Los directores de cine han provocado serios desperfectos en la adaptación de sus novelas: Jordi Cadena, Gonzalo Herralde, Vicente Aranda, Fernando Trueba... Pero de todos los que engloba bajo el epígrafe de “peliculeros”, el que más daño le hizo fue el productor Andrés Vicente Gómez cuando se cargó el guión de “el embrujo de Shanghai” de Víctor Erice que acabó rodando Trueba con los resultados -malos- de todos conocidos.

En el verano del 82, el narrador de la novela se encuentra con un productor “prepotente y mercachifle” y el director Juan Antonio Bertrán, “distinguida gloria del cine español de los años cincuenta”. Ambos “peliculeros” se proponen llevar a la pantalla un guion basado en un hecho real acaecido en 1949: una prostituta estrangulada en la cabina de proyección del cine Delicias. La descripción no deja dudas sobre la identidad del director que inspira el personaje: “Autor de una filmografía muy crítica con la Dictadura, valiente y bien intencionada pero, lamento decirlo, bastante plasta. Las orejeras ideológicas de este director constriñeron su indudable talento y todas sus películas de denuncia, tan celebradas antaño, adolecen de una fastidiosa monserga ideológica y política. Han envejecido mal debido a su didactismo maniqueo y hoy lucen unos resabios panfletarios marca PCE que dan grima”. Marsé nos presenta a Bertrán (Bardem) “muy a gusto bordeando el panfleto y, según pude comprobar en nuestra primera entrevista, seguía empeñado en ello”.

Finalmente, la primera novela que Marsé publicó desde la concesión del premio Cervantes –Caligrafía de los sueños (2011)- no se refería a los “peliculeros” sino a los personajes de posguerra que seguían transitando por el Carmelo y las empinadas calles de adoquín del barrio de Gracia y el parque Güell. Ringo se llama el adolescente quinceañero que nos remite al propio Marsé y esos padres adoptivos de esa historia personal que nunca iba a ser una novela pero que atraviesa todas sus ficciones.

 

“Yo sigo dando más crédito a la ficción que a eso que llamamos realidad”

 

- ¿Caligrafía de los sueños es su novela más autobiográfica? Esa evocación del anticlericalismo paterno, de la madre enfermera, del taller de joyería y el tostadero donde trabaja Ringo...

-Me gustaría afirmar que todo es inventado. Me gustaría jurarlo. Porque tendría más mérito, y a menudo, más solvencia. Porque en este país, después de lo visto y oído –y lo que nos queda por ver y oír, me temo-, yo sigo dando más crédito a la ficción que a eso que llamamos realidad. Pero sí, algo de eso que todos hemos convenido en llamar realidad testimonial está en algunos episodios de la novela. Algunas situaciones retocadas, reinventadas, otras tan verídicas y asombrosamente vividas que a mí mismo me cuesta creer que ocurrieran.

-Obsesionado por las “ratas azules” que infestan los cines de barrio en la posguerra, el padre de Ringo se adscribe al bando de los vencidos pero su hijo no comparte esa asunción de la derrota e intenta buscar su propio futuro. En sus novelas anteriores la figura del padre no aparecía con tanto detalle introspectivo.

-Mi padre constituye en varias de mis novelas un cierto subtema: el de una ausencia, una no presencia que de algún modo se nota. El padre ausente está siempre ahí, es una constante, pero nunca el tema central. En Caligrafía de los sueños está más presente y activo, pero sigue siendo un personaje del que no hay que fiarse mucho, aunque es un hombre de palabra. En realidad, sigue siendo un fantasma, pero se deja ver más, y sus actos son menos de fiar que sus palabras.

 

“Me entiendo bien con los perdedores”


- ¿De entre sus personajes novelescos, ¿con cuál de ellas se siente más identificado?

-Me entiendo bien con los perdedores. Con la desdichada Montse, con el exboxeador Jan Julivert Mon, con el pirado capitán Blay, con la prostituta Balbina, con el Pijoaparte y con la criada Maruja, con Sarnita y con todos aquellos chavales de cabeza rapada que contaban historias sentados en las aceras del barrio en Si te dicen que caí.

-Después de Caligrafía de los sueños llegó el relato Noticias felices en aviones de papel. ¿Cómo nació esa historia?

-De la fotografía en portada de un libro sobre el gueto de Varsovia, editado por Wydawnictwo Parma Press, con textos y fotos del Instituto Judío de Historia. Me impresionó la mirada de unos chavales descalzos y harapientos sentados en el bordillo de la acera, me trajo recuerdos de la posguerra en Barcelona. Yo había visitado Varsovia años atrás y estuve en la única calle que se conservaba del gueto, muy parecida a la calle Nowolipie que aparecía en la foto. Además de evocar la calle mediante una invención, quería contar algo sobre una anciana de vida supuestamente frívola que evoca dolorosos fantasmas y un muchacho solitario que debe aprender a ser una persona solidaria y tolerante.

-De nuevo los trazos del Marsé adolescente. Sueños, tebeos, padre huidizo... ¿La adolescencia permite más sinceridad a la hora de narrar?

-Tengo mis dudas acerca de cómo narrar desde el punto de vista de un adolescente. ¿Esta novelita ostenta ese punto de vista? No estoy seguro. Me manejo muy mal con las teorías. El protagonista es un chaval de quince años, de acuerdo, pero no es ese chaval el que cuenta lo que pasa. Si fuera así, según yo lo entiendo, se deberían haber respetado ciertas normas... Pero salgamos de la cocina del escritor, que siempre está llena de humo y de olores a refritos diversos.

-La anciana polaca quiere hacer aviones de papel con buenas noticias... Al final califica este país de “gritón y malhablado” ¿Es una alusión al periodismo de trinchera que de los tertulianos?

-La señora se queja de que en los periódicos no hay muchas noticias felices para los niños, ni para los adultos, podía haber añadido; dice que este es un país gritón y malhablado y acusa a la prensa escrita de lo mismo, cuando en realidad esa descalificación la merece mucho más la radio y la televisión con sus chillonas, vacuas, carroñeras e incívicas tertulias.

-Uno de sus personajes afirma que “la memoria es una abeja muerta que nos acaba picando”. ¿A qué se refiere?

-Proviene de una frase del viejo Walter Brennan en una película de Howard Hawks: “¿A usted nunca le ha picado una abeja muerta?” Pero no me pregunte qué significa...

 

“Mi estampa predilecta de un escritor sigue siendo la imagen de un hombre solitario batiéndose con el lenguaje”

 

- ¿Qué papel ha de asumir el escritor en estos tiempos de comercialismo a la desesperada y piratería digital rampante?

-La imagen del escritor comprometido hoy se considera poco menos que una reliquia, y lo que en todo caso priva es el intelectual al servicio del poder, el figurón pesebrero, un monigote bien relacionado para captar prebendas. El verdadero intelectual pinta poco, y con gobiernos mercachifles que desprecian la cultura, aún pinta menos... Mi estampa predilecta de un escritor sigue siendo la de siempre, la de una foto de Balzac que tenía cuando era chaval, un Balzac en camisón escribiendo a la luz de una vela, es decir, la imagen de un hombre solitario batiéndose con el lenguaje.

Corría 2014 y la que hasta el momento es la última novela de Marsé andaba por los cien folios. El título original se modificó levemente –de Una puta muy querida a Esa puta tan distinguida-, o la novela sobre la desmemoria que, también, nos acaba picando cual abeja muerta. La reconstrucción del crimen de una prostituta –a cargo del hombre que la mató, trasunto del asesino de aquella Carmen Broto que inspiró Si te dicen que caí- ha de nutrir el guión de una película que acabará siendo otra cosa para desesperación del guionista. El ajuste de cuentas con los “peliculeros” sirve a Marsé para abordar “las añagazas y las trampas que nos tiende la memoria, sea esta histórica o personal”. En un principio, Esa puta tan distinguida debía formar parte de Caligrafía de los sueños pero tomó tanto vuelo que el autor decidió que sería otra novela. Reaparecen personajes, como el falangista y la señora Mir con la cabeza sobre los raíles del tranvía en la calle Torrente Flores. La realidad como semillero de la ficción. En Esa puta tan distinguida, apunta Marsé, podría pesar más la realidad que la ficción pero solo en apariencia: “Hay algunos toques a lo real bastante evidentes, todos en clave de humor, pero yo considero mucho más solvente la parte inventada, porque es la que afecta al nervio central de la novela”.

-Su valoración, tan negativa, de las adaptaciones de sus obras al cine y de su experiencia en el trabajo cinematográfico se deja notar...

-Pero no es el asunto central de la novela. Cualquiera que haya escrito para el cine sabe eso: no pocas expectativas se pueden frustrar, por falta de entendimiento o por intereses ajenos, por motivos comerciales o por desidia.

-El juicio sobre el cine español que se desprende de la novela es demoledor.

-El cine español me ha planteado siempre, incluso sus mejores películas, un problema de credibilidad. No sé exactamente a qué se debe. Se trata de un antiguo desencuentro con lo más creíble y cercano, lo que las personas solemos hacer todos los días en la realidad, que puede se increíble y absurda, por supuesto, pero “increíblemente creíble”. Hay excepciones como las películas de Berlanga, Erice, Gutiérrez Aragón, José Luis Borau, José Luis Cuerda y, sobre todo, las de Luis Buñuel, incluidas las mexicanas, donde los actores suelen ser increíbles, pero las películas son perfectamente creíbles.

 

“Escribo porque estoy en descuerdo con un mundo que no está bien parido”

 

- ¿Qué escritores le han ayudado más a reinventarse a sí mismo?

-Baroja, Galdós, Stevenson, Dickens, Cervantes, Rodoreda, Stendhal, Tolstoi, Chéjov, Hemingway, Cheever, Faulkner, Chesterton, Rulfo, Onetti, Margarit, Mendoza, Gil de Biedma, Ferrater, Simenon, Coetzee... Y Proust, Flaubert, Kafka, Pla, Scott Fitzgerald, Nabokov, Carver, Vila Matas, Lowry, Machado (Antonio), Capote, Cernuda, Pàmies, Melville, Borges y Flannery O’Connor.

- ¿Y cómo contempla la literatura española actual?

- Quizá necesite menos adjetivos y más sustantivos, pero en mi opinión goza de buena salud.

Después de publicar Esa puta tan distinguida, Juan Marsé ya trabaja en otros proyectos novelescos que, por supuesto, no nos va a desvelar: “El porqué escribe uno tiene cincuenta mil respuestas. Yo, porque no sé hacer otra cosa... O porque estoy en desacuerdo con un mundo que no está bien parido: la ficción ofrece alternativas a esa realidad que no gusta”.

 

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Sergi Doria

John Banville: artesano y artista

27 de junio de 2017 08:57:20 CEST

 

 

Nam est aliquis ac nescio an maximus etiam ex secretis studiis fructus ac tum pura voluptas litterarum, cum ab actu, id est opera recesserunt et contemplatione sui fruuntur.

(Quint. inst. 2, 18, 4)

           

 

 

 

           

 

 

El pasado 4 de junio, el secretario del jurado del Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2014 leía un acta que compendia oportunamente la línea de un novelista cuya prosa “se abre a deslumbrantes espacios líricos, a través de referencias culturales, donde se revitalizan los mitos clásicos y la belleza va de la mano de la ironía. Al mismo tiempo, muestra un análisis intenso de complejos seres humanos que nos atrapan en su descenso a la oscuridad de la vileza o en su fraternidad existencial. Cada creación suya atrae y deleita por la maestría en el desarrollo de la trama y en el dominio de los registros y matices expresivos, y por su reflexión sobre los secretos del corazón humano”. 

De acuerdo con aquéllos que lo consideran decadente, distanciado, difícil y arrogante, él se tiene por autodidacta y “posthumanista”. Con prácticas alusivas y formas barrocas, ya sea bajo la presión del simbolismo o mediante la digresión filosófica, la intensidad de su escritura y el lirismo de su prosa lo acreditan como uno de los estilistas irlandeses más notables de su generación. Inmediatamente después de leer Dubliners, a los 12 años, comenzó a escribir “horribles imitaciones” de la obra de Joyce con la vieja Remington de su tía. Pero también el humor negro y el ingenio de Beckett, así como las instancias narrativas de Nabokov han ejercido su influjo, sin preterir a Nietzsche, “el gran filósofo de nuestro tiempo”. En un momento de su adolescencia quiso ser pintor: advirtió que no tenía aptitudes para ello, mas aquella aplicación le serviría para contemplar la experiencia de una suerte minuciosa y condensada, y como metáfora de repetición intertextual. Hace de la literatura un medio para filtrar la compleja y ambigua realidad, y una manera de reconocer la raleza del mundo que nos rodea. Al cabo, toda obra de arte exhibe una “textura de cicatriz” y la novela es como la vida misma: “una aventura cómica con irrupciones ocasionales de lo trágico”. Quizá por eso emplea narradores poco fidedignos, que dudan y desvarían, desconectados y desplazados, cuando no odiosos y canallescos. Parecidos, pues, a los escritores, que, según ha observado, son seres como cualquier otro, sólo que un poco más obsesionados. Y, efectivamente, cuanto más viejo se hace uno, más confundido se encuentra, lo cual es bueno para el artista, supuesto que favorece el concurso de la intuición, los sueños, las fantasías y los recuerdos. Hablando de confusión e indeterminación, la lengua de Irlanda (Hiberno-English, Irish English o también llamada, imprecisamente, Anglo-Irish) no tan directa, más oblicua, con sus diferencias fonológicas, sintácticas y léxicas respecto a otros acentos del inglés, le proporciona esa ambigüedad poética que requiere y que, a veces, realza con un lenguaje arcano. Toda vez que “la frase es el mayor invento de la civilización”, considera su oficio un privilegio y, cuando escribe, se abstrae de todo lo demás, empeñado sólo en escoger cuidadosamente las palabras que han de formar la oración perfecta. Sorprendido de que, en una época dominada por la televisión y la música pop, todavía hay gente que lee, ha declarado su modesta ambición en la vida, cual es la de cambiar la novela completamente. Y puesto que estamos ante un género cada vez más maltrecho, se ha arrogado el deber de protegerlo. Dado este contexto, no tiene inconveniente en decir alto y claro lo que piensa, como cuando sostuvo en una reseña que Saturday, el libro que acababa de publicar Ian McEwan, era “espantosamente malo”.[1]

John Banville tiene 68 años y vive en la punta norte de la bahía de Dublín. Nació en Wexford y se formó con los Hermanos Cristianos y en el St. Peter’s College de su ciudad natal. Siempre cáustico, el maestro de la ironía recuerda con frecuencia que la educación religiosa es muy importante para un escritor, pues lo impregna de sentido de culpa, lo cual conviene al narrador de ficciones. Una vez completada la educación secundaria, en lugar de ir a la universidad y hacerse arquitecto, como quería su madre, ansioso por escapar del ambiente familiar, se puso a trabajar de administrativo en la aerolínea Aer Lingus, lo que le permitió viajar por el mundo a un coste ínfimo. Realmente debió de ser la parte más sugestiva del empleo: como él mismo recuerda, el hecho de poder volar de Londres a San Francisco por dos libras, en primera clase (de la época), tuvo que significar mucho para un joven inquieto en un país pobre y aislado del mundo, durante la década de los sesenta en el siglo pasado. Tras vivir un par de años en California, donde conoce a la que después sería su esposa, vuelve a casa en 1969 para dedicarse al periodismo y la literatura. Primero fue redactor del Irish Press; luego, desde 1988 y a lo largo de diez años, desempeño el cargo de director literario en The Irish Times. Desde 1990 colabora regularmente en The New York Review of Books no como crítico literario, sino como reseñador de libros, pues le gusta establecer la diferencia entre uno y otro: el primero ha de situar la obra en la tradición; el segundo tiene que introducirla al público lector. En todo caso, las reseñas y los artículos literarios lo redimen del “tormento constante” de la ficción y le proporcionan el “placer del artesano”.

El profesor Imhof[2] lo situó en el contexto internacional de la denominada ficción postmodernista: un novelista “crítico” o metaficcional que, altamente preocupado por la forma, trasciende los géneros narrativos irlandeses para escrutar las posibilidades de la novela y hallar una voz propia, consciente de que se encuentra en la era posterior a Joyce y Beckett. Más tarde, Joseph McMinn[3] lo considera en el ámbito de la teoría literaria contemporánea, particularmente el postmodernismo y el feminismo, argumentando que su obra está muy influida por las mitologías románticas y modernistas de la imaginación creativa, como las expresadas por Coleridge y Wallace Stevens. Finalmente, Berensmeyer[4] intentará demostrar que el autor es “metaficcional” en el sentido de que su obra trata de la creación de ficciones en unos contextos que no implican necesariamente el proceso de la escritura, como son los de la ciencia y el arte.

Con objeto de compendiar la obra y extraer su temática cardinal, frecuentamos la interesante “perspectiva crítica” del Dr. Nick Turner[5], según la cual nos hallamos ante un “novelista filosófico preocupado por la naturaleza de la percepción, el conflicto entre imaginación y realidad, y el aislamiento existencial del individuo”. En sus primeras creaciones –Long Lankin (1970), Nightspawn (1971) y Birchwood (1973)–, marca el territorio no realista, fija una tendencia a las ideas metafísicas, consolida la prosa barroca y orienta la meditación poética hacia las relaciones de la memoria y la fantasía, para concluir con una advertencia decisiva en boca del narrador:

“We imagine that we remember things as they were, while in fact all we carry into the future are fragments which reconstruct a wholly illusory past. That first death we witness will always be a murmur of voices down a corridor and a clock falling silent in the darkened room, the end of love is forever two spent cigarettes in a saucer and a white door closing”.[6]

Esos fueron, pues los comienzos del aprendizaje: una colección de relatos, a la manera de Joyce, vinculados por la trama y la cronología, que exploran las emociones del miedo, los celos y el deseo en la vida cotidiana, y cuyo título evoca una popular balada acerca del crimen gratuito. Luego, con un narrador ya conocido, pero ahora en primera persona, y con ecos de Beckett y Nabokov, y con citas de T.S. Eliot, se adereza la primera novela, la cual es un thriller psicológico ambientado en una isla griega en vísperas de un golpe militar, pero también es una parodia que socava los fundamentos de la narrativa tradicional, desfigurando los contornos del narrador, el autor y el personaje. Y, finalmente, con elementos de novela gótica y de realismo mágico, el “poeta que escribe prosa” sigue el modelo estructural de Proust: el protagonista, “a la búsqueda del tiempo equivocado” vuelve a la decadente mansión familiar para descubrir que su primo es su hermano, fruto de una relación incestuosa entre su padre y su tía. El “sujeto de la obra” es un autor implícito que deambula por una trama circular tratando de encontrar un sentido en el pasado, rememorándolo y dándole forma narrativa, con objeto de ordenar el caos, entender el presente y dar significado a las cosas.

Después de su “novela irlandesa”, Banville, tratando de sortear la etiqueta, se aleja de la temática de su país y se pone a escribir sobre la invasión normanda del siglo XII, pero aquello, sin saber cómo, se transformará en un libro acerca del fundador de la astronomía moderna. Entretanto, ha recuperado al Arthur Koestler de su adolescencia, supuesto que le sigue fascinando todo lo relacionado con el proceso creativo y, como al autor de The Sleepwalkers, también a él le interesan sobremanera los paralelismos entre la invención científica y la creación artística. Así pues, en la denominada “tetralogía científica”, pulsará las estructuras astronómicas o matemáticas como “lenguajes” alternativos de conocimiento y someterá la epistemología a un examen implacable. Son tres ficciones “históricas” sobre Copérnico, Kepler y Newton, respectivamente, más un cuarto volumen –Mefisto (1986)– que, como el título sugiere, es un relato fáustico en torno a un prodigio matemático que empieza y termina con la palabra “casualidad”.

Doctor Copernicus (1976) se abre con un epígrafe de tres líneas que pertenecen a un largo poema en el que Wallace Stevens medita sobre la naturaleza de la realidad, la percepción humana y la imaginación poética[7]. La vida (y la obra) del protagonista, desde su infancia hasta su muerte, se dispone en cuatro partes. Ya desde el mismo principio, el niño inocente se recrea en “cuestiones enigmáticas” sobre el “objeto mismo” y las palabras que lo nombran, que por sí solas no significan nada, pues sólo son signos arbitrarios. Es la disonancia entre las cosas y los nombres:

“Everything had a name, but although every name was nothing without the thing named, the thing cared nothing for its name, had no need of a name, and was itself only”.[8]

Los padres mueren muy pronto y los cuatro hermanos quedan a cargo del tío Lucas, canónigo influyente, que decide orientar a los dos chicos, Nicolás y Andreas, hacia la Universidad de Cracovia. Ya en el colegio, el primero aprende con demasiada facilidad y, por lo general, le aburren las materias. Hay un profesor que le aconseja que tenga cuidado con los enigmas, pues ejercitan la mente, pero no enseñan a vivir, y le advierte que todas las teorías son sólo nombres, mientras que el mundo es una cosa. Es el canónigo Wodka, que le muestra su observatorio y lo introduce en la historia de la cosmología basada en la teoría de Tolomeo, una hipótesis que, formulada en Alejandría trece siglos antes, aún era aceptada universalmente. El corazón del muchacho, todavía incólume ante los escrúpulos de la ortodoxia, se colma de felicidad.

“Out there was unlike here, utterly. Nothing that he knew on earth could match the pristine purity he imagined in the heavens, and when he looked up into the limitless blue he saw beyond the uncertainty and the terror an intoxicating, marvelous grave gaiety”.[9]

En la universidad se dedica a las humanidades y la teología, como su tío, ahora obispo, había dispuesto. Abstraído por el estudio, se aparta del mundo y descubre su problema: si bien no puede contradecir al universo real, siente que debe hacerlo o desesperar. Por eso, en el choque con el profesor Brudzewski, astrónomo y matemático, cuando éste trata de “justificar los fenómenos”, afirmando que la astronomía no muestra al universo tal como es, sino como nosotros lo observamos, Copérnico, que no cree en palabras, sino en cosas, afirma que el conocimiento debe convertirse en percepción.

En 1496, el ya canónigo Koppernigk y el vago de su hermano parten hacia Italia, unidos por “correas de odio y pavoroso amor”, con objeto de estudiar en Bolonia y Roma. Nicolás obtiene el doctorado en derecho canónico, en un acto ritual que adquiere ribetes de farsa cuando se confunden los textos y el nombre del doctorando, del que se dan hasta cinco transcripciones distintas, reflejo asimismo de la realidad. En todo caso, la caliente y caótica Italia renacentista colisiona con su carácter prusiano, escéptico y frío, lo mismo que la relación con el aristócrata Girolamo. Incapaz de liberar al hombre físico, se refugia una vez más en la ciencia, tratando de buscar la esencia por medio de la astronomía, admitiendo que lo fundamental no eran los teoremas, sino la relación entre ellos: el acto de creación.

“Out of nothing, next to nothing, disjointed bits and scraps, he would have to weld together an explanation of the phenomena. The enormity of the problem terrified him, yet he knew that it was that problem and nothing less that he had to solve, for his intuition told him so, and he trusted his intuition – he must, since it was all he had”.[10]

La segunda sección empieza y acaba con una misma pesadilla para proyectar la traumática relación con su hermano, el cual, a estas alturas, está a punto de morir corroído por la sífilis. Encontramos a un Copérnico de 33 años en el castillo de Heilsberg, donde, además de médico, secretario y factótum, tendrá que actuar como aliado en las conspiraciones de su tío. Él, que no era ni alemán ni polaco, ni siquiera prusiano, en el conflicto del rey de Polonia con los Caballeros Teutónicos, tendrá que aceptar el ejercicio maquiavélico que le brinda el Gran Maestre Albrecht, quien, echándole en cara que no comprende los “conceptos abstractos”, le asegura que los dos son los “creadores de ficciones supremas”. La práctica de la medicina era un espacio de escondite desde donde podía dedicarse a sus verdaderas aficiones. Y seguía dándole vueltas a su teoría, la cual en sí no era errónea, pero carecía de alguna conexión fundamental. Había algo que fallaba y que convertía la astronomía en un “proceso progresivo de fracaso”, hasta el punto que el autor deja de creer en su libro, y a la crisis espiritual se yuxtapone una tribulación intelectual:

“He had believed it possible to say the truth; now he saw that all that could be said was the saying. His book was not about the world, but about itself. More than once he snatched up this hideous ingrown thing and rushed with it to the fire, but he had not the strength to perform that ultimate act”.[11]

Tras la muerte de su tío, es nombrado prepósito de tierras y, en contra de su voluntad, se convierte en un hombre público que llega a estar alarmado por las responsabilidades de los asuntos de estado. El capítulo se cierra con unas cuantas cartas de varios obispos sobre política eclesiástica, pero antes se presenta la historia de Anna Schillings, una prima lejana del canónigo que se convertirá en su focaria. Y en ese pasaje, la tercera persona narrativa parece mantener un monólogo, o un “diálogo interiorizado” con el lector.

La tercera parte es una versión subjetiva, en primera persona, a cargo del discípulo Rheticus, un luterano de Wittenberg. Es él quien publica Narratio Prima, una glosa de De revolutionibus orbium mundi, y quien, con gran esfuerzo y dedicación, logra que se divulgue este libro finalmente, pero se sentirá traicionado, porque no aparece ni una sola mención de su nombre, así que está aquí para vengarse, creando incluso personajes imaginarios y situaciones ficticias, con objeto de lanzarlos contra su maestro. Sabemos ahora que esa procrastinación constante de Copérnico se explica por el miedo al ridículo, debido a la falta de pruebas en su teoría, y a la enormidad del descubrimiento, que podía causar una gran conmoción de carácter teológico, eclesiástico y epistemológico. Las reticencias se exponen abiertamente:

“My book is not science – it is a dream. I am not even sure if science is possible. […] We think only those thoughts that we have the words to express, but we acknowledge that limitation only by our wilfully foolish contention that the words mean more than they say; it is a pretty piece of sleight of hand, that: it sustains our illusions wonderfully, until, that is, the time arrives when the sands have run out, and the truth breaks in upon us”.[12]

La última sección vuelve al punto de vista de una tercera persona omnisciente que narra la decadencia física y mental del protagonista, y su muerte. En el momento de la agonía es visitado por los espíritus de Osiander y Andreas. El primero le comunica que ha cambiado el título del libro: ha sustituido mundi por coelestium, buscando la seguridad que le proporciona la distancia. Su hermano, por otra parte, surge como  “un ángel redentor”, pues no predica la desesperación, sino la aceptación. Y nos conduce a la preocupación temática cardinal:

“It is the manner of knowing that is important. We know the meaning of the singular thing only so long as we content ourselves with knowing it in the midst of other meanings; isolate it, and all meaning drains away. It is not the thing that counts, you see, only the interaction of things; and of course, the names…”[13] 

Todos los intertextos, notas, alusiones, referencias…, la estructura circular (u orbital), las estrategias de variación y repetición, las citas anacrónicas de científicos modernos, la fusión de formas clásicas y románticas, etc., nos llevan a la conclusión de que, en lugar de una historia ficcional o ficción histórica, estamos ante una “novela de ideas” y, como las demás de la tetralogía, una “parábola de la imaginación creativa”.[14]

Sigue a continuación una enigmática trilogía “artística” –The Book of Evidence (1989), Ghosts (1993) y Athena (1995)–, comparada por algunos con la de Beckett. Ahora Freddie Montgomery, una narrador simpático y, a la vez, desagradable, existencialmente inseguro o náufrago, sirve de coartada intertextual y anagramática para situar un dilema ético en un contexto de identidad quebradiza. Se han establecido paralelismos de El libro de la pruebas con El extranjero y con Crimen y castigo. Como la obra de Camus, ésta también “explora una personalidad malvada y la personalidad del Mal”[15]. En efecto, ambas se basan en el crimen “accidental” de un inocente y en las dos ocasiones, el asesino confiesa algo más que su culpa. En todo caso, los acontecimientos medulares del asesinato y la fuga subsiguiente se basan en el asunto de Malcolm Macarthur, quien, en 1982, mató a una enfermera dublinesa a la que quería robar el coche. El excéntrico acreditado en los círculos sociales de la ciudad, que había engañado a mucha gente con una sarta de ficciones sobre su pasado y su linaje, aporreó a la joven con un martillo y huyó, dejándola moribunda en el asiento trasero. Luego buscó refugio como invitado en la casa del entonces Fiscal General de Irlanda, y allí sería arrestado con el escándalo consiguiente.[16]

 A los 38 años, Frederick se encuentra en prisión, encerrado “como un animal exótico”, a punto de ser juzgado por robo y asesinato. Entre tanto, bajo la forma de confesión dirigida al juez, adereza lo que podríamos denominar unas “memorias desde la cárcel”. Se trata, por tanto, de un relato subjetivo de las experiencias, sentimientos e ideas de un narrador desorientado, poco fiable, que se inventa los nombres y, tal vez, los personajes, y que atribuye el crimen a “un fallo de la imaginación”. Su monólogo dramático, discontinuo, plagado de incisos y digresiones, no persigue la apología ni la defensa, sino que es un intento de explicar los actos de un hombre que hizo lo que hizo porque no podía hacer otra cosa. El joven de buena familia,  otrora científico brillante, profesor en una universidad americana, dedicado a la estadística y a la teoría de las probabilidades, aquél que siempre había considerado la materia como un torbellino de colisiones azarosas, ha vivido los últimos años, a la deriva por las islas del Mediterráneo, una vida que “fomentaba ilusiones”. A causa de un coqueteo fatal con el mundo de las drogas, víctima de un chantaje, tendrá que volver a Irlanda en busca de dinero; pero su madre ha malvendido la colección de cuadros que constituía su patrimonio para pagar las deudas que dejó su padre. Tratando de seguir el rastro de las pinturas, se topa con una que le fascina en gran manera, un retrato holandés anónimo que intentará robar. En el curso de la sustracción, se cruza en su camino una joven criada, a la que secuestra y golpea hasta la muerte.

“It was incomprehensible. Even still, when I say I did it, I am not sure I know what I mean. Oh, do not mistake me. I have no wish to vacillate, to hum and haw and kick dead leaves over the evidence. I killed her, I admit it freely. And I know that if I were back there today I would do it again, not because I would want to, but because I would have no choice.”[17]

La segunda parte sigue las deambulaciones de Frederick por Dublín, guarecido en la casa de un viejo amigo que lo acoge sin preguntas, hasta que lo detiene la policía. Conmocionado, perplejo, en un  estado de desapego onírico, observa que ya no va a tener que fingir ante sí mismo que era lo que no era. Lo que no es óbice para que se sienta responsable de su acto: había destrozado una vida que era irreemplazable y que, de algún modo, tenía que ser reemplazada. Al final, el narrador convierte el texto en testimonio y lo entrega a un inspector para que lo guarde “con las otras ficciones”,  pues, “¿qué es la verdad?”, se pregunta. “Todo. Nada. Sólo la vergüenza”, se responde.            

El autor ha cultivado la agudeza y el humor negro especialmente en The Untouchable (1997), un “roman à clef” libremente basado en la figura de Anthony Blunt, el historiador de arte británico y espía soviético que se desenmascara, al tiempo que medita sobre la naturaleza de la traición, cuando examina la vacuidad de su vida. Y más recientemente, ha regresado al melodrama gótico existencial con Eclipse (2000) y Shroud (2002), donde vemos a un narrador en crisis, ajeno a sí mismo, perseguido por los “fantasmas” de sus recuerdos personales y la soledad, prisionero del pasado o atrapado en la impostura. Con su decimocuarta novela, El mar (The Sea, 2005), Banville ganó el prestigioso Man Booker Prize. En una reñida competición frente a otros cinco destacados, entre los que Julian Barnes era el favorito, se impuso este “magistral estudio del recuerdo del dolor, la memoria y el amor”. El texto, cargado de referencias literarias y analogías pictóricas, reclama un relato acerca del mar y la infancia, pero el narrador, como instancia reguladora de la omnisciencia, interrumpe al emisor con la historia de su esposa, y entonces el discurso, fragmentado e indirecto, o por medio del diálogo interiorizado, se transforma en un ensayo elegíaco sobre el fin de la inocencia y el principio del envejecimiento. La trama fluctúa constantemente entre el pasado y el presente; avanza, retrocede y da vueltas, marcando el itinerario de un viaje que realiza la memoria (o la conciencia) en pos de la pérdida y la muerte. El relator nos resulta familiar: contrariado por la imprecisión del lenguaje y la inexactitud de las reminiscencias, ve los episodios como un cuadro vivo, pero puede perder el hilo de la narración; con su visión limitada de la vida, se convierte en otro esteta a la deriva o, tal como él mismo se ve, “una persona de escaso talento y más escasa ambición, agrisada por los años, insegura y errante y que necesita consuelo y el efímero alivio del olvido que provoca el alcohol”. Es un historiador del arte que lleva mucho tiempo atascado en una monografía sobre Pierre Bonnard, el “nabí” intimista que, si bien anduvo fascinado por la perspectiva, pintaba el mundo absteniéndose de comentar la vida, pues evitaba toda revelación subjetiva en sus complejas composiciones, tanto narrativas como autobiográficas. Muy adecuado para un intermediario entre el emisor y la narración que, en un sueño, intenta redactar su testamento con una máquina de escribir a la que le falta la letra “I” (yo). Un erudito, ora sarcástico, ora lírico, que, cansado de la definición de los demás, siempre ha querido ser otra persona, y al que ahora no le gusta nada lo que otea en el espejo del cuarto de baño.

“El pasado late en mi interior como un segundo corazón”, confiesa Max Morden en el momento de iniciar su peregrinación mental, impulsado por una visión en la que su viaje nunca acaba, mientas que él no llega a ninguna parte, y no pasa nada. Perplejo, doliente y solitario tras el reciente fallecimiento de su esposa, encogido bajo el control de su hija única, busca en la bebida un anestésico emocional; con problemas de identidad, en otoño, es decir, fuera de temporada, decide volver al pueblo costero donde veraneó con sus padres hace más de cincuenta años, cuando tenía diez u once (no puede recordarlo con exactitud). Así que, intentando evadirse de una pérdida actual y con objeto de administrar sus efectos colaterales, va a enfrentarse a un trauma remoto cuando rememore aquel verano decisivo, durante el cual conoció a los “dioses” de la familia Grace y, con ellos, descubrió la amistad y el amor, si bien en aquella “extraña marea” afloró asimismo la incomunicación, la aflicción y la muerte. Así y todo, como en las novelas de Banville las cosas no son lo que parecen y por más que algunas imágenes se tornen presagios, el lector ha de esperar a que se descubra el enigma en un sorprendente clímax epifánico, al final de este viaje evocatorio. En cualquier caso, el narrador sólo ha buscado cobijo y redención, una liberación del presente intolerable; otra cosa es que haya logrado exorcizar sus fantasmas:

“To be concealed, protected, guarded, that is all I have ever truly wanted, to burrow down into a place of womby warmth and cower there, hidden from the sky’s indifferent gaze and the harsh air’s damagings, That is why the past is just such a retreat for me, I go there eagerly, rubbing my hands and shaking off the cold present and the colder future. And yet, what existence, really does it have, the past? After all, it is only what the present was, once, the present that is gone, no more than that. And yet.”[18]

Las últimas novelas publicadas hasta la fecha son The Infinities (2009) y Ancient Light (2012). La primera, otra vez alusiva y autorreferencial, está inspirada en el mito de Anfitrión, que el autor ya adaptó para la escena en el año 2000, a partir de una versión del alemán Heinrich von Kleist. Narrada por Hermes, presenta las travesuras de unos dioses griegos que interfieren con una familia reunida en torno al lecho de muerte de un matemático ilustre. En Antigua Luz, un viejo actor de teatro recuerda su primer amor de adolescente con la madre de su mejor amigo, veinte años mayor que él. De nuevo la forma confesional genera la doble trama habitual del presente frente al pasado, con objeto de cuestionar si hay alguna diferencia entre la memoria y la invención. Pero no podemos acabar el esbozo sin nombrar a Benjamin Black, el alter ego de Banville, su “oscuro hermano gemelo”, al que deriva la energía literaria que le sobra. Con este seudónimo ha publicado ocho novelas policiacas, la mayoría de ellas ambientadas en el Dublín de los años cincuenta y protagonizadas por Quirke, un patólogo solitario, bebedor y algo lerdo, pero caballeroso y tenaz, que aún cree en cierto tipo de justicia. La serie se inicia con una trama de tenebrosos intereses familiares, titulada El Secreto de Christine (Christine Falls, 2006), y se completa con La rubia de ojos negros (The Black-Eyed Blonde, 2014), en la que, a petición de los herederos de Raymond Chandler, se resucita al célebre detective Philip Marlowe.

Según ha manifiestado el autor, este nuevo rumbo literario es favorecido por la lectura de algunas obras de George Simenon, que no son las historias del comisario Maigret, sino esa narrativa denominada roman dur, una literatura existencial superior a la de Sartre o Camus. Advierte asimismo que, mientras John Banville puede escribir doscientas palabras al día, Benjamin Black llega hasta las dos mil en una mañana, algo que no se explica porque el primero componga con pluma estilográfica y el segundo, directamente en el ordenador, sino porque a aquél lo distingue la reflexión; a éste, la espontaneidad. Uno es el artista; el otro, el artesano. Así y todo, Black, citando al propio Chandler, aclara que le importa poco quién mata al mayordomo, pero le importa mucho el estilo.        

 

 

 

  



[1]              Seguimos varias entrevistas del novelista, principalmente la de Belinda McKeon, para The Paris Review <(http://www. theparisreview.org/interviews/5907/the-art-of-fiction-no-200-john-banville>; la de Juan J. Delaney, para La Nación <http://www.lanacion.com.ar/1030412-soy-un-poeta-que-escribe-en-prosa>, y la de Mark Sarvas para el blog The Elegant Variation <http://marksarvas.blogs.com/elegvar/the_john_banville_interview/>.

[2]              Rüdiger Imhof, John Banville. A Critical Introduction. Dublin: Wolfhound Press, 1989. Es la primera introducción crítica a las obras de Banville publicadas hasta la fecha, es decir, hasta Mefisto (1986). Se trata de una reflexión profunda en el entorno de la ficción irlandesa contemporánea, pero también en relación con la tradición literaria, la experimentación postmodernista y la sensibilidad artística.

[3]              Joseph McMinn, The Supreme Fictions of John Banville. Manchester and New York: Manchester University Press, 1999. En la introducción se relaciona la obra de Banville con la literatura irlandesa, europea y americana. El análisis de los textos, desde Long Lankin (1970) hasta The Untouchable (1997), se centra en el interés del autor por los sistemas de conocimiento y las formas de representación, haciendo especial hincapié en el uso de los cuadros como metáforas.    

[4]              Ingo Berensmeyer, John Banville: Fictions of Order. Heidelberg: Universitätsverlag C. WINTER, 2000. El estudio posterga las cuestiones de sucesión periódica o de construcciones taxonómicas y se dedica a las consideraciones teóricas de “autoridad”, “autoría” y “autenticidad”. Asimismo hace uso de las novelas para explorar las posibilidades de comunicación literaria en relación con el discurso científico y estético. 

[6]              John Banville, Birchwood, London: Granada, 1984, p. 12.

                “Imaginamos que recordamos las cosas como fueron, pero, en realidad, lo único que trasladamos al futuro son  fragmentos con los que reconstruimos un pasado totalmente ilusorio. La primera muerte que presenciamos siempre será un murmullo de voces por un pasillo y un reloj que se queda parado en la habitación oscura, y el final del amor se reduce a dos cigarrillos gastados en un platillo y una puerta blanca que se cierra”.

[7]              El poema se titula Notes Toward a Supreme Fiction (1942) y en él sostiene el vate de Pennsylvania que la realidad está cambiando constantemente y que la imaginación –la suprema ficción– es la mejor forma de comprender esa realidad variable. En ese contexto, el poeta ha de ofrecer una ficción que satisfaga, de la misma manera que, en otro tiempo, la creencia en una deidad personal procuró gozo espiritual. A su vez, esa ficción dispensa una fe por la que el ser humano puede vivir y morir.  

[8]              John Banville, Doctor Copernicus. London: Paladin Grafton Books, 1976, p. 13.

                “Cada cosa tenía un nombre, pero a pesar de que los nombres no eran nada sin aquello que definían, a las cosas  no les importaba su nombre, no lo necesitaban, se limitaban a ser ellas mismas”. John Banville, Copérnico. Madrid: El País, 2005,  p. 11. Traducción de María Eugenia Ciocchini.

[9]              Vid. John Banville, Doctor Copernicus, p.32.

                “Allí fuera todo era absolutamente distinto, nada de lo que él conocía en la tierra podría igualar la prístina pureza que él imaginaba en los cielos, y cuando miraba hacia arriba en el azul infinito, más allá de la duda y el terror, contemplaba una embriagadora, maravillosa y majestuosa alegría”. Vid. John Banville, Copérnico, p. 33.

[10]             Vid. John Banville, Doctor Copernicus, p.95.

                “Tendría que forjar una explicación de los fenómenos partiendo de la nada, o de casi nada,  juntando trozos y piezas destartalados. La enormidad del problema le producía pánico, pero sabía que debía intentar  resolverlo, pues su intención así se lo indicaba. Él se fiaba de su intuición, tenía que hacerlo, ya que era lo único con que contaba”. Vid. John Banville, Copérnico, p. 105-106.

[11]             Vid. John Banville, Doctor Copernicus, p.128.

                “Le había parecido posible decir la verdad, ahora veía que todo lo que podían decirse eran palabras. El libro no hablaba del mundo, sino de sí mismo. Más de una vez cogió aquel horrible manuscrito dispuesto a tirarlo al fuego, pero no tuvo el valor para cometer aquel acto definitivo”. Vid. John Banville, Copérnico, p. 142.

[12]             Vid. John Banville, Doctor Copernicus, p.220.

                “Mi libro no es ciencia, es solo un sueño; ni siquiera estoy seguro de que la ciencia sea posible. […] Sólo concebimos pensamientos que podemos expresar con palabras,  pero admitimos esta limitación con la idea, obstinadamente estúpida, de que las palabras significan más de lo que dicen. Es un bonito truco de magia que mantiene el engaño maravillosamente, hasta que llega el momento en que la verdad irrumpe con toda su fuerza ante nosotros”. Vid. John Banville, Copérnico, p. 243.

[13]             Vid. John Banville, Doctor Copernicus, p.251.

                “Lo que importa es la forma de conocer. Conocemos el significado de una cosa en particular sólo si nos contentamos con percibirla en medio de otros significados; pues en cuanto intentamos separarla, todo su significado se desvanece. Ya ves, lo que cuenta no son las cosas, sino la interacción entre ellas y, por supuesto, los nombres…”. Vid. John Banville, Copérnico, p. 279.

[14]             Vid. Rüdiger Imhof, pp. 74, 97. Es la necesidad de trascender los límites del lenguaje para acceder a la realidad de las cosas. Y como  indica Berensmeyer, el conflicto, ya expresado en los libros anteriores, radica en la incapacidad de llegar a la realidad sin el concurso de las creaciones ficcionales. Vid. Ingo Berensmeyer, p. 133.

[15]             Vid. Joseph McMinn, p. 103.

[16]             En 2012, mientras Banville era entrevistado en el Trinity College, pudo verse entre el público a Macarthur,  puesto en libertad poco tiempo antes. El escritor se fue nada más terminar la entrevista, pero el ex convicto se quedó al cóctel. 

[17]             John Banville, The Book of Evidence. London: Picador, 1998, p. 150.

                “Resultaba incomprensible. A pesar de todo, cuando digo lo hice no estoy seguro de a qué me refiero. No se me entienda mal. No es mi intención vacilar, titubear y arrojar hojas secas sobre las pruebas. La maté, lo reconozco libremente. Y sé que si hoy volviera a estar allí, volvería a hacerlo, no porque quisiera, sino porque no me quedaría otra opción”. John Banville, El libro de las pruebas. Barcelona: Anagrama, 2000, p. 164. Traducción de Horacio González Trejo. 

[18]             John Banville, The Sea. London: Picador, 2012, p. 60-61.

                “Esconderme, protegerme, guarecerme, eso es lo único que realmente he querido siempre, amadrigarme en un lugar de calor uterino y quedarme allí encogido, oculto de la indiferente mirada del sol y de la severa erosión del aire. Por eso el pasado supone para mí un refugio, allí voy de buena gana, me froto las manos y me sacudo el frío presente y el frío futuro. Y, no obstante, ¿cuál es la verdadera existencia del pasado? Después de todo, no es más que lo que fue el presente una vez el presente ya ha pasado, no más que eso. Pero vaya”. John Banville, El mar. Barcelona: Anagrama, 2006. Traducción de Damián Alou.

                    

 

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Górriz Villarroya

 

Sigue teniendo presente a Azcona, pero si fija el pensamiento en él, las nubes bajan como una persiana y la luz desaparece. Son las anécdotas de recuerdos compartidos las que devuelven luminosidad a su conciencia, y hablan por él de la relación. Una relación que se remonta a mitad de los ochenta. El primer contacto personal lo propició Eduardo Ducay, el productor de El bosque animado. Le había dejado el guion para ver si le apetecía dirigirlo. José Luis Cuerda lo leyó y le pareció que podía moverse dentro de él como pez en el agua. Aceptó en seguida, sin ver la necesidad de cambiar nada. “Después, como suele pasar siempre, durante el rodaje y, más tarde todavía, durante el montaje, hubo alguna modificación. La que mejor recuerdo, porque incluye a otra de las personas con la que más a gusto he trabajado, Luis Ciges, es la morcilla que introdujo en la secuencia en la que entrega un ternero como regalo a la familia D’Abondo. Él me había preguntado al principio del rodaje si yo era un director como Berlanga, que le dejaba improvisar, o por el contrario, si era de los maniáticos que se empeñaban en que se dijeran los diálogos como estaban escritos en el guion. Le contesté muy serio que era de los maniáticos. Y quiso probarme: cuando íbamos a rodar la escena con la familia D’Abondo, me dijo: ‘José Luis, ¿me dejas que, después de regalarles el ternero, les diga que otro día les traeré unas gallinas de colores?’. Le respondí que sí. Se puso tan contento y colocó su estupenda morcilla”.

-¿Cómo era compartir escritura con Azcona –casos de La lengua de las mariposas y Los girasoles ciegos-?

-No escribimos nunca juntos. Él lo hacía en su casa y yo, al principio, en cafeterías, solo, a mano y con mayúsculas -porque no entendía mi propia letra-. Cuando aparecieron, primero, las máquinas de escribir eléctricas; después, los preordenadores –Amstrad-; y, por último, los Appel -del primer modelo, tamaño maceta, al recién llegado; en paralelo y con intercambio telefónico continuo de instrucciones para su manejo-, Azcona y yo hablabamos más de los dichosos aparatos que del guión en sí. Como siempre escribimos adaptaciones, nuestro método era seleccionar el material a utilizar de la obra literaria, reordenarlo y hacer con ello un tratamiento de unas veinte o treinta páginas. Yo le sugería añadidos y reorganizaciones, si lo creía oportuno. Los comentábamos y pactábamos el resultado a enseñar al productor. Azcona hacía un tratamiento más extenso y el productor le daba el visto bueno o pedía algún cambio. Atendidos, o no, esos cambios -yo recuerdo que, con mi visto bueno a esas alturas del proceso se solían aceptar con muy pocas excepciones y que también eran muy pocos-, Azcona escribía el guion y éste iba a misa. Azcona siempre dijo que, como escritor –él siempre quiso ser poeta o novelista-, el autor de un guión debía asumir el papel de puta: satisfacer a la clientela –productor-, que paga, o director que, en definitiva a la hora de rodar y de montar siempre hará lo que le de la gana con el guion -si el productor le deja, añado yo-.

-¿Por qué El bosque animado la escribe Azcona en solitario?

- La adaptación de la novela de Wenceslao Fernandez Florez se la encargó Ducay, el productor, sin contar previamente con ningún director. Ducay siempre se ha considerado un productor a la americana y la verdad es que lo ha hecho muy bien, con resultados espléndidos la mayoría de las veces.

- Ustedes dijeron que había una película en El árbol de la ciencia. ¿Qué la frustró?

- Somos no pocos los que hemos querido adaptar esa novela de Baroja. Los personajes y las situaciones tienen una urdimbre dramática y psicológica de primera magnitud. Pero muy pocos lo intentaron porque todos sabíamos la cerrazón de su sobrino y coheredero Pío Caro, que, casi con toda seguridad, quería dirigirla él.

- El 29 de agosto de 2008 se estrena Los girasoles ciegos. En julio de 2007 a Azcona se le había detectado un cáncer pulmonar ya avanzado. ¿Cuándo se entera?

- Me enteré en un curso de verano en Almería, ese mismo julio de 2007. Participábamos Manolo Gutiérrez Aragón, Vicente Molina Foix, Ángel Sánchez Harguindey, Manolo Vicent, Rafael Azcona y yo. A la hora de comer, coincidí con Rafael, camino del bufet. Íbamos con nuestras bandejas en las manos para recoger el condumio, cuando Azcona me confesó: “José Luis, estoy muy malito”. Yo sabía que tenía algunos achaques, pero no le di importancia. Pocos días antes de su muerte lo invité por el telefonillo del portal de su casa para que bajara a tomar algo. Bajaron Susan y él. Rafaél ya no hablaba. Se fueron a hacer algún recado y yo no me atreví a acompañarlos. No soportaba la idea de que aquella podía ser la última vez que nos veíamos. Y así fue.

- Dentro del ciclo “Joyas del Cine Español”, usted participó junto a José Luis García Sánchez y a Fernando Trueba en un coloquio-homenaje, y destacó su honradez. Trueba apuntó que tal vez si hubiera nacido en otra época -“en esta”-, habría sido guionista-director, no sólo guionista. ¿Cómo lo ve?

- Sabía tanto de dirección como de guión. Había aprendido la narrativa cinematográfica de primera mano con sus colegas italianos del neorrealismo, y repetía, siempre que venía a cuento, máximas del tipo: “No le pongas pie a la foto”, lo que se esté viendo no necesita ser dicho. Y era un enemigo a muerte de la infección sentimental. No soportaba la televisión actual. El ir a saco al corazón del espectador le parecía una indecencia insoportable. Hubiera dirigido tan bien como escribía; pero dudo que le apeteciera tener a un productor, a un distribuidor o a una actriz o actor estrella a sus espaldas, mientras escribía un guión, dándole su opinión sobre el mismo, o intentando imponerla, cosa que un director evita con dificultades durante su trabajo.

- ¿Qué etapa de la obra de Azcona prefiere, si es que hay alguna?

- Siempre que me han preguntado cuál es para mí la mejor película de la historia de cine he respondido una que se titula Plácido-El apartamento, podría adherir otras diez y entraría alguna más de Azcona Berlanga. Cuando me pidieron una lista de mis diez directores favoritos, me salieron cien.

Escrito en Lecturas Turia por Fernando del Val

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