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Configurar sentido descendente

Foto de Farrah Fawcett como origen del mudo

2 de junio de 2017 11:27:17 CEST

Ese bañador rojo con la curva en el vientre

luciendo la sonrisa de las gotas doradas,

con la dura pericia ágil de dos rubíes

dispuestos a volar el blindaje de un cuerpo.

No eres un ángel, Farrah, no has podido ser nada

más que susurro ungido con las alas partidas

por la boca dentada de la voracidad.

No quedan dedos, Farrah, que no hayan modelado

esa frescura rubia de tus piernas al sol.

¿Posaste alguna vez sobre la arena?

Las plantas de tus pies, el pulgar de tu beso,

¿sintió la torcedura de mi cuchillo de ante?

¿Has sido alguna vez algo mejor que un póster?

Y qué hay mejor que un eco colgado en la pared

como los sueños, Farrah, por qué hay que ser mejor

que tu imagen de un día como diosa del mundo.

 

Dime si de verdad tu ambición superaba

las palabras de esmalte, el carmín de tu idioma.

 

La vida es el cartel de mujeres sin cielo

con los muslos de nubes: ellas nos amamantan

como tú nuestra infancia de domingos pequeños

mientras eras posible, poco antes de ser Farrah,

cuando la leche parda sobre el cáliz caliente

arropaba al ocaso con tu gasa encendida,

bajo la placidez astral de los veranos

eternos de las chicas que olvidaron su nombre.

Escrito en Lecturas Turia por Joaquín Pérez Azaústre

Las lecciones de Antonio Machado

2 de junio de 2017 10:25:18 CEST

El 22 de febrero de 2007 participé en Colliure en un homenaje a Antonio Machado. Hacía 68 años de su muerte. Fue una experiencia de profunda emoción para mí. Escribí entonces el poema “Colliure”, publicado en mi libro Vista cansada (2008). Ahora me gustaría argumentar en prosa las razones de esta emoción, es decir, explicar la conciencia de haber homenajeado a una figura decisiva en la tradición a la que yo he querido sumarme como poeta, profesor y ciudadano.

Antonio Machado es lo más parecido que tenemos en España a un poeta nacional. Citamos sus versos en nuestras conversaciones y los políticos repiten sus sentencias en los discursos. Sus poemas son leídos, cantados, estudiados. Ante las rutinas sociales, siempre cabe la posibilidad de salir corriendo y mirar hacia otro lado en nombre de la originalidad. Se queda mejor con una impertinencia. Pero creo que en el caso de Machado, y soportando la crisis social que vivimos, no conviene evitar la pregunta sobre su valor en la educación sentimental de los españoles. Por eso quiero empezar esta reflexión con alguno de sus versos más citados:

Y al cabo, nada os debo; me debéis cuanto he escrito.

A mi trabajo acudo, con mi dinero pago

el traje que me cubre y la mansión que habito,

el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.

Se trata de una declaración de orgullo cívico, en la que se mezclan los datos biográficos y las intenciones poéticas. El famoso “Retrato” prologa a Campos de Castilla se publicó por primera vez en 1908, en una galería de retratos que publicaba el periódico El Liberal. Un poco antes, el 16 de abril de 1907, Machado había recibido el nombramiento oficial como catedrático de Francés del Instituto de Soria. Era su primer trabajo, una verdadera conquista a los 32 años. No había sido buen estudiante, le había costado mucho acabar mal y tarde el bachillerato. Más que en la enseñanza oficial, su formación humana maduró en el ambiente de la Institución Libre de Enseñanza, al amparo del magisterio de Francisco Giner de los Ríos. Los lazos con la Institución le venían a través de su padre, Antonio Machado y Álvarez, y de su abuelo, Antonio Machado Núñez. La austeridad moral, la disciplina ética, la ilusión de unir la educación y el trabajo para modernizar el país, fueron una lección institucionista, a la que Machado rindió homenaje con motivo de la muerte de Francisco Giner en un conocidísimo poema. La labor sustituye al clericalismo: “¡Yunques sonad, enmudeced campanas!”. Giner pide: “Hacedme / un duelo de labores y esperanzas. / Sed buenos y no más…”. Se resume así la idea del trabajo como un factor esencial en la generación del sentimiento de ciudadanía. A través  del trabajo se llega al compromiso esperanzado de reformar la vida española. Se comprende que, desde esta postura ética, fuese tan importante encontrar trabajo y pagar con el dinero de un salario el traje, la casa, el pan y la cama. Machado estaba orgulloso de su puesto conseguido en el instituto.

Pero sentía también un especial orgullo poético. En los años del modernismo, había cobrado importancia la leyenda del artista bohemio, del poeta maldito, del dandi. Manuel Machado, en un maravilloso poema, “Adelfos”, redondeó un desplante lleno de orgullo personal:

Nada os pido. Ni os amo, ni os odio. Con dejarme,

lo que hago por vosotros hacer podéis por mí...

¡Que la vida se tome la pena de matarme,

ya que yo no me tomo la pena de vivir…!

Su hermano Antonio tampoco le debe nada a nadie, pero más que un alejamiento de la sociedad, recurre a sus gotas de sangre jacobina y a su torpe aliño indumentario para defender una idea cívica de la poesía. 1907 no había sido sólo el año en encontrar un humilde trabajo como profesor en un humilde instituto, sino también el año en el que estaba madurando un buscado cambio poético.

Hay otra estrofa del “Retrato” muy citada, pero a veces no del todo entendida en su valor:

Desdeño la romanza de los tenores huecos

y el coro de los grillos que cantan a la luna.

A distinguir me paro las voces de los ecos,

y escucho solamente, entre las voces, una.

Tendemos ahora a identificar esta estrofa con la búsqueda de originalidad, la voz única, frente al eco de los imitadores y los epígonos. Pero conviene entender bien el sentido de estos versos. En la tradición en la que se había formado Antonio Machado, la deriva simbolista del romanticismo, lo verdaderamente prestigioso eran los ecos. Lo peligroso para el poeta eran las voces. El gran Gustavo Adolfo Bécquer había sido el poeta de los rumores, los murmullos, la niebla, los ecos, el cendal, la gasa. Acaba así la rima XXIV:

Dos ideas que al par brotan,

dos besos que a un tiempo estallan,

dos ecos que se confunden,

eso son nuestras dos almas.

Don Gustavo Adolfo había ironizado en la rima XXVI sobre el prosaísmo decimonónico y sobre la retórica poética grandilocuente, el oro falso del lenguaje:

Voy contra mi interés a confesarlo,

no obstante, amada mía,

pienso cual tú que una oda sólo es buena

de un billete del Banco al dorso escrita.

No faltará algún necio que al oírlo

se haga cruces y diga:

¡Mujer al fin del siglo diez y nueve,

material y prosaica!... ¡Boberías!

¡Voces que hacen correr cuatro poetas

que en invierno se embozan con la lira!

¡Ladridos de los perros a la luna!

Tú sabes y yo sé que en esta vida

con genio es muy contado quien la escribe

y con oro cualquiera hace poesía.

Dos pájaros de un tiro, el prosaísmo y el falso oro de la poesía retórica. Frente a ese falso oro, Bécquer y los poetas simbolistas se refugian en el matiz, la sugerencia, el eco, la alusión. A Antonio Machado le llegó esta poética del propio Bécquer y de Paul Verlaine. Recibió un código estético basado en el fracaso del lenguaje como un correlato del fracaso de la sociedad. El signo lingüístico siempre ha sido una metáfora del contrato social. Cuando el contrato fracasa y se hunden las ilusiones públicas, el lenguaje entra en crisis, porque es también una realidad social. Constituye un problema de primera magnitud para la poesía,  ya que su materia de trabajo es un lenguaje envenenado. Por citar a Bécquer una última vez, podemos resumir el riesgo de la escritura con una estrofa de la rima I:

Yo quisiera escribirle, del hombre

domando el rebelde, mezquino idioma,

con palabras que fuesen a un tiempo

suspiros y risas, colores y notas.

Lenguaje mezquino, no sólo rebelde. La escritura se hace simbolista, se refugia en la alusión, el eco, el suspiro, la nota, que puede plasmar una verdad del alma. Sólo es puro aquello que es presocial, pre-histórico, como el silencio. Esta fue la estética en la que maduró la primera poesía de Antonio Machado, en esa obra maestra que es Soledades. Galerías. Otros poemas (1907). Antonio Machado se había alejado del modernismo retórico dominante en la primera edición de Soledades (1903), a favor de un simbolismo de matices suaves e íntimos. Más que la argumentación o que la realidad de las palabras mismas, era importante la palpitación del alma contagiada:

La fuente de piedra

vertía su eterno

cantar de leyenda.

Cantaban los niños

canciones ingenuas,

de un algo que pasa

y que nunca llega:

la historia confusa

y clara la pena.

Seguía su cuento

la fuente serena;

borrada la historia,

contaba la pena.

Ese era el reto de la escritura, inyectar un algo que no puede confundirse con un argumento. Es clara la pena, pero la historia confusa. El poeta identifica su palabra con el murmullo de la fuente. Pero a lo largo de la composición definitiva de sus Soledades Machado empieza a hacerse preguntas que abren nuevas perspectivas y dudas en los códigos del simbolismo. La originalidad en poesía tiene mucho que ver con la necesidad de hacer preguntas. Una estrategia de rarezas es menos eficaz que una pregunta a tiempo. La evolución del género es un encadenamiento de preguntas oportunas. Y Machado preguntó. ¿Qué es la intimidad, la verdad sentimental, ese territorio que la ideología subjetiva define como un espacio puro, no contaminado por la historia? ¿Qué cantamos al encerrarnos en nuestra subjetividad más profunda? Hay un poema de Soledades que a mí me parece muy importante en este sentido. El poema XXXVII dialoga con la noche, la mensajera de su intimidad oculta, y le pregunta “si son mías las lágrimas que vierto”. En el simbolismo los códigos poéticos se basan en el concepto de expresividad, que etimológicamente se relaciona con el de exprimir. El poeta se exprime para sacar su zumo interior, el de la verdad esencial humana, y la metáfora tradicional de ese zumo suelen ser las lágrimas.

¿Son mías las lágrimas que vierto?, pregunta Machado, que es como preguntar si la condición humana, la verdad subjetiva, cae de las nubes, se forma como un alma independiente y sagrada, o es en realidad algo que se forma con la historia, junto a los demás, un territorio que participa como otro cualquiera de las energías de la sociedad. A partir de aquí los códigos de la poesía de Machado sufren un vuelco. La noche contesta:

Yo nunca supe, amado,

si eras tú ese fantasma de tu sueño,

ni averigüe si era su voz la tuya,

o era la de un histrión grotesco.

Y después matiza todavía más la gravedad de su respuesta:

Yo me asomo a las almas cuando lloran

y escucho su hondo rezo,

humilde y solitario,

 ese que llamas salmo verdadero;

pero en las hondas bóvedas del alma

no sé si el llanto es una voz o un eco.

Ahora el sentido de la conciencia poética es otro. Primero, se trata de comprender que los sentimientos, las verdades interiores, forman parte de nuestra educación sentimental, de nuestra historia, porque la vida es una conversación y nos definimos como seres sociales. Hay muchas cosas que parecen nuestra verdad original y sólo son un eco de las corrientes de opinión de la sociedad, de los valores y las ideologías impuestas. En segundo lugar, debemos elegir nuestra voz, saber distinguir nuestra propia opinión. Machado se define como ciudadano, como individuo social, comprende que no hay verdades al margen de la historia, y luego asume la tarea de buscar la suya propia. Ese es el significado profundo de un acto poético que se separa de las purezas antisociales para responsabilizarse cívicamente de su voz, como se responsabiliza de su trabajo, del traje que le cubre, de la mansión que habita y del lecho en el que descansa.

El “Retrato” de Campos de Castilla no es sólo una declaración ética, sino una afirmación de que su palabra poética es inseparable de su compromiso cívico. Por eso en Campos de Castilla cambia de tono, y recoge poemas con voluntad de regeneración, de estirpe institucionista, propia de discípulo de Giner de los Ríos. Los artículos que escribe en la época insisten también en este punto. La educación de los ciudadanos y el trabajo, entendido como primer compromiso de socialización individual, son el fundamento de una ilusionada voluntad colectiva que espera un país más justo. Se trata de crear Estado y tejido social al mismo tiempo, porque el Estado no es algo ajeno al tejido social, sino su formulación más madura, más justa, en las gotas de sangre jacobina de Machado.

Pensando en la situación española, en el año 1913 publica un artículo titulado “Sobre pedagogía”, en el periódico El porvenir castellano. Dice nuestro profesor de francés: “Mientras no se descienda a estudiar al hombre del campo, no acabaremos de explicarnos los más rudimentarios fenómenos de la vida española. De los dos elementos que nos empujan –no dirigen, porque no puede dirigir lo inconsciente-, que nos mueven o nos arrastran a un porvenir catastrófico, están ausentes las huellas de la ciudadanía. Ambos son campesinos. Estos elementos son la política y la Iglesia, o por decirlo claramente, los caciques y los curas”. Machado sabe que lo inconsciente es también parte de la historia, y la educación sentimental de España estaba en manos de los caciques y los curas. Estaban ausentes de nuestro país las huellas de la ciudadanía.

Ese es el motivo de que don Antonio se presente en su “Retrato” de manera orgullosa, nada más, pero nada menos también, como un ciudadano. Y que nadie se extrañe de carácter despreciativo con el que utiliza aquí la palabra política, como nadie debe extrañarse tampoco del empeño con el que Federico García Lorca defendió en su correspondencia de los años 20, ante su familia y ante don Fernando de los Ríos, que su drama Mariana Pineda no era una obra política. En la Restauración, para los intelectuales comprometidos y cívicos, la política no formaba parte de la España real. Era tan sólo una farsa de la España oficial, el juego de los caciques, el cambio de turno entre liberales y conservadores, las dos caras de la misma mentira. Se suelen utilizar mucho unos versos de Machado para hablar de las “dos Españas”. Todos nos acordamos: “Españolito que vienes / al mundo te guarde Dios. / Una de las dos Españas / ha de helarte el corazón”. Pero casi siempre se olvida que Machado no hablaba de las dos Españas de la Guerra Civil, de los demócratas y los reaccionarios, sino de los liberales y los conservadores, las dos Españas de la Restauración, sometidas por igual a los caciques y a la Iglesia. Los unos y los otros te engañarán, son la farsa de los turnos sin alternativa, las dos caras de una única moneda.

Antonio Machado, como tantos escritores e intelectuales de su tiempo, vivieron con pasión el sueño republicano, un deseo patriótico de que la nación se vertebrara, de que la España real se uniera con la España oficial, consiguiendo un nuevo prestigio y un nuevo sentido para la política. Esta es la tradición, la estirpe machadiana, en la que yo quiero justificar algunas de sus lecciones, decisivas para mi trabajo como poeta, profesor y como ciudadano.

Como poeta, acudí pronto a estas meditaciones de su “Proyecto de un Discurso de Ingreso en la Academia Española”: “Una nueva sensibilidad sería un hecho biológico muy difícil de observar y que, tal vez, no sea apreciable durante la vida de una especie zoológica. Nueva sentimentalidad suena peor y, sin embargo, no me parece un desatino. Los sentimientos cambian a través de la historia, y aún durante la vida de un individuo. En cuanto resonancias cordiales en boga, los sentimientos varían cuando estos valores se desdoran, enmohecen o son sustituidos por otros”.

Los sentimientos son parte de la historia, un argumento para definir cualquier forma renovada y real de política. Ahora que la política ha comprendido esto y defienden dentro de sus idearios sociales las políticas de igualdad, de libertad y dignidad en las vidas privadas; ahora que estamos intentando renovar el significado social de palabras como hombre, mujer, sexualidad y libertad, me atrevo a recordar con orgullo que la poesía, la poesía representada por Antonio Machado, apostó por las transformaciones en la sentimentalidad. En una época dominada por los cambios formalistas, estilistas y llamativos de la vanguardia, Machado se atrevió a decir que sólo nacería una nueva lírica, o una nueva sociedad, cuando fuésemos capaces de vivir una nueva sentimentalidad.

A principios de los años 80, Javier Egea, Álvaro Salvador y yo, formados en el magisterio de Juan Carlos Rodríguez, presentamos nuestra poesía como la búsqueda de una sentimentalidad otra. Intentamos defender que la libertad no suponía sólo el derecho a votar, sino que debía significar sobre todo un cambio profundo en la sociedad española. Intentamos también romper las polémicas ingenuas entre compromiso y pureza o intimidad y realismo. Entre los que entendían el compromiso político como una divulgación panfletaria y los que se vanagloriaban de su calidad estética por su alejamiento de la realidad, las lecciones de Antonio Machado nos fueron imprescindibles en un ambiente entonces muy politizado. Se podía indagar en la intimidad sin ser un reaccionario y mantener la vinculación y el compromiso cívico sin caer en la superficialidad de los panfletos. La apuesta ética de Machado era fértil como lección porque coincidía con su originalidad poética. Pocas tareas son tan radicales y de tanta complicidad con el sentido social de la historia como la superación de la estirpe simbolista en una mentalidad que tiende a recortarle la dimensión social a la palabra libertad para confundirla con el egoísmo individual.

Estas reflexiones sirven también para justificar la herencia machadiana que asumí como profesor. La nueva pedagogía no puede fundarse sólo en un aprovechamiento de los avances tecnológicos, sino en la formulación de un nuevo contrato social, o pedagógico, en el que los valores de la ciudadanía sean capaces de ofrecer respuestas al mundo en el que vivimos, respuestas desde luego planetarias, donde la formación de los ciudadanos, la educación humanística de las conciencias, los valores, sean tan importante como el aprovechamiento de los avances científicos y técnicos. Debido a un complejo de inferioridad frente al paradigma del saber científico, los humanistas han insistido en presentarse en los últimos años a través de unos protocolos teóricos y unos vocabularios de tono cientifista. Ha sido un doble error. En primer lugar, porque quien se avergüenza del sentido abierto, social,  interpretativo, de las humanidades, renuncia a unos valores fundamentales para el saber y la educación democrática. Ninguna metáfora mejor que el propio hecho de la lectura si se quiere caracterizar la modernidad desde sus mejores posibilidades. Pero en segundo lugar, se ha facilita algo aún más peligroso: que los científicos y los técnicos se desentiendan del fondo humanista que hay en sus tareas, esa parte de responsabilidad social y de poesía que motiva su trabajo.

Frente a las modas del descrédito y frente al clericalismos monetario de los tecnócratas, conviene que los humanistas nos declaremos humanistas como el mismo orgullo sin vergüenza que empleó Antonio Machado para retratarse como un poeta cívico en tiempos de bohemia. Y frente a los dogmas y las certezas, recordemos aquí unas palabras de Antonio Machado, pertenecientes a las lecciones de Juan de Mairena. Las he repetido durante 30 años para empezar o concluir mis cursos universitarios: “Pláceme poneros un poco en guardia contra mí mismo. De buena fe os digo cuanto me parece que puede ser más fecundo en vuestras almas, juzgando por aquello que, a mi parecer, fue más fecundo en la mía. Pero ésta es una norma expuesta a múltiples yerros. Si la empleo es por no haber encontrado otra mejor. Yo os pido un poco de amistad y ese mínimo de respeto que hace posible la convivencia entre personas durante algunas horas. Pero no me toméis demasiado en serio. Pensad que no siempre estoy seguro de lo que os digo, y que, aunque pretenda educaros, no creo que mi educación esté mucho más avanzada que la vuestra. No es fácil que pueda yo enseñaros a hablar, ni a escribir, ni a pensar correctamente, porque yo soy la incorrección misma, un alma siempre en borrador, llena de tachones, de vacilaciones y arrepentimientos. Llevo conmigo un diablo –no el demonio de Sócrates-, sino un diablejo que me tacha a veces lo que escribo, para escribir encima lo contrario de lo tachado; que a veces habla por mí y otras yo por él, cuando no hablamos los dos a la par, para decir en coro cosas distintas. ¡Un verdadero lío! Para los tiempos que vienen, no soy yo el maestro que debéis elegir, porque de mí sólo aprenderéis lo que tal vez os convenga ignorar toda la vida: a desconfiar de vosotros mismos”.

El Daimon de Sócrates no era signo del mal, sino un intermediario entre los hombres y los dioses. La verdad de Machado no era una herencia divina, sino su responsabilidad cívica, su necesidad de hacerse día a día, y no como un alma esencial, sino como un borrador. De ahí que las lecciones de Antonio Machado hayan tenido también una decisiva significación ética, un valor civil. Las razones del civismo son inseparables de un modo de entender el trabajo. En esta responsabilidad de hacerse como ciudadano y poeta, Antonio Machado y Juan de Mairena, se plantearon el sentido de la libertad. Nos advirtieron que no se trata sólo de poder decir lo que pensamos, sino también de poder pensar lo que decimos. El libro de Juan de Mairena se publicó en 1936, año de un golpe de Estado que enseñó a los españoles lo importante que es el poder decir lo que pensamos. Ahora en el 2012, con el control mediático del mundo, que sustituye la experiencia histórica por la realidad virtual, debemos recordar a Machado, intentar hacernos dueños de nuestras propias opiniones y aprender a pensar lo que decimos.

Estos son algunos de los motivos por los que yo me emocioné el 22 de febrero de 2007 ante la tumba de Machado. Hay, sin embargo, uno más que no me gustaría pasar por alto. Hice ese viaje junto al poeta y profesor Ángel González. Sus ensayos sobre el poeta sevillano han iluminado el valor radical de una poesía con apariencia sencilla. Pocas cosas tan originales en la lírica española como el atrevimiento de cambiar el significado del eco y de la voz. Ángel, como otros amigos de la generación del 50, asumió también la tradición machadiana del poeta cívico.

A esa tradición me sumé. El hundimiento de la democracia europea y del humanismo que ahora vivimos no me ha pillado entre princesas, artefactos barrocos o falsos cientifismos. A Antonio Machado se lo debo.  

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Luis García Montero

Los amores posibles

2 de junio de 2017 10:18:09 CEST












Cuando se es virgen se piensa que

todos los amores son posibles

Erri de Luca

 

 

TERMINÓ LA GUERRA y continué enviándoles cartas de amor a los pilotos. Me despertaba con las primeras luces del alba, les sonreía a las fotos colgadas del espejo y me sentaba a escribir. Dorian dejaba demasiada carne en la corteza del melón y se dormía pronunciado mi nombre, con esa respiración de perro trufero sin suerte. A Marcelo nunca podrían derribarlo: tenía el cuerpo musculado de un fauno y había nacido para que yo le contemplase desnudo en una cama del Hotel Tannhäuser. La tristeza de Holden, aleación de cuatro partes de derrota y una de futuro, era el mayor de los animales terrestres. A veces mis caricias o la oscuridad luminosa de un cine conseguían diluir la ausencia de otra mujer. Y el dolor daba paso a algo parecido a la esperanza.

Escribía a diario a mis pilotos porque afuera todo era gris. Calentaba el café de puchero, cerraba los sobres, dejando un rastro velado de carmín, me ponía el abrigo que perteneció a mamá y salía al encuentro del buzón de correos agujereado por la metralla.

Al regresar a casa y cambiar las flores de las tumbas, me sentía en paz.

En el vecindario decían que estaba loca, que no era más que una solterona amargada, pero ahora que ha estallado de nuevo la guerra, la única casa que no han bombardeado, la única que sigue en pie, es la mía.

 

 

REBELIÓN EN LA GRANJA

 

 

Liebre: corredor que participa en las carreras de

mediofondo para imprimir un ritmo vivo capaz

de permitir a otros corredores un buen tiempo.

 

 

DESDE HACE AÑOS pago las facturas marcando tiempos de record y abandonando en las últimas vueltas: me derramo en el tartán para que otros alcancen la gloria.

Poco antes de la maldición de los despertadores, salgo a entrenar. Me gusta escuchar el fuelle de mi respiración desafiando al repartidor de periódicos montado en su bicicleta, mientras la ciudad duerme. Al regresar a casa, recibo como premio el ademán despectivo del portero, que no me conoce oficio ni beneficio, y una ducha. Desayuno formulando preguntas al retrato que le hice a Marta el día que se marchó. 

En el vestuario, las estrellas del mediofondo revisan ante el espejo su nuevo corte de pelo y sus tatuajes tribales, y luego realizan estiramientos con sus iPods de última generación, concentrados, supersticiosos y egocéntricos. Ni siquiera se percatan de mi presencia: yo no me alojo en hoteles de cinco estrellas, sino en pensiones de trabajadores que roncan hasta el alba, no entreno en centros de alto rendimiento, no aparezco en la publicidad de las grandes marcas deportivas y no soy una amenaza en la pista. Como hijo de minero, sufro la invisibilidad de los microbios.

Tras el disparo inicial, me coloco en cabeza, con el zumbido del público como paisaje de fondo, forzando la marcha hasta que, hiperventilando y medio desmayado, siento la amenaza de los calambres. Apenas me queda un resquicio de aire en los pulmones, así que trato de buscarlo en los recuerdos. Mis amigos me lanzaban en las discotecas para que entablara conversación con chicas que siempre lloraban en mi hombro y terminaban en sus brazos. Soy una liebre sentimental.

Llega la hora de las medallas. Suena la campana que indica que debo retirarme y dar paso a los verdaderos protagonistas. Y no dejo de pensar en la soledad de los entrenamientos pisando la escarcha o soportando la lluvia, en el dolor de las lesiones, en la ausencia definitiva de Marta. En un acto de rebelión, decido competir, incrementando el ritmo ante la sorpresa y la ira de atletas, entrenadores y patrocinadores que me dan de comer y que nunca volverán a contratarme. 

Un último esfuerzo, ya casi llego.

A veces las liebres no son cazadas. A veces las liebres escapan.

 

MI BRAZO FANTASMA

Desde que perdí el brazo izquierdo en un accidente de moto su presencia es más real. Resentido con el mundo por su nueva condición de fantasma, mi brazo se ha vuelto retorcido y caprichoso: exige tocar la guitarra dos horas al día, hacerse un tatuaje de un Cristo yacente y golpear al guardia que nos multó; me amenaza con un dolor intenso si no secuestro a la vecina del quinto que tanto nos gusta.

 

GÓNDOLA

Enfrascado en sus pensamientos, el gondolero veneciano avistó las costas de Tahití

 

FOTOGRAFÍA AÉREA

Un hombre llamó a mi puerta y me ofreció una fotografía aérea de mi pueblo. Colgada en la pared del comedor, me siento orgulloso de las murallas romanas, de los palacios exóticos y de ese mar que nunca tuvimos.

Me preocupa el avance de las tropas enemigas.

 

OJO POR OJO

Cuando el grillo se durmió, los vecinos cantaron todo el día.

 

MANICOMIO

Todo el mundo lee novelas para evadirse de la realidad. Al final lo conseguirán.

 

VOCABULARIO

Dicen que los perros pueden aprender hasta 150 palabras.
..
Mi perro me mira desde el borde del agujero sin saber qué hacer y yo me maldigo por haber malgastado su vocalubario con el inicio del Quijote.

 

PREMIO

Siempre jugaba al número que le tatuaron a mi abuelo en Mauthausen, hasta que un día me tocó. Ahora mi abuelo me pertenece.

 

MAYO DEL 68

Bajo los adoquines de la ciudad estaba la playa, ese infierno de sombrillas y turistas sonrosados.

Mejor no levantar los adoquines.

 

TRAS LA PARED

Los oigo copular a todas horas, tras la pared de mi habitación.

Quizás debí emparedarlos por separado.

 

MEMENTO MORI

Todos los días hacía el mismo recorrido y allí, en ese punto del camino, no había ninguna tumba. Era una cruz tosca de piedra, sin basamento, con un sencillo epitafio: De un tiro aquí murió la Chana (2006-2008). Como homenaje a un animal de compañía, probablemente una perra, me pareció esperpéntico. Esos seis kilómetros de subidas y bajadas, atravesando un bosque de hayas y cruzando un río, entre el ulular del viento en las copas y una vegetación asfixiante, formaban parte de mi disciplina diaria: corría para escapar de un temario insufrible de oposición. ¿Funcionario de prisiones? Tú lo que quieres es cumplir el sueño erótico de todo tío: convertirte en el carcelero de una prisión de mujeres, se burlaban mis amigos. Pero yo no sería reponedor de supermercado toda la vida. A la semana siguiente, una nueva tumba acompañaba a la de la perra. Aquí yace Miriam Santolaria Urtaín, ahogada en un estanque por vanidad (1985-2008). Cuando leí la necrológica en el periódico, decidí cambiar la ruta para siempre. Pero el día en que salieron las listas y conseguí la plaza de funcionario, con la adrenalina de un atleta llegando el primero en unas olimpiadas y, al mismo tiempo, con esa tranquilidad de futuro resuelto, me dejé guiar por el instinto. El bosque estaba muy silencioso. Un sudor frío, precedido de un bisbiseo en el aire, me anticipó la desgracia. Quedé paralizado ante una nueva tumba: Aquí yace Oscar Sipán Sanz, eterno opositor (1974-2008). Paso las horas vagando por los alrededores de mi tumba, pidiéndole a Dios que me despierte de esta pesadilla, sin alejarme jamás de lo único que me ata a la vida.

 

ADONDE QUIERAS IR, CON QUIEN QUIERAS ESTAR

“Se abrazaron y se besaron

y el uno arrinconó la oscuridad del otro”. 

 

HUBERT SELBY JR

Nos encontramos con Sebastián Ortiz, que ayer, en este desmonte cercano al río Ebro, descubrió… corta, corta. Repetimos. Sr. Ortiz, por favor, no mire a cámara. Míreme a mí, con naturalidad, le explica la periodista enrollando el cable del micrófono con una mano y consultando el móvil con la otra.

Borra todo rastro de emoción, se ajusta las gafas al tabique nasal, inspira, expira y retoma la entrevista:

Nos encontramos con Sebastián Ortiz, que ayer, en este desmonte cercano al río Ebro, en el término municipal de El Burgo, descubrió los restos óseos de un cadáver. Los investigadores creen que pudieron ser desplazados en la última riada. Sr. Ortiz, ¿dónde encontró el esqueleto?

Encontré a la mujer…

¿Cómo sabe que se trata de una mujer? Todavía no hay dictamen del forense.

Por el tamaño de la cabeza y de la mandíbula, además de las zapatillas, que correspondían a unos pies pequeños, del treinta y poco... No recordaba que tuviese los pies tan pequeños.

¿Está insinuando que la conocía?, le pregunta muy nerviosa, detectando la exclusiva.

Sebastián Ortiz da un paso atrás y contesta con la mirada perdida:

Enjabonada en la bañera, con el pelo a lo garçon, parecía una huerita triste con los recuerdos cosidos a besos y un pubis como de lana vieja. Le gustaba hacerse una madeja en la cama y escuchar los bufidos del viento golpeando las contraventanas, abandonarse a los presagios, arquear el lomo como un gato erizado al levantarse, reblandecer el pan en la leche caliente y escribir su nombre en harina. Por mucho que los psiquiatras le explicaron, con esa serenidad de los locos, que los miedos anidan en el árbol genealógico y que a veces Dios reparte las cartas con la cabeza en otro sitio, ella lloraba todo el tiempo, como las gaseosas de papel.

La última nochevieja destripó las uvas, como siempre, y levantó la copa muchas veces, brindando por una vida sin andamios, para terminar borracha y enmantada y despedirse con esta frase, en un susurro, después de hacer el amor: adonde quieras ir, con quien quieras estar.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Oscar Sipán

Nupcias

19 de mayo de 2017 08:52:18 CEST

                                                       

1

 

Nadie se había percatado de que  Ezequiel no estaba cuando llegó la novia.

Por la alfombra tendida en la escalinata del Santo Reducto, en aquel mediodía en que la primavera de Solba hacía brillar el ramo nupcial como una perla, la novia ascendió reposando la mano en el brazo de su padre, con algunas damas revoloteando detrás, y según alcanzaban el atrio hubo un imprevisto revuelo entre quienes allí aguardaban

No estaba Ezequiel, no estaba el novio al lado de la madrina, para recibir a la novia, y componer la comitiva que ya debía ir desfilando hacia el interior de la iglesia, donde el órgano arrancaba las primeras notas de la marcha nupcial.

Nadie se había percatado entre los familiares y amigos más cercanos, como si en el nervioso bullicio que unos y otros protagonizaban, con la madre de Ezequiel en el centro de atención y su padre a un lado, la presencia crucial se hubiese esfumado o la ausencia del novio perteneciera a uno de esos números de magia que suscitan improvisadas desapariciones. 

Alguien pudo llegar a pensar burlonamente que el novio ni siquiera existía. Probablemente alguno de los taimados amigos de Ezequiel, acaso acostumbrados a las ausencias que denotaban las fugas o al juego de sus inventos y malabarismos.

El novio llegó con el movimiento escurrido de quien viene sin que nadie adivine de dónde, tomó del brazo a la madrina que era la que apenas había reaccionado en el desconcierto, y se sumaron a la comitiva.

La ceremonia discurrió según lo previsto. Nada alteraba la solemnidad de un acto en el que los novios intercambiaban la complicidad de algunas sonrisas.

Los invitados, que llenaban las naves del Santo Reducto, asistían encantados, con ese gesto común que atestigua un deseo colectivo de felicidad.

Apenas hubo otro diminuto revuelo al final de la ceremonia, tras las últimas fotos en el altar, mientras la novia descendía y recibía los primeros besos y felicitaciones de los familiares más allegados y alguna amiga, cuando los novios eran reclamados para ir a la sacristía con sus testigos, y Ezequiel tampoco estaba.

Del interior de la sacristía a los peldaños del altar, en el voy y vengo confuso en que se solicitaba la presencia de los contrayentes, fue el nombre de Ezequiel el más insistentemente reclamado.

El novio no estaba al lado de la novia y, aunque el desconcierto fue menos aparente, el padre de Ezequiel sintió un amago de congoja que reiteraba su inquietud.

El padre de Ezequiel era, entre todos los presentes, el más preocupado, sin duda porque conocía mejor que nadie a su hijo, sobre todo en las vicisitudes inesperadas con que tantos disgustos había tenido que sobrellevar.

Siempre en Ezequiel había algo sorprendente, igual en sus estudios o en sus trabajos, que en sus enfermedades y ocurrencias.

Algo podía suceder cuando menos se esperase. Una matricula de honor en vez de un suspenso o la expulsión del Colegio cuando era el primero de la clase, la mejor oferta al ejecutivo más brillante y el fiasco de una operación financiera maravillosamente planeada. Las peores inversiones en el negocio familiar, a las que el progenitor se había negado y, a la vez, las mejores transacciones por Ezequiel asesoradas. Una salud de hierro, refrendada en sus cualidades deportivas, y el límite de la septicemia o las úlceras alborotadas.

Un chico contradictorio, podía haber dicho su padre en algún momento, si se hubiera avenido a entender lo que el hijo significaba en el desorden familiar, con el grado de generosa comprensión que hubiese sido necesario, pero don Bento había padecido demasiado y en el destino del vástago constataba por encima de todo el desatino, y la conciencia de la contradicción ya no era suficiente.

Por eso fue el primero en percibir las solapadas ausencias de Ezequiel en aquella mañana, cuando todavía apenas indicaban un descuido, sin que nadie se percatase, pero que él comenzó a advertir, orientado en el presentimiento de sus congojas y, por supuesto, avalado por la inquietud.

Los novios fueron a hacerse la fotografía al Estudio de Benamar, que era el fotógrafo más clásico de Solba, el único retratista superviviente de otra época, y mientras los acompañantes, sobre todo las amigas de la novia, se encargaban de retocar su vestido, reordenando los tules y ajustando el velo, cuando ya el retratista se disponía a accionar el dispositivo de su máquina, el novio no se encontraba al lado de su pareja.

La extrañeza se correspondía ahora no ya con el resultado del desconcierto, sino con la sensación de un descontrol que hacía más ingrata la sorpresa.

No era posible que Ezequiel no estuviese allí. No existía ningún otro sitio donde pudiera estar, aunque en el rápido repaso a las circunstancia de con quién había venido o dónde quedaba cuando los coches se fueron del Santo Reducto, nadie podía asegurar nada a ciencia cierta.

Las fotografías de la novia solitaria, que el retratista hizo de acuerdo a la innata inspiración técnica, en repetidos disparos, lograron que los presentes sostuvieran estupefactos el mismo gesto que ella no logró evitar, a pesar de los requerimientos del fotógrafo.

Ninguno de los invitados, que se arremolinaban en los jardines de los Salones Encomienda, supo que el novio no había estado con la novia en el Estudio de Benamar, y en el encuentro de ambos nadie escuchó disculpas o explicaciones, apenas tenían tiempo de saludar a unos y otros, urgidos por tantos requerimientos.

El padre de Ezequiel se enteró del incidente justo en el momento en que los invitados, tras la copa en el jardín, hacían su entrada en el Salón Morado, el más grande y elegante de Encomienda, donde se celebraba el banquete, y observó a su hijo, ligeramente alejado de la novia, con la colilla de un cigarrillo en los labios, los hombros encogidos, y el gesto ausente de quien no acaba de enterarse de lo que sucede a su alrededor.

Fue entonces cuando don Bento decidió hablar con él, aunque sólo fuera un instante, antes de sentarse a la mesa donde los novios y sus allegados presidirían el banquete.

Pero no lo logró. La novia llegaba al Salón, entre aplausos, tomada del brazo por su padre y padrino, y el novio no acompañaba a su madrina y madre, que avanzaba desorientada entre las mesas, con más requerimientos que atenciones, tan perdida la mirada como los pasos.

Ezequiel se sentó el último. La novia, a su lado, había sufrido un sobresalto al verlo, como si el novio fuese una aparición que no se correspondía exactamente con el verdadero, o en la presencia de Ezequiel hubiese algún desarreglo que lo trastocaba. Posiblemente algo de lo que don Bento también se percataba, con la indignación que ya hacía reflotar la congoja.

Era visible la corbata torcida del novio, un lamparón en las solapas del chaqué, el pelo revuelto y, lo peor, los ojos enrojecidos que denotaban cierta aspereza, en lo que podría considerarse algo así como el malestar de la mirada.

A la novia le sobrevino un llanto flojo al cortar la tarta. Ezequiel acababa de dejar caer caer un trozo en el vestido. La crema se derramó por el tul antes de que un avispado camarero lograra evitarlo.

Una novia llorosa y un novio hirsuto abrieron el baile con el vals más estático que los invitados recordaran en sus existencias festivas.

Un novio que en los brazo de la novia parecía un espectro, y una novia que apenas se dejaba sostener, como si de un maniquí se tratase, ya que el novio daba la impresión de que poco a poco, en la creciente inmovilidad, se estaba diluyendo y acabaría por escurrirse dentro del chaqué, mientras ella quedaba tiesa, erguida en la figura inerte.

Bailaron los invitados.

Se retiraron los novios a la mesa presidencial y cuando ya don Bento estaba a punto de echarle la zarpa al espectro, Ezequiel hizo un rápido quiebro y se fue del Salón como el mismísimo fantasma que aparentaba.

Los novios se alojaron en el Hotel Conmemoración, a las afueras de Balboa.

La felicidad de la noche de bodas tuvo el contraste de un amanecer lluvioso, que depositó el frío de los cristales de la ventana en las pupilas despiertas de la novia, al tiempo que su mano rastreaba el vacío de la cama, donde el novio había dejado un hueco húmedo.

Ezequiel no estaba en la habitación, pero ella no se asustó.

La noche había colmado la felicidad de lo que recordaba como un día lleno de sensaciones extrañas, una jornada que poco a poco se disipaba en su pensamiento, como si al disiparse abriera una perspectiva distinta en lo que podría ser el futuro de su matrimonio.

Ezequiel regresó a la habitación cuando ella todavía no había decidido levantarse.

Venía vestido con el chaqué, chorreando agua por todas partes, y mientras se desvestía ella le preparó un baño de agua caliente, y lo acompañó desnudo a la bañera, mientras él tiritaba y aseguraba que el largo paseo bajo la lluvia, al amanecer de aquel día tan malo, era lo que mejor justificaba el amor que la tenía, y la promesa de hacerla feliz por encima de cualquier tentación de perderla…

Fue en ese momento cuando ella supo que aquella promesa no se cumpliría, y cuatro día después Ezequiel desapareció sin dejar rastro.

Ese chico nunca debió casarse, fue lo único que se le ocurrió pensar a don Bento para justificar lo que tanto temía, y volvió a recordar las angustias familiares causadas por el niño que no estaba en la cuna, el adolescente que no regresaba del colegio y el joven huido al que los guardias devolvían a casa, con las narices rotas y el estupor de unos ojos vidriados, que nadie se atrevía a suponer lo que podían haber visto en cualquier rincón remoto.

 

Escrito en Lecturas Turia por Luis Mateo Díez

Vida crisálida

19 de mayo de 2017 08:46:23 CEST

Así es la vida

un inmenso holograma

pura apariencia que se despliega

( en el vacío).

Justificada en cambio

en secuencias que nombró Fibonacci

(interminables).

Disquisiciones de un dios a

5000 fotogramas por segundo,

crisálidas rompiendo

capullos en flor.

Escudriña la explosión

de formas y colores

geometría atada a cal y canto

de un modo perfunctorio.

Yo soy solo escribiente

de la obra de la vida.

Escrito en Lecturas Turia por Marta Domínguez

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