Suscríbete a la Revista Turia

Artículos 271 a 275 de 601 en total

|

por página
Configurar sentido descendente

Causas y efectos

2 de diciembre de 2016 12:37:25 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

1)

Una condición absoluta

habita la materia

de la voz

la mirada escucha

el color canta.

 

2)

Llueve

no en el espacio

sino en la lengua del viento.

Un pensamiento corporal

llena el silencio, lo colma.

Agua de las palabras

desnudas en la boca.

El sonido y la furia:

furia dulce

sonido rojo.

 

3)

Cautela para penetrar la noche

y suavidad para dejarla

tibia.

 

4)

No escucho: bebo

como si fuera agua

lo que dices.

Besa mi sed.

 

5)

La respuesta inventa la pregunta.

El sol la noche.

Caricia es la respuesta

a la pregunta de la piel.

 

6)

El animal de la serenidad

da un zarpazo, un relámpago

ocre en el pensamiento.

Se apaga la noche

recuerda el cuerpo.

 

7)

Las piedras son voces

fósiles de una lengua muerta

altas palabras sin carne

gritos de hueso.

 

8)

El sentido del musgo

contradice el sentido del sol.

Escrito en Lecturas Turia por Rafael Courtoisie

Silencio

2 de diciembre de 2016 12:33:54 CET

Éramos pobres, pero teníamos Francia. Tras el divorcio de mis padres, Michel trajo a mi madre un amor sencillo y diurno, y a mí me regaló Francia entera, unos abuelos franceses, otro idioma y otros veranos, verdes y fluviales. Todo lo que a uno le regalan en la adolescencia le pertenece para siempre, y yo me hice francés a los quince años, con la determinación inapelable de los quince años.

En aquellos veranos no fumaba Marlboro, como hacía en España. Me cambiaba al negro aromático, que allí no se llamaba negro. Compraba Gauloises porque era lo que se fumaba en los libros de Julio Cortázar, que también era un francés electivo. A veces, compraba Gitannes, porque sonaba mejor. Me los fumaba en paseos solitarios, a escondidas, con el pretexto de explorar la ciudad por mi cuenta, lejos de la familia. Me fumaba Francia en caladas ansiosas, encantado de parecer y de sonar extranjero. Me fumaba su silencio de provincias de las seis de la tarde y sus contraventanas cerradas. Me fumaba todo el desembarco de Normandía, sus bandos gaullistas en las paredes de las mairies, sus avenidas Président Wilson, General Lécrerc y Légion Tcheque. Me fumaba sus Géant Casino, sus tiendas de BD y sus boulangeries.

Éramos pobres, pero teníamos los veranos en el camping de Durtal, donde mis nuevos abuelos habían anclado una caravana enorme, bajo cuyo toldo daban de comer a toda la familia comidas francesas de tres horas a la orilla del Loir. Allí, en un embarcadero de madera, leía a Proust, porque, si quería ser un escritor francés, debía leer a Proust, y lo leía en un paisaje muy parecido al de Combray, que estaba ciento y pico kilómetros río arriba, en dirección a París. Yo recorría sentado el camino de Swann y Francia entera era mía en aquellas tardes de Durtal. Michel me sorprendía leyendo a Proust y me contaba que él había ido a la escuela con un sobrino-nieto suyo. El primer día, al pasar lista, el profesor bromeó con su apellido. ¿No será usted familiar de Marcel Proust, verdad? El chico, muy serio, le dijo que sí, que era su tío-abuelo, y el profesor no quiso creerle. En aquella escuela perdida de provinces, él tenía sangre de gloria nacional en uno de sus pupitres. Aquello era más grave que una aparición mariana, pero el chico lo decía con una naturalidad de blasfemia. Para el alumno, ser pariente de Proust era lo normal, como si se pudiera ser pariente de Proust sin prosodia ni ceremonia, sin una sola frase subordinada, sin un triste adjetivo.

Michel me contaba todo eso, pero yo no escuchaba. Tenía quince años, me estaba fumando Francia y aquello me parecía una frivolidad y una estupidez. Él habría ido a clase con el sobrino-nieto de Proust, pero yo entendía a Proust porque pertenecía a su estirpe. Yo sería un escritor francés, me ligaría a él con una liaison más fuerte y noble que la sangre, sería su pariente de letras, el sobrino-nieto letraherido. Sólo quería que mi padrastro (pues cuando me irritaba se convertía en eso, en mi padrastro) dejara de molestarme con sus anécdotas escolares para soñarme cien kilómetros río arriba, en el pueblo llamado Illiers-Combray. Lo tenía localizado en la guía Michelin del coche de Michel y me había enterado de que, hasta 1971, se llamaba sólo Illiers. Pero, ese año, sus vecinos se rindieron y añadieron un guión seguido de su verdadero nombre, el que le puso Proust. La literatura ganó a la toponimia, y entonces me pareció algo hermoso y justiciero. Sentí mucho más amor por mi nuevo país.

Francia me dio otra historia y otro pasado. Cuando no estaban en Durtal, mis abuelos franceses vivían en una casita de Angers que ellos mismos habían construido en un barrio donde todo el mundo se había construido su casa. En la primera y la segunda planta reinaba la abuela, pero en el garaje y en la cave, mandaba el abuelo Louis, con su desorden, su grasa y su poso de aperitivo anisado. Compraba vino a granel que él mismo embotellaba y etiquetaba. Una parte de la cave era la bodega propiamente dicha, con hileras de botellas tumbadas de todos los pueblos del viejo Anjou, cuyas añadas se distinguían antes por el grosor de la capa de polvo que por la numeración de la etiqueta. La otra mitad del subterráneo eran estanterías con papelotes. Miles de recortes de periódico y documentos. Casi todos, de la guerra y de los años cincuenta. Una hemeroteca socialista y resistente, el legado político del sindicalista Louis.

Porque aquel anciano de sordera vespertina y sonrisa madrugadora había sido un héroe nacional. Ferroviario nacido en Burdeos (y sus raíces bordelesas eran también motivo de admiración, como si procediese de un sur salvaje y republicano, y no se hubiera adaptado al noble y civilizado país del Loira), le tocó mover trenes por la Francia ocupada. Era joven, socialista y de Burdeos, así que la Resistencia le reclutó enseguida. Deseaba dejarse reclutar. Boicoteaba vías, inutilizaba locomotoras, ayudaba a colarse a los resistentes que colocaban las bombas o les pasaba hojas de ruta con los horarios y las estaciones de convoyes que se podían asaltar o descarrilar. Allí, en aquellos papelotes, junto a sus vinos de Anjou legitimistas, se exhibía su orgullo republicano.

Mi abuelo francés se recreaba en su pasado porque estaba muy orgulloso de él y sabía que el país se sentía también orgulloso. Estaba en el lado bonito de los libros de texto. Cuando sus nietos estudiaban historia en clase, le estudiaban a él, le admiraban a él. Era algo insólito para mí, que bajaba a la cave mareado por el empacho de rillettes y frases de Proust. El pasado como orgullo. El pasado como explicación. Yo venía del silencio español, de la vergüenza y del déjalo estar. Me abrumaba tanta palabra. Estaba acostumbrado a encontrar a mi abuelo carnal en los márgenes de los libros de texto, en la parte medio dicha de las conversaciones y en las frases interrumpidas con carraspeos. Creía que todos los abuelos rumiaban el mismo silencio culpable y avergonzado, pero en Francia, aunque la hierba era más verde, jugosa y abundante, más propia de cuadrúpedos mansos, los abuelos se pintaban heráldicos y carnívoros. No parecían rumiantes silenciosos, sino leones en sobremesa, satisfechos con su caza.

Todos en Francia eran parientes de Proust. Todos convertían su pasado en literatura libérrima y magnífica, con frases que no pedían disculpas ni callaban nada. Como Proust, los abuelos franceses querían decirse enteros. Como Proust, tenían un país dispuesto a escucharles y darles la razón. Menos mal que tenía Francia. Menos mal que tenía Durtal y el Loir y la cave del abuelo Louis. Me gustaba más mi pasado francés que mi pasado español. Hoy sé que sólo caminaba hacia mi pasado español dando un rodeo. Por eso, esta historia empieza en Francia, a mis quince años, pero arranca de verdad en España, a mis diecisiete, el día que oí hablar, como si lo hiciera por primera vez, a mi abuelo real, que parecía tan de mentira al lado de mi abuelo francés. Tan poco abuelo, apenas una presencia sorda y quieta. Supe que mi abuelo era raro al mismo tiempo que me apropié de Francia, en la cave de aquel otro abuelo mucho más plausible, hecho de sonrisas y pellizcos en la mejilla. Fue en Francia, tan pobre y tan fumador clandestino, tan cursi y tan altivo, donde descubrí lo extraña y silenciosa que era mi estirpe.

 

(Fragmento de novela inédita)

Escrito en Lecturas Turia por Sergio del Molino

De que Juan Eduardo Zúñiga pase por autor realista seguramente tiene culpa la antología Artículos sociales de Mariano José de Larra que preparó en mil novecientos sesenta y siete para la editorial Taurus bajo la convicción de que los autores generan conciencia en la sociedad sobre la que escriben. Al mismo tiempo, contribuyó pertenecer, aun de perfil, a la generación de los cincuenta y haber ejercido el socialrealismo. Por si fuera poco, décadas más tarde, la trilogía de la Guerra Civil y la Posguerra hizo el resto. Estos volúmenes son una lucha por la vida barojiana que podría encontrar correspondencia en el título de su primer libro: Inútiles totales. Pese a todo lo anterior, Juan Eduardo Zúñiga posee una veta imaginativa incuestionable. Por medio de la fantasía supera la previsibilidad de la ficción igual en Largo noviembre de Madrid y La tierra será un paraíso, entreveradas de realismo, que en Misterios de las noches y los días. En Brillan monedas oxidadas, recién editada, también recurre a la mezcla expresiva, visible en el cuento ‘Has de cruzar la ciudad’, con un final enigmático donde se relaciona la libertad con los miedos y las trampas.

Brillan monedas oxidadas es una lustrosa colección de quince textos ajenos al cerco de Madrid y los dominios de la guerra, característicos en su argumento narrativo, para entrar en la vida de personas radicadas en entornos de paz social, pero en conflicto intestino. El libro hace fonda en la precisión del lenguaje, en la dificultad para encontrar solidaridad y amparo y en la sombra que la avaricia proyecta sobre las vidas del común, que, en conjunto, ofrecen un doblez enfermo a la primera de cambio. Esa persistencia en la búsqueda, a pesar de la contumacia con que se manifiesta la realidad saca a flote toda la pasión romántica del autor. En las páginas iniciales de su última entrega, un personaje burgués de eco buñueliano sugiere que lo mejor “es no pensar” en los temporales, “como si no existieran”. Una opción que no parece secundar el autor, pues en la literatura, igual que en la vida, no pensar en los problemas ni los elimina ni previene a quienes los padecen de verse literalmente arrasados por ellos. Conviven el léxico añejo -yacija, fluxión, cincha, palafrenero…- y las costumbres de otra época –en ‘El campanero de San Sebastián’ se acarrean haces de leña, sacas de grano, gavillas de heno, serones de arena, se lustran las botas al amo- con el simbolismo, especialmente en el segundo capítulo –‘La mujer del chalán’- a través de unos fuegos que brotan en lo alto de un campanario y son presagio de la mala fortuna que porta una visita inminente.

-En ‘Jazz session’, también de Brillan monedas oxidadas, leemos: “Él –un camarero- conocía a todos y sabía lo que iban a beber, cuándo se levantarían y cómo pagarían”. Los clientes son “autómatas, obligados a leyes” que forzosamente se han de cumplir. En ‘El ramo de lilas’ contemplamos el paso monótono y devorador del tiempo reflejado en tres escenarios: un puerto, una mercería y un matrimonio que olvidó por qué llegó a casarse. Se aprecia una desmemoria producto de la mecánica social: “Muchas veces se daba cuenta de que no pensaba y que vivía como un crustáceo, pegado a la hendidura de una roca, sin acordarse de lo que ya había pasado”. Usted indaga en la tramoya del ser humano de un modo que ¿sería posible calificar de marxista?

-No sólo en Brillan monedas oxidadas sino, yo diría, en el conjunto de mi obra. Yo trato de abarcar un doble plano: la profundización sicológica de los personajes y la descripción del contexto histórico y social, que, a veces, puede ser meramente alusivo. El paso del tiempo es también importante en estos relatos. El tiempo que pauta la evolución de los sentimientos y que marca la permanencia de la memoria o el olvido.

-Además de una base ética, ¿un texto bien escrito ayuda a la cohesión del mundo?

-Una obra literaria exige un detenido trabajo del lenguaje junto a la ambición de reflejar sentimientos profundos en situaciones bien cotidianas, bien extraordinarias. La literatura puede influir en la conciencia de un lector y ayudarle a entender su realidad tanto como proporcionarle el acceso a otras vidas.

En sus últimos relatos el callejero de la capital sale no más que, puntualmente, como telón de fondo. Ya no importan tanto la verosimilitud y la memoria. El autor se presenta gótico “con reminiscencias de Bécquer, Hoffmann y Poe” y se desprende del realismo social para dar en el impresionismo –‘Agonía bajo el manto de oro’- y en el simbolismo –‘La mujer del chalán’ y ‘El ramo de lilas’-. Somete los significados a hechos cuasi fantásticos, algo antes sólo abordado claramente en su segunda novela, la alegórica El coral y las aguas, portadora de un simbolismo sañudo donde la moral casa con la estética más riesgosa. La primera tirada contuvo unas palabras preliminares que arrojaban parcialmente luz al respecto. La estrategia no distaba mucho de aquélla de Larra, alabada en su antología: “Su crítica se dirigía a puntos neurálgicos de la estructura del país y por este motivo se vio obligado, para que le fuera permitida, a enmascararla”.

En la edición crítica de Israel Prados, en Cátedra, se desglosan algunas identificaciones entre las imágenes que contiene y el franquismo. La acción transcurre en Tarsys, una isla que remite a Tartessos, Asia Menor, en la que Platón pareció inspirarse para su Atlántida. En el segundo capítulo, unos jóvenes “transportan una pesada mole, el altar de una divinidad antigua y poderosa, transportan un cadáver gigantesco y cada uno de ellos cree que es su propia vida, lo convierte en su propia alma, tan hondo es su sometimiento”. El crítico entiende que no es difícil relacionar este pasaje “con la comitiva que llevó a hombros el féretro de José Antonio desde Alicante hasta El Escorial”. En una conversación mantenida en dos mil dos con Antonio Ferres, conducida por Ignacio Echevarría en El País, el propio Zúñiga evocaba el episodio, admitiendo la represión sistemática de la dictadura, con fusilamientos a diario. “A su paso por los pueblos preguntaban si quedaba algún rojo y fusilaban a cualquiera por nada, acaso porque en su día leía El Imparcial, que era un periódico de izquierdas”. No queda ahí la cosa en la novela: “Las aguas, poderoso enemigo, la rodean y arrojan contra ella su peso y su violencia incansable; sin parar, golpean con fuerza una cosa tan insignificante, pero ésta crece lentamente, triunfa de aquella ciega furia y noche y día levanta sus ramas las extiende y ni abandona una lucha en la que vencerá (…) era un presagio hallar el coral: significaba que todo lo secreto, lo ignorado, vendrá a la superficie, cuanto parecía oscuro e incomprensible quedará entendido y será lo nuevo, la fuerza del futuro”. Israel Prados comenta “el simbolismo político del coral, representado por el color rojo de la resistencia antifranquista, que crece lentamente –el coral se levanta sobre sus propios cadáveres-, y el del mar que lo azota, azul como el color emblemático del régimen de Franco. Los personajes se llaman Paracata, Ictio, Zimós, Asbestes, Tussos. La confusión fue tal que la editorial presentó la novela, su única novela pura, como un libro de cuentos.

-No ha vuelto a usar recursos tan ajenos a la claridad. ¿Cabe suponer que considera esta técnica exclusiva para circunstancias excepcionalmente adversas?

-Bajo la construcción idealizada del mundo clásico griego pretendí reflejar la situación política de la España de los cuarenta. Sin duda, influyó la vigilancia de la censura de libros, pero también estuvieron presentes en la creación de esta novela los reducidos límites estéticos del neorrealismo que, en aquella época, imperaban en la literatura comprometida.

-¿Hoy tendría sentido escribir así o sería mero esteticismo? La pirueta estilística al margen del contexto, ¿tiene valor?, quiero decir: una crítica tan enmascarada corre el riesgo de pasar inadvertida.

-Crear un clima fantástico, buscar alegorías, permite una mayor libertad a la hora de describir personajes significativos y creo que también puede proporcionar al lector un horizonte más amplio de lectura.

Según Gautier, “los rusos tienen la pasión de los gitanos”. Zúñiga, como buen ruso, dedica a las gitanas un capítulo de Brillan monedas oxidadas y las mienta en otro. También salen en Misterios de las noches y los días y, por descontado, en sus memorias sobre escritores rusos, recientemente reunidos bajo el sugerente título Desde los bosques nevados. Las dedicó un estudio completo –el número seis- en El anillo de Pushkin a través de las de Turguénev, Pushkin, Gorki, Tolstói y Andréyev. Y en el capítulo quinto de Las inciertas pasiones de Iván Turguénev, refiere que el padre de la amada del protagonista, Paulina Viardot, también era gitano.

-¿De dónde procede esa fascinación?

-Siempre me ha seducido el mundo de los zíngaros de la Europa oriental, que representan para mí unas figuras de libertad. Esta etnia milenaria puede apasionar por su folklore, sus cualidades musicales y su idioma. A ellos me refiero cuando hablo de gitanos en mis relatos, no a los gitanos españoles, que tienen costumbres muy diferentes.

La correspondencia entre costumbres, historia, gentes, paisajes y arte que Juan Eduardo Zúñiga halla en la cultura rusa la aplica meticulosamente en sus argumentos con herramientas propias. Del mismo modo que Petersburgo “aparece como una fantasía inquietante” en los poemas y relatos de Batiushkov, Viázemski, Yákov Polonski, Sumarókov, Saltikov-Shchedrín, Dostoyeski –todos ellos estudiados por el español-, Madrid, en sus libros, se vuelve parecidamente imprevisible, “hambrienta, sucia y fantasmal”. Capital de la gloria es un volumen paradigmático a este respecto. La portada está ocupada sin gratuidad por una imagen de Robert Capa. Lo mismo que el fotógrafo decía que si una instantánea no es buena se debe a que no se ha estado lo suficientemente cerca de la escena, Zúñiga se arrima a los acontecimientos para lograr la descripción más ajustada. Capital de la gloria está tan llena de cascotes y ladrillos desprendidos de las fachadas que leerla se convierte en un paseo incómodo a lo largo del que constantemente hay que mirar al suelo para no tropezar. Al igual que el escritor se fija en las estatuas de Pedro el Grande, sus lectores hacemos lo propio en el puente de los Franceses. Si la construcción de Petersburgo “exigió víctimas y miles de campesinos”, la destrucción de Madrid vio “cadáveres extendidos en las aceras”. Si Odóyevski, en uno de sus cuentos, sueña que la ciudad va a ser destruida -parecidos sentimientos, en forma de deseo, manifiestaron Lérmontov, Pechorin, Dmítriev, Gógol, Nekrásov, Raskólnikov-, en Madrid, las casas ardían y se derrumbaban efectivamente “en una oleada de vigas de madera, cascotes y tejas”.

Si por las novelas de Fedin, de Kaverin, de Lvreniov, de Katáyev, de Ogniov se recorren las calles, los barrios, de Moscú, en Madrid paseamos por la Casa de Campo, por Santa Ana, por Vistillas, por Argüelles, por Cuatro Vientos, por el Prado, por la calle de Moratín, por la de Alarcón, por la avenida Reina Victoria. Igual que la madre de Kropotkin “copiaba en secreto poemas de poetas contrarios al zarismo (…) que proclamaban la libertad”, los personajes de Zúñiga soportan miedo sabiéndose perseguidos y oprimidos. La misma Rosa de Madrid adquiere rasgos evidentes de mujer rusa, “emblema primordial” en los libros de Gorki, Tolstói, Goncharov y Turguénev, unas veces impenetrable y a menudo defraudada. Igual que Chéjov trasladó a sus cuentos la frustración que producen el deseo insatisfecho y los sueños imposibles, Zúñiga trasluce la frustración padecida por seres que han renunciado a ser felices, “sometidos al destino doloroso de los vencidos”. Y si Chéjov incluyó en su teatro “la latente o manifiesta solicitud de amor como si ésta fuera suprema razón de felicidad”, en Brillan monedas oxidadas tenemos una equivalencia fiel: el cuento ‘Lejano amor soñado’ habla exactamente de la poesía y del amor como únicos instrumentos de tal felicidad.

-Usted ve “ocupados de memoria” los libros rusos. ¿Qué porcentaje de su biblioteca está destinado a ellos? ¿De qué obra tiene más ediciones y traducciones?

-Nunca he contado los libros que hay en mi biblioteca, varios miles, con predominio de la literatura pero también ensayo, arte e historia. Muchos son de literatura española y no sólo de contemporáneos. En proporción, los autores rusos ocupan varios estantes. Tengo ediciones originales así como traducciones a otros idiomas, no sólo al castellano. Conservo con especial afecto las que hizo Cansinos Assens. Pero del libro que tengo más ediciones y traducciones es de La Divina Comedia, obra tan sugerente e inabarcable.

-Dice en el primer capítulo de Las inciertas pasiones de Iván Turguénev que este autor ha sido, “junto a Tolstói y Dostoyevski, el mejor acogido en Occidente por la calidad literaria de su obra” y cita el interés concreto que suscita en Inglaterra, Alemania y Francia. Sin embargo, no parece que en España haya despertado tanto, o, al menos, su nombre se cae de las citas habituales. ¿A qué se debe?

-Iván Turguénev  demuestra ser un autor clásico. Continuamente se hacen nuevas ediciones en castellano de sus novelas y relatos y han mejorado mucho las traducciones, y en varios catálogos importantes se encuentran ahora obras suyas. Incluso se ha adaptado al teatro, como la reciente versión en catalán de su obra Un mes en el campo, representada en el Teatro Nacional de Cataluña.

-Al igual que Chéjov, usted retrata el desengaño que producen las ilusiones fracasadas. ¿Es posible la felicidad y, al mismo tiempo, ser consciente de la frustración que depara el hecho de vivir?

-Chéjov describe magistralmente las frustraciones que ocasiona la vida en una sociedad estancada que no parece tener futuro. La felicidad es un sentimiento muy subjetivo y que tiende, aun en momentos de gran fracaso vital, a transformarse en esperanza.

“Su carrera literaria se ha construido contra sí misma”, llegó a juzgar Rafael Conte. “A base de discreción, estudio, detenimiento y dentro de una austeridad que la ha teñido de clandestinidad”. Imposible conocer si el fracaso de su primera obra, Inútiles totales, a la larga le ha beneficiado, permitiéndole no precipitar su escritura a los cánones del mercado. “Su obra –dice Gustavo Martín Garzo-, breve e intensa, es comparable a la de todos los grandes moralistas en el sentido que Camus da a esta palabra: los que tienen la pasión del corazón humano”. Y así, auscultando los afectos, se pasó el siglo veinte, oculto, dedicado a la lectura y a la tarea de escribir. No ha trascendido mucho más de sus ocupaciones. “Mi niñez fue tristísima, prefiero olvidarla”. La biografía de Juan Eduardo Zúñiga está llena de olvidos voluntarios y huecos cavados cuidadosamente. A las empresas señaladas podemos añadir la traducción: en mitad de una España empobrecida, inculta y escasa de recursos, se puso a la faena lunática de estudiar árabe, inglés, francés y ruso. Ni siquiera hoy, segunda década del veintiuno, hemos conseguido hablar y escribir correctamente un segundo idioma, cómo consiguió avanzar en tales aprendizajes forma parte del misterio que atañe a su figura, extensible hasta la misma fecha de nacimiento: hay quien le pone ochenta años y quien le aproxima al siglo, un arco ciertamente abierto y enigmático.

Durante ese siglo veinte vivido y escrito, cuando salía de casa a quemar el ocio, lo hacía sin la menor candidez. Arturo del Hoyo contó de Zúñiga en mil novecientos noventa: “Te invitaba a dar paseos, a primera vista inocentes, hasta que te encontrabas ante las ignoradas tumbas de los brigadistas en el cementerio del pueblo de Fuencarral, o ante los severos, aunque arrogantes, epitafios del cementerio civil. O bajo los todavía trágicos muñones de la Casa de Campo”. Una manera de homenajear, de ilustrar sin abierta intención, de preservar la memoria en consonancia con su manera de entender la literatura, siempre cargada de responsabilidad.

- “En el poema ‘La desconocida’ una mujer entra en el café donde Blok refugia su soledad”. Los cafés –Lisboa, Pelayo-, ¿eran, además de refugio, sitio para burlar las limitaciones oficiales y la prohibición establecida respecto del propio derecho de reunirse?

-Las tertulias en el Café de Lisboa y en el Pelayo reunían contertulios muy distintos y además tenían lugar en épocas diferentes. Las discusiones sobre literatura, sobre el realismo o las técnicas narrativas del nouveau roman no impedían, por supuesto, debates apasionados sobre política.

-Usted ha reconocido públicamente que no encuentra mucha diferencia entre la imaginación y la vida real debido a que la fantasía también se nutre de los datos que llamamos comprobados. Y, por descontado, alude a la importancia de la memoria. ¿Puede la memoria estar hecha, también, de ficción?

-La fantasía siempre hunde sus raíces en la realidad y la imaginación configura el desarrollo del relato. La memoria no es únicamente el recuerdo del pasado, es la experiencia revivida, es el motor de toda literatura.

-En la escasa atención que recibió durante más de la mitad de su carrera, ¿qué responsabilidad tiene el género que practicó –cuento-, al que no se ha prestado análisis y adecuada lectura hasta hace bien poco?

-La novela ha sido la reina de la literatura en España y, sí, hasta hace pocos años el cuento era una literatura marginal. A pesar de la existencia de excelentes escritores de relatos no han gozado éstos, como género, de la consideración que han tenido en el ámbito anglosajón. Sin duda, ello ha contribuido a un menor conocimiento de mi obra.

-Informa Fernando Valls en el número 89-90 de Turia de que, durante la década del cincuenta, usted incluyó numerosos cuentos en Ínsula, Índice de Artes y Letras, Acento y Triunfo, “la mayoría de ellos nunca publicados en libro”. Imagino que lo mismo ha pasado con otros trabajos. ¿Qué sucede en el salto entre lo escrito y lo publicado en libro? ¿Qué le empuja o retrae a la hora de lanzar algo definitivamente a la luz?

-Escribo mucho, pero mi método de trabajo es lento, en el sentido de que escribo y corrijo, y corrijo bastante, hasta que doy por válido un texto. Mis relatos no son autónomos, están siempre unidos por una línea interna que puede ser invisible pero está presente. De hecho, algunos críticos han considerado que Flores de plomo, por ejemplo, es una novela.

-¿Y cuánto deja normalmente dormir un texto? ¿Reescribe? ¿Qué volumen de inéditos tiene?

-Algunos textos pueden dormir eternamente en las carpetas. Tengo un buen número de inéditos, pero en su mayoría son demasiado autobiográficos y, de momento, no  veo su publicación.

Escrito en Lecturas Turia por Fernando del Val

Lo ha visto todo y lo ha fotografiado todo. Y lo ha narrado todo. O casi todo, porque tiene ganas de continuar. En Chile, en Guatemala, en Argentina, en Perú, en Camboya, en Irak, en Israel, en Sarajevo, en El Salvador, que es donde comenzó a saber lo que es una guerra y a donde ha vuelto a narrar sus secuelas hasta en siete ocasiones… También en España, por qué no subrayarlo, que a veces somos incapaces de ver las realidades más próximas, aunque nos estén estallando en la cara. Podría haberse colocado del lado de los grandes, pero prefirió dar voz a las víctimas. Siempre tuvo claro que quería ser periodista –“Si me preguntan hace treinta años, habría dicho que el periodismo servía para salvar el mundo. A día de hoy, me sirve para salvaguardar mi propia conciencia”, afirma–. Ha pisado con su trabajo las Naciones Unidas, y recibido premios como el Nacional de Fotografía (2009), el Ortega y Gasset de Periodismo en su categoría gráfica (2008) o el Rey de España (2009) por la serie “Vidas minadas” (en la que lleva más de diez años trabajando y para la que renunció a los derechos de autor). Hijo adoptivo de la ciudad de Zaragoza, Enviado Especial de la UNESCO por la Paz, autor de publicaciones como “El cerco de Sarajevo” (1994), “Niños de la guerra” (2000), “Los ojos de la guerra” (2001, junto a Manu Leguineche, otro grande del reporterismo de raza en español), y los volúmenes que ha dado de sí el mencionado proyecto desarrollado junto a las víctimas de las minas antipersona. Responsable de un incontable número de crónicas -desde la imagen, la voz y la palabra escrita- para prensa, radio y televisión… Gervasio Sánchez (Córdoba, 1959), de algún modo se sigue considerando un principiante. Y eso es posible porque sigue enfrentándose a su profesión con la ilusión del primer día (“Soy periodista de vocación y quiero morir como periodista”, explica tajante), que en su caso significa dignificar al excluido, al que sufre, al que peor sale parado del horror de la guerra. Hay una cuestión que siempre le ha acompañado y es su interés por los desaparecidos, que ahora ha fructificado en un magno proyecto editorial y expositivo (comisariado por Sandra Balsells, y en el que ha colaborado una vez más con el artista Ricardo Calero y el fotógrafo Juan Manuel Castro Prieto), que se ha podido contemplar a comienzos de este año y simultáneamente en El Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, el MUSAC de León y La Casa Encendida de Madrid. Nos encontramos con él en este último espacio para recorrer su trayectoria vital y profesional en sentido inverso. Estos son sus titulares, plagados de referencias a personas anónimas, que aún le acompañan, que han ayudado a elevar una de las carreras periodísticas más personales en España.

 

- “Desaparecidos” es la última parada en el camino hasta la fecha y su proyecto expositivo más ambicioso: tres espacios expositivos (Madrid, León y Barcelona), doble catálogo, dos audiovisuales, mesas redondas… ¿Qué es lo que se proponía con él?

- Aunque sea el último de mis proyectos, tiene mucho que ver con el inicio de mi carrera profesional. Fue ya mientras era estudiante de periodismo en la Universidad Autónoma de Barcelona cuando empecé a tratar el tema de los desaparecidos. En unos talleres que he celebrado recientemente enseñé uno de los primeros artículos que publiqué al respecto, y estamos hablando del año 1983. Posteriormente comencé a viajar por América Latina, fundamentalmente a Guatemala, a El Salvador y a Chile, donde en 1986 publiqué, semanas después del atentado contra Pinochet, uno de mis primeros reportajes sobre sus desaparecidos. Ya entonces tuve conciencia de lo que significaba ser un desaparecido forzoso, un tema importante que no se había tratado hasta ese momento con el rigor necesario. Cuando se hablaba de cualquier posguerra, era una cuestión que aparecía solapada, muy desfigurada. Si se trataba de una dictadura militar, ni se podía mencionar la cuestión y, en ámbitos con gobiernos democráticos, ni los que estaban en el poder, ni los que los sustituían parecían interesados. Durante toda la década de los ochenta y la de los noventa hice muchos reportajes de este signo para diarios y dominicales. Y ya a partir de 1998, justo después de presentar “Vidas minadas”, me di cuenta de que ya tenía la suficiente experiencia como para plantearme un proyecto sobre los desaparecidos con un cierto peso. Las fotografías más antiguas de estas exposiciones son de ese mismo año. Yo creo que la desaparición forzosa es mucho peor que la muerte. Por otro lado, es una temática que ha atravesado toda mi trayectoria profesional.

- Tanto el CCCB como la Casa Encendida son dos ámbitos más proclives a la entrada del fotoperiodismo. No así el MUSAC. ¿Cómo se les ocurrió llamar a las puertas de estos tres espacios?

- Pues, curiosamente, la iniciativa del proyecto parte del MUSAC, porque hay responsables museísticos que son valientes. Fue su primer director, Rafael Doctor, en 2005, un mes después de que inaugurase el centro, el que me llamó y me ofreció su espacio para exponer este proyecto del que yo ya le había hablado mientras él estuvo trabajando en Madrid en La Casa de América y donde a mí ya me había propuesto hacer un trabajo que yo por entonces no terminé de ver claro. Cuando me invitó a entrar en León, yo me quedé muy sorprendido, pues siempre he dejado claro que soy un fotoperiodista. La tendencia de los directores de museo es a tratarnos como si fuéramos la última escoria de la fotografía, como si fuéramos su pariente pobre. Y luego, curiosamente, nuestras exposiciones las visitan muchas más personas, producen mucho más impacto, son muy bien valoradas… Por eso creo que Doctor fue muy valiente al ofrecerle a un fotoperiodista como yo un espacio como el MUSAC para exponer su trabajo. Y fue él el que convenció a José Guirao para llegar a La Casa Encendida, y el que, en charlas con él y con Agustín Pérez Rubio, el actual director del MUSAC, propuso buscar una tercera sede. ¡Yo no sabía si iba a estar a la altura de las circunstancias! Me propusieron el CCCB, que era un sitio que ya conocía bien porque había expuesto allí. Y esa es la singularidad del proyecto, que tiene tres espacios y contenidos distintos.

- ¿Y por qué era mejor exponer simultáneamente en tres sedes en lugar de hacer una gran exposición itinerante?

- Exposiciones más grandes de las que puedan realizarse en el MUSAC o en el CCCB, es difícil planificarlas. El Ministerio de Cultura se plantea ahora hacerme una antológica, resultado del Premio Nacional de Fotografía que me otorgaron recientemente, y eso será una gran exposición. Pero los tres espacios de “Desaparecidos” funcionan muy bien entre sí. No comparten ninguna fotografía, aunque sí la misma división por apartados. Y creo en el impacto que provoca lo de las sedes compartidas. De hecho, se está pensando en una itinerancia para la muestra. Estamos en un momento crítico económicamente hablando, pero hay mucha gente interesada en el fotoperiodismo y en estas temáticas que abordo, mucha gente, créeme; y el asunto del dinero está salvaguardado porque las muestras están ya producidas. Y me gustaría que con este proyecto ocurriera como con “Vidas minadas”, que en estos días ha vuelto a inaugurar una nueva entrega en Honduras. Yo quiero que las exposiciones se puedan ver. Porque aunque la gente del mundo del arte se crea que los ciudadanos se mueven de un lado para otro, de una ciudad a otra para visitar sus maravillosos museos, eso es totalmente falso. Y la gente de Barcelona no va a Madrid a ver una exposición o viceversa. Van como mucho a ver un partido contra el Madrid o el Barcelona. Se hacen pocas coproducciones de este calado en España. Y en época de crisis, de lo que se trata es de darle al coco. Prima más lo de tirarse el pisto y decir que fuiste el primero que te trajiste a no sé quién desde el extranjero.

- Las muestras incluyen, a modo de epílogo, un apartado especial dedicado a España. A veces lo más cercano es de lo que más nos cuesta percatarnos…

- Yo he empezado a trabajar con España muy tarde, desde 2008, pero sí movido un poco por la indignación por la situación que vivimos aquí. Tras 35 años de democracia, los políticos de este país han sido incapaces de desarrollar un proyecto en profundidad sobre la búsqueda de los desaparecidos de la guerra civil española y la posguerra. Yo siento vergüenza por nuestra clase política. Son todos unos cobardes, independientemente de su ideología. Analizando la realidad nacional en frío, me di cuenta de que aquí había cosas mucho peores que en Guatemala, en Colombia o en Bosnia, países se supone que del Tercer Mundo. En “Desaparecidos”, este asunto se contempla como un epílogo, pero ya estoy empezando a trabajar en un proyecto que se llamará “Desaparecidos en España”. Espero que dentro de cinco o seis años se pueda presentar. Me siento obligado a hacerlo por ser un tema absolutamente olvidado. La democracia barrió con todo este dolor. Los familiares siempre te dicen que hubieran preferido encontrar el cuerpo de su familiar, incluso destrozado o irreconocible, antes que vivir el drama de años de silencio y búsqueda.

- Uno de los talleres de “Desaparecidos” se ocupó de cómo el espacio de los medios de comunicación es cada vez más limitado para este tipo de contenidos, lo que obliga a buscar otros soportes. Deberíamos explicar ambas afirmaciones.

- Los grandes medios se han olvidado de estas cuestiones porque hace mucho tiempo que dejaron de ser los vigilantes del poder para convertirse en sus amigos. Han dejado de creer en los principios básicos del periodismo, y muchos de sus responsables no tienen agallas para enfrentarse al estamento económico y al poder político, y están allí para aceptar cualquier prebenda que se les presente sin girar la cara. Sólo eso explica que muchos temas ya no estén en la agenda de los grandes medios. Se dice que es la audiencia la que no está interesada. Eso es absolutamente falso. Los temas sociales siempre han sido demandados por el gran público. Pero tienen que estar bien hechos y bien analizados. Por otro lado, los medios tienen vetados determinados espacios a determinados temas. Por ejemplo, los dominicales a penas dedican espacio a este tipo de asuntos porque las marcas de publicidad que en ellos se anuncian imponen una serie de normas de estilo. Y nadie va a decir que esto no es verdad. No les interesa aparecer al lado de historias duras, de historias sobre el dolor, sobre gente desaparecida, sobre mujeres violadas… Y cuando se incluyen, se hace de una forma muy vaga y difusa. Se buscan formas estéticas de representar la violencia o el dolor y muy pocas veces van al grano. Una de las cosas increíbles que me han pasado a mí fue a raíz de la prepublicación en el magazine de La Vanguardia del contenido de estas exposiciones, un reportaje de portada y con doce páginas interiores. La gente me felicitó por romper la tónica de los dominicales que ya no se hacen eco de temas como éste y que cuando lo han hecho han sido valorados y han gustado, a pesar de ser temas duros. Hay una contradicción entre lo que quieren los directores de los medios y lo que quieren sus lectores.

- ¿Pero los nuevos soportes son la solución?

- Te voy a ser sincero: yo cada vez que presento una exposición, intento por todos los medios que tenga repercusión en la prensa escrita, la televisiva y la radiofónica. Esta muestra ha sido muy visitada, quizás por 20.000 personas durante el primer mes desde que abrió sus puertas. Sin embargo, un dominical alcanza a dos millones de personas. Tienes que hacer el esfuerzo de venir a ver una exposición. En Barcelona incluso hay que pagar por hacerlo. Eso no significa que todo el mundo que ve el dominical lo entiende, lo lee o le interesa, pero hay una especie de cercanía. Yo soy periodista y creo que las historias deben aparecer reflejadas en la prensa. Eso sí, yo exijo un respeto sobre mi trabajo a aquellos medios con los que publico. “Desaparecidos” ha tenido eco en muchas redes de Internet. Eso es importante. Pero Internet ha creado una idea equivocada y es la de que todo es gratuito. Y por ese camino no vamos a ninguna parte. Este es un trabajo de trece años. No todos los medios pueden pagarlo, pero sí deben pagar por el reportaje publicado. Hay que buscar un equilibrio que, hoy por hoy, no existe en la Red, pues pone en entredicho la posibilidad de trabajar para mucha gente. Todo corre más rápido en la web, pero es más complicado recuperar el feedback. Que te paguen es lo que te permite seguir trabajando.

- Usted lo ha dicho: es periodista. Sin embargo,  quizás se le conozca menos por sus reportajes y sus crónicas y más por su labor como fotorreportero.

- Es relativo eso de que soy menos conocido como periodista de prensa escrita y radiofónica. Se debe a la tendencia de los medios de Madrid y Barcelona, sobre todo de los primeros, a creerse que solo existen ellos. Eso es falso de solemnidad. De hecho, la mejor prensa que hay en España es la regional. De lejos. Yo siempre he trabajado para diarios regionales. El verano pasado me llamaron para dar una clase magistral en los cursos de verano en Santander, algo a lo que invitan a gente del rango de Vargas Llosa y muchos otros por encima de mí. Me preguntaron que qué cargo me ponían, y yo les dije que periodista del Heraldo de Aragón. “¿Heraldo de Aragón?”, me respondieron. “Sí. ¿Cuál es el problema?”, les contesté. Es la cabecera con la que trabajo desde marzo de 1987.  Allí jamás me han tocado ni una sola línea, algo seguro imposible en los grandes diarios de Madrid. Eso significa que no soy conocido como periodista para el que no ha querido conocerme. He trabajado para La Vanguardia, para El País, que ha tenido que publicar crónicas mías con el copyright de El Heraldo de Aragón, lo que no deja de tener su gracia… Estudié en la universidad cinco años de periodismo y jamás hice un curso de fotografía. Y me gustaría hacer algún día algún curso en profundidad sobre periodismo literario. Y he trabajado en radio para la SER y para otros medios. Lo que es raro es que un freelance como yo pueda desplegarse en variedades de periodismo tan diversas. Es algo posible. El problema es que tienes que trabajar tres veces más.

Le habrán preguntado mil veces por qué eligió esta profesión que compartimos, pero casi me interesa más saber cómo se decantó por el reporterismo de guerra…

Yo soy periodista, de vocación y de oficio. Empecé a trabajar desde muy joven. Y mi sueño desde siempre fue el de viajar. De niño me encantaba memorizar las capitales del mundo; me las sabía todas, y por eso mi idea era recorrerlas. Creía que los periodistas conocían mundo porque viajaban mucho. Luego te das cuenta que de lo que viajan es de aeropuerto en aeropuerto, que es lo único que conocen, y de hotel de cinco estrellas en hotel de cinco estrellas. Hay que tratar bien a sus señorías para que no se hernien. Yo era el único de mis compañeros de instituto en los años setenta que iba a clase con un periódico. Es verdad que era un diario deportivo, entono el mea culpa. Pero tenía muy claro a lo que me quería dedicar y en lo que me quería especializar. Es como lo del tema de los desparecidos. Era algo que ha estado siempre en mi cabeza. Lo que necesitaba era que llegara el momento de poder desarrollarlo. Porque ese es el gran problema de esta profesión: que es un oficio con muchos, muchos obstáculos. Para esto es importante tener paciencia, creer en lo que haces, saber que va a ser para siempre, que no hay vuelta atrás y que se es periodista las 24 horas del día. 

Rechaza la etiqueta de “periodismo comprometido”. ¿Eso es porque todo periodismo debería serlo?

Es una etiqueta que me molesta mucho. Yo soy un periodista. Punto. El periodismo es compromiso. Por eso me enciende cuando compañeros prostituyen y pisotean los principios básicos del periodismo. Porque me acuerdo de mis otros compañeros muertos por hacer aquello en lo que creyeron. El periodismo es algo tan necesario para la sociedad como la sanidad y la educación. Una sociedad sin buen periodismo está absolutamente mermada y es muy fácilmente manipulable.

Es muy crítico con los grandes medios. ¿Cómo se relaciona con los que trabaja?

Es básico el respeto. Y no a mí, como persona, que se da por descontado, sino a los protagonistas de mis historias. Por esta cuestión yo he dejado de colaborar con medios muy conocidos. Mis protagonistas son las grandes víctimas de los conflictos armados, los grandes olvidados y la única verdad incuestionable de una guerra. El día en el que alguno de los medios con los que trabajo cambien de dirección, u ocurra algo que me molesta, buscaré otros lugares sin problemas. Y no se trata de crearse un top de medios. El fin no es trabajar para el más grande. Yo me siento orgulloso de colaborar con la prensa regional. Me ha dado muchas ventajas, y viceversa, porque yo soy muy generoso con la gente que me respeta.

Ha dicho que nunca hizo un curso de fotografía, pero jugaba con ventaja, y es que aprendió junto a los más grandes del oficio.

Tuve la suerte de encontrarme en el camino con los mejores fotógrafos del mundo, que, y aunque parezca contradictorio, suelen ser los más humildes.  Hay una tendencia en el mundo del periodismo y la fotografía, y es que, cuando te vas haciendo mayor y vas teniendo poder, te conviertes en un egoísta y un prepotente. Esos “profesionales” son los menos interesantes, los más mediocres. El problema es que hay demasiados mediocres en puestos de responsabilidad y en todos los ámbitos. Pero es que para controlar un poder son necesarias personas que no sean contestatarias. Yo aprendí mucho dejando de hacer mi trabajo y viendo como trabajaban estos grandes fotógrafos. Les pedía consejo, y a veces sus respuestas eran durísimas. Pero eso me sirvió para ser muy autocrítico conmigo. Esa, sin contemplaciones, es la base del periodismo. Sobre todo cuando empieza a llegar la cosecha de premios, que a la gente joven le hace polvo y a la mayor les vuelve hipócritas. Como dice un amigo mío, cuando estés subiendo las escaleras, saluda a los que están bajando porque quizás algún día te los encuentres en el camino de vuelta. He tenido la suerte de encontrarme sobre el terreno con gente con muy buena onda.

Afirma que la primera víctima de una guerra es la verdad. Y sus depositarias suelen ser las víctimas…

Eso lo dijo un senador norteamericano en los años veinte. ¡Ni siquiera lo dijo un periodista! ¡Tuvo que ser un político el que expresara una verdad como un templo!

Cuando uno estudia la carrera de periodismo le repiten una  otra vez que debe ser objetivo. Con materiales tan sensibles como estos, eso es complicado.

Pero, vamos a ver, ¿cómo se le puede pedir ser objetivo a una persona que ocupa la mayor parte de las veces el último puesto del escalafón, cuando el medio para el que trabaja no lo es? Los medios se pasan por el arco la objetividad todos los días; no tienen valentía ni agallas para enfrentarse a los poderes fácticos. ¡La objetividad es un absurdo en el mundo del periodismo! Es una palabra que habría que desterrar de los planes de estudio. Lo que hay que ser es riguroso. Siempre. Siempre. En esto, como en todo, como te pillen una vez, la cagaste para toda la vida. Y ya puedes luego hacer cien buenas acciones. Ni subirás, ni bajarás escalones. Te quedarás ahí. Si no tienes seguridad en la noticia que vas a dar, no la des. Es un consejo que doy a los nuevos periodistas, pero también a muchos expertos.

Es cierto que no tenemos una clase política como para estar orgullosos de ella. Pero la sociedad civil tampoco hace nada por desperezarse. ¿Qué está fallando?

El nivel político en España está por los suelos. Y no es que lo diga yo. Solo hay que ver las respuestas a las encuestas cuando se le pregunta a la gente que valore a sus políticos. ¡No aprueba ni el que está a punto de ganar unas elecciones por mayoría absoluta! Y hay otro problema grave y es que, como decía antes, los medios de comunicación han dejado de hacer su trabajo. No crean opinión y van a trancas y barrancas de los temas. En todos los medios hay tres o cuatro periodistas de referencia que escriben al dictado. El otro día le leía a uno de ellos que España iba a dejar de vender armas a Libia. La pregunta que había que hacerse era: “¡Ah! ¿Pero es que le vendíamos armas a Libia?”. ¡Si no se puede! ¡Si la ley internacional lo impide! ¿Por qué ese mismo periodista no contó un año antes que vendíamos armas a Libia? Todo eso confunde a la opinión púbica. Los medios se dedican a hacer entrevistas pactadas. ¡Hay personajes a los que no se le debería dejar vivo periodísticamente hablando cuando se enfrentan a una rueda de prensa! ¿Cómo es posible que a los protagonistas ya no se les pregunte por los temas de agenda, los de obligación? Ahora te piden el cuestionario para ver si van a tu tele o a tu radio, ¡o no te dejan hacer preguntas en las ruedas de prensa! Eso es la antítesis del periodismo. Finalmente, lo que está claro es que la gente solo se mueve por cosas que le tocan de lleno. La mayor parte de los conflictos armados, el sufrimiento humano, están muy alejados de nuestras vidas. Lo que nos preocupa del Magreb es si nos van a dejar sin petróleo. A nadie le interesa por qué occidente ha estado vendiendo armas y haciendo negocio con todos estos cafres y dictadores. Nadie entra al debate. Señores, ¡en 2007, Gadafi estuvo en Sevilla y todo el mundo fue allí a bajarse los pantalones! Desde 2004, el gobierno del “no a la guerra” ha cuadruplicado la venta de armas al extranjero. Se ha pasado de 450 millones a 1.800 millones de inversión. Y para saber eso no hay más que meterse en Google y poner “venta armas España”. ¡Si encima son cifras oficiales! Luego las universidades están en paro mental. No hay debate. La prensa, bajo mínimos. La situación es muy complicada como para ver una salida.

Hablando así, ¿No se ha visto tentado por la política, la verdadera política?

No. A mí lo único que me interesa es el periodismo. Y así será hasta que me muera. Mi sueño es morir ejerciendo esta profesión. Para que yo hiciera política habría que cambiar la estructura de los partidos. Habría que cambiar a los responsables de esos partidos. Y habría que transformar las perspectivas para que la gente se viera interesada por la política. Los propios políticos se han cargado la política. Han defraudado tanto que la gente cree que política es sinónimo de corrupción y mentira.

Usted lleva más de 25 años viviendo la guerra de cerca. ¿Ha cambiado en algo la manera de hacerla?

Ha cambiado más la manera de narrarla. En la guerra se sigue matando igual que siempre. Ahora hay más armas, pero las víctimas siguen siendo las mismas, los combatientes no saben por qué combaten, las personas no saben por qué mueren, las mujeres no saben por qué son violadas y los niños no saben por qué tienen un fusil en las manos. Nadie te responde con argumentos a estas cosas. Lo que sí ha cambiado es la manera de transmitir la guerra, porque las nuevas tecnologías permiten que todo corra mucho más deprisa. La pregunta clave es si esto es mejor o peor. Los listos de turno te dirán que mejor. Yo, que soy bastante más escéptico, creo que las nuevas tecnologías han beneficiado mucho, pues no es lo mismo tener que vagar dos horas por una ciudad, como me ha pasado a mí en Sarajevo para mandar una crónica, que hacerlo desde la habitación de un hotel. Juro que prefiero lo segundo. Antes había que jugarse la vida y gestionar durante horas ese teléfono al que había que llegar al final del día. Muchos compañeros están muertos o fueron heridos por eso mismo.  Pero la facilidad de ahora lleva a que no se le dé importancia a lo que se hace. Antes había que revelar los rollos. Llevarte contigo esos paquetes de fotos. Y sabías que el número de disparos era limitado. Hoy tiran y tiran y tiran. Y el resultado es muy reiterativo. Todo el mundo está obsesionado con ser el primero, y como decía García Márquez, el bueno no es el que primero escribe algo, sino el que mejor lo elabora. Y los periodistas se han convertido en protagonistas. Los que ahora están cubriendo cuestiones como Egipto y Libia son muy jóvenes, fácilmente manipulables; las coberturas han caído de calidad, y en televisión las han convertido en puro espectáculo. Todo esto va en contra del periodismo en el que yo creo.

Tal vez podemos decir que todas las guerras son iguales, pero no que todas las víctimas son iguales.

Como ocurre en todas las guerras, hay víctimas de primera, de segunda y de tercera categoría. Y las historias de unos se transmiten y las de los otros no. Y guerras mediáticas con víctimas mediáticas pasan a convertirse en olvidadas en cuanto dejan de interesar. Lo de Irak no es nuevo. Tiene 30 años, como sus víctimas. El otro día me preguntaban: “¿Qué es peor, que te desaparezca un hijo o cinco?”. Pues depende de si esa madre tiene diez o un hijo. Pero tampoco se puede hacer categorías con el dolor. Cada persona que muere, que es herida, que no alcanza un objetivo, se convierte en una historia inconclusa. 

 ¿No está demasiado idealizada la figura del reportero de guerra?

A mí me pone frenético el hecho de que se identifique a los periodistas como tal. Yo soy una persona normal y corriente, y si me ves por la calle, no sabrías a qué me dedico. Hago un trabajo de lo más sencillo. Y cuando me dicen que es peligroso trabajar en una zona de conflicto siempre les digo que es mucho más peligroso trabajar en la sección de local de un periódico. Si yo titulo “Gadafi es un criminal”, eso no lo toca nadie. Pero intenta titular donde quieras que el corrupto es un banquero o di que habría que investigar la política de contratación de esta u otra empresa. A ver quién se atreve. Los periodistas de ese tipo de secciones están condenados a ser golpeados, a ser censurados y a perder su trabajo. Por trabajar en local o en economía, no en internacional. Hay que colocar a cada uno en su sitio y devaluar esa especie de actitud de que la especialización en conflictos armados es mejor o peor que otras especialidades. Yo he visto en zonas de conflicto periodistas muy buenos y periodistas muy malos, como en economía o deportes. Profesionales que no se dejan envenenar y otros que escriben al dictado.

Pero el desgaste debe ser distinto. ¿Cómo se sabe cuándo se debe parar?

Un vicio de los periodistas en general es hablar más de uno mismo que de lo que ocurre. Y debemos ser conscientes de que cuando te especializas en algo lo haces con todas las consecuencias. En ello habrá momentos muy positivos y momentos muy amargos; momentos de gran impacto emocional, en los que verás morir gente, a un amigo, o porque haces un muy buen trabajo. Sin embargo, no entiendo que no se llegue a sentir el impacto del dolor de las víctimas. Si no es así, jamás podrás transmitir con decencia. Por muchas fotos que hagas y muchos textos magníficos que escribas y muchos premios que te den. Y una profesión como ésta es un camino sin retorno. Si sales será para sentirte mal, pensar que eres un incomprendido, que nadie te entiende…

“Vidas minadas” es, lamentablemente, un proyecto inacabado. No sé si es el que mejor lo define. Siempre ha dicho que tiene un hijo natural y cuatro más…

Eso lo dije cuando me dieron un premio pero era para establecer un símil con una realidad. Había que hablar poco, y dije cosas muy potentes y a través de imágenes que la gente podía entender. En ese momento se cumplía el cuarenta aniversario de la muerte de Luther King, que también tenía cuatro hijos, y eché mano de algunas de sus frases. Él tenía cuatro hijos y yo puedo considerar como tales a los protagonistas de “Vidas minadas”. Porque aunque me pase años sin verlos, yo sé que me van a recibir con el mismo calor cuando llegue mañana, y cuando pasen cosas importantes en sus vidas, me van a llamar después de a sus familiares. Es importante relacionarse con la gente con la que trabajas. Todo el mundo tiene derecho a labrarse una identidad. Decía Kapuscinski que el que no está dispuesto a conocer la historia de otra persona sobre el terreno no tiene mucho derecho a explicarla. “Vidas minadas” era una contestación a todo esto. Un proyecto en el que intentaba contar las cosas de otra manera, como decía John Berger, porque hay que saber vincularse a las historias, llenarse de barro, dejarse golpear por el dolor. Únicamente así sabrás transmitir no sólo con decencia, sino también con cierta singularidad. Ese proyecto me ha dado muchos dolores de cabeza, pero también muchas satisfacciones. Es parte de mi esencia. Y creo humildemente que ese trabajo nos ha enseñado a entender de otra forma el dolor ajeno.

Cita a Kapuscinski. ¿Es un autor de cabecera?

Yo lo conocí personalmente. En el último año ha habido mucha polémica con su manera de trabajar, su biografía, que yo la he leído de punta a punta. Me ha dejado un mal sabor de boca el sensacionalismo que se ha hecho con algunas partes. El libro no defenestra tanto a Kapuscinski como se ha dicho, pero sí que lo deja en una situación complicada. Él sigue siendo una persona que ha escrito grandes páginas del periodismo, que ha hecho grandes reflexiones, y esto es como cuando lees a Céline. Sería un fascista, un gran hijo de puta por su manera de pensar, pero escribió libros maravillosos. Yo siento cierta amargura por haberme enterado de cosas de Kapuscinski que no me gusta que hayan pasado. Pero eso no quita para que considere que ha sido una de las personas que más ha pensado sobre esta realidad nuestra. Él ha acercado las grandes cuestiones de nuestro tiempo al ciudadano medio. Y lo hizo con elegancia, paciencia y dedicación.

“Cuando tenga 64 años podré decir Yo he sido corresponsal de guerra”. ¿Cómo le definimos hasta entonces?

Cada vez me topo con más gente que se autodenomina “reportero de guerra”. Pero el hecho de irte un día a cubrir un conflicto, ver a unos soldaditos heridos y escuchar un boom de lejos, no te transforma en un reportero de guerra. Sin embargo, hay gente a la que le sucede esto. Yo que he estado en muchas guerras, que sería de los pocos en los que no rechinarían estas palabras, prefiero declinar la invitación para que la gente reflexione sobre lo que significa este oficio de verdad. Porque este es un oficio para toda la vida. Y mientras no te tires 40 años haciendo un trabajo no te especializas en él. Además, como ahora nos vamos a jubilar a los 67, todavía tendré que esperar más años para poder decirlo.

Apuntaba antes que se pueden hacer mil cosas en la vida, todas buenas, pero que como hayamos hecho una mala, o regular, ésa será nuestra penitencia. Usted siempre será el que sacó los colores a más de uno con su discurso al recibir el Premio Ortega y Gasset…

Cualquier persona que me conozca desde hace décadas sabrá que yo, siempre que me han dado un premio, he hablado alto y claro. El primero me llegó en 1994. Era el de la Asociación de la Prensa de Aragón, y también saltaron chispas. Solo hay que leer el prólogo de mi libro sobre Sarajevo. O el de “Vidas minadas”… No estoy cambiando de discurso. Siempre me he sentido obligado a hablar en nombre de los que no pueden. Cuando me invitan a dar charlas siempre procuro llevarme a alguno de los chicos, que sean ellos los protagonistas. Yo sólo soy un intermediario. Lo que ocurre con el Ortega y Gasset es que tiene más impacto mediático por venir de quien viene. Pero yo siempre he hablado igual. Se trata de adecuarte al espacio que tengas. Ese día me pasé porque tenía un minuto, que en realidad era para agradecer el premio, y empleé cuatro. Y yo considero que mi discurso no fue el más fuerte de los que se leyeron en esa ocasión, ni mucho menos.

 ¿Enseña algo la guerra?

La guerra nos enseña a que el hombre no puede vivir sin ella. Vivimos sometidos a ella desde tiempos inmemoriales. No se conoce periodos de la Historia en los que hayamos renunciado a ella. Y los europeos hemos sido maestros dando lecciones de brutalidad. Somos los grandes inventores de los mayores dramas de la humanidad. Lo único que le sale bien al hombre es matar. Al hombre le gusta matar. Y al que lo niegue es que no tiene ni idea de lo que pasa en una guerra. Porque uno no mata aquí. Mata rodeado de otro tipo de circunstancias y condiciones. Y lo hace cuando todo se desmorona, cuando se tiene que defender, cuando te manipulan. Pero en la guerra también hay gente que muere por no matar, y eso es lo único que nos salva. Gente desconocida y sin nombre, pero valiente y con honor. Gente a la que nunca se le da premios. Es más cobarde matar. No hacerlo es ser muy heroico. Hay que acabar con ese desequilibrio. Y luego la guerra es un gran negocio, y como es un gran negocio, difícilmente desaparecerá. 

Tengo que preguntarle por los seminarios de fotografía de Albarracín, que dirige y que ya tienen más de una década de existencia.

Es sorprendente que un lugar tan alejado del mundanal ruido de Madrid y de Barcelona pueda tener tanto atractivo para la gente. Allí se empezó de cero, de una fundación, la Santa María de Albarracín, cuyo comportamiento es incontestable desde mi punto de vista. Admiro su ética, la de una institución que es capaz de contar con toda una serie de personas para conseguir que ese lugar no se deteriore, ni se destruya; que ha luchado para que las restauraciones sean lo más cercanas a ese maravilloso entorno; que nadie se aprovechara de esa actividad; y que los resultados fueran de acceso público y no cayeran en manos privadas. Ellos han sido capaces de montar seminarios tan importantes de todo tipo relacionados con la cultura y el arte. El nuestro atrae a tanta gente en buena parte debido a esto: 300 alumnos el año pasado matriculados, 150 fuera… Ahora tenemos hasta cuatro salas para las charlas y empezamos con una. Tenemos que usar un circuito interno de cámaras para que lleguen a todo el mundo. Son conocidos, y la gente está encantada cuando les llamo para participar en ellos. Las instalaciones son magníficas, como la actitud de la fundación… Es un lugar interesante al que viene mucha gente con ganas de aprender fotografía.

¿Y ahora qué?

Tengo trabajo para unos cuantos años. Voy a seguir el tema de los desaparecidos en España. Estoy ocupado también con un proyecto sobre Afganistán, que aún está en pañales, pero que quiero que vea la luz en 2013 o 2014, cuando los occidentales se hayan marchado del país habiéndolo dejado hecho una mierda, poder presentar el resultado de su fracaso. Sigo con “Vidas minadas”. Me gustaría presentar en 2022 sus 25 años. Y seguir haciendo periodismo de actualidad, que me interesa mucho. 

 

Escrito en Lecturas Turia por Javier Díaz-Guardiola

La cellisca ha tomado Madrid y las primeras páginas de los diarios. El invierno saca sus galones de frío y, pasado por la humedad, alumbra diciembre en los destellos que la nieve deja sobre la calzada para que los coches pisen con las luces encendidas. La casa de José María Merino es una isla caliente. ¿Para qué los radiadores cuando el papel es tan eficiente material de construcción y la mejor prenda de abrigo? En su despacho madrileño uno desconoce si, detrás de la biblioteca, hay pared o todo es barricada literaria. Hay volúmenes por todas partes: en la estantería, por supuesto, pero también encima del escritorio, debajo, y no sé si hasta colgando del techo. En el suelo, los ejemplares descansan en triple fila. Su voz, entre campanuda y reflexiva, no mira por encima del hombro.

 

-Su trayectoria literaria asoma ligada a la propuesta moral. ‘A veces me recorren el ánimo secuencias y añoranzas que no provienen de mi experiencia extraliteraria, sino que tienen su raíz en lecturas que, ya olvidadas, identifico como sentimientos propios’[1]. ¿Es posible aprender del olvido?

-A través de la literatura, interiorizamos quiénes somos y qué es la vida. También conocemos casos espectaculares, como el de un tal don Quijote de la Mancha, que modificó su comportamiento y la misma realidad para convertirse en un amadís. Es decir, por supuesto se aprende del olvido.

-En los ejemplos que cita pesa la voluntad.

-Es que, sin sacar a Freud, el olvido voluntario está ahí, como un fantasma. El otro, el involuntario, llena los almacenes del recuerdo con cosas que después gravitarán sobre nosotros, mandando mensajes. Ambos forman nuestro sustrato vital.

-En alguna ocasión ha dicho algo así como que el hombre que es está formado por una transustanciación de las historias leídas. Este lenguaje, ¿se debe a la contaminación que ha dejado la religión después de miles de años de dominio en el arte, las costumbres y los dichos o a que la creación tiene, efectivamente, conexiones extáticas?

-En realidad, la creación literaria tiene mucho que ver con el mito. En mi discurso de ingreso en la Real Academia dije que la ficción es lo que nos ha hecho homo sapiens. Ver y explicar el mundo a través de símbolos está en nuestra condición, somos animales simbólicos. Las historias convierten la realidad en símbolos. Todo, mucho antes que la ciencia, la metafísica, la filosofía y la escritura. La sustancia heredada de la ficción por la literatura es la reorganización de símbolos. Esto nos aproxima al mundo mítico y a los arquetipos.

-Pero, en origen, el mito tiene algo de religioso.

-Sí, no soy escritor místico, pero reconozco que el arquetipo religioso ayuda a vivir. Yo no creo en esoterismos, cuanto en lo mítico como sustancia de la especie humana. Los mitos religiosos no reconcilian a la persona con su condición mortal, sino que la llevan a un más allá desconocido. El mundo mítico nace cuando Jasón y los argonautas van en busca del vellocino de oro. Luego, todos buscamos el vellocino.

-Tiene, entre otros, los premios Miguel Delibes, Torrente Ballester, Castilla y León, Salambó y Nacional de la Crítica. ¿Considera su ingreso en la RAE otro premio más que un nombramiento para trabajar con la lengua?

-Que mi voz haya sido estimada de ese modo es el mejor premio que me han otorgado. Es el reconocimiento de un organismo misterioso con el que uno no guarda relación y que, de repente, te invita a hablar de palabras.

-Usted se crió en una casa con buena biblioteca. Los diccionarios y las enciclopedias le brindaron el primer contacto con el mundo de las ideas.

-Mi padre Bonifacio era un abogado republicano, abierto y liberal y le encantaba que sus hijos leyéramos. Yo era el mayor y, durante años, el lector principal. De los libros que me regalaba, conservo bastantes. Le gustaba verme consultar la Universitas y la Espasa. Y cuando le iba conque algún libro estaba en el Índice, él respondía muy serio: ‘Nihil obstat’. Y ya tenía autorización episcopal.

- Luis Mateo Díez, en la contestación a su discurso de ingreso en la Academia, definió a su padre como un hombre de sensibilidad y criterio, “que valoraba ese tesoro de los libros como el mejor legado para sus hijos”; ¿Le aconsejaba?

-Era buen orientador. Me decía: ‘Josemari, de esto te puede interesar tal cosa’. Yo ahora tengo una biblioteca mucho más grande, sin embargo en aquella estaba lo más sustantivo.

-¿Qué contenía esa biblioteca?

-Había muchas obras completas de Aguilar. Estaban los clásicos del siglo Diecinueve, ya fuesen españoles, ingleses, norteamericanos, alemanes o franceses. Víctor Hugo y Voltaire, completos. Había mucha poesía, una colección de Premios Nobel, la Summa Artis y ejemplares de Ciencias Naturales, Historia y Geografía que todavía conservo.

-Parece grande.

-No lo era, pero sí rica en elementos estimulantes, selecta.

-Hablando de palabras. Usted ha dicho que mantiene con ellas “una relación adictiva” y hasta de “vicio”. ¡Parece que hablara de bajas pasiones!

-(ríe) ¡Como si uno no pudiera ser vicioso de cosas nobles! No, no lo considero baja pasión, sino alta. Las palabras me encantan desde niño. El otro día una amiga argentina me felicitaba las Pascuas con una que nunca había escuchado. ¡Vaya regalo! La apunté para profundizar sobre ella. Las palabras son uno de los vicios más sanos que se pueden tener.

-Sabino Ordás sostiene que la lengua no necesita tutores: ‘Si goza de buena salud, ella sola se desarrolla y florece. Si está anémica y enferma, ningún médico podrá devolverle la vitalidad. Sin la academia, el mundo anglosajón sostiene un lenguaje en permanente renovación; con academia, el castellano peninsular se empobrece cada día más’[2]. Yo creo que debe lanzar una defensa sobre la Real Academia, ya que la mora.

-Don Sabino es terrible –sonríe-, ¡pero opinamos igual!: la Academia es como Icona, se dedica a estudiar el estado de la cuestión. Acaba de salir una Gramática ejemplar al respecto que intenta incluir el español sin acotaciones.

-¿No es, en alguna ocasión, poco rígida?

-Es que si los hablantes empobrecen el idioma, no hay nada que hacer. Felizmente, el español tiene a América. El tronco de las estructuras del idioma se mantiene gracias a los americanos. Nosotros somos el diez por ciento de los hablantes.

-No obstante, si atendemos al creciente número de países donde se estudia, posee buena salud.

-Sí, a diferencia del francés, que se ha venido abajo. La Francophonie ha desaparecido y, con ella, la ortografía, las composiciones y casi la fonética. En nuestro caso, intentamos evitarlo gracias a la actuación coordinada de las academias, que es positiva no para ahormar el idioma –porque no tiene fuerza-, sino para crear una conciencia de lengua común. Ahora, repito, si la gente joven habla cada vez peor y utiliza menos registro lingüístico y los medios de comunicación empobrecen su discurso, a la larga, haga lo que haga la Academia, el español tendrá deficientes condiciones de mantenimiento.

-¿Esa escasa fuerza que mienta es por la que sanciona vulgarismos –se acaba de aceptar sofases como plural de sofá-?

-Sí, hay algunos plurales -como jabalíes- tolerantes -con jabalís-. Yo no lo sería. Pero la Academia no tiene más remedio que asumir el lenguaje popular. A mí me horroriza móvil con sentido de celular. Durante años se logró imponer balompié, la gente volvió a fútbol y hubo que reincorporarla al flujo lingüístico. Es el caso de matrimonio: no responde a la semántica original, pero hay que asumir el significado de la calle.

-Su tesis de que el homo sapiens empieza a ser porque comienza a interpretar es un tanto revolucionaria.

-He leído a multitud de lingüistas y siempre van por el mundo del lenguaje, no por el de la ficción. Mi teoría es que lenguaje y capacidad de comunicación tenemos todos los seres vivos, empezando por los virus y las bacterias. No hay más que ver a las hormigas, las flores o los delfines. Los gatos, por ejemplo, están transmitiendo continuamente información: poseer lenguaje no nos diferencia. El hecho raro, no sé si patológico, es que nosotros utilizamos el lenguaje para organizar ficciones. Está en nuestra naturaleza. El Neanderthal tenía lenguaje y sabía fabricar herramientas igual que los antropoides y algunas aves –el uso de la herramienta no es algo específicamente humano-. Lo innovador es que nuestra especie utiliza el lenguaje, a diferencia de los delfines –que, además, son sofisticados-, para organizar esas ficciones y, a través de ellas, contar el mundo.

-O sea: por encima de la voz y de la palabra, la ficción.

-Exacto. Publiqué un artículo[3] en el que digo que si Linneo nos volviese a clasificar no nos llamaría Homo sapiens, sino Homo narrans. Somos la especie que cuenta historias.

-Usted constata el declive del cuento[4], después de que, en el primer tercio del Veinte, no quedara periódico o revista sin uno por número. ¿A qué se debe? ¿Es culpa del gusto cambiante de los lectores?, ¿de la simple moda literaria?, ¿del concepto comercial del periodismo de hoy?

-Llegó el cine. Trastocó el formato del divertimiento masivo, exactamente igual que ahora pasa con la televisión y, no digamos, con los videojuegos. Lo curioso es que, a pesar de que en los últimos años, el lector común –no me gusta decir vulgar- prefiere el best seller, el cuento ha renacido entre los autores y con un nivel sorprendente[5].

-¿El cuento es, como se dice, capaz de requerir más trabajo que una novela?

-Requiere más trabajo, pero menos tiempo. La novela es una exploración en terreno selvático: vas con un machete y sabes que, a dos kilómetros, hay una casita donde vive Fulano, que tiene un primo enamorado de una señora que vive en otra casita. No sabes más. Y empiezas a descubrir sendas. Al final, la casa no es la que esperabas y el primo no vive donde creías… El cuento es al revés: una iluminación. Has de tener la idea desde el principio. Empezar un cuento sin saber adónde vas es imposible.

-¿Empieza las novelas a ciegas?

-No, pero se puede. Lo común es querer ir a un sitio y acabar en otro. De vez en cuando me ocurre y no me sorprende. Frente a esto, la dificultad del cuento es saber dónde quieres ir y lograr llegar. Ah, y depurarlo constantemente.

-¿Nunca le ha sucedido, al contrario, empezar un cuento y ver que la historia se ensancha?

-Es gracioso, me está sucedido últimamente. Escribo mini cuentos, los miro y me digo: ‘Merino, esto no es un mini cuento. Te está pidiendo más páginas’. Me dice que lo deje respirar. Hay cuentos que me han estado engañando durante años. Verlo es cuestión de oficio.

-¿Habla con sus creaciones?

-Sí, miro al bicho y escucho. Es exactamente lo que me pasó con El lugar sin culpa, el típico cuento guardado en un cajón. No lo saqué hasta descubrir qué me pedía. Nació como cuento, luego me dijo que era una novela enorme y, finalmente, resultó de menos de doscientas páginas.

-El lugar sin culpa transcurre en una isla que define como “arquetipo de la naturaleza que no puede conocer la angustia, ni la nostalgia, ni ninguna forma de desasosiego”. No lo he visto referido en ningún lugar, pero para mí El lugar sin culpa viene a ser una utopía, un género poquísimo frecuentado. Encaja por lo filosófico -por la propuesta identitaria y de organización social- y por lo que tiene de no-lugar, atendiendo a la etimología eu-topos. ¿Lo tenía previsto?, ¿contempla la opción?

-Pues en realidad, sí,… es una utopía… Por partes -para explicar la propuesta-: yo soy conservacionista y reputo que el calentamiento global agrava las injusticias básicas de nuestro mundo. La reunión de Copenhague[6] es una demostración de que no somos naturaleza. ¿Problema de nuestros políticos? No lo sé. Pero nosotros no somos naturaleza. Es más, somos su gran enemigo. Sufrimos, pensamos y soñamos, pero somos un elemento enemistado con la naturaleza.

-No obstante, la necesitamos.

-La necesitamos para sobrevivir porque, aunque no la seamos, estamos compuestos de ella. ¿Cómo vamos a resolver la contradicción? Es utópico pensar en un mundo de vida armónica. Incluso, ¿por qué no van a tener los chinos derecho a decir: ‘Ustedes, europeos, están muy bien; ¿ahora nosotros tenemos que hacer el doble de esfuerzo para desarrollarnos sin contaminar?’. Evidentemente, no somos naturaleza. Eso como introducción. Respondiendo directamente: no lo había pensado, pero, evidentemente, es una utopía. El lugar sin culpa, en el fondo, es un mundo de realización perfecta e imposible donde el ser humano no sufre y no recuerda.

-Como Moro o Campanella, usted también se sirve de una isla. Es decir, cumple también el componente espacial.

-Sí, sí, para crear el entorno perfecto sin contaminación. Aunque, ojo: ni siquiera la doctora Gracia se encuentra a gusto dentro y tiene que volver a civilizarse. Los seres humanos tenemos sentimientos, memoria e intereses, o sea: redes que impiden la utopía.

-La isla es el arquetipo mencionado -un sitio equilibrado donde las lagartijas no temen a las personas, un refugio-, pero también roza la liviandad, la desmemoria, el abandono. ¿Podría interpretarse el presumible estado de perfección como arma de doble filo?

-Qué duda cabe. Al fin y al cabo, el retiro le permite a la doctora Gracia humanizarse, conocerse y valorar el compromiso. Pero… huir de la realidad… no sirve para nada. El estado magnífico en el que se encuentra es tan anormal como estar sometida a la presión de la vida diaria y a la angustia de los que la rodean. El aislamiento deja una herida en la memoria.

-En el extremo de esa desmemoria estaría el delirio senil de la madre insultando a la doctora –“Mala puta”, entre otras befas-. ¿Es la senilidad otro lugar sin culpa?

-Efectivamente, el alzheimer es un lugar tremendamente inocente. ¿Podemos juzgar a un imbécil que trabajó en Auschwitz? Desgraciadamente, no. La propia vida le ha quitado la culpabilidad. Esta inocencia no tiene que ver con la de la infancia, que es jubilosa hacia el futuro. La vejez es la inocencia triste y dolorosa, la inocencia del final, de la desintegración.

-He leído que, con esta novela, abre una trilogía sobre espacios naturales, pero luego ya no si La sima es la segunda parte.

-Iba a serlo. No lo es y estoy atascado gravemente. He hecho viajes y tomado notas [muestra una libreta pequeña de anillas con cuatro o cinco páginas escritas y dibujadas], pero necesito más tiempo.

 

La sima, su última novela, tiene la Guerra Civil de fondo. No parece sorpresivo, pero sí los hechos que la motivaron. El volumen es producto de su desazón como ciudadano a la vista de la obstrucción del Partido Popular después de los atentados del 11-M -“Una crispación, a estas alturas de la democracia, inaceptable”-. En realidad las convulsiones vienen de antiguo. A lo largo del Veinte se tiñó el mapa de sangre y no digamos durante la Reconquista. Merino atisba “un comportamiento  irreconciliable en nuestros políticos”. Gustavo Martín Garzo escribió una tribuna, a propósito[7], en la que decía que la República “pudo ser el comienzo un país distinto, tolerante y amable”. Sin embargo, acaba compartiendo con el protagonista de La sima que nuestra historia “es una sucesión ruidosa de desencuentros y turbios ajustes de cuentas: pura memoria del rencor”. La portada del libro reproduce una foto de Agustí Centelles titulada Juego de niños[8]. En ella unos muchachos simulan un fusilamiento con palos y escobas. Es una metáfora que, al revés de lo habitual, viene del pasado al presente. Al autor le intranquiliza el radicalismo. Entiende ese camino no trata tanto de ideas políticas, cuanto de comportamientos y sentimientos. “Me preocupa la mala uva de los españoles”.

-El otro día uno de la oposición le dijo a su contrincante: ‘Usted lo que quiere es recogerme con una furgoneta y pasearme’. ¡Caramba!, en el año 2009 no debería caber ese lenguaje político. Sin renunciar a las ideas, debería haber cierto espíritu de concordia. La República, sí, replanteó la Historia de modo reformista y optimista. Garzo tiene razón al hablar de ella como un horizonte extraordinario, pero lo sorprendente es que, en ella, sólo creían los republicanos. Al final fueron los movimientos totalitarios de raíz fascista los que la derrocaron, pero la República había sido desbordada desde el primer momento por radicalismos. Es una pena: vivió acosada por un lado y por otro. Por lo que respecta a la actualidad, sólo espero que nuestros políticos reflexionen y rebajen el tono dialéctico. No creo que vuelvan enfrentamientos como aquéllos.

 

El tiempo pasa. En la calle, oculto en eso que llaman Navidad. Por su casa no veo ningún belén, a pesar de que, en Los cuadernos azules, confiesa que su madre los ponía con fervor. Las costumbres cambian. Somos tiempo. En sus libros, practica con él una curiosa taxidermia. Hay una metafísica delimitada que une El lugar sin culpa a La sima. En ésta se lee: ‘Todo lo que existe está hecho de tiempo, desde las galaxias hasta las castañas, es sólo el ritmo lo que cambia’. En otro punto: ‘Los únicos que sufrimos de verdad el tiempo somos nosotros (…) La Tierra no tiene nada que ver con el tiempo como mero accidente biológico’. Más adelante: ‘Sólo soy tiempo no geológico, no cósmico, y por eso algo tan efímero como si ya hubiese ocurrido’. En El lugar sin culpa el ser humano vuelve a ser tiempo frente a la isla, que prevalece. Dice: ‘Este espacio sólo tiene pequeñas memorias de lo concreto’. Más explícitamente: ‘De la rabia de saberse tiempo sale toda la furia, el odio es tiempo, el hambre es tiempo, el ser humano concibe el infinito en forma de tiempo que transcurre sin concluir, como el infierno para nosotros es tiempo, tiempo de sufrimiento que no se agota, somos incapaces de imaginarnos fuera del tiempo (…) Doscientos años son para la isla igual que doscientos siglos’. Pronunció Antonio Machado: “Los que buscamos en la metafísica una cura de eternidad, de actividad lógica al margen del tiempo, nos vamos a encontrar definitivamente cercados por el tiempo”. Merino sabe, como el autor de Soledades, que al poeta no le es dado pensar fuera del tiempo. Piensa que este concepto, tiempo, está más presente en la última parte de su obra porque ahora se le escurre más rápido. Transcribe su mirada limpia y su estilo preciso en islarios convertidos en obra atemporal.

 

-Cuando se plantea metafísicamente el mundo, es posible que existan a la vez el tiempo y el no tiempo. Como dijo el filósofo: ¿por qué existe el no ser y no la nada? Yo creo que son términos antitéticos. Igual que las personas o somos tiempo o somos no tiempo. Todo lo que nos rodea lo es, pero, ¿sería posible que una computadora dijera cuánto llevamos en la Tierra?... Prácticamente no existimos en el tiempo del cosmos. Las montañas están formándose, pero, para nosotros, es imperceptible. Su ritmo no tiene que ver con el nuestro. Cuanto nos rodea es eternidad e infinitud frente a nuestra fugacidad. Deberíamos pensar, alternativamente a la religión, que somos efímeros y morimos. Los pensadores antiguos ya se preguntaban a qué conduce tanta pasión, tanto dolor, tanta furia. Tenemos la maldición de olvidar nuestra esencia. ¿Por qué no sacamos, de lo efímero, la felicidad de la especie?, ¿por qué no, del mundo, un lugar confortable? Pienso en ello porque estoy en eso que llaman Tercera Edad. ¡Si lo pone hasta en mi carnet de metro!

-A pesar de lo frágiles que somos, hemos conseguido injerir en la todopoderosa naturaleza. En los últimos cincuenta años el hombre ha destruido más Medio que en los miles anteriores.

-Claro, porque somos naturaleza consciente incapaz de lo positivo. Como señalan las novelas fantásticas, tan precursoras, acabaremos constituidos por una parte importante de maquinaria. Stephen Hawking dice: “El ser humano tiene futuro fuera del planeta Tierra”. ¡Él, como la ciencia, es optimista! Pero la inteligencia nos convierte en dañinos. Falta armonía. Vuelvo a la reunión de estos días en Copenhague: es casi un cuento, su significado es simbólico. Bien, pues nuestra inteligencia puede acabar hasta con la Especie.

-Otro paralelismo: los zanjones y los enterramientos. ‘Los cuerpos humanos somos al fin y al cabo un depósito de minerales, de elementos que la tierra reutiliza sin asco ni respeto, con la naturalidad del jardinero que prepara el compost con los restos orgánicos para abonar luego sus plantas’ -El lugar sin culpa-. En La sima esto es trágico porque hay una Guerra Civil de por medio, pero el componente orgánico de la persona y su destino bajo tierra están igualmente presentes.

-Pues tampoco lo había pensado, pero sí. Hay paralelismos indiscutibles... En La sima he debido de profundizar inconscientemente en los aspectos fundamentales de El lugar sin culpa. Pero es que la trilogía quiere ir por ahí: por la naturaleza y sus espacios. Y la tierra es uno. La segunda ha de transcurrir en un río. Quiero resaltar el agua como el valor cada vez más preciado de un planeta con el que no sabemos relacionarnos.

-La sima, como elemento físico y simbólico está presente desde el Inicio.

-La historia del homo antecessor empieza en una sima, eso está claro. Pero lo que me interesa apuntar es que el mundo sigue lleno de simas, de enormes cuevas donde se arrojan cuerpos. Yo he tenido siempre la idea de que la materia se transforma, no se destruye; la noción de que somos materia orgánica en continua renovación. Cuando se hayan recuperado los cuerpos de toda los desdichados ajusticiados por el franquismo y no queden ni sus nietos, ni sus tataranietos, ni sus choznos, todo habrá vuelto al humus originario y, con él, se harán vasijas y fertilizantes para los tomates.

-¿Por qué la montaña?

-Yo quería situar la novela en la montaña occidental de León, concretamente, que es la que más me gusta y a la que más voy -por supuesto, en verano-. Desde la cordillera norte las cumbres son abruptas, pero las meridionales tienen tono humano.

-Entiendo que visita pueblos y también sube montañas.

-Sí, hago excursiones. Me gusta ir andando, ascendiendo suavemente, y darme cuenta de que no necesito ser escalador ni tener cuerdas para llegar arriba. Por el camino te puedes encontrar hayedos, bosques de tejos, de todo.

-¿Qué se cruzó, entonces, entre su plan y el resultado?

-El problema de las guerras. Yo quería hablar de alguien que se retiraba a escribir una tesis. Y quería mezclar el proyecto de esa persona, relacionado con la Historia, con el medio natural. Deseaba trabajar en la misma línea que en El lugar sin culpa. Pero se me cruzaron la Guerra Civil y la Memoria Histórica, por una parte, y la reacción de la oposición conservadora a raíz del 11-M, por otra. Pasó de ser una novela sobre naturaleza a sobre Historia. También iba a ser corta y se fue a las cuatrocientas y pico páginas. No puedo incluirla en los espacios naturales me ponga como me ponga.

-¿Cómo hacer ver que la Memoria Histórica busca justicia y no reabrir heridas?

-Es sencillo: que los seres deban estar bien enterrados no responde a un derecho, sino a un Mandamiento. Por lo que, si la persona, encima, es creyente, deberá entenderlo mejor. Es la sepultura de los muertos. La Memoria Histórica pertenece a lo humanitario y a lo religioso.

-¿En qué varía esta guerra de las anteriores?

-Todas son terribles. La desdicha de ésta fue que ganaron los que nunca habían ganado. Las guerras siempre fueron sanguinarias, pero, carlistas y liberales, después, amnistiaban y dejaban una posguerra pacífica. Ganara quien ganara. En este caso los que ganaron siguieron machacando a la gente durante cuarenta años. No hubo en ellos un ápice de reconciliación.

-¿Cómo sería su reconciliación ideal?

-Pues, aunque sea romántico y sin sentido, me gustaría que llegaran los dos bloques al Parlamento y se dijeran: ‘Nosotros somos los hijos o los nietos de los Rojos’; ‘Nosotros somos los hijos o los nietos de los Nacionales’. Que se abrazaran para escenificar, de una vez, que aquello acabó.

 

Distingue mejor la venganza en El conde de Montecristo –Dumas- y en La mansión –Faulkner- que en cualquier otro sitio de la vida y reconoce que, a veces, le ponen en aprietos si le preguntan por significados a bocajarro -“Desde que soy académico todo el mundo piensa que llevo el diccionario en la cabeza”-. Por tocar palos, ha tocado hasta el cómic[9]. Según observa, la comprensión “no proviene de un proceso racionalizador, sino de una forma alucinatoria”. Al mismo tiempo que opina que la ficción de calidad “mantiene un radical compromiso con su tiempo”, establece una analogía acuática entre la ciencia ficción y el comunismo de Estado por lo que ambos tienen de utopía racional.

Vive entre el trabajo y la familia. Su mujer es catedrática de Contabilidad en la Universidad Complutense; una hija, profesora de Derecho Constitucional; y otra, poeta, ahora en Estados Unidos enseñando Escritura Creativa.

 

Los propios parajes de extrañeza que escoge como temas de sus novelas conforman una poética tendente a la utopía de la que no se separa. Con resonancias de Cuentos del reino secreto y El centro del aire, escribe El heredero, donde excava en la identidad. Es una de sus obras más ambiciosas, pero sin trascendencia comercial –“Estoy perfectamente fuera de ese mundo”-. Sólo de El oro de los sueños, novela entre histórica y de aventuras que lleva cincuenta ediciones, se puede decir que haya vendido.

-La identidad ha sido siempre para mí un tema querido. El ser humano no está hecho de una pieza: se compone de lo que es y de lo que cambia. Tanto de los elementos originarios más puros como de los impuros y mestizos.

-¿Qué pinta la globalización en la identidad?

-Una paradoja, pues, a pesar de que somos globales, hay gente que reivindica la lengua de su comarca, que la reinventa incluso frente a la de sus antepasados. Y luego va a un McDonalds a cenar o pide una pizza por teléfono, al igual que miles de personas al mismo tiempo en todo el mundo, en diversas lenguas. ‘Entonces, ¿usted a qué llama identidad?’. Habría que decirle a la gente: ‘Oiga, sea usted un poco de todos los sitios, no sea tan-tan-tan identitario’. ¡No se puede volver a útero materno!, es imposible.

-En esa novela, El heredero, el caos aparece supeditado a la ficción. ¿Hace falta leer para encauzar la realidad dentro de un orden en la vida?

-Creo que sí. Aun aquella sociedad poco lectora, sigue empapada de literatura. El comportamiento humano, en su circulación normal, sea cual sea, ha sido acuñado por la literatura. Si somos traidores, leales o nos enamoramos, sabemos qué significa por la información inconsciente que nuestra sociedad lleva después de haberla acuñado la literatura. Si no existiera la literatura sería complicado entender la realidad.

 

Las ideas del cambio y del útero, antes aludidas, están expresadas, de otra manera, en la poesía de José María Merino. En Cumpleaños lejos de casa escribió, para la edición de mil novecientos ochenta y siete, que no pudo conjurar una sensación de extrañeza, como si él no fuera ya quien escribió los poemas, lo cual recuerda lo escrito por Auden a propósito del ser y la escritura: “Lo que todo cambia y siempre permanece, lo que soy, el rostro que busqué y el que encuentro en cada uno de mis momentos, el que se transforma pasado mañana sin perder mis rasgos, sin dejar de ser yo”.

-¿Se puede sustraer la identidad del cambio?

-No. Y como muestra, escribí un poema en homenaje a Frankenstein[10], un ser fabricado con retales de otros.

-Y hay que reconocerse en lo ajeno.

-Por supuesto. La brutalidad identitaria llega cuando no nos reconciliamos con las partes de las que estamos hechos.

-‘La identidad ya sólo existe en las ensoñaciones de los ayatolas, de los aberchales, de gente así. Aunque parezcan irreductibles, son puras figuraciones, delirios. Realmente ya no hay nada que mantenga el alma igual, día tras día. Desgraciadamente ya no está loco quien cambia sino quien es capaz de incorporarse a la última mutación de todo.  De ahí la imposibilidad de la memoria’[11]. Sin embargo, frente al alzheimer del que hablábamos antes, y que nos deshabita por dentro, la memoria es un apoyo fundamental para la existencia.

-Claro, nos salva de la imbecilidad…

-… Pero usted dice: “La imposibilidad de la memoria”.

-Hay que entenderlo, es un cuento metafórico sobre radicales que han perdido las creencias. Al extraviar la memoria, nos borramos. En literatura, dos más dos no son cuatro y no debemos aproximarnos a la remembranza desde una mentalidad exclusivamente científica. He hablado de la identidad de muchas formas y, algunas veces, contradictoriamente. Es normal después de una vida escribiendo.

-Por último, ¿qué pasó con la poesía?

-Eso digo yo: ‘¡Qué le pasó a la poesía conmigo!’… Yo creo que, cuando Luis Mateo Díez, Agustín Delgado y yo escribimos Parnasillo provincial de poetas apócrifos, a Luis Mateo y a mí la poesía nos dijo adiós: ‘No me habéis tomado en serio, ya nunca más os miraré a la cara’. Yo creo que fue así.

-No la debe de echar de menos, a juzgar por su prosa.

-¡Cómo no la voy a echar de menos…! Mucho… Lo que pasa es que creo que simplemente soy un narrador. En realidad, casi todos mis poemas, releídos, son relatos. Derivé naturalmente a la narrativa porque, aunque la poesía me enseñó, lo mío no era la lírica.

-Escribió: ‘Pero sólo en la ruta de mi destino / mejor el planto que el rebuzno. / Mejor sentir que en la hoguera de algún verso / se quemará mi sangre cualquier día’.

-Es un homenaje a un tango. Date cuenta de que soy un admirador de la literatura popular, no sólo oral. Me gustan los tangos, los boleros, los corridos, las rancheras, la copla,… ¡Hay letras y músicas preciosas! No sabría vivir sin mis discos. Ese poema al que te refieres es el último: en la hoguera de algún verso, se quemó mi sangre y no volví a escribir poesía nunca más.

 

Don Cándido -personaje- dispone que la escritura “es un modo de materializar el pensamiento, pues el puro pensamiento es evanescente”. El pensamiento es humo y la escritura, materia. Vale. Pero no sólo la palabra escrita. También la pronunciada. Lo demuestran, pasadas al papel, las respuestas de José María Merino, llenas de arena y mar, esto es, de isla.

 

 

 

 



[1] Introducción a Cien títulos, de Juan Cruz Martínez

[2]  Capítulo Inutilidad de la academia, página 101 de Las cenizas del Fénix, editorial Calambur.

[3] Revista Ficción Continua.

[4] Antología Los mejores relatos españoles del siglo XX, seleccionada, prologada y anotada por José María Merino.

[5] Artículo titulado David y Goliat para la revista Mercurio

[6] Celebrada a mediados de diciembre de 2009 para afrontar el Cambio Climático.

[7] La hermosa charla, El País, 19 de diciembre de 2009

[8] En fechas precedentes a la entrevista salta la noticia de que esa foto de Centelles, el Robert Capa español, ha sido adquirida por el Ministerio de Cultura y la depositará en Salamanca junto al resto de su legado.

[9] El mar dulce, junto a M. A. Nieto. Planeta Agostini.

[10] En Cumpleaños lejos de casa, Seix Barral.

[11] El viajero perdido, Alfaguara.

Escrito en Lecturas Turia por Fernando del Val

Artículos 271 a 275 de 601 en total

|

por página
Configurar sentido descendente