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Configurar sentido descendente

La soledad y los silencios de Adelaida García Morales

7 de octubre de 2016 12:51:01 CEST

                  La narrativa de los 80 consiguió resolver de una manera espontánea y eficaz la tensión entre contenido y forma porque, el ciclo histórico de la dictadura y el legado franquista heredado, convirtieron la larga etapa experimental fraguada desde los 60 en un producto cultural intenso/ extenso al servicio de una crónica generacional dura, amarga y crítica, que dará sus frutos en las décadas siguientes y alcanzará el nuevo milenio, cuando la multiplicidad de corrientes, y la relativa hegemonía de algunas modalidades narrativas, responda al reclamo de un lector que marca las pautas de una nueva literatura, y cuya exigencia última es la propia escritura porque los novelistas vuelven a ser interpretes de la realidad. En esa marcada tendencia al realismo mítico y fantástico surge una novela alegórica, cuando los autores, tras el momento histórico del 75, han superado esa fuerte presión tanto ideológica como discursiva que les llevará a territorios más ricos en perspectivas. Entonces la realidad trasciende hasta elementos misteriosos y fantásticos, o sencillamente cubre un territorio mítico donde ensayar sus obras porque, el simbolismo de la búsqueda o la metáfora del camino, se aplican a la existencia humana que así muestra su endeble condición. Y aun más, esta mágica fecha marcará un antes y un después, tras una férrea censura en política cultural que la literatura siempre intentó soslayar, y en narrativa contribuyó a una transición que finalizaría en una democracia estable y con novelas que coprotagonizarán ambientes de tolerancia y objetivación, desmontando esa tradición realista, practicada por el realismo-burgués anterior de un Galdós o de un Baroja, y que Martín-Santos, Goytisolo, Marsé y Benet llevaron a cabo sobrevalorando un potencial ideológico y una mayor función reflectora de la literatura, en general. Este cambio progresivo, y la responsabilidad política del escritor, se convierten en una forma propia de escribir y desembocan en nuevas experiencias, cada vez más complejas, con un lenguaje novelesco más autónomo, se consiguen auténticas ficciones noveladas, que ocupan un espacio de resistencia a través de la imaginación porque la agonía política del franquismo conllevó una conciencia problemática de la propia modernidad, y con ella las posibilidades/ capacidades de asimilar de forma diferente la historia, una conciencia con perspectivas nuevas y la búsqueda de poéticas novelescas que convirtieron la realidad en una crónica de la vida individual e íntima de los individuos que ahora escriben porque asimilan esa vivencia como una auténtica práctica lingüística, y la asunción de las imágenes como una técnica casi cinematográfica que une esa exposición de la realidad a la renuncia de una ideología caduca, que no se resiste a buscar un sentido, y a dar una significación a sus textos.

 

 Femenino singular

            Hans Jörg Neuschäfer en sus “Observaciones sobre la literatura española posterior a 1975”[1] escribe sobre la nutrida participación de las mujeres en el panorama narrativo de la época, y añade el valor de su competencia, frente a esa “cuota” que establece la crítica cuando tiende a hacer historia literaria de un período determinado, así que ellas forman parte de las mismas tendencias que huyen de un dogmatismo al uso, o de cuestiones ideológicas determinadas pero, aunque comprometidas con el feminismo, ninguna profesa un credo abstracto al respecto. Las aportaciones se hacen desde el ámbito periodístico con ambiciones literarias, Rosa Montero, como ejemplo, desde la lírica, con Ana Rosetti o la propia narrativa, en mayor proporción, Esther Tusquets, Montserrat Roig y Adelaida García Morales. María Dolores de Asís[2], ejemplifica esta etapa rica en producción y en su ensayo sobre novela y escritura femenina, traza una amplia semblanza sobre narradoras presentes en décadas anteriores, y otras que han conseguido la atención de la crítica, Paloma Díaz-Mas, Belén Gopegui, Almudena Grandes, Clara Sánchez y la propia García Morales. MonikaWalter[3] apunta la aportación de estas y otras con respecto a la educación de los sentimientos, tanto en la esfera íntima y sexual, como la erótica por el elevado número de escritoras, Abad, Pottecher, Ortiz y Falcón que, en la profundidad de esas regiones reprimidas y alienadas, convierten a sus protagonistas masculinos y femeninos en un campo de autoafirmación literaria. Y este discurso femenino no se limita a temas única y exclusivamente de mujer, como la conquista de la diferencia corporal, la independencia sexual o la igualdad moral de derechos, sino a la variedad estilística que ensayan, soberanas y seguras de su éxito frente a sus colegas masculinos que, con su valía, se desplazan por la amplitud de géneros narrativos tradicionales, policíacos, históricos, psicológicos e intimistas, eróticos, de aventuras, y a través de un punto de vista inequívoco que conlleva crítica, humor o sensibilidad, o se mueven entre la fantasía y la realidad, como leemos en Fernández Cubas, Riera, Cibreiro, Navales, Puértolas y, una vez más, García Morales.

 

La atmósfera primitiva de García Morales

            La capacidad de diseñar un espacio topográfico y temporal testimonia a partir de los ochenta la vitalidad de la narrativa española. Surge una tendencia regionalista frente al urbanismo al uso porque la identidad colectiva se abre en la creciente afloración de comunidades autónomas donde empiezan a convertir en literatura las dimensiones que, en otro tiempo, habían sido reducidas por los mecanismos de represión interna del pasado histórico franquista, y las voces vienen del antiguo País Vasco y de Andalucía, fundamentalmente, aunque Castilla León, Asturias o Galicia aporten no pocos nombres a la extensa nómina que mezcla el paisaje de su infancia, con la memoria histórica y cultural.

            Adelaida García Morales (Badajoz, 1945- Dos Hermanas, Sevilla, 2014) tiene la extraña capacidad de captar en su narrativa los ambientes y las atmósferas de una forma sugerente, y una óptima clarividencia para concretar situaciones y contenidos que buscan conmocionar al lector y hacerle llegar un tipo de novela explícita y complaciente con las situaciones más morbosas, o unas transitadas introspecciones de los sentimientos. Sus narraciones resultan sugestivas, se despliegan como esos secretos que vamos desvelando sin prisa alguna. Pasado y memoria confluyen para mitificar tanto el espacio como la figura humana; observamos así su reencuentro con un interior de lo más íntimo. En El Sur[4], su primera incursión narrativa, están ya presentes algunas de las temáticas que forjarán el conjunto de su obra posterior: la soledad como una forma de realización, de auténtica vida, que se construye y se destruye a la vez, y necesita de la comunicación con el otro, al tiempo que la rehúye, como una auténtica forma de defensa propia; el amor pasional, capaz de alterar lo cotidiano, una evidente necesidad, que desarrollará de forma magistral en su siguiente novela, El silencio de las sirenas[5]; la muerte, como una continua presencia, en muchos casos tan tenebrosa como auto-destructiva; y el silencio como una forma de relación, una de las principales características del conjunto; importa tanto lo que se dice, como lo que no está escrito, un hecho que otorga a sus historias la posibilidad de múltiples interpretaciones. El lector de su escritura se convierte en alguien activo, tendrá que indagar en las tramas y en los personajes, seres marginales y poco explícitos, y la información que García Morales aporta sobre ellos y su comportamiento resulta tan ambivalente como extravagante; sus vidas transcurren voluntariamente en los márgenes, viven en zonas rurales, calificadas como mágicas, léase la comarca alpujarreña granadina, o la campiña sevillana, donde el paisaje se torna gótico, espacio que ayuda a su introversión, paisaje que la crítica ha calificado como la visión de una neo-gótica femenina.

            Adriana, la protagonista, de este relato breve, intenta comprender el misterio en torno a la desaparición del padre, el resto de acontecimientos de la historia pertenecen a los recuerdos que ella evocará desde su presente actual. El primer hecho que cuenta es el suicidio de su progenitor, sobre el que volverá, y núcleo de la narración, porque para la niña y la adolescente Adriana aun resulta incomprensible el motivo que lo llevó hasta aquel extremo, o cual era el sufrimiento que escondía. Adriana cuenta el transcurso de una hermosa etapa junto a su padre, tan presente y distante, al mismo tiempo; en realidad, se resuelve como el preámbulo de la historia, e ignora el hecho de que su progenitor hubiera abandonado su ciudad natal Sevilla, quizá por algo muy grave, y por qué se escondía en un lugar sombrío y lejano; García Morales recrea la identificación con la singularidad del hecho mismo, la hostilidad y la soledad total que siempre rodea a la niña, paliada en ocasiones por la figura de tía Delia, que representa la añoranza de la imagen del sur; descubre entonces que un amor del pasado atormenta a su padre porque nunca lo ha olvidado; y siente, aun más, su imposibilidad para comprender por qué está rodeada de tanto sufrimiento. La muerte del padre, y el distanciamiento de la madre motivarán que Adriana se mueva para encontrarse por fin con la muy evocada ciudad de Sevilla, y darle a la historia un desenlace final, y aun más angustioso: su padre no sólo había huido de un amor imposible, sino que con él había abandonado a un hijo. Solo tras la resolución del conflicto Adriana podrá empezar una vida sin los fantasmas del pasado.

            La protagonista evoca el territorio de la memoria[6] para mitificar no solo la figura del padre suicida, sino que justifica su propio espacio interior, que se recrea y se despliega ante la narración con un resultado tan sugestivo ante el lector como si la niña se desdoblara, uno a uno, en sus pequeños secretos. Adriana no consigue comprender ese insoportable dolor del padre, y la no menos atormentada vida que lleva, y por su inocencia no será capaz de salvarlo de un sufrimiento, víctima de sus propios verdugos: la cobardía, el sentimiento de culpa, el resentimiento o la extraña asunción de considerarse uno más de los vencidos de la guerra civil. Y aun se añade esa geografía física que es el Sur, la fuerza deslumbrante del sol —escribe Mari Luz Melcón[7]— (…) El Sur es Sevilla, la ciudad hecha de “piedras vivientes, de palpitaciones secretas”, y allí encontrará la niña Adriana la esencia del ser exiliado de su padre, susceptible de identificarse con la imagen machadiana más andaluza. Sevilla es para ella, en cierta forma, una extensión de su padre, y buscará en esta ciudad la respuesta mágica a su petición: la de encontrarlo “en un espacio distinto y nuevo.” La capital andaluza se presenta ante Andrea como una ciudad cuyos vestigios palpitan,  “Había en ella un algo humano, una respiración, un hondo suspiro contenido”[8]. Esta descripción y el nuevo ambiente, contrastan por completo con su casa, vieja y descuidada, rodeada de soledad, de silencios y de muerte, porque a García Morales le interesa hablar de lo inefable, de lo inaprensible, de cuanto va más allá de una experiencia racional, de aquello que resulta distinto. Las emociones de sus personajes no pueden transmitirse por una simple palabra puesto que, en su novela, muchas de las conductas de sus personajes resultan contradictorias, sobre todo la del padre, cuya ambigüedad motiva el sufrimiento en la niña. Laura E. Ponce Romo[9] habla de un mundo etéreo, a veces nebuloso, tanto en el relato El Sur como después en Bene, porque en el primero la protagonista evoca a un padre muerto, cuando ha pasado un tiempo sin definir, lo hace a través de un monólogo/ diálogo, y es de noche cuando la joven evoca los recuerdos de su infancia. Adriana seguirá buscando esa figura paterna en su intento por dar forma a una historia de la que solo le llegan fragmentos, una dispersión de datos como su propia edad, acertadamente de los siete a los quince años.                        

            El mundo literario de Adelaida García Morales se concreta en una geografía interior y femenina, ellas son siempre las que tienen voz, las que desde sus monólogos construyen, a través de la memoria y de las sensaciones más diversas, ese mundo exterior donde lo masculino aparece vagamente, y el orden social poco importa. La mirada de esta escritora, como ha señalado Pedro A. Curto[10], “es ante todo femenina, uterina, parte desde lo más intimo, para hacernos observar a través de sus ojos, ese mundo misterioso, desde el cual se plantea, el “ser mujer”. La mujer se percibe como lo íntimo, el hombre como esa composición externa. Y en esta mirada tan “feminista” se acerca a la escritura de la británica Woolf  y a la brasileña Lispector, y en particular a ésta última cuando recurre a lo sobrenatural, a una realidad atípica, para desentrañar la profundidad de sus conflictos narrativos. En esa preferencia por la mujer, la autora declaraba: “El hombre ha jugado su partida con la existencia y la ha perdido, nos ha llevado a la catástrofe. La mujer es la reserva que le queda a la vida, por sus valores, por ser más altruista.”

            En Bene (1985)[11], editada junto a El Sur, según Ponce Romo[12], hay una narradora, otra joven que conversa con el espíritu de su hermano. Ha pasado mucho tiempo desde que vio por última vez a Santiago, no se especifican los años por lo que el lector percibe este espacio temporal como ambiguo. Se sabe, en cambio, que todos han muerto ya, sólo queda ella viviendo en la casa de su infancia. “Anoche soñé contigo, Santiago. Venías a mi lado, paseando lentamente entre aquellos eucaliptos donde tantas veces fuimos a merendar con Bene”[13]. La historia es desde el inicio inquietante, y Ángela explica un sueño que ha tenido con su único hermano a quien llama desde el más allá; el sueño se relaciona con Bene, una joven que parece estar controlada por otro espíritu, el de su padre gitano. Los sueños en esta narración de García Morales ayudan a concretar un ambiente ilusorio, al tiempo el lector percibe la sensación de que parte de cuanto la narradora relata, hubiera sido verdad o podría haberse convertido en algo real.

            La protagonista se siente, una vez más, sola. El escenario vuelve a ser una casa amplia y alejada de la ciudad, algo menos lúgubre que en El Sur, incluso llega a formar parte de sus habitantes porque Ángela recibirá sus clases particulares de una maestra que la visita periódicamente. García Morales justifica la continua soledad de sus protagonistas porque ambas viven en una circunstancia particular, tienen poco contacto con otros niños de su edad y eso les lleva a desarrollar su propio mundo de fantasías. Ángela observará que el exterior puede convertirse en un mundo excitante, sobre todo porque su tía Elisa le prohíbe ir más allá de la cancela, algo que para ella sería algo excitante, y donde se imagina podrían ocurrir las cosas más extraordinarias. El aislamiento de la protagonista le hará vivir en un auténtico estado de fragilidad y, a falta de amigos con quienes jugar, Santiago se convierte en el centro de su vida. Así pasará sus días, observará tras la cancela, la carretera vacía, el paso de algunas manadas de toros o las caravanas de gitanos, afuera está el peligro y el misterio, solo en contadas ocasiones, Ángela ha podido visitar la ciudad y siempre en compañía de su tía Elisa, quien se presupone la preserva de los peligros latentes en el exterior; solo en la casa la joven se sentirá segura y protegida y, tal vez por eso, cuando aparece la figura de Bene, la tía Elisa la trata con absoluta frialdad, le muestra desde el principio su enemistad a la joven, aunque es consciente de que no puede contradecir la voluntad de su cuñado Enrique, y sospecha que la gitana le ofrece sus servicios, como sabe ya ha hecho en ocasiones anteriores con otros hombres. La presencia de la nueva criada resulta especialmente inquietante para la tía, no para Ángela que pronto percibe ese aire de vacío en este nuevo personaje en quien confía e invita a ese lugar secreto donde su hermano y ella convivieron de niños, y pasaron tantas horas contando historias misteriosas: la torre. Este espacio se convertirá en ese lugar emblemático en la novela donde se pueden escuchar las voces de aquellos que se han ido de este mundo y regresan para hacer oír su voz, o advertirles de algún peligro a los moradores de la casa, y allí la joven gitana se transformará en un ser de mirada fría. Bene se convierte en un personaje ambivalente, y el final de la novela resulta tan ambiguo como la propia historia porque, mientras se avanza en su lectura, ese límite entre vida y muerte se ve traspasado en numerosas ocasiones para justificar, de alguna forma, la presencia de los personajes más significativos.

            En su siguiente novela, García Morales, apunta Santos Alonso[14], El silencio de las sirenas (1985)[15], vuelve a la mitificación, en esta ocasión el amor y el misterio, a través de las obsesiones y de toda la simbología de una joven, Elsa, que huye y se aísla en un pequeño pueblo alpujarreño y vive allí su obsesión amorosa por un hombre a quien apenas conoce. La maestra del lugar se convierte en su confidente y, al mismo tiempo, es la narradora periférica de una historia que transforma realidad y sueño en una experiencia límite porque la fantasía amorosa que vive esta joven se diluye a medida que avanzamos en un relato comparable al canto de las sirenas que hicieran sobrevivir a Ulises en su mítico regreso. Lo imaginario es el elemento más importante, la historia principal está servida, y en torno a ella una excelente percepción de la atmósfera en que viven los habi­tantes del lugar, la sensación del ambiente llega a confundir esta realidad, como hace la propia protagonista con su vida. De nuevo un círculo de dos: María y Elsa y su mutua fascinación. Elsa en su retiro evoca el amor ¿ficticio? ¿real?, que, de alguna manera, significa la autoafirmación de su existencia, pues cuando concluye el relato este amor se disipa, se desenca­dena el deseo de la autodestrucción del yo. La presencia de otras historias dentro de la historia general viene a ser otro elemento más de ese concepto neogótico esgrimido en la narrativa de García Morales, y en esta novela ayuda a mantener el aire de ambigüedad en torno a la protagonista. Elsa, sin embargo, es un personaje claramente distinto a los otros, no solamente vive en una aldea remota en las alpujarras granadinas donde el paso del tiempo es diferente, sino que incluso en el pueblo mismo ella ha escogido vivir aislada del resto, tanto en el espacio real como en el espacio mental. Su aspecto pálido se asemeja cada vez más a una estatua de mármol, incluso al final cuando su cuerpo cristalizado se confunde con la nieve blanca de las montañas. Elementos que llevan al lector a reconocer en El silencio de las sirenas un mundo extraño, o a preguntarse, ¿quién es realmente Elsa?, ¿por qué su comportamiento se asemeja al de una loca? incluso, ¿por qué su cuerpo va sufriendo transformaciones? Conforme las sesiones de hipnosis avanzan, Elsa va envolviéndose más en un mundo de fantasía, pues el amor que expresa por Agustín Valdez/Eduardo la conduce a los límites de un éxtasis romántico. A pesar de esa primera sensación de un auténtico estudio psicoanalítico de personajes y ambientes, la obra no se somete a una teoría sobre cualquier disciplina psicoanalítica, es la persecución por parte de la protagonista de una ficción que para ella llega a convertirse en realidad, y, funda­mentalmente, como la narradora García Morales ha manifestado en alguna ocasión, es el placer intrínseco de contar una historia.

 

Conmover al lector

            Adelaida García Morales explicita su literatura a partir de su tercera novela, recién arrancada la década de los noventa[16], y sus ambientes o las atmósferas de sus siguientes textos resultan menos sugerentes, o tal vez se plantea que ahora sus historias contienen situaciones que buscan conmover al lector más que provocarle la introspección de sus sentimientos, como en sus primeras entregas. El simbolismo vuelve a ser muy explícito en La lógica del vampiro (1990)[17], y una vez más, una narradora, Elvira, recrea un espacio y se rodea de personajes que provocan en ella una sensación de extrañeza y enajenación que irá evolucionando hacia la inmersión más o menos tensa en un mundo más real, así el lector siente una mayor cercanía con el argumento y las técnicas narrativas de la anterior novela, aunque ahora la figura protagonista sea un vampiro social que manipula y se aprovechará de los demás, pero sobresale ese ambiente de incertidumbre, de misterio, con un personaje lleno dudas y de una irresistible atracción hacia la bruma, y el desencadenante de la historia: la posible muerte del hermano de la narradora, un acontecimiento que provoca en el lector incertidumbre e intriga como posibilidad narrativa, y ahora ese mundo real, la ciudad de Sevilla y algunas poblaciones de alrededor, justifican ese soporte físico y espacial, sólido y creíble, porque parte del argumento roza a menudo lo sobrenatural o lo fantástico, sus acciones gravitan en torno a Alfonso, el vampiro de quien nunca sabemos en qué orden vive o qué llega realmente a esconder, y evitan así que la novela revele la verdadera identidad de este. Con la partida de la anónima protagonista-narradora no hay necesidad de aclarar el enigma, se deja a su propia fortuna, y el lector se alegra de que la protagonista salga victoriosa de ese mundo. No es un final desesperanzado, aunque tampoco desmiente la posibilidad real de lo que ella ha dejado atrás.

            El tono y el estilo de la novela comparten similitud con el mundo narrativo de García Morales, la novela se centra en esa vivencia interior de la protagonista, se narra todo en forma autobiográfica, y se mantiene un tono uniforme, nunca monótono, puesto que en todo momento utiliza descripciones y diálogos convenientes, incluida esa clara tendencia a la concisión y a la huida de todo aquello que resulte superfluo o innecesario, tan habitual hasta el momento en su narrativa, aunque esa concentración anecdótica simule más bien una auténtica novela breve, en el sentido de El Sur y Bene, caracterizada ahora por los suficientes ingredientes de intriga y de tensión que mantiene la calidad del relato.

            Un mayor impacto emocional explora, la narradora, en sus siguientes novelas, cuando recurre a la infancia a través de la memoria, Las mujeres de Héctor (1994)[18] y La tía de Águeda (1995)[19], como a futuros melodramas psicológicos que siguen en su línea narrativa. En la primera conserva ese aire de soledad y frustración que ha condicionado a sus personajes siempre, aunque el planteamiento nada tiene que ver con las anteriores. El intimísimo rural que conmocionó al lector, la fuerza de unos personajes desarrollados sin apenas diálogo y el fuerte subjetivismo caracterizador, han sido abandonados y la intención escribir una obra urbana. El comienzo es bueno, las pri­meras páginas son de lo más cine­matográfico, dos mujeres discu­ten y tras un breve forcejeo ocurre un asesinato involuntario, cir­cunstancia que planea sobre el resto del relato. Los personajes son presentados muy rápidamen­te, al hilo del suceso, poste­riormente se ocultan. Tres mujeres encarnan un melodrama personal en torno al único hombre del relato, Héctor. Parece más bien el esbozo de una historia mayor que, inequívocamente, se queda a medias, porque ni la trama policial que debiera envolver a la historia, ni la lucha particular que llevan a cabo las distintas mujeres, logran interesar. Laura, la ex-esposa y homicida involunta­ria, se debate entre su propia autosuperación y la sombra del crimen que debe ocultar; no logra la fuerza necesaria como persona­je principal y queda como un conato de ejemplo femenino. Margarita, la amante circunstan­cial del marido separado es, por su propia fuerza natu­ral, quien sobresale por encima del personaje anterior, aunque se desdibuja en una especie de “sal­vadora de almas” que la condicio­na; y finalmente, Irina es una niña-mujer que, caprichosamente, se debate entre el amor imposible de Héctor, porque éste no le hace caso, y su actuación se com­pleta en una sucesión de actos insensatos. Y en la segunda, La tía Águeda, una vez más, se explora el oscuro mundo de la infancia y su relación con la muerte, o la protección de las mujeres en la España de los cincuenta cuando Marta, su protagonista, huérfana de madre se ve obligada a vivir con su tía Águeda, en un pueblo de la provincia de Huelva, donde la sutilidad de los colores negros y grises imperan sobre el atisbo de la inocencia misma.

            Las emociones sobresalen, una vez más, en los casos de Nasmiya (1996)[20], un relato que plantea los conflictos emocionales y de identidad que provoca el derecho islámico a tener más de una esposa, o la morbosidad que encontramos en La señorita Medina (1997)[21], y en aspectos tan delicados como el suicidio o la homosexualidad. El secreto de Elisa (1999)[22], es un texto fragmentado en secuencias, confluyen dos acciones que corresponden a dos diferentes planos, situados en un vago presente de los noventa. En el real, la separación de un matrimonio, tras veintiocho años de convivencia; los hijos criados y el descubrimiento de que el marido tiene una amante. Entonces, con cincuenta y dos años, Elisa lleva a cabo el sueño de su vida: vivir sola en un pueblo pequeño de Segovia, elige una casa solitaria, y pronto su existencia retirada es fuente de murmuraciones y recelos en el ámbito reducido del lugar. García Morales renueva una vez más el contraste entre la vida en el campo frente al anonimato en la gran ciudad. El mundo de las pasiones familiares, reaparece en El testamento de Regina (2001)[23], que cuenta un cierto melodrama interior, con intereses de fondo, una anciana, protagonista del relato, y la joven psiquiatra que decide trasladarse hasta la casa, acudiendo al reclamo de un anuncio. Para Susana comienza una historia inverosímil, con una Sevilla desdibujada como telón de fondo, y el conocimiento de una familia cuyos personajes están abocados a un sinvivir por las ambiciones perversas que dominan sus vidas. Sólo Regina, la bella anciana y de intensa fuerza interior, sobrevive a las intrigas familiares de un relato que discurre por los difíciles límites de la inverosimilitud. La última novela que García Morales publica simultáneamente en 2001 se titula Un historia perversa[24], una trama psicológica que suprime buena parte de los elementos y constantes de su narrativa previa. La novela se desarrolla en espacios interiores y reduce sus personajes, prácticamente, a dos, Andrea y Octavio, una pareja de recién casados, un famoso escultor y la dueña de una sala de exposiciones. Un relato angustioso, una historia horrorosa que relata como la pasión de su protagonista masculino, poco tiempo después del matrimonio, desemboca en un carácter violento, autoritario, dueño absoluto de la situación. Y sobresale la atracción de la joven esposa por un hombre de tan extraña conversión. Dos géneros se superponen, el psicológico porque se trata de una exposición de dominio, y la posesión sobre el otro yo, además de la intriga porque, en cierto modo, predomina una cierta locura criminal en el desarrollo de toda la novela.

            Un apunte final, los relatos breves que Adelaida García Morales recogió bajo el título, Mujeres solas (1996)[25], responden, según Francisco Javier Higuero[26], a todo un desarrollo narrativo anterior rastreable en sus novelas, La tía Águeda, Nasmiya, La señorita Medina y El secreto de Elisa, y cuyos personajes femeninos se ven abatidos por todo tipo de contratiempos e incertidumbres afectivas, y son víctimas de esa irremediable deshumanización que les acecha. Sobresale, según Higuero, ese evidente manifiesto de la narradora frente a cualquier moda literaria barroquizante y enmascaradora, textos “repletos de múltiples y diversas connotaciones que sobresalen como parte integrante de la producción literaria de una de las escritoras de más talento narrativas de la letras españolas”.



[1]              Abriendo caminos. La literatura española desde 1975; Varios Autores; ed., de Dieter Ingenschay y Hans-Jörg Neuschäfer; Barcelona, Lumen, 1994; págs. 7-16.

[2]              Última hora de la novela en España; Madrid, Pirámide, 1996; págs., 456-472.

[3]              Íbidem., pág., 25-26

[4]              La primera edición data de mayo de 1985. Edita Anagrama, junto a la novela corta Bene.

[5]              La novela fue Premio Herralde, edita Anagrama en noviembre de 1985.

[6]              Así lo señala, también, María Ángeles Naval en “Las casas de la memoria. Acerca de los relatos de Adelaida García Morales”; El texto iluminado. Escritoras españolas en el cine; coord. Alberto Sánchez, Cultural Rioja, Febrero-Abril, 2001; págs. 21-32.

[7]              Reseña, El Sur & Bene; Cuadernos Hispanoamericanos; 1986, núm., 428; págs. 183-185.

[8]              Ob., cit., (pág., 40).

[9]              Tesis Doctoral, Texas Tech University, mayo, 2012.

[10]             En Periodicoirreverente, (Opinión) Irreverentes.Org., 10 febrero 2014.

[11]             Ob., cit.

[12]             Ob. cit., pág.106.

[13]             Ob., cit., pág., 53.

[14]             La novela española en el fin de siglo (1975-2001); Madrid, MareNostrum, 2003; págs., 156-157.

[15]             Ob., cit.

[16]             Santos Alonso, Ob., cit.

[17]             La primera edición data de 1990; Barcelona, Anagrama.

[18]             La primera edición data de 1994; Barcelona, Anagrama.

[19]             La primera edición data de 1995; Barcelona, Anagrama.

[20]             La primera edición, Barcelona, Plaza & Janés, enero de 1996.

[21]             La primera edición, Barcelona, Plaza & Janés, noviembre 1997.

[22]             La primera edición, Madrid, Debate, octubre 1999.

[23]             La primera edición, Barcelona, Debate, enero 2001.

[24]             La primera edición, Barcelona, Planeta, enero 2001

[25]             La primera edición, Barcelona, Plaza & Janés, octubre 1996; contiene los siguientes cuentos: “Tres hermanas”, “Agustina”, “Celia”, “Virginia”, “La carta” y “La desconocida”.

[26]             “Segmentariedades desterritorializadas en Mujeres solas, de Adelaida García Morales; El cuento en la década de los noventa; José Romera Castillo y Francisco Gutiérrez Carbajo, eds.; Madrid, Visor, 2001; págs.197-206.

Escrito en Lecturas Turia por Pedro M. Domene

En uno de los microensayos que componen Razón: portería, una de sus más recientes publicaciones y una idónea puerta de entrada  para acceder a las claves de su obra, Javier Gomá Lanzón (Bilbao, 1965) escribe de los distintos estadios de la vida y dice que en cada uno de ellos “el hombre ha de buscar no tanto la enfática felicidad sino, con más llaneza, ese momento propicio que los griegos llamaron 'kairos' y que podría traducirse libremente como su 'enhorabuena'”. Escribe el filósofo de la conveniencia de que el niño, el joven, el adulto y el anciano disfruten de su etapa concreta, desarrollando sus potencialidades y plenitudes, hasta llegar, si se tiene la fortuna, al final del recorrido, “como los antiguos patriarcas, colmado de años, tras completar exitosamente el ciclo vital y sin grandes deudas con la vida”.

 

Tras leer esta esclarecedora pieza, que celebra la vida y reivindica el placer de saber envejecer, es imposible no preguntarse hasta qué punto el autor simboliza ese caminar consciente hacia adelante, cumpliendo con las obligaciones y llevando a cabo los deseos y vocaciones con una alegría equilibrada. Afable, reflexivo, dado a cuestionarse muchas verdades aceptadas, a sopesar sus palabras y acciones, Gomá da la impresión de haber trazado un mapa personal y de tener muy clara la ruta a seguir, siempre mirando a su propósito de frente, seguro de los objetivos, sabedor de que mejor no perderse en meandros y carreteras secundarias.

 

De esa manera, nada le ha impedido ir levantando una obra sólida cuyas ramas brotan de un tronco robusto, el de la ejemplaridad como punto de partida y como constante tema de reflexión. Ahí está su tetralogía: Imitación y experiencia, Aquiles en el gineceo, Ejemplaridad pública y Necesario pero imposible, libros que próximamente la editorial Taurus publicará juntos, en una caja que dará idea de la unidad del proyecto filosófico, y que coincidirá en las librerías con otros trabajos. Así un volumen que reúne sus textos sobre fundaciones: Carta a las fundaciones españolas y otros ensayos del mismo estilo (Pre-Textos) y Breve historia de la cultura occidental (Taurus). A Gomá no le faltan proyectos ni habilidad para sacar partido a su tiempo. Ya acaricia la idea de ponerse a escribir muy pronto otro ensayo corto, casi un panfleto, para el que tiene decidido el título: Visión, cultura y corazón educado. Lecciones de la crisis. Y adelanta que todo esto, en realidad, “es una transición para una nueva etapa” en su producción literaria, una etapa “cuyos contornos”, según dice, “se van perfilando poco a poco, sin excluir una idea que quizá algún día lleve a cabo: escribir textos filosóficos para la escena”.

 

Todo un plan de trabajo para los próximos dos años. Pasos medidos de un trayecto firme, el de este hombre que compagina el ejercicio solitario, reconcentrado, del pensador, con las dotes organizativas y de gestión necesarias para llevar el timón de un centro cultural como es la Fundación Juan March, cuyo destino dirige desde 2003. En él parece haber un talante práctico y a la vez soñador, una mirada sagaz y observadora a los detalles de lo cotidiano, del día a día, que se mezcla con una indagación en lo sublime, lo trascendente, lo inaprehensible de la existencia. Todo esto se va dibujando a medida que avanza la conversación. Una conversación detenida, en la que hablamos ampliamente de las renuncias y los horizontes de la filosofía, pero también del presente con sus luces y sus sombras, y, por supuesto, del gran tema: la vida.

 

Para entender la visión filosófica de Javier Gomá hay que ir al momento en que se fraguó, al trazado de una ruta intelectual que surgió en la adolescencia, una época que tan bien comprende y analiza en su Aquiles en el gineceo. Él mismo lo explica de la siguiente manera: “Yo me considero una persona de vocación literaria muy intensa e incluso muy tiránica. A partir de los 15, 16 años, tuve una visión, más bien una pasión, que me condujo hacia un conjunto de temas que tenían una conexión sistemática unos con otros y que partían de la ejemplaridad como concepto principal. Al principio quería contarlo todo de una sola vez, pero no acababa de encontrar la manera. Cuando acepté que iba a escribir un primer libro en el que sólo diría unas cuantas cosas, y que a ese habrían de sucederle otros que fuesen dando vueltas al tema central desde diferentes perspectivas, fue cuando el proyecto adquirió sentido”.

 

-- ¿Fuiste un lector muy temprano? ¿Por qué la inclinación posterior por la filosofía, no por la ficción?

 

- Mi vocación, muy temprana, fue literaria, esa emoción poética hacia determinadas ideas, esa inclinación de todo tu ser hacia un nudo de relaciones y de intuiciones vagamente presentidas. Se trataba de dar expresión, fijeza y permanencia a esa visión. Si la celebras, eres poeta; si la defines, eres filósofo. Mi primera reacción fue poética: escribí poesía, cuentos, novelas, literatura del yo. Pero me di cuenta que el asunto permanecía allí, intocado, incitante. Y entonces vino el trabajo en el concepto, la filosofía. Y allí hice mi morada.

 

-  ¿De niño ya eras muy observador? ¿Cómo te recuerdas?

 

- Soy observador en el sentido de que me fijo en la gente y en las cosas, pero desgraciadamente tengo muy mala memoria para los aspectos concretos de la realidad. Algo dentro de mí salta casi al instante de lo particular a lo general. Muchas veces me desespero cuando debo contar una anécdota porque retengo con exactitud la idea que deseo transmitir, desprendida de todos esos detalles que la hacen sabrosa para el oyente. De todos modos, si a veces algún detalle se me queda, es porque conserva para mí un altísimo poder significativo. Y entonces lo uso para algún ensayo. O en una ocasión para un libro entero: Aquiles en el gineceo contiene una meditación sobre el “caso” singular del Aquiles adolescente y su paso a la madurez (del estadio estético al ético).

 

La falta de ejemplaridad

 

- Si de algo estamos faltos hoy es de ejemplaridad. Curiosamente esa visión adolescente de la que hablas se anticipó a la necesidad de poner en la conversación, en el día a día, una palabra necesaria, con todas sus lecturas y consecuencias.

 

-  Sí. El concepto de ejemplaridad es, a mi juicio, un concepto conveniente, oportuno y necesario para nuestra época. Se trata de un concepto explicativo, pero la presentación que hago del mismo en mis cuatro libros es una presentación sistemática y abstracta. De hecho, incluso algunas veces, se me ha reprochado, amistosamente, que siendo un filósofo del ejemplo y de la ejemplaridad ponga pocos ejemplos, a lo que siempre contesto que una de las partes del conjunto, Aquiles, es justamente, toda ella, una especie de ejemplo.

 

- Sin embargo, los microensayos contenidos en libros como Todo a mil y Razón: portería, demuestran una gran capacidad para la percepción de lo cotidiano. Hay mucha experiencia y acercamiento a las cuestiones del día a día, que son vistas muchas veces incluso con ironía y humor. El lector siente que se le está hablando de asuntos cercanos, propios.

 

-  Esas entregas son el resultado de mis colaboraciones en prensa, algo que no me sentí capaz de acometer mientras mis fuerzas estaban completamente absorbidas en ese esfuerzo principal de elaboración de los cuatro libros. No fue hasta que publiqué el tercero, Ejemplaridad pública, con la idea ya muy madura en mi cabeza del cuarto, cuando pude tomar una cierta distancia del proyecto general y decidí que era un buen momento para aceptar colaborar en un suplemento cultural, en este caso “Babelia” (El País). Ya podía objetivar lo que había hecho, ofrecer nuevos tonos, nuevas modulaciones. Ya podía hablar de los temas de mis libros sin el esfuerzo de clarificación, de sistematización, de abstracción. Tenía la oportunidad de hacer justamente eso de lo que me hablas: introducir la anécdota, la vida cotidiana, el amor, el humor, la ironía, incluso la autoironía, cosas que sólo puedes hacer cuando el trabajo principal ya está maduro. Incluso en otro de mis libros recopilatorios, Ingenuidad aprendida, elaboré el concepto de filosofía mundana. Mi pretensión es que todo lo que hago pueda llegar a cualquier persona culta, pero es verdad que los libros de la tetralogía exigen un mayor esfuerzo de atención, mientras que, en cambio, en las mil palabras de los microensayos, se puede introducir al lector en los temas concretos, no en un sentido de divulgación fácil, de vulgarización de las ideas, porque yo me tomo al lector filosóficamente muy en serio. Lo que persigo es llevarlo a temas tan importantes como  la amistad, el amor, el humor, Europa, la relativización de las cosas o la importancia de la fortuna, de una manera que resulte amable y seductora.

 

- En cualquier caso, el estilo, tanto en los artículos como en los ensayos mayores, es muy diáfano, clarificador.

 

- Creo que la filosofía, si realmente lo es, debe apartarse del lenguaje críptico, hermético, cabalístico. Esa es la auténtica filosofía, la que ha llegado hasta nosotros desde Platón y Sócrates. Sócrates era un señor que paseaba por las calles, hablaba con el esclavo de Menón y éste le entendía perfectamente. ¿En qué momento la filosofía se convirtió en una disciplina hermética? Casi seguro en el momento en el que la universidad se apropió de ella.

 

- ¿Tuvo algo que ver el protagonismo de la ciencia y la pretensión de la filosofía de emularla, de convertirse en una disciplina científica?

 

- Es exactamente así. Se pensó que la filosofía se podía codificar y convertir en una especie de ciencia cuando en realidad es todo lo contrario. La ciencia estudia una región del ser, mientras que  la filosofía, si verdaderamente es filosofía, tiene que ser una propuesta del todo. En la ciencia unos se ocupan de la química y otros de la física o de la biología. Y dentro de cada una de esas áreas hay diferentes subapartados, hasta el punto de que, con mucha frecuencia, el especialista en una materia concreta no entiende lo que dice el especialista en otra, tan sofisticado y complejo es el lenguaje que se usa. Las ciencias para avanzar tienen que especializarse y entonces me pregunto: ¿si todo el mundo se especializa quién se ocupa del cuadro entero?. Ahí entra la filosofía, que, por otro lado, se preocupa no básicamente de cómo son las cosas sino de cómo deben ser: cómo debe ser el hombre, la sociedad, el arte... Dicho de otra manera: la ciencia trata básicamente de cómo es la naturaleza, porque en la naturaleza existen regularidades; la ley de la gravedad, la ley que mide el comportamiento de los átomos o de los astros, mientras que la filosofía se ocupa de algo que no se repite nunca, del hombre. No atiende a las regularidades sino a aspectos únicos. Y hay un última característica, muy importante: la ciencia se debe verificar empíricamente en laboratorios, entra en el territorio de lo posible, mientras que la filosofía por esencia no es verificable. Nunca se ha verificado a Platón, ni a Aristóteles, ni a Kant, ni a Hegel, ni a Nietzsche...

 

“Por mucha investigación que hagamos del cerebro, el futuro no está escrito”

 

- ¿Esa etapa de aproximación de la filosofía a la ciencia se está superando o todavía estamos ahí?

 

- Pues en un plano superficial, que casi llamaríamos periodístico, mucha gente sigue impresionada y todavía parece tener expectativas sobre las consecuencias filosóficas de algunos avances científicos. Hoy está de moda todo lo que lleva el prefijo “neuro”: la neurociencia, el neuromarketing, la neuropsicología, la neuroética... Es como si de la investigación científica del cerebro pudiéramos extraer consecuencias para la ética, para la libertad, incluso para la estética o para la política. Es evidente que la inmensa mayoría de los avances que se están haciendo y que tienen que ver con el cerebro, son interesantes y muy clarificadores. Es evidente que a veces pueden tener consecuencias -ojalá cada vez más-  desde el punto de vista médico y terapéutico, pero, en lo que respecta a la filosofía, las conclusiones son perogrulladas. Nos pueden demostrar, a través de enormes experimentos en las instituciones más prestigiosas, que el hombre está condicionado por el cerebro, por la formación química del cerebro, y, efectivamente, así es. Ya sabíamos que toda manifestación humana tiene un condicionamiento somático, y por tanto genético, pero también entran en juego las circunstancias ambientales, sociales, familiares. ¿Nos pueden decir que todo está determinado por la formación química? ¿Si hubiéramos tenido los instrumentos científicos necesarios hubiéramos podido predecir, antes de que naciera, todas las óperas de Mozart, por ejemplo, o hay un elemento imprevisible, misterioso, que tiene que ver con los fondos de la naturaleza humana, con su creatividad, que convierten en algo imprevisible el curso de la Historia, el curso de las vidas de los individuos y que por consiguiente nunca va a explicar la investigación científica del cerebro? Vamos a tener que admitir que, por mucha investigación que hagamos del cerebro, el futuro no está escrito y, sobre todo, en el ámbito artístico, literario.

 

- No hay fórmulas ni leyes para predecir de qué modo y manera se despliega la sensibilidad creativa. ¿Se puede decir así?

 

-  Por supuesto. La ciencia no puede entrar en terrenos que no son suyos. A mí alguien llegó a decirme, por ejemplo, que en Harvard habían demostrado que no existe el alma. Pero, ¿cómo en Harvard van a demostrar científicamente algo que por su propia naturaleza no es susceptible de verificación? El filósofo debe estar informado de los avances de la ciencia, pero no esperando el último artículo del Harvard review, como si de ese artículo fuera a depender nuestra teoría del hombre, de la belleza, del arte, de la libertad o de la poesía, porque son ámbitos distintos. Pero, ya lejos de la expectación social, de la divulgación de la ciencia, dejando de lado esos títulos a veces espectaculares que se ponen a libros en los que parece que nos van a decir el último hito sobre la naturaleza humana; en ese ámbito subterráneo y profundo de la historia de las ideas, el positivismo está absolutamente superado. De hecho, el siglo positivista por antonomasia fue el siglo XIX, mientras que todas las corrientes de la filosofía influyentes en el siglo XX han partido del presupuesto del antipositivismo. Ahí está la hermenéutica y la deconstrucción, por ejemplo, para demostrarnos que lo que puede percibirse, no es neutro, sino que depende de la cultura, de la ideología, de la posición social, del lenguaje...

 

- ¿Por qué da la impresión de que la filosofía no se renueva, de que sigue dando vueltas a las mismas ideas una y otra vez y sigue preguntándose por lo que ya se preguntaron los filósofos clásicos? Hay un momento en “Razón: portería” en el que se dice que la filosofía no avanza, no ofrece nada novedoso, simplemente se dedica a reinterpretar.

 

- Sí. Esta cita está incluida en el ensayo titulado “La deserción del ideal. ¿Dónde está hoy la Gran Filosofía?” Ahí llamo la atención sobre el hecho de que en los últimos  30 o 40 años en Occidente no se ha producido gran filosofía. Ahí planteo que para mí la filosofía es la propuesta de un ideal, es decir, una visión omnicomprensiva de un deber ser, de lo que tiene que ser el hombre y la sociedad, y sostengo que, en ausencia de ese ideal, por razones que explico, vivimos una cierta época del cinismo, del descreimiento, del post ideal o post utopía. Hay una sospecha respecto a todo ese tipo de planteamientos y la filosofía, huérfana del ideal, se ha aplicado a otros menesteres: filosofía como mera detección de tendencias; filosofía de ética aplicada a la empresa; filosofía simplemente profesoral; filosofía de la divulgación, en las lindes de la autoayuda; filosofía que insiste en la crítica de la modernidad una y otra vez, etcétera.

 

- Si algo está claro en la tetralogía de la ejemplaridad, desde un primer momento, es la fijación de un ideal.

 

- Sí. Pero eso no quiere decir que yo considere a mi trabajo gran filosofía. Para nada pretendo inscribirme en esa categoría, pero sí admito que, de algún modo, necesitaba explicarme qué encaje tenía una filosofía como la mía en un contexto en el que parecía que se había renunciado a un ideal omnicomprensivo. Y luego, insisto, está el hecho de que la filosofía durante los tres últimos siglos ha tenido algo de filosofía de la sospecha. Si lo tuviera que resumir brevemente lo diría más o menos así: durante siglos, incluso milenios, la cultura era algo que nos dignificaba, pero, de pronto, determinados pensadores nos convencieron de que, lejos de eso, era la trampa de determinadas ideologías. Marx nos llevó a pensar que la cultura en la que creíamos vivir cómodamente y que nos convertía en seres civilizados, en realidad escondía los intereses ocultos de una clase dominante sobre una clase explotada. Nietzsche sostuvo que en realidad esa cultura era el subterfugio utilizado por los vitalmente débiles para encadenar a los vitalmente fuertes y Freud que la cultura estaba hecha para reprimir nuestros deseos primarios. Durante un periodo de tiempo, que abarcó los siglos XVIII, XIX y XX, la cultura, y dentro de la cultura, la filosofía, fue muy valiosa como un instrumento eficaz en la lucha de la liberación del individuo frente a determinados opresores tradicionales, como instrumento de lucidez para detectar los distintos modos de dominación. A mi juicio esa lucha de la filosofía es una lucha que ya ha dado todos sus resultados; tal es así que a veces ya se ha convertido en excesiva. Nos hacen tan lúcidos que ya prácticamente hemos perdido la ingenuidad sobre que la cultura también puede tener un elemento civilizador, dignificador, por mucho que sea un producto social, por mucho que esté mezclada con intereses de dominio. Creo que ya toca que valoremos el elemento elevador, creador, de la cultura.

 

“Hay que reivindicar el papel de la cultura como generadora de conciencias y de integración social”

- La cultura como generadora de conciencias es una idea que está cobrando mucho peso en el presente. De hecho, si algo está claro hoy es que las sociedades cultas son mucho más peligrosas para los poderes que valoran, por encima de todo, la sumisión de los pueblos.

 

- Exactamente, hay que reivindicar el papel de la cultura como generadora de conciencias y de integración social. Volviendo a lo anterior, creo que los rendimientos que esa filosofía de la sospecha ha producido, desde la perspectiva de la liberación individual durante tres siglos, hoy nos está impidiendo dar el paso siguiente. Ahora que ya nos hemos liberado de muchas opresiones tendremos que empezar a construir algo y para construir ese algo a lo mejor tendremos que ser un poco menos lúcidos y ganar un poco más de ingenuidad. A lo mejor tendremos que ser menos cínicos y tener una mayor capacidad de entusiasmo. A a lo mejor tendremos que renunciar a una hiperconciencia y liberar fuerzas creativas. Yo no critico, porque ha dado grandes frutos, esa filosofía, que ya se ha convertido en mera historia del pensamiento y que ha tratado de desmontar, de deconstruir, de desenmascarar, todos los intereses negativos y opresivos, pero sí digo que, a lo mejor, esa filosofía ya ha dado todo lo que tenía que dar y que ahora mismo estamos en una fase en la que la sociedad sigue teniendo una serie de problemas. Y habrá que empezar a pensarlos, incluso a sentirlos de una manera diferente. El paradigma anterior ya no nos sirve.

 

- ¿Hablamos de volver a creer en las utopías?

 

- Bueno, sí, pero si partimos del hecho de que cada filósofo es dueño de su lenguaje y cada uno elige sus palabras, yo en vez de utilizar el término utopía prefiero el de ideal. La palabra utopía tiene algo de despersonalización. Al remitirnos a ella parece que estamos hablando siempre de una especie de república perfecta y, por otro lado, la utopía ha tenido un uso que ha fomentado los totalitarismos. Por todo ello es un concepto que dejo en penumbra, sin criticarlo, mientras me decanto por el de ideal, que encaja más con la dirección del trayecto que debe seguir el hombre o la mujer.

 

- Entonces, ¿en qué momento está ahora la filosofía, en un momento en el que debe empezar a generar nuevos asuntos de discusión?

 

- Los filósofos modernos vuelven a los clásicos, pero muchas veces con efecto deconstructivo, para demostrar que Platón, Aristóteles o Kant, escondían en realidad un afán de dominio. Pero lo que hay que hacer es deconstruirlos para hacerlos más libres y para hallar el propio camino. No estoy de acuerdo con eso, que se dice tantas veces, de que la filosofía no es la disciplina de las respuestas sino la disciplina de las preguntas. Para nada. Tiene que haber respuestas. Otra cosa es que, a lo mejor, esas respuestas no son unas respuestas eternas, para siempre, que valgan para todos los hombres y para todas las épocas. ¿Qué opina usted del sentido de la vida? ¿Qué opina usted del amor? ¿Qué opina de la muerte, de la felicidad, de la suerte, del Estado, de Europa, de la melancolía..? Usted, filósofo, me tiene que decir qué opina. No me cuente que se trata sólo de plantear las eternas preguntas sobre la vida. No me indique el camino de Platón nuevamente. De ese modo estamos convirtiendo la filosofía en historia de la filosofía. Yo creo que un filósofo tiene que ser absolutamente descarado y tiene que tener una desenvoltura y un desenfado casi impertinentes.

 

- ¿Puedes desarrollar esta idea un poco más?

 

-  Con esto quiero decir que a mí, en el fondo, me importa un bledo lo que digan Platón y Aristóteles, Kant o Nietzsche. Toda la historia de la filosofía, y en realidad toda la historia de la cultura, me sirven en la medida, y sólo en la medida, en que me permitan ver mejor mi vida y mi mundo, y si no me sirven los mando a todos al trastero, porque la historia del pensamiento no me interesa, o mejor dicho, me interesa en la medida en que me ayuda a tener una conciencia histórica, a conocer y aprovechar lo que otros han dicho, esas ideas sobre las que hay un consenso de muchos siglos. No podemos rechazar todos esos pensamientos fecundos, interesantes, iluminadores, pero a partir de ahí yo quiero saber hoy qué es el amor, qué es la amistad, qué es el sentido de la vida, qué es la felicidad o qué es la muerte. Quiero saberlo, sentirlo y definirlo ahora y sólo para eso me vuelvo a la historia de la filosofía. Voy ahí como quien se va a una caja de herramientas a escoger cuál es la herramienta que más le conviene, si es que le conviene alguna, como quien tiene que preparar una cena para los amigos y se va al supermercado y escoge los ingredientes adecuados de cada una de las secciones para hacer una comida exquisita. Pero lo importante es la comida, el arreglo. Ese es el desenfado al que me refiero. Lo verdaderamente importante son las respuestas que hoy soy capaz de dar a una serie de problemas que la vida me plantea.

 

“Una de las cosas que está pendiente es proponer, a esta sociedad en la que vivimos, un nuevo ideal”

 

- ¿Puede la filosofía del presente ofrecer respuestas para afrontar el momento de desesperanza que atravesamos y que, indudablemente, tiene que ver con la crisis económica, pero, sobre todo, con una profunda crisis de valores?

 

- Creo que una de las cosas que está pendiente es proponer a esta sociedad en la que vivimos, a esta etapa democrática de la historia de la cultura, que tiene unos tintes tan característicos, un nuevo ideal, un ideal que sea acorde y contemporáneo a su devenir. No se trata de ir hacia un ideal medieval ni arqueológico, sino precisamente de ofrecer uno que posea una de las características fundamentales del ideal: tener la capacidad de suscitar entusiasmo. Todas las épocas de la cultura han propuesto un ideal a su sociedad, que ha sido capaz de entusiasmar a sus gentes y que tiene dos grandes consecuencias: por un lado, promover el progreso moral de esa sociedad en la dirección de ese ideal, ideal que nunca se cumple exactamente, pero que es como una especie de señuelo que seduce y que moviliza las fuerzas en una dirección, y en segundo lugar, ofrecer la perspectiva del ideal, porque sólo desde ahí, a través de la comparación, midiendo la distancia con lo que queremos alcanzar, podemos criticar el presente. Uno de los problemas que nosotros tenemos en nuestra época es que damos a entender que el precio por ser libres y por ser inteligentes en una sociedad democrática es la renuncia al ideal o dicho de otra manera: solamente se puede ser democrático si eres al mismo tiempo una persona resignada. Por tanto, el entusiasmo es imposible, el progreso es imposible y la crítica fundada al presente es imposible. Esto no lo van a hacer las ciencias, no lo va a hacer la política, el periodismo o las empresas. Es una labor de los que se dedican a pensar y son responsables a la hora de proponer un ideal que sea verdaderamente contemporáneo y capaz de señalar una dirección y de movilizar las fuerzas del entusiasmo presentes. Por ahí es por donde debe ir la filosofía, pero lo cierto es que a veces encuentro más contemporaneidad en una función de danza, en una película, en una obra de teatro, que en la filosofía contemporánea, que, a mi juicio, en gran parte, está todavía anclada en unos paradigmas ya superados y que aún no tiene nada importante que decir a nuestra época.

 

- Hay un momento en “Razón: portería” en el que dices que hoy viajamos a lugares remotos del planeta, pero que el viaje que ahora tenemos que realizar, el viaje verdaderamente importante, es el viaje interior, el viaje hacia las profundidades de la propia intimidad. ¿Dónde compramos los billetes para emprender ese viaje?

 

- Me viene bien la manera en que has formulado la pregunta, porque quizás lo que tenemos que hacer es dejar de comprar mercancías. Yo soy un escritor, un filósofo, un ensayista, anti puritano. Muchas veces se nota que me hacen preguntas buscando mi complicidad para criticar a los políticos o a los empresarios, por ejemplo. Pero a mí que la política sea política no me impresiona y que el capitalismo sea capitalista tampoco. Que en la política se pretenda acceder al poder por todos los medios lícitos me parece que es la ley de la política y que el capitalismo pretenda convertirlo todo en mercancía me parece que es la ley del capitalismo. Lo que sucede es que ni yo quiero convertirme en súbdito de los políticos ni en consumidor del capitalista. Consumo, pero no soy consumidor; respeto las leyes, pero eso no me convierte en súbdito. Lo que sucede es que esta sociedad tiende a convertirnos en súbditos o en consumidores de mercancías, incluso, si es posible, en mercancías de nosotros mismos y tiende a ponernos precio. Pero tenemos una dignidad que no tiene precio.

 

“Dentro de nosotros tiene que haber una tensión entre la dignidad y la mercancía”

 

- En ese microensayo se destacan algunas de las funciones de la universidad, que debería no sólo tender a formar a profesionales competentes y competidores.

 

- Sí. La universidad convierte a las personas en profesionales capaces de crear mercancías que tienen precio, pero la universidad también tiene que tener como finalidad que cada uno de nosotros, aparte de consumidores, seamos ciudadanos, es decir, personas que no tienen precio sino dignidad. Estoy absolutamente a favor de crear profesionales que creen mercancías capaces de generar riqueza dentro de un país, pero siempre y cuando vivamos en tensión. No digo que un polo arruine al otro; que haya que optar entre una cosa u la otra. A lo que me refiero es a que dentro de nosotros tiene que haber una tensión entre la dignidad y la mercancía. La gente tiene que desarrollar una profesión, por supuesto. En mi Aquiles en el gineceo se hace una exaltación de la especialización del oficio, pero siempre y cuando al mismo tiempo tengamos conciencia de nuestra dignidad. Aquí volvemos a lo del billete. Junto al viaje que hacemos comprando un billete que tiene precio, tenemos que hacer ese otro viaje que no necesita de dinero, ese viaje hacia el interior, ese progreso no hacia ¡vaya usted a saber qué regiones!, sino hacia uno mismo.

 

“Es esencial hacer cosas que no sirvan para nada”

 

- El viaje interior no es algo que se fomente demasiado en las escuelas, en las empresas, en las familias, en las sociedades actuales.

 

- Puede que no, pero es importantísimo. Siempre recomiendo a los jóvenes que en ocasiones se acercan a preguntarme por el futuro, por el mundo laboral, que ingresen en el mercado lo más tarde que puedan. ¿Por qué van a tener que empezar a trabajar desde los 21 años, desde el mismo momento en que terminan la carrera, si la esperanza de vida tiende a crecer y las pensiones, aunque sea por un mero problema económico, van a retrasarse? Lo que les digo es que intenten hacer ese viaje interior, ese gran tour todo el tiempo que puedan. Es esencial hacer cosas que no sirvan para nada, que tienen que ver con la propia dignidad, no con el precio. Se trata de practicar ese ocio creativo antes del negocio, al que ya tendrán tiempo de dedicarse muchísimos años.

 

- Ya. Pero nos estamos moviendo todo el tiempo en lo que se supone que debería ser, cuando la realidad ahora mismo está cambiando todos los parámetros. El problema es que estamos tan preocupados por la supervivencia diaria, que el viaje interior se queda aparcado. Hasta los jóvenes tienen miedo al futuro, dudan de la posibilidad de encontrar trabajo en aquello que les gusta. Ya no hay seguridad ni siquiera en los derechos adquiridos.

 

- Bueno, con independencia de la crisis, España tiene unas peculiaridades propias, que es su manera de vivir la modernidad, la posmodernidad y la época democrática. Este país entró en la modernidad democrática muy tarde y muy rápidamente, arrastrando el problema histórico de no haber tenido burguesía. Sánchez Albornoz decía que España era un país sin feudalismo en la Edad Media y sin burguesía, sin clase media, en la edad moderna. Y la modernidad entera es el triunfo de la clase media, que es la que marca la moderación entre los dos extremos. Aquí hubo fundamentalmente Iglesia y aristocracia, por un lado, y campesinos y obreros por el otro. Ese fue el origen de las dos Españas que terminó en un gran conflicto de odio fratricida. Esa especie de gran deuda que teníamos con nosotros mismos se ha pagado hace poco, prácticamente en la Transición, mientras que Estados Unidos ya lo había hecho en el siglo XVIII e Inglaterra en el XVII, con la revolución gloriosa. Todo eso hay que tenerlo en cuenta a la hora de hacer un análisis y, finalmente, están las circunstancias de la crisis, que ha producido y está produciendo desesperación, angustia, sensación de marginalidad, de absurdo y de sinsentido de la vida en muchísima gente. En el microensayo “Somos los mejores” trato de demostrar, y es algo que he defendido en muchísimos sitios y que nadie ha sido capaz de refutarme, que vivimos en el mejor momento de la historia universal, y, sin embargo, siendo un hecho que como fenómeno colectivo la democracia contemporánea es el éxito más grande de la historia universal, también lo es que los miembros de ese proyecto colectivo sufren angustia y sufren desesperación. Es una paradoja.

 

- Pero es porque ese proyecto se ha truncado, no avanza en la dirección adecuada. La democracia está fallando, del mismo modo que el ideal de Europa y de sus instituciones.

 

- Pero, ¿a qué otra época del pasado volveríamos? La historia universal no avanza de manera rectilínea, sino que lo hace dando grandes rodeos. Sólo hemos alcanzado la paz como un valor prácticamente sagrado después de la I y la II Guerra Mundial, porque la paz estuvo siempre asociada a la violencia, a la violencia del que triunfaba en la batalla y era divinizado por sus partidarios. Solamente después del descendimiento a los infiernos que supusieron las dos guerras mundiales, que fueron la apoteosis de las barbarie en el corazón de la  civilización occidental, nos pusimos de acuerdo en que la paz era un valor absoluto y entonces se estableció el Estado de derecho de una manera firme en los países occidentales y empezó a ser muy cuestionada cualquier intervención internacional. A partir de ahí se aseguró la época de paz más prolongada en Europa y en Estados Unidos. La historia universal es una historia que va dando rodeos. No podemos tratar de vislumbrar cuál va a ser el futuro de Occidente por lo que ha ocurrido en los últimos cinco, siete o diez años. Siempre pienso que cualquier paso en la Historia es siempre un paso muy precario y reversible, pero que si observamos lo que ha ocurrido en los últimos dos mil, mil, quinientos, cien o cincuenta últimos años, percibimos que la humanidad, por lo menos en Occidente, ha progresado de una manera indiscutible, aunque ahora la sensación dominante sea la angustia, la indignación y el resentimiento justificado que produce la crisis en mucha gente. Gente que está sufriendo de una manera que considera que podría haberse evitado y que le resulta injusta porque no está afectando a los que verdaderamente han provocado las causas de ese sufrimiento.

 

- El tema troncal de toda tu trayectoria filosófica, la ejemplaridad, es básico, y tiene mucho que ver con todo lo que está pasando. Las democracias se han mercantilizado. El valor se ha puesto, sobre todo, en el dinero, en lo material. Y, junto a ello, también estamos asistiendo a un nuevo despertar. Empieza a emerger una necesidad en la gente de recuperar la dignidad a la que te referías antes, a valorar más lo que se es que lo que se tiene. Se percibe aún muy tímidamente, pero, ¿no crees que la etapa del consumo excesivo está dando paso a algo diferente?. Todo se cruza, es contradictorio. ¿Cómo ves todo esto?

 

“En estos momentos la ciudadanía ha alcanzado una gran altura moral”

 

-  Sí. Yo creo, y soy consciente de que lo que digo no es nada popular,  que no v

ivimos en una época, ni siquiera en los últimos cinco o diez años, peor que la anterior. Al contrario. Creo que en estos momentos la ciudadanía ha alcanzado una gran altura moral. Me atrevo a decir que había la misma corrupción, incluso más, en los años 70 y 80, pero ahora somos más intolerantes frente a ella. Vemos lo que pasa y no miramos hacia otro lado. Y en cuanto a lo que dices del consumo, estoy de acuerdo. En determinados aspectos, ya hemos empezado a andar hacia una cultura más post material. En España, cuando finalmente hemos sido democráticos y relativamente ricos, ha habido una ebriedad de los bienes materiales, pero todo eso se va a ir equilibrando. El mercado va a seguir funcionando, pero tendrá que regularse y adaptarse a las nuevas circunstancias, porque ya no vamos a consumir de la misma manera. Da la impresión de que estamos entrando en una una etapa en la que vuelven a adquirir sentido, cualquiera que sea la confesión, cosas que podríamos llamar espirituales o inmateriales.

 

- Pero frente a esa indudable altura de unos ciudadanos, ahora más informados, está el desprestigio de la política, de las instituciones...

 

- Bueno, es que digamos que la sociedad, los ciudadanos, han despertado de su sueño complaciente hace poco y de pronto miran a las instituciones y les parecen intolerables, pero son las mismas que en los años 80 y 70 funcionaban igual o peor. Ahora se está produciendo un desajuste provisional, que a lo mejor nunca se resuelve, en el que de pronto la ciudadanía quiere más: más rectitud, más honestidad, más ejemplaridad. Quiere mejores instituciones, mayor calidad democrática, y todo eso ha pillado a los políticos con el paso cambiado, porque además, entre otras cosas, primero había que evitar que el país se fuera por el sumidero de la economía. Es verdad que el dolor que produce la crisis nos ha hecho más exigentes y que los políticos no han sido capaces de atender la mayoría de las demandas, pero lo que está claro es que los partidos que concurran a las próximas elecciones, no podrán ir con el mismo discurso complaciente que en las anteriores. Tendrán que abrirse a otras propuestas de carácter regenerador y no, seguramente, porque ellos se las crean sino porque será el único modo de ganar la confianza de los ciudadanos. Tardarán en adaptarse, porque hay que tener en cuenta esa torpeza con que normalmente la maquinaria partidista asume los mensajes sociales, pero acabarán haciéndolo y en ese proceso, que ya hemos empezado a percibir, irán desapareciendo muchos nombres y rostros y surgiendo otros nuevos. Ellos saben que serán menos convincentes si no cambian a sus representantes.

 

“En la sociedad española, en vez de romper cristales o cabinas telefónicas, la gente se está organizando para pedir calidad democrática”

 

- Está claro que las nuevas propuestas y plataformas ciudadanas han provocado una agitación y un movimiento que irremediablemente obligarán a ir en otra dirección...

 

- Sí. Y es muy interesante el surgimiento de plataformas, sociedades, círculos de opinión, elementos corporativos, ciudadanía reunida y espacios en Internet que están pidiendo nueva voz y una mayor calidad democrática. En la sociedad española, en vez de romper cristales o cabinas telefónicas, la gente se está organizando para pedir calidad democrática y esto es propio de un país civilizado. A mí, como decía antes, que los políticos hagan política, que intenten obtener poder y quedarse en él, o que el capitalismo procure ganar el máximo beneficio, si puede ser infinito, mejor, no me escandaliza, siempre y cuando haya contrapoderes como puede ser la ciudadanía, una ciudadanía activa que se organiza y pide. Los políticos se resistirán a cambiar, porque el poder lo que quiere es vivir el ejercicio de su propio poder con comodidad, pero estoy seguro de que al final, si la ciudadanía, que se está comportando de una manera adulta y cívica, logra tener una voz potente, tendrán que aceptarlo, del mismo modo que el capitalismo tiene que aceptar pagar determinados impuestos, respetar la libre competencia y tener en cuenta los derechos del consumidor, toda una serie de cosas que en general le molesta, le estorba.

 

- Es decir, es la ciudadanía la que tiene que hacer el gran trabajo de llevar a cabo el cambio.

 

- Por supuesto. Tendrá que ser así en lo que se refiere a la regeneración más inmediata y luego tendrá que haber una regeneración, a medio o largo plazo, que es la filosófica. Al final acabarán surgiendo propuestas que tengan que ver con el todo, que sean capaces de entusiasmar, que no solamente se limiten a criticar el funcionamiento del poder judicial. Mientras estamos manteniendo esta conversación, tú y yo utilizamos un lenguaje que no hemos creado ninguno de los dos. Recurrimos a palabras como dignidad, libertad, futuro, palabras con unas connotaciones que han llenado de contenido creadores del siglo XVI, del siglo XVIII, del  siglo XX y del XXI. Nosotros estamos utilizando unas palabras prestadas para comunicarnos y cuando pensamos a solas volvemos a esas palabras porque llevamos a la sociedad dentro de nuestras conciencias. Entonces, ¿no es importante también cuidar esas palabras que las generaciones futuras tomarán en préstamo, con las que se van a comunicar y se van a comprender? Esa es la labor de la filosofía; también de la poesía o de la novela, pero tratar de dar definiciones exactas que sirvan para comprender las cosas es una actividad propiamente filosófica. Resumiendo: Además de un proyecto que podríamos llamar de trinchera, que es importantísimo, y que culminará con la reforma de las instituciones aquí y ahora, a corto plazo, está esa otra labor, que podríamos llamar de creación de lenguaje. Una labor mucho más lenta, que puede llevar 25, 50, incluso 100 años, pero que acabará teniendo una enorme importancia porque dará lugar al vocabulario que tomarán en préstamo las generaciones futuras.

 

- ¿Cómo ha ido cambiando el concepto de ejemplaridad a lo largo del tiempo? ¿Cada época la ha interpretado de una manera distinta?

 

- La ejemplaridad tiene un contenido histórico y cambiante como la cultura misma. Pero, en ese devenir incesante, hay dos elementos estructurales que no deben fallar. Uno es ese camino desde el estadio estético al ético, por medio de la doble especialización, que debe recorrer todo ciudadano. Nadie es virtuoso en sentido plenario si no recorre ese camino en algún grado. El segundo es una propiedad de la ejemplaridad: debe ser generalizable. En otras palabras, un ejemplo será ejemplar sólo si, al generalizarse a la sociedad, hace a ésta mejor, más virtuosa. Este principio excluye muchos comportamientos no generalizables y atempera el relativismo de la ejemplaridad.

 

-  Hoy estamos reclamando más ejemplaridad, necesitamos poner otra vez en circulación palabras como honestidad o dignidad, pero, por otro lado, y hablas de ello en otro de tus ensayos, se percibe una tendencia en la sociedad a rodearse de personas no virtuosas, de personas vulgares. Lo vemos cada día y solemos preguntarnos por qué determinados tertulianos o personajes mediáticos tienen tanto éxito, por qué los programas basura funcionan tan bien y por qué cuando surge una figura distinta, que condensa valores positivos, hay una tendencia a criticarla, a buscarle los defectos. ¿Eso es algo propio de la naturaleza humana? ¿Es algo muy español? Siempre se ha dicho que la envidia es  muy propia de este país.

 

-  No me atrevería a decir que forma parte del fenotipo, de la idiosincrasia española. En ese artículo que mencionas: “Amor, lujo y buena conciencia”, en el que pongo el ejemplo de un matrimonio que va a cenar a casa de otro, lo que trato, a través de la anécdota, es de iluminar un principio general que tiene que ver con la ejemplaridad. En presencia de un ejemplo excelente, se tienen dos opciones: o bien seducidos por la fuerza, por la energía, por la potencia, de ese ejemplo virtuoso, nos vemos inclinados a imitarlo, a reformar algún aspecto de nuestra vida, o bien sentimos que ese ejemplo, que, además, es próximo y posible, nos interpela. “Si esto lo está haciendo el vecino por qué no lo puedo hacer yo”, nos decimos, sabiendo que seguir ese comportamiento puede tener un gran coste personal, el de cambiar la rutina, el tipo de vida. Es muy frecuente que en presencia de un ejemplo virtuoso no queramos cambiar de conducta, porque la que aplicamos ya está bien asentada, nos gusta o nos resulta más cómoda. Está el ejemplo tan típico del vecino que recicla la basura. Esa persona puede llegar a incomodar, porque cada noche está dando una lección a alguien a quien no le da la gana de seguirla. En situaciones así se puede optar por decir que, por las razones que sea, preferimos no aplicar determinadas conductas, pero también se puede tratar de desprestigiar al vecino de algún modo, de ensuciarlo demostrando que ese ejemplo virtuoso en realidad no lo es, lo cual genera resentimiento. En las familias vemos mucho este tipo de reacciones. Cuando tenemos un cuñado, u otro pariente, que es un ejemplo virtuoso, podemos actuar como él, pero qué tranquilidad da si es un desastre: si le pone los cuernos a su mujer, es un borracho o ha llevado a su empresa a la bancarrota. Eso inmediatamente otorga al otro, con el que se le compara, una situación de gran prestigio familiar. En fin... Ensuciar los ejemplos alrededor tiene la función de conseguir que no te incomoden.

 

- ¿Funciona así también en política?

 

-  En la política tenemos que tener en cuenta las reglas que rigen la lucha política. La política es la ley del amigo y del enemigo. Su esencia es la ocupación del poder y el mantenimiento del mismo el máximo tiempo posible. Son amigos los que ayudan a conseguir ese propósito y es una práctica habitual que cuando llegan nuevos grupos políticos, los que ya están instalados intenten destruirlos, por todos los medios lícitos, desprestigiarlos, excluirlos, marginarlos. Esa es la ley de la política, siempre ha sido así.

 

- ¿No se puede dignificar la política, como decía Platón?

 

- Sí, pero fíjate cómo le fue a Platón cuando se fue a hacer la utopía en Siracusa. Le fue fatal. Dicho esto, claro que se puede dignificar la política y hay gente que lo hace. Pese a todo, hay una cierta aspiración a la virtud, y sobre todo, hay muchas  restricciones al mal uso del poder: de los ciudadanos, de la prensa... Pero, igual que no podemos pedir a una empresa que no aspire a obtener el mayor beneficio, colocando el máximo número de mercancías en el mercado, tampoco podemos pedir al político que no aspire a la ocupación del poder, espero que por todos los medios lícitos a su alcance. Una vez ocupado el poder, ya no se trata solamente de disfrutarlo. A lo mejor hay algunos que hacen cosas y transforman la sociedad, pero lo que es más importante es que, de la misma manera que la política, el Estado, debe poner condiciones a la economía y obligar a las empresas a redistribuir una parte de los beneficios, los ciudadanos deben condicionar a los políticos. En democracia las ocupaciones son temporales y vemos como unos poderes van limitando a otros y evitan que lleguen a convertirse en poderes absolutos. Es así como tiene que ocurrir.

 

“Cuando hemos tratado de llevar la perfección del ideal a la realidad esto nos ha conducido al fracaso o al terrorismo, desde Platón hasta la utopía marxista”

 

- Hablamos de valores, de ideales. Pero en las sociedades actuales uno de los principales problemas es que estamos faltos de figuras ejemplares. Hubo una época en la que los poetas y los filósofos lo fueron. El cetro pasó, hace unas décadas, a empresarios y políticos, hoy tan denostados. Luego fueron los deportistas. Pero los ciclistas se han venido abajo con los escándalos de dopaje y ya se están cuestionando las primas exageradamente altas de los futbolistas.

 

- Lo que sucede es que todo tiende a ser desacralizado. Nosotros ahora vemos con enorme admiración a Pericles, por ejemplo, al que se suele citar como ejemplo de político y orador virtuoso, pero Pericles era un hombre extremadamente corrupto, que usó el dinero de otras polis en beneficio de Atenas. Sentimos gran admiración por Lincoln, pero en una película reciente sobre él se demuestra que llegó a comprar votos, un comportamiento que hoy consideramos absolutamente denigrante. Lo que sucede es que, independientemente de ese hecho, ese señor hizo cosas significativas, admirables. En el otro lado, están los que piensan que la virtud tiene que ser algo tan elevado, tan elevado, que como no exista hay que cortar cabezas. Eso fue lo que hizo Cromwell y también Robespierre. Tenían un concepto tan puritano de cómo debía ser la política que como nadie alcanzaba esos extremos de virtud había que llevar al cadalso a la ciudad entera. Tanto uno como otro se volvieron locos con las ejecuciones, con la guillotina. Ante esto, tenemos que aceptar que la realidad no es ideal. Yo, que soy un defensor extremo del ideal, siempre pienso que solamente podemos proponer un ideal si comprendemos que la realidad ni es ideal, ni lo va a ser nunca, ni debe serlo. El ideal es una propuesta de perfección y la realidad, en esencia, es imperfecta. Cuando hemos tratado de llevar la perfección del ideal a la realidad esto nos ha conducido al fracaso o al terrorismo, desde Platón hasta la utopía marxista. Ser un filósofo del ideal no me convierte en un crítico amargo de la realidad al comprobar que nadie encarna ese ideal. El ideal no se encarna. Debemos tender a él, pero sabiendo que es como ese horizonte que se aleja a medida que avanzamos en el camino. Y ojalá se aleje, porque el día que se realice mal asunto. ¿Llegará un día en que tengamos una realidad tan ideal que ya no haya que reformarla, que ya no haya que criticarla, que ya no haya que mejorarla? ¿Podemos pensar que algún día la sociedad va a tener un comportamiento absolutamente rectilíneo? No. Todo lo que hagamos siempre serán grandes rodeos y siempre el ideal se irá alejando a medida que avanzamos. Teniendo esto muy claro, soy un defensor vehemente de la necesidad de tener siempre ese ideal por delante y, justamente, denuncio su falta hoy en día.

 

“Para mí la felicidad consiste en no tener deudas con la vida”

 

- Hablas de la felicidad, no como estado sino como dirección. La felicidad consiste en seguir los ciclos adecuadamente, en vivir cada momento, “la hora buena” de cada estadio, de cada edad.

 

- Sí. Avanzar sin tener deudas con la vida es muy importante para mí. Nosotros hemos creado unos conceptos en la tradición filosófica que fueron producidos en una época que ya no es la nuestra, y uno de esos conceptos es el de la felicidad. La palabra felicidad evoca una cierta perfección individual. Esa perfección podía ser posible en la época premoderna, donde todos creían que se vivía en un cosmos perfecto, y donde el individuo adquiría su sentido siempre y cuando se situara en la posición que el cosmos le asignara: hombre, mujer, campesino, obispo, científico o lo que fuera. Pero desde que apareció la subjetividad, el yo moderno, ese cosmos perfecto dejó de convencernos y toda la filosofía que se creó alrededor de ahí, se ha quedado caduca. La felicidad sugiere una perfección que para nosotros, que tenemos una dignidad infinita, pero que estamos destinados a algo indigno, como es la muerte, ya no nos sirve. Por eso digo insistentemente que determinados conceptos de la tradición tenemos que someterlos a una cierta dieta de adelgazamiento y uno de ellos es la felicidad. Para mí la felicidad consiste en no tener deudas con la vida, comprender que no hay una respuesta teórica al sentido de la existencia, sino una respuesta práctica. Si en algo consiste la felicidad es en arrebatarle a la vida el beneficio de esa hora buena de cada una de sus etapas y hacerlo en la medida que podamos con placer, a fin de que si realmente somos niños en la niñez, maduros en la madurez y viejos en la vejez, no acumulemos demasiadas deudas con la vida, no arrastremos ese sentimiento de que la vida nos debe algo.

 

- El problema es el desequilibrio, el querer vivir en una permanente juventud.

 

- Así es. Y esto sucede en nuestra época, pero no creo que sea así por mucho tiempo. Antes hablábamos del paso hacia sociedades post materiales que, sin duda, acabarán modificando muchos conceptos. Es cierto que aún estamos inmersos en una cultura un poco pueril que transmite la impresión de que el momento culminante en la historia de una persona es la juventud. La juventud tiene fuerza, energía, belleza, futuro, impertinencia, rebeldía. Pero es algo que, por su propia naturaleza, dura poco y sucede en un estadio inicial. Todo lo que viene después de la juventud más estricta, que pueden ser décadas, décadas y décadas, se convierte en una época declinante, en una bajada constante o un esfuerzo agónico por retener esas cualidades de la juventud. Eso lo que produce es un cierto desajuste, un cierto desequilibrio y una sensación de mayor deuda. A falta de esa juventud, que es la que proporciona la dicha, el ser humano se convierte en un miope para la hora buena de las épocas posteriores. Se niega el placer de tener 40 años, 50, 60, 70, que existe si la fortuna lo permite, porque estamos expuestos cualquier día a sus golpes nefastos. Vivir es envejecer, y el único tratamiento “antiaging” eficaz es la muerte. Si no queremos ese tratamiento tendremos que comprender que la única manera de seguir viviendo es envejecer. Este es el argumento de mi ensayo, que se titula precisamente “Deudas con la vida”.

 

- ¿Se siente Javier Gomá satisfecho con las etapas vividas? ¿Cómo afronta el futuro?

 

- Alguna vez he dicho que la vida ha sido injusta conmigo… pero en sentido positivo. “Todo a mil” contiene un microensayo programático, titulado “Lo quiero todo”, donde me refiero a esto. En cierta manera, siento que, dentro de las limitaciones de este extraño mundo que habitamos, nada esencial se me ha negado. Tengo casa y oficio a plena satisfacción, y adicionalmente la vida ha permitido, por halago de la fortuna, que lleve a cabo hasta completarlo un plan literario que en sus primeros esbozos se remonta a mi adolescencia, un plan de 40 años. Miro adelante con confianza, con alegría y con esperanza, con el sentimiento de haber agotado las etapas anteriores y haberles arrebatado su “hora buena”. Todo esto no sin trabajo, dolor y ansiedad, mucha ansiedad;  con la pena de algunas vidas rotas o truncadas cerca de mí en estos años y preparándome interiormente para todas esas negatividades que el destino fatalmente nos reserva.

 

- ¿Cómo compaginas tu labor como filósofo con la dirección de la Fundación Juan March? ¿Qué te enseña un trabajo que tanto tiene que ver con la cultura, con la gestión de la cultura en unos tiempos en los que parece no ser una prioridad?

 

- En Aquiles en el gineceo sostengo que el paseo del estadio estético al ético (ejemplaridad) presupone la doble especialización: oficio y corazón, profesión y casa, producción y reproducción. En consecuencia, el desempeño de un oficio, el ejercicio de una profesión con la que ganarse la vida, constituye un elemento de toda individualidad, también de la mía. Esto quiere decir que vivo mi cargo como director de la Fundación sin los antagonismos románticos, con la mayor naturalidad y plenamente reconciliado con los deberes profesionales. En estos 11 años que llevo en la dirección he formado un equipo inmejorable y la coordinación entre nosotros es perfecta. Esta armonía hace todo más fácil. El trabajo en la Fundación me ha enseñado la importancia de proporcionar criterios seguros y firmes en el “mundo revuelto” de las humanidades en esta época postmoderna: hay otras instituciones que tienden más a la experimentación y el riesgo; la Fundación aspira más bien inspirar confianza en la mayoría y a largo plazo. Y esto es algo con lo que simpatizo al máximo, también como escritor.

 

“Vivimos en una época donde el nosotros empieza a cobrar sentido”

 

- Hablábamos de esa posible etapa post material. ¿No te parece también que estamos en un proceso de pasar del yo al nosotros? ¿Todos estos procesos colectivos que estamos viviendo no nos llevan a darnos cuenta de que sólo podemos avanzar juntos, uniendo fuerzas, de que en solitario no podemos hacer que cambien las circunstancias de nuestras vidas y de las generaciones futuras? Tú hablas de la mayoría selecta.

 

- Todo eso es muy interesante y es indudable que está ahí. La denominación de mayoría selecta es una idea fija de mis escritos. Uno de los latiguillos que repito muchas veces es que ya lo importante no es ser libres sino ser libres juntos. Hablo de la mayoría selecta consciente de que la herencia orteguiana, su concepto de masa, es muy pesada. Una y otra vez intento combatir en mis libros contra eso, pero hay mucha gente que sigue llenándose la boca con ese concepto tan perverso, que sigue pensando y creyendo en la división entre unas élites superferolíticas y exquisitas y una gran masa de gente que no tiene más obligación que la docilidad. No dicen que los ciudadanos tengan que ser ciudadanos sino masa y tratan a la ciudadanía de ese modo tan despectivo. Lo que yo digo es: “Un momento. Esa llamada masa está constituida por millones de ciudadanos, y cada uno de ellos es responsable, autónomo, crítico, cívico, virtuoso”. Por eso he concebido la expresión de mayoría selecta, por eso hablo, en un momento dado, de la amistad o del lenguaje como ejemplos de hasta qué punto limitarse es extenderse. Limitar el propio yo no nos restringe, como pudiera parecer, sino que nos hace más ricos. Por todo eso no puedo estar más de acuerdo con que vivimos en una época donde el nosotros empieza a cobrar sentido, donde podemos ser libres juntos, sin renunciar a lo que ya hemos conquistado.

 

- Te refieres a superar el egoísmo, ese exceso de individualidad que es una fase gineceo, como expones en tu Aquiles, esa adolescencia perpetua...

 

- Sí, pero sin renunciar a ese espacio estético. Se trata de cómo educar esa libertad para poder ser libres juntos y juntos poder hacer muchas cosas. Para mí eso es muy esperanzador.

 

- La educación aquí es esencial. Resulta muy interesante la imagen de la piñata, que utilizas en otro de tus ensayos, para ver hasta qué punto estamos educando a las nuevas generaciones exclusivamente para que entren en la sociedad del consumo, de la competitividad, de la avaricia. ¿Cómo podemos educar a nuestros hijos para que contribuyan a crear sociedades mejores?

 

- Podemos volver a la idea de promover en los niños, en los jóvenes, la necesidad del viaje interior. En ese colegio ideal al que debemos tender no se trata tanto de transmitir conocimientos sino de alentar la idea del amor al conocimiento. No tengamos tanto interés en que el profesor le explique a nuestros hijos, a lo largo de un año, toda la historia de la literatura universal, sino en que despierte en él el amor a ese recorrido, a esa historia. Luego ellos ya harán lo que quieran en su tiempo libre. La escuela debe ser el  lugar en el que se transmita la pasión por el conocimiento, más que el conocimiento mismo, y también un espacio de convivencia, donde se aprenda a convivir. En cuanto a la  universidad, ya lo decía antes. Tiene que formar a profesionales capaces de crear productos que tengan precio, pero también a ciudadanos críticos, reflexivos, que hayan hecho el viaje interior y que sean conscientes de su dignidad sin precio.

 

- También hablas de cómo aprender que somos mortales.

 

- Sí. Yo distingo entre la muerte y la mortalidad. Se trata de tener presente que somos mortales, de adquirir esa conciencia. No sé si esa es una labor de los profesores, de los colegios. Es un asunto que tiene que ver con lo que decía antes, con la filosofía. Hay que ir creando ese lenguaje que la gente, las distintas generaciones, han de tomar prestado y han de poner en circulación.

 

- Pero las humanidades, la filosofía, cada vez están más menguadas en los planes de estudio.

 

- A veces siento una cierta resistencia a ese exceso de responsabilidad que la sociedad carga sobre los planes educativos y administrativos. ¿Realmente es tan importante una hora más de literatura? ¿De eso va a depender el futuro de las humanidades, de la dignidad y de la ciudadanía? No sé si les estamos atribuyendo un exceso de responsabilidad a los planes de estudio, que ojalá estén bien hechos, sean equilibrados y respondan a la pluralidad de las disciplinas de nuestra época. Pero pensar que esas directrices, aprobadas por la burocracia administrativa, van a ser la solución a todos nuestros problemas me parece demasiado. No creo que un poeta nazca por las clases de historia de la literatura, o un filósofo por las de historia de la filosofía. Yo no lo he vivido así. Se trata de un amor, de una vocación, que acaba prendiendo en ti.

 

“Una lectura puede modificar nuestra manera de situarnos en el mundo”

 

- En tu trabajo filosófico hay un gran apoyo en la literatura. Constantemente recurres a novelas, a protagonistas de la ficción que tomas como ejemplos de conductas, de circunstancias... ¿Crees que la literatura tiene un efecto transformador en la vida?

 

- Sí, absolutamente. En primer lugar considero que lo verdaderamente importante en este mundo depende del corazón humano. La economía, a la que tanta trascendencia otorgamos, es la disciplina por la cual se utilizan los recursos para satisfacer las necesidades humanas básicas, pero pocas veces se pregunta cuáles son esas necesidades, cuáles son esos deseos que nacen del corazón y que tienen que ver con los pensamientos, con los sentimientos. Todo esto nos lleva a que, al final, la economía entera depende de la poesía. Y tirando del hilo del carácter transformador de la literatura, podemos preguntarnos: ¿Por qué las novelas del siglo XIX fueron tan transformadoras? Pues porque nosotros asistimos al destino de Ana Karenina o de un individuo cuya empresa quiebra en las novelas de Dickens y sentimos que el tratamiento que la sociedad le está dando a esa mujer o a ese pobre y pequeño empresario es injusto. Eso puede generar en nosotros un sentimiento de injusticia social. Eso educa nuestro corazón y ese corazón, más educado como consecuencia de la novela o de la poesía, genera actitudes que hacen que determinadas cosas nos parezcan mal y que incluso, al final, acaben canalizando en demandas y generando leyes. Es conocido que las novelas de Dickens produjeron un cambio legislativo en el tratamiento del deudor que quebraba, hicieron reflexionar sobre si debía o no ir a prisión una persona que solamente tenía deudas. Hoy no se admite la prisión por deudas, en el caso de que no haya delito. Pero en el pasado fue así. ¿Qué sucedió? Pues que hubo un momento en que la sociedad se dio cuenta de que era injusto y a eso ayudaron las novelas. La literatura transforma la mirada hacia las cosas, esa nueva mirada produce demandas y las demandas dan lugar a transformaciones en forma de leyes, de costumbres, de actitudes. Y a nivel particular una lectura puede modificar nuestra manera de situarnos en el mundo. Por tanto no es que piense que la literatura tiene importancia, sino que creo que al final es lo único que importa. La política, la economía, y todo lo demás, dependen del corazón humano, y ese corazón se alimenta de la poesía, de la literatura.

 

Escrito en Lecturas Turia por Emma Rodríguez

Una prehistoria buñuelesca

3 de octubre de 2016 12:25:28 CEST

En el año del centenario muy pocos amigos cercanos, exceptuando Pepín Bello, quedaban con la memoria y la lucidez suficientes para ser entrevistados. Nos sorprendió la memoria de éste compañero y paisano de sus juegos infantiles. Conocido sacerdote, profesor y jefe de estudios en el Instituto Ramiro de Maeztu -muy cercano a la Residencia de Estudiantes- fue un longevo calandés que nunca olvidó los años infantiles y juveniles al lado de un peculiar niño que se haría famoso con su cine. Manuel Mindán, que pasó la guerra escondido en Madrid bajo la apariencia de un obrero anarquista, que hacía confesiones con citas secretas en las calles del Madrid republicano y en guerra, fue un personaje que hasta su muerte- casi con 103 años- hubiera encantado al Buñuel paisano, al cineasta y al descreído. Nunca se volvieron a ver después de la guerra. Esto es un extracto de la larga conversación que en su casa madrileña mantuvimos al final del siglo pasado

 

DISPERSAS MEMORIAS DE MANUEL MINDÁN VALERO SOBRE LUIS BUÑUEL

 

“El padre de Luis Buñuel siendo muy joven, a los 14 o 15 años, sentó plaza, fue cornetín de órdenes. Fue a Cuba y allí ejerció de militar; hasta tuvo algún grado y luego ya se dedicó a la vida privada. Entró en una ferretería cuya dueña puso en él su confianza y al morir le dejó dueño de su comercio. Luego él, con el dinero que sacó de la ferretería, se unió con dos más y fundó una compañía naviera. Unos cuantos barcos que les dieron mucho dinero, precisamente porque estaban en guerra.

Cuando acabó la guerra de Cuba se vino a España con todo el dinero que pudo; dejó allí un representante suyo para que cuidase sus bienes, pero él se trajo todo el dinero. Comenzó a comprar cosas en Calanda y lo primero que pensó fue casarse. No lo hizo con una antigua novia que tenía, porque como estuvo entre 20 y 25 años en Cuba, la novia  que tenía 20 años cuando se marchó ya tenía cuarenta y tantos como él y no le gustaba. Entonces  se casó con la hija del posadero de Calanda que era María Portolés Cerezuela de 17 años, entonces Don Leonardo tenía 45.  La envió a un colegio durante seis meses para que se “puliese” un poco.

Se casaron en el templo del Pilar de Calanda, en la capilla del Milagro y luego se marcharon en viaje de novios a París. Estuvieron una temporada en  París. Al volver a Calanda se hospedaron en la calle Mayor, en la casa “Rondevil”, mientras les hacían la nueva casa en la Plaza. Esta casa se la hizo  uno de los mayores arquitectos de Zaragoza, D. Ricardo Magdalena,  que fue el que hizo la facultad de Ciencias y el Museo de Zaragoza.

La madre de Luis se quedó embarazada en París. Por eso Luis es de los niños que, de verdad, vienen de París. Luis nació en la calle Mayor, y después nacieron sus hermanos, María, Alicia, Conchita, Leonardo, Margarita y Alfonso. Alfonso me pareció un hombre excepcional, es una pena que muriese tan pronto.

Yo tengo casi 3 años menos que Buñuel. Él nació en febrero del 1900 y yo nací en diciembre de 1902.

Fuimos amigos. Nos conocimos de pequeños y además éramos parientes lejanos por parte de su madre. Su madre fue madrina de la mía en su boda y eran primas segundas.

Realmente, yo tuve una cierta amistad. Mis hermanitas, tenía unas hermanas pequeñas que iban a párvulos, siempre estaban  en casa de Buñuel.  Las hermanas de Luis las recogían, las hacían entrar en casa y les regalaban cosas. Al principio, los Buñuel vivían en Calanda todo el año, pero muy pronto, cuando los hijos comenzaron a estudiar, se trasladaron a Zaragoza durante todo el invierno y venían en verano. Desde finales de junio  hasta El Pilar.

En los veranos es donde tenía más relación con ellos. Luis la primera afición que tuvo fue reunirnos a unos cuantos amigos, a 10 ó 12, en la casa que tenían en la calle San Roque. La casa de la plaza estaba comunicada con una casa de la calle San Roque. De ésta casa sólo usaban los bajos como  cochera, para guardar los coches. Tenían 3 coches, de caballos los tres.

En el piso principal, había una sala grande con su alcoba, una abertura grande, y ahí nos reunía Luis los domingos y días de fiesta y nos daba teatritos. Tenía un teatro guiñol, y entre él y algún amigo nos hacía comedias. Unas que estaban escritas y otras que se inventaba él.

Luis era el cabecilla de la pandilla, porque todos hacían lo que él decía. Pero quiero decir explicar lo de los teatrillos, para que se vea que es un antecedente de su afición al cine. Nos hacía sombras, ponía una sábana entre la puerta de la alcoba y la sala donde estábamos nosotros y con una linterna mágica, proyectaba y hacía sombra con distintos objetos. Hacía combinaciones raras.

En una ocasión cogió a un amigo, Pepito Sauras, y dijo: este chico tan torpe ¿qué tendrá en la cabeza? Lo sentó en una butaca, detrás de la sábana. Nosotros estábamos fuera y sólo veíamos las sombras, voy a abrirle la cabeza. Cogió un escoplo y un martillo y golpeaba detrás de la cabeza de él, pero para nosotros que veíamos la sombra proyectada sobre la sábana, es como si le diera en la cabeza y le sacaba cosas, cosas que él tenía preparadas en una silla detrás. Tiene una esponja, tiene un trapo... Y claro como va éste a aprender las cosas con todo lo que tiene…. Y después hacía como que le cosía la cabeza y lo dejaba sano.

A nosotros nos entretenía. Estábamos un par de horas y nos gustaba.

Era un chico como todos, más o menos. En su juventud por tres etapas. Primero, fue ésta en que nos hacía teatros y cines. Después pasó un periodo en que se dedicó al boxeo y se compraba cosas de combatir. Me acuerdo que me enseñaba unos artefactos que se ponían en los dedos de la mano y de los cuales  salían unas puntas para luchar. Y hasta se puso a luchar un día con un mozo del pueblo, de los que pasaban por más valientes y estuvo así, así la cosa, estuvo reñida en cuanto al ganador.

El “Tigre de Calanda” le apodaron en Madrid cuando hizo algún combate de boxeo. Él luchó con uno que le llamaban “El tuerto Alfranca”. Y desde luego él tenía más técnica porque había aprendido. Eso fue una temporada después, creo que llegó a ser campeón, de estos no oficiales. Y luego, finalmente se dedicó a la música. Tocó el violín, era de la orquesta parroquial y tocaba en las misas.

Sí que iba a la iglesia. A todos nos impresionó el milagro de Calanda. Y además allí se casaron sus padres. Incluso él nos ayudó después, de mayor, cuando desapareció el documento principal del milagro, que se lo cargó un fraile benedictino, el padre Lamber, que era antipilarista y francés. Sé que se lo cargó porque yo se lo vi a él y después ya no se vio más.

Luis estuvo mucho tiempo con la preocupación de la duda. Tenía dos preocupaciones, la preocupación religiosa y la preocupación sexual. La preocupación religiosa se manifestaba de muchas maneras. No solamente yendo a tocar con su instrumento a la iglesia, si no de muchas maneras. Por ejemplo, el vestirse de sacerdote, de fraile y hasta de monja se vistió una vez. En Zaragoza se vistió de fraile capuchino, fue al Pilar y se puso muy contento porque nadie le había conocido. En Calanda cogió la sotana de su tío y se la puso también. Y en sus películas más que la obra de un ateo, yo veo la obra de alguien que estuvo luchando con la fe. Luchando entre si creer o no creer.

Fui a París, y vi algunas de sus películas. Un poco raritas. Una visión un poco rara de las cosas. Lo suyo era provocar,  hacer bromas y un poco raro que era.

En casa de Luis siempre tuvieron un ama de cría porque su madre no quería criar a los hijos, estaba en el falso concepto de que la mujer se desgasta.  Él tenía un ama, y a Margarita la tenía en la cuna en su habitación. Luis subió a la habitación del ama, el ama estaba en la cocina con las demás criadas charlando y en vista de que tardaba en subir. Luis empezó a pellizcar a la niña para que llorase y empezó a llorar. Entonces el ama subió enseguida a ver que le pasaba a la niña. Luis se escondió debajo de la cama; después la mujer se desnudó y ya en camisón fue a acostarse y al levantar una pierna para acostarse en la cama, él salió de debajo de la cama y le cogió la otra pierna. También dio un grito que se oyó en toda la casa, subieron sus padres, las criadas, a ver que le pasaba. Entonces el padre le castigó dos semanas sin ir a la torre por las tardes. Tenía que estar con su tío dando clase y repasando las lecciones.

Y en casa de su tío Santos, una noche se vistió con la sotana de su tío, el manteo, la teja y se bajó por la calle. Como era verano, las familias solían salir a la puerta de la calle a tomar el fresco y charlas. La mujer de su cochero, que vivían en los bajos de la casa de D. Santos; se había bajado  porque estaba cansada. Dejó terminando la cena a la familia, al marido y los hijos y se bajo con un niño de pecho que tenía y le estaba dando el pecho allí, en la puerta. A Luis no se le ocurrió más que, así vestido de cura, cogerle el niño y quitárselo. La mujer se quedó sin poder hablar, sin poder llamar a su marido. Cuando él se dio cuenta del desaguisado que había hecho, volvió, se quitó el sombrero y dijo: María que soy yo, Luis. Porque en aquellos días se había escapado un cura del manicomio de Alcañiz y ella se creía que podía ser aquel cura. Mi madre bajó, como vivíamos dos casas más abajo, le preparó una manzanilla porque tenía un disgusto.

La última vez que estuve tranquilamente hablando con Buñuel, fueron los primeros días de la guerra y me dijo que se iba a Francia y yo le dije: ¿cómo?, pero si ahora estás en tu ambiente. Porque él había demostrado, un poco, su afición a la posición de izquierda extrema, en esa época, con los comunistas. Le dije: ¿no te gustaban los comunistas? ¿Cómo es que ahora te quieres ir? Sí, pero no es esto lo que buscaba yo, no es esto de matar a la gente.

Enseguida le decepcionó lo que hacía la izquierda en España, al principio de la guerra. El en la Residencia se contagió del republicanismo pero luego no le pareció bien como habían ido las cosas.

En teoría era más utópico. A él le extrañó esto. Tenía prisa por marcharse y ya no sé después. Después vino, sé que estuvo en la Torre de Madrid, tenía un piso, yo no lo vi. Tenía entonces mucho trabajo y no podía distraerme.

En la guerra, los Buñuel eran independientes de todo. Conchita, le hermana, se casó con un aviador que al principio estuvo con los republicanos y luego se pasó a los nacionales, pero estos siempre le tuvieron por republicano y no tuvo éxito con ellos”.

Las cosas son como las recordamos. O cómo creemos que fueron. Con sus invenciones, sus mixtificaciones, exageraciones o tergiversaciones. Así fue Buñuel para Mindán o así quiso que fuera. No dejaba de admirar a su paisano aunque no quisiera hablar de las películas que sí conocía, que sí había visto y que sí le inquietaron. Decía Mindán que Buñuel fue un hombre de dudas. Faltaría más. Nosotros creemos, con todas nuestras dudas y reservas, que también el padre Mindán tuvo, vivió y murió con dudas. Como Nazarín. Como Buñuel y como  Miguel Pellicer. Creo.

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Javier Rioyo

La música del tiempo

3 de octubre de 2016 12:09:15 CEST




Wie soll ich meine Seele halten, dass

sie nicht an deine rührt? Wie soll ich sie

hinheben über dich zu andern Dingen?*

Rainer Maria Rilke

 

 

 

 

Durante el otoño del año 2000 apareció en Minúscula, que entonces acababa de nacer, Verde agua, el primer libro que se traducía al castellano de Marisa Madieri, escritora de obra tan intensa como breve. El hilo conductor de este relato con forma de diario es el éxodo de los italianos que a fines de los años cuarenta del siglo pasado abandonaron Istria y la ciudad de Fiume, como consecuencia de la incorporación de estos territorios a la Yugoslavia de Tito. Pero el libro es solo en parte un testimonio de ese episodio controvertido, porque en Verde agua, como muy acertadamente han afirmado los críticos, el verdadero protagonista es el tiempo, que fluye, cadencioso, como un agua subterránea, y se transforma en relato. “Somos tiempo condensado”, afirmó Marisa en una entrevista.

Poco antes de aquel otoño había llegado a mis manos (mi familia tiene raíces triestinas y en mi casa siempre hemos sentido interés por la rica literatura de la ciudad adriática) el volumen de 1998 de la editorial Einaudi que incluye los dos libros más extensos de esta autora, Verde agua (1987) y la poderosa fábula El claro del bosque (1992), prologados por el prestigioso crítico Ermanno Paccagnini. Me impresionó la sutileza con la que en esas obras afloraban temas como el exilio, el desarraigo, la identidad, y me conmovió su prosa certera y diáfana, que aborda lo esencial de la vida, tanto lo más cruel como lo picaresco y melancólico, sin rastros de patetismo (sin una pizca de “grasa sentimental y de pathos fácil”, diría Magris).

Inmediatamente pensé que Minúscula podría ser una segunda casa para sus libros, en especial la colección Paisajes narrados, que iba configurándose poco a poco. Una colección cuyo origen está estrechamente ligado a la admiración que siempre me ha suscitado la obra de Claudio Magris y a su manera, inclasificable e innovadora, de relatar los lugares de la cultura europea. Claudio cuenta que El Danubio nació de una intuición que le regaló Marisa. Y algunos destacados conocedores de la obra de Magris señalarían, como lo hiciera su traductor José Ángel González Sainz en la presentación de Verde agua en Barcelona, en noviembre del 2000, que Magris “recorre, a modo de ampliación o réplica, como en un diálogo continuo con los temas de Verde agua, sobre todo en Microcosmos, muchas de las cuestiones y los lugares de este libro”. Se entiende pues que yo sintiera una satisfacción añadida al ver publicados los libros de Marisa en Paisajes narrados.

En un alarde de atrevimiento, de esos que solo tenemos los tímidos en los raros días en que nos deshacemos de nuestra coraza protectora, pedí a Claudio Magris que escribiera un texto para nuestra edición de Verde agua. Tras un más que comprensible titubeo inicial, debido sobre todo a que la desaparición de Marisa le seguía provocando un gran dolor, accedió a preparar un posfacio en el que se explicara la gestación del libro, las circunstancias históricas que dieron pie a las vicisitudes familiares que allí se cuentan y qué recepción tuvo la obra de Marisa en Italia. Pero las páginas que envió y publicamos son mucho, mucho más que eso, a pesar de todos sus temores, de los que dejó constancia en una nota a dicho posfacio: “¿Cómo hablar de una persona que ha escrito libros de rara intensidad y que es también la compañera de la vida, la figura del amor y de la existencia compartida, cuya desaparición ha mutilado mi vida y que sigue presente en las cosas y en las horas? Se teme no saber distinguir lo que cuenta solo en el plano privado de lo que tiene una relevancia objetiva, de ceder a la emoción o de ponerse una máscara, a modo de reacción, de aséptica o falsa neutralidad, como si se estuviera hablando de un escritor de hace siglos.”

Recuerdo con especial cariño los meses en los que traduje el libro, con la preciosa ayuda de Claudio, y durante los cuales en la editorial preparamos tanto la edición como el acto de presentación en la librería La Central, de Barcelona, en el que Claudio tomó parte al final, después de las intervenciones de Mercedes Monmany y la lectura del texto de José Ángel González Sainz, que en el último momento no pudo desplazarse desde Italia. Durante esos meses viajamos con mi compañero, Joan, a Croacia y tuvimos ocasión de visitar las islas adriáticas en las que Marisa y Claudio pasaban los veranos: “Quizá un bultito que me he descubierto otra vez en el pecho me recuerda la sombra con la que debemos convivir. Toda vida contiene la semilla de su destrucción. Pero mañana partiremos todos juntos e iremos a nuestras islas habitadas por los dioses, Cherso, Unie, Canidole, Oriule, la Levrera. Durante doce días también yo seré inmortal”, afirma Marisa en Verde agua. Para Claudio “ese paisaje, en cierto modo, la contiene porque, como dice el narrador de [su cuento] ‘La concha marina’ intentando recordar los rasgos de la mujer amada muerta hace muchos años, ‘es como si su rostro se hubiese diluido en las cosas, entregándose a ellas’”. A orillas del mar, en Cherso (Cres), Joan tomó la foto que aparece en la cubierta de la edición española de Verde agua.

Desde entonces han pasado muchas cosas, Claudio volvió en el 2002 a Barcelona con ocasión de la presentación de El claro del bosque -la fábula que publicamos acompañada de un texto de Ernestina Pellegrini-, que corrió a cargo de Ana María Moix y Lluís Izquierdo, y a principios del 2003 asistió, durante su permanencia en Madrid para recibir la Medalla de Oro del Círculo de Bellas Artes, al homenaje que el Círculo brindó a Marisa y en el que participaron Francisco Calvo Serraller y Lourdes Ortiz. Por otra parte, en Minúscula estamos preparando la traducción del tercer libro de Marisa, La concha marina y otros cuentos, publicado en Italia en 1998 por la editorial Scheiwiller. Aparecerá muy pronto.

Si bien Marisa es una escritora que ha tenido una excelente acogida en Italia, era difícil imaginar que su obra calaría tan hondo en los lectores españoles. Mas allá de las numerosas y sugerentes reseñas que sus libros cosecharon (a título de ejemplo pueden citarse las de Mercedes Monmany, Javier Rodríguez Marcos, Josep Ramoneda y un largo etcétera) y las traducciones -al alemán, al francés, al polaco- que siguieron a la publicación en castellano, la reacción de los lectores fue muy cálida, no solo por lo que se refiere a las ventas (Verde agua lleva seis ediciones, El claro del bosque, dos), sino también al hecho de que muchos de ellos han querido, de una forma u otra, transmitir a la editorial su entusiasmo por los libros de Marisa. Y así han ido llegando cartas, correos electrónicos, llamadas, en los que se pide más información sobre la autora y se pregunta acerca de otros textos suyos disponibles.

Es muy grande la satisfacción de un editor cuando un libro genera una corriente de simpatía hacia su autor. Es un privilegio comprobar cómo Marisa Madieri se ha ganado no solo el respeto de los lectores sino también su afecto. Ciertos libros consiguen tejer redes de amistad a su alrededor. La amistad es un sentimiento peculiar: une más allá de los vínculos visibles. À  tous mes amis, connus et inconnus reza la dedicatoria de un libro de Blanchot. Leyendo los párrafos finales de Verde agua no parece del todo descabellado pensar que quizá Marisa también habría podido suscribirla: “...siento que debo dar las gracias a una multitud de personas, incluso a las que he olvidado, que al quererme, o simplemente al estar a mi lado, con su presencia fraternal no solo me han ayudado a vivir sino que son, quizá, mi vida misma.”

 

* ¿Cómo puedo retener mi alma para que no roce la tuya? ¿Cómo puedo elevarla por encima de ti hacia otras cosas?

Escrito en Lecturas Turia por Valeria Bergalli

Rojos y americanos

29 de agosto de 2016 11:48:25 CEST

Entró en el río sin descalzarse las albarcas de goma. Cruzó a la otra orilla, salvando sin esfuerzo la escasa resistencia de la corriente mermada por el estiaje. Rebuscó entre los juncos que ocultaban el cauce. Descargó la azada apoyada en su hombro y comenzó a morder la tierra a sus pies, ampliando las márgenes del río y aplastando con furia metódica el barro que extraía, sin que una protesta escapase de su boca, sin que sus gestos reflejasen odio, amargura o satisfacción. Onofre no malgastaba las palabras. El rostro sin expresión, aniñado y lampiño, mantenía a buen recaudo sus sentimientos.

Unos cuantos pelos claros repartidos sin orden entre la barbilla y los carrillos daban testimonio confuso de su edad. La ausencia de arrugas en la comisura de los labios y en el entrecejo delataban un pobre historial de sonrisas o de esfuerzo intelectual. Bien mirado, las emociones de Onofre las ponía de manifiesto la gota clara suspendida de su nariz, una moquita brillante que asomaba a finales de octubre y se mantenía creciendo y menguando sin apenas renovarse, según la excitación de su propietario, hasta bien entrado el mes de julio. En pleno verano, al ocultarse la gota, resultaba difícil descifrar sus pensamientos fijándose en las pupilas inmóviles, rara vez ocultas tras los párpados perezosos que apenas pestañeaban.

Probablemente fue esa falta de expresión la que animó a don Blas Ridruejo a hablarle con total confianza de cualquier tema, convencido de que no llegaba a entenderle o sería incapaz de recordar ninguna de sus reflexiones. Pero, aunque nunca replicó a sus palabras, Onofre tenía grabada en la memoria cada una de las frases del amo, desde el día en que le mandó llamar.

- Así que tú eres Onofre –dijo recorriendo con la mirada su cuerpo menudo.

Onofre soy.

- ¿Eres tan bueno como dicen?

En esta casa nació don Blas Ridruejo, procurador en Cortes, los vecinos de El Cuervo en reconocimiento a su labor. En la fachada de mi casa no hay placa. No seré tan bueno como dicen.

- Vamos a ver cómo las gastas -señaló los aperos de pesca en un rincón del bar, junto a la barra.

Toma las cañas y las nasas. Ve a la puerta de entrada y corre la cortina. Los canutillos de plástico hacen música al chocar. Dos Blas apura la copa. Entra una moscarda por la puerta. Atilano no protesta porque la cortina se abre para don Blas. Lo que pasa es que los moscones aprovechan. Cierra. Tú, por si acaso, cierra.

- Hablas poco.

Una moscarda se coló en el local y tomó la palabra con un zumbido pesado y burlón. Onofre soltó la cortina y sorbió la gota clara que deslizaba por su nariz.

- Mejor así. No me gusta la gente charlatana. Anda, vamos.

Onofre se adelantó y emprendió el camino de los Estrechos en dirección a Veguillas, de donde venía todas las mañanas a El Cuervo y por donde regresaba a su casa al anochecer. El amo le seguía, hablando de truchas, barbos y madrillas sin recibir respuesta. Tenían a la vista el puente natural cuando se detuvo y señaló un terraplén que bajaba hasta el río.

- ¿Por aquí?

Por ahí será más corto, pero se te va el pie y te caes rodando hasta la poza y  qué. Que al llegar a casa, calado y con el pantalón roto, Carmen va y me da una torta. Encima. Si se cae don Blas, va Carmen y le prepara un caldo, para el susto, y luego hace fuego para secarle la ropa y luego le zurce el pantalón, que ni se nota el roto ni nada. Pero a mi me dio una torta. Así que ahora bajo por aquí. Mejor por aquí.

- ¿Sabes por qué hablas tan poco? –cambió de argumento- Por  influencia de tu nombre. Por San Onofre. ¿Sabes quién era San Onofre? Un eremita.

Eremita. Permita. Ermita. Hermanita. Termita. Dinamita. Tita. Titas, titas, titas..

El guía volvió la cabeza sin parar de andar. La grava se deslizaba impaciente por delante de sus pies. Don Blas creyó intuir un gesto de curiosidad en el rostro inexpresivo.

- ¿Que qué es un eremita...? Un ermitaño. Alguien que vive lejos del mundo dedicado a la oración. Por eso San Onofre hablaba poco. Para no robarle tiempo a la oración.

Onofre se detuvo a la orilla del río, entregó una caña a don Blas, sacó de la nasa el bote con los cebos y comenzó a montar su anzuelo. Don Blas le imitó sin dejar de hablar:

- ¿Quieres saber más cosas de tu Santo? Era egipcio, o abisinio y a pesar de ser de ascendencia noble vivió tan pobre que su larga cabellera y una poblada barba le servían de vestido. Pafnucio, que fue discípulo suyo, escribió su vida y milagros.

Onofre le miraba de hito en hito y ese gesto animaba al amo a seguir hablando. El ruidoso aleteo de las libélulas o el asedio de algún tábano interrumpían su monólogo por un instante y luego tardaba en retomar el hilo de la historia, como si hubiese pasado mucho tiempo o como si el tema de su conversación hubiera dejado de interesarle.

- ¡Ya eres mía! –exclamó al sentir como se tensaba el sedal. Y cuando tuvo la trucha agitándose entre sus manos añadió algo más- El que abre lo bueno. Eso es lo que significa tu nombre en griego.

El que abre lo bueno. La puerta de casa, la cortina del bar, el camino del puente, el agua del río, el morral con el almuerzo, los reteles con cangrejos, la boca de las truchas. Abro lo bueno.

Cómo iba a olvidar Onofre aquel cumplido. Desde entonces siempre prestó atención a cualquier palabra que salía de la boca de don Blas, con el mismo interés que él seguía los gestos de su guía en las tranquilas jornadas de pesca que se sucedieron a partir de aquella tarde, verano tras verano, hasta que Santiago, el hijo del amo, se sumó al grupo.

Santiago todavía no había cumplido los veinte, pero contaba las anécdotas de su rutina en Madrid con orgullo de aventurero, igual que haría a su regreso a la capital al hablar del verano en El Cuervo.

- Eres el primer Onofre que conozco.

El sedal está hecho un lío. El sedal se enreda en el carrete. A mí al principio también se me enredaba, pero ya no. Ahora lo hago bien. Las cosas se hacen despacio y bien. No así, al buen tuntún. Ya lo dice Carmen que vísteme despacio que tengo prisa. Por aquí. El nudo se ha hecho aquí.

- ¡Te jodieron bien con el nombre! ¿Ya sabes la leyenda de Onofre?

Menudo lío. Y después del nudo va y se enreda por aquí. Así no se guardan las cosas, al buen tuntún.

- No distraigas al chaval –intervino el padre-. Échale una mano con el sedal.

Al buen tuntún, don Blas. Así hace Santiago las cosas, al buen tuntún.

- Onofre fue una viuda que estaba fetén y jóvenes la asediaban con intenciones deshonestas, tú ya me entiendes. ¿O no me entiendes? Sí, perillán, que sí que me entiendes... Y ella, todas las noches reza que te reza, rogando a Dios que obrase un milagro para apartarla de la tentación, así que va Dios y atendiendo a sus plegarias le pone barba y bigote y se acabaron los pretendientes. ¿Qué te parece? Tiene guasa Dios.

Onofre se pinchó al colocar el anzuelo, pero ni una mueca delató el dolor. Recogió el sedal en el carrete y le alargó la caña.

- Entérate. Onofre es nombre de mujer, el de la primera mujer barbuda de la historia. Ya ves tú, ella con barba y tú, siendo hombre, sin un pelo en la cara. ¿Tiene o no tiene guasa la paradoja? Pero qué vas a saber tú lo que es una paradoja.

Paradoja. Para coja, para roja, para moja. Al buen tuntún. Dices las palabras al buen tuntún. Enredando las frases como el sedal. Al buen tuntún.

- No hagas caso, Onofre –dijo don Blas lanzando el anzuelo al agua-. Eso es una leyenda. La verdadera historia es la que escribió Pafnucio.

- ¿Pafnucio? ¡Otro que tal! –rió Santiago imitando el movimiento de su padre.

Padre e hijo hablaban sin parar. No sabían disfrutar del silencio. Buscaban la compañía de sus propias voces por encima del rumor del agua, el piar de las lavanderas correteando por la orilla o el agudo reclamo de las chicharras ocultas en el pinar.

Onofre aprendió pronto a hacer oídos sordos a las palabras de Santiago. Prefería escuchar la voz segura y paternal de don Blas cuando hablaba de la gente del pueblo, la resignación con la que recordaba a su esposa, que en paz descanse, o el tono cortante y resentido que acompañaba sus comentarios políticos.

- Esto va de mal en peor y no tiene solución, estando como está el Generalísimo, atado de pies y manos. Perdido entre curas y empresarios, que te lo digo yo.

Lo habrán atado ahora. Una vez lo vi en el bar. Salía en la tele, asomado a un balcón y hacía con la mano así y así. Hablaba y movía las manos así. No estaba atado. De pies no digo, pero de manos no. Por lo menos ese rato. Don Blas sabrá, que dicen que lo ha visto en persona. Hasta el coche que lleva se lo puso Franco y también el chofer. De Franco todo.

Pocas veces hablaba de política, pero desde el día en que se presentó en el pueblo sin chofer ni coche oficial, Franco y sus ministros fueron tema recurrente en las conversaciones de don Blas Ridruejo. No en la sobremesa ni en la tertulia del bar, pero a solas con Onofre no había por qué disimular:

- Ya lo han conseguido. ¿Te lo dije o no te lo dije? Si entran los del Opus en el Pardo se queda la revolución pendiente. Pues ahí los tienes.

A partir de entonces era frecuente que don Blas Ridruejo, procurador en Cortes, se quejase de España, así, en general y sin excepciones:

- Lo mismo me da tú que yo que el mismísimo Franco. España no pinta nada en el mundo. ¡Qué digo en el mundo! ¡España no pinta nada en España! Como te lo digo, Onofre, entre rojos y americanos, nada pintamos.

Una, grande y libre. Franco. El Real Madrid. Lola Flores, Sara Montiel, Joselito, Antonio Bienvenida, Bahamontes, Ocaña, Urtain, Massiel, el lalalá. España sí que pinta, don Blas. Pinta y mucho. Más que los rojos y los americanos pinta.

- Esto se acaba, Onofre. Tanto luchar para nada. Esto se acaba.

El que siempre aseguró que su sueño era jubilarse pronto para pasar los días pescando en el Ebrón, cuando ya no le reclamaban asuntos urgentes en Madrid, perdió el interés por la pesca. Por todo perdió el interés. Por la política y las truchas, por los cangrejos y el almuerzo, por la copa y la tertulia del bar. Cada día más delgado, más oscuro, más callado.

Y mucho que pinta España. Pinta y mucho. Yo no pinto, ni la Carmen pinta. Ni su hijo Santiago puede que pinte. Pero usted sí pinta, sí. Aunque esté así, cada día más delgado, más oscuro, más callado.

- Anda, Onofre, pasmaó. Saca esos reteles que le voy a llevar unos cangrejos a tu hermana para el almuerzo.

Mire qué gordos, don Blas. ¿No le hace gozo verlos? No han de dar la medida... de sobras la dan. Los meto en una bolsa y que se los lleve Santiago y que los haga la Carmen y se los almuerzan usted y Santiago.

Perdió el interés por los cangrejos y el almuerzo. Por las idas y venidas de Santiago, que tanto le irritaban, perdió el interés:

- ¿Se puede saber a dónde vas?

- A casa de éste –señalaba a Onofre-, que me he dejado la gorra y se me va a sentar el sol.

- ¿Se puede saber a dónde vas?

- A casa de éste –señalaba a Onofre-, que prepare algo de almuerzo Carmen, que tengo un hambre que no me tengo.

- ¿Se puede saber a dónde vas?

- A casa de éste –señalaba a Onofre-, que me he cortado con la navaja y no llevamos alcohol ni nada.

- Estás a todo menos a la pesca.

Llevaba razón don Blas. Santiago decía que la pesca era un pasatiempo de viejos. Monótono, inactivo y sin riesgo. No era entretenimiento para sus veinte años:

- Esta noche te vienes conmigo, Onofre. Mañana me tengo que llevar una docena de truchas a Madrid.

Está prohibido. Por la noche no se pesca, que está prohibido.

- No me mires con esa cara de pasmaó. A las once me esperas a la entrada de los Estrechos y te vienes conmigo.

Que no, que  no. Que luego Tomás, el forestal, me mira y me lo nota. Que viene a ver a la Carmen y se me queda mirando y yo no sé disimular.

- ¡Tú, escojonao! ¿Dónde te metiste anoche? Yo aquí esperándote y tú sin aparecer.

Anoche vino Tomás a ver a Carmen. Mira si podía haber ido, pero no se pesca por la noche. No se juega con ventaja. Onofre abre lo bueno. Onofre no es tramposo.

- Ya puedes conseguirme esa docena de truchas que yo voy a contarle a la Carmen el inútil que tiene por hermano.

Una, despacio. Dos, no hay prisa. Tres, cuatro. Paciencia, paciencia. Cinco, seis. Cambiar el cebo. Siete, siete, siete, siete.  Alguna se resiste. Ahí está la gracia. Ocho, con calma. Nueve, nada de al buen tuntún. Diez, once, es la mejor hora. Al ponerse el sol doce truchas a Madrid.

- Como un rey quedé, Onofre. Que no se lo creían cuando se lo dije. En menos de una hora llené la nasa. Y me dicen  que no, que no. Y les digo, ¿qué os jugáis? Un día de estos se presentan todos desde Madrid y nos dejan el río sin truchas.

La gota de la nariz se asoma y se esconde. Los ojos no pestañean, los labios no se mueven, pero la gota sube y baja, baja y sube.

- Anda, ven conmigo,  que te he traído un regalo. Y suénate los mocos.

Le sigo por la carretera y de la carretera al camino y del camino al molino.

- Aquí mismo. Cuanto más cerca de casa mejor.

Santiago se sentó en el suelo y abrió la nevera. Dentro no había gaseosa, ni cerveza, ni fruta, ni pasteles. Sólo agua y unos trozos de hielo flotando entre un amasijo rojizo que se revolvía con vida propia.

- Me los ha dado un amigo navarro –dijo abriendo la bolsa y sacando un cangrejo-. Que se reproducen como chinches dice. Ya veremos...

Onofre lo miró con curiosidad. Tenía el caparazón rojo y chasqueaba la cola con movimientos nerviosos. Tendió la mano para cogerlo.

- Ojo con estos que tienen mala leche. Si pudiera me pellizcaba.

Santiago lanzó el cangrejo al centro de la poza, donde el agua llegaba con un vaivén pausado, arrastrando la espuma del salto de agua.

- De esto a mi padre ni una palabra – dijo vaciando la nevera en la orilla-, que son americanos. Lo que le faltaba por ver.

Rojos y americanos. Entre rojos y americanos, una mierda pintamos. Una cosa le tengo que decir, don Blas.

- Onofre, hijo. Hasta diciembre, si Dios quiere –se despidió, menudo y macilento, sentado en el asiento del copiloto. En un Seat ciento veinticuatro azul oscuro, sin matrícula oficial ni chofer uniformado.

- Aparta, pasmaó, que aún te voy a pillar -Santiago arrancó el coche, tocó la bocina, dio una vuelta a la plaza y se perdió calle abajo.

Octubre la fruta, noviembre la leña, diciembre el puerco. Carmen, guarda el presente, por si viene don Blas este viernes.

Enero. Tañen las campanas, lentas y sobrias, tocando a muerto.

Por nuestro hermano Blas y por todos los difuntos, roguemos al Señor.

El que abre lo bueno abre la puerta de la Iglesia. Sale la gente y hace corrillos. Tomás, el forestal, se detiene:

- ¿Qué le pasa a tu hermana que está tan rara?

Será por lo de don Blas, que ha hecho sentimiento.

- ¿Y por qué no ha venido a misa?

Qué se yo. Ayer encontré un cangrejo muerto. En el molino. Escucha, Tomás, en el molino.

- Lo mismo me da ir a verla que no. Para el caso que me hace...

El primero lo vi en el molino. En pleno invierno. A Tomás, el forestal, se lo enseñé y ni caso. Por mi hermana me preguntaba. Que qué le pasaba a la Carmen. ¿Y a los cangrejos? ¿Qué les pasaba a los cangrejos? Y mira ahora. Por no hacer nada a su debido tiempo.

 - Camen. S’an mueto os candejos.

- ¿Que se han muerto los cangrejos? Y yo qué quieres que le haga –responde Carmen sin mirarle, sentada en la silla, viendo la tele, con las manos sobre el regazo.

Dejé el retel cebado con melsa. Saqué rojos, de los de la nevera de Santiago. Rojos y americanos. Pero de los nuestros no había ninguno. No pintamos nada.

- Os candejos tan muetos a la odilla.

- Se morirán por la sequía. Se quedan en la orilla y se mueren.

- De sequía no. S’an mueto po ota cosa.

- Por otra cosa será. Tú sabrás.

Desde que murió don Blas está seria Carmen. Desde que no ve a Santiago está seria. Después de entrar los rojos y americanos a la poza del molino se murió don Blas y no nevó en invierno y no ha vuelto Santiago, ni llovió en primavera, ni ha vuelto a sonreír la Carmen. ¡Peste de bichos!

- Mira lo que había en el río –deja Atilano el ejemplar sobre la barra del bar.

Tomás, el forestal, lo mira por arriba y por abajo:

- Cangrejo sí que es. Ahora, lo que le ha pasaó pa estar así a mí no me lo preguntes –se encoge de hombros.

- ¡Qué cosa más rara! –lo toca con el dedo José, el sastre.

Abre la cortina del bar. El que abre lo bueno. 

- Cierra la cortina, que entran moscas –dice Atilano.

- Onofre, tú que andas a todas horas por el río. Mira esto a ver si sabes.

Es rojo y americano.

- ¡Qué va a saber éste! – Tomás lo examina con cuidado.

- Ni sabe de donde viene este bicho ni qué otro bicho le picó su hermana –ríe sin ganas el sastre.

Tomás, el forestal, suelta el cangrejo y mira a José.

- ¿Le pasa algo a la Carmen?

- ¡Cómo no te la van a pegar los furtivos, si te la pega hasta tu novia!

- ¡Qué novia ni que…! A mí la Carmen ná de ná. ¿Te queda claro?

- Como el agua. Y mejor para ti.

- Ni mejor ni peor. A mí como a ti.

Es la peste. La Carmen está seria por la peste.

- Ni a ti ni a mí. Al que le haya hecho el bombo en todo caso–ríe sin ganas el sastre.

- ¿Y tú cómo lo sabes?

- ¡Coño, Tomás! Que he sido padre siete veces.

Fina, Mercedes, José, Roque, Pilar, Teresa… Uno. Me falta uno para los siete.

- Anda que no se nota. En la cara, en el carácter y en el bombo, que a partir del tercer mes yo ya les noto en bombo.

 Un bombo. Me falta uno para siete. La Carmen tiene un bombo. Pilar, Teresa… El sastre se ríe y hace un arco con la mano, delante de la tripa, como cuando se preñan las mujeres. Pilar, Teresa… Onofre rezaba a Dios para que no le hicieran un bombo. Y Dios le hizo crecer la barba. A Santiago le hacía gracia la ocurrencia de Dios. A Tomás no le hace gracia.

La moquita de Onofre sube y baja, baja y sube, con una respiración acelerada y sus ojos, siempre inexpresivos, miran a todos los lados. En un rincón, junto a la entrada, está la azada de Atilano, sucia de barro.

- ¡Deja eso ahí, Onofre! –grita el camarero.

José, el sastre, se esconde en los servicios.

Tomás mira sin ver.

Onofre corre la cortina y emprende el camino hacia Veguillas.

Escrito en Lecturas Turia por Elifio Feliz de Vargas

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