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Javier Cercas: “Quien no asuma riesgos, que no sea escritor”

La entrevista empieza sin haber empezado. Javier Cercas se frota las manos, un gesto inocente si no desprendieran cal contra el suelo. Acaba de terminar un libro, faltan semanas para que llegue a las tiendas y la energía que le ha sobrado la va a emplear aquí. Pero, como lo último no es lo último sino lo siguiente, no está ocupado en él, sino en unas ponencias que debe dictar el año que viene en Oxford, donde ha sido invitado como Weindenfield Visiting Professor por el departamento de literatura comparada del St Anne’s College.

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Escrito en Lecturas Turia por Fernando del Val

Larrea vs. Buñuel

19 de noviembre de 2014 08:42:27 CET

Entre los proyectos nonatos de Buñuel (papel sin celuloide), como Goya, Là bas, El monje, Johnny cogió su fusil, Agón, Fortunata y Jacinta, La casa de Bernarda Alba, Bajo el volcán, Pedro Páramo y tantos otros, sobresale uno por su singularidad y por la dilatación en el tiempo de la voluntad por convertirlo en película: Ilegible, hijo de flauta, un trabajo singular de Juan Larrea cuya trayectoria como proyecto cinematográfico transita desde 1927 hasta finales de la década de 1960. Varios de los guiones citados habían sido publicados anteriormente, sobre todo por iniciativa del Instituto de Estudios Turolenses, y ahora ve la luz éste último auspiciado por la editorial andaluza Renacimiento, en colaboración con el propio Instituto de la Diputación de Teruel y la Universidad de Bérgamo. Su profesor Gabriele Morelli es precisamente el encargado de realizar una edición que sobresale por su rigor filológico y que incluye toda la documentación necesaria para reconstruir la historia del texto. A saber: una introducción que contextualiza los avatares de su redacción, el proceso de correcciones e intervenciones sobre el original y el largo debate entre los dos creadores (que podría resumirse en una lucha de egos y de intereses intelectuales y económicos); la evacuación de la correspondencia entre Larrea y Buñuel, que pone en evidencia tanto la coincidencia de intereses (convertir el argumento en film a partir de un material literario de común sensibilidad) como las grandezas y miserias de una colaboración demasiado prolongada en el tiempo y destinada al fracaso reiterado; notas varias del escritor sobre su texto; la reproducción completa del argumento fechado en 1957 (el más elaborado de ellos y, por tanto, el considerado como definitivo por su autor); y la adaptación fílmica realizada por Buñuel a partir de él en forma de guión técnico.

            En 1927, una crisis espiritual lleva a Juan Larrea a escribir en París Ilegible, hijo de flauta, un relato breve que se nutre del –para entendernos- movimiento surrealista, que por esa misma época tanto influye en Buñuel y Dalí para su concepción de Un perro andaluz. Perdido el texto original durante la Guerra Civil española, será en 1947 cuando un grupo de amigos incite al escritor vasco para que colabore con el director aragonés, entregándole una sinopsis para que, ante el interés de una productora norteamericana, fuera convertida en película. El proyecto se duerme hasta diez años después, cuando es Buñuel quien toma la iniciativa de su realización tras convencer al productor mexicano Barbachano Ponce: Larrea, en colaboración con su hija Luciane desde Buenos Aires, alarga el texto para convertirlo en un guión de duración estándar, pero una desavenencia a propósito de una escena (la de los Testigos de Jehová) que el autor considera imprescindible pero Buñuel ha aceptado suprimir por problemas presupuestarios, rompe el acuerdo y la amistad entre ambos. En 1963, Buñuel vuelve a la carga, pues planea incluir Ilegible en un film de cuatro episodios (que incluye la adaptación de textos de Cortázar, Carlos Fuentes y Wilhelm Jensen); el proyecto vuelve a truncarse y sólo en 1980 el relato verá definitivamente la luz cuando, a instancias de Octavio Paz, la revista mexicana Vuelta decida publicarlo en sus páginas.

            Esa es grosso modo la historia imposible de Ilegible, hijo de flauta. Morelli describe el complejo argumento que ahora se hace público con el sintagma “entre el irracionalismo y el simbolismo”; es indudable la impronta surreal que constituye su columna vertebral, con imágenes chocantes y elementos que apelan al subconsciente. Larrea dinamita la lógica causal en el encadenamiento de aconteceres del relato, en una estrategia que evidentemente lo entronca con Un perro andaluz y que parece una reacción militante contra el cine naturalista que explícitamente condenó. El brote onírico y la ruptura espacio-temporal, el simbolismo agresivo y fulgurante y el disparate narrativo fueron materias primas con las que Buñuel edificó no pocas de sus obras, por lo que la unión de ambos talentos (sobre todo pensando en la capacidad del aragonés para verter en imágenes de manera productiva el torrente de ideas ideado por Larrea) hace pensar en la fertilidad de su hipotética conversión en forma fílmica. Policías que se suicidan en cadena, amantes escondidos en el armario, mujeres que se asemejan a la estatua de la Libertad o a la Venus de Milo, angelicales seres que expiran en brazos de Ilegible, un choque de trenes en la señera fecha 18 de julio de 1936, marineros que navegan en busca de una isla flotante, un cofre lleno de dentaduras postizas, una reunión de Testigos de Jehová, un león que dormita y se parece a León Felipe…, son algunas imágenes que, con una leve ilación, van desfilando a lo largo de unas páginas abiertas tanto al choque ilógico de ideas como a un simbolismo cargado de intenciones religiosas, políticas y culturales. La conclusión del texto es de una belleza conmovedora: “Destaca sobre el cielo un gran bulto de mujer, algo así como una inmensa estatua de la Venus de Milo con sus dos brazos completos el derecho levantado a la manera de la estatua de la Libertad. Como una antorcha parece tener el globo del sol en la mano. Esta mujer es exactamente la misma que alumbrada por el sol poniente se le mostró desnuda en el bosque. (…) El trigo sigue creciendo con tan rápida intensidad que en un momento oculta a Ilegible y Avendaño de nuestra vista”. Ilegible parece haberse instalado en un universo situado fuera del tiempo y el espacio, en el que el único valor sea la libertad, asociada (como en Cernuda) a la ausencia de deseo.

            La edición de Ilegible, hijo de flauta permite conocer mejor –si ello es aún posible- los métodos de trabajo de Luis Buñuel a la altura de 1957, no sólo por lo que se refiere a su voluntad por atenuar (a veces en contra de su fama) los desvaríos o los efectos gratuitos, sino también a la parquedad con que solventa el contenido técnico de su adaptación: generalmente éste se reduce a la escala de la toma (de close-up a full-shot) y los procedimientos de transición entre planos o escenas (corte, fade in), lo que hace pensar que el realizador dejaba para el momento del rodaje las soluciones lingüísticas, técnicas y estéticas de cada elemento fílmico. Pero sobre todo, se trata de un libro que viene a sembrar nuevas luces (y también sombras nuevas) sobre los avatares y problemas que genera un medio de expresión colectivo (y muy caro) como el cine cuando sobre él se vuelcan genios creativos y narcisismos incontrolables. Su historia está llena de estos conflictos, y éste es uno de los más singulares y reveladores. Así, la película Ilegible, hijo de flauta nunca vio el sol. Quedan, ahora, a disposición del lector los textos y, con ellos, una parte de la Historia de la cultura hispana del siglo XX. - PABLO PÉREZ RUBIO

 

Gabriele Morelli (ed.), Ilegible, hijo de flauta. Argumento cinematográfico original de Juan Larrea y Luis Buñuel, Renacimiento (con la colaboración del Instituto de Estudios Turolenses y la Universidad de Bérgamo), Sevilla, 2007.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Pablo Pérez Rubio

Vigilia

18 de noviembre de 2014 11:55:19 CET

De noche, algunas veces,
cierro al invierno las contraventanas;
acallo todo mal, todo sonido
salvo las campanadas del reloj
y, tras unos instantes de penumbra,
enciendo alguna luz;
escojo un libro —casi
por mandato moral— y estudio.
                                                           Siempre
tengo a mi lado este papel en blanco.

El mundo se hace así
brevemente habitable:
deposito cenizas sobre el mar
o brasas en la nieve;
hago incisiones, podo, cavo, injerto
de palabras y ausencias un jardín
ignoto. Sueño el mar
junto a las escolleras, desatado...
y mi padre el dolor, como otras veces,
acaba por marcharse a descansar.

Yo le dejo dormir. Camino lento

para salir bajo mi lluvia, al raso;
frotarme con las manos la mirada
y en la sombra del agua revivir.

Luego regreso.
Él duerme ya, en figura de león.
                                                    Yo, el resto
de la noche afilada, bajo tierra,
me afano en el velar.

Escrito en Lecturas Turia por Agustín Pérez Leal

Cómo elevar el vuelo, sin ser un ángel, desde un cuarto propio, cómo comprar flores y gatos persas, papel para escribir; cómo lanzar un anzuelo, cómo lanzarse uno mismo como anzuelo para intuir una idea del mundo, para rozar una idea sobre el mundo. Cómo pasar el día con la mano suspendida en el aire, asida a una pluma, al borde de un tintero, al borde del lago. Y qué decir. Y cómo decirlo. Y cómo decirlo en libertad.

 

A Virginia Woolf le preguntaron por su profesión y le sugirieron que hablara sobre ella y sobre las dificultades a las que se enfrentaba una mujer en esa profesión. Como era de esperar, hizo algo más que un catálogo de nudos sociológicos. En esa pequeña conferencia, Virginia señala las condiciones y obstáculos con los que se enfrenta una mujer a la hora de elegir la escritura como profesión, y a la hora, como creadora, de dejar correr la mano sobre el papel con libertad; en no más de cinco páginas, resume toda una actitud frente a la creación.

 

Comprar el papel y la pluma, disponer del cuarto y el tiempo necesario, disfrutar de cierta independencia económica: éstas eran las condiciones materiales. No es poco, y aún era menos poco para una mujer en aquella época. Sin embargo, Virginia Woolf añadía que para comenzar a escribir, además de reclamar aquel cuarto propio y el tiempo y el papel, había que matar al ángel de la casa. Es decir, el acto fundacional de la escritura como profesión, señalaba con serena y compleja precisión, era, en cierto sentido, un acto de violencia. En el caso de una mujer a principio de siglo, se trataba de elegir al otro abstracto que es la escritura frente a los otros particulares.

 

Había que comenzar con un acto de desplazamiento, de violentación del orden establecido, para ejercer la profesión de escritor, seguido de un acto de libertad extrema en el decurso de la conciencia para vivir como tal: estas son las premisas que Virginia Woolf reclama para la creación. Aunque sea desde un lugar distinto del prisma, me parece que las observaciones de Virginia Woolf continúan siendo vigentes. Preguntarse por el actual ángel de la casa, preguntarnos sobre cuáles son los fantasmas de contención con los que se enfrentan hoy los creadores, y, suponiendo que se puedan conjurar, preguntar si se enfrentan hoy con libertad –como mujeres, como hombres- sin la coacción de la mirada sancionadora externa a la que alude Virginia, ¿acaso no siguen siendo tareas necesarias?

 

_______________

 

*Conferencia dictada en la National Society for Women’s Service el 21 de enero de 1931. Póstumamente publicada en La muerte de la polilla, 1942

Es posible que en estos años las dificultades para iniciar la creación y afrontarla con libertad sean menos disímiles entre hombres y mujeres, sin embargo creo que, en cierto sentido, son más complejas para ambos sexos. Los ángeles domésticos y los espejos petrificadores no han perdido ni su persuasión ni su severidad.

 

Alas: la escritura como profesión

Volvamos al acto fundacional de la escritura: matar al ángel de la casa. Virginia se refería con esta imagen al popular poema de Coventry Patmore en el que éste elogiaba a su perfecta esposa victoriana. Según la intepretación de Virginia, esa perfecta esposa era una especie de lubricante de la realidad, una mezcla de ángel y duendecillo, malicioso si era el caso, que se encargaba de limar asperezas, engrasar los goznes para que no chirriaran, moderar desavenencias, apaciguar desencuentros y facilitar el curso de los acontecimientos previstos. En principio no parece una mala tarea, salvo porque no hay opción ni imprevistos. El ángel de la casa custodiaba un orden ni elegido ni cuestionable, y lo hacía bajo la brújula de la renuncia y la abnegación.

 

En esa pequeña conferencia, Virginia Woolf confesaba que si bien creía haber solventado el problema de matar al ángel de la casa, sin embargo no había podido solucionar el conflicto del espejo; es decir, si bien los hombres eran libres para entregarse al acto de la creación en términos de imaginación y trance, las mujeres no podían hacer tal cosa. Podían, sí, reclamar su cuarto, reclamar la remuneración por su trabajo, reclamar su deseo de no ser las conciliadoras perpetuas de lo irreconciliable, pero el ejercicio extremo de la imaginación para crear la obra de arte estaba aún lejos. La descripción es sencilla y transparente, la joven mujer, que no sabe en qué consiste ser una mujer, ni cree que nadie pueda saberlo, ya ha escrito un artículo, lo ha enviado en un hermoso sobre, se lo han publicado, le han pagado por ello y con ese dinero ha comprado un gato persa: algo tan inútil como bello y necesario. Ése es su primer acto de escritora profesional, comprar un gato persa. Con ese acto y el de encerrarse a escribir su cuarto propio, Virginia entiende que ha matado al ángel de la casa.

 

Regreso entonces a la pregunta, con qué ángel se encuentran hoy la escritora o el escritor, la poeta, el compositor... Desgraciadamente, podemos hoy todavía preguntarnos, como Virginia, si en el ejercicio de la escritura hay algún obstáculo mayor para las mujeres que para los hombres. Sin embargo, no es esto lo que me interesa señalar, sino que el acto de la escritura, la decisión de escribir, se inicia con un acto de perturbación del orden, un acto de serena violencia que lleva a la escritora a la aniquilación de la gestualidad que le es impuesta. No estoy muy segura de que podamos seguir explicitando, con la “libertad” con que lo hizo Virginia, que es necesario ese grado de violentación de la realidad social e ideológica para, siquiera, empezar a plantearse el acto “profesional” de la escritura. Me temo que hoy no estamos menos impelidos a no generar conflictos, más allá de lo admisible, de lo que lo estaban hace casi un siglo los ángeles de las diversas casas. Quién de entre los profesionales compra hoy con su primer “sueldo” de escritor el camaleón de Keats, el barril de Diógenes, la itinerancia de Rilke, el pan con dos cerillas de Vallejo, en lugar de la mantequilla para las tostadas o la hipoteca de la casa. Así lo enuncia Virginia, así podemos enunciarlo hoy. Todo es entendible, sobrevivir es también vivir, comer pan con mantequilla, necesario. Pero no lo es menos el gato persa, la belleza del camaleón, la verdad de la belleza y la decisión de no asumir algunas contingencias. Al menos no todas. Ni es menos necesario tomar la decisión de no tener contento a todo el mundo, cosa terrible.

 

Matar al ángel de la casa: primer escalón, de ascensión o de descenso.

 

Espejos: la metamorfosis de la escritura

Pero esa mujer es ambiciosa y quiere algo más que ser una “profesional” de la escritura, esa mujer quiere un acto libre de imaginación y creación, quiere levantar la mano, aferrarla a la pluma y, una vez que le ha lanzado el tarro de tinta al ángel de la casa, como el que lanza una piedra a un estanque, una vez que ese receptáculo de líquida escritura le ha dado muerte al ángel, quiere algo más. El acto de asesinar al ángel es una experiencia laboral, social, no le basta con documentar y testimoniar, y ahora quiere una experiencia de creación de escritura, de imaginación. Pero no es posible:

 

“Quiero que me imaginéis escribiendo una novela en estado de trance. Quiero que penséis en una joven sentada, con una pluma en su mano, que durante minutos, e incluso durante horas, no sumerge en el tintero. La imagen que llega a mi mente cuando pienso en esa joven es la imagen de un pescador que yace hundido en sueños al borde de un profundo lago con una vereda que se extiende alrededor del agua. Dejaba que su imaginación se derramara libremente sobre cada roca y en cada grieta del mundo que yace sumergido en las profundidades de nuestro ser inconsciente. Entonces sucedió la experiencia, la experiencia que creo menos frecuente entre las mujeres escritoras que entre los hombres. La línea se fugó entre los dedos de la joven. Su imaginación se había desvanecido. Había buscado los estanques, las profundidades, oscuros lugares donde dormita el pez más grande. Y entonces algo se había quebrado. Hubo una explosión. Hubo espuma y confusión. La imaginación se había estrellado contra algo duro. La joven despertó de su sueño. Estabo en un estado de la más aguda y extrema angustia. Para decirlo sin rodeos, había rozado algo, algo sobre el cuerpo, sobre las pasiones que no le cabía a ella nombrar como mujer. Los hombres, su razón se lo decía, se habrían quedado pasmados. La conciencia de lo que los hombres dirían de una mujer que dice la verdad sobre sus pasiones la había expulsado de su artístico estado de inconsciencia. No podía escribir más. El trance se había desvanecido. Su imaginación no podía continuar creando. Creo que esta es una experiencia muy común entre las mujeres escritoras, se encuentran impedidas por el extremo convencionalismo de su sexo.”

 

Esa joven mujer quiere un acto de creación, un gesto que le permita entrar en contacto con lo desconocido, con lo que desconoce de ella y con lo que desconoce del mundo, y, si es posible, con lo que el mundo desconoce de si, es decir, con lo otro. Busca un acto de creación que se refleja en un espejo de doble naturaleza. El vuelo de la libertad creadora se anuda no tanto a las alas de un ángel como a las aletas de un pez, es decir, para que el vuelo no carezca de identidad y se convierta en una losa ha de sumergirse antes en lo inconsciente, individual o colectivo. La joven escritora, que bordea la orilla del lago y que ve el pez de lo inconsciente al fondo, sabe que debe prescindir de las preocupaciones que le pueda suscitar su imagen como mujer para poder sumergirse en busca de ese acto de creación; ha podido atravesar, como Alicia, el espejo de su propia mirada, pero no ha podido hacer lo mismo con la mirada del otro, ese otro que es el azogue, el que convierte una superficie transparente en un espejo, y que delimita lo que se refleja. En esta época, me pregunto si hay siquiera un espejo para la tarea del escritor, si hay siquiera “otro” que espera algo de ese “profesional” de la línea, continua, partida, suspensiva...

 

La creación como un diálogo con y contra los espejos. La creación como un acto de metamorfosis en diálogo con lo otro y en disidencia con lo uno.

 

Me pregunto si podríamos pensar en Orlando como en la respuesta al ángel de la casa. Creo que en parte sí: Orlando no sólo posee un cuarto propio sino un espacio laberíntico e infinito, como el mundo, Orlando no depende económicamente de nadie, y por tanto no le debe servilismo a nada ni a nadie, Orlando participa de ambos sexos porque lo que no necesita que el otro sexo le devuelva su imagen, y, lo que es más interesante, ante tal cúmulo de peculiaridades desplegadas con tanta naturalidad y levedad, a nadie le resulta ofensiva su extravagancia. Orlando es libre de encontrar la manera para desarrollar sus deseos e inquietudes, y, sobre todo, su intensa y a la vez serena necesidad de vincularse a la vida y las experiencias, y meditarlas como mejor le plazca. Todo esto, claro, con muchos matices, nadie es enteramente libre; si bien hay ciertas y distintas convenciones a las que adecuarse, el espacio que le queda a Orlando para ser lo que es, es bastante amplio porque, y esto es lo más importante, Orlando no tiene miedo, su identidad es cambiante y no está comprometida por un espejo petrificado. Orlando atraviesa el tiempo y la cultura y sus trasmutaciones casi como la poesía de Holderlin. Su vida es su escritura y ese interminable poema dedicado a un árbol.

 

Alcanzar esa libertad quizá sea utópico, pero de eso se trata, ¿no?. Al menos de intentarlo. Me pregunto qué escritor en estos días puede encerrarse en su cuarto, con su gato persa, su camaleón, su Odradek, su barata resma de papel, el arma homicida del ángel y lo que queda de éste, su pluma, y dejar correr la mano, a través de las metamorfosis. Cómo acceder a ese trance al que se refería Virginia Woolf sin quedarse paralizado ante la mirada sancionadora de lo que se espera o, lo que es peor, de lo que nadie espera.

 

Bien, convengamos en que, a estas alturas de la modernidad y de la posmodernidad, las prevenciones no son las que eran, pero convengamos también que resulta iluso pensar que estamos libres de sanciones de una u otra índole. En estos momentos, me temo que el doble espejo, ese en el que debemos mirarnos y a la vez el que debemos eludir, no tiene tanto el carácter de azogue moral, que también, como un carácter formal. Porque, ¿cuáles son hoy los espejos petrificados o falsos espejos que paralizan la mano sobre el papel? ¿Los críticos literarios, los estudiosos, los medios de comunicación o silenciamiento, el mercado, el río del clasicismo y la tradición del que cada artista debe ser despositario o de la que debe huir? Y ¿cuántos están dispuestos a sumergirse en el trance al que se refiere Virginia y regresar siendo otros? ¿Qué otros serían esos, y, para quién? Intuyo que ésta es más una época de cambios que de transformaciones, y que, en cierto sentido, la literatura ha renunciado a su poder alquímico de transformación. Convertida la cultura en consumo de ocio, convertidas las filosofías y las religiones en materiales arqueológicos, desprestigiadas las revoluciones, ignorados los recursos retóricos que no acudan al naturalismo, normativizadas formalmente las piezas artísticas, de la índole que sean (cuadros, poemas, películas, canciones, piezas de teatro, novelas), resulta cada vez más complicado, que no complejo, dejar correr la mano en libertad. Si la libertad de un creador fuera escribir un poema en prosa de quinientas páginas, o realizar una saga fílmica de veintisiete cortos de tres cuartos de hora de duración cada uno, o una novela por entregas en capítulos de tres renglones... Sí, esa libertad sería posible, como lo sería un circo de fantasmas, pero me temo que sólo bajo la intermediación de mecanismos publicitarios que enfatizaran no su carácter de objetos de conciencia sino de divertimento extravagante. Me pregunto, en realidad, cuál es el espacio de diálogo que ahora se le otorga a la creación.

 

Coda: anzuelos y piedras

De buenas intenciones está empedrado el camino del infierno, reza el refrán, y la cuestión es como enfrentarse a la escritura sin confundir las alas con piedras ni la profesión con la creación. Cómo no terminar con los bolsillos llenos de piedras, creyendo que son las alas de la profesión. El que esté libre de pecado que tire la primera piedra.

 

Virginia Woolf no daba soluciones, se limitaba a poner el dedo en la llaga, a nombrar con lucidez no exenta de consternación, las dificultades que advertía y creía necesario salvar. Las nombraba como un San Jorge derrotado frente al dragón que habría deseado ser un Jonás que regresa del vientre de la ballena. Han pasado los años, y me parece que la enseñanza se mantiene intacta. Virginia exponía en esa breve conferencia sus conquistas y derrotas, sus fantasmas y hallazgos: los anzuelos necesarios para la creación y los detestables como seducción de la complacencia; las piedras necesarias para no perder el camino o para generarlo o para ser lanzadas contra los espejos del orden, y las que nos sumergen en el río sin retorno. Virginia Woolf se balanceó de manera extrema entre la racionalidad y el abismo, entre la transparencia sintáctica y la complejidad semántica, entre las bibliotecas conquistadas o por conquistar y los gatos persas; buscó obcecadamente la manera no de narrar un mundo femenino sino de encontrar el espacio para la mirada femenina. En Una habitación propia escribía: “Es funesto ser un hombre o una mujer a secas; uno debe ser ‘mujer con algo de hombre’ u ‘hombre con algo de mujer’. Es funesto para una mujer subrayar en lo más mínimo una queja, abogar, aún con justicia, una causa; en fin, el hablar conscientemente como mujer. Y por funesto entiendo mortal; porque cuanto se escribe con esa parcialidad consciente está condenado a morir. Deja de ser fertilizado. Alguna clase de colaboración debe operarse en la mente entre la mujer y el hombre para que el arte de creación pueda realizarse”. Esta, parece también hoy, una tarea pendiente.

 

Un cuarto, una desobediencia, libertad para sumergirse en lo inconsciente, diálogo con lo otro: ¿podremos cumplir con estas tareas? Esa joven mujer delgada nombró sin beligerancia, pero asumiendo la complejidad, el conflicto permanente al que se enfrenta la creación. Conciliar lo irreconciliable, asumir las dificultades a las que en cada época están expuestos los creadores, descubrir lo que paraliza la mano, buscar con rotunda obstinación la libertad. Pocas prosas son tan transparentes y sugerentes a un tiempo, tan conscientes de lo que nombra el arte sólo puede ser nombrado de esa manera. Su búsqueda lúcida y desasosegada, incluso en sus textos más breves y aparentemente circunstanciales, es una permanente llamada de atención que nos obliga a preguntarnos por las alas, los espejos, los anzuelos, las piedras.

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Guadalupe Grande

Sexo

7 de noviembre de 2014 08:41:57 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Primero es el barullo de unos niños

después la asociación con la noche de brujas

la lucidez despacio enmarañada

 

la habitación de enfrente apareciéndose

las cosas que han guardado y lo que miden

las partes de la casa que no vemos

 

la huella del propósito

de releer los cómics de Tintín

la vieja colección de pensamiento

 

la luz de la mañana en la oficina

otro fin de semana reducido

a una tarde por culpa del trabajo

 

y al final el calor en vaharadas

la quemadura tribu de tu abrazo en mi espalda

con el que me preguntas en qué pienso.

Escrito en Lecturas Turia por Ramiro Gairín

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