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Antonio Machado, poeta útil

6 de noviembre de 2014 08:09:30 CET

Todo clásico es autor de una obra de lectura en el tiempo: a lo largo del tiempo, pese al paso del tiempo, contra el tiempo. Para don Antonio la poesía fue, precisamente, palabra en el tiempo.

Él es uno de los grandes clásicos de la literatura española. Muchos de sus poemas han enriquecido mi conocimiento acerca de la existencia humana, del mundo y de mi propio mundo. Aquellos poemas fecundos, tan suyos, que acaban instalándose en nuestra vida, en nuestro tradición particular y que, más allá de leerlos, los recordamos y convivimos en muchas de nuestras situaciones y en muchos de nuestros actos, retos y frustraciones.

Antonio Machado es actualmente un poeta más útil que nunca. Su poesía sirve al ser humano existencialmente, moral, estética, filosófica y culturalmente.

Leer hoy a Antonio Machado es una reconfortante sobredosis de trascendencia: el consuelo de comprobar que la verdad aún no es mentira, porque nunca será mentira la verdad. Es también un faro ético, didáctico y de conciencia crítica que nos previene de los inconvenientes de las prisas, de la banalidad, nos recuerda la importancia del trabajo bien hecho y agudiza nuestra sensibilidad respecto a temas tan importantes como la vida, la muerte, el amor, la ausencia, la soledad, la solidaridad, el paisaje que nos funda contra tanta confusión, y los posos que nos deja el peso del tiempo.

Solo o acompañado -¿o acompañado pero solo?- he cultivado desde mi adolescencia una costumbre, espiritualmente enriquecedora: la interiorización del viaje, de la geografía existencial y literaria de Machado: Sevilla, Soria, París, Baeza, Segovia, Madrid, Valencia, Barcelona y Collioure.

Los poemas más verdadera, dolorosa y estilísticamente machadianos (pese a ser toda su obra verdad, dolor y perfección de estilo) nos demuestran que el secreto de la autenticidad desgarradora de tanta belleza emocionada reside en la rigurosa hondura, lentitud y gravedad con que nuestro poeta sedimenta la visión de las cosas y de los hechos, su decidida comparecencia ante ellos a través de la memoria afectiva, y la posterior, sabia, fidedigna y sincera traslación de los mismos hacia el poema.

Hay un Antonio Machado que, mediante el pensamiento y el sentimiento hermanados, dialoga con la externa realidad para entablar una profunda comunicación entre su mundo personal y el mundo.

Hay otro que monologa con sus fantasmales dioses interiores para no perderse o, si se cree perdido, para reencontrarse mediante un ejercicio de autoafirmación y de reconciliación con la vida.

Acaso sea este último el Machado al que Luis Felipe Vivanco se refiere cuando escribe: “Machado ha escrito una docena de poemas, única cumbre de la poesía española contemporánea, que se pueden poner a la par de las Coplas de Jorge Manrique, del Cántico de San Juan de la Cruz o de los versos religiosos de Lope de Vega”. Poetas que son parte esencial de su tradición más arraigada, junto a Fray Luis de León, Bécquer y Juan Ramón.

Leer hoy a Machado es una actitud de convivencia aplicada entre aquellos poemas suyos imperecederos y nuestras propias experiencias a las que ajustarlos. Para mí, unos veinte poemas que nacen del poeta centrado en un espacio mítico durante un tiempo magnético; que nacen del poeta concentrado en el desierto de su soledad fértil propiciada por la contemplación activa del paisaje, fortalecida por el amor y la melancolía y magnificada por el sentimiento de pérdida que supone la muerte de la amada, Leonor. Entre ellos: “Inventario galante”, “Desde el umbral de un sueño me llamaron”, “Es la tierra de Soria árida y fría”, “He vuelto a ver los álamos dorados”, “A un olmo seco”, “Recuerdos”, “Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería”, “Dice la esperanza”, “Allá, en las tierras altas”, “Soñé que tú me llevabas”, “Una noche de verano”, “Al borrarse la nieve”, “A José María Palacio”, “A Xavier Valcarce” o “Estos días azules y este sol de la infancia”.

Releer a Machado me enseña y recuerda constantemente que las palabras son puentes tendidos desde el mundo hasta el ser humano que desea transmitir ese mundo; que la lectura es un diálogo vivo, tolerantemente simbiótico, entre la cosmovisión del autor y la del lector.

He considerado de interés recoger la opinión acerca de la lectura  machadiana por parte de dos extraordinarios poetas jóvenes extranjeros y actuales: el iraní Mohsen Emadí y el bengalí Subhro Bandopadhyay, que residieron varios meses en Soria con motivo de haber obtenido la Beca Internacional Antonio Machado y me honran con su magisterio y amistad. Allí escribió Subhro La ciudad leopardo y Mohsen Visible como el aire, legible como la muerte; libros editados por Olifante con el patrocinio de la Fundación Antonio Machado, del Ayuntamiento de Soria y del Ministerio de Cultura.

Dado que en estos momentos Subrho vive en Nueva Delhi y Mohsen en México D.F., les solicité unas líneas testimoniales de lo que ha representado para ellos la poesía de don Antonio y sus estancias sorianas.

Subhro Bandopadhyay declara: “Me impresionó que, vista desde lo alto, Soria evoca la forma de un leopardo plácidamente tendido. Las calles y gentes sorianas, el paisaje, el frío, la nieve, la luz, han enriquecido mi imaginario metafórico. Ejemplo de ello es este texto: Se podían decir muchas cosas, pero de momento sólo cae nieve sobre un montón de piedras y se ve un camino lejano como una raya de ojos. Hay un hombre paseando por allí con su perro. No se oye nada, sólo el perro está arañando y rascando el aire frío con su pata. De Antonio Machado aprendí a ponerme en la piel de otras personas, a prestar atención a sus puntos de vista. Quiero decir que como poeta, gracias a las lecturas y relecturas de su poesía, comencé a salir de la cáscara moderna del “Yo”, y a incorporar preguntas en mis poemas. Sobre todo me interesan sus apócrifos, que considero semillas para un poeta del futuro.” 

Mohsen Emadi comenta: “Machado ve en Soria la melancolía amarga de una ciudad que decae y parece vivir en el interior del poeta. La poesía alza el cuerpo de Leonor sin escuchar la voz infausta de lo imposible. La poesía sube al Espino y ve hacerse posible lo imposible. Tenía dieciséis años cuando me topé por primera vez con su poema “El crimen fue en Granada”. El mayor poeta iraní del siglo pasado, Ahmad Shamlú, había citado varios versos de dicho poema en su introducción a la poesía de García Lorca. Yo entonces sabía de memoria todas las traducciones de Lorca que había hecho Shamlú y, aún antes de conocerlo a él y tener así acceso a la obra de Machado, había intentado muchas veces, de distintas maneras, reescribir el poema machadiano a través de aquellos pocos versos. La elegía a Orten de Vladimir Holan puede ser leída con la segunda y tercera estrofas del poema de Machado, con la salvedad de que mientras Lorca cobra espacialidad en Granada, el Orten del poema de Holan queda en un no-lugar, en la errancia hereditaria del pueblo judío. En cuanto al tiempo, los poemas de Machado y de Holan dejan a ambos poetas petrificados en la vecindad de la existencia femenina de la muerte. Machado edifica un túmulo de piedra y sueño en la Alhambra y Holan construye una estatua del momento en que el poeta queda inmóvil de modo que la poesía no sabe cómo cobrar vida. Mucho me aporta releer a Machado, incluso para comprender que un poeta que escribe elegías a otro poeta está viendo de antemano su propia muerte y dialoga con ella. Por eso cada elegía es de algún modo un réquiem. A la sombra del poeta de Campos de Castilla, y junto a tantos poemas, estas palabras escribí en Soria: Numancia es un cuerpo vivo transformado en ideal. Una Idea transformada en resistencia. Una resistencia transformada en muda desesperación. Una desesperación transformada en ruina. Una ruina transformada en palabra. Yo fui Numancia.

Leer hoy a Machado es constatar el gran valor de la diferencia entre lo que es poesía necesaria y poesía prescindible, entre lo que es poesía y lo que no lo es. La suya sigue siendo una poesía definitiva, imperecedera. Poesía habitada por palabras como gérmenes cargados con el silencio y el grito de los mundos. Poesía palabra de música, fuente de conocimiento y reconocimiento. Poesía herramienta del espíritu para explorar el misterio de la realidad.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Ángel Guinda

Retrato en tres tiempos

4 de noviembre de 2014 10:40:28 CET

En la sala de estar se mece delicadamente la forma de una antigua conversación que quizá nunca tuvo lugar. Esa en la que dos animales se preguntan si la tarde trae consigo algo desconocido pero necesario. Desconocido pero necesario, ¿lo has oído? En la sala de estar vacía rebotan aún las palabras como bolas de billar que buscan un lugar donde detenerse, un agujero en el que esperar; algo que permita que los pensamientos se deslicen y ordenen hasta adquirir la pegajosa forma de una historia que jamás llegará a comenzar. Lo que no existió se resiste menos a la paciencia de quien nada espera, escribe alguien —feliz ante su estúpida ocurrencia— en un cuaderno de tapas blandas y agrietadas. Le observo. Admiro mis manos en su gesto sobre el papel. ¿Te has escuchado alguna vez a ti mismo tratando de hallar un argumento —feliz y neutral— a toda esta acumulación de escenas que se suceden sin más interés que nuestro común deseo de que todo esto acabe? Eso es la vida. Una pregunta. Una pregunta demasiado larga que exige respuestas breves. Nada de sí o no. Basta con un ligero movimiento de cabeza. Una intención. Un pensamiento. Un estar aquí de nuevo. Vuelve, entonces, al principio. (Sí. Ya sé que prometí lo contrario, que todo retorno era imposible, que no cabía posibilidad de vuelta, que nadie nos despertaría, pero como ves las promesas son como esas hormigas que desaparecen ante tus ojos con una pesada miga de pan sobre su lomo. Estaban ahí sólo para que tus córneas tuvieran un objeto sobre el que reposar.) Simplemente ponlo por escrito. Empieza de una vez: ella recoge la mesa. La lluvia golpea melódicamente los aleros de metal  comidos por el óxido. Las gotas tiemblan un instante rojizas antes de caer sobre los coches.

Escrito en Lecturas Turia por Alberto Santamaría

Belleza, entrega y plenitud

31 de octubre de 2014 14:13:48 CET

María Victoria Atencia, nacida en Málaga hace setenta y cuatro años, pertenece por edad a la generación del Cincuenta, si bien su concepción de la creación poética está más próxima a los Novísimos por sus elementos culturales. En todo caso su voz honda y compleja, siempre “entre visillos del alma”, la presta una singularidad difícilmente repetible.

 

Desde la publicación en 1961 de Arte y parte y Cañada de los ingleses, hasta el libro que hoy nos ocupa De pérdidas y adioses, la obra de la poeta malagueña ha ido creciendo de modo orgánico, sustentada en una plenitud interior generadora de armonía y belleza. En su crecimiento hubo quince años de silencio rotos por la aparición en 1976 de Marta y María y Los sueños, durante los cuales se fue fraguando el oleaje interior de su poesía, represado en una forma desprovista de metáforas, poesía alumbrada por la cristalización de los movimientos del espíritu que quedan así esculpidos y evitan su desvanecimiento como el humo. Por eso cada vez que el lector repasa con su mirada el cuerpo transparente de los poemas de María Victoria Atencia, siente bajo la solidez de su superficie un íntimo temblor o irradiación que le conduce a una suerte de comunión con la autora y su mundo, en la que lo real y lo abstracto, lo temporal y lo eterno, forman una unidad constitutiva de plenitud.

 

De “belleza, entrega y plenitud” habla Clara Janés al referirse a la obra de María Victoria Atencia, que se mueve entre lo cotidiano con aspiración de absoluto y germina entre el suelo y el vuelo. Obra que para Miguel Casado se consuma en el “hueco” y se nutre, en opinión de Olvido García Valdés, de la carencia. La luz se impone en ella frente a la oscuridad y la ceguera en un combate donde la casa, los seres queridos, los objetos, el mar y otras manifestaciones de la naturaleza son el territorio acotado por el poema, dentro del cual camina y respira la autora andaluza.

 

Todas las características apuntadas aparecen, con distintas modulaciones, en otras obras suyas, como Los sueños, El coleccionista, Ex libris, Las contemplaciones o El hueco, hasta llegar a De pérdidas y adioses, donde se da un paso más, si cabe, en su perplejidad existencial, en su situarse fuera del tiempo para mejor medir la fugacidad de todo y en su entornarse obediente a una fuerza superior. Y es que, si en toda la poesía de María Victoria Atencia hay un componente de misterio, sagrado, en De pérdidas y adioses pasa a ser un elemento central. Su vena mística aflora con resonancias de San Juan de la Cruz y de Santa Teresa en perfecta correspondencia con la ambigüedad propia del misticismo, en donde el amado aúna en sí lo más espiritual y lo más carnal: “Qué pudiera ofrecerte por aquella ternura / que me iba devolviendo a los labios el rojo, / a las sienes el pulso, si yo no era siquiera / señora del aliento del agua, y descubría / que más amargo era ser mujer que el acíbar, / más difícil que huir de la gonía, / por más que tú siguieses con tu unción recorriéndome/ entera, y yo sabiéndome abierta a tu ejercicio / como sólo una rosa de Jericó lo hiciera”.

 

Hay en De pérdidas y adioses el sentimiento de pérdida y despedida, como el título indica, pero sin clausurarse nada, pues todo queda abierto, en estado de horizonte: “Después, tras de ajustar / su sombra a medida con un salto / ciego y oscuro y suyo, aún proseguía / alentando mi trazo y testimonio / como si cada día no fuésemos haciéndonos / de pérdidas y adioses, y quisiera / quedarse para mí, dispuesto en un papel / herido de punciones y en el que sólo a tientas / alcanzase a leerlo con los ojos cegados”. Poema éste en el que también aparece otro de los grandes temas de María Victoria Atencia, el del texto como el lugar donde todo sucede, el de la hoja en blanco como espacio del ser. La escritura, la obra artística en general, tiene para ella un carácter salvador de la fugacidad del tiempo, y crea belleza y armonía, como al principio de este comentario dijimos. Con su nacimiento amanece siempre una nueva vida: “Que me recorra un soplo, y pueda yo alcanzar / - sin que quizás me entienda - a escribir cada día / una línea distinta para inventar la vida que me falta, / y me aprenda, y me olvide, pues me sé de memoria después de tantos años. / No deteriora el tiempo la belleza: / la perfecciona en otra manera de hermosura”.

 

El poemario De pérdidas y adioses es, probablemente, el libro más desnudo de la autora malagueña, donde su palabra despojada y esencial, aunque embarazada siempre de lo cotidiano y más próximo, toca fondo en su vida y entabla un silencioso diálogo con la muerte, a la vez que abre una vía unitiva con la divinidad. Hay en De pérdidas y adioses una soledad purificadora, un reconocimiento en la extrañeza y una ternura subterránea que encuentra en la memoria de la madre el hilo conductor de la existencia: “Búscame a mí misma como si sólo fuera / un eco de su luz, copia de su destino, / como una inclinación para irle de la mano, / memoria de mi madre que, en el curso del día, / con gloria o con pesar, en la historia diversa, / proseguía en su oficio de irme precediendo”.

 

María Victoria Atencia mantiene en su último libro ese ritmo sanguíneo que le es consustancial, fundador de lo real y de lo onírico en perfecta simbiosis, ese sentido de la plasticidad que nunca la ha abandonado y esa tensión de hablarnos desde lo habitado, tanto visible como invisible. Sus versos grávidos en trazos leves, fruto de la contemplación, mueven al lector a pasar al otro lado en compañía de las formas, colores y olores familiares, y a sentir cómo el tiempo se suspende en un eterno presente. El tiempo que a todos nos hace y deshace. De pérdidas y adioses tiene, como toda la poesía de esta autora, el hálito de lo perdurable

 

 

 

María Victoria Atencia, De pérdidas y adioses, Valencia, Pre-Textos, 2006

Escrito en Lecturas Turia por Javier Lostalé

Muerte

27 de octubre de 2014 08:14:52 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Noche final, si al fin tengo que verte,

sé una duelista noble y dame el sable

con en el que en nuestro duelo inevitable

no esté dejado yo sólo a mi suerte.

  

Si la naturaleza no subvierte

su orden por más lucha que se entable,

déjame por lo menos la improbable

ocasión de intentar matar mi muerte.

 

Mientras me agujereas el abrigo,

aún en los botones viejas huellas

de mi niñez, yo lucharé contigo,

 

noche en la que me miren las estrellas,

como amantes que, en un cielo enemigo,

sean dulces, crueles, como fueron ellas.

 

Escrito en Lecturas Turia por Álvaro García

Delia's gone

21 de octubre de 2014 14:59:46 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Bendito sea el suicidio. 

Lo mejor de nuestro amor fue suicidarnos. 

Tantos suicidas en París, en Nueva York,

en Ginebra, en Londres, en Estocolmo y en Madrid. 

Hombres y mujeres que se arrojan por las ventanas,

desde décimos o undécimos pisos,

intentando volar en el absurdo viento de las ciudades. 

Bendito sea el suicidio, que nos iguala a los ángeles

más famosos en las rutinarias gradas del Universo. 

Es temperamental, la muerte por amor. 

Suicídate, no significa nada, el mundo resplandecerá

aún más y no habrá tristeza alguna porque nadie te ama ya. 

Hombres y mujeres que dispararon negras pistolas

contra sus inocentes y vencidas sienes,

que castigaron  su aparato digestivo

con cápsulas verdes y blancas, rojas y amarillas. 

No soporté que me abandonaras, amor mío. 

No soporté quedarme sin trabajo, amor mío. 

No podía verte con otra, amor mío. 

San Ian Curtis, San Mariano José de Larra, Santa Silvia Plath,

la santa horca, la santa pistola y el santo gas,

y el amor siempre,

el amor

tan asesino. 

Di adiós a tu cuerpo, se ha quedado vacío. 

Bendito sea el suicidio,

que nos aleja de la mirada de todos los Emperadores. 

Bendito sea el suicidio, el gran adiós de los lunáticos. 

Qué bella es la muerte y su hermano el sueño,

dijo un inglés ilustre. 

No podía soportar las nubes, el mar, las calles,

amor mío. 

Cúbreme de tierra, estaré bien no estando,

amor mío.

Cómprame un ataúd barato, estará  bien así.

No hace falta que me recuerdes, amor mío.

 

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Vilas

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