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Configurar sentido descendente

Las maletas

7 de noviembre de 2013 08:14:32 CET

En los viajes, ella y yo hacíamos nuestras maletas por separado. Quiero decir que, aunque estábamos casados, cada uno preparaba su equipaje por su cuenta, de manera independiente y sin consultarnos. Por un acuerdo tácito, habíamos establecido la norma de no inmiscuirnos en las manías del otro a la hora de viajar. Era una norma razonable, creo, y durante un tiempo los dos la cumplimos.

Yo llenaba mi maleta de forma descuidada, poco científica, aleatoria, guiado por el único afán de terminar cuanto antes, pues nunca me ha gustado hacer maletas ni deshacer maletas y los preparativos de un viaje me resultan engorrosos. Para Carlota, en cambio, hacer la maleta suponía un gran esfuerzo mental, exigía un alto nivel de concentración y vigilancia, por lo que dedicaba muchas horas, incluso días enteros, a preparar de manera concienzuda su equipaje sin olvidarse de nada: ropa perfectamente planchada, zapatos con su bola de papel dentro, medicinas clasificadas por tamaños, maquillaje en su correspondiente departamento, cosméticos (que trasvasaba de sus envases originales a otros más pequeños, que eran iguales a los que tenía en casa pero miniaturizados, comprados para la ocasión) y hasta comida: alimentos especiales, difíciles de conseguir en según qué sitios.

De un cuarto a otro había un ir y venir constante de prendas, de cajas, de perchas, un trasiego de termos, en el apartamento tenía lugar un desplazamiento ritual, con cajones volcados y recetas de farmacia, que recordaba el escenario de un robo, un terremoto o un ensayo de actores en un plató de televisión, justo antes del estreno.

Carlota se movía con cautela por el piso, apartando bultos del suelo con el costado del pie. Anotaba listas de cosas en servilletas de papel que luego rompía y desmenuzaba en trozos diminutos. Dudaba. Rectificaba. No se quedaba tranquila. Perdía el apetito. Enfermaba. Saltaba de la cama en plena noche y corregía algo.

Sobra decir que su maleta era mucho más voluminosa que la mía, el doble o más, pese a lo cual parecía siempre a punto de reventar por sobrepeso, hinchada de tejidos, de tarros de cremas, de diccionarios, de botines, de desayunos, un rizador de pestañas, una plancha por si acaso, y su peso monstruoso –aún lo recuerdan mis magullados dedos– hacía gemir los somieres de las camas de los hoteles donde nos hospedábamos, al apoyarla, con su contundencia de armario horizontal.

Cargar con semejante mole era imprudente. Daba miedo mirarla, y no parecía imposible que una noche estallara, anegándonos en una explosión de barras de labios, jarabes para la tos y gorras de visera.

Se diría que aquella maleta tan grande tenía vida propia. Se expandía y metamorfoseaba, tosía y se adormecía, cambiaba de postura y se alegraba o se deprimía siguiendo el ritmo de las mañanas. Era tremenda, era un universo en sí mismo, con sus crisis, su microclima y sus accidentes orográficos. Era el mejor autorretrato de su dueña, la más fiel autobiografía, su diario íntimo. Podríamos estudiar la historia de un relación sentimental siguiendo la historia de sus maletas, la evolución de sus bultos, unir la línea de puntos que arranca de un presupuesto de mochilero y conduce hasta un conjunto de marca, o viceversa.

Arrastré aquella maleta infernal que no era mía por vestíbulos y pasillos, la empujé a lo largo de escaleras de aeropuertos, me debatí en ascensores y trenes, luché para encajarla y luego recuperarla de maleteros de taxis, frente a la cara de espanto de conductores y conserjes que de repente retrocedían al vernos, recordando alguna tarea urgente que exigía su presencia inmediata en otra parte, allá lejos, y me abandonaban a mi suerte en la acera con aquel trasto imposible. De modo que facturé, consigné, recogí, pesé, entregué, devolví, blasfemé, firmé, tropecé, extravié, restauré, bauticé, ordeñé y demás verbos relacionados que en definitiva me educaron para convivir en una pareja de tres miembros: ella, yo y su maleta.

Se empezaba a hablar de tener hijos.

Carlota tenía, claro está, sus días raros, sus días mohínos, como todo el mundo, sus «franjas horarias», como ella las llamaba, y eran días difíciles en que no estaba para nadie, no contestaba el teléfono, se aislaba en su burbuja, pasaba horas metida en la bañera cepillándose el largo cabello rubio o hacía ejercicios de estiramiento tumbada en el suelo o se ponía las gafas de leer y cocinaba tartas espectaculares o, si estaba nerviosa, se dedicaba a cambiar muebles de sitio: era su forma de manifestar su descontento o su pena, como si en lugar de llorar con los ojos llorase con las manos.

No, Carlota no era una mujer sencilla. A fuerza de observarla día tras día, yo iba aprendiendo a descifrar sus estados de ánimo, sus códigos, su simbolismo, su fobia a los insectos o su manía de dormir hecha un ovillo al borde de la cama y sin almohada. Sabía, por ejemplo, que cuando una emoción –buena o mala– estaba a punto de desbordarla, ella se mordía siempre el pelo. Era un hábito suyo. Las grandes confesiones, las preguntas difíciles, los llantos, los comentarios hirientes que anunciaban peleas y portazos (pero también las películas verdaderamente hermosas, la música secreta en el piano o en un cuarteto de cuerda, la ebriedad del mar, el temblor de una góndola veneciana, ese pañuelo de luz que a veces flota suspendido en lo alto de las catedrales góticas), venían precedidos unos segundos antes por aquel pequeño gesto suyo apenas perceptible. Era como el anuncio de un relámpago en la piel. Una mínima radiación, una descarga de electricidad estática que encendía –clic– un piloto de luz blanca. Carlota se mordía el pelo, un momento, y yo sabía que a continuación, bueno o malo, nos sucedería algo a los dos.

Un verano viajamos a Estados Unidos. Visitamos Nueva York y Boston. Recorrimos en Chevrolet los caminos de Nueva Inglaterra. Comimos langosta en Newport y paseamos descalzos por las desoladas playas de Cape Cod, con los zapatos en una mano y los calcetines enrollados dentro, cegados por la arena en suspensión, custodiados por familias de gaviotas despeluchadas por el viento, parecidas a plumeros, más grandes que flamencos. Allí todo era gigantesco: las distancias, la comida, los bosques, las limusinas, los periódicos, las aves marinas. Todo era exagerado como el tamaño del cielo.

Las calles de Boston eran ordenadas y sensatas, delineadas sin dramatismo para ir del punto A al punto B de la manera más eficiente, y sólo se permitían de vez en cuando la sorpresa manejable de un carrito de helados aparcado en la acera o un pequeño cementerio de veteranos de guerra, con las cruces blancas alineadas en posición de firmes, que irrumpía de repente en medio de un plaza, en un cruce, en cualquier parte.

Al atardecer, nos sentábamos a beber vino en el tranquilo barrio residencial de Somerville, en las afueras de Boston, rodeados de casitas de madera con jardín, envueltos en los efluvios viriles y un poco sucios procedentes del fertilizante químico de las plantas trepadoras y las cocinas de los vecinos. De lejos llegaban los gritos casuales de los niños en sus penúltimos juegos antes de irse a la cama, la plegaría líquida del riego por aspersión encharcando el césped, a lo mejor un timbre de bicicleta. Carlota y yo permanecíamos en la galería una hora o dos disfrutando de aquella felicidad suburbana de finales del verano, una felicidad pasajera y sin palabras con nubes aplastadas y mariposas sonámbulas, de aterciopeladas alas sombrías, hasta que caía la noche y había que encender velas. 

Nosotros bebíamos vino. Degustábamos los zumos de la tierra. Paladeábamos el sabor a nogal de las lluvias, la lentitud de las vendimias, la carne roja del sol. Prolongábamos el instante el máximo tiempo posible, pues no queríamos que concluyese. Nos balanceábamos en las mecedoras de mimbre de nuestras anfitrionas, con un perro cada uno en las rodillas, mientras ella sacaba fotos de sombras y yo pasaba a limpio las experiencias del día en mi cuaderno de viaje o añadía algo –un párrafo descriptivo o una línea de diálogo– a la novela corta que por aquel entonces estaba empeñado en escribir. Tenía prisa por terminar aquella novela cuanto antes, necesitaba terminarla, me quemaba –casi literalmente– en las manos. Parte de esa novela la escribí así: en Somerville, Massachussets, con un perro ajeno en las rodillas, sintiendo en todo momento que es imposible escribir y que también es imposible dejar de escribir.

En el centro de la mesa sudaba una jarra de agua.

Era una casa con techos altos, mucha madera, dolor de vigas, cocina grande y rota. La casa, nos dijeron, antes había sido un granero, el jardín, nos dijeron, antes había sido una ciénaga, la propietaria, nos dijeron, antes había sido hombre y ahora era mujer, después de someterse a una cirugía de cambio de sexo. Todo era inestable, de alma reversible, y poseía la vacilación o el arrepentimiento de haber sido una cosa en el pasado y ser otra cosa distinta en el presente.

De noche, nos despertaban los ruidos. Bisbiseos, toses, pisadas, bostezos reprimidos, pasos en la escalera, arriba y abajo, arriba y abajo, zumbidos y golpes, toda la noche, con arrastrar de zapatos, mover de sillas, ulular de almas en pena, clop clop clop, ¿qué era?, así no había quién durmiese. Carlota y yo nos asomábamos al descansillo y no había nadie, calma total, no era más que un poco de viento que giraba graciosamente sobre sí mismo, haciendo remolino, y antes de retornar a la cama con sueño comprendíamos que no era nada, tan sólo el secreto rumor de la vida que pasaba.

Cuando nuestras vacaciones tocaron a su fin y volvimos a casa, con exceso de equipaje, me sorprendió descubrir que Carlota había introducido en mi maleta, a hurtadillas, regalos que yo no recordaba haber comprado, objetos que no eran míos y ropa de mujer, rompiendo nuestro acuerdo de no inmiscuirnos en el equipaje del otro. Y lo más asombroso de todo: envuelto en un kimono, apareció –juro que es cierto– un paquete con un kilo de sal.

–¿Y esto? –le pregunté.

–Es por la etiqueta –me dijo.

Atravesar el océano con un kilo de sal estadounidense de contrabando en la maleta puede ser –o tal vez no– una metáfora visual apropiada de lo que significa vivir en pareja y cruzar sus «franjas horarias».

Era verdad que en esa época a los dos nos fascinaban las etiquetas y que en Norteamérica habíamos recopilado tesoros, gracias a sus inmensos supermercados. Con todo, quizá hubiese sido más sensato haber despegado la etiqueta (la ilustración de una niña que se protegía de la lluvia con un paraguas, sobre un fondo azul oscuro), en lugar de transportar un kilo de Moron Salt por las esquinas del mundo.

Entonces, pretendiendo ayudarla, cometí el error, tonto de mí, de querer averiguar las razones de su obsesión. Le pregunté por qué le hacían sufrir tanto las maletas.

Se quedó un rato callada, pensativa. Luego se mordió el pelo. Hubo una pequeña descarga eléctrica. Al fin dijo:

–Yo hago las maletas igual que tú escribes tus libros.

Me dejó mudo. Nunca antes lo había enfocado de ese modo. Era la primera vez que lo oía. Pero reconozco que Carlota tenía razón. Yo escribía igual que ella hacía las maletas; exactamente igual. Con los mismos nervios, la misma pasión y el mismo estremecimiento íntimo. Yo también, como ella, pasaba días en vilo por culpa de un adjetivo. Anotaba listas de cosas en servilletas de papel que luego rompía y desmenuzaba en trozos diminutos. Dudaba. Rectificaba. No me quedaba tranquilo. Perdía el apetito. Enfermaba. Saltaba de la cama en plena noche y corregía algo.

Carlota había acertado. Hacer una maleta era igual de complicado que inventar una ficción, soñar un libro o construir un universo poético. Uno sólo puede realizar algo bien obsesionándose con lo que hace. En ambos casos se trata de seleccionar y decidir –nada menos– qué salvas y qué condenas. Ante esto, cualquier elección conlleva una responsabilidad y un peligro. Acertar o no acertar se convierte en una tarea trascendente, casi inalcanzable. Todo era una cuestión de lleno o de vacío.

Ya no recuerdo qué hicimos con aquel paquete de sal norteamericana. Imagino que la utilizamos para sazonar las comidas, pero no me acuerdo y no quiero inventar nada, sino atenerme a los hechos y a su interpretación más palpable. Creo recordar, eso sí, que cierta noche llegué incluso a soñar con aquel montón de sodio, que crecía y crecía sin parar hasta convertirse en una montaña de pesadilla, un verdadero Himalaya que yo intentaba escalar en trineo, arrastrado por una manada de perros, sin llegar nunca a la cima.

–Has roto nuestro pacto, Carlota –la acusé con tristeza.

–¿Y qué? Tampoco hay que ser tan estricto. Qué melodramático eres.

Pero romper un pacto, aunque fuese sólo verbal (o sobre todo si era sólo verbal), me parecía a mí entonces un síntoma enfermizo de traición, algo que implicaba un abuso de confianza y abría un precedente para futuras mentiras, para futuras traiciones; faltar a la propia palabra encontraba yo que era uno de los peores pecados, si no el peor.

–Tú no puedes entenderlo –se enfadaba Carlota– porque eres escritor.

–Porque soy escritor puedo entenderlo.

Esta misma discusión la habíamos mantenido ya en anteriores ocasiones; los dos repetíamos los mismos argumentos, con el agotamiento de actores en su décima toma. Llega un momento en que parece que los golpes no duelen, pero esos son los peores.

Teníamos un problema. Nos miramos frente a frente en la soledad del comedor, con todo aquel viaje en el cuerpo. Llevábamos casados seis años. Lo sabíamos todo uno del otro, todos los trucos, tanto lo bueno como lo malo, incluso aquellos defectos e intimidades que habríamos preferido no conocer. Allí estábamos. Éramos transparentes el uno para el otro, como maletas volcadas. Aunque nos queríamos, entre Carlota y yo se abría un espacio en blanco, un fulgor frío, escaso de amor. En medio de la blancura de sal de aquel témpano silencioso no había nada. Era el desierto desnudo. Sólo había una maleta.

Una maleta vacía.

Nos separamos.

Escrito en Lecturas Turia por Eloy Tizón

Huye del poema

6 de noviembre de 2013 08:22:40 CET

 

 

 

 

 

Huye del poema encendido

como un árbol de Navidad

en los comercios.

                           No

necesita su misterio

de intermitentes luces, ni algodón,

falsos copos de nieve. No guirnaldas. No

hueros pero envueltos

regalos en brillantes papeles y lazadas.

 

Su soledad no precisa coronarse de estrellas.

 

Deja mejor tu abrazo

un instante en el tronco

del árbol exiliado.

                           Acerca el corazón,

acércalo:

                profunda

escucharás subir desde la tierra,

hasta volverse luz, la vida.

 

Tan pura como el infinitivo de los verbos,

su soledad, la tuya, no precisan coronarse de estrellas.

Escrito en Lecturas Turia por Juan Cobos Wilkins

En el puerto

5 de noviembre de 2013 08:44:17 CET

Después que se rapase la cabeza,

ella le buscaba las pequeñas heridas.

Los cubos de hormigón

de los diques de entrada

y las olas de cáscaras de pipas

parpadeaban debajo de sus pies

como palabras sin decirse.

 

El verano aún quedaba lejos

con sus días flamantes y vacíos

y sus soles turquesa.

 

La breve fumarola

de un barco que volvía de pescar,

a contraluz, con pulso malo,

pintaba un círculo.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Luis Muñoz

“La lectura convertía el sueño en vida y la vida en sueño y ponía al alcance del pedacito de hombre que era yo el universo de la literatura. Mi madre me contó que las primeras cosas que escribí fueron continuaciones de las historias que leía pues me apenaba que se terminaran o quería enmendarles el final. Y acaso sea eso lo que me he pasado la vida haciendo sin saberlo: prolongando en el tiempo, mientras crecía, maduraba y envejecía, las historias que llenaron mi infancia de exaltación y de aventuras” (“Elogio de la lectura y la ficción”, Discurso del Nobel, 7 de Diciembre de 2010)

La noticia de la concesión del Nobel le llegó a Mario Vargas Llosa mientras leía a primera hora de la mañana, según confesó el propio autor, como hace durante cualquiera de sus setenta años, alimentando una pasión que no ha menguado lo más mínimo con el paso del tiempo, y que lo ha convertido en un lector no sólo voraz, sino de una agudeza implacable, tal y como ha dado noticia en numerosas ocasiones. Ni siquiera en los meses durísimos de su candidatura presidencial, el novelista metido a político dejó de leer con ese ansia que lo ha caracterizado siempre, dedicándole los primeros ratos del amanecer a algunas obras predilectas, como La condición humana de Malraux, Moby Dick de Melville o Luz de agosto de Faulkner, a las que vuelve una y otra vez, teniendo como referente último de su creación el mundo perfecto y sin fisuras creado por don Luis de Góngora. No deja de sorprender que quien trillara cada uno de los rincones del Perú, tropezándose con la miseria a cada rato, soportando la ponzoña política y el encanallamiento de los discursos de sus rivales, esquivando a cada momento las conspiraciones y las conjuras de los poderes fácticos de la sociedad andina, al quedarse a solas, en medio de ese borboteo incansable de sensaciones y recuerdos de las primeras luces de la mañana, el lector Vargas Llosa se encerrara con la perfección inacabada de Las soledades y la tensión dialéctica de la Fábula de Polifemo y Galatea. Es evidente que la lectura ha sido para el escritor peruano más que una afición, ha sido un bálsamo para corregir y subsanar las imperfecciones del mundo real, repitiendo en cada momento aquello que le permitió sobrevivir en la dura y lejana infancia.

Lo que leyó Varguitas

La pasión por los libros es uno de los enigmas que todo lector guarda en su memoria infantil como si fuera un cofre lleno de tesoros insondables. Ni siquiera sabemos por qué surge esta pasión en ciertos individuos, frente a la indiferencia del resto, mientras que en las casas y en los colegios se comparte la lectura de los clásicos infantiles, para fascinación de algunos y fastidio de muchos. Es evidente que en el caso de Vargas Llosa, la afición lectora, el gusto por los libros y las bibliotecas, el valor de la cultura en su sentido más amplio le viene por la familia materna, los Llosa, propensos a la poesía, al teatro, al melodrama, a las telenovelas y a los novelones decimonónicos. Sin embargo, en el caso del autor peruano, su afición pasó a ser muy pronto vocación y más tarde pasión lectora, una devoción casi religiosa por el libro como objeto, creado o leído, que parece ser una respuesta casi freudiana a las intransigencias paternas y a la insensibilidad demostrada por ese padre surgido ex nihilo en su infancia, extrañamente resucitado desde el limbo del olvido familiar, para recordarle que la vida puede ser un camino lleno de piedras filosas, como las descritas por Rulfo en su relato “No oyes ladrar a los perros”.

Antes de que Ernesto J. Vargas apareciera redivivo para poner orden y disciplina en la vida del joven Marito, éste había leído con verdadera fruición “las historias de Genoveva de Brabante y de Guillermo Tell, del rey Arturo y de Cagliostro, de Robin Hood o del jorobado Lagardère, de Sandokán o del capitán Nemo-, y, sobre todo, la serie de Guillermo, un niño travieso de mi edad de quien cada libro narraba una aventura, que yo intentaba repetir luego en el jardín de la casa”[1]. La lectura aparece casi al mismo tiempo que su necesidad de garabatear unos versitos almibarados que la familia celebra con entusiasmo, porque el joven Mario parece seguir los pasos de la familia, con el antecedente notable del bisabuelo Belisario Llosa, quien había sido poeta y había publicado una novela, o el estímulo del abuelo materno, quien le enseñaba versos de Campoamor y de Rubén Darío o de su propia madre, a la que recuerda con un ejemplar semiclandestino y cuasi furtivo de Veinte poemas de amor y una canción desesperada de Pablo Neruda encima de la mesita de noche. El joven aprendiz pasa las horas de su infancia fascinado ante las colecciones familiares de sellos, estampitas y otras reliquias exóticas y extravagantes, pero lo que le provoca verdadero entusiasmo es el Libro de las Óperas, una obra en la que relee una y otra vez los principales argumentos operísticos de Italia, familiarizándose con sus héroes y villanos, sus romances tormentosos, las contrariedades provocadas por los pellizcos del amor y los contratiempos del destino.

Todo podría haber quedado en un coqueteo más o menos intenso con la literatua y el arte de no haber sido por las pésimas relaciones mantenidas con un padre duro como el pedregal, misántropo, violento y autoritario, ajeno a cualquier forma de compasión y ternura que obligó al joven Vargas Llosa a recluirse en un mundo de fantasía que funcionó en todo momento como una válvula de escape para sortear las represiones de la vida familiar. En su casa de Lima, lejos de la familia amada que se había quedado en Piura, el joven lector compra revistas y libros en una librería semiclandestina que se encontraba en el interior de un garaje en la avenida Salaverry. Allí consigue ejemplares de Emilio Salgari, Karl May y de Julio Verne, especialmente La vuelta al mundo en ochenta días, que espolea su imaginación lanzándole de un trallazo literario hacia países exóticos, alejados de la dura realidad familiar. Como recuerda el autor en El pez en el agua “En esos primeros meses largos y siniestros de Lima, en 1947, las lecturas fueron la escapatoria de la soledad en que me hallé de pronto (…) En esos meses me habitué a fantasear y soñar, a buscar en la imaginación, que esas revistas y novelitas azuzaban, una vida alternativa a la que tenía, sola y carcelaria. Si ya había en mí las semillas de un fabulador, en esta etapa cuajaron, y, si no las había, allí debieron brotar” (pág. 60).

El aprendizaje de la literatura pasa, inevitablemente, por el colegio La Salle, en cuyos pupitres se encontraba otro ilustre alumno peruano, José Miguel Oviedo. Ambos aprenderán la poesía del Siglo de Oro, recitando a los clásicos, como fray Luis de León, todo ello para disgusto de un padre excesivamente severo y celoso de los hiatos de la masculinidad, que ve en la afección poética de su hijo una forma de amaneramiento y de desviación sexual, una forma de “mariconería” [pater dixit], y una forma insoportable de perder el tiempo. No es de extrañar que en la casa limeña no hubiese libros, ni lecturas, ni nada que pudiese contribuir a convertir al muchacho en un ser fantasioso. Sin embargo, todos estos cepos estéticos e ideológicos funcionan en sentido inverso, espoleando la necesidad de acercarse a la poesía como una forma de subvertir el orden familiar, de ahí que el joven Vargas Llosa lea con verdadero entusiasmo la poesía de Bécquer, de Santos Chocano, de Amado Nervo, de Juan de Dios Peza o de Zorrilla, sintiendo la poesía como una forma de conocimiento a mitad de camino entre lo sagrado y lo peligroso. Peligroso por la persecución implacable del padre, sagrado por la consideración que los Llosa daban al ejercicio poético, desde el bisabuelo hasta el último de sus tíos.

Es evidente, y así lo ha dejado escrito en numerosas ocasiones, que su vocación literaria fue un desafío, una forma de sortear la autoridad paterna, una forma de autoafirmación frente a la virulencia del cabeza de la familia: “Y es probable que sin el desprecio de mi progenitor por la literatura nunca hubiera perseverado yo de manera tan obstinada en lo que era entonces un juego, pero se iría convirtiendo en algo obsesivo y perentorio: una vocación. Si en esos años no hubiera sufrido tanto a su lado, y no hubiera sentido que aquello era lo que más podía decepcionarlo, probablemente no sería ahora un escritor” (pág. 113). En cualquier caso, su acercamiento a la lectura es siempre fruto de la necesidad interior, del instinto de la ficción, lejos de las formas anquilosadas con que se explican a los clásicos tanto en la escuela como en el colegio militar Leoncio Prado, a partir de su ingreso en 1950. La literatura en esta institución no está pensada para su lectura, sino como ejemplos de la lengua castellana, de su gramática y de su sintaxis. Los alumnos se ven obligados a soportar sesiones tediosas en las que tienen que memorizar poemas enteros o fragmentos de obras clásicas.

La experiencia vivida en el Leoncio Prado resulta, a todas luces, decisiva, no sólo porque de ahí saca los materiales necesarios para construir esa primera gran novela, La ciudad y los perros, sino también por las relaciones que establece con el escritor César Moro, profesor de francés y una de las voces más importantes del surrealismo peruano. Vargas Llosa se gana incluso cierto crédito entre los cadetes escribiendo cartas de amor y alguna que otra novelita erótica que es recibida entre la muchachada con un estruendo de vítores y obscenidades. Ese bienio de 1950 y 1951 es el periodo en el que se forma el gran lector que ha sido el arequipeño, un lector a tiempo completo que le roba horas al sueño, que lee con pasión y disimulo en las clases tediosas de matemáticas o de instrucción militar, lee en los recreos, en los turnos de imaginaria, como un antídoto frente a las limitaciones de la vida castrense:

“Sumergirse en la ficción, escapar de la humedad blancuzca y mohosa del encierro del colegio y bregar en las profundidades del abismo submarino en el Nautilus con el capitán Nemo, o ser Nostradamus, o el hijo de Nostradamus, o el árabe Ahmed Ben Hassan, que rapta a la orgullosa Diana Mayo y se la lleva a vivir al desierto del Sáhara, o compartir con D’Artagnan, Porthos, Athos y Aramis las aventuras del collar de la reina, o las del hombre de la máscara de hierro, o enfrentarse a los elementos con Han de Islandia, o a los rigores de la Alaska llena de lobos de Jack London, o, en los castillos escoceses, a los caballeros andantes de Walter Scott, o espiar a la gitanilla desde los recovecos y gárgolas de Notre Dame con Quasimodo, o, con Gavroche, ser un pilluelo chistoso y temerario en las calles de París en medio de la insurrección, era más que un entretenimiento: era vivir la vida verdadera, la vida exaltante y magnífica, tan superior a esa de la rutina, las bellacadas y el tedio del internado” (págs. 128-129).

El colegio militar Leoncio Prado está ligado a la épica de Alejandro Dumas. Robándole tiempo al tiempo, Vargas Llosa lee en las ediciones maltrechas de Tor o de Sopena, novelas como El conde de Montecristo, Memorias de un médico, El collar de la reina, Angel Pitou y toda la serie de los mosqueteros que terminaba con la trilogía de El vizconde de Bragelonne. Una literatura llena de aventuras que parece no tener fin, porque cada historia tiene su secuela, cada obra tiene su continuación, cada novela tiene su propia parentela argumental. El genio inagotable de Dumas enciende la imaginación del cadete que sueña con una Francia culta e ilustrada, exquisita y galante, una Francia democrática y justa, lejos del provincianismo ramplón que se vivía en la Lima de mediados de siglo. En cierto sentido, todas éstas son lecturas de juventud, sin embargo, la relectura de Los miserables años más tarde llevó al escritor a la certeza de que era posible concebir un proyecto de “novela total”, como habían hecho los grandes narradores en la Francia decimonónica. Esa pasión por la literatura de Victor Hugo, alimentada durante años, acabó culminando en una obra de gran calado interpretativo: La tentación de lo imposible (2004).           

La pasión por la literatura corre pareja a su tentación por el periodismo. Las relaciones entre Ernesto J. Vargas y su hijo entran en un momento más templado, gracias a que el joven cadete, durante el verano, colabora con la International News Service en donde trabajaba su padre, llevando boletines informativos desde ese edificio hasta el emplazamiento del diario La Crónica, situado en la calle de enfrente. El joven Varguitas vislumbra la posibilidad de ser periodista, como una forma de bordear el mundo literario y socavar de manera progresiva la autoridad paterna. Su colaboración en La Crónica fue decisiva, no sólo porque inició su trayectoria como periodista, que ha mantenido con los diarios más importantes del mundo de manera ininterrumpida durante los últimos sesenta años, sino también porque en torno al periódico descubre todo un mundo literario, asociado a la libertad, la noche y la bohemia. De la mano de su director literario, Carlos Ney Barrionuevo, Vargas Llosa lee por primera vez a César Vallejo, y junto a él buena parte de la poesía moderna, en la que tiene un lugar destacado el poeta Martín Adán, visionario y extravagante, que decidió vivir los últimos años entre la clínica psiquiátrica y las tabernas limeñas. Carlos Ney le abrió un mundo literario insospechado hasta entonces, con “libros y autores que marcarían con fuego” al futuro escritor, descubriendo nombres y títulos que desconocía por completo y que venían a puntear el complejo mapa de la literatura moderna dentro y fuera del Perú. Junto a su amigo descubre al Malraux de La condición humana y La esperanza, se acerca a los poetas surrealistas, a Eguren, a la complejidad formal de Joyce y, sobre todo, debe a esas rondas nocturas su predilección por la Generación Perdida norteamericana, capitaneada siempre por William Faulkner y su fascinación de juventud por Jean-Paul Sartre, de quien leyó en aquel verano los cuentos de El muro, publicados en Losada con prólogo de Guillermo de Torre.

La vida bohemia y nocturna trajo nuevos problemas familiares, nuevas incomprensiones y nuevos estallidos de violencia por parte de un padre convertido en carcelero de su propia familia. Su viaje a Piura con sus tíos Lucho y Olga, en 1952, para seguir allí sus estudios le abrirá nuevas puertas y nuevos ámbitos para su condición de verdadero depredador de la literatura. La habitación-biblioteca que ocupa está llena de libros, los “viejos volúmenes de Espasa-Calpe, ediciones de clásicos de la editorial Ateneo, y, sobre todo, la colección completa de la Biblioteca Contemporánea, de la editorial Losada, unos treinta o cuarenta ejemplares de novelas, ensayos, poesía y teatro que estoy seguro de haber leído de principio a fin, en ese año de voraces lecturas” (pág. 207). Aunque de toda esa literatura la que más le impresionó fue la autobiografía de Jan Valtin, La noche quedó atrás, que en cierto sentido pone en funcionamiento todos los mecanismos del compromiso social y político que debe asumir el aspirante a escritor, que ve en esta figura política una especie de santo laico. La literatura ya no es sólo acción, aventura, emociones y grandes pasiones amorosas, sino también una forma de acercarse al hombre como sujeto conflictivo, cercado por todo tipo de problemas económicos, históricos y sociales, de ahí la necesidad que plantea la sociedad moderna de generar cambios drásticos a través de la revolución y el socialismo.

En el colegio de San Miguel de Piura descubre la prosa preciosista de Azorín, con obras como Al margen de los clásicos y La ruta de Don Quijote, autor al que dedicará su discurso de ingreso en la Real Academia Española en 1996. Pero Piura es más que Azorín, es también la casa destartalada y pintada de verde que sirve para desbravar las pulsiones sexuales de los jóvenes (y no tan jóvenes) piuranos que tienen en el prostíbulo un lugar feliz para el vicio, el bullicio y el fornicio, como se diría en el argot clásico. Esa casa verde, novelada años más tarde, lleva al joven periodista a descubrir otros prostíbulos míticos, como la Maison Tellier de Maupassant, y el barrio en el que se encuentra a relacionarlo con la Corte de los Milagros que aparece en las novelas de Alejandro Dumas, como una forma de completar y alimentar la realidad real con la realidad literaria. Los meses piuranos son también el momento en el que descubre su tentación política, su compromiso con las injusticias sociales, el conocimiento y la reflexión sobre los sistemas políticos que se han impuesto en las sociedades occidentales desde el siglo XIX. No obstante, el gran descubrimiento literario de este periodo es Los hermanos Karamazov de Dostoievsky, libro que lee mientras prepara los exámenes para entrar en la universidad y que le provoca una agitación vital e intelectual, próxima a las alucinaciones características de la socorrida contracultura.

Su ingreso en la Universidad Nacional de San Marcos supone una especie de clímax intelectual y literario, no tanto por la aportación de la institución sanmarquina a la que considera plana, anémica y llena de profesores lastrados por la apatía y el servilismo oficial, como por el hecho de entrar en contacto con mundos culturales nuevos, nuevos personajes, nuevos escritores, sin olvidar en ningún momento su fascinación por la lengua y la cultura francesa con lecturas obsesivas de las obras de Gide, Camus o Saint-Exupéry que le hacen sentirse dueño de la lengua de Montaigne. Las relaciones de Vargas Llosa con la universidad son tormentosas y están llenas de tropezones y malquerencias. “San Marcos, escribe el Nobel en sus memorias, no había caído aún en la decadencia que, en los sesenta y setenta, la iría convirtiendo en una caricatura de universidad, más tarde en ciudadela del maoísmo y hasta del terrorismo” (pág. 260). En la época que le tocó vivir, la vida cultural universitaria gira en torno a los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana de José Carlos Mariátegui, que la mayoría de los jóvenes universitarios abrazan, en su querencia marxista, como si se tratara de un nuevo catecismo político. Al joven escritor le interesa esta visión de la realidad peruana, sin embargo, no cede su talento a lo inmediato, como prueba su seguimiento de la cultura francesa y europea a través de las suscripciones a las revistas Les Temps Modernes, de Sartre y Les Lettres Nouvelles, de Maurice Nadeau.

De la mano de quien fue su gran maestro, el sabio y, en cierto sentido, ágrafo, Raúl Porras Barrenechea, el sartrecillo valiente, como se le comienza a llamar en los foros universitarios, descubre el mundo de los cronistas de Indias, con sus ristras de mitos y leyendas bombeando hacia el interior de los textos un mundo lleno de fantasía y pulsiones literarias, que le llevan a uno de sus grandes descubrimientos de aquel 1953: La rama dorada de James Frazer. La literatura y la política, los dos grandes amores vargasllosianos, se estrechan con la militancia del universitario en una de las células de la recién fundada Cahuide, nombre con el que se trataba de mantener vivo al Partido Comunista, que permanecía en la clandestinidad. En ese grupo de jóvenes aspirantes a revolucionarios lee las Lecciones elementales de filosofía de Georges Politzer, el Manifiesto comunista y La lucha de clases en Francia de Marx, El Anti-Düring de Engels y el Qué hacer de Lenin, textos que ofrecían una visión granítica de la Historia y que más tarde, ya en Europa, fueron matizados con las lecturas de los heterodoxos o disidentes Lukács, Gramsci, Goldmann y Althusser.

Sin embargo, más allá de estos zarandeos políticos, su vocación literaria se atornilla a su condición de escritor embrionario con la amistad y el asesoramiento de Carlos Zavaleta, que había traducido el Chamber Music de Joyce y era el gran conocedor de la literatura norteamericana. Fue Zavaleta quien le habló del condado mítico de Yoknapatawpha y le dio a conocer Las palmeras salvajes de Faulkner, en la traducción exquisita realizada por Borges:

“Fue el primer escritor que estudié con papel y lápiz a la mano, tomando notas para no extraviarme en sus laberintos genealógicos y mudas de tiempo y de puntos de vista, y, también, tratando de desentrañar los secretos de la barroca construcción que era cada una de sus historias, el serpentino lenguaje, la dislocación de la cronología, el misterio y la profundidad y las inquietantes ambigüedades y sutilezas psicológicas que esa forma daba a sus historias. Aunque en esos años leí mucho a los novelistas norteamericanos –Erskin Caldwell, John Steinbeck, Dos Passos, Hemingway, Waldo Frank-, fue leyendo Santuario, Mientras agonizo, ¡Absalón, Absalón!, Intruso en el polvo, Estos 13, Gambito de caballo, etcétera, que descubrí lo dúctil de la forma narrativa y las maravillas que podía conseguir en una ficción cuando se la usaba con la destreza del novelista norteamericano. Junto con Sartre, Faulkner fue el autor que más admiré en mis años sanmarquinos” (págs. 313-314).

Su descubrimiento de la literatura norteamericana tiene su propio correlato con un nuevo y sorprendente hallazgo, el de la literatura hispanoamericana, más allá de los productos regionalistas y costumbristas de los que siempre ha huido, como el pájaro de la plaga, por utilizar una imagen de Álvaro Mutis, con esa manía de convertir lo telúrico en el centro de la creación, como ocurre en los títulos clásicos de la época como Raza de bronce de Alcides Arguedas, Huasipungo de Jorge Icaza, La vorágine de José Eustasio Rivera, Doña Bárbara de Rómulo Gallegos o Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes. Quien hace de Virgilio en esta nueva travesía por los laberintos de la creación latinoamericana es, de nuevo, un compañero de estudios, en esta ocasión de la Universidad Católica, llamado Luis Loayza, un entusiasta de Camus, de Henry James, Paul Bowles y Truman Capote, que se burla de Sartre, que reverencia a Borges en una época en que el gran escritor argentino era todavía bastante desconocido, y gracias a Loayza, Vargas Llosa tiene acceso a figuras como Alfonso Reyes, Adolfo Bioy Casares, Juan José Arreola, Octavio Paz o Juan Rulfo, quien para esas fechas ya había publicado todo lo que nos ha dejado, sin olvidar tampoco la labor ímproba realizada por la argentina Victoria Ocampo desde su revista Sur, autora por la que siente una devoción muy especial.

En medio del trasiego académico sanmarquino, el periodista Varguitas, como se le conoce, asiste a los seminarios sobre literatura hispanoamericana que imparte el gran polígrafo peruano Luis Alberto Sánchez, que había vuelto del exilio en 1956. Con él conoce a Rubén Darío y sigue la impronta estética del vate nicaragüense en los poetas españoles Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado, así como en Vallejo y el propio Neruda. Vargas Llosa decide entonces realizar su tesis doctoral sobre la poética de Darío y para ello consigue una de las mejores becas del momento, la Javier Prado, que le permitiría una estancia larga en Madrid, y los saltos oportunos más allá de los Pirineos, para vivir esas ciudades engrandecidas en el imaginario latinoamericano, como París y Londres, fundamentales para que el escritor dé un giro internacional a su literatura.

De los lápices afilados al lector total

Es un hecho demostrable, como recuerda Jordi Gracia en una de las notas aparecidas a raíz de la concesión del Nobel, que no siempre detrás de un gran escritor se encuentra un gran lector: “Ni suele ser así ni hay ninguna obligación para que suceda así. Lo excepcional es más bien lo contrario. Cuando hay un buen lector perspicaz, imaginativo, lúcido y además concurre el don de desentrañar el corazón que bombea en los libros de los otros, entonces el número de candidatos se reduce ya drásticamente. Vargas Llosa vive en ese reducidísimo grupo que lo tiene todo: es un deslumbrante ensayista literario sin reservas, quizá porque luchó desde muy temprano con la ansiedad por comprender los mecanismos de la novela, el modo en el que funcionan artefactos virtualmente invisibles y sin embargo terriblemente eficaces”[2]. En cierto sentido, su labor como crítico y ensayista ha sido, hasta cierto punto, un espléndido reverso a su universo creativo, dando variedad y juego a sus “demonios personales” que le han llevado a una doble dirección: el lector voraz que descubre de forma incesante autores, temas y escuelas y aquel que ha aprendido de los maestros del género narrativo toda una constelación de técnicas que ha utilizado para enriquecer y engrandecer su propia obra. En todo este proceso ha resultado fundamental su tenacidad, su rigor, su disciplina “vargasllosiana”, contribuyendo de forma decisiva sus estancias europeas para alcanzar un registro literario verdaderamente internacional y cosmopolita. Muchos de estos ensayos[3], como recuerda Joaquín Marco[4], han sufrido su particular peregrinaje intergenérico, desde la conferencia, el curso magistral dictado en alguna universidad importante, el artículo periodístico o el prólogo a sus obras favoritas, hasta convertirse en un libro de referencia dentro de su bibliografía, como así ha pasado con La verdad de las mentiras y con los estudios dedicados a José María Arguedas, Victor Hugo o Juan Carlos Onetti.

Su viaje a Madrid en 1959 para realizar su tesis doctoral en la Universidad Complutense, resulta fundamental, porque aquí se topa de bruces con el clima rancio del franquismo exaltado, frente al aluvión cultural vivido en París, con el auge del existencialismo con dos figuras de relumbrón, como Sartre y Camus, y toda una pléyade de revistas literarias que estaban fomentando y divulgando la literatura y la cultura latinoamericanas. Esta es una de las razones, quizás la principal, por la que a finales de ese año se muda a la capital francesa, lo que le posibilita entrar en contacto con los escritores del “novueau roman”, como Michel Butor o Alain Robbe-Grillet, que compaginaron creación y ensayo. Son los años fuertes de los teóricos de la literatura como Derrida, Foucault, Habermas, Kristeva o Fukuyama, a los que nunca cita, aunque los conozca al dedillo, entre otras razones porque Vargas Llosa ha creado su propio sistema analítico.

Es evidente que sus lecturas están acordes con su propia inflexión o maduración ideológica, tal y como puede rastrearse en los textos que a lo largo de los años dedicó a Sartre y a Camus, recogidos más tarde en su obra Contra viento y marea. Frente al intelectual desdeñoso y remilgado en asuntos sociales y políticos, Sartre propone al escritor comprometido con su tiempo, que toma partido ante las coyunturas económicas difíciles, que se convierte en vocero frente a los ataques dirigidos contra la libertad y la dignidad de los pueblos. Esta visión ética del escritor encuentra su propio antídoto en algunas posturas un tanto disparatadas y extremas del filósofo francés que chocan con la mentalidad abierta e inquieta del joven Vargas Llosa. Sartre llega a proponer que la escritura se produzca como producto cultural en las sociedades avanzadas, mientras que en los países pobres o en vías de desarrollo el escritor debía cancelar su vocación literaria para dedicarse a otros menesteres más útiles para la sociedad[5]. En cierto sentido, la tesis sartreana venía a cuestionar aspectos fundamentales del quehacer literario vargasllosiano, como es el compromiso del escritor con su mundo, con su obra, con su lenguaje, de ahí que el peruano se distanciara de este esquema maniqueo poniendo los puntos sobre las íes: “la literatura cambia la vida, pero de una manera gradual, no inmediatamente, y nunca directamente, sino a través de ciertas conciencias individuales que ayuda a formar”[6].

Su distanciamiento de Sartre coincide con un acercamiento generoso a la literatura y a la dimensión humana de Albert Camus. Estamos a comienzos de la década de los años setenta y el comunismo ortodoxo ha presentado su cara menos amable con la invasión soviética de la antigua Checoslovaquia y el famoso “caso Padilla” en Cuba, que dividió de forma irreconciliable a la intelectualidad a ambos lados del océano común[7]. El descrédito de las utopías revolucionarias lleva a Vargas Llosa a canjear a los teóricos del marxismo por otros autores que pueden ser considerados disidentes de la llamada idolatría de la Historia, reemplazando el compromiso socialista por el compromiso ético con el hombre moderno. De Camus le interesa su sentido del hombre integrado en la sociedad y en el mundo natural, enriquecido con los valores que vienen del mundo clásico y que se concretan en la amistad, el valor, el honor o la solidaridad, sin olvidar la importancia que tiene en las relaciones humanas la moderación, la razón, la tolerancia, la prudencia y, por encima de todo, la libertad individual para alcanzar la libertad de los pueblos, tal y como dejó reflejado en su libro Entre Sartre y Camus de 1981. Es más, esa visión del hombre total camusiana tiene efectos estimulantes para un Vargas Llosa obsesionado en la búsqueda de una novela total.

Si hay un autor que parece ser el alter ego del arequipeño ese es, sin duda alguna, Gustav Flaubert, cuya producción novelesca constituye el inicio de la modernidad narrativa. Desde que la leyó por primera vez, allá por 1959, Madame Bovary pasó a ser el paradigma de la estructura narrativa perfecta, cuya simetría era capaz de crear un mundo autónomo y autosuficiente, como una síntesis perfecta de la vida, donde los sentimientos y la subjetividad de los personajes se hacían tangibles y objetivables. Vargas Llosa queda atrapado no sólo en la lectura de esta obra mayor de las letras francesas, sino también en su proceso de creación, minucioso y lleno de tensiones creativas, que dio como resultado la impersonalidad y, a veces, la invisibilidad del narrador flaubertiano, que por momentos parece un suplantador de Dios. Flaubert ofrece al lector un cóctel extraordinario donde se mezclan la violencia, el sexo, lo sublime y lo vulgar, como formas poliédricas de representar la complejidad de la realidad que tiene todo tipo de anclajes en el mundo objetivo. A Flaubert le dedicará uno de sus ensayos más logrados y vigorosos, La orgía perpetua: Flaubert y Madame Bovary (1975).

Si hay un autor omnipresente a lo largo y ancho del continente americano en la década del sesenta ése es, sin duda alguna, William Faulkner, visible y presente, de una u otra manera, en las creaciones de Onetti, de Carlos Fuentes, de Otero Silva, de García Márquez o del propio Vargas Llosa, que parece haberlo leído y desmontado con la paciencia de un relojero desde su época de estudiante universitario. La narrativa faulkneriana no sólo forma parte del bagaje cultural del Nobel peruano, también lo es de su mundo narrativo, especialmente el que aparece en La casa verde, tal y como reconoció algunos años más tarde en la Historia secreta de una novela (1971). El sonido y la furia, Mientras agonizo, Luz de agosto, Las palmeras salvajes son algunos de los títulos a los que vuelve una y otra vez, porque en estas novelas del ciclo de Yoknapatawpha, descubre una escritura sublime, a mitad de camino entre lo religioso, lo mítico y lo épico, donde los matices, las evocaciones, las resonancias, las simbologías y las anfibologías se multiplican hasta lo indecible. Faulkner le da el modelo de un mundo mítico, como el que aparecerá en La casa verde, en el que echa a andar un enjambre de personajes en perfecta tensión con el entorno que les ha tocado vivir. Vargas Llosa supera las formas decimonónicas de la narración, para construir un relato que fluye gracias al monólogo interior múltiple, que supone, una nueva forma de perspectivismo, siguiendo, aunque sea de lejos, la estela cervantina. Faulkner legitima, en cierto sentido, la sustitución de un narrador omnisciente por un verdadero mosaico de narradores-pensantes que se mueven a saltos por entre una maraña de trampas espacio-temporales que convierten la narrativa vargasllosiana en una obra llena de indicios y matices, donde la complejidad argumental ha devorado literalmente cualquier forma de narración lineal.

Uno de los grandes aciertos lectores y críticos de Vargas Llosa consiste en haberse convertido en el rescatador más ilustre de la novela de Joanot Martorell, Tirant lo Blanc, publicada en 1490 y por la que el propio Cervantes, en boca de don Quijote, sentía una admiración completa y sin fisuras. De ella dice en su “Carta de batalla por Tirant lo Blanc” que es “fantástica, histórica, militar, social, erótica, psicológica: todas esas cosas a la vez y ninguna de ellas exclusivamente, ni más ni menos que la realidad. Múltiple, admite diferentes y antagónicas lecturas y su naturaleza varía según el punto de vista que se elija para ordenar su caos” (pág. 49). La pone como ejemplo de lo que siglos más tarde sería el antecedente del “realismo total” y a su creador como un suplantador de Dios. Martorell creó su obra maestra a partir de los materiales de su época, sin hacer discriminaciones, mezclando niveles que podían resultar incómodos para la cultura oficial del momento. Su actitud es abiertamente deicida, de fagocitación de la realidad, mostrando las costuras de su entorno, al tiempo que trasciende su época para erigirse en una novela total y totalizadora.

Un rasgo sobresaliente que la crítica vargasllosiana ha señalado de forma unánime es la generosidad con que el arequipeño se ha acercado a otros autores, muchos de ellos contemporáneos y coetáneos, rivales incluso en el mercado del libro, en las listas de los más vendidos, en los más utilizados e investigados en el ranking venenoso de los circuitos universitarios. Así nació García Márquez: historia de un deicidio en 1971. Primero fue tesis doctoral, bajo la dirección del gran dialectólogo Alonso Zamora Vicente y más tarde libro de coleccionistas obsesivos porque la edición fue pulverizada de las librerías tras los encontronazos personales entre los antiguos compinches literarios. Hasta hace unos años, en el 2006, que fue publicado en sus Obras Completas por el Círculo de Lectores / Galaxia Gutenberg, el ensayo más completo y rompedor sobre el Nobel cataquero sólo podía ser consultado en bibliotecas, circulando alegremente entre varias generaciones de estudiantes como texto fotocopiado para regocijo de los multicopistas. Un intento totalizador parecido puede observarse en su obra La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo, de 1996, texto tan aplaudido como criticado en el momento de su publicación, porque si bien en él hay un homenaje sentido a la figura de Arguedas como creador, como escritor-bisagra que conecta dos mundos, dos culturas, dos lenguas, al tiempo que el más brillante y mejor formado de los Vargas Llosa pulveriza con infinidad de argumentos cada uno de los entresijos del pensamiento arguediano, cuestionando desde cualquier médula literaria y filosófica viable la posibilidad de mantener un mundo indígena y arcádico, alejado del progreso, la ciencia, la tecnología, los grandes pasos dados por la humanidad para la mejora de las sociedades. Mucho más liviano, pero igualmente sentido y afilado resulta su estudio sobre la narrativa onettiana, publicado en el 2008 para conmemorar el centenario del nacimiento del escritor uruguayo, bajo el título El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti.

En un ensayo algo discutible en su formato, tildado de simplón en abierto contraste con la profundidad de las teorías expuestas, Cartas a un joven novelista (1997), el escritor peruano reúne toda una serie de conceptos que ha ido espigando a lo largo de su trayectoria literaria, como ejemplo para los futuros novelistas. Ahí encontramos explicados conceptos y marbetes como la “parábola de la solitaria”, el catoblepas, las mudas y el salto cualitativo, la caja china, el dato escondido, los vasos comunicantes, además de los demonios literarios y personales que son una constante en una parte de su obra ensayística, desarrollando su concepción del estilo, el espacio y el tiempo como elementos estructurales de cualquier obra. Son todos ellos conceptos que ha manejado desde sus primeros pinitos literarios con la intención de “escribir historias que deslumbraran a sus lectores como me habían deslumbrado a mí las de esos escritores que empezaba a instalar en mi panteón privado: Faulkner, Hemingway, Malraux, Dos Passos, Camus, Sartre”[8]. Y para cada concepto Vargas Llosa ha recurrido a su bagaje lector, presentando ejemplos novelescos o cuentísticos que resultan, la mayor parte de las veces, rutilantes, de gran acierto y con un trasfondo pedagógico innegable que ponen de relieve la calidad docente de quien ha ejercido la enseñanza universitaria por medio mundo en las mejores tribunas académicas.

La metáfora de la solitaria había sido utilizada por el novelista norteamericano Thomas Wolfe, el maestro de Faulkner, autor de dos ambiciosas novelas que recomienda, como Del tiempo y el río y El ángel que nos mira. Si la necesidad imperiosa de escribir y de crear mundos ficticios se apoya en la imagen del parásito, Vargas Llosa recurre a la imagen mitológica del catoblepas, la criatura que se alimenta de sí misma,  cuando hace referencia a la realidad intrínseca que subyace a toda ficción, por muy fantástica que ésta sea. Como ha afirmado en otro lugar: “Yo creo que todas las novelas son autobiográficas y que sólo pueden ser autobiográficas (…) la habilidad del escritor, del novelista, no está en crear propiamente sino en disimular, en enmascarar, en disfrazar lo que hay de personal en lo que escribe”[9]. Esta extraña criatura procedente de los bestiarios medievales ya fue utilizada por Flaubert en La tentación de San Antonio, y más tarde por Borges en su Manual de Zoología Fantástica. La búsqueda de escritores que alimentan la ficción de sus propias entrañas lo lleva a considerar a Marcel Proust como el verdadero escritor-catoblepas, porque gracias a su literatura “transformó los episodios bastante convencionales de su existencia en un esplendoroso tapiz, en deslumbrante representación de la condición humana” (pág. 1304).

Al hablar del estilo reconoce que hay autores muy correctos desde el punto de vista gramatical, acordes con el canon estilístico imperante en una época –“como Cervantes, Stendhal, Dickens, García Márquez”, y otros más díscolos desde el punto de vista gramatical y el estilo de la época: “como Balzac, Joyce, Pío Baroja, Céline, Cortázar y Lezama Lima”. Se considera deudor de la poderosa capacidad inventiva de Joyce, genial en la utilización del monólogo interior, al tiempo que se siente atraído por el estilo abrupto y desconcertante de Louis-Ferdinad Céline, sobre todo en lo referido a su novela más emblemática, Viaje al final de la noche, aunque dejando bien claro el rezacho e, incluso, la repugnancia que le producen sus actitudes racistas y fascistoides que convirtieron a Céline en un icono del colaboracionismo nazi. De Carpentier critica su amaneramiento estilístico y académico, su barroquismo lleno de arcaísmos y artificios, que dan, no obstante, un rendimiento extraordinario cuando se trata de una novela como El reino de este mundo, a la que considera como “obra maestra absoluta”. A Borges lo encumbra como uno de los prosistas más originales de la lengua española, “acaso el más grande que ésta haya producido en el siglo XX” (pág. 1318), razón por la que ha podido ejercer una influencia nefasta entre los jóvenes narradores, que han tratado de imitarlo hasta la banalización del estilo, algo que también ha sucedido con el otro gran imitado del siglo XX, el Nobel colombiano Gabriel García Márquez.

En sus consideraciones sobre el estilo de los nuevos narradores propone como única estrategia posible la lectura voraz para enriquecer el lenguaje, y seguir paso a paso las trayectorias novelísticas de dos arietes de la narrativa mundial: Faulkner y flaubert. El primero de ellos fundamental por la utilización de un lenguaje único, con resonancias míticas y épicas, y atravesado por todo tipo de referencias religiosas; el segundo, Flaubert, porque es el escritor de la estructura y la simetría perfectas, el genio esculpido palabra a palabra, el artífice de un lenguaje justo y exacto, depurado hasta límites indecibles para representar la idea exacta.

Cada uno de los ejemplos que utiliza para apuntalar sus teorías literarias tienen en común la huella dejada en su formación como escritor, mostrando una pulsión literaria ecléctica, que trasciende épocas, estilos y fronteras, lo que le lleva a citar como textos paradigmáticos Las uvas de la ira de John Steinbeck, El empleo del tiempo de Michel Butor, Aura de Carlos fuentes, Juan sin tierra de Juan Goytisolo, Cinco horas con Mario de Delibes, el Galíndez de Vázquez Montalbán, Moby Dick de Herman Melville o ese monumento a la desolación que es Mientras agonizo de William Faulkner. Considera Los miserables como “una de las más ambiciosas creaciones narrativas de ese gran siglo novelesco, una historia que está amasada con todas las grandes experiencias sociales, culturales y políticas de su tiempo y las vividas por Victor Hugo a lo largo de los casi treinta años que le tomó escribirla (retomando el manuscrito varias veces después de largos intervalos)” (pág. 1330). Este ejemplo de obra mayor del siglo XIX, sólo puede ser comparado la “otra catedral del género novelesco”: Madame Bovary.

Al hablar del tratamiento temporal, señala casos verdaderamente notables, como “Regreso a la semilla” de Carpentier, una novela con un arranque prenatal como es el Tristan Shandy de Lawrence Sterne, o El tambor de hojalata de Günter Grass, cuyo protagonista decide no crecer, o el de Rayuela, novela lúdica y experimental que fractura cualquier concepto tradicional de la estructura narrativa o La máquina del tiempo de H. G. Wells (el viajero del futuro que vuelve con la rosa en la mano, lo que fascinó a Borges) o el relato “La trama celeste” de Bioy Casares.

Como ejemplo de la maestría en los puntos de vista cita la novela de Henry James, Otra vuelta de tuerca. Rescata por su interés técnico la La celosía de Alain Robbe-Grillet, al que prefiere como autor, más que como teórico, tildándolo de pobre y aburrido. Lugar destacado le concede al Orlando de Virginia Woolf, a la que considera “otra de las grandes escritoras de la novela moderna”, al tiempo que destaca como obras mayores de la literatura El castillo y El proceso de Kafka, el Pedro Páramo de Rulfo y a Julio Cortázar como uno de los escritores más sobresalientes en el uso de la muda o el salto cualitativo en la nueva narrativa latinoamericana. La vida breve de Onetti le sirve para ejemplificar su teoría sobre las estructuras ficcionales de inclusión, como “la caja china” y utiliza la Rayuela de Cortázar y Las palmeras salvajes de Faulkner para exponer a ese joven novelista que lee su ensayo sobre las ventajas que tiene la utilización de los vasos comunicantes en la búsqueda de una estructura total y totalizadora de la novela. Sin embargo, es, en lo que él llama “el dato escondido”, donde Vargas Llosa hace coincidir los ejemplos más representativos con sus propias devociones literarias, como ocurre con el cuento “Los asesinos” de Hemingway, con su novela Fiesta o con la monumental Santuario de Faulkner, en el que el enigma que contagia toda la narración tiene que ver con la impotencia de un personaje encanallado y siniestro como Popeye, quien desflora a Temple Drake con una mazorca. Sin embargo, para el peruano es de nuevo el Tirant lo Blanc la novela paradigmática en la utilización del dato escondido, anticipándose en varios siglos a la novela moderna.

Es evidente que sólo hay que echarle un vistazo a vuelapluma a la biblioteca vargasllosiana para certificar que su potencialidad creadora ha corrido pareja a su capacidad para la lectura, la crítica y el ensayo. Puestas juntas y en hilera sus obras de creación y de crítica, el lector contempla con asombro los muchos centímetros de talento que aquel niño que aspiraba a ser un marino, para parecerse a los héroes de las novelas de aventuras que leía, ha conseguido cincelar como un escribidor incansable, con una paciencia y un rigor de picapedreros, acercándose, desde su condición agnóstica, a una especie de santidad laica, aquella que se consigue con la excelencia en el trabajo y la disciplina de hierro con que ha sabido renunciar a casi todo a favor de una obra que le sobrevivirá más allá de las miserias del cuerpo. Leída en su conjunto la impresionante obra vargasllosiana tenemos la certeza de que no sólo ha sido un incansable buscador y ejecutor de la llamada “novela total”, también ha sido, y es, un “escritor total”, cuya sagacidad literaria lo sitúa muy arriba en el parnaso de las letras en español desde mediados del pasado siglo. Quizás sea la necesidad de salvaguardarse de las traiciones de la memoria y de protegerse entre los repliegues de la mejor literatura lo que ha motivado que su discurso de aceptación del Premio Nobel, posiblemente el más importante de su vida, lo haya titulado “Elogio de la lectura y la ficción”, como una forma de exorcizar las miserias con que todo hombre tiene que luchar a brazo partido más allá de la magia de los libros.



[1]              El pez en el agua, Madrid, Alfagura, 2ª edición de 2010, pág. 22. En adelante cito siempre por esta edición en el propio texto.

[2]              Diario Público, viernes 8 de octubre de 2010.

[3]        Carta de batalla por Tirant lo Blanc, prólogo a la novela de Joanot Martorell (1969); García Márquez: historia de un deicidio (1971); Historia secreta de una novela (1971); La orgía perpetua: Flaubert y "Madame Bovary" (1975); Entre Sartre y Camus, ensayos (1981); Contra viento y marea. Volumen I (1962-1982) (1983); La suntuosa abundancia, ensayo sobre Fernando Botero (1984); Contra viento y marea. Volumen II (1972-1983) (1986); Contra viento y marea. Volumen III (1964-1988) (1990); La verdad de las mentiras: ensayos sobre la novela moderna (1990); Carta de batalla por Tirant lo Blanc (1991); Un hombre triste y feroz, ensayo sobre George Grosz (1992); Desafíos a la libertad (1994); La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo (1996); Cartas a un joven novelista (1997); El lenguaje de la pasión (2001); La tentación de lo imposible, ensayo sobre Los Miserables de Victor Hugo (2004); El viaje a la ficción, ensayo sobre Juan Carlos Onetti (2008); Sables y utopías. Visiones de América Latina (2009). 

[4]              Véase su prólogo a los Ensayos Literarios I, con el título “El reverso de la creación”, en Obras Completas IV, Barcelona, Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, 2006, págs. 9-29.

[5]              “Los otros contra Sartre” de 1964 en Contra viento y marea (1962-1982), Barcelona, Seix Barral, 1983, págs. 38-42.

[6]              Ibídem., págs. 39-40.

[7]              Véase el excelente libro de Pablo Sánchez, La emancipación engañosa. Una crónica transatlántica del boom (1963-1972), Alicante, Cuadernos de América sin nombre, 2009.

[8]              Recogido en Ensayos Literarios I, op. cit., pág. 1293. En adelante cito por esta edición en el propio texto.

[9]              “La novela”, conferencia de 1966, recogida en el volumen Los novelistas como críticos II (edit. Norma Klahn y Wilfrido H.Corral), México, F.C.E., 1991, págs. 344-345.

Escrito en Lecturas Turia por José Manuel Camacho Delgado

 

 

Yo no puedo ir contigo. Tienes que seguir adelante. No se sabe lo que puede deparar la carretera. Siempre hemos tenido suerte. Tú la tendrás otra vez.

Cormac McCarthy, La carretera

 

 

 

Desde hace más de dos décadas la narrativa de Cormac McCarthy[1] se ha convertido en uno de los principales puntos de referencia de la literatura norteamericana contemporánea. En efecto, aunque ya durante los años sesenta y setenta McCarthy dejó constancia de su poderío narrativo con cuatro notables novelas ambientadas en el Sureste de los EE.UU., hay que esperar hasta la segunda mitad de los ochenta y principios de los noventa para que McCarthy alcance por fin un reconocimiento significativo por parte de la crítica especializada, especialmente tras la publicación de Meridiano de sangre (Blood Meridian, 1985)[2] y Todos los hermosos caballos (All the Pretty Horses, 1992). Desde entonces, McCarthy ha acumulado elogios de la crítica[3] y prestigiosos premios, entre ellos, el National Book Award por Todos los caballos hermosos y el Pulitzer de ficción por La carretera (The Road, 2006)[4], logrando además alcanzar un considerable número de lectores. El éxito de su obra ha traspasado fronteras y sus diez novelas publicadas hasta la fecha no sólo se han traducido ya a varios idiomas (por ejemplo, todas ellas pueden encontrarse ya en castellano), sino que también se han trasladado a la pantalla grande, con resultados dispares, como el clamoroso fracaso en el año 2000 de la película de Billy Bob Thornton Todos los caballos bellos, que contrasta vivamente con los múltiples premios obtenidos por el film de los hermanos Coen No es país para viejos, basado en la novela homónima de McCarthy (No Country for Old Men, 2005) y galardonado, entre otros, con el Oscar a la mejor película en 2008.[5]

 

Durante estos últimos años los calificativos empleados para definir la obra de McCarthy se han sucedido y los intentos por clasificar su universo literario han abundado. Así, por ejemplo, se le han aplicado con frecuencia etiquetas tales como "escritor regionalista", "autor hermético" (calificativo este último referido tanto a su prosa como a su vida personal), "faulkneriano", "realista mórbido", "hiperrealista", "nostálgico", "barroco", "heredero del renacimiento sureño" o "revisionista del `western' ". Sin embargo, quizás la principal característica del universo literario de McCarthy y, en cierto modo, también de su periplo personal sea su resistencia a las definiciones, a los límites, a las etiquetas, su ubicación en un territorio liminal, complejo y transfronterizo, donde las barreras tradicionales tienen escaso sentido. En efecto, se trata de un autor que aspira a superar fronteras, recurriendo a una articulación artística peculiar que hace difícil su clasificación según las fórmulas o convenciones literarias habituales.

 

Antes de adentrarnos en el universo literario de McCarthy, resulta útil realizar un breve recorrido por su trayectoria personal para comprobar cómo ya en su biografía existen diversos datos que nos anticipan las dificultades que surgen a la hora de clasificar este escritor y su obra. Para empezar, debemos destacar que McCarthy no es originario de ninguna de las regiones de los EE.UU. que se han convertido en su principal fuente de inspiración artística (el Sureste y el Oeste), sino que nació en Providence (Rhode Island), en 1933. Por ello, calificativos tales como los de "escritor sureño" o "autor del Oeste" pueden resultar un tanto problemáticos, al menos desde el punto de vista estricto del lugar de nacimiento de McCarthy. Ciertamente, la influencia del Sur en su obra está estrechamente ligada a su infancia y adolescencia en Knoxville (Tennessee), lugar adonde se trasladó su familia cuando él apenas contaba cuatro años de edad. Aunque McCarthy, el mayor de los seis hijos de un abogado, acudió a la Universidad de Tennessee de 1951 a 1952, pronto la abandonó para enrolarse en la Fuerza Aérea durante cuatro años, siendo destinado, entre otros lugares, a Alaska. En 1957 regresó a la Universidad de Tennessee, pero no llegó a graduarse en la misma. Ello no fue óbice, sin embargo, para que durante su etapa universitaria publicase sus primeras historias breves, "A Drowning Incident" y "Wake for Susan", en la revista de la citada universidad y obtuviese una beca para dedicarse a escribir durante 1959 y 1960. Posteriormente, McCarthy abandonó temporalmente el Sur, trasladándose a Chicago, donde compaginó su labor creativa con otros oficios, llevando una existencia bastante errante. De regreso al Sur, McCarthy pareció asentarse en Tennessee junto a su primera mujer y a su hijo, pero en el mismo año en que se publicó su primera novela, El guardián del vergel (The Orchard Keeper, 1965), de inspiración claramente sureña, decidió dejar no sólo el Sur, sino también los EE.UU., iniciando un periplo de dos años por Europa que le llevaría a conocer a su segunda mujer y a visitar lugares como Irlanda (cuna de sus antepasados), Inglaterra, Francia, Suiza, Italia y España[6]. Este nuevo rumbo cosmopolita en la biografía de McCarthy pronto tocó a su fin ya que en 1967 regresó al Sureste de los EE.UU., estableciendo su residencia primero en Tennessee y posteriormente en Louisiana, y volvió a utilizar dicho territorio como fuente de inspiración literaria en otras tres novelas. Este período de estabilidad personal apenas duró una década ya que a mediados de los setenta McCarthy no sólo se separó de su segunda mujer, sino que también abandonó el Sureste, trasladándose al Oeste, lugar que se convirtió también en el espacio literario dominante en sus novelas a partir de la publicación de Meridiano de sangre. Tras haber vivido durante años en El Paso (Texas), en la actualidad McCarthy reside, al parecer, cerca de Santa Fe (Nuevo México), junto a su tercera esposa y su segundo hijo. Y decimos "al parecer" porque McCarthy es un escritor que de forma habitual rehuye ofrecer demasiados datos sobre su vida e incluso sobre su obra. En efecto, durante mucho tiempo McCarthy se ha labrado una fama de escritor hermético, únicamente interesado en darse a conocer a través de su obra por lo que rechaza el contacto con los medios de comunicación o la participación en conferencias o en giras de promoción de sus libros. Esta huida del "ojo público" de McCarthy ha hecho que la crítica a menudo le haya catalogado de "autor invisible", resaltando las semejanzas entre dicha actitud y la de otros autores norteamericanos contemporáneos como J.D. Salinger o Thomas Pynchon. Sin embargo, en los últimos tiempos McCarthy en su afán por huir de las etiquetas y los encasillamientos ha concedido dos entrevistas a medios de gran difusión que parecen poner en tela de juicio su condición de autor hermético. La primera de ellas al New York Times en 1992, coincidiendo con la publicación de su primer "best-seller", Todos los hermosos caballos, y la segunda y más controvertida a Oprah Winfrey en 2007. De hecho, el anuncio de su participación en el programa de TV de esta popular presentadora fue recibido por muchos como el final de la invisibilidad de McCarthy y su sumisión definitiva a las leyes del mercado literario.[7] En este sentido, puede decirse que de nuevo, McCarthy volvió a romper las expectativas creadas en torno a su figura, ya que se limitó a conceder una entrevista monótona (tanto en la forma como en contenido, adoptando una actitud especialmente pasiva), que no aportó apenas nuevos datos sobre su vida o sobre su obra.

 

Centrándonos ya exclusivamente en su carrera literaria, puede decirse que, a pesar del talento artístico de McCarthy para trascender los límites espaciales y dotar a su obra de características universales, a menudo destaca la particular relación de su literatura con un entorno geográfico y cultural muy concreto. De todas formas, y a diferencia de otros autores a los que se ha aplicado el calificativo de "regionalista", McCarthy no rinde pleitesía a un único territorio literario. De hecho, su trayectoria novelística se centra en dos puntos diferentes de la geografía norteamericana, el Sureste y el Oeste. Así, en función al menos de sus inicios literarios Cormac McCarthy podría ser encuadrado dentro de la llamada literatura sureña moderna. En efecto, sus cuatro primeras novelas, la ya citada El guardián del vergel, La oscuridad exterior (Outer Dark, 1968), Hijo de Dios (Child of God, 1974) y Surte (1979), no sólo están ambientadas en el Sureste de los EE.UU., sino que contienen elementos habituales en dicha literatura, tales como el énfasis en los aspectos grotescos, a menudo de corte violento, o la huella estilística de Faulkner. La primera de estas novelas además describe sin sentimentalismos la desaparición del viejo Sur y de valores como el honor, la dignidad y la conciencia frente al empuje del nuevo orden, la modernización y la corrupción asociadas al nuevo Sur. Esta novela de características básicamente iniciáticas está llena de resonancias faulknerianas, que no sólo se limitan a la recreación de los personajes y escenarios, sino que se extienden también al lenguaje, oscuro y complejo, con un protagonismo importante del dialecto rural y una puntuación reducida a su mínima expresión. La conexión faulkneriana se extiende también al editor de esta novela, Albert Erskine (el mismo de Faulkner), que se convertiría en el editor de McCarthy durante los veinte años siguientes. La segunda novela de McCarthy, La oscuridad exterior, fue escrita en parte durante su estancia en Ibiza, aunque es una obra claramente sureña, que guarda importantes semejanzas con su primera novela, aunque esta vez el proceso iniciático del protagonista, un ser condicionado por su particular pecado original (el incesto), le conduce al encuentro con el mal en un entorno natural y social hostil, que incluye dantescas escenas de destrucción, violencia y muerte. Hijo de Dios, por su parte, también se encuadra dentro de lo que podríamos llamar su etapa gótica sureña y es una novela donde McCarthy vuelve a incidir en un personaje con problemas de conducta sexual cuyo destino aparece inevitablemente ligado a la violencia, en este caso, al asesinato en serie y a la necrofilia. Esta combinación de sexo y violencia en un entorno rural sureño y el estilo de la novela han hecho que con cierta frecuencia se haya comparado a esta obra con la novela de Faulkner Santuario. De todas formas, la mejor novela de este período sureño es, sin lugar a dudas, Suttree, donde McCarthy recrea con precisión algunos de los personajes y ambientes más extravagantes que conoció en Knoxville y proyecta en la historia del protagonista de la novela algunos datos autobiográficos, en particular, su conflictiva relación con su padre. Es una novela de tono ambiguo, donde con frecuencia se combinan perfiles grotescos con rasgos expresionistas, y una importante complejidad estilística acentuada por las elipsis temporales que abundan en el texto. Su estructura narrativa, sin embargo, no presenta demasiadas dificultades puesto que McCarthy vuelve a recurrir a una estructura de corte iniciático, con un protagonista lleno de contradicciones que debe descender a los infiernos (lugar representado por McAnally, suburbio de Knoxville donde moran pobres, borrachos, asesinos, violadores de sandías, "sin techo"...) para superar su crisis de identidad, alcanzar el conocimiento interior y emprender un renacimiento espiritual.

 

En general, estas novelas sureñas de McCarthy pasaron bastante desapercibidas entre los lectores en el momento de su publicación. Posiblemente el lenguaje oscuro de las mismas, su inusual sintaxis y puntuación, su excesivo énfasis en aspectos tales como la violencia, el mal y el nihilismo, su predilección por retratar personajes y ambientes sórdidos con un realismo extremo rayano en ocasiones en lo macabro, además del nulo interés de McCarthy en promocionar estas novelas, sean algunos de los factores principales que explican esta fría acogida de los lectores en su día. Dichas novelas tuvieron mayor eco entre los críticos, aunque tampoco puede hablarse de un reconocimiento mayoritario por parte de la crítica especializada. De todos modos, en general las reseñas aparecidas de estas novelas, sobre todo, de las dos primeras, fueron bastante positivas. Ello al menos le permitió a McCarthy obtener becas y premios de cierta consideración (en algunos casos procedentes de prestigiosas instituciones como la Academia Americana de Artes y Letras, la Fundación William Faulkner, la Fundación Rockefeller, la Fundación Guggenheim o la Fundación McArthur) y continuar su carrera literaria sin tener que recurrir a otros oficios como la enseñanza en talleres de escritura.[8] Habrá que esperar, sin embargo, a la publicación de su "western" apocalíptico Meridiano de sangre para poder hablar de la consolidación de McCarthy como escritor. En efecto, aunque la novela no despertó un interés inmediato entre los críticos, transcurridos unos pocos años dicha obra le proporcionó a McCarthy un notable prestigio entre los mismos. De hecho, buena parte de la crítica todavía hoy considera a esta obra como su mejor novela. Por ejemplo, para el ya citado Harold Bloom Meridiano de sangre es “la auténtica novela apocalíptica norteamericana” y una “insuperable culminación del `western´”.[9] Por otra parte, esta novela supone un hito fundamental en la trayectoria como escritor de McCarthy porque marca su ruptura con la etiqueta de "autor del Sureste" y señala el desplazamiento hacia el Oeste de su universo literario, con un especial énfasis en la dicotomía entre el mito y la realidad de la frontera. Es una novela histórica de estética postmodernista y tenebrista, con ecos de Moby-Dick (principalmente, en el perfil demoníaco del juez Holden) y de El corazón de las tinieblas (presentes, sobre todo, en la descripción del viaje iniciático hacia el horror del protagonista, al que únicamente se le conoce como "el chico"), y donde McCarthy combina con brillantez diálogos punzantes y descripciones sórdidas no exentas de lírica, convirtiendo al paisaje del Oeste en un personaje más de su historia. En particular, las tierras desérticas del noroeste de México aparecen retratadas como un escenario hostil para la vida humana y se convierten en el símbolo perfecto de la destrucción, la muerte y la desolación que crean a su paso los protagonistas de la novela. A lo largo de la misma McCarthy cuestiona las tesis tradicionales en torno a la conquista del Oeste en el siglo XIX, haciendo hincapié en la extrema violencia y en las dimensiones profundamente etnocéntricas y colonialistas de la experiencia fronteriza. De hecho, en la novela son los nativo-americanos primero y los mexicanos después, las principales víctimas de la espiral de violencia impulsada por los mercenarios norteamericanos que se adentran en México amparados por doctrinas tales como el "destino manifiesto" o la creencia en la superioridad racial y cultural anglo-sajona. Dichas ideas no pueden ocultar, sin embargo, la importancia de otros factores como los intereses mercantilistas o el mero placer de matar en la vorágine de destrucción y muerte retratada por McCarthy en esta novela.

 

El interés de McCarthy por explorar la dimensión mítica del Oeste norteamericano, magistralmente anticipado en Meridiano de sangre, quedará confirmado en la década de los noventa en su llamada "trilogía de la frontera", compuesta por las novelas Todos los hermosos caballos (1992), En la frontera (The Crossing, 1994) y Ciudades de la llanura (Cities of the Plain, 1998). El primer volumen de esta trilogía, Todos los hermosos caballos, presenta importantes diferencias estilísticas, estructurales y de tono respecto a Blood Meridian. De hecho, su apariencia de "western" clásico y la menor complejidad de su trama argumental parecen haber contribuido decisivamente a su extraordinaria acogida por parte de los lectores, convirtiéndose en la primera obra de McCarthy en alcanzar el éxito popular.[10] Sin embargo, en realidad Todos los hermosos caballos puede considerarse como una profundización en la línea marcada por Meridiano de sangre, con un interés especial por deconstruir el mito del Oeste, un mito que no sólo define a los Estados Unidos, sino que tiene resonancias universales. Como ha señalado el propio Cormac Mc Carthy, "no hay un lugar en el mundo en el que no conozcan a los vaqueros, los indios y el mito del Oeste".[11] En la novela McCarthy presenta una visión postmodernista del Oeste a mediados del siglo XX, un territorio en el que la nostalgia por el pasado mítico contrasta vivamente con la cruda realidad del presente moderno e industrializado. De hecho, en esta novela el Oeste ya no es el espacio mítico o tierra prometida que representa la aventura, la huida o la posibilidad de regeneración espiritual. Al contrario, los protagonistas de la novela son seres desplazados y alienados en un espacio irreconocible, que ha perdido su legendario atractivo y que sólo ofrece un presente impersonal y un futuro incierto. Como señala el padre de John Grady Cole, protagonista principal de la novela, "la gente ya no se siente segura. [...] Somos como los comanches de hace doscientos años. No sabemos qué va a aparecer aquí cuando despierte el día".[12]

 

La novela de McCarthy presenta un Oeste crepuscular, desprovisto de sus clásicas señas de identidad, que obliga a aquellos nostálgicos de la mitología fronteriza a abandonar este territorio. En efecto, los adolescentes norteamericanos protagonistas de la novela, encabezados por John Grady Cole, huyen de Texas, de un Oeste mecanizado y urbano, reflejo de la América de postguerra, en busca de su particular paraíso mítico en México. Se produce, por tanto, un desplazamiento de la frontera hacia el Sur, al identificarse el menor grado de desarrollo de México con la posibilidad de revivir el romanticismo del Viejo Oeste y, en particular, el mito del "cowboy". Sin embargo, McCarthy cuestiona la visión nostálgica del "cowboy" y de los valores míticos que definen su particular código del honor (lealtad, camaradería, sacrificio, coraje, identificación con el medio natural...) en el contexto del Nuevo Oeste y revela la imposibilidad de recrear dicho pasado mítico incluso en el territorio mexicano, concebido como la última frontera. En efecto, en esta novela México, a pesar de su menor grado de desarrollo, se encuentra ya inmerso en su propio camino hacia la modernidad y no puede compararse con el Viejo Oeste. Además, sus peculiares tradiciones socio-culturales conforman un universo excesivamente complejo para aquellos vaqueros que, como John Grady Cole, creen haber encontrado allí su paraíso perdido. En este sentido, puede decirse que en Todos los hermosos caballos la frontera cultural resulta más impermeable que la geográfica o la lingüística.[13] Además, en este primer volumen de la trilogía de la frontera McCarthy anticipa también el poder destructivo del mito del Oeste. En concreto, John Grady Cole, reencarnación del héroe clásico de la frontera, pierde su inocencia en México, pero este territorio no le proporciona una identidad conforme a la imagen mítica del "cowboy. La frontera ya no es, por tanto, una fuente de identidad ni garantiza una regeneración espiritual o renacimiento a través de los clásicos ritos de iniciación. De hecho, uno de los principales aspectos de esta identidad anhelada, la simbiosis con la Naturaleza, representada a lo largo de toda la novela por la especial conexión entre Cole y los caballos, resulta ser una mera quimera tanto en los EE.UU. como en México.

 

Aunque el segundo volumen de la trilogía, En la frontera, cuenta con protagonistas diferentes respecto al primero y se caracteriza por una mayor complejidad estilística y estructural (por ejemplo, contiene numerosas digresiones que funcionan a modo de "exempla" para el protagonista principal), las similitudes de esta novela con Todos los hermosos caballos resultan particularmente significativas. Así, de nuevo, asistimos a una revisión del "western" clásico a través de un ritual iniciático en la frontera, en el que el arquetipo del viaje desempeña un papel fundamental. El punto de partida vuelve a ser la separación de la civilización, simbolizada por el entorno familiar del protagonista, Billy Parham, en Nuevo México, en aras de una idílica comunión con la Naturaleza, representada en esta ocasión por la especial relación entre el citado Billy Parham y una loba procedente de México. Al igual que sucedía en el primer volumen de la trilogía, en esta novela la necesidad de cruzar la frontera con México  responde, por un lado, a una situación de desarraigo social y familiar en los EE.UU. y, por otro, al deseo de forjarse una identidad de acuerdo con la imagen mítica del "cowboy", en un territorio al que de forma bastante equívoca se trata de equiparar con el Viejo Oeste. En la frontera también supone un paso más en la desmitificación de México como el último paraíso del "cowboy", obligado a reconocer que su mundo ideal no existe ni en EE.UU. ni al otro lado de la frontera. Esta fallida idealización de México como última frontera o paraíso perdido le sirve a McCarthy para cuestionar el propio punto de partida de dicha idealización, la visión mítica del Oeste. De hecho, buena parte de la mitología fronteriza podría encuadrarse dentro de lo que Barry Lopez ha denominado como "false geographies",[14] románticas ideas preconcebidas y simplistas en torno a complejos espacios geográficos. Incluso En la frontera hace hincapié en el carácter artificial de las fronteras trazadas por el hombre y en su inútil obsesión por delimitar lugares a través del mero hecho de darles un nombre. Como le señala uno de los protagonistas mexicanos de la novela a Billy Parham, "el mundo no tiene nombre. [...] Los nombres de los cerros y las sierras y los desiertos sólo existen en los mapas. Les  nombramos para no extraviarnos”.[15]

 

Además, En la frontera destaca por la crudeza con la que McCarthy muestra el poder destructivo del mito del "cowboy", representado por el fallido intento del protagonista de construirse una identidad conforme a la mitología clásica fronteriza. Dicha identidad, simbolizada en la obra por dos términos clave, "americano" y "vaquero", y articulada a través de los clásicos ritos iniciáticos, resulta una mera utopía, tal y como se pone de manifiesto a lo largo de las tres ocasiones en las que Billy Parham cruza la frontera mexicana. Al final, la frontera sólo le proporciona a Billy un cierto grado de conocimiento en torno a la condición humana, en especial, acerca de su vulnerabilidad y de la importancia de la compasión. Además, McCarthy resalta que el precio a pagar por dicho conocimiento es muy elevado. En efecto, Billy Parham no sólo debe renunciar a su idealismo originario, y en particular a cualquier aspiración de comunión idílica con la Naturaleza, sino que también sufre la trágica pérdida de su hermano.

 

El último volumen de la trilogía, Ciudades de la llanura, además de compartir con los dos anteriores un mismo escenario, la frontera mexicano-estadounidense, y un ámbito temporal similar, representa la confluencia de las dos novelas anteriores, al compartir protagonismo los dos principales personajes de cada una de ellas: John Grady Cole y Billy Parham. Las similitudes entre esta novela y las dos anteriores se extienden también a otros niveles puesto que en Ciudades de la llanura McCarthy vuelve a poner de manifiesto las contradicciones inherentes al mito clásico de la frontera. En efecto, la novela refleja el conflicto existente entre la abrumadora extensión del llamado "progreso" (fin último de la conquista del Oeste) y la negativa a renunciar al modo de vida tradicional del "cowboy", asociado a unos valores míticos, entre los cuales la estrecha relación con el medio natural adquiere una relevancia especial.

 

Al igual que sucedía en Todos los hermosos caballos, McCarthy retrata en Ciudades de la llanura el final de una era, de una concepción mítica y legendaria de la vida en el Oeste, ante la creciente modernización e industrialización de este territorio. De hecho, los protagonistas de la novela, empleados como vaqueros en un rancho de Nuevo México, son plenamente conscientes de que su peculiar forma de vida supone un anacronismo en el Nuevo Oeste, urbano e impersonal. Incluso se hace referencia explícita a la próxima ocupación de los terrenos del rancho por parte del ejército. Se trata, por tanto, de una visión crepuscular e incluso elegíaca del Oeste, donde McCarthy contrapone el creciente realismo de Billy Parham, consciente de la inexorabilidad del paso del tiempo, con el idealismo aún presente en John Grady Cole, cuya mayor juventud se corresponde con un mayor deseo de asumir riesgos en aras de ser fiel al código de honor del "cowboy" mítico. Así, aunque ambos vaqueros han conocido el sabor de la derrota en México, destaca el contraste entre la resignación y mayor madurez de Billy y el espíritu de aventura que todavía prevalece en la personalidad de John. En particular, llama poderosamente la atención su diferente actitud hacia México, su antiguo paraíso perdido. En concreto, Billy, cuya experiencia en México ha sido mucho más traumática que la de John, parece haber renunciado a revivir su ideal romántico del "cowboy" al otro lado de la frontera y confiesa su incapacidad para entender la complejidad de aquel país, un lugar en el que también el oficio de vaquero se encuentra en extinción. Por ello, Billy se limita a disfrutar de su vida en el rancho mientras le sea posible, intentando minimizar el dolor y la nostalgia por los viejos tiempos. John Grady Cole, por su parte, representa al "all-american cowboy", el prototipo del vaquero mítico por excelencia, dispuesto a cruzar la frontera con México y con ello importantes fronteras culturales y sociales para hacer realidad su sueño: fundar su propio hogar en Nuevo México junto a Magdalena, una prostituta mexicana. En este sentido, puede decirse que John Grady Cole encarna en Ciudades en la llanura a un idealismo estrechamente vinculado al individualismo propio de la mitología fronteriza.   

 

El trágico final de John Grady Cole en esta última novela puede interpretarse como una nueva muestra del poder de las fronteras culturales y sociales, mucho más impermeables que las meramente geográficas o lingüísticas. Además, McCarthy utiliza el fracaso de Cole para incidir una vez más en el poder destructivo del mito del Oeste puesto que podemos considerar a Cole como una víctima de su lealtad extrema al código de honor del "cowboy". Este código pierde vigencia en el Nuevo Oeste por la progresiva transformación socio-económica de este territorio y por su excesiva dependencia de actitudes y elementos propios de la mitología fronteriza, tales como el etnocentrismo, la legitimación de la violencia, el culto a la masculinidad o la glorificación del individualismo.    

 

La visión postmodernista del Oeste que McCarthy presenta en Ciudades de la llanura alcanza su máxima expresión en las últimas páginas de la novela, a través de la descripción de la nueva vida de Billy Parham, obligado a conformarse con la mera supervivencia en un Oeste sin agua, sin ganado y sin vaqueros. Particularmente significativa resulta la referencia al papel de extra en una película del Oeste que Billy se ve obligado a aceptar en el año 2001. De este modo, McCarthy ilustra el final de una era y la desaparición de un modo de vida legendario, aunque no del mito del Oeste, cuya pervivencia y popularidad están garantizadas, entre otros medios, por Hollywood. 

 

En general, en su trilogía de la frontera McCarthy ofrece al lector un extraordinario retrato del conflicto entre mito y realidad en el Oeste norteamericano, con una especial atención a la figura del "cowboy" y a su peculiar alienación en el Nuevo Oeste. De hecho, en su trilogía McCarthy presenta a este héroe clásico de la mitología fronteriza como un antihéroe, privado de una frontera que conquistar (a pesar de su visión romántica e idealista de México), y básicamente incapaz de alcanzar un renacimiento espiritual o regeneración a través de los ritos iniciáticos tradicionales.

 

Tras su trilogía de la frontera, McCarthy consolidó su condición de autor del Oeste con una nueva novela ambientada en este territorio que, sin embargo, difiere bastante, sobre todo, estilísticamente de las anteriores. En efecto, aunque No es país para viejos vuelve a incidir en cuestiones tales como la violencia extrema en la frontera o la desmitificación del Oeste como tierra prometida, esta novela aborda un tema muy contemporáneo (el tráfico de drogas) y presenta una estética de "thriller" policíaco, bastante alejada del tono barroco de sus anteriores "westerns", con una historia narrada a ritmo frenético y un lenguaje efectista y directo donde los diálogos y la acción tienen preferencia sobre las descripciones. De hecho, algunos de los lectores y críticos seguidores de McCarthy se sintieron decepcionados por el cambio estilístico operado en esta novela y la han considerado como una obra menor dentro de su producción literaria. Por lo demás, McCarthy vuelve a demostrar su talento artístico para crear personajes despiadados, como el asesino a sueldo Anton Chigurh, para retratar antihéroes, como el "sheriff" Tom Bell o el cazador Llewelyn Moss, y para reflejar el lenguaje de la frontera, incluido el español. En general, se trata de una novela que bajo su apariencia de "thriller" sencillo alberga una profunda reflexión sobre la condición humana en nuestros días, centrada en aspectos tales como el poder del mal, la extensión de la codicia, la naturaleza de la violencia, el significado del honor, el peso de la culpa o la influencia del destino, con un especial hincapié en la omnipresencia de la fatalidad: "la mala suerte está en todas partes. Espera un poco y verás cómo tienes tu ración".[16] Además, el éxito de la adaptación al cine de esta novela por parte de los hermanos Coen ha contribuido a aumentar el interés del público y la crítica por esta obra.

 

En 2006, después de dos décadas de escribir sobre el Oeste y cuando parecía haberse convertido en el prototipo por excelencia de autor del Nuevo Oeste, McCarthy volvió a sorprender con una novela (La carretera) donde no sólo se alejaba de su habitual escenario fronterizo, sino que incluso rompía con su imagen de escritor regionalista. En efecto, La carretera es la primera novela de McCarthy en la que sus protagonistas no aparecen imbricados en una región concreta de los EE.UU., bien sea el Oeste o el Sureste. En esta ocasión, McCarthy nos presenta un paisaje norteamericano desolado, como consecuencia de lo que parece haber sido un holocausto nuclear, donde los dos protagonistas, un padre y su hijo, avanzan penosamente hacia el Sur, hacia el mar, huyendo del hambre, el frío, la contaminación y las bandas de caníbales. La referencia general al Sur como destino de los dos viajeros es la única orientación geográfica que nos ofrece McCarthy en una novela en la que los nombres propios brillan por su ausencia. De hecho, además de no incluir apenas topónimos,[17] La carretera carece de nombres propios para la gran mayoría de sus personajes principales, incluidos sus protagonistas.[18] De esta forma, McCarthy refuerza el significado universal de su historia, que no se limita a un espacio concreto, o a un tiempo determinado, o a unos personajes específicos. Su historia adquiere una dimensión universal que incluye temas clásicos como el enfrentamiento entre el bien y el mal,[19] la lucha por la supervivencia,[20] o la búsqueda de Dios.[21] En esta novela nuevamente McCarthy relega a los personajes femeninos a un papel secundario,[22] situando el núcleo emocional de la misma en la relación entre padre e hijo y haciendo especial hincapié en la determinación del padre por salvar a su hijo: "sabía que aun siendo un buen padre era muy posible que ella llevaba razón en lo que dijo. Que el chico era lo único que había entre él y la muerte" (p. 27). A pesar de que el paisaje post-apocalíptico y el viaje nihilista que se nos describen en la novela invitan al pesimismo, al final de la misma McCarthy deja entrever que siempre hay lugar para la esperanza por lo que merece la pena seguir luchando, tal y como le pide el padre a su hijo: "No te rindas nunca" (p. 205). Es una novela no excesivamente compleja desde el punto de vista argumental, pero que destaca por la acertada combinación de elementos tales como el tono épico que marca la resistencia ante la adversidad de los protagonistas, las pinceladas poéticas (particularmente presentes en la descripción del paisaje y de la relación entre padre e hijo) y el estilo sobrio y conciso que preside la mayor parte de la obra y al que McCarthy imprime su habitual sello particular en forma de diálogos sin guiones y sin comillas, de frases fragmentadas o de la reiteración de las oraciones coordinadas. Con La carretera McCarthy ha logrado por fin no sólo el reconocimiento prácticamente unánime de la crítica, sino también el beneplácito generalizado de los lectores, quienes a pesar del carácter sombrío y angustioso de la historia, se sienten irremediablemente atrapados y conmovidos por la misma.[23]

 

 El universo literario de McCarthy se completa hasta la fecha con una obra de teatro centrada en una familia afro-americana de Kentucky, The Stonemason (1994), y un texto híbrido, una novela escrita en forma de drama, The Sunset Limited (2006), que es una alegoría sobre el sentido de la vida y de la muerte ambientada en un tranvía de Nueva York. Aunque estas obras carecen del calado temático y estilístico de sus novelas y tampoco han alcanzado su repercusión, sí dan fe nuevamente del interés de McCarthy por explorar nuevos caminos y superar fronteras. Después de todo, el territorio de McCarthy es un espacio indefinido e inestable, a caballo entre el Oeste y el Sureste, entre el gótico y el realismo, entre lo regional y lo global, entre la invisibilidad y la exposición pública, entre el nihilismo y la esperanza.

 


[1]     La investigación para el presente artículo ha sido financiada por el proyecto de investigación del MEC FFI 2008-03833/FILO y por el programa FEDER.

[2]              De hecho, el primer estudio íntegramente dedicado a la obra de Cormac McCarthy, el libro de Vereen M. Bell, The Achievement of Cormac McCarthy (Baton Rouge: Louisiana University Press) no apareció hasta 1988.

[3]              El prestigioso crítico literario Harold Bloom, por ejemplo, afirma que "ningún otro novelista norteamericano vivo, ni siquiera Thomas Pynchon, nos ha dado un libro tan fuerte y memorable como Meridiano de sangre" (Harold Bloom, Cómo leer y por qué. Trad. Marcelo Cohen. Bogotá: Editorial Norma, 2000, p. 306).

[4]     Trad. Luis Murillo Fort. Barcelona: Mondadori, 2007, p. 204. En adelante, todas las referencias a La carretera pertenecerán a esta edición

[5]              En la actualidad se está rodando una adaptación cinematográfica de La carretera, dirigida por John Hillcoat y con Viggo Mortensen en uno de los papeles protagonistas. El estreno de este film en los EE.UU. está previsto, en principio, para finales del presente año.

[6]              De hecho, durante cerca de un año residió en Ibiza, donde compartió el espíritu bohemio de la época dominante en la isla con escritores como el hoy olvidado Leslie Garrett. Ver Don Williams, “Leslie Garrett and Cormac McCarthy”, New Millenium Writings, Vol. 4, 2, 1999-2000, pp. 116-118.

[7]              Oprah Winfrey incluyó La carretera como novela recomendada en su famoso "club de libros".

[8]              En este sentido, cabe señalar que el rechazo de McCarthy hacia los talleres de escritura es visceral: “enseñar a escribir es una estafa”. Ver Richard B. Woodward, “Cormac McCarthy’s Venomous Fiction”, The New York Times Book Review, 19/04/1992, p. 36.

[9]              Harold Bloom, op. cit., pp. 306-307.

[10]             Por ejemplo, se vendieron más de medio millón de ejemplares en los dos años posteriores a su publicación y la obra permaneció durante 43 semanas en la lista de “best-sellers” del Publishers Weekly.

[11]             Ver Richard B. Woodward, op. cit., p. 36

[12]               Cormac McCarthy, Todos los caballos bellos (Todos los hermosos caballos). Trad. Pilar Giralt. Barcelona: Debate, 2001, p. 32.

[13]             La novela, al igual que las otras dos que componen la trilogía, contiene numerosos términos en español que aportan autenticidad al universo fronterizo descrito por McCarthy.

[14]             Ver Michael Kowalewski, ed. Reading the West: New Essays on the Literature of the American West. New York: Cambridge University Press, 1996, p. 6.

[15]             Cormac McCarthy, En la frontera. Trad. Luis Murillo Fort. Barcelona. Plaza & Janés, 1996, p. 377.

[16]             Cormac McCarthy, No es país para viejos. Trad. Luis Murillo Fort. Barcelona: DeBolsillo, 2008: 208.

[17]             Curiosamente, los escasos topónimos que aparecen en la novela hacen referencia en su mayoría a lugares situados fuera de los EE.UU., como Cádiz, Tenerife, Bristol o Marte.

[18]               Sólo aparece un personaje muy secundario que se hace llamar Ely, e incluso éste parece no ser su verdadero nombre.

[19]             De hecho, a la largo de la novela abundan las expresiones del tipo “todavía somos los buenos. Y lo seremos siempre” (pp. 61-62), “Son muchos, esos malos” (p. 72), “Porque nosotros somos de los buenos […] Y llevamos el fuego” (p. 98).

[20]             Destacan, por ejemplo, frases como éstas: “No podemos compartir lo que tenemos porque nos moriríamos también” (p. 43) o “No somos supervivientes. Esto es una película de terror y nosotros somos muertos andantes” (p. 46).

[21]             Ver, por ejemplo, las siguientes referencias a Dios: “En esta carretera no hay interlocutores de Dios. Se han ido y me han dejado aquí solo y se han llevado consigo el mundo” (p. 30) y “Él intentó hablar con Dios pero lo mejor era hablar con su padre y eso fue lo que hizo y no se le olvidó. La mujer dijo que eso estaba bien. Dijo que el aliento de Dios era también el de él, aunque pasara de hombre a hombre por los siglos de los siglos” (pp. 209-210).

[22]             En su entrevista con Oprah Winfrey, McCarthy justificó el escaso peso de los personajes femeninos en su obra, comentando simplemente que para él las mujeres eran un misterio.

[23]             Por ejemplo, en España ya se han vendido más de 50.000 ejemplares de esta novela, que en la actualidad se encuentra ya en su 11ª edición.

Escrito en Lecturas Turia por David Río Raigadas

Conversación con Enrique Morente

28 de octubre de 2013 11:58:38 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

Tu me oyes, Enrique,

en ese mundo vuestro del enigma

y de la soledad.

 

Aquí,

mientras pasa el verano

con su rumor de estrellas,

y las olas meditan,

y la luna es más tibia

pensada sobre el mar de las preguntas,

y los sueños insisten en descifrar la noche,

hay una copa tuya

y una silla que espera

en las mesas calladas de la aurora.

 

Allí,

en ese mundo vuestro,

quizás haya un lugar donde poder sentarse

para escuchar contigo,

para vivir contigo las reuniones

secretas de la muerte.

Y tal vez haya copas y palabras

y vino derramado en los manteles,

y un recuerdo lejano de nosotros,

el eco de la vida.

 

Así,

el tiempo con su niebla y con sus emociones

devuelve el corazón a su pasado.

Estamos todos juntos. Las ausencias

son otra forma de seguir presentes,

en una realidad que no es tan sólo

la llama de un recuerdo,

sino la vida misma,

lo que va con nosotros, porque es nuestro,

cuando todo se pierde,

aquello que nos hace

como la luz al día

y la sombra a la noche.

 

Ahora

los dos somos amigos del naufragio

y el mar puede reunirnos

para seguir hablando en dos orillas.

Es un destino propio de los seres mortales

negarse a que la muerte interrumpa una cita.

Escrito en Lecturas Turia por Luis García Montero

Seto de cinerarias

25 de octubre de 2013 08:45:43 CEST

 

                              

                                    Un mar de verdes sombras

                                     Sobre el azul silvestre

                                     Y un oleaje tierno

                                     Sonámbulo y terrestre

                                     En el preciso ángulo

                                     En que estoy convergen

                                     Mientras miro macizos

                                     De setos sucederse

                                     En la lenta penumbra

                                     Del día que anochece.

                                     Como las cinerarias

                                     Aprendo a sucederme:

                                     A ser como las cosas

                                     Que son lo mismo siempre

                                     Y en un mismo paisaje

                                     Encontrarme, perderme.

Escrito en Lecturas Turia por Jaime Siles

Lançeros

25 de octubre de 2013 08:40:35 CEST

 

Qué habría sentido yo

hija de mil cañadas

heredera de albéitares y herreros

del sudor abatido de los hombres a pie

que surcan en campaña cualquier tierra

              en el nombre de un dios de quien nada pretenden.

          

 

Siempre es así. La sangre frágil de los desposeídos

viene a saldar la deuda

         de la eterna codicia de unos pocos.

 

Sí, mis antepasados estuvieron en Flandes

aferrando los dedos a sus lanças de palo.

¿Para qué? ¿Para quién?

Cachorros extirpados de sus pueblos

por la pobreza seca

            siempre tan aliada de las guerras ajenas.

Acechaban las aguas donde el cruel septentrión

castigaba sus huesos.

            Ellos pierden la vida. Otros ganan el oro.

            Qué habría sentido yo.

Escrito en Lecturas Turia por Raquel Lanseros

Confesiones de un martín pescador

25 de octubre de 2013 08:32:46 CEST

         Me acuesto en la meseta de lo improbable.

Lamo en sueños las muescas precisas

que labraste en mi espalda

y amago un despertar incandescente.

 

 

 

         Tu fe se acumula

en la matriz fecunda de nuestro don táctil.

Mi gracia tiene sustento en tu vientre apuntalado.

 

         Hoy la hierba comprende su siega

y cien endrinas aspiran

al roce lento de tu menester.

 

II

         La invitación se hace propicia…

tú me encuentras entre el mejor de los preceptos

y el trance responsorial.

 

         Nuestra piel es consciente

del insulto que supone ser dos y no uno.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Rafael Saravia

Cocaína

23 de octubre de 2013 09:54:15 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

Luz de la ciudad, te bebemos de noche.

 

Hacemos el amor tan cerca de la cocina,

es tan pequeño este piso,

que llega el olor de las tuberías como un olor de santidad

pegajoso y sucio,

sintético y torcido,

demasiado calor,

por todo tu cuerpo con tatuajes y escamas.

 

Luz de la ciudad, eres blanca como el sol.

 

Conozco gente de cincuenta y cinco años

que ocupa puestos importantes bajo las luces de la ciudad,

que hablan un español inmaculado,

que tienen el poder y la dicha social,

pero que no hacen el amor como tú y yo lo hacemos,

-si es que es amor y no mentira-,

con esos gritos arrancados

-si es que son gritos y no ficciones-

a la piel, a la lengua, al ácido

de las enigmáticas baldosas del suelo,

que apenas aman así, a la manera nuestra,

-rabia y poco futuro, ira y poca compasión-

y yo no entiendo que la vida sea otra cosa

que las blancas cabelleras

de tu carne hipócrita y regiamente desnuda

como si sonasen los himnos nacionales de Francia y Alemania,

de Rusia y España, de Suecia y Finlandia,

no en mitad de una Olimpiada,

sino en mitad de los extrarradios industriales.

 

Luz de la ciudad, te bebemos de noche.

 

A veces no nos dormimos en la madrugada y pensamos en Marte

y pensamos en las cenizas de los crematorios ascendiendo,

-cuerpos carbonizados, gente que nació para decorar el cielo-,

buscando su tumba en el aire contaminado,

-el aire pleno de cenizas humanas que vienen de la tierra,

culos y lenguas, fémures y sacros, hígados y simiente-,

siete horas seguidas mirando el plafón dorado allá en el techo

de un dormitorio traspasado por ruidos

de coches viejos y lejanos,

de puertas de vecinos que se abren;

y miramos una ventana,

presintiendo a través de las rendijas

la fuerza de las grúas que crean la vida y la historia.

 

Luz de la ciudad, te bebo desnudo.

 

Cuando tenga setenta años y ya no pueda,

ábreme en canal,

y tira mi corazón a los perros.

Y tú come con ellos,

pelea con ellos para que te dejen morder,

muérdelo como tú sabes,

perra,

mi corazón.

 

Te quiero.

 

Te quiero tanto.

 

Te quiero,

como los dinosaurios quieren la luz de las estrellas para beberla de noche,

como los leones en África devoran cebras con los riñones plenos de basura,

como los blancos comen negros con el corazón pleno de ilusiones blancas.

 

Luz de la ciudad, eres mi novia, mi espejo y mi alegría.

 

Me paso las noches gritando.

Contra la oscuridad, contra la luna,

gritando.

Desnúdate, perra,

gritos en mitad de la madrugada,

en mitad de las escaleras de los pisos baratísimos:

exaltación, demasiada exaltación.

 

Todo está blanco.

 

Desnúdate, perro. ¿Tiemblas? ¿Te asusto?

 

Luz de la ciudad, te bebemos de noche.

 

Luz de la ciudad, que también ilumina

a los perros,

a los negros,

a los niños,

a los santos,

a los resucitados,

a los ancianos,

a los pobres,

a los asesinos,

y a las mujeres,

a las iniluminables mujeres.

 

Luz de la ciudad, te bebemos de noche.

 

Luz de la ciudad sobre tu cabello de ceniza Sulamita.

 

Tengo muchas ganas esta noche.

Te mataré. Te lo daré. Te daré eso.

Nos casaremos. Te lo daré, lo juro.

 

Te quiero.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

        

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Vilas

Llama en los sentidos

22 de octubre de 2013 08:41:43 CEST

Quisiera retener dentro de mí,

en la sangre nupcial, acanalada

que me nutre y refuerza mi destino

la persistente luz que me da fuerzas,

esa luz perseguida sin descanso

durante los inacabables meses

del invierno septentrional, que sólo

para ser nube huidiza se oscurece

como si se enlutara la conciencia,

la luz avecindada en la memoria

con la embriaguez que un cuerpo

acostado en la arena, desvalido

en su pureza, causa en quien lo mira.

 

A lo lejos, la masa forestal

abraza las brillantes dunas. Pájaros

traviesos en el aire cabriolean

mientras olas de un mar

liso como la palma

de la mano dibujan en la mente

la frontera entre quien ahora soy

y aquel que todavía no te amaba.

 

Como un guante de terciopelo el sol

acaricia el fragmento de tu piel

expuesta. Está el día en su más

colmada lumbre y yo me adentro,

olvidado de mí, deshilachándome

como un cirio, en su incandescente llama

mientras bebo esas gotas de sudor

que brotan en un descuidado pliegue

cuya forma obedece al envés de tu sombra.

 

 

                                                                                 

Escrito en Lecturas Turia por Carlos Alcorta

Llegar cuando las luces se apagan

22 de octubre de 2013 08:34:54 CEST

 

Europa estaba en  llamas.  Nací en 1943, lejos del frente, en las  orillas de un río de cartas: “Querido, querida... padre, madre, hijo mío, hija de mi alma, amada... ¿Cuándo volveremos a vernos? ¿Nos permitirá la vida volver a encontrarnos?”... En los pueblos de Europa, se oían las sirenas de alarma, rápidas y entrecortadas.  Cada fábrica tenía la suya. Se escuchaba el ruido de los aviones y se apagaban las luces. Luego, cartas, siempre el río de las cartas: “querido, querida, padre, madre, amada, hijo mío, hija de mi alma.”... y alguna que nunca llegaba.

Soy biznieto de un músico, nieto de un editor e impresor, hijo de un catedrático, descendiente de generaciones de viejos europeos que –en una época de fanatismo y violencia- vieron reducidos a escombros el esfuerzo material y moral de sus vidas. Vine al mundo en un siglo terrible –el novecento- que industrializó el asesinato en serie, creando incluso cadenas de montaje de la muerte. Nací  en medio de un bombardeo, cuando “las luces se apagan”.

Sé que, una noche, mis padres -a la hora en que escuchaban las noticias de la  BBC-  se levantaron emocionados, mirándose a los ojos, apagaron la radio, pusieron un disco en el gramófono, me cogieron en brazos y comenzaron a bailar un vals... Todavía ese momento tiene en mi memoria una luz de vísperas y, cuando pienso en él, me invade una emoción profunda. Hasta, que ya de mayor, comprendí que aquel recuerdo alegre de mi niñez tenía un significado muy concreto en el calendario de los adultos: era la fecha en que había acabado la Segunda Guerra Mundial.

Evoqué este momento en El Esnobismo de las golondrinas: “Barcelona me dio la vida, porque soy un superviviente de las viejas familias de Europa. Por una casualidad pude nacer en este rincón del Mediterráneo donde me dejaron vivir y mi infancia tiene esa luz de patio”...

Una familia de músicos

Mi bisabuelo, Gustav Wiesenthal, nació en Alsleben, a orillas del Saale, el 14 de febrero de 1835. Esta comarca había sido feudo de los príncipes de Anhalt.

El padre de Gustav era cirujano, pero también había estudiado música, por seguir una tradición que, en mi familia paterna, se remontaba a varias generaciones. Inventó un mecanismo para el pedal de los órganos que estaba inspirado en una prótesis que colocaba a sus pacientes, cuando tenían problemas en las articulaciones. Vivió en la corte de Anhalt, como sus antepasados y, aunque no fue nunca banquero ni acaudalado, podría considerarse un Hofjude; es decir, uno de aquellos judíos alemanes que habían hecho carrera al servicio de los príncipes europeos, como consejeros o ministros.

Alsleben era, entonces, una pequeña población protestante de algunos miles de habitantes que vivían, principalmente, de la construcción de barcos y del comercio de azúcar y malta. Además del comercio fluvial, algunos molinos de agua daban trabajo a la población.

Hoy, este pueblo de Sajonia, es un lugar melancólico, empobrecido por los años de comunismo que siguieron a la última guerra mundial. Alguna vez me he detenido a beber vino en una taberna y entro a rezar en la iglesia o paseo por las orillas del río, donde los árboles centenarios, las barcazas dormidas y los astilleros en ruina son lo único que queda de tiempos antiguos. Pero siento todavía emoción al pisar sus callejas empedradas, al contemplar la fachada del Rathaus o cuando me cruzo con algún campesino que viene al mercado con su carro lleno de manzanas, tirado por un pesado caballo.

En el siglo XVII se construyeron en los alrededores de Alsleben, monumentales castillos como el Bernburg Schloss, residencia de los príncipes de Anhalt y donde mis antepasados fueron maestros de capilla.

Las cortes de Anhalt no eran  muy poderosas, pero tuvieron mucha historia, porque vivían en una encrucijada estratégica del corazón de Europa. Una hija de un duque de Zerbst, llamada Sophie-Friederike-Augusta, fue emperatriz de Rusia con el nombre de Catalina la Grande; aunque no se caracterizó nunca por su amor a la música. Pero otros duques, como Leopold de Anhalt-Cöthen, se habían distinguido por su espíritu ilustrado, defendiendo el bienestar de sus súbditos y la libertad de conciencia. Y el cargo de maestro de capilla era una labor honrosa para un músico, porque  el propio Juan Sebastian Bach había desempeñado este cargo en uno de estos castillos.

El trabajo de los músicos de la corte era bastante rutinario. Una legión de damas de honor, gentilhombres, chambelanes, monteros mayores, intendentes de capilla, músicos, preceptores, maestros de danza, lacayos y gobernantas rodeaban a los príncipes. Y la música no era una actividad muy lucrativa, pero estaba bien considerada porque los músicos de Sajonia se habían agrupado ya desde 1653 en un “Colegio de Instrumentistas”, lo que les diferenciaba de muchos pobres ministriles (Kunstpfeifer) que llevaban una vida casi vagabunda, tocando la cornamusa y la lira en las fiestas. Por eso mis antepasados pudieron fundar una familia estable, educar a sus hijos y convertirlos en honestos maestros de música, enseñándoles además la técnica de la construcción de violines y órganos.

Cuando me asomo a las ventanas del castillo de Bernburg y contemplo las aguas plateadas del Saale, me emociono todavía pensando cuántos sueños dejaron en este castillo los músicos de mi familia.

De generación en generación, mis antepasados mantuvieron su tradición musical, hasta los años del siglo XIX en que nació mi bisabuelo Gustav. Naturalmente su padre decidió que se dedicaría a la música, actividad en la que también se habían distinguido los Mendelssohn, emparentados con  la familia.

¡Salve!, por algo se empieza

Aunque llegué cuando se apagaban las luces, la suerte no me hizo nacer entre ruinas. Nací en Barcelona, en una bella casa modernista de la Gran Vía 658.  Mi padre la había elegido porque estaba muy cerca de la Escuela de Comercio, institución de la que era entonces Director. Verdadero coleccionista de títulos académicos, había ganado su primera cátedra en 1916, ejerciendo luego el profesorado en la Escuela de Comercio de Las Palmas, en el Instituto Columela de Cádiz, en Berlín (donde vivió becado por la Institución Libre de Ensañanza), en Barcelona, en la Facultad de Medicina de Cádiz y en la Escuela Diplomática de Madrid.

Mi padre era madrileño, ya que fue en la capital de España donde se instaló mi abuelo cuando vino de Hamburgo en 1886. Pero sentía una devoción especial por Barcelona, donde encontraba un ambiente cultural de su agrado, muy abierto entonces a las influencias europeas y, también, independiente e industrioso como el de las viejas ciudades hanseáticas del Norte de Alemania donde habían vivido nuestros antepasados. Por eso, en 1942, recién casado con mi madre, se trasladó a Barcelona.

La casa donde nací tiene una alegre fachada con azulejos y barrocas labores de forja, que me recuerda el estilo de algunos palacetes sevillanos, quizás porque las dos ciudades compartieron los elementos decorativos mediterráneos que estaban de moda en los años de la Exposición Universal de 1929. Todavía conserva en el zaguán algunos muebles originales, además de los vidrios emplomados de las ventanas y de una bella escalera en la que destaca un trovador que sostiene en la mano una bandera con la inscripción Salve.

Cuando visité por primera vez la casa de Goethe en Weimar y vi escrita, en el umbral de la puerta, la palabra Salve, me sentí un elegido; vecino de los dioses del Olimpo. Más o menos, como aquel advenedizo que presumía de sus relaciones con el Rey.

- Tenemos el mismo peluquero -explicó a unos amigos.

J´aime Wiesenthal… Et mois aussi, Madame

Me bautizaron en la Colegiata de Santa Anna, en el corazón de la Barcelona antigua. Y me dieron los nombres de Mauricio, por mi abuelo paterno, Daniel, por mi abuelo materno, y Jaime, porque alguno de los invitados pensó que  haría honor a este nombre medieval: Jaume de Valldeprat (esto significa Wiesenthal), trobador reial, mestre de fin´amor, cavaller de la Sainte Chandelle... Si uno pudiese escribir su biografía en una lápida, esta sería mi lauda. 

He utilizado alguna vez este nombre, Jaime, porque me parece romántico; sobre todo, desde que un día me hicieron una entrevista en Francia y la locutora, cometiendo  un delicioso despiste, me llamó “J´aime Wiesenthal”... (Et moi, je vous aime aussi, Madame, respondí  para ser cortés)

El primitivo Monasterio de Santa Ana fue edificado en la Edad Media por los caballeros de la Orden del Santo Sepulcro. Es una lástima que, en los incendios de la guerra civil, perdiese muchos de sus retablos y altares, aunque conserva todavía su bellísimo claustro, con dos pisos de arcadas.

Voy a menudo a esta romántica iglesia donde nací al milagro de la esperanza y del amor. No sé si los misterios de fe admiten una explicación racional; pero, cuando me acerco a la vieja pila bautismal, experimento todavía una sensación de salud y de frescor. Me gusta pasear por el claustro, contemplando sus fustes elegantes que reciben una luz mística a través de la fronda de naranjos y palmeras. A finales de primavera, las magnolias de hojas verdes y brillantes, abren sus grandes flores blancas. Es la época ideal para escuchar el canto de la fuente que deja caer sus lágrimas cansinas sobre el viejo pozo medieval de piedra. Alguna vez me contaron que mi romántica y piadosa bisabuela Amalia von Halle era capaz de identificar el sonido del órgano en cada iglesia de Hamburgo. Me gusta tanto el sonido de las fuentes que, con los años, me fui acostumbrando a distinguir las que tienen la lágrima sentimental y romántica, de los surtidores rientes y alegres; al igual que hay fuentes piadosas que murmuran rosarios lentos, o algunas que zumban como abejas en el calor de la siesta y otras que cantan en el silencio de la madrugada, como las esclavas de Las mil y una noches.

El tango celos

En la galería de mi  casa, en el Ensanche de Barcelona, se oía el tango Celos. No sé por qué ese tango tiene una presencia recurrente y misteriosa en mi vida. Me acompaña desde mi infancia, como una de las canciones que recuerdo de la cuna. Mis amigos no saben tampoco cómo explicar este fenómeno. Pero basta que yo entre en el salón de un barco o que me acerque al piano de un hotel para que comience a sonar el tango Celos. Me ha acompañado mil veces en mis travesías del Atlántico, en el Queen Elizabeth, en el Galileo Galilei, en el Costa Classica, en el Brilliance of the Seas... Me trae el recuerdo del Hotel Bristol de Salzburg, donde lo interpretaba Bobby, el pianista. Lo he oído mientras escribía -melancólico y solitario- en el Café Tortoni de Buenos Aires. Y me ha seguido en el Park Oteli de Estambul, en el Quisisana de Capri, en los cafés de Venecia, en las pensiones de mi época de estudiante o en los garitos del puerto de Argel. Sonaba en los años cuarenta en los patios abiertos, en mi casa de la Gran Vía de Barcelona. Quizá lo bailaban mis padres cuando se abrazaban en casa y se dejaban llevar por la alegría y la pasión de los primeros años de casados. Se oía en las radios de la posguerra, en los viejos gramófonos de la Voz de su Amo, en los bailes de las verbenas y en las habitaciones de las criadas, que olían a manzanas de pueblo y a carmín de labios.

Más tarde en Cádiz, donde pasé mi adolescencia, se vivía mucho al ritmo de América. Delante de mi casa gaditana había muerto en 1845 el primer presidente argentino,  Bernardino Ribadavia. Unas calles más allá había nacido, en 1732, José Celestino Mutis, el gran botánico que descubrió la quina.  No se podía vivir en Cádiz sin sentirse en América.

El tango Celos sonaba también en los cafés del puerto, donde los jóvenes que emigraban a  Argentina, en busca de fortuna, se despedían de sus madres o de sus novias. Y el tango Celos  se oía en las ventanas abiertas, en las noches cálidas, en el último adiós de las orquestas de los barcos que se llevaban a tantos europeos –españoles, judíos alemanes, italianos- hacia la incógnita del futuro en el Nuevo Mundo.

Mi  madre, un bazar  y una perla gris

En el barrio barcelonés donde nací había muchos almacenes de tela, algunos tan espectaculares como el magnífico taller de la familia Calvet, diseñado por Gaudí, que luego se convirtió en restaurante. Esta inmensa nave, recubierta de azulejos, conserva sus oficinas, compartimentadas por mamparas modernistas de madera y cristal. Y todavía sobreviven en los alrededores de mi casa algunos depósitos de venta al por mayor, donde se apilan piezas de tela de mil calidades y colores.

Quizás este entorno explica mi gusto por las telas, ya que siento un placer casi morboso al desplegarlas, al observar la caída natural de una corbata, al pasar mis dedos por las texturas de los diferentes tejidos y al contemplar sus colores. Más tarde fui reprimiendo este gusto, porque nací en una época triste en la que los muchachos no podíamos mostrar afición por las telas y las fruslerías sin levantar sospechas de ambigüedad. Lamento que entonces me importase. Ahora ya he aprendido que es mejor contarse entre los perseguidos que formar parte de los perseguidores.

Mi madre tenía la costumbre de llevarme de compras con ella. Recuerdo un establecimiento que se llamaba Santa Eulalia, donde nos atendía un dependiente que manejaba las piezas de tela con una habilidad extraordinaria, desplegándolas y plegándolas para resaltar las texturas, mostrando los colores a la luz del sol para observar mejor los reflejos y matices, acariciando el tejido para sentir su cuerpo, su volumen y su calidad. Era un poco amanerado en sus gestos y, a veces, lanzaba al aire las telas, como los toreros cuando manejan su capote. Pero mi madre, cómodamente sentada -porque entonces los dependientes ofrecían asiento a sus clientes- se hacía mostrar diferentes tejidos: estampados, sedas, tafetanes, rasos, terciopelos... hasta elegir el que le parecía más adecuado. Y yo disfrutaba contemplando aquel espectáculo, mucho más que si me hubiesen llevado a un museo.

Yo era todavía muy pequeño; pero uno aprende a conocer un aspecto diferente de las mujeres cuando las acompaña a comprar. Sólo entonces se vuelven como son: brillantes, intuitivas, caprichosas, imprevisibles. Y si mi madre parecía más bien distante y fría, debo decir que, en el primer sueño de mi infancia, la veo comprándose una perla gris en un bazar oriental.

A orillas del Deva

El bellísimo río Deva fluye entre Asturias y Cantabria, las dos regiones del Norte de España donde vivían mis dos ramas familiares maternas. A veces he recorrido este río, siempre con ánimo romántico, pensando que los ríos unen los pueblos, las tierras e, incluso, las vidas humanas; de la misma forma que este Deva fue, para mis antepasados, una  “avenida nupcial”.

Las familias de cristianos viejos de Asturias y de Santander tienen a gala conocer todos los nombres de su saga. Mis antepasados maternos provenían de estas familias de humildes campesinos y pequeños ganaderos. Por eso nuestra madre y nuestras tías repetían de memoria una retahíla de apellidos (Escandón, Alles, Merodio, Bada, Lamadrid) que me parecieron siempre muy divertidos.

Un día dibujé un caballero cruzado con un escudo de plata en el que aparecía una hormiga en oro. Pero mi abuela me hizo cambiar el animal heráldico por el águila coronada en oro que trae el escudo de los Bada. Y luego me hizo dibujar el de los Merodio, con un león rampante que yo creo que me salió “reptante”, porque me costaba mucho pintarlo. Pero lo peor era cuando me hacía dibujar el escudo de los Conde con sus cabezas de dragones. Le gustaba que me aprendiese los nombres de mis antepasados y disfrutaba mucho cuando le hacíamos preguntas sobre estos temas:

- ¿Quién era aquel marqués que llevaba en el escudo el mote “Mis obras, no mis abuelos, me habrán de  llevar al cielo”?

- Este es el lema de los Cossío. Pero a mí me gusta más el de los Rada “Si más quisiera más subiera”

- O sea, descendientes de don Pedro de Cossio y Mier

- Hijo, no se llamaba don Pedro, sino don Agapito Alejandro (no sé por qué nuestros antepasados tenían siempre nombres griegos, como si hubiesen nacido en Candia) Y era Maestre de Campo de los Reales Ejércitos.

Yo aparentaba estar muy interesado.

- ¿Y por él le pusieron Agapito a tu hermano, abuela? No, hijo, no: tienes que aprenderte mejor la historia de nuestra familia. Mi hermano se llama así, por otro antepasado más antiguo, que fue obispo y se murió de un cólico, diciendo Misa; porque le gustaban mucho los melones y, el pobre, comió demasiados en la sacristía, rociándolos con vino de consagrar.  

Estaban orgullosos de ser descendientes de la dinastía Mier; al parecer, noble y respetable entre las de aquella región de Peñamellera Baja. Y me hizo aprender el lema de la familia, escrito en letras de sable sobre plata: “Adelante el de Mier por más valer”. Aunque uno de mis tíos abuelos, que fue magistrado en México, tuvo que soportar pesadas bromas cuando sus enemigos escribieron en la fachada de su palacio “La gloria que Mier tiene, es la gloria que Mier da.”

Se ve que ésta afrenta motivó tanto a la familia, que uno de sus descendientes se distinguió luchando en favor de la independencia de México, derrotando en Puebla con un puñado de hombres a un numeroso ejército español; o, al menos, así me lo contaron cuando me enseñaron el monumento que tiene en Ciudad de México. Pero me complace pensar que algunos de mis antepasados españoles se adelantaran a Lord Byron o Che Guevara en la lucha contra el colonialismo.

Mi abuela estaba también orgullosa de su origen hidalgo, porque estos naturales de la Liébana, en la antigua Merindad de las Asturias de Santillana,  tienen a gala haber mantenido sus linajes; aunque haya sido a costa de casarse frecuentemente entre ellos. Fueron siempre un feudo de realengo y no tuvieron más señor que el Rey, tradición que nuestra abuela relataba como quien posee un ducado.

- Marqués o duque puede hacer el rey a quien quiera –le oí decir más tarde a un pariente- pero hidalgo se es por nacimiento.

A mí estas cosas me sonaban muy raras, porque me parecían racistas, como si la sangre sirviese para algo más que hacer morcillas. Pero mi abuela estaba orgullosa de ser descendiente de una antigua familia que había dado algunos personajes en la historia de España, como un arquitecto que colaboró en la construcción de las catedrales de Málaga y Granada, además de un administrador de Fernando VII que fue pintado por Goya.

La conocí con el pelo totalmente blanco, recogido en un moño. Tenía unas manos finas y blancas, que a mí me gustaba besarle, y era bastante alta para una mujer de la época, con un aspecto interesante y noble. Era muy guapa -incluso ya en edad bien avanzada-  y yo disfrutaba observándola cuando leía o hacía solitarios, admirando el elegante movimiento de sus dedos al pasar las hojas o al deslizarse sobre sobre los naipes satinados.

La veo rodeada de flores; porque volvía a casa siempre con un ramo y llenaba las habitaciones de azucenas o rosas, claveles o lo que encontraba en el mercado. Pero también hacía muy buenos pasteles y confituras. Se despertaba muy temprano y, cuando siendo muy niño me despertaba con la primera luz, me iba a su dormitorio, entreabría la puerta con cuidado para no hacer ruido, me acercaba a su inmensa cama de caoba y saltaba sobre su blando colchón de plumas, porque me sonreía y me acariciaba, hasta que volvía a quedarme dormido.

Cuando estaba en Cantabria, como tenía algunas tierras y cabezas de ganado, hacía también mantequilla y quesos. La mantequilla que nos enviaba a casa, venía en forma de rulos, envuelta en hojas, y tenía un sabor cremoso y avellanado que nunca he encontrado en las marcas industriales.

Mi niania Lisa

Los rusos llaman niania a la nodriza. Y mi tante Lola –siempre fiel a sus recuerdos de Rusia- me acostumbró a llamar niania a la muchacha que se ocupaba de mí. A Lisa, mi niania, le gustaba mucho enseñarme las costumbres de Cataluña, porque quería convertirme en un buen catalán.  Y en Corpus me llevaba a la Catedral para que viese las ocas del claustro y  l´ou com balla (el huevo que baila).  Me fascinaba ver cómo un huevo, colocado en lo alto de un surtidor, saltaba sobre las aguas.

Un Domingo de Ramos, Lisa me regaló un palmón para que cumpliese otro ritual de todos los niños catalanes. Me compraron caramelos y pequeños juguetes para que lo adornara. Muy ilusionada, Lisa me llevó a la catedral para que golpease el suelo con mi enorme palmón y gritase con los otros niños: Obriu, obriu que volem entrar¡

Otro día de la Semana Santa me llevó a los Oficios de Tinieblas, que era la ceremonia más larga, fúnebre y aburrida que imaginarse pueda. En esos días pascuales, las familias más piadosas evitaban toda manifestación de alegría. Cesaban las representaciones de teatro y de cine, al que igual que otros espectáculos. Ni áun se respetaba la espléndida fuerza expresiva de la imaginería del barroco español, ya que los altares aparecían cubiertos de crespones y velos morados. Desde el Jueves Santo no se oía ya el clamoreo alegre de las campanas; silencio que me producía una sensación de tristeza y de vacío. Es justo decir que,  en algunos templos, se cantaban responsorios y motetes muy bellos. Pero el vivo toque de las campanas se sustituía por el seco sonido de las matracas, que también llaman en Cataluña brajoles o tenebres. Y, durante los oficios, hacían sonar estas carracas de madera que producían un horrible estridor y alboroto en la iglesia. Nunca he comprendido bien esta forma de expresar el dolor y  prefiero las campanillas y los cascabeles dulcísimos de la Misa de Resurrección en la Pascua Rusa. Pero el caso es que Felisa me dio una carraca para que yo participase en el escándalo de las Tinieblas, como hacían todos los niños. A esto lo llamaban matar jueus (matar judíos) utilizando una sádica expresión que, desde la Edad Media, se había mantenido en la tradición inquisitorial más antisemita. La ceremonia se prolongó más de la cuenta y llegamos a casa tarde.

Nuestro padre, que era muy inflexible en cuestiones de puntualidad, nos esperaba en la puerta, inquieto, con el sombrero y los guantes en la mano, dispuesto a salir a buscarnos.

-¿Qué ha ocurrido, Lisa? –preguntó, muy serio, cuando nos vio llegar

- Perdón señor -dijo ella, muy compungida-. Venimos de los Oficios.

Y entonces, intentando disculpar a la pobre mujer,  intervine yo con la mayor ingenuidad  y a destiempo.

- ¡Papá,  la niana me ha llevado a matar jueus!

Un recuerdo de infancia

Mi padre se casó con más de cincuenta años –mi madre era alumna suya- y pertenecía, por lo tanto, a una generación anterior a la que, normalmente, me habría correspondido. Casi todos los padres de mis amigos habían nacido en las dos primeras décadas del siglo XX y vivieron su juventud en los años del fascismo; mientras que mi padre alcanzó todavía a ver el fin del siglo XIX y fue joven en la belle époque. Pero, además, formaba parte de una clase intelectual, difícil de integrar en lo que ahora llaman burguesía. Antes que el dinero apreciaba el buen gusto, hasta el extremo que le he visto marcharse de muchos espectáculos que no consideraba estéticos, lo mismo que rechazaba la habitación del hotel más lujoso si la decoración no era de su gusto. “Soy incapaz de dormir en esta cama de diseño sádico”, me dijo un día en Munich, mientras ordenaba que le bajasen las maletas y nos marchábamos a un hotel más modesto.

Viajar con mi padre era una experiencia inolvidable, mucho mejor que la que puede ofrecer cualquier guía, ya que conocía todos los rincones interesantes de la vieja Europa, pero de una forma directa y viva. Era un hombre de extraordinaria cultura, entendido lo mismo en historia que en arte, en antigüedades y en literatura, en ópera y en ballet. Pero no era un erudito, sino un connaisseur que tenía estas aficiones y disfrutaba con ellas, porque formaban parte de su vida cotidiana; ya que un destino afortunado le había permitido viajar por diferentes países y llevar una vida plena, entre amigos de gran valía, rodeado siempre sus cuadros, sus esculturas, las obras de arte que tanto apreciaba y sus libros. Quiso que mi hermano y yo heredásemos estos gustos humanistas y no escatimaba nada para comunicarnos ese esprit. Yo apenas tenía cuatro o cinco años y ya había visitado con él la tumba de Serge Diághilev en Venecia. He recordado ese momento en otros libros míos (Libro de Réquiems y El esnobismo de las golondrinas)

“En el muelle de las Fondamente Nuove me parece ver todavía a mi padre cuando me llevaba hacia San Michele para dejar unas flores en la tumba de Diághilev. Recuerdo que las postales de amaneceres que comprábamos entonces estaban coloreadas en tonos rosas, igual que los polvos que se aplicaba mi madre, muy discretamente, en sus mejillas pálidas. En mis oídos suena todavía una música lenta que, como el bogar de la góndola,  me hace pensar en Satie. Y veo la laguna convertida en una acuarela de Turner”.

También mi padre y mis tíos hablaban a menudo de Diághilev, dejándome una imagen imborrable de este ruso desordenado y genial, glotón, despilfarrador y fantástico, aparatoso en su forma de vestir -siempre envuelto en su abrigo de pieles- y excéntrico, incluso cuando comía bombones sin quitarse los guantes blancos.

No olvido ni olvidaré jamás esta experiencia de infancia. Me impresionó aquella isla de los muertos, jardín de cipreses en medio de la brumosa laguna, donde las almas rusas deben vagar con melancolía, buscando los lejanos abedules del descanso eterno. No sospechaba yo entonces que, años más tarde, se enterraría allí mismo otro personaje al que conocí, por azar, en mis años de peregrinaje: Igor Stravinsky.

Mi padre vestía a la inglesa, con tejidos de colores; pero sus amigos, vestidos de gris y negro,  eran hombres de gusto serio, difíciles, con una cultura enciclopédica y, no obstante, modestos hasta el exceso. Sus discretas señoras llevaban pocos diamantes y más astracán que visón. Pero hablaban de Venecia y de Viena, mientras ellos contaban cómo habían conocido a Rubén Darío en Madrid, o cómo habían encontrado a Gabriele d´Annunzio y a Eleonora Duse en el Cafe Pedrocchi de Padova. El pintor Francisco Prieto, que presumía de conocer a todos los gitanos que pelaban burros y que le servían de modelos, se habría avergonzado de estrechar la mano a los personajillos que hoy llaman beautiful people. Así fue mi educación, más propia de la belle époque que de los tiempos bárbaros que me tocó vivir y que se abatieron, como una tormenta, sobre la cultura europea. Por eso mi mundo cultural pertenece al pasado. Y, cuando entré en el baile,  se apagaron las luces.

Los cupones de racionamiento

Ni en España –recién salida de la guerra civil- ni en el resto de Europa se vivía entre riquezas, ni siquiera las familias privilegiadas como la mía que podíamos permitirnos viajar porque, además, teníamos familia y amigos en otros lugares de Europa. Recuerdo los carteles de la Amerikahilfe (la ayuda americana) en Austria, en los que se veían hogazas de pan negro. Tampoco olvido las manifestaciones populares en los días helados de invierno porque faltaba el carbón, los mercados en los que una coliflor costaba más que una camelia,  los cupones de racionamiento en Alemania y en Suiza, o la seriedad con que mi padre me hacía ver un periódico con la imagen terrible de los pasajeros judíos del Exodus a los que no dejaban desembarcar. He hecho muchas veces mis primeras tareas colegiales a la luz de una vela, porque había restricciones cada tarde. Me acuerdo también de que, cuando era pequeño, en todos los trenes y en las estaciones de Suiza, había carteles que advertían de los cortes de energía.

“No toques eso que se rompe” es una frase que marcó mi infancia, porque mi madre y las personas que se ocupaban de educarme la repetían a menudo. No había repuesto para casi nada y todo había que conservarlo con cuidado.

Te deshojé como una rosa,
para verte tu alma,
y no la vi.
Mas todo en torno
-horizontes de tierra y de mares-,
todo, hasta el infinito,
se colmó de una esencia
inmensa y viva.

Así habló de la rosa Juan Ramón Jiménez, pero al final, para no romperla, para no deshojarla, para no perderla, dijo en un verso maravilloso: “No lo toques ya más que así es la rosa”.

Aprendí que las cosas hay que conservarlas y que las luces se apagan y las palabras se pierden y no hay que romper las rosas… Siendo un niño, cuando mis padres me llevaban desde Suiza a Alemania, he visto a mi vieja Europa asolada y reducida a escombros.

Tenía yo cinco años y, en una calle en ruinas de un pueblo alemán,  vi una muñeca rota que colgaba de una ventana, en una de las pocas paredes que se mantenían en pie. Aquella Magdalena despeinada era todo cuanto quedaba de la infancia de una niña. Recuerdo bien que era una muñeca azul, porque en Alemania se vestía a las niñas de azul y a los niños de rojo. Yo he sido un niño vestido de rojo. Pero todavía para mí todas las niñas tristes, cuando juegan solas en los patios o se asoman a una ventana, son azules.

Aquel día me prometí a mí mismo que lucharía por reconstruir aquellas vidas, levantando sobre sus ruinas el único mundo que estaba en mis manos recomponer con mis rudimentarias herramientas de artesano: el mundo de la memoria. Porque nuestra cultura europea, desde Vermeer, fue la cultura de los interiores: las habitaciones con una vidriera emplomada por la que se devanan los rayos de luz, la cuna de encajes donde duerme una niña azul en el rincón silencioso donde vuela una mosca, o ese ángulo de la cocina donde una abuela lee una carta. Fue en esa luz de interior donde la memoria del mundo antiguo se transformó en los ideales de la Edad Media y los ideales medievales se transformaron en los deseos del Renacimiento.

Ese es el Camino de Iniciación –podríamos llamarlo Vía de la Memoria- que recorrí, a pie o en bicicleta, cuando seguía el cauce de los ríos y me detenía en las ciudades del Danubio, del Duero o del Ródano para indagar qué era Europa. Creo que nuestros estudiantes deberían conocer, primero que nada, el mapa físico de nuestra cultura. Se aprenden cosas sutiles al ver que nuestros pueblos están unidos por pequeños caminos, por tierras cultivadas, por granjas, por puentes, por iglesias con torres que dan las horas con un carillón para que puedan oírse en todo un valle; o sea que somos un continente civilizado por el trabajo, por la presencia humana, por las enseñanzas del sabio Quirón que nos adiestró para vivir en la Naturaleza sin profanarla –usándola con los respetos de la  Cultura-  y nos hizo comprender con su ejemplo que la sabiduría  es un centauro que necesita  fuerza  de caballo y cabeza de hombre.

Pero las dos guerras, al devastar nuestras ciudades y desahuciarnos de nuestras habitaciones, nos expropiaron también nuestra Weltanschauung: nuestra visión particular del mundo.

Max Weber había advertido ya desde Munich en uno de sus discursos pacifistas de 1918 que la caída de Europa en la brutalidad de la Primera Guerra significaba el fracaso de los saberes europeos y de que corríamos el peligro de convertirnos, a partir de ese momento, en una provincia de los Estados Unidos y de su forma informal,  y práctica de educar a los jóvenes.  Weber adivinaba ya entonces que, en el futuro, iba a ser muy difícil mantener la paideia europea, porque las secuelas de la  guerra nos llevarían a perder la idea de que disponer de una “clase intelectual” es más importante que formar “una clase económica”.

Desgraciadamente, vino luego una Segunda Guerra que acabó con lo que quedaba del saber europeo, arrastrando en un enorme tsunami a Hegel y a Nietzsche, a Kant y a Spinoza, a Voltaire y a Hume. Europa tuvo que reconstruirse con el plan Marshall, bajo la generosidad y la tutela americanas. Y nuestros propios tutores se encargaron de explicarnos que debíamos renunciar a nuestras utopías filosóficas y a nuestra melancolía de la memoria para aceptar las lecciones del mundo práctico, fortaleciendo nuestra economía y nuestra democracia. A nadie le interesaba mantener las peculiaridades de nuestra cultura. Y, desde entonces, Europa comenzó a ser mirada con la simple curiosidad de un enorme museo. Era, además, difícil recuperar a nuestros viejos maestros porque se les acusaba del fracaso europeo, tanto desde el mundo capitalista como desde el comunismo soviético.

No me importa confesarlo. En mi juventud he sido tan cándido que pensé que podía reconstruirlo todo. Pensaría exactamente lo mismo si hubiese nacido en Hiroshima. Pero, en vez de estas memorias, escribiría simplemente un waka: “Muchachas, no os riáis del pájaro que canta en la rama nevada creyendo que la primavera ha florecido en vuestros kimonos”. Y depositaría, mis versos, a los pies del  gingko milenario que sobrevivió a la bomba. 

Pero no escribo en japonés y se me hacen cortas las treinta y una sílabas para contarlo todo. Por eso, en medio de nuestras ciudades destruidas, me prometí que dedicaría mi vida a recomponer la memoria de Europa: encender las luces, quitar los cascotes de los bombardeos, remendar y limpiar las alfombras, reconstruir los tejados y las torres de las iglesias para que volviesen a repicar las campanas, arreglar los muebles, rotular las calles con los nombres de nuestros artistas, nuestros científicos y nuestros pensadores –Camino de Juan de la Cruz, Avenida de Mozart, Plazoleta del Himno de la Alegría, Ribera de los Artesanos, Torre de Garcilaso de la Vega, Callejón de la Lógica-  y levantar, al final –al doblar de una esquina- una capilla con la imagen de Nuestra Señora que fue la madre de nuestra cultura medieval caballeresca y a la que yo llamaría: Nuestra Madre de la Memoria.

Es fácil imaginarse que mi labor estaba condenada, en buena parte, al fracaso. Pero no hay tarea más bella que la del artesano que canta en la jaula de sus labores sin darse cuenta de que se le va la vida. Uno trabaja con fe cuando piensa que la labor de cada día sirve para que las cosas no mueran, para vencer la muerte, para gritarle a mi vieja Europa desfallecida, las palabras mágicas que  Jesús le dijo a la bella durmiente: Talyathá qumi ¡muchacha, levántate!

Prounciad en voz alta el conjuro de Jesús, porque las palabras de las lenguas muertas tienden a esconderse en las ruinas de la polisemia pero recuperan su energía y su valor mágico cuando el filólogo encuentra su pronunciación exacta: Taliatá qumi, taliatá pronunciado al modo dialectal de los galileos que hablaban con acento llano y  no aspiraba las haches… Eso es, Taliatá qumi, no taliathá...

La fantasía, antes que la memoria

A veces, jugaba con mis primas en el Turó Parc, un romántico y pequeño jardín que estaba cerca de su casa. Es un parque umbroso y húmedo, donde las flores espléndidas de la primavera aparecen como pájaros exóticos entre senderos cubiertos de plumón verdoso. Pero, como me criaba solo, me había inventado muchas fantasías de niño solitario. Vivía rodeado de personajes y animales de ficción. Y disfrutaba considerándome un duende que solo tenía apariencia, pero no una vida real. Esto me daba grandes poderes, sobre todo cuando quería aislarme en mi mundo interior. Aunque ya solo conservo una mínima parte de esa fuerza, mi capacidad de aislamiento y de autismo, ha sido siempre la mejor de mis cualidades, como nos ocurre a todos los idiotas.

Tenía la costumbre de ponerle un nombre a todo lo que tocaban mis manos, aunque  fuese un mueble, un trozo de tierra o a cualquier gato o perro que pudiese acariciar. Cuando me llevaban al parque me había hecho mentalmente un mapa a escala ficticia de todos los accidentes de terreno, que yo calificaba como montañas, ríos y lagos; y estos últimos cambiaban según los charcos que formaba el agua de lluvia. Unos nenúfares en un estanque de agua oscura eran, para mi fantasía, un mundo encantado.

Mi padre me contaba que el Zoológico de Hamburgo era mucho más grande que todos los parques que yo conocía, tan grande que allí habitaban las tribus “negras” de Africa y construían sus poblados entre los animales salvajes. Jugando en la Plaza de Cataluña había descubierto una hormiga grande a la que puse enseguida el nombre de  Reina de las Hormigas.

Siempre he tenido esta imaginación inquieta y, desde que era muy pequeño, he vivido rodeado de mis propias fabulaciones, convencido de que los violines son siempre mágicos y suenan mejor cuando tienen leyendas ocultas que contar, o de que las cosas rotas –a condición de que sean obras de arte- pueden recomponerse solas si uno las conserva como obras inacabadas... Me gustan las cosas usadas y no me importa comprar en una subasta un ángel de biscuit si es bello, aunque le falte un dedo; quizás porque creo que no solo hay personas pobres sino también objetos necesitados... Ciertos errores, no todos, me despiertan las ganas de amar; como si Dios me hubiese hecho coleccionista de faltas. Quizás esta es la razón de que, a lo largo de mi vida,  haya amado siempre más a la gente imaginativa y fantasiosa, que a las personas inteligentes; porque la fantasía me parece lo único original e inimitable que queda en el mundo.

 

(Este texto inédito es un extracto, realizado por el propio autor, de su libro de memorias Llegar cuando las luces se apagan.  El autor hizo una  impresión  privada para su familia  y no ha querido darlo nunca a la edición, excepto este fragmento que ahora publicamos).  

Escrito en Lecturas Turia por Mauricio Wiesenthal

Humor militar

18 de octubre de 2013 09:07:45 CEST

                      

Estando Alberto, Bonifacio, Carlos, Damián, Ernesto, Fernando, Genaro y yo reunidos en los raídos y confortables sofás del casino, hacia la mitad de la tarde Alberto contó el siguiente chiste:

Avisan a un teniente de que la madre del soldado Martínez acaba de morir.

El teniente llama al sargento y le dice:

--Estoy muy agobiado. Menudo compromiso. No sé cómo decirle al soldado Martínez que su madre ha muerto. Es algo tan doloroso, tan delicado… ¡Qué responsabilidad!

--U’té no se preocupe, mi teniente –dice el sargento--. Déhelo de mi cuenta que tengo yo mushia ep-periensia en estas cosas.

El teniente: “¿De verdad? Gracias, sargento, me quita un peso de encima. ¿Pero está seguro de que sabrá… en fin, decírselo con toda la delicadeza que requiere el caso?”

--¡De’cuide, mi teniente! ¿No le he disho que yo tengo musha ep-periensia?

En seguida el sargento sale al pasillo y grita:

--Compañía a formar, ¡Arrrr!... --Los soldados se ponen en firmes.-- ¡A ver, que den un paso al frente todos los que tengan madre, ¡Arrr!… ¡Tú, Martínez, quieto ahí ande estás! ¿Ánde crees que vas, de’grasiao?

 

º  º  º

        Aunque todos los tertulianos conocíamos el chiste, Alberto lo contaba con los oportunos cambios de entonación, las pausas y deslizamientos suaves o bruscos de una frase a la siguiente, y los ademanes y muecas del caso, así que nos reímos.

Ese chiste lleva décadas circulando por España y siempre hace reír, o sonreír, a la audiencia, comentó Bonifacio.                             

Su éxito, agregó, no responde tanto a la cómica distancia entre el objetivo que persiguen los protagonistas del relato (comunicar una pésima noticia a un tercero, con la mayor delicadeza posible) y el efecto que realmente alcanzan (le informan de la desgracia al estilo militar, o mejor dicho cuartelero, esto es, con pretensiones de eficacia técnica, pero de forma brutal y estúpida), cuanto en la complicidad que el relato establece entre el narrador y su oyente. Estos comparten una serie de convicciones e ideas previas A, B, C, D, E, F y G, que el chiste viene a confirmar:

A.—La pérdida de la madre es una experiencia incomparablemente dolorosa, una de las mayores desgracias en la vida del ser humano.

B.—Los miembros de las castas sociales intermedias o inferiores (que en el chiste están encarnadas por el sargento) son por definición toscos, zafios, primitivos; mientras que las castas superiores suelen destilar individuos más educados, más refinados y con más escrúpulos de conciencia.

C.—En el ámbito militar impera la necedad.

D.-- El mundo es un lugar grotesco y despiadado donde  nuestros sentimientos están sometidos al albur de individuos inferiores que ocupan, inmerecidamente, posiciones dominantes.

El narrador del chiste y los oyentes comparten también:

E.-- Conocimientos básicos sobre el orden físico del mundo: la organización del ejército, la jerga que le es propia, etc.

F.-- El lugar del teniente (con cuya responsabilidad, delicadeza y deseos de pasar la carga a otro se identifican), y su superioridad espiritual sobre el sargento.

G.—La idoneidad de los nombres. El teniente y el sargento no necesitan nombre propio, pues el cargo que ocupan les define, les contiene, les presta su identidad nominativa. Y el recluta se ha de llamar “Martínez”, que es el apellido más común en España y en este contexto significa “uno cualquiera, uno que representa al pueblo llano, el hombre de la calle, víctima siempre de poderes superiores”. 

(Si el recluta se llamase, por ejemplo, Ildefonso del Valle de Entramabasguas, el chiste derraparía y el oyente se encontraría  distraído por esa información derivativa.)

Al narrador del chiste y a su audiencia les resulta grato coincidir en tantas cosas, y todos ríen complacidos.

º   º   º

Carlos dijo: Es un chiste ciertamente muy divertido y a lo largo de las últimas décadas lo he oído contar muchas veces, pero luego, cuando se van apagando las risas, suelo quedarme con una sensación de carencia, porque noto que la escena se reduce a los rasgos más esquemáticos, y que los personajes circulan por las frases como meros vehículos de ideas a priori, de esas empatías entre el narrador y el oyente que Bonifacio acaba de exponer con tanta precisión y claridad. A mi modo de ver, se echa en falta toda clase de información. Hechos. Datos. Detalles. Por ejemplo, ¿cómo es el teniente?...

Carlos se respondió a sí mismo: al teniente podemos imaginarlo joven, delgado, un rostro de rasgos finos, manos finas, lleva gafas de montura dorada, es un militar profesional, un teórico de la guerra muy aplicado y con un brillante porvenir. A su novia no le gusta que siga la carrera de las armas, que está sujeta a traslados periódicos, mientras a ella le gustaría no moverse nunca de la pequena ciudad de provincias donde nació. Además, encuentra que en su carácter hay una cierta cualidad mecánica, de la que culpa a la profesión que ejerce y al trato diario con tipos ordinarios en un ambiente sin mujeres.

El sargento, en cambio, lleva barba cerrada, tiene las piernas arqueadas, quizá un inicio de tripa, camina como un vaquero. Es huérfano de un campesino pobre, y después de cumplir el servicio militar obligatorio se reenganchó al Ejército. Para él, no pasar hambre ya es un logro, y lleva ya seis años bajo la bandera, y ni un solo día se ha quedado sin comer tres veces. Pero es que además los sábados corteja a una criada en la ciudad, una muchacha con mejillas de manzana y manos ásperas y rosadas, con la que se acuesta en la cama matrimonial de sus señores, bajo el gran crucifijo de marfil, cuando éstos han salido de visitas, lo que a los dos les parece especialmente excitante, y luego cuando la deja se emborracha en un bar con mostrador de aluminio y pavimento cubierto de aserrín y de los rotos boletos verdes de una lotería ilegal. Para él esta vida es sencilla, clara, ordenada y relativamente agradable, comparada con su infancia. Le está agradecido. Está seguro de que durante los próximos cincuenta años podrá soportarla sin mucho esfuerzo.

            Ahora, ese teniente le dice:

         --¿De verdad cree usted que sabría… anunciarle esa trágica noticia a Martínez?

--Efe’tivamente. Positivo.

--Piense que es un tipo más bien primario, no dispone de grandes reservas emocionales para afrontar un trauma de estas características, su psique puede venirse abajo.

            --De’cuide, teniente, si es pan comido. ¿No le’disho que no s’ha de preocupá? Eso corre de mi cuenta. Fíese uté de mí, yo conosco a mis hombres.

            El sargento choca talones y sale del despacho. En el corredor la atmósfera es fría, transida por corrientes de aire húmedo. Es la hora crepuscular. Al oír su orden, “¡Compañíaaaaa… a formarrrrr!”, los soldados salen como cucarachas huyendo de los dormitorios, de las salas de televisión, de la cantina, los unos calándose la gorra, los otros abotonándose la guerrera o ciñéndose el cinturón, y rápidamente forman filas bajo la luz mortecina de los grandes ventanales, que dan al patio interior y arrojan delante de ellos sus propias sombras. En esa oscuridad de eclipse interior suenan como  latigazos las palabras del sargento:

            --¡Commmmmm-pañíííí´-a! ¡Paso al frenteeeee los que tengan madreeeee!... ¡Martínesss, quieto ahííí gilipoyas…! (Etc.)

  º  º  º

Damián, que es el más raro de la tertulia, el más imprevisible, dijo: el teniente se llama Sesé; Gaspar o Alfonso Sesé.

El sargento podría llamarse Francisco Ceballos. Paco Ceballos. Sargento Paco Ceballos.

Y el recluta, sí, claro, se llama Martínez.

 º  º  º

Ernesto dijo: Si te empeñas en nombrarlos, por mí vale, que se llamen así. Para mí, eso no es lo  interesante. Para mí lo interesante viene luego, años más tarde. Algo les sucedió en aquel cuartel, algo que se mantiene en secreto, pero es evidente que a consecuencia de ello la carrera del teniente y la del sargento se han descalabrado. Ahora están viviendo en un pelado islote frente a la costa africana y no lejos de la española. Ellos dos componen la única guarnición. Pasan las veladas y las noches en una casucha de mampostería, con techo de uralita, y cada mañana, después de izar la bandera, hacen la ronda de las casamatas y de los búnkeres costeros, seguidos de una jauría jadeante de perros flacos y pelones.

En el café del puerto español al que viaja cada mes uno de los dos, por rigurosa alternancia, para reponer vituallas y entregar el parte de novedades en Capitánía, se comenta que años atrás, durante unas maniobras, a un soldado se le disparó el arma, alguien resultó herido, y la culpa recayó sobre el sargento, por no haber estado atento, y sobre el teniente, que aquel día estaba al mando del cuartel. Otros rumores apuntan a un desfalco en la caja, y uno de los dos era culpable y el otro inocente, pero el tribunal no hizo distingos y como carecía de pruebas incriminatorias para expulsarles del Ejército, les dio a elegir entre dos destinos igualmente aislados y miserables:

 El islote, o un cuartel perdido en medio del desierto de los Monegros. Aunque los Monegros sean tentadores, con la sugestión de infinito de su interminable erial y de su cielo, los dos eligieron el islote por su peligrosidad, pues se teme que el día menos pensado lo invadan los árabes, que lo codician porque allí se retiró hace mil años un profeta de su religión para hacer penitencia. También hubieran podido elegir un destino diferente cada uno, por ejemplo el desierto para el sargento y el islote para el teniente, o viceversa: el sargento se hubiera podido ir al islote, con un oficial desconocido, y el teniente, a mandar la guarnición del fuerte en los Monearos...

Pero decidieron permanecer juntos. El alma del teniente tiene una fibra masoquista, y no quiere separarse del sargento, cuya barba prematuramente canosa y cuyos rasgos faciales ennoblecidos por las huellas del sufrimiento son un permanente recordatorio de su grave error, falta o delito. Se siente responsable de lo que le pase al pobre diablo. Y el sargento también quiere permanecer cerca del teniente, también se siente culpable de su caída en desgracia. Él es consciente de que, de todas maneras, aunque aquello no hubiera sucedido, los limitados recursos de su inteligencia y su educación elemental no le hubiesen permitido ascender muy alto en el escalafón. Por el contrario, el teniente, siendo tan listo y estudioso, hubiera podido tener una carrera brillante, e incluso casarse. El sargento se propone no alejarse nunca del teniente, a ver si se le presenta una ocasión de hacerse perdonar…

   Ambos han dicho adiós a las fantasías matrimoniales y los proyectos de llevar una vida “normal” que al principio de su estancia en el islote les acosaban durante sus muchas horas vacías. Cada mañana, después de izar la bandera, ellos dos, el alto y el patizambo, seguidos de los perros, dan un paseo exploratorio por los acantilados, para observar el mar y la línea quebrada de las montañas azules, de donde cualquier día podrían llegar los invasores. En los acantilados sopla un viento fuerte y racheado que hace restallar la ropa contra el cuerpo y les obliga a sujetar bien las gorras para que no salgan volando. El estrépito de las gaviotas es ensordecedor. Un día al sargento se le ocurre que si mataran a unos cuantos miles de esas aves escandalosas las demás aprenderían a eludir la isla, y ellos podrían descansar del ruido de sus gritos. Después de una pausa, el teniente le responde que se olvide de ese plan: como gasten una sola bala sin justificación, en intendencia les brean. El sargento sugiere que se podría justificar el holocausto avícola como avituallamiento de carne para intendencia. El teniente responde que la carne de las gaviotas no hay quien se la coma; y además la munición hay que economizarla por si se presenta el enemigo.

Hablan a menudo de qué harán si llegan los africanos en sus barcas para adueñarse del peñón, y es curioso: es el teniente el que está resuelto a hacerles frente a tiro limpio, mientras que el sargento insiste que eso equivaldría a una acción de guerra de la que se seguiría una catástrofe para ambos países, y que lo mejor sería rendirse a un enemigo tan superior en fuerzas y dejar que los diplomáticos y los políticos enderecen el asunto. El teniente no atiende a estas razones. A él el enemigo no le cogerá vivo, así el mundo entero se hunda en el infierno.

Una vez al mes uno de los dos toma la lancha y va al continente, para entregar el parte de novedades y hacer las compras. Ellos llaman a esa excursión “bajar a la península”, como si estuvieran muy por encima de nosotros. En capitanía, el sargento suele encontrarse con un  antiguo compañero, ahora ascendido a brigada, que se interesa por su vida en el islote. El sargento dice que no estaría tan mal, si no fuera por esa pesadez de las gaviotas. Otras veces se queja de la soledad, o del carácter crecientemente huraño y lacónico del teniente. El otro le dice que no se queje, porque hay quien está peor. ¿Quién? La guarnición de un fuerte tierra adentro, que tienen que cuidar una granja de cerdos. Al sargento se le abren los ojos: ¿Y esos cerdos, qué comen? ¿Podrían comer carne de gaviota?…

El antiguo colega le interrumpe:

--Oye, me apena tu situación y hace tiempo que siento curiosidad por saber… en realidad, ¿por qué os castigaron? ¿Qué hicisteis, allá en el cuartel?

--… Ná, envidias. ¡El mal de España, masho! Bueno, me tendo de ir. Hasta el mes que viene.

 El sargento aprovecha para ir a putas y luego se toma tres copas, ni una más, en la cantina del muelle, antes de tomar la lancha de regreso a la isla.

Cuando es el teniente el que “baja a tierra”, visita una librería y hace acopio de novelas policíacas. El año pasado, en cambio, le gustaban mucho las del Oeste, y el anterior, las de ciencia ficción…

En la charcutería les atiende un empleado, con bata blanca y calva brillante, que parece un doctor, mientras junto a la puerta, sentado en alto detrás de la caja registradora, el propietario, orondo, de relucientes y rubicundas mejillas, que no es otro que el ex soldado Martínez, contempla sus dominios: las alacenas colmadas de latas y botellas y los frigoríficos de puerta de vidrio y los adiestrados dependientes en bata blanca que circulan entre ellos y escuchan a los clientes frotándose las manos. 

 º  º  º

Después de una pausa para que los tertulianos rumiásemos el desasosegante relato de Ernesto, y para que pidiéramos al camarero que encendiese de una vez las lámparas y que nos sirviese otra ronda, Fernando tomó la palabra. Todo eso está muy bien, dijo,  pero quedan por el camino muchos cabos sueltos, aspectos secundarios, laterales, pero que merecerían también ser tomados en consideración, por ejemplo el espacio físico, y la disposición en él de los objetos. ¿Cómo era, vamos a ver, el despacho aquel donde el teniente le dijo al sargento que no sabe cómo comunicarle al soldado Martínez la noticia de la muerte de su madre?... En la pared detrás del escritorio colgaba un plano geológico de la región con chinchetas de colores, y dos grabados de unas elegantes goletas, porque el teniente hubiera preferido servir en la Marina, pero su difunto padre, coronel de infantería, le asendereó por otro rumbo. Había un sillón de mimbre, un silloncito déco, con asiento y respaldo de mimbre y  reposabrazos de madera de cerezo con elegantes molduras geométricas, que compró para que sus visitas tuvieran dónde sentarse; pero como nadie le visitaba en el cuartel, servía para dejar la gorra y el cinturón con la pistola. En la pared tenía un reloj grande, un silencioso y elemental reloj de cocina, y por lo demás las paredes estaban desnudas y en el cuarto reinaba un orden espartano. 

Aquella mañana, el teniente, sentado a su escritorio, colgó el teléfono, se pasó la mano por la cara, restregándose los ojos bajo las lentes doradas, y luego apoyó en esa mano la frente preocupada, pensando: “Tengo que decírselo. Pero ¿cómo se lo voy a decir?... ¿Cómo se dicen estas cosas? ¿Cómo le dices a un muchacho tan joven algo tan triste?” En el cuarto reinaba un silencio espeso, como si se hubiera hecho el vacío. 

--¿Dausté su permiso, mi teniente? --Entró el sargento, a contarle naderías sobre el servicio, y el teniente le explicó la  embarazosa situación en que se encontraba.

--No se preocupe que ya m’encargo yo de decírselo al shavá. Tengo yo para estas cosas musha mano i’quierda.

 º  º  º 

     Gerardo había estado escuchando con evidentes muestras de desacuerdo, muecas y bufidos, y entonces tomó la palabra y en el tono más impaciente dijo:

Se abre la puerta y entra el sargento, seguido de Martínez. A una señal del teniente, el sargento retira del silloncito déco la gorra, el correaje y la pistola, lo deja todo sobre el escritorio, y le dice a Martínez que se siente. El soldado lo hace. El teniente le observa. Es obvio, piensa el teniente, que el muy infeliz no sospecha la desgracia que se le viene encima. Muy pronto esas mejillas gordezuelas, esos ojos asombrados van a sufrir una transformación atómica. Al teniente le da pena. Desde luego el sentido de la vida es aprender algo para morirte menos ignorante y tonto de lo que eras cuando naciste, pero muchas veces el conocimiento es una puñalada en el alma, muchas veces es mejor no saber. Abre un cajón y saca botella y vasos. 

--Beba, soldado –dice el teniente, sirviendo una copa de orujo—Tómeselo de un trago, como los hombres.

El sargento, de pie contra la pared y con las manos a la espalda, aguarda, para empezar a hablar, a que el recluta se haya bebido el primer vaso: ¿Tú te imaginas, Martínez, que la central nuclear de Tarragona ha sufrío una avería, se escapa la radia’tividás a shorro por una grieta en el hormigón y infesta toa España, y que la gente se cae muerta a puñaos, de manera que tú andas por un sendero en el campo tratando descapá de la radiatividás, y ves que ahí mismo, al pie de una ensina, hay un tío agonisando y delante tuyo uno que iba andando por el camino se cae al suelo, muerto, y aluego otro, y otro, y otro, ¡to´os! Y aluego tú también enpiesas a sentir los síntomas… No. ¿pero tú mentiendes lo que te digo? Náuseas. ¡De repente enpiesas a argomitar! ¡Argomitas cosas raras, cáscaras de huevo y esponjas y… ¡Sírvale otra copa, mi teniente!... ¡Bébete eso ahora mismo, maricón!... ¡Así!... ¿Y te imaginas que mientras tanto por el sur la morisma crusa el Estrecho de Gibraltá, en barcas, a millones, millones de moros maricones ansiosos de darnos por el culo y pasarnos a cushillo y así lo hasen, y violan a nuestras madres y nuestras hermanas?... Imagínate tú que te pillan entre varios buharrones y te cortan los brazos y las piernas y te dejan ciego. ¡Imagínalo! Pá violarte a toa hora sin que tú puedas haser ná. Y meársete ensima cuando les venga en gana. ¿Te gustaría seguir viviendo así? No, para eso es mejor morir. Morir no es tan malo. Mi teniente, sírvale otra copa. Bébete eso, shavá. Bebe, Martínez, coñio… Ha pasado una cosa que es mala, mala, mala, ¡pa qué vamos a engañan-nos!, mala de cojones, pero no tan mala como lo que acabo de contarte. ¡Que te bebas esa copa! Atiende, shavá, te lo tendo de decir…  La madre, la madre de uno es la cosa má sagrá y más bonita que hay…

El teniente, que ha escuchado este soliloquio emitiendo tosecitas sordas y rebullendo en su asiento, le interrumpe:

--Escuche, Martínez: su madre ha muerto. Tiene usted quince días de permiso para enterrarla. Le acompañamos en el sentimiento. De verdad.

Martínez se queda unos instantes en silencio, asimilando la noticia.

Luego, en un tono muy calmo y pausado, dice:

--Mi teniente, mi sargento, lo primero quiero agradecerles las molestias que se han tomado, pero la verdad es que todos estos circunloquios y rodeos eran innecesarios porque mi madre y yo nunca hemos estado muy unidos, nunca nos hemos llevado bien, sino todo lo contrario: ella jamás me dedicó el menor gesto de cariño. Sepan ustedes que mi padre, que afortunadamente ya falleció, apuñalado a la salida de un figón de madrugada, era un alcohólico y un tirano que hizo de mi infancia un calvario. Me pegaba muy a menudo. Y cuando le veía sacarse el cinturón, mi madre en vez de terciar en mi favor y suplicarle que se apiadase de mí, le animaba a pegarme más fuerte. Así que por ella no siento nada. Nada, nada. Ni siquiera la detesto, y su muerte me resultaría por completo indiferente si no fuera porque tiene… porque tenía un  colmado; voy a heredarlo y viviré como dios manda.

El Teniente:

--¿Y para esto tanta historia? ¡Si me lo hubiera dicho usted antes, Martínez! ¡Cuántas desgracias me hubiese ahorrado! ¡El consejo de guerra! ¡Esos atardeceres melancólicos del Peñón, mirando la línea de la costa! ¿No es verdad, sargento?

El Sargento:

--Efetivamente. Coñio, Martínez.

Martínez:

--¿Mi teniente, el permiso no podría ser de tres semanas? Tendré que llenar mucho papeleo…

El sargento señala la pistola y dice:

--Martínez, ¿Tú sabes qué es la ruleta rusa?

El teniente:

--¡El horrible graznido de las gaviotas! ¡El frío y la humedad de aquellos inviernos interminables!

 º           ª           ª

Yo dije: en cuanto al despacho, había una alacena en la que tenía, junto a las Reales Ordenanzas militares, 30 novelas de Edgar Carr, un celador de hospital que a mediados del pasado siglo, en un semisótano de Atlanta, Georgia, escribió la más delirante y visionaria saga de fantasía científica, y luego se adhirió con fanatismo a la religión católica, suplicando el ingreso en una orden monástica, que le rechazó por temor a los excesos fanáticos de su fe, aunque le permitían contribuir en calidad de hermano lego a las más humildes tareas de limpieza del monasterio, lo que hizo con mucha alegría hasta la misma víspera de su muerte, que la alcanzó a edad no muy avanzada, en un estado de grave deterioro de sus facultades cognitivas y habiendo olvidado por completo que era el eminente autor de la “Saga de Kral”…

      Volviendo al despacho: el escritorio procuraba mantenerlo vacío, salvo por el sobre de cuero verde, con sus folios negros, en los que escribía con tinta negra, pues así podía escribir la verdad sin que nadie la viese, y el teléfono, que a veces sonaba, y yo descolgaba y me decían: “Ha muerto la madre del soldado Martínez”. La gorra y la pistola solía dejarlas en el precioso silloncito déco que mi novia compró en un anticuario y me regaló por mi treintavo aniversario. En una esquina tenía un cactus muy grande, y un paragüero, completamente innecesario, un paragüero alto, redondo, de loza blanca, al que siempre se me iba la mirada.

     Y en aquel despacho no tenía nada más, ni echaba nada en falta.

    Yo dejaba la puerta entornada, y a veces, mirándola con la intensidad suficiente y en un determinado estado de ánimo desasido, me entretenía en forzar las apariciones. Que entrase por aquella puerta una mujer-ángel, un ángel turbador, un gigantesco ángel femenino de una palidez resplandeciente, y con alas grandes, que apenas pasan entre las jambas con un gran fragor de plumaje. Detrás de ella, en lugar del corredor, se alejan dos hileras de altos álamos otoñales junto a un camino lleno de hojas muertas. La ángel, con un dedo sobre los labios, me reclama silencio, y yo no estoy seguro de si viene para llevarme con ella a lo alto de un risco y allí devorarme tranquilamente, entre los huesos y la carroña de festines precedentes, o si…

            También imaginaba otras presencias cruzando aquella puerta. Algunas, hablaban.

            …Aunque la verdad es que nunca entraba nadie en mi despacho, nadie salvo a veces el sargento Ceballos.   

                                                                                             

   

Escrito en Lecturas Turia por Ignacio Vidal-Folch

Ésta es mi sangre

16 de octubre de 2013 08:08:08 CEST

 

 

 

 

 

 

 

Esta sangre sin cuerpo que sube

Sin dolor ni rastro, enamorada

De las vueltas azules del aire,

Y me rodea, me define, me asombra,

 

Esta sangre que llevo sin que la mire,

Esta marea, el tibio olor que me anega,

Me rebosa con heridas y futuras

Emboscadas y derrotas si amanece.

 

Ésta ha sido la senda y su tormento,

La calma vacía de las vigas

Diezmadas, el sol en el suelo licuado,

Sedientos los ojos de aquí al horizonte.

 

De aquí que es nada, sólo la enseña

De hoy o de antes, esta hoguera en el aire

Que la memoria ha subido a deshacer,

He bebido sus sombras de carne.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por José Carlos Cataño

Música para castrati

16 de octubre de 2013 07:59:55 CEST

               

  Antes se castraba a la gente para que su voz

  sonase mejor; ahora, para que no suene.

   Ángel Crespo

 

 

 

Si escribiese que leo

en dirección contraria a como escribo,

o no sería cierto que leo

o no sería cierto que escribo

o ambas cosas serían ciertas

o ninguna.

 

En cualquier caso,

la verosimilitud del argumento

tiene mucho más que ver

con las contradicciones

que con las evidencias.

 

De igual modo que el camino que asciende

debe más a las curvas

que a las rectas.

 

Los libros habría que empezarlos

por el final.

 

Entre el cero y el nueve

ocurren todas las variantes

del límite y del infinito.

 

Contar y perder la cuenta.

Mejor aún,

contar hasta perder la cuenta.

 

Porque la escala no ordena notas,

sino cifras y silencios.

 

Un número dividido por sí mismo.

 

La melancolía

es una incógnita sin despejar.

Y es precisamente la melancolía

el material dúctil y extraño

del que está hecha la música.

 

Ha habido soldados que,

mientras agonizaban,

han comenzado de pronto

a susurrar, delirando,

la letra de las nanas

que sus madres les cantaban.

 

De noche las puertas

se cierran por dentro.

 

A los indecisos se les repetía

(el poder se consigue

con figuras retóricas)

una fábula de renuncia y pureza:

la poda sacrifica unas ramas

para que el resto del árbol

conozca la altura.

 

La diferencia entre nosotros y ellos

estriba en que nosotros tenemos

un cuchillo.

Y ellos no.

 

El flautista continúa tocando

a cambio de unas monedas.

 

Los actores, en efecto, mienten de memoria.

Pero el público, que ha pagado

la entrada, sabe que son actores.

 

Sin embargo, aunque la función

no nos guste o ni siquiera

hayamos ido al teatro,

nunca ha de dejarse

de pagar al flautista.

 

 De nuevo otra fábula.

 

Los instrumentos de viento

deforman la boca.

 

El mal menor no existe.

 

Puedo decir que leo

en dirección contraria a como escribo

o puedo de verdad leer al revés

lo que ya está escrito

y tener así el valor

de darle la vuelta al argumento

de este relato de vencedores

que (al tiempo que el himno suena

reforzando la identidad del grupo)

castran a sus prisioneros.

 

Escrito en Lecturas Turia por José María Cumbreño

Joseph Brodsky, el ensayo como autobiografía

15 de octubre de 2013 10:02:35 CEST

 


Man in not center of the Universe

And working in an office makes it worse.

W.H Auden

 

 

En varios de sus ensayos (¿los dedicados a Marina Tsvietáieva?) dice Brodsky que en la elección de las rimas, de las palabras, de la longitud de los versos, está toda la biografía del poeta. Más incluso que en el tema. Es una idea sugestiva, y seguramente cierta. Al terminar la lectura de su libro Menos que uno,[1] una antología de sus ensayos que reúne desde un recuerdo de infancia a una notas de un viaje a Estambul, pasando por el texto de una conferencia sobre la novela rusa actual o algunos ensayos sobre sus poetas preferidos (Auden, Cavafis, Walcott, Montale, Ajmátova, Tsvietáieva), nos damos cuenta de que en realidad lo que hemos leído ha sido la autobiografía de Joseph Brodsky. No sé si esta impresión tiene que ver con la selección de los ensayos, o con el hecho de que el primero y el último sean recuerdos de infancia. Aunque me inclino a pensar que ninguna de las dos cosas ha sido determinante y proponer la siguiente hipótesis: cuando un poeta habla en prosa, siempre habla de su vida.

En Una poetisa y la prosa (se trata una vez más de Marina Tsvietáieva, claro está) Brodsky analiza la prosa de los poetas. Es frecuente que un poeta (su caso mismo, si vamos al caso) se exprese en ocasiones en prosa. En cambio, que un prosista se exprese en poesía no suele darse tanto y sus tentativas (Nabokov, por ejemplo) suelen ser más bien anecdóticas dentro de su obra, aunque él piense lo contrario. Para el poeta las cosas son diferentes, la prosa puede llegar a ser una necesidad. Por ejemplo, sigue diciendo Brodsky, hay determinados temas que exigen la prosa. Uno de esos temas son precisamente los recuerdos de infancia. También, se nos ocurre, puede llegar a ser una necesidad económica, pues la poesía vende poco. No creo que ningún poeta pueda vivir de sus versos. Me refiero a comer, por supuesto. Aunque, claro está, no es de estas razones de las que habla Brodsky; sin embargo, yo no las descartaría. Otro tema que exige la prosa es, creo yo, la política. Otro más, añade Brodsky, la historia. Lo cual no quiere decir que no se trate de tapar la boca a los poetas, como muy bien sabemos, pero El pabellón del cáncer, El cero y el infinito, o las obras de Platónov que menciona Brodsky en Catástrofes en el aire, no podrían haber sido escritas en verso, como tampoco, por poner otro ejemplo, las magníficas novelas de Koeppen que han tenido que esperar prácticamente hasta nuestros días para ser reeditadas en Alemania y traducidas a otras lenguas, la nuestra incluida.

Una autobiografía indirecta, como podríamos llamar sin forzar mucho las cosas a este libro de Joseph Brodsky, tiene algunas ventajas. La primera, y posiblemente la mayor, la veracidad, término que no conviene confundir con sinceridad, pues se puede ser sincero sin decir la verdad y viceversa. Pero dejemos este filosófico tema para otra ocasión. Otra ventaja es que el poeta sabe que la memoria no es fiable, que está hablando del presente aunque hable del pasado, y que el pasado, su pasado, seguirá vivo de un modo u otro mientras él siga vivo. Hay muchas formas de recordar, una de ellas, por ejemplo, es imitar. Imitar el estilo, pero también la forma de vestir o la marca de whisky. Sería una pena que este libro de Brodsky se tomara sólo por una antología de ensayos sobre literatura, aun conteniendo insuperables ejemplos del género. Las notas que siguen, como es función de las notas en general, no son más que apuntes a la lectura de algunas páginas de Joseph Brodsky. Y, claro está, como la mayoría de las notas también, son, por supuesto, prescindibles.

 

Sobre lo que no se puede decir en verso.

 

Our school text-books lie.

What they call History

Is nothing to vaunt of.

W.H. Auden.

 

Todavía hoy sigue habiendo pueblos cuya población se divide en víctimas y verdugos. No es que en el padrón se inscriban como tales, aunque podría llegar a darse el caso algún día. Dos clases únicamente, por lo demás, y en esto reside la indiosincrasia de su sistema político, intercambiables. Intercambiables quiere decir algo más que sustituibles, pues no sólo el verdugo de hoy puede ser la víctima de mañana, y viceversa, sino que ya hoy se reconoce como una víctima en potencia. Una forma de democracia también, bien mirado. Un pueblo cuya población se divide en víctimas y verdugos es un invento del siglo XX. La Rusia de Stalin es el ejemplo paradigmático. Quizás, junto con el vodka, su producto nacional más genuino, que siempre que tuvo ocasión trató de exportar a otros países. En un país así las aulas se parecen a las dependencias de las comisarías, y las celdas a las habitaciones de hospital, como cuenta Brodsky en Menos que uno, texto autobiográfico que se inicia con la frase: Puestos a hablar de fracasos

Ha llegado la hora de revisar algunos artículos de fe. “La existencia condiciona la conciencia”. Marx, por supuesto. Bueno, pues, relativamente, o hasta cierto punto, o incluso quizás sea al revés. “Las claves del carácter de un individuo hay que buscarlas en su infancia.” Freud, claro está. ¿Un comentario a la frase de Marx? Qué quieren que les diga. Como hipótesis no está mal. Pero pregúntense ustedes mismos. Los rusos de la época de la que habla Brodsky no iban al psicoanalista. Los españolas de la misma época tampoco, por cierto. Ahora sí. Incluso se hacen ellos mismos psicoanalistas. Hablo de los españoles, de los rusos no sé mucho. Pero entonces, dice Brodsky, no sólo no había, sino que cuando los instintos tropezaban con la conciencia y “descubrían el cerdo que llevamos dentro, recurrimos al alcohol y nos emborrachamos hasta perder el sentido. Creo que ese sistema es eficiente y requiere menos dinero”. Como si les dijera que estoy de acuerdo tal vez sospecharían de mí, les completaré la frase: “Además, pensar que eres un cerdo es más humilde y, en definitiva, más exacto que verte como un ángel caído”. Habría que ser un cerdo para no estar de acuerdo, creo yo.

Joseph Brodsky nació en San Petersburgo, Leningrado cuando el naciera (1940), poco antes Petrogrado, originariamente San Petersburgo, y de nuevo, hasta la fecha, San Petersburgo, pero siempre, al parecer, “Peter” para sus habitantes, significativo y conmovedor detalle. Si eres ruso, nacer y vivir (treinta y dos años en su caso) en esa ciudad, es como un destino. Era, quiero decir, hoy posiblemente no importe tanto, ni el lugar de nacimiento, ni el lugar de residencia, y a lo mejor ya ni el destino. En cierta ocasión, cuenta Brodsky, le pidieron a Mandelstam que definiese el “acmeísmo”, movimiento literario al cual pertenecía, “Nostalgia de una cultura mundial” respondió el poeta. Pues bien, yo creo que esto mismo es lo que sintió Brodsky durante toda su vida. Sin olvidar, por supuesto, que “la cultura es ‘elitista’ por definición y la aplicación de los principios democráticos a la esfera del conocimiento propicia la equiparación de la sabiduría con la imbecilidad”. Esa cultura mundial está compuesta de un puñado, no demasiado numeroso, de ahí lo de elitista sin duda, de nombres propios, y por sus lenguas, las lenguas en las que escriben sus obras, y las lenguas a las que se traducen.

4

Para un poeta ruso nacido en 1940 y forzado a exiliarse, siempre habrá una constelación dominante: Ajmátova, Mandelstam, Tsvietáieva. Y aunque seguramente no es fácil transmitir a los lectores no rusos la inconmensurable altura de la lengua de esta trinidad, Brodsky sí consigue en cambio transmitirnos la altura de sus almas. Nota al pie de un poema se titula uno de los ensayos más largos de esta antología de textos. El poema en cuestión es “Novogodnee” (“Felicitación de Año Nuevo”) de Marina Tsvietáieva, un poema de casi 200 versos que acabaría de escribir el 7 de febrero de 1927 en París, por la muerte de Rilke. Brodsky, en esta nota – es significativo que llame nota a uno de sus textos más largos, sin duda quiere decir que las notas no se definen por su extensión, sino por su contenido – analizará sólo unos cuantos versos y estrofas del poema. Los suficientes sin embargo para transmitirnos la excepcionalidad del poema de Tsvietáieva y la peculiaridad de su método de análisis, que no es, en última instancia, más que una forma de leer poesía. Mejor dicho la forma de leer poesía, que difiere de la forma de leer prosa tanto como difieren sus respectivas escrituras o procesos creativos. Tampoco resulta indiferente que este texto sea el texto central de la antología.

5

Después de Catástrofes en el aire, conferencia en la que da un breve repaso (político como exige el tema) a la narrativa rusa actual, tenemos otro ejemplo de análisis-lectura de otro poema, esta vez de un poeta inglés-americano con bastantes afinidades con el autor. Se trata de W. H. Auden, y su poema “1 de septiembre de 1939”. De modo que la poesía no es tan inepta para hablar de historia después de todo. Como se sabe Auden, además de un enorme poeta, fue un sutil crítico literario, cualidades ambas que comparte con Brodsky, junto con otra característica común que se da tanto en su prosa como en su poesía: la ironía, la divina ironía que hace la lectura de estos textos tan regocijante en ocasiones, y eso que en la ironía anida siempre un fondo de  desesperación. Y a la lectura de este poema sigue el texto Para agradar a una sombra, la de W.H. Auden evidentemente, con el que Brodsky completa su emotivo homenaje a quien consideró “la mayor inteligencia del siglo XX”.

6

Por cierto que en este último texto nos confiesa Brodsky su afición por las fotografías de los autores, particularmente por las de sus autores favoritos, claro está. Una afición muy extendida entre lectores. La fotografía de un autor dice mucho efectivamente sobre el hombre que es, o que fue, o incluso sobre el que será. No tanto como su obra, evidentemente, pues la fotografía también dice algo del fotógrafo que la tomó. Y cuando alguien se interesa por las fotografías de los demás, no se interesa menos por las propias. En Menos que uno tenemos dos fotografías de Brodsky. Una en la cubierta del libro, tomada en 1979 en Estados Unidos, es decir a punto de cumplir cuarenta años el autor, en que aparece sentado, la pierna izquierda sobre la derecha, en una actitud desenfadada como se suele decir, es decir afectando naturalidad. Está probablemente en su habitación (¿la habitación del campus?), libros, papeles, y ropa en un cierto desorden, y mira a la cámara. Parece que acaba de decir algo, o que está a punto de decir algo. La foto es de Dominique Nabokov. La otra, en la solapa del libro, es de Simone Sassen. Un primerísimo plano, a no ser que la foto haya sido recortada. Brodsky, con unas enormes gafas redondas, también mira a la cámara. Un rostro inteligente y hermoso que trasluce experiencia. El tipo de fotografía sin duda con la que un autor querría pasar a la posteridad.

7

La literatura siempre va a la zaga de la experiencia personal, y experiencia es otra forma de llamar a la vida. Cuando va por delante, como ha empezado a ocurrir, se pierde irremisiblemente. El arte no imita a la vida, ni viceversa. Estéril y ociosa polémica romántica. Es la vida la que imita a la vida, y el arte al arte. El arte y la vida son cosas distintas, precisamente en la medida en que son lo mismo.

8

Que el principio democrático no sea aplicable al arte ni a la ciencia ha sido siempre una idea difícil de digerir. Y todavía más difícil de tragar, por supuesto. Que no sea aplicable a la ciencia, pase. Pero al arte, ¿por qué no va a ser cualquiera capaz de producir una obra de arte? Negar la categoría de arte a un hierro retorcido, o a una novela de quinientas páginas sobre una civilización perdida, como si la nuestra no lo estuviera ya bastante, puede colgarnos el sambenito de elitistas que sólo disfrutan con el Ulises, pues al parecer estamos negando el principio democrático por antonomasia de la igualdad del gusto, como si se tratase de la igualdad ante la ley. ¿Acaso no están todos los gustos en la naturaleza humana? Sí, efectivamente, lo están, pero que estén todos no significa que todos sean iguales, sino precisamente lo contrario.

9

El hombre es lo que lee”, nos recuerda Brodsky una vez más. Yo más bien creo que es lo que no lee, aunque ambas frases tal vez quieran decir lo mismo. Pero con un matiz. Quien es lo que lee, se ha encontrado a sí mismo por decirlo así, o si prefieren se ha reconocido a sí mismo. En otros. A través de otros. Mientras que el que es lo que no lee, no sabe todavía quién es. Ni siquiera sabe que es. ¿O tal vez sea al revés?

10

Joseph Brodsky nació en Leningrado en 1940. Murió en Nueva York en 1996. Y está enterrado, por deseo explícito suyo, en el cementerio de San Michele de Venecia, “tras el intento fallido de nacer en ella”. Sobre Venecia, sus viajes y estancias en Venecia, nunca en verano, “tolero muy mal el calor, y las fuertes emisiones de hidrocarburos y sobacos aún peor”, escribió en un hermoso libro.

11

La política llena el vacío dejado en la cabeza y el corazón de las personas por el arte.” (Joseph Brodsky) Esto sería en el caso de que esas cavidades fueran similares. Es decir, cavidades susceptibles de llenarse y vaciarse con cualquier cosa. No lo son. El corazón rechaza la política al parecer, son incompatibles. La confusión se debe a que no todas las pasiones anidan en el corazón, ni todas las ideas en el cerebro. Por lo demás, es perfectamente posible vivir con la cabeza o el corazón vacíos. Incluso con ambos. Al menos lo fue en el siglo XX. Y parece que lo va a seguir siendo en el XXI.

12

En 1985 Joseph Brodsky escribió sobre 1948. Sobre sus padres, ya muertos, claro, a los que en los últimos doce años de su vida manutuvo unidos una llamada telefónica semanal, el envío de cuando en cuando de libros, no de los suyos evidentemente, y la esperanza de un permiso para viajar que nunca llegó. Brodsky escribió esto: “Se tomaban todo con naturalidad: el sistema, su impotencia, su pobreza, su díscolo hijo. Simplemente procuraban sacar el mejor partido de todo: tener siempre comida en la mesa – y, fuera cual fuese ésta, convertirla en bocados exquisitos --, llegar a fin de mes y, aunque siempre vivíamos al día, ahorrar algunos rublos para el cine del niño, visitas a museos, libros, golosinas. Los platos, utensilios, ropa, mudas que teníamos estaban siempre limpios, bruñidos, planchados, remendados, almidonados. El mantel estaba siempre impoluto y recién planchado; la pantalla de la lámpara por encima de él, limpia de polvo; el entarimado, barrido y reluciente.”         



[1] Joseph Brodsky, Menos que uno. Ensayos escogidos. Traducción de Carlos Manzano. Madrid: Siruela, 2006.

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Arranz

Relámpagos

14 de octubre de 2013 08:22:45 CEST

Uno prefiere saber cuándo nació, en la medida de lo posible, estar al tanto del instante numérico en que todo arranca, en que la trama comienza con el aire, la luz, la perspectiva, las noches y los sinsabores, los placeres y los días. Ello permite disponer de un primer punto de referencia, de una señal escrita, de un número útil para los cumpleaños. Marca también el punto de partida de una pequeña noción personal del tiempo cuya importancia es de todos sabida, tan es así que la mayoría de nosotros decide, acepta lle­varlo permanentemente consigo, desglosado en cifras más o menos legibles y aun a veces fluorescentes, fijado con una pulsera en la muñeca, la izquierda con más frecuencia que la derecha.

Pero ese momento exacto Gregor no lo conocerá nunca. Nació entre las once y la una de la mañana. Las doce en punto, poco antes o poco después, nadie sabrá decírselo. De modo que ignorará durante toda su vida qué día, víspera o día siguiente, podrá celebrar su cumpleaños. Esa cuestión del tiempo, con ser tan común, será pues para él un primer asunto personal. Pero el que no se le pueda informar de la hora con­creta en que vino al mundo obedece a que tal evento se produce en condiciones caóticas.

Al principio, minutos antes de que aflore del vientre de su madre y cuando todo el mundo se afa­na en el caserón –gritos de amos, encontronazos de criados, tropezones de criadas, peleas entre comadro­nas y gemidos de la parturienta– se desata una vio­lentísima tormenta. Precipitaciones granulosas y muy densas que provocan un fragor regular, afelpado, susurrado, imperioso como si quisiera imponer el silencio, dislocado por cortantes movimientos de aire. Después, y sobre todo, un viento perforante de gran magnitud intenta derribar esa casa. No lo logra pero, forzando las ventanas abiertas de par en par, cuyos vidrios saltan y cuyas maderas comienzan a batir, mandando a volar las cortinas al techo o aspirándolas hacia el exterior, se adueña de la casa para destruir su contenido y permitir que lo inunde la lluvia. Ese viento lo hace bailar todo, vuelca los muebles al le­vantar las alfombras, rompe y disemina los objetos que descansan sobre las chimeneas, voltea en las pa­redes los crucifijos, los apliques, los marcos, invir­tiendo paisajes y retratos de cuerpo entero. Apaga también todas las lámparas, trocando en columpios las arañas cuyas velas se extinguen al instante.

El nacimiento de Gregor transcurre pues en esa estruendosa oscuridad hasta que un relámpago gi­gantesco, denso y ramificado, torva columna de aire inflamado en forma de árbol, de raíces de ese árbol o de garras de rapaz, ilumina su aparición hasta que el trueno ahoga su primer llanto mientras el rayo incendia el bosque colindante. Es tal el desbarajuste que se organiza que en medio del pánico general nadie aprovecha el vivo fulgor tétanisé del relámpago, su pleno e instantáneo resplandor, para consultar la hora exacta, aunque en cualquier caso, las péndolas, por mor de antiguas divergencias, hace tiempo que no coinciden.

Nacimiento al margen del tiempo, por lo tanto, y al margen de la luz, pues de ese modo se alumbra la gente por aquel entonces, a base de cera y de acei­te, todavía no se conoce la corriente eléctrica. Ésta, tal como la utilizamos en la actualidad, tarda aún en imponerse en los hábitos, y ha de pasar no poco tiempo para que se le preste atención. Como para solventar ese otro asunto personal, Gregor lo tomará a su cargo, a él corresponderá ponerlo en marcha.

 

2

 

Tales venidas al mundo pueden ponerle a uno un tanto nervioso, por lo que su carácter se perfila muy pronto: receloso, despectivo, susceptible, cor­tante, Gregor resulta ser precozmente antipático. Se hace notar por sus caprichos, cóleras, mutismos, arrebatos y actos intempestivos, destrozos, roturas de objetos, sabotajes y otros desperfectos. Sin duda para solventar ese asunto del tiempo que le trae obsesio­nado, se dedica en cuanto puede a desmontar todas las péndolas y relojes de la casa, por supuesto para montarlos acto seguido, pero observando no sin rabia que, si bien la primera etapa de tales operaciones funciona siempre, el éxito de la segunda es mucho más infrecuente.

Con todo, se muestra también harto impresio­nable, nervioso, frágil y especialmente sensible a los sonidos de manera poco normal, agobiado en dema­sía por toda suerte de ruidos, rumores o vibraciones, ecos: aunque éstos sean sumamente lejanos, imperceptibles para cualquier otra persona, a él pueden causarle inquietantes arranques de furor. Sufre asi­mismo serias crisis en el transcurso de las cuales, viendo y reviviendo aun bajo un cielo sereno el re­lámpago de su nacimiento, presenta accesos de des­lumbramiento que le hacen parecer ciego, suscitando el pánico de su familia y los perplejos movimientos de cabeza de los médicos al punto convocados. Sobre ese fondo desordenado, su crecimiento se produce a un ritmo anormalmente rápido, se pone muy alto muy deprisa, y más alto que todo el mundo todavía más deprisa.

Tan tormentoso desarrollo tiene lugar en un lugar del sudeste de Europa, lejos de todo salvo del Adriático, en un pueblo perdido, encajonado entre dos cadenas de montañas y sin posibilidad de recurrir a médicos del alma cercanos. Gregor recobra el so­siego a ratos contemplando las aves durante horas. Pero si bien tales turbulencias de carácter hacen temer al principio que muden en lamentable locura, sus allegados no pueden sino constatar que su inteligen­cia se despliega a un ritmo más vivo si cabe que su morfología.

Tras dominar en un santiamén media docena de lenguas, despachar distraídamente su currículo sal­tándose un curso de cada dos, y sobre todo solventar de una vez por todas el asunto de los relojes –que logra desmontar en un instante, con los ojos venda­dos, hecho lo cual todos marcan eternamente la hora exacta con un margen de nanosegundos–, se labra un primer puesto en la primera escuela politécnica a mano, lejos de su pueblo, donde absorbe en un abrir y cerrar de ojos matemáticas, física, mecánica y quí­mica, conocimientos que le permiten a partir de entonces concebir objetos originales de todo tipo, mostrando un singular talento para esa actividad. Su memoria es en efecto tan precisa como la fotografía recientemente descubierta y, sobre todo, Gregor po­see el don de representarse interiormente las cosas cual si existiesen previamente a su existencia, de ver­las con tal precisión tridimensional que, en el impul­so de su invención, no necesita boceto, esquema, maqueta ni experiencia previa. Al considerar de in­mediato como auténtico aquello que imagina, el único riesgo que corre, y que quizá correrá siempre es confundir la realidad con lo que proyecta.

Y como no tiene tiempo que perder, los disposi­tivos que idea no caen en lo accesorio ni en lo trivial, ni en el detalle. A Gregor no se le ocurrirá nunca perfeccionar una cerradura, mejorar un abrelatas o apañar un encendedor de gas. Cuando le vienen las ideas a la cabeza, surgen raudas de arriba, de muy arriba, de la inmensidad cósmica y el interés univer­sal.

Y así, una de las primeras es la de un tubo insta­lado en el fondo del Atlántico que, entre otras pres­taciones, debería permitir intercambiar rápidamente correo entre América y Europa. Gregor pergeña pri­mero los planos detallados de un sistema de bombeo, encargado de enviar agua a presión por ese conducto con el fin de impulsar los recipientes esféricos que contienen la correspondencia. Pero el problema de la resistencia originada por el frotamiento del agua en el tubo, demasiado fuerte, lo llevan a abandonar en proyecto en beneficio de otro no menos ambicioso.

Se trataría de construir un gigantesco anillo en torno a nuestro planeta, por encima del ecuador y girando libremente a la misma velocidad que aquél. Comoquiera que la fuerza de reacción permitiría inmovilizar ese anillo, podríamos subir dentro y girar alrededor de la Tierra a mil seiscientos kilómetros por hora, admirando sus paisajes, o más exactamente sería ella la que giraría debajo de nosotros; conforta­blemente acomodados en asientos –cuyo diseño y ergonomía Gregor ha previsto distraídamente, pero con precisión–, daríamos la vuelta a la Tierra en el día.

Como puede verse, no son proyectos de poca monta, pues a Gregor sólo le interesa medirse con amplias dimensiones. Muy pronto, entre éstas, le embarga la certeza de que podría hacer una cosilla por ejemplo con la fuerza mareomotriz, los movi­mientos tectónicos o la radiación solar, elementos por el estilo –o, por qué no, siquiera en plan de entreno, con las cataratas del Niágara, de las que ha visto gra­bados en los libros y que se le antojan bastante a su medida. Sí, el Niágara. El Niágara estaría bien.

Entretanto, con sus títulos arrugados en los bol­sillos, Gregor marcha a trabajar al oeste, a algunas de las grandes ciudades de la Europa occidental donde sus capacidades, según le han asegurado, hallarán un terreno más fértil para desarrollarse. Ejerce distintas actividades de ingeniero, de experto, sin que ninguna la satisfaga, y, para hacer algo entre las horas de ofi­cina, construye su primera máquina seria. Se trata de un motor de inducción y corriente alterna de carác­ter novedoso, que presenta con su habitual arrogan­cia a sus colegas y ante el cual éstos tuercen el gesto durante largo rato. Al final, tras tragarse la envidia y obligados a admitir que ese aparato podría trastocar­lo todo, los colegas se dominan, sobrellevan su fasti­dio y le sugieren que no se detenga: tal vez le conven­dría marcharse más al oeste, donde un terreno nuevo, más rico y abonado, permitiría que sus ideas alcan­zaran su pleno desarrollo. Cabe suponer que tales consejos no sin del todo desinteresados y que los colegas ven así el modo de deshacerse de Gregor quien, amén de antipático, empieza a resultar un tanto pesado.

       Sucede también que, en efecto, incluso pasada la fase en que el crecimiento decae, Gregor continúa creciendo.

 

3

 

Con veintiochos años de edad, y ya dos metros de estatura, Gregor decide tomar un barco hacia los Estados Unidos de América. Desembarca en un mue­lle de Nueva York provisto de su pasaporte y de su bombín, de una maletita con apenas ropa, de otra con apenas instrumentos, de veinte dólares doblados en un bolsillo y en otro bolsillo una carta de reco­mendación para Thomas Edison.

Edison es un inventor rico y poderoso, director de la sociedad General Electric y tan famoso univer­salmente que por ejemplo, en vida, ha accedido ya al estatuto de personaje central de una novela de Villiers de L’Isle-Adam publicada por entregas a la sazón en París en la revista La Vie moderne. Autor de mil no­venta y tres inventos –sin empacho en atribuirse un buen número de ellos realizados por otros–reivindica fundamentalmente los del teléfono, el cine y la gra­bación de sonido, por no hablar de la electricidad, tema que ocupará no poco nuestra atención.

Después de inventar, tras múltiples otras cosas, la bombilla de incandescencia, Thomas Edison ha ideado un sistema de distribución para alimentar esas bombillas e inaugurar, dos años después, la primera central eléctrica del mundo. Al llegar Gregor, ésta suministra ya corriente continua de 119 voltios a cincuenta y nueve clientes residentes en Manhattan, en la inmediata periferia del laboratorio de Edison, pero, para el inventor, eso sólo supone un comienzo: acaba de desarrollar el sistema creando una red que comunica distintas fábricas y manufacturas, así como teatros repartidos en todo Nueva York. Todo ello está pidiendo a ojos vista ampliarse, pero requiere apor­tación de fondos e inversiones. Con todo, los finan­cieros no parecen acabar de calibrar las ventajas de esa electricidad, salvo el más rico de todos ellos, un tal John Pierpont Morgan. Temible, temido por su poder y su endiablado mal genio, John Pierpont Morgan lo es también por su clarividencia: prefirien­do callar y aguardar el momento propicio, ha com­prendido enseguida que, tras la invención del torni­llo por Arquímedes, esa energía es lo mejor de cuanto se ha descubierto en la historia de las ciencias.

Gregor, con ser muy guapo no obstante su gigan­tismo, espigado, distinguido, de apariencia resuelta, largo rostro acotado por un elegante bigote, se mues­tra bastante intimidado al llegar a casa de Edison aun cuando éste no descolle por su físico, y tal vez preci­samente por eso. Thomas Edison es un hombre feo, encorvado, desmañado y desagradable, que camina arrastrando los pies, de mirada huidiza, siempre em­butido en batas de algodón beige o tirando a marro­nes, confeccionadas por su mujer y que se abotona hasta la barbilla. Amén de eso, es sordo desde los trece años a resultas de una escarlatina traicionera, cuyo obstáculo no le impidió imaginar y construir, siete años atrás, el primer fonógrafo.

Encima, cuando Gregor se presenta en su casa, Edison está de un humor de perros: en los últimos días se multiplican los incidentes en las instalaciones que trabajan con corriente continua, tanto en algunas empresas como en domicilios de particulares. Tras acudir todos sus ingenieros a reparar urgentemente la de los Vanderbilt, en la Quinta Avenida, una com­pañía de navegación acaba de comunicarle en ese instante que las dinamos del paquebote Oregon, su­ministradas por su sociedad, sufren también averías. Al tener que permanecer atracado, la compañía pier­de a diario cuantiosas sumas y amenaza con quere­llarse contra Edison. Éste, tan avaro como desagra­dable, carece de personal disponible cuando Gregor le alarga tímidamente la carta, que expone sus cuali­dades de electricista. Por si las moscas pero sin abrigar esperanza alguna, Edison echa un vistazo al papel, sin mirar siquiera al joven, y lo envía a analizar la situación a bordo del Oregon.

A Gregor le cuesta lo suyo dar con el puerto y con el muelle donde está amarrado el paquebote, sobre el que vuelan gaviotas que captan su atención, pues siempre le ha interesado todo cuanto vuela, en especial, vete a saber por qué, palomas de toda suer­te, tórtolas y demás familia. Pero en fin, los gaviones tampoco carecen de interés. Tras mirarlos planear y zambullirse un rato, un hosco sobrecargo le indica el camino de la sala de máquinas, donde se encierra a solas con sus instrumentos. Se pone enseguida manos a la obra y arregla las dinamos durante la noche. Cuando regresa a las oficinas de Edison a la mañana siguiente, éste, sin decir una palabra, lo contrata como ayudante a cambio de un sueldo de botones.

 

4

 

Ayudante, para Edison, significa, lejos de hombre de confianza, peón, criado para todo, y el papel de Gregor residirá sobre todo en obedecer a las imposi­ciones más diversas. Quehaceres domésticos, incluso caseros, sin derecho alguno a expresar su opinión, asumiendo no obstante una guardia permanente para solucionar los percances cada vez más frecuentes que se producen en las instalaciones realizadas por la General Electric. La persistencia de tales averías ter­mina por insinuarse en la mente de Gregor y acre­centar una duda sobre el principio mismo de los equipamientos de Edison, a saber la corriente conti­nua.

Intentemos comprender esa corriente continua. Se trata de una corriente –es decir de un desplaza­miento de la electricidad, digámoslo así–, en la que los electrones circulan en un solo sentido. Las dina­mos generan una tensión bastante débil, lo cual re­quiere una importante intensidad. De ahí la necesidad de utilizar gruesos cables, exponiéndose con ello a pérdidas importantes, pues la resistencia de dichos cables transforma parte de la corriente en calor. Y quien dice calor dice en breve tiempo chispa, ignición, desastre, agentes de seguros y bomberos, es una lata. Por otra parte, la corriente continua no puede trans­portarse a más de tres kilómetros en esos cables, in­capaces de soportar tensiones altas imprescindibles para las transmisiones lejanas. Así pues, es necesario vivir, como los vecinos de Edison, cerca de una cen­tral para beneficiarse de la electricidad. Además y por consiguiente, el sistema adolece de graves deficiencias: incendios regulares, averías crónicas y accidentes frecuentes: demandas, juicios, indemnizaciones. Diga lo que diga Thomas Edison, la cosa no funciona.

Gregor, durante sus estudios, ya había detectado que la cosa no funcionaba al observar una máquina de tipo similar que le había mostrado su profesor de física. Como producía demasiadas chispas, Gregor había sugerido tímidamente sustituir la corriente continua por corriente alterna, es decir una corrien­te que cambiara regular y periódicamente de sentido. El docente se encogió de hombros argumentando que semejante idea entraba en el ámbito del movimiento perpetuo y por ende de lo imposible, de modo que Gregor no insistió.

        Ahora que trabaja en la General Electric, Gregor ha apuntado un par de veces la hipótesis de la co­rriente alterna, pero comoquiera que Edison ruge ante tal evocación como ante la del Anticristo, Gregor sigue sin insistir. Entretanto, por más que haya sabi­do ganarse la estima de su jefe resolviendo numerosos problemas técnicos, y trabajando siete días por sema­na a razón de dieciocho horas diarias, ha surgido una duda en la mente suspicaz de Edison: el hecho de que un elemento tan competente, tan entregado, pueda sugerir una solución distinta de la corriente continua, hace nacer y desarrollarse su recelo. Cuando ya Gre­gor describe a Edison cómopodría mejorar el rendi­miento de su generador, Bien, le dice el jefe, pues adelante. Cincuenta mil dólares si lo consigue. Gre­gor se pone manos a la obra, y transcurren seis sema­nas al cabo de las cuales el generador ha recuperado, en efecto, su plena forma. Gregor se apresura a co­municárselo a su empresario.

Bueno, exclama Edison repantingado en su bu­taca, bien, muy bien. De verdad –se inquieta Gregor–, está usted contento. Encantado, declara Edison, muy satisfecho. Entonces, se aventura Gregor sin poder terminar la frase. Entonces qué, lo interrumpe Edi­son, cuyo rostro se endurece. Hombre, se envalento­na Gregor, me pareció comprender que cincuenta mil dólares. Pero bueno, Gregor, le ataja Edison descru­zando los pies apoyados encima del escritorio, ¿toda­vía no ha comprendido el humor americano o qué?

       Esta vez Gregor se ha levantado, se ha encami­nado hacia la percha, donde ha descolgado su som­brero hongo, y hacia la puerta, que ha traspuesto sin pronunciar una palabra ni cerrarla tras de sí, acto seguido hacia las oficinas para cobrar su sueldo, y hacia la calle preguntándose qué hará después de esa jugarreta.

Pues muy sencillo, intentará desarrollar en soli­tario su pequeño descubrimiento de la corriente al­terna. Durante los tres meses que ha trabajado en la empresa de Edison, ha destacado muy pronto por su rauda eficacia, por la originalidad de sus soluciones y, en breve tiempo, se reputación de ingeniero se ha impuesto más allá del ámbito de la General Electric. Así pues, Gregor se persona en la sede de un grupo de financieros a quienes expone sus ideas. Estado del sistema, crítica del sistema, modo de mejorarlo, pla­zo seguro y presupuesto exacto.

Y héteme aquí, mira por dónde, que las cosas se han desarrollado de modo satisfactorio. Con su don de lenguas precozmente manifestado y su ya buen conocimiento del inglés, esos primeros años ameri­canos han permitido a Gregor adquirir un dominio casi perfecto del idioma, a los que se suman una elocuencia innata, un talento para escenificar su dis­curso y una fuerza de convicción que no dejará de serle de extrema utilidad. Los financieros se reúnen tras marcharse él y convienen en que ahí hay algo sin lugar a dudas. Convocándolo a los dos días, se decla­ran lo bastante interesados como para proponerle fundar una sociedad a su nombre, la Gregor Electric Light Company, en el seno de la cual podrá desarro­llar sus investigaciones. Huelga decir que, por el hecho de financiarla, ellos serán accionistas mayori­tarios, ya saben ustedes cómo funcionan esas cosas, pero es conveniente que Gregor inyecte fondos a su vez para justificar el nombre de la empresa y su nue­vo estatus. Gregor reconoce que es muy lógico y se deshace de golpe y porrazo de todo el dinero que ha ahorrado durante esos tres años de trabajo en la Ge­neral Electric: todo, o sea nada, aunque no deja de ser todo. Y como ese todo no es suficiente, ahí lo tenemos pidiendo un préstamo con la mayor audacia.

Lo que vino después también sucedió muy de­prisa. Lo poco que le costó inventar una lámpara de arco inmediatamente patentada, fabricada y de in­mediato generadora de beneficios, les costó a sus socios dar un pequeño giro sobre la inversión, giro que les permitió ingresar sustanciosos márgenes de ganancias. Al poco, Gregor se ve expulsado de su propia empresa, que recuperan sus socios, encantados de poder celebrar esos nuevos ingresos con champán. Por lo que a él respecta, lo dejan totalmente desplu­mado. De nuevo lo vemos en la calle, reducido a faenas de picapedrero, peón y mozo de cuerda, cu­bierto de deudas en la industria de la construcción, durante cuatro años.

 

 

(Fragmento de la novela de Jean Echenoz, Relámpagos, que fue publicada por la editorial Anagrama. La traducción corresponde a Javier Albiñana)

Escrito en Lecturas Turia por Jean Echenoz

Alice Munro: Canadá se vuelve cálido

11 de octubre de 2013 08:04:06 CEST

La inmensidad del paisaje rural canadiense, la nieve y el hielo incesante, y la dureza de aquellas vidas de hijos y nietos de pioneros, se vuelven cálidas cuando hablan en boca de Alice Munro. Es en este escenario de sencillez y dureza -bajo el  eco de un país que despega de una depresión y se acerca a un posible resurgir, tras la II Guerra Mundial- donde se mueve Munro en esta ocasión, nueva para nosotros, pero una cita ya lejana en el tiempo, pues (Lives of Girls and Women) La vida de las Mujeres llega en castellano casi cuarenta años después de que fuera escrita y publicada en inglés.

No me pregunten por qué. Ni idea. Mientras tanto, ustedes habrán podido leer sus cuentos en Secretos a voces o Demasiada Felicidad, donde Munro cede la voz a mujeres que  -como dice Muñoz Molina- “tienen la tentación urgente del porvenir y el legado de una memoria que las vincula a un ayer extinguido, opresor y mezquino, marcado por la pobreza y las tristes sombras familiares, pero también iluminado por las sensaciones de la infancia”.

No es exactamente el caso de la protagonista de esta novela, más bien, Del Jordan es una niña que lucha por evitar caer en ese marasmo. Inmersa en el terreno movedizo que supone crecer y elegir, ella se alza serena y conmovedora bajo el perfil de una jovencita desenvuelta y curiosa. Su vida se reduce a los conocidos de su pequeña población, donde toma forma la aventura más universal: la de observar cómo cambia una misma y el mundo a su alrededor.

Con una aparente facilidad y ligereza, Alice Munro novela el camino que tiene que trazar Del, y que ella misma trazó a su manera, para enfrentarse a un mundo de convenciones y reglas definidas por hombres, en el que es difícil para una mujer encontrar su lugar. Por la novela -organizada como una colección de siete relatos y un epílogo- desfilan las dichas y desdichas de un pequeño pueblo canadiense en una época de penurias y cambios sociales que empiezan a olerse desde un territorio vecino, Estados Unidos, y que desembocarán en la posibilidad incipiente de la mujer de decidir sobre su sexualidad, su maternidad, y en clave, sobre su vida.

Desde la granja donde vive Del con sus padres y su hermano, en la difusa frontera que separa la pequeña población de Jubilee del campo, empieza este relato, una suma exquisita de episodios vitales, donde el pasar del tiempo transforma el paisaje y los corazones de todos los personajes. Excentricidades, chantajes sociales, acontecimientos cotidianos, deseos frustrados, suicidios disfrazados de accidentes, marchas repentinas...Todo tiene cabida en Jubilee, donde Del lucha por no seguir el camino marcado por los otros.

La disonancia con voz de mujer

Cuando lees a Munro piensas que -aunque parece no contar grandes cosas, sino narrar una sucesión de hechos que no resultan heroicos o relevantes, centrados en personajes anodinos o excéntricos y sin aventuras deslumbrantes-  en sus historias austeras, sensibles y humildes descubrimos mayores dosis de humanidad, de pasión y de hondura que en grandes peripecias noveladas. La vida de las mujeres es así: sencilla, cercana, sin heroicidades, pero de una hermosura sin límites por lo profundo de su propuesta.

Así suena la voz de la joven Del, cuya mirada aguda y perspicaz traduce con parsimonia e ironía el mundo que la rodea, empezando por ella misma y su familia. Del observa sin límites y en sus ojos el minúsculo pueblo se convierte en un pequeño mundo de resonancias universales. Y es que, tal como escribe Muñoz Molina, “al gran planisferio de la literatura moderna Alice Munro ha añadido su rincón apartado de la provincia de Ontario, habitado por mujeres tan bravas y rectas como ella, por seres ásperos, pintorescos y perdidos de un mundo que ya no existe. Su naturalidad es tan perfecta, sus personajes parecen tan comunes, que no siempre se advierte a primera vista la magnitud de su talento”.

Del -esa niña que sabe observar el mundo y sacar buen provecho de lo que ve- compadece la poquedad del padre, un taciturno que cría zorros para vender sus pieles y que prefiere vivir rodeado de naturaleza que prestar atención a lo que ocurre en su casa; se resigna a duras penas a la vulgaridad de un hermano sin ambiciones ni modales, e ironiza con admiración sobre una madre inteligente y culta, insatisfecha por ese villorrio en el que apenas tiene oportunidad de escuchar la radio, pero tenaz y valiente, que se ha lanzado por caminos de tierra batida a vender enciclopedias.

Es pues en este entorno frío e indomable del universo rural, limitado en el espacio y en el tiempo, donde Munro muestra un repertorio de temas inacabables y donde su sencillez se vuelve grandiosa mientras la pequeña Del se construye como mujer y escritora.

Con un tono íntimo y austero pero recubierto de humor, Munro y Del nos arrastran a otras vidas. Ambas se alían en una elegancia innata; una manera especial de contar las situaciones cotidianas; de lidiar con Dios y con el sexo, y bajo esa gracia casi divina capaz de modelar unos personajes tan cargados de humanidad que parece que se nos aproximan físicamente.

Desde el principio de la novela, si algo tiene claro Del es la capacidad  de decidir sobre ella misma. Tenaz y resuelta, entenderá la urgencia de elegir entre la existencia socialmente aceptada y una vida que está en otra parte. En esta elección se asoma, sin duda, aquella Alice Munro que desde niña “se había sabido rara y distinta, y había comprendido que para no sufrir el escarnio de los demás tendría que disimular, fingir que acataba las expectativas permitidas a una mujer”, y como dice Muñoz Molina, “preferir secretamente la vocación de la literatura a la de la maternidad”, lo cual tenía algo de impulso de “perdición”.

En esta perdición se encontró Munro a sí misma y nos encontró a nosotros, en sus tantos relatos y en su única novela, estrictamente hablando. En ella -escrita a sus cuarenta años hace ahora cuarenta años- asomaban ya todo el talento, la ironía y el modo tan peculiar de ver la realidad con que sigue sorprendiéndonos todavía.- LOURDES TOLEDO.

 

Alice Munro, La vida de las mujeres, Barcelona, Lumen, 2011.

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Lourdes Toledo

J'attendrai

10 de octubre de 2013 08:33:35 CEST

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Escrito en Lecturas Turia por Pere Gimferrer

René Char, la inteligencia con ángel

8 de octubre de 2013 12:09:45 CEST

En la introducción al primer volumen de la edición alemana de las poesías de René Char –Dichtungen, 1959-, con traducción de Paul Celan, Johannes Hübner, Lothar Klünner y Jean-Pierre Wilhelm, Albert Camus consideraba al escritor como el mayor poeta vivo de Francia, a su obra Fureur et mystère como una de las tres grandes de todo el siglo XX, junto a las Illuminations de Arthur Rimbaud y a Alcools de Guillaume Apollinaire. Para entonces, el poeta de L’Isle-sur-Sorgue había alcanzado, a los cincuenta y dos años de edad, pleno reconocimiento a una obra emblemática de la modernidad literaria. Atrás habían quedado sus años de combates estéticos y políticos, su pertenencia al grupo surrealista y a la lucha armada en las fuerzas contra la ocupación alemana, libros como Le marteau sans maître, Moulin premier, Dehors la nuit est gouvernée o Placard pour un chemin des écoliers, donde Char comienza a crear una obra poética encaminada al desvelamiento esencial de la realidad, al esclarecimiento de la verdad oculta en cada uno de los gestos de nuestra cotidianidad.

Camus conoció la obra de Char a partir de la aparición de Seuls demeurent en 1945, ruptura de su silencio literario tras la acción política continuada en la Resistencia francesa, que el poeta llevó a cabo desde su comienzo en los maquis hasta el final de la guerra. Revistas como Fontaine, editada en Argel, Cahiers d’art y L’Éternelle revue fueron el punto y seguido de una obra que no dejaría de crecer y de reformularse a lo largo de seis décadas. El punto y aparte para su vida se produce con el fin de la contienda y la separación de Georgette, su primera mujer, lo que le hace decir: “Después de 1946, mi vida solo me concierne a mí mismo, a algunos seres queridos y a mi trabajo”. René Char hablaba de dos edades para el poeta, una en la que la poesía le maltrata y otra en la que se deja abrazar por ella. Si bien ninguna de las dos parecen estar bien definidas, la segunda podría ser datada en torno a Feuillets d’Hypnos, momento en el que escribe al margen de toda publicidad, en la clandestinidad, mientras construye un edificio que irá creciendo con cada una de sus colecciones de poemas. El libro está dedicado a Albert Camus, un conjunto de fragmentos escritos, según el propio autor, en “la tensión, la cólera, el miedo, la emulación, el hastío, la astucia, el recogimiento furtivo, la ilusión del porvenir, la amistad, el amor”, páginas marcadas por el desarrollo de los acontecimientos y la certeza de que el sentido de la vida del hombre es algo que subyace a sus propios avatares y está vinculado a sus propias alucinaciones. Char está dispuesto a pagar el precio histórico que le corresponde por la defensa de un humanismo responsable, pero también por el margen de libertad que otorga la fantasía.

A principios de los cincuenta colabora asiduamente en las revistas antes citadas, entre las cuales se encuentra también Combat, la publicación dirigida por Camus. La amistad entre ambos se extiende hasta la muerte de este último en 1960. El periodo posterior a la Liberación es pródigo en muestras de adhesión y rechazo ideológicos en unos años difíciles, en los que Char había vaticinado la proliferación de ventajistas, mediocres, oportunistas y fanáticos, llevados por las circunstancias sociales y políticas del país. Hombre de fuerte personalidad y sólidas convicciones, tomaba a este tipo de gente como sus verdaderos enemigos, del mismo modo que hiciera, en el plano literario, con sus premisas poéticas, expuestas ya en Moulin premier (1935), cuando opone la necesidad de practicar el “poema que ofende” a la poesía de tipo cortesano, “tallo de masonería, residencia y parque de atracciones, de seguridad, de agresión y de reconocimiento al lector”. Su poesía, sin embargo, no podría ser calificada de literatura comprometida en términos usuales. En un testimonio valioso que narra los años de René Char en Céreste[1], Georges-Louis Roux, uno de los tres hermanos con los que traba amistad en este pueblecito de Haute-Provence, lugar de frecuentes estancias en compañía de su mujer y luego escenario de sus combates, le describe como una persona no completamente realizada por la acción, al contrario de lo que él mismo escribe con respecto a alguno de sus compañeros: “Archiduc me confía que ha descubierto su verdad cuando se ha unido a la Resistencia. Hasta entonces era un acto de su vida descontento y suspicaz. Le inundaba poco a poco una tristeza estéril. Hoy ama, gasta, está enrabietado, va desnudo, provoca. Aprecio mucho a este alquimista”. El verdadero control de su destino se produce a través de las palabras, instrumentos para una verdadera comprensión de la realidad. El poeta camina por delante del hombre de acción. Su intensa actividad clandestina, no obstante, le hace entrar en contacto con la S. A. P., Sección de Aterrizaje y Paracaidismo del ejército resistente. Con el seudónimo de capitán Alexandre, cumple funciones de jefe departamental. Sus obligaciones le dejan poco tiempo para escribir, pero Roux lo recuerda escribiendo apresurados pasajes de Feuillets d’Hypnos bajo una reproducción del Prisonnier de Georges de la Tour. “Escribo brevemente. No puedo ausentarme durante mucho tiempo […] La adoración de los pastores no es útil para el planeta”. Tampoco para Francia, que vive en un estado de continua tensión. Char sueña con un país más benévolo, atento a las inquietudes intelectuales y a la emoción de lo original.

Su llegada a Céreste estuvo motivada por las pesquisas de la policía del gobierno de Vichy, que había tenido en cuenta una carta subversiva, firmada por él y por otros compañeros del grupo surrealista. Se le considera un individuo peligroso, de ideología comunista. Pero él mismo consideraba el comunismo como una ideología incapaz de iluminar el vasto territorio de una realidad nombrable únicamente desde la escritura poética. Algo similar le había sucedido con su adscripción al movimiento surrealista. En 1927, tres años después de la publicación del Primer Manifiesto del surrealismo, fue destinado a cumplir su servicio militar en Nîmes, donde comienza su carrera literaria con diversas colaboraciones. Un año después aparece Les cloches sur le coeur, poemas compuestos entre 1922 y 1926, que serán destruidos posteriormente. En 1926 se publica Arsenal, su primera obra en cuanto tal. Paul Éluard recibe uno de los veintiséis ejemplares de que consta la tirada, y visita a Char algunos meses después en su casa de L’Isle-sur-Sorgue. A finales de año conoce en París a Breton, Crevel, Aragon y otros miembros del movimiento surrealista, al que se incorpora con una primera colaboración en La Révolution surréaliste. De ahí hasta casi el principio de la guerra, forma parte del grupo de manera oficial. Ralentir travaux es fruto de su colaboración con Breton y Éluard. Participa en los incidentes del bar de Maldoror y en las manifestaciones contra las ligas de extrema derecha y a favor de los movimientos revolucionarios de España, firma pasquines en apoyo a La edad de oro, etc. El relato onírico titulado Artine, con una ilustración de Salvador Dalí, es uno de los testimonios que quedan de la época. También la dedicatoria de Placard pour un chemin des écoliers, el último de los textos que publica antes de su “silencio literario”: “Niños de España, - ROJOS, oh cuánto, para empañar por siempre el brillo del acero que os despedaza; - a vosotros.”.

Hacia 1934, comienza a alejarse del movimiento por discrepancias con algunas de las ideas que defienden. La investigación sobre las relaciones entre realidad y lenguaje había sido uno de los puntos comunes con el surrealismo, la importancia concedida al poder de enunciación que permite acceder a la verdad poética. El rechazo del orden burgués y su voluntad de transformar el mundo se dejan ver en los poemas de Le marteau sans maître. Comparte sus antecedentes literarios, la devoción por las ideas de Heráclito, Rimbaud o Lautréamont. El carácter irreflexivo de la imagen surrealista, sus procedimientos de escritura, el culto a lo irracional, se encuentran, en cambio, en las antípodas de su concepción poética, donde lo primordial es el acceso al envés de la realidad, a lo que ésta tiene de maravilloso e inexpresable.

La acción que supone la lucha armada y su compromiso antifascista discurre de modo paralelo a otro tipo de acción, esta vez poética, que busca profundizar en el conocimiento de las cosas por medio de la escritura. A la manera de Hölderlin, la poesía es el lugar de una unión en la que se dan cita la alegría y el sufrimiento, el deseo, la esperanza y los temores, los defectos y las cualidades de la persona, sus grandezas y debilidades, una doble exigencia, poética y ética, que gobierna su vida y su obra. La ética se asocia continuamente a lo cotidiano del mismo modo que la poesía, acción que incide en la realidad, meditación, intimidad entre el hombre y la búsqueda de una belleza procedente del mundo natural. Feuillets d’Hypnos y Partage formel marcan el comienzo de una etapa en la que Char hace convivir poesía y moral en el cuerpo del poema. Es su modo de intervenir y de participar en los acontecimientos, de expresar los sentimientos de desesperanza de una época marcada por el odio y la intolerancia. El poema está atrapado entre el presente y la promesa de un futuro mejor, “el poeta es la génesis de un ser que proyecta y de un ser que retiene”, dice en Partage formel. La libertad es su valor esencial, la razón de su dignidad y de su valentía, el motivo de su revuelta, el fundamento de su moral. Esta aventura personal se proyecta hacia la consecución de un futuro más vehemente. La capacidad de nombrar que posee el lenguaje poético cumple el papel de aproximación a la verdad. Poesía y verdad son términos sinónimos, finalidad última de su poesía, y encaminan a la aprehensión de lo esencial: “Id a lo esencial: ¿No tenéis necesidad de árboles jóvenes para reforestar vuestro bosque?” (Rougeur des matinaux, VI); “Lo esencial está amenazado sin cesar por lo insignificante” (À une sérénité crispée). Lo circunstancial permanece en los márgenes de la poesía, que es cristalización de lo esencial.

Al margen de los dos episodios antes nombrados, su vida parece no tener altibajos importantes, amén de sus silencios literarios. El primero se produce entre 1939 y 1944, motivado por su compromiso con la Resistencia, silencio activo, como hemos visto, reflejado en los sublimes fragmentos de Feuillets d’Hypnos. El segundo, de 1956 a 1957, donde el escritor sustituye la escritura por el grabado y el dibujo, sufre crisis de angustia y tiene dificultades para dormir. Todo lo que merece ser vivido responde a una voluntad cuya característica principal es el hecho de que lo poético suponga una turbación para el mundo de lo cotidiano. La vida de Char está dedicada por completo a la poesía y a la defensa de los valores éticos. Su obra responde a su biografía, pero no a una escritura al hilo de lo autobiográfico, sino a una manera propia de percibir la realidad como desocultación, por emplear el término acuñado por su amigo Martín Heidegger. Tras la guerra, multiplica sus colaboraciones con otros artistas, en especial con sus amigos pintores. Del encuentro con Matisse surge “Le Requin et la Mouette”, perteneciente a Le poème pulvérisé, en el que el pintor había aportado a la edición un grabado original. También con Georges Braque, que ilustra sus poemas, mientras Char hace lo propio con su pintura. Da Silva, Brauner, Miró, etc., son otros tantos artistas con los que colabora a lo largo de su vida. Su obra poética crece en volumen y en importancia, y críticos de la talla de Maurice Blanchot o Georges Mounin, entre otros, le dedican artículos y monográficos en diferentes revistas. El contacto con artistas e intelectuales de la época es moneda común a lo largo de tres décadas, prácticamente hasta 1978, cuando sufre una grave complicación cardiaca, tras la que deja París para instalarse en Le Vaucluse. Aromates chasseurs había aparecido en 1975, Chants de la balandrane en 1977. En 1980, la Biblioteca Nacional de París expone los “Manuscritos de René Char iluminados por pintores del siglo XX”. En 1983, sus obras completas son publicadas en la prestigiosa colección de la Bibliothèque de la Pléiade. Les voisinages de Van Gogh, su último libro de poemas, se publica en 1985. Muere tres años después, el 19 de febrero de 1988, en el hospital Val-de-Grâce de París.

René Émile Char había nacido el 14 de junio de 1907 en L’Isle-sur-Sorgue, en una familia de fuerte tradición republicana pero sin antecedentes literarios. El escenario de su infancia es la residencia de Névons, rodeada de un parque y de prados comunales. Esta tierra, presente en poemas como “Les transparents”, “La Sorgue”, “Exploit du cylindre à vapeur”, “Jouvence” y “Deuil des Névons”, es una pieza clave de su creación, una parte básica de su materia poética, el origen al que siempre acaba volviendo, a pesar de que el paso del tiempo lo haga desaparecer. “La ambición infantil del poeta está en convertirse en una parte viva del espacio. A contracorriente de su propio destino. Su primera operación poética: sufrir su invasión, combinar sus emociones, sus placeres amorosos más allá de los excrementos disimulados del objeto, substraerse a las amnistías del derecho divino, desmantelarse sin destruirse”, dice en Le marteau sans maître. El espacio de la infancia sigue intacto en la memoria del poeta, “pulverizado” en su obra. La “pulverización” es una finalidad del poema, una unidad fragmentada en pedazos, reflejo de un mundo proyectado en el espacio y en el tiempo, “palabra en archipiélago”. Así titulará dos de sus libros de poemas, Le poème pulvérisé (1945-1947) y La parole en archipel (1952-1960), nociones que refieren al conjunto de su obra. El poema, en tanto que unidad aislada, remite a la totalidad. El fragmento lleva marcado el estigma de la unidad a la que pertenece. El argumento que precede a Le poème pulvérisé reclama la necesidad de vivir con el aguijón de lo desconocido. El poema nace de la llamada del devenir y de la angustia de la retención, es un testimonio silencioso de lo real, de una vida interior que poco tiene que ver con lo que comúnmente se llama “realidad”, o poesía basada en la vivencia convencional de lo cotidiano. “La poesía está podrida de depiladores de orugas, de estañadores de ecos, de lecheros cariñosos, de melindrosos extenuados, de rostros que trafican con lo sagrado, de actores de fétidas metáforas, etc. Sería sano incinerar sin tardanza a estos artistas” (Le marteau sans maître). La labor del poeta se realiza en el equilibrio que debe producirse entre el mundo físico y el mundo de los sueños, en la práctica de una imaginación que libera la realidad, en la espera de los breves momentos de revelación y plenitud que proporciona en ocasiones la palabra. La reflexión sobre el acto poético es el tema central de su poesía. El poema es “imposición subjetiva” y “elección objetiva”, exploración del ser, una versión mejorada del mundo, deseo de libertad y sentimiento de esperanza, diálogo con las formas de la creación, descubrimiento de la belleza: “En nuestras tinieblas, no hay un lugar para la belleza. Todo el lugar es para la belleza”, dice en Feuillets d’Hypnos; y en Recherche de la base et du sommet: “Fuera de la poesía […] el mundo no vale nada, la verdadera vida, el coloso irrecusable, no se forma más que en los flancos de la poesía”.

La escritura de René Char rehuye continuamente el comentario. La forma cierra filas alrededor del sentido e invita, más que a comprender, al placer estético de la lectura. Poesía y pensamiento poseen un lenguaje diferente, buscan la noción de verdad por otros caminos. El pensamiento de Char se presenta en forma de aforismo, palabra concreta que incluye un significado profundo. Su poesía ha sido calificada de “poesía de la poesía”, “poesía de la esencia del poema”. En este sentido, se identifica con la experiencia de Rimbaud. La poesía se basta a sí misma, no necesita de otros recursos que la hagan ser, un instrumento para el encuentro de la revelación, instante sublime que crea su espacio en el acontecimiento, por medio de una enunciación de la inmediatez, del “comienzo puro”. El tiempo de la Historia oficial no es el tiempo de la poesía, sino la copia al dictado de la voz de los gobernantes. A diferencia de algunos de sus contemporáneos, el hecho cotidiano no refiere a la actualidad, sino a un diálogo atemporal, a un aquí y un ahora inscrito en el tiempo de la experiencia personal. La literatura no refiere a la literatura, sino a la vida, lo que no quiere decir que Char no reconozca “aliados substanciales” en nombres como Esquilo, Lao-Tseu, los presocráticos, Teresa de Ávila, Shakespeare, Saint-Just, Rimbaud, Hölderlin, Nietzsche o Melville. Solo que estos escritores y pensadores se encuentran diluidos en su poesía, con “voces aliadas” que de algún modo han anticipado su obra. La crítica ha reconocido de manera unánime la huella de Heráclito en el pensamiento de Char, un conjunto de encuentros que inciden sobre todo en lo referente a la alianza de contrarios que se da en su escritura y a su inclinación por el carácter absoluto de la realidad, la vivencia de un presente perpetuo. Este carácter de continuidad establece fuertes vínculos con el mito, en especial con las figuras de Sísifo y de Prometeo. Ambos personajes sirven para representar el infinito recomienzo de la palabra y el afán de saber en el que se justifica el proceso de escritura. La mitología arroja luces en las sombras del tiempo histórico. Char había dicho en Feuillets d’Hypnos: “No vayan a creer que hago un proceso fácil de mi época. No la miro sin responsabilidad ni remordimiento hundirse en su destino que no es precisamente el de la generosidad, el del mal llevado a límites no categóricos. La experiencia poética descalifica las creencias y las ideologías solo por el hecho de situarse en otra temporalidad”. Su principal preocupación es la “inteligencia con ángel”. Y el “Ángel” es “lo que, en el interior del hombre, se mantiene separado del compromiso religioso, la palabra del más alto silencio, la significación que no se evalúa [...] la vela que se inclina al norte del corazón”, el cómo, el qué y el porqué de su poesía.

 



[1] Georges-Louis Roux, “René Char, hôte de Céreste », en René Char, Œuvres complètes, Paris, Gallimard, Bibliothèque de la Pléiade, 1147-1163.

Escrito en Lecturas Turia por Juan Antonio Tello

Café de St Antoine

4 de octubre de 2013 09:06:38 CEST

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Escrito en Lecturas Turia por Antonio Rivero Taravillo

Marcin Świetlicki: seis poemas

2 de octubre de 2013 11:51:52 CEST

Marcin Świetlicki nace el 24 de diciembre de 1961 en un pequeño pueblo de los alrededores de Lublin (Polonia). Licenciado en Filología Polaca por la Universidad de Cracovia, durante sus años de estudiante entra en contacto con un grupo de poetas (Kacek Podsiadlo, Marzena Broda, Krzysztof Koehler) que terminará configurándose como la punta de lanza de la poesía de la Polonia poscomunista. Sus primeros poemas aparecen en 1978 en la revista Radar y en 1992 publica su primer libro de poemas, Los países fríos, que enseguida le aseguró un lugar en la primera línea de los poetas polacos. Durante la década de los ochenta colabora en la revista de oposición política NaGłos (En voz alta) y a principios de noventa toma parte activa en la creación y el desarrollo de la revista bruLion (Borrador), una publicación que resultó ser uno de los fenómenos más importantes en la literatura contemporánea polaca y el lugar de donde surgió la nueva oleada de poetas polacos, la llamada “Generación de bruLion”. Y aunque el poeta mismo se considera un outsider y define su situación en del mundo literario como “nunca dentro del todo ni dentro hasta el fondo”, y aunque rechace los premios y mantenga su espíritu contestatario con su conocido grupo de rock, que lidera desde 1992 (el cual muestra, entre otras influencias, las muy visibles huellas de Tom Waits, y que el autor utiliza como vía paralela a sus poemas para diversificar su actividad poética), es ya considerado por la crítica como el poeta más importante de esta generación y por los lectores más avisados –entre ellos los más jóvenes- como un referente no sólo poético sino ético y social.

            A partir de una lejana y matizada filiación bukowskiana y de una más evidente influencia de Frank O’Hara y de Larkin, su objetivo se concreta en exprimir la densidad de la palabra poética a pesar de –o precisamente por- su declarada y evidente huida de la retórica tradicional. Muy dotado para jugar con las polisemias y explotar al máximo las posibilidades del lenguaje, Świetlicki  aborda sus poemas desde una perspectiva intimista, a menudo con un toque anti-sistema (“desprecio y describo este desprecio”, ha dicho en alguna ocasión), siempre en un ambiente urbano, a menudo empapado del humo del tabaco y/o de los vapores del alcohol.  La dicción coloquial ocupa el espacio del lenguaje poético: fragmentarismo e ironía son los recursos fundamentales. El yo poético, que se sustenta a menudo en la ficcionalización de un autobiografismo declarado, ha renunciado –en un momento histórico donde la poesía testimonial y política parecen carecer de sentido- a la palabra grandilocuente y a los grandes ideales inasibles. El individuo con sus pasiones privadas, con su mundo cotidiano, con sus miserias y grandezas, con su dolor y su alegría diarios son el objeto y el objetivo de sus poemas. En los últimos años se observa un proceso de “comercialización” del poeta: durante algún tiempo ha presentado el más conocido de los programas culturales de la televisión y ha grabado su último disco (Las putas melancólicas –sic-) con el célebre actor Bogusław Linda. El destino inevitable del rebelde que se convierte en clásico.

 

OBRA

Poesía:

Zimne kraje (1992), Schizma (1994), Berlin (1995), Zimne kraje 2 (1995), 37 wierszy o wódce i papierosach (1996), Trzecia połowa (1996), 20 największych przebojów i 10 kultowych fotografii (1997), Zimne kraje 3 (1997), Pieśni profana (1998), Stare chłopy prowadzą rowery na techno (1998), Czynny do odwołania (2001), Wiersze wyprane (2002), Nieczynny (2003), 49 wierszy o wódce i papierosach (2004), Trzecia połowa (2005).

 

Discos:

Ogród koncentracyjny (1995), Cacy Cacy fleischmaschine (1996), Cacy cacy ove mix (1996), Perły (1999), Perły przed wieprze (1999), Wieprze (2000), Złe misie (2001), Tradycyjne polskie pieśni wielkopostne (2002), Drugi Szczyt... - czyli Koncertówka 2 (2003), Małe psy (2003), Tribute to Kryzys-Nigdy więcej wojny (2003), Czołgaj się (2004), Las Putas Melancólicas (2005).

 

 

ASÍ DIJO EL ALCOHOL

 

De noche me desperdigué en todas direcciones

para despertarme en muchas camas distintas,

para no recordar que he muerto. Cargo

conmigo desde hace tiempo un par extra

de calcetines y camiseta de repuesto, cepillo

de dientes, todo ello para no recordar

que he muerto, y para tener casa en cualquier lado. 

 

Ella de repente me abrazó en el sueño,

ha pronunciado dos veces un nombre ajeno,

tan tiernamente, que casi decidí

aceptar ese nombre, apropiarme esa ternura.

Pero he muerto y he salido de allí, y sigo andando

por el vacío ventoso.

Pero he muerto, y si encuentro

 

sitio para echar un sueño, abrazo fuertemente la almohada, 

grito almohada adentro mi nombre muerto,

grito almohada adentro mi nombre muerto.

 

 

AFEITARSE

 

Varios días de pecado, hoy torpes

intentos para redimir, para rescatar

alma y cuerpo directamente del abismo. Me siento

frente al espejo, me pongo espuma en la cara.

 

Las manos tiemblan. Me he sujetado la mano con la mano temblante

y he dicho “no tiembles”. Después he ejecutado todo

al revés. Ha entrado la sombra por la ventana.

 

Con la maquinilla me arranco la vejez y la muerte de la cara,

por un momento, doce horas como mucho. Vamos

a ver. Vamos a ver.

 

 

JONÁS

 

Un invierno joven. Sin nieve.

La tarde ha convertido esta calle en el interior  de una ballena.

 

Podría no enterarme, pero en la frutería

vendían fragmentos de matorrales submarinos.

 

Y en ese momento, los neones han empezado a emitir

niebla y humedad.

Charcos repletos de aceite y de sangre.

 

En la acera he encontrado una concha.

Y he sentido que era devorado.

 

 

OLIFANT

 

He visto luz, por eso he venido. Llamé y abriste.

No he venido a hablar, no he venido a reñir,

no he venido a seguir con la eterna guerra.

Yo he venido a hacer el amor.

Ya tengo un cuchillo en la espalda y no hay sitio para otros ahí.

A la mierda con el dilema ¿café, té?

He venido a hacer el amor.

He visto luz, por eso he venido. Llamé y abriste.

No he venido para conversar, no he venido para convencer.

No he venido a recoger firmas. No he venido a beber vodka.

Yo he venido a hacer el amor.

 

 

PLAZUELA PIERWSZYCH SLUPSZCZAN

 

Hace tanto que no estoy,

que el argumento

del culebrón venezolano

ha avanzado bastante: un montón de niños ha nacido, muchos protagonistas

se han extinguido, las mujeres han afeado. El ojo de Dios

está más cansado, en los cuarenta principales

muchos cambios, el tesoro desenterrado, de nada servirá mi mapa

estrujado nerviosamente en la mano.

 

La venganza consiste en tomarse un café

y mirar por la ventana. Con la misma mirada

de hace tantos años. Y después,

sobre un banco por el sol

dejarse deslumbrar, tener al lado,

hablar con, querer tocar, no tocar, tan lindo,

tan culto, en este monóxido de sol, en esta

vida.

 

 

MODO DE VIVIR

 

café y cigarrillos.

sin esperar.

sin esperar que...

ni que...

ningún, pero ningún muslo nuevo, ninguna

nueva línea dactilar, ninguna nueva

cana,

ninguna arruga nueva.

té o café.

vantage o ducados.

esa alternativa.

al trabajo por la mañana o por la tarde

en el 15 ó en el 1.

peregrinaciones personales.

si cae la nieve, hay que levantarse por la mañana y

quitar la nieve

los milagros están sólo dentro.

los milagros están sólo dentro.

escuchar o hablar.

sin esperar.

raras veces, vodka.

sin ningún trato con la parte

sana de la sociedad, digamos la clase obrera

o la pequeña y la gran empresa,

por ello completamente fuera de la realidad.

 

los milagros están dentro.

café y cigarrillos.

pasear al perro.

poner agua en el cubo.

un sueño pétreo.

sin esperar.

echar a los invitados.

ninguna casa amiga.

 

los milagros están dentro.

los milagros están sólo dentro.

los sentidos se dirigen hacia adentro.

los sentidos lento empiezan

a darse una vuelta.

sueños de apuestas.

monogamia drástica.

sin esperar.

ningún libro fundamental.

en el cine, sólo películas vistas ya

varias veces.

café y cigarrillos.

ninguna arruga nueva.

poner, sacar.

sendas de lobo, mentiras.

la fiebre ocultada.

sueño pétreo y escalofríos dentro del sueño pétreo.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Konrad Skoronski y Javier García Rodríguez

Lo que somos

1 de octubre de 2013 08:05:00 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Lo que tus ojos ven dentro de ti,

los números y leyes de la sangre,

el miedo lentamente entre tus bienes

y aquello que la edad ha generado,

no es la vida exactamente,

ni el azúcar engañoso del azar

ni el destino como trampa.

 

Lo que tus ojos ven dentro de ti

pudiera ser

la única verdad de este derrumbe,

la mordida moneda de los años,

el ajedrez violento del insomnio,

 el faenar del nombre que te dieron donde nunca estás del todo,

cazador iluminado.

 

Lo que tus ojos ven dentro de ti

es algo que sube de la infancia con sus festivas bestias arrojadas,

es un agua desfilando por las cuatro esquinas de tu miedo

con su fulgor descalzo.

Porque amas lo que se enciende.

Porque empezaste a morir lentamente hace más de 30 años.

Porque sólo sumas ya intemperies.

Porque aún aprendes del fracaso y en cada desengaño ves un pájaro.

           

Lo que tus ojos ven dentro de ti,

ese batir de bosque o de hombre huyendo,

es aquello que aún no has dicho.

Todo lo que adoras en secreto.

Todo lo que odias como se odia de un país a los héroes indultados.            

 

Lo que tus ojos ven dentro de ti                

tan sólo es una deuda entre dos anatomías,

un pálido animal hecho en silencio

que sólo del amor fue triste senda.

 

La técnica del mundo ha sido esa:

hacer de cuanto existe un mal acuerdo humano.

Aquello que tus ojos sólo ven dentro de ti.

 

Y es tan extraño.

 

Escrito en Lecturas Turia por Antonio Lucas

Plegarias atendidas

30 de septiembre de 2013 10:28:30 CEST

Truman Capote (Nueva Orleans, 1924) se llamó Truman Strekfus Persons hasta que su madre se divorció y volvió a casarse con Joe García Capote, un cubano de padres españoles. De su padrastro, Truman no sólo heredó el apellido, sino también su afición por la Costa Brava, donde escribió gran parte de A sangre fría, y por santa Teresa. De la santa, citaba con frecuencia un aforismo: “Más lágrimas se vierten por las plegarias atendidas que por las no atendidas”. Capote bautizó su obra póstuma, y nunca finalizada, con el título de Plegarias atendidas. Este libro, que él describía como el equivalente contemporáneo de En busca del tiempo perdido, de Proust, mostraría un puñado de personajes cuyas vidas se habían hundido, paradójicamente, tras conseguir sus sueños. Ése era el destino de Capote y el escritor, genial y atormentado, lo sabía. La sentencia de santa Teresa marcaría más de tres lustros de su vida: el tiempo que empleó la muerte en detener su corazón.

En 1966, cuando anunció su nuevo proyecto literario, sus plegarias para conseguir el prestigio, la fama y el dinero habían sido atendidas. Su novela A sangre fría, recién publicada, le había convertido, a los 42 años, en uno de los autores norteamericanos más celebrados. El relato del asesinato de la familia Clutter en un rincón perdido de Kansas catapultaría a Capote a un lugar único en la escena literaria. Sus novelas encabezaban las listas de los más vendidos y se adaptaban con idéntica fortuna al cine.

Su prestigio rivalizaba con su éxito social. Los más ricos entre los ricos del mundo le cortejaban para que asistiera a sus fiestas: los Kennedy, el shah de Persia, Frank Sinatra, Aristóteles Onassis, los Agnelli, Peggy Guggenheim… Los intelectuales, los poderosos y los famosos le adoraban por igual. Su editor le calificaba de “encantador, ingenioso y travieso”, el actor Humphrey Bogart aseguraba querer “tenerlo siempre al lado” y hasta la Reina Madre de Inglaterra le definía como “maravilloso, inteligentísimo, sapientísimo y divertidísimo”. “Un genio”, concluía Cecil Beaton. El nombre de Capote era un poderoso imán al que nada se resistía. Ni siquiera el dinero. Antes de haber escrito una sola línea de Plegarias atendidas, cobró un millón de dólares de adelanto de su editorial y vendió los derechos cinematográficos por 350.000 dólares.

Capote había conseguido todo lo que había soñado, pero las lágrimas que iba a comenzar a derramar superarían muy pronto el placer de lo logrado.

Si hubo un libro por el que Capote rogó, ése fue A sangre fría. Su publicación marcaría el cénit de su éxito, sí, pero también la altura de su tremenda caída. La fusión del relato periodístico con las técnicas narrativas de la novela conmocionó a lectores y escritores. Su impacto aún perdura: sólo en Estados Unidos el número de ejemplares vendidos asciende a cinco millones. Capote dedicó seis años a escribirla. Lo que sucedió durante ese tiempo es tan fascinante como la propia novela y constituye el argumento de la película Truman Capote, que ha puesto al escritor en boca de todos y ha devuelto sus libros a las listas de los más vendidos. Dos décadas después de su muerte, Capote ha regresado por todo lo alto.

Estamos ante una resurrección como a él le hubiera gustado: con el glamour de Hollywood y con el sólido trasfondo de su genio literario. La película recibió un Oscar a la mejor interpretación por la asombrosa metamorfosis de su protagonista en el escritor. El premio lo recogió el actor Philip Seymour Hoffman, pero recayó en realidad en el propio Capote, el más brillante de su amplia galería imaginaria de personajes. Él mismo se presentaba como tal: “No ha habido nadie como yo, y no va a haber nadie como yo cuando me vaya”. La película, además de rendirle homenaje, ha insuflado nueva vida a su obra y propiciado la aparición de dos novedades: la correspondencia completa, Un placer fugaz (Lumen), y una novela inédita, Crucero de verano (Anagrama). Asimismo se ha reeditado su biografía, Truman Capote (Ediciones B), escrita por el respetado Gerald Clarke y en la que se ha inspirado la película

Ha sido Clarke quien ha ordenado la correspondencia de Capote. Las cartas de cualquier artista, por su naturaleza íntima, poseen un atractivo que va más allá de su valor literario. En el caso de Capote, que además de escritor era un incisivo y malicioso cronista social y un amante locuaz, tienen además mucho morbo. Por las páginas de Un placer fugaz desfilan, como en un carrusel enloquecido, una lista de nombres absolutamente asombrosa: los Chaplin, Tennessee Williams, Montgomery Clift, Cecil Beaton, Marilyn Monroe, Arthur Miller, Carson McCullers, Jane y Paul Bowles, Christopher Isherwood, Gore Vidal, André Gide, Andy Warhol, Isaiah Berlin, Orson Welles, Yukio Mishima, Isak Dinesen... Por las sábanas de Capote, según narra en sus cartas, pasa otra asombrosa lista de hombres. El más sorprendente, un reputado mujeriego: Albert Camus.

Respecto a la novela inédita Crucero de verano, el propio Capote la desechó cuando se mudó de Brooklyn a Manhattan. Fue el portero del inmueble de Brooklyn Heights, donde vivía, quien salvó de la basura cuatro cuadernos escolares y setenta y dos notas complementarias, que conforman la novela actual. Ese hombre, cuyo nombre no ha sido revelado, debería haber sido homenajeado por su instinto literario. La existencia de semejantes conserjes quizá expliqué por qué escritores como Paul Auster viven en Brooklyn Heights.

Gran parte del mérito de que Capote se encuentre de nuevo en las mesas de novedades pertenece, pues, a la fanfarria de Hollywood. Constatación que al escritor no le hubiera importado lo más mínimo. Él pertenecía a ese grupo de artistas que adoran los focos y disfrutan con su personaje: un híbrido de hombre y niño que apenas superaba el metro y medio de altura, de voz atiplada, grandes y espectaculares ojos azules y un amaneramiento extraordinario. Capote fue un precursor de la promoción en la que el producto es el propio artista, pero él poseía además una inmensa y bien cimentada ambición literaria.

En el prólogo a Música para camaleones, Capote escribió: “Cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse”. Hasta la publicación de A sangre fría, en 1966, el escritor disfrutó de su don. Es la época de relatos maravillosos como Un recuerdo de Navidad, de su primera y excepcional novela, Otras voces, otros ámbitos, y de la deliciosa novela corta Desayuno en Tiffany’s. Con A sangre fría apareció el látigo. A lo largo de seis intensos años, Capote desesperó a menudo del fin de un proyecto que él sabía magistral, pero consiguió mantener un equilibrio entre el don y el látigo. La novela tuvo un éxito espectacular, pero Capote no salió indemne.

Algo se había roto dentro de él. Desde la publicación de A sangre fría y hasta su muerte, en 1984, dominó la escena el látigo. Capote se lanzó a una implacable carrera autodestructiva: drogas, alcohol, clínicas de desintoxicación, amantes dañinos como sanguijuelas… Y la desesperación de haberse perdido. Nunca terminó la prometida Plegarias atendidas y sólo se vislumbran destellos de su genio en las piezas que publicó durante esa larga agonía.


La época del don

Los primeros años de Truman, los de aprendizaje e iniciación en la vida y en la escritura, transcurrieron en el profundo sur de Estados Unidos. Sus padres se divorciaron cuando tenía tres años y le dejaron al cuidado de unas viejas tías solteronas en Monroeville, un pueblecito de Alabama. Allí transcurrió su infancia, allí se formó su propia geografía espiritual -el temor a ser abandonado, la soledad, la ingenuidad, el deseo de ser amado, la decepción que sigue a las grandes expectativas…- y allí encontró refugio en la escritura y descubrió su don.

Harper Lee, autora de Matar a un ruiseñor y colaboradora en la preparación de A sangre fría, era su vecina y amiga: “Tenía el pelo blanco como la nieve y pegado a la cabeza como si fuera caspa. Era un año mayor que yo, pero yo era más alta. Lo considerábamos como un Merlín de bolsillo cuya cabeza bullía de excéntricos planes, extraños anhelos y pintorescas fantasías”.

Capote contaba, a su vez, que la madre de Harper Lee no estaba bien de la cabeza y había intentado ahogar a su hija en la bañera. “Cuando hablan del estrafalario Sur no bromean”.

A este “Merlín de bolsillo” sólo le interesaban cuatro cosas: leer libros, ir al cine, dibujar y bailar claqué. A los cuatro años conoció a Louis Armstrong, que tocaba a bordo de un vapor de ruedas que hacía excursiones entre Nueva Orleáns y St. Louis. “Satch fue bueno conmigo, me dijo que tenía talento, que debería actuar en espectáculos de vodevil. Me dio un bastón de bambú y un sombrero de paja con una cinta verde, y todas las noches anunciaba desde la tarima de la orquesta: “Damas y caballeros, ahora voy a presentarles a uno de los niños más guapos de los Estados Unidos, que bailará claqué”. Después pasaba entre los pasajeros, que me llenaban el sombrero de monedas”.

A los ocho años, empezó a escribir. El estrafalario Sur acentuó su sensibilidad, su mágico toque y el don para impregnar sus narraciones de la ingenuidad y el horror, la belleza y la crueldad que sólo poseen las mejores historias. Le descubrió el poderoso corazón de la literatura y le armó con un conmovedor lenguaje propio.

De ese fértil suelo creció su primera novela, Otras voces, otros ámbitos, que publicó cuando tenía 24 años. Esta historia de un chico que crece solo, perdido y falto de cariño en una tosca ciudad de Alabama posee una fuerza e intensidad extraordinarias y supuso una precoz consagración literaria. La fotografía que apareció en la contra del libro llamó la atención casi tanto como el texto: un joven Truman, que aparentaba 13 años, yace en un colchón mientras mira provocativamente al objetivo. Capote intuyó entonces la importancia de una publicidad sabiamente administrada. “Ser un buen escritor y permanecer arriba es un dificilísimo acto de equilibrio. No basta con el talento. Hay que tener una tremenda capacidad de presencia”. Él cultivó su imagen de niño y jugó en sus apariciones públicas con el límite entre el ingenio y el escándalo.

Diez años después publicaba una novela corta, Desayuno en Tiffany’s. Su protagonista, Holly Golightly, procedía del profundo sur y Capote siempre declaró que era su personaje favorito.

Entre medias, escribió colecciones de relatos breves, como Un árbol de noche y el conmovedor Un recuerdo de Navidad, y la hermosa novela El arpa de hierba, continuación espiritual de Otras voces, otros ámbitos.

Capote se había mudado a Nueva York, donde ya era una celebridad, y trabajaba sin descanso. Flaubert, con su espíritu perfeccionista, era su modelo y Nueva York su fuente de energía. “Vivir en Nueva York es como vivir dentro de una bombilla”. Colaboraba de forma asidua con las revistas The New Yorker, Harper’s Bazaar y Mademoiselle. Se aventuró en el teatro y en el cine, donde participó como guionista en magníficos trabajos: La burla del diablo, de John Huston, Suspense, una adaptación de Otra vuelta de tuerca, de Henry James, y Estación Termini.

Era la época del don y todo lo que tocaba resplandecía. Conoció al que sería su amante durante más de 30 años, el escritor Jack Dunphy, y aceptó realizar un curioso reportaje, que le permitiría años después embarcarse en el proyecto de A sangre fría. Era el año 1955 y una troupe de negros americanos iba a emprender viaje a Rusia para representar la ópera Porgy and Bess, de Gershwin. Financiado por The New Yorker, Capote acompañaría a la primera compañía estadounidense que actuaría en la Unión Soviética desde la revolución bolchevique. El resultado fue The Muses are Heard (Hablan las musas), su primera non fiction novel, o novela “de no ficción”,  y el único libro que, aseguraba, había disfrutado escribiendo.    

Capote acababa de descubrir las posibilidades del periodismo como forma artística. Su siguiente objetivo sería la realización de una novela “a gran escala, que tuviera la credibilidad de los hechos, la inmediatez del cine, la hondura y libertad de la prosa y la precisión de la poesía”. El camino para A sangre fría estaba abierto.


La época del don y el látigo

“Era como si hubiera una caja de bombones en la habitación de al lado y no pudiese resistirme a ellos. Los bombones significaban que yo quería escribir hechos y no ficciones. Había tantas cosas que sabía que podía indagar, tantas que sabía que podía averiguar. De pronto los periódicos me parecían objetos vivos y comprendí que mi faceta de novelista corría un terrible peligro”. En ese estado de ánimo abrió Truman The New York Times del 16 de noviembre de 1959. Allí había una columna con el titular: “Rico agricultor y tres miembros de su familia asesinados”. Fue el inicio de A sangre fría.

Con el apoyo de su amiga Harper Lee, Capote se embarcó en el relato de aquel oscuro asesinato en una apartada zona de Kansas. Durante seis años recorrió los escenarios del crimen, habló con los vecinos, los policías, los amigos, el juez y con los asesinos, Dick Hickock y Perry Smith, tan pronto fueron detenidos. Llegó a entablar con ellos una relación tan estrecha que, a petición de los mismos, asistió a su ahorcamiento.

Durante los tres años que permanecieron en el corredor de la muerte, Capote escribió dos cartas semanales, una para cada uno. Lo hacía como parte de su trabajo, indagar en la psicología de los asesinos, pero también porque sentía por ellos un gran apego. Sobre todo por Perry, en el que veía su propio reflejo oscuro. Reacio a narrar su vida, Capote no dudó en confiarle su pasado. “Fui hijo único y muy bajito para mi edad: siempre fui el más bajo de la clase. Cuando tenía tres años, mi madre y mi padre se divorciaron. Mi padre (que se ha vuelto a casar en cinco ocasiones) era un viajante de comercio y pasé gran parte de la infancia recorriendo el Sur a su lado. No era malo conmigo, pero nuca me gustó, ni entonces ni ahora. Mi madre, que sólo tenía 16 años cuando me dio a luz, era muy guapa. Se casó con un hombre moderadamente rico, un cubano, y después de cumplir yo diez años fui a vivir con ellos (casi siempre en Nueva York). Por desgracia, mi madre, que sufrió varios abortos y de ello resultaron problemas mentales, se volvió alcohólica y convirtió mi vida en una pesadilla. Acabó suicidándose (somníferos). Siempre fui una persona precoz, tanto intelectualmente como artísticamente, pero inmaduro a nivel emocional”.

 A sangre fría, de cuya narración está ausente el escritor, apareció primero en cuatro entregas, en octubre y noviembre de 1965, en The New York Times y se publicó a finales de enero de 1966 con gran resonancia. Esta crónica monumental de un crimen abrió un camino insospechado que emprendieron otros muchos escritores con notable éxito, desde Norman Mailer hasta Bob Woodward y Carl Bernstein. Capote no había inventado un género, pero había demostrado la inmensa potencialidad de una forma narrativa que bautizó como non fiction novel. Los que le siguieron hablarían de “novela real”, “novela periodística” o, como Mailer, de “la Historia hecha novela, la novela hecha Historia”. Da igual. La realidad es que tras las huellas de Capote se inició una marcha colonizadora de escritores que empezaron a buscar en las noticias material narrativo.

Durante el año de publicación de A sangre fría, los medios de comunicación se convirtieron en una gigantesca orquesta que sólo interpretaba Truman Capote. Estaba en todas partes al mismo tiempo: en la prensa, en la televisión, en los salones, en las cubiertas de los yates... A finales de 1966, celebró su famoso “Baile en blanco y negro” en el hotel Plaza de Manhattan. Al festejo, cuya cobertura fue similar a la de una cumbre entre el Este y el Oeste, acudieron Andy Warhol, los Sinatra, Norman Mailer, Tennessee Williams, los Rockefeller, los Vanderbilt, los Rothschild, junto a invitados de EEUU, Europa, Asia y América del Sur. Las mujeres debían asistir de blanco, los hombres, de negro y todos habían de cubrir sus rostros con máscaras, que hoy se encuentran en el Museo de la Ciudad de Nueva York. La elaboración de la lista de invitados levantó tal expectación que Capote bromeaba diciendo que se estaba ganando tantos enemigos que al final tendría que bautizar la fiesta “A mala sangre”.

 A sangre fría proporcionó a Capote una fama sin igual. Su versión cinematográfica, que dirigió Richard Brooks, fue también un éxito. Y, sin embargo, la novela trajo también sinsabores. Para empezar, nunca perdonó que Norman Mailer, y no él, ganase el Premio Pulitzer y el Premio Nacional de Novela por una ¡novela de no ficción!: Los ejércitos de la noche. No tardó en desahogarse: “Hubo escritores que comprendieron el valor de mi experimento y enseguida se dedicaron a emplearlo personalmente; y nadie con mayor rapidez que Norman Mailer, quien ganó un montón de dinero y de premios escribiendo novelas de no ficción (Los ejércitos de la noche, La canción del verdugo), aunque siempre ha tenido cuidado de no describirlas como “novelas de no ficción”. No importa; es un buen escritor y un tipo estupendo y me resulta grato el haberle prestado algún pequeño servicio”.

Pero A sangre fría resultó, sobre todo, traumatizante. Capote padeció una tensión inmensa durante los últimos años de vida de Dick y Perry. Deseaba que fuesen ejecutados para poner punto final a la novela y, al mismo tiempo, los lazos afectivos entablados pesaban excesivamente sobre su ánimo. Fue el destinatario de sus últimas palabras, asistió a su ahorcamiento, pagó sus lápidas. Demasiado tiempo, demasiado cerca. Se quemó. A sangre fría fue un best-seller, pero algo se rompió dentro de él. 


La época del latigo

“Nadie sabrá nunca lo que A sangre fría se llevó de mí. Me chupó hasta la médula de los huesos. Por poco acaba conmigo. Creo que, en cierto modo, acabó conmigo. Antes de empezar, yo era una persona bastante equilibrada. Luego, no sé qué me sucedió. Sencillamente es que no puedo olvidarlo, especialmente los ahorcamientos al final. ¡Espantoso!”.

La sombra de A sangre fría se proyectaría sobre el resto de su vida. Un tiempo que Capote marcaría con su propia divisa: “Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio”.

Para su siguiente novela, Capote abandonó los ambientes marginales y dirigió su mirada al círculo de ricos y famosos donde se movía como pez en el agua. El libro, por el que firmó un sustancioso contrato, se llamaría Plegarias atendidas y Capote auguraba que supondría una nueva vuelta de tuerca a su concepto de novela de no ficción y una revolución literaria. En el prólogo de Música para camaleones escribía lo siguiente: “Durante cuatro años, aproximadamente desde 1968 hasta 1972, pasé casi todo mi tiempo leyendo y seleccionando, reescribiendo y catalogando mis propias cartas y las de otras personas, mis diarios y cuadernos de notas (que contienen descripciones detalladas de cientos de situaciones y conversaciones) desde el año 1943 hasta 1965. Mi intención era utilizar gran parte de este material en un libro que llevaba planeando desde hacía mucho tiempo: una variación de la novela de no ficción”.

Su editor sólo llegó a recibir cuatro capítulos. Capote los entregó asimismo a la revista Esquire, pensando que su aparición aumentaría la expectación, pero el resultado fue catastrófico. Todos sus amigos de la jet-set se enfurecieron al verse retratados y encontrar divulgadas historias que consideraban privadas, y le condenaron al ostracismo.

El escritor declaró que tal furor le dejaba indiferente. “¿Qué esperaban? Soy un escritor y me sirvo de todo. No se puede negar a un escritor el derecho a emplear la documentación que ha recogido como resultado de su propio esfuerzo y observación. Se puede condenar, pero no negar”. Pero la realidad es que no volvió a entregar ni una sola línea más a su editor, aunque anunció en varias ocasiones que acababa de finalizar el libro. Un capítulo pasó a formar parte de Música para camaleones y los tres restantes fueron recogidos bajo el título genérico de Plegarias atendidas. 

Capote mencionaba una crisis creativa y personal como razón de su abandono. Respecto a la crisis creativa, reivindicaba la necesidad de simplificar su estilo para adquirir “la sencillez y la claridad de un arroyo”. Y anunciaba que deseaba aplicar de forma simultánea todas las técnicas aprendidas en guiones de cine, obras de teatro, poesía, cuentos, novelas cortas y novelas a partir de entonces.

La crisis personal carecía de discurso, pero poseía una fuerza impetuosa que pronto arrasaría su creatividad y su propia vida.

“Lo único que puede destruir a un escritor realmente fuerte y con talento es él mismo”, había declarado Capote. Él se arremangó y puso manos a la obra. A principios de los setenta, rompió su relación con Jack Dunphy e inició una batalla salvaje contra sí mismo a base de alcohol, drogas, amantes sórdidos, depresiones, clínicas de desintoxicación, coqueteos con el suicidio...

Durante esos años, publicó varios libros, pero el contenido de la mayoría había sido escrito en los años cuarenta y cincuenta. Sólo Música para camaleones, que iba a ser editado en 1980, contenía material nuevo: una novela de no ficción corta (Ataúdes tallados a mano) y una serie de relatos.

Hizo dos breves apariciones en la pantalla. En ellas ya era evidente su deteriorio: Un cadáver a los postres y Annie Hall.

El prólogo a Música para camaleones finalizaba con un párrafo de negros presagios: “Aquí estoy en mi oscura demencia, absolutamente solo con mi baraja de naipes y, desde luego, con el látigo que Dios me dio”.

Truman Capote murió el 23 de agosto de 1984 en Los Angeles por una sobredosis. Le faltaba un mes para cumplir sesenta años.

 

Escrito en Lecturas Turia por Nuria Barros

Océano

27 de septiembre de 2013 13:03:55 CEST

 

 

 

 

 

 

 

La encontré en el paseo de la playa.

Vengo aquí a ver el mar, me dijo.

 

He vuelto allí. En los graznidos

de las gaviotas oigo la feroz

voz sensual de una mujer.

 

Vengo aquí a ver el mar. 

Delante de las olas lo repito.

Hacia dentro. Para nadie.

 

Escrito en Lecturas Turia por Joan Margarit

El pozo

27 de septiembre de 2013 12:58:46 CEST

Ahora creo que fue así. Habíamos estado en San Juan de la Peña, una especie de monasterio con tumbas de reyes que en lugar de techo tiene una montaña de roca que parece que en cualquier momento va a dejarse caer aplastándolo todo, pero pasan los siglos y sigue allí. Íbamos los del taller de soldadura casi al completo, sólo los rajados de siempre se habían quedado en Madrid, como Fernandito, Subnormal Casillas, el Babas y unas cuantas chicas que sus padres no querían que se quedaran preñadas o algo así. Esos antros de garantía social es lo que tienen, las malas compañías están aseguradas y los amigos, con suerte, van apareciendo a la vez que los problemas. Conmigo, por ejemplo, no paran de meterse en todo el tiempo, me van cambiando el mote para ver cuál me duele más y dejármelo fijo. Es como si jugaran a ver quién es el primero que me arranca la crisis, aunque para eso hace falta humillarme bastante. En esos ataques empiezo a respirar cada vez más fuerte y los chavales se asustan porque dicen que se me pone una cara de loco y que los ojos se me vuelven sanguinolentos como un muslo de pollo medio crudo, entonces todos huyen de mí como de un resucitado y yo acabo en un rincón golpeándome la cabeza contra las paredes. Son como un pozo lleno de bultos negros, mis crisis.  Luego casi nunca me acuerdo de nada, es decir, recuerdo un poco el miedo pero no los motivos, se me queda como una sombra de todos esos nervios, el eco de una voz que no comprendo. No sé por qué lo hago. Es como lo de las heridas, me gusta hacerme cortes en el brazo y luego ir vigilando cómo se van curando solas, a veces les pongo un poco de saliva y las acaricio despacio o me arranco trocitos de costra con las uñas. Siempre llevo rajas más viejas y más nuevas, en ellas observo cómo trabaja el tiempo, otros lo hacen con las plantas de un jardín, cortan rosas y ramas que sobran y miran el paso de los meses en los brotes recién nacidos y en las hojas que se secan. Yo no tengo jardín, tengo estos brazos heridos que me recuerdan el tiempo y que estoy vivo y lleno de glóbulos y cosas que hacer. El tiempo a secas no se puede mirar, tiene que ser con heridas o flores o una roca llena de musgo a punto de desplomarse sobre un monasterio. No sé: algo.

Esta vez no podía quedarme en casa porque el viaje era, entre otros sitios, al castillo de Loarre. Yo soy mucho de castillos. Tenía que estar allí, antes que cualquiera de ellos yo tenía que estar allí, las cosas siempre tienen un precio y llega un momento en que las collejas ya casi no hacen daño, tú acabas tomando cariño a quien te roba la gorra o te escupe en la cara y él a su manera también te quiere a ti, o quizá ésa no sea la palabra, quizá no sea querer.  Además a esta excursión también se había apuntado Vanesa Calvo, la chica de la que hablamos, ¿no es eso?,  aunque yo siempre la llamaba Ojitos. Ojitos esto, Ojitos lo otro, y  ella hacía caso, parece que no le disgustaba ese nombre. Hablaba poco Ojitos, era tirando a cortada, muy para adentro, pero qué melancolía tenía la jodida, siempre tan callada, qué manera de mirar y, sobre todo, qué difícil era no mirarla sin parar. Siempre se estaba recogiendo el pelo y cuando ya lo tenía a su gusto volvía a soltarlo de golpe y empezaba otra vez a hacerse esa especie de coleta que no terminaba nunca, se peinaba con los dedos hacia atrás y andaba todo el tiempo enredando con sus pequeñas cosas, el walkman, las gafas de sol y todos los chismes que llevaba en un bolsito pequeño con cremallera: cacao para los labios, anillos de plástico y un móvil anticuado que no le sonaba nunca. Era tan difícil para mí no mirarla que ya todo el mundo hacía bromas con eso, que si novios, que si tal, todo para ver si nos poníamos colorados o a mí me venía la crisis. Si no hubiera sido por tanta burla habría intentado sentarme a su lado en al autocar, pero así nada, en la otra punta, cada uno con sus pensamientos, yo mirándome las heridas y ella con los auriculares puestos, como en otro mundo, mirando por la ventanilla cómo nos acercábamos a Loarre. Me hubiera gustado decirle lo que pienso en ella por las noches, cuando el novio de mi madre me obliga a apagar la luz y me quedo tan a solas que casi da miedo. Y también decirle lo máximo en esto del amor, lo que no creí que nunca jamás llegaría a pensar: decirle que por ella espero el lunes; por ella, que casi nunca me dirige la palabra.

Yo soy mucho de castillos, digo, me encanta un buen ariete reventando una puerta, imaginar todo eso, mazas que hacen añicos los huesos de los caballeros, cadenas clavadas a la piedra y el aceite hirviendo cayendo desde las almenas, batallas en los que todos sudan y sangran y los hierros hacen chispas al chocar y los heridos maldicen a gritos y se retuercen en la tierra como lombrices rotas. Lo he visto en películas miles de veces, y en libros ilustrados y en tebeos, pero quería estar en el sitio exacto, tocar los muros, mirar desde las torres, ver el mismo paisaje que un guerrero al morir, un guerrero cualquiera y de verdad, imaginar el vientre del buitre tan sombrío tal como él debía de verlo desde el suelo con las entrañas en la mano, el polvo que mordía mientras humeaban las ruinas.

En el autocar la mayoría de los chicos se habían colocado en las últimas filas e iban bebiendo latas de cerveza que habían comprado en una de las paradas. Llevaban las mochilas llenas de botellas. Dicen que vayamos donde vayamos tiene que notarse bien que somos de San Cristóbal de los Ángeles. No sé cómo se consigue eso, pero supongo que tiene que ver con los berridos y las mochilas llenas de botellas. Lo hacían medio a escondidas aunque en realidad Bubu, el monitor, siempre hacía la vista gorda en ese tema porque a fin de cuentas todos habíamos cumplido los dieciocho y, qué coño, él bebía más que nadie, todos los lunes se hacía el chulo contándonos su sábado noche, lo que se metía en el cuerpo, las tías que se levantaba y las horas que resistía sin dormir por bares que él se sabe, garitos que no cierran nunca y donde puedes encontrar las músicas y las mujeres más salvajes.

Y yo diría que más o menos fue así. Al entrar al castillo me olvidé del mundo y eché a correr escaleras arriba, quería subir a todas las torres a la vez, asomarme a los precipicios, gritar desde lo alto. Lamenté que el Babas no se hubiera animado a venir, es el que más sabe de cábalas y cálices, él me ha enseñado casi todo lo que sé sobre esa vida escondida debajo de la vida; se las hubiera arreglado para encontrar entre los muros pasadizos y rastros de un enigma de siglos, quizá la puerta de entrada a una biblioteca secreta con libros forrados de terciopelo negro, Las Clavículas de Salomón, por ejemplo, y recetas malditas para vencer a Dios. Con el Babas siempre hablábamos de estas cosas, de castillos o misterios, de si un espectro puede estar ensangrentado o no o de donde proceden los aullidos que se escuchan a veces en los pasillos. En cambio con estos otros es inútil, no vale la pena, es gente a la que tienes que explicárselo todo, todas las clases de misterios que hay, voces en sitios que no hay nadie, seres que por ejemplo vienen de otro mundo, ánimas y así, para ellos son todo cuentos chinos, se parten de la risa, pero a mí es que éstas son las cosas que me gustan, un crucifijo invertido, bosques de nieblas y tumbas, pucheros con pócimas. No sé cómo decirlo: yo amo el más allá.

Y creo que fue así. Nos habíamos sentado unos cuantos en corro en la oscuridad de las mazmorras y alguien sacó una botella de pipermín. Estuvimos hablando de todo y de nada hasta que empezaron con el tema de siempre: que si ya le había entrado a la Ojitos, que si anda pidiendo guerra, cosas que no me gusta hablar con ellos porque es como si lo ensuciaran todo, absolutamente todo, su cara, su nombre... Nos prepararon una especie de encerrona a la Ojitos y a mí y cuando nos quisimos dar cuenta estábamos solos en el castillo. Se fueron todos y le dijeron al tipo de la entrada que ya podía cerrar las puertas porque no quedaba nadie dentro. Bubu nos echó en falta en el autobús pero le dijeron que hacía un rato ella y yo nos habíamos bajado caminando al camping que es donde íbamos a dormir. Eso dicen, aunque yo creo que Bubu estaba también en esa especie de broma de hacernos pasar una noche juntos para ver cómo me las arreglaba yo con mis fantasmas, y si me decidía a atacar y, sobre todo, para fabricar la anécdota que luego contarían en San Cristóbal, de bar en bar, riéndose de nosotros, la historia de los dos tímidos encerrados durante toda la noche en un castillo, borrachos, que se abrazarían por el frío y por el miedo y por tanto pipermín y por la luna allá arriba que dibujaba el perfil de un lobo en cada matorral.  

Nos parecíamos en mucho, Ojitos y yo, los suspensos del instituto, lo solos que estábamos en aquel taller ocupacional, el mal rollo en nuestras casas, la marca de tabaco, y creo que en más cosas, cosas que ahora mismo no sé decir. Un desaliento, puede ser, un cansancio. Pero casi nunca habíamos hablado en serio porque yo me ponía como nervioso y ella empezaba a mirar hacia abajo y al final lo más cómodo era decirnos hasta luego y seguir cada uno con lo nuestro, ella con sus músicas secretas y yo con mis revistas de misterios y cruzadas, mi cajita con tranquilizantes, mis charlas con el Babas y poco más. Ahora quizás podría hablarle, con tanto alcoholo en el cuerpo y la noche entera por delante llena de sombras y gritos de pájaros y el viento girando en las torres. Aunque yo soy mucho de castillos, pero no como para quedarme atrapado en uno de ellos tantas horas  en la oscuridad y teniendo que cuidar de una muchacha tan frágil que además ahora empezaba a echarme las culpas de todo lo que había pasado. Una cosa es que yo fuera un puto pardillo, decía, y otra que a ella quisieran meterla en el mismo saco, sólo por las tonterías que yo iba diciendo por ahí, que si me gusta, que si Ojitos, que si mierda. Me odiaba a mí en vez de odiarlos a ellos y llegó a decir que hubiera preferido quedarse encerrada con cualquiera del grupo antes que conmigo.

Y no me acuerdo de mucho más. Sé que me estuve golpeando la cabeza contra una piedra de la muralla, sé que vomité bilis y mentas, recuerdo bien esa mezcla de sabores; que me estuve repasando heridas viejas del brazo con un cortaúñas, eso y unas cuantas imágenes sueltas, como de una película antigua que pasara a toda leche por la pantalla, Ojitos y su cara de terror, lo suave que es, lo suave que era quiero decir, escaleras que se perdían en la tiniebla, laberintos negros, la sombra de un arquero en la torre del homenaje y también cómo me faltaba el aire, un dolor en el cráneo y mi amor allí, insultándome. 

No sé cómo hay gente que puede pensar eso, lo de que la maté y toda esa historia. Gente que no lo dirías, que te has tomado con ellos mil cervezas, sabes, y ahora esto, ahora te señalan con el dedo, míralo, allí está el monstruo, me señalan y me insultan hasta cuando estoy dormido, me despierto hecho una sopa, vivo como con fiebre. La veo allí muerta fondo del pozo, tal como decían los periódicos, acurrucada, en posición fetal como si realmente no hubiera vivido, como si todo para ella hubiera sido un mal sueño, todos los fracasos, los suspensos, la melancolía, la soledad de su música invisible, un mal sueño nada más.

Yo veo que a otros presos les mandan revistas y cosas para merendar. Yo si recibo algo es cualquier anónimo en el que un desconocido me explica despacio cómo se despacharía conmigo si me tuviera a tiro, cómo me rajaría, qué haría con mi piel, qué haría con mi corazón. Dicen que si confieso y firmo todos los papeles la pena será mucho más corta. Pero ahora no sé, estoy un poco confuso. De todas maneras, suponiendo que haya sido yo, ¿cuánto le cae a uno por querer así, tan torpemente, es decir, cuántos años te meten por amar hasta la muerte?

 

(Este relato formó parte del libro Sólo de lo perdido, editado por Destino)

Escrito en Lecturas Turia por Carlos Castán

El destino del artista

26 de septiembre de 2013 11:59:28 CEST

Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948) es un escritor extraño, por no decir insólito. Su obra, aquilatada por el humor y un sentido de la realidad que no excluye jamás los espejismos, arranca de una tradición imposible en la que se mezclan Salvador Dalí, Ramón Gómez de la Serna, Buñuel, Gombrowicz, Pessoa y Rafael Dieste. Sin necesidad de remontarnos a sus primeros libros de textura y aventura vanguardista, debemos evocar algunos títulos de un puro malabarista, de un orfebre de la imaginación cuyo corazón rebosa una erudición imperceptible y la enfermedad incurable de la lectura. Así, sojuzgó a escritores tan personales como Álvaro Mutis o Bioy Casares con su Historia portátil de la literatura abreviada, y logró una maestría diáfana y preciosista en sus dos últimos libros de relatos: Suicidios ejemplares e Hijos sin hijos. Ambos venían a ser dos modelos de novelas disgregadas, libres, cuya unidad de acción venía dada por una idea moral del destino y de la libertad, y por la acumulación de caracteres comunes de los personajes.

Su última entrega es propiamente una novela: Lejos de Veracruz (Barcelona, Anagrama, 1995) donde el autor -fiel a su modo de recrear los viajes y sus propias experiencias- narra la concesión de un premio literario que otorga una revista femenina en Teruel a uno de los protagonistas, Antonio Tenorio (suplantado para la ocasión por su hermano Enrique, el manco Enrique, que siempre aborreció la literatura y la arrogancia del arte). Ese pretexto permite al autor catalán no sólo revivir una de sus estancias en la ciudad mudéjar o recordar al padre Polanco, sino enfrentarse con sagacidad y burla a la feria de las vanidades del universo de las letras. Este episodio es una excursión afectuosa y sentimental en una novela impresionante en su vastedad, en su ambición, en su intensidad lírica. Algo así como un guiño distanciador. Podríamos decir que Lejos de Veracruz es un compendio de la producción anterior de Vila-Matas y a la vez un pantano cuyas olas se expanden con una fuerza voraginosa y embrujada. El escritor no renuncia del todo a su pasado, a su trayectoria si se quiere experimental, afectada de literatura y de prodigios, de juegos y citas clandestinas, pero en esta obra hay otra sedimentación, una madurez narrativa incuestionable, el impulso de una escritura muy sólida y elaborada. Los sentimientos bullen con energía, con rabiosa sinceridad. Aquí reaparece la meditación sobre el destino del artista, reaparecen los lugares legendarios que se alzan y se esfuman en medio de boleros desesperados y de olores a mezcal y tequila, como Veracruz, Jalisco o el París de Baudelaire, pero también la pasión, la tragedia, la paradoja, la referencia a otros libros (Pedro Páramo y Bajo el volcán, las novelas de Sergio Pitol, entre otros) y una atmósfera de fatalidad.

El libro se centra en la historia de los hermanos Tenorio: Antonio, escritor e impostor de travesías que acabará arrojándose al vacío mientras redacta un libro titulado simbólicamente El descenso; Máximo, el artista genial y huraño que renuncia a todo por la sensualidad devoradora de una mujer. Poco a poco, el tercer hermano -que había repudiado los aspectos más grotescos de la creación- se verá en la necesidad íntima de contar los avatares de su saga y en convertirse en escritor. Pero antes, como sus hermanos, habrá orillado el desenfreno, el fracaso, el amor romántico, el amor ardiente y tal vez infame, primero con ese relámpago de brillo fugaz que es Carmen (Vila-Matas, al relatar esa celebración de la ternura, incorpora una novela minúscula, un oasis de voluptuosidad a su relato) y luego con ese torbellino oscuro y malicioso que es Rosita Boom Boom Moreno. Al final, la moraleja es evidente: los tres Tenorios -que nos harán recordar a estirpes de escritores como los Goytisolo o los Panero- han perdido en la travesía del arte y de la vida.

Vila-Matas cuenta la existencia de los Tenorio sin apenas caídas: emplea el hilo del tiempo a su antojo y arma su ficción siempre con un castellano brillante que explora en muchos instantes los sonidos de la poesía, el virtuosismo, la reiteración más expresiva, el desplazamiento sutil de los epítetos. La acción se registra en el dietario de los tres tucanes donde se recuerdan la severidad del padre, la autodestrucción a la que se entregan los tres integrantes de la saga, el desenfreno, las rarezas, el abrupto descenso al infierno. El escritor catalán, con Lejos de Veracruz, ha construido su mejor libro, una narración turbadora recorrida desde las primeras páginas por los céfiros ardientes y acariciadores de la nostalgia acérrima: “La nostalgia de un lugar enriquce siempre que se conserve como nostalgia, pero su recuperación significa la muerte”.

Escrito en Lecturas Turia por Antón Castro

Para el tiempo que vendrá

26 de septiembre de 2013 08:15:50 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Para el tiempo que vendrá

burilamos nuestra huella, 

para que sobre ella pise

y la borre, 

para el tiempo que vendrá

y nos conocerá por un libro de estampas

en las que buscará a los audaces,

a los libertos, a los abnegados,

y en las hileras de iguales acomodados

reparará apenas en un estilo, en un peinado,

un motivo de risa repetida

a costa de quienes sus afanes empeñaron

en vanos prestigios fugaces; 

para el tiempo que vendrá

a descubrir ruinas nuevas que revelarán

nuestros equívocos sobre el pasado,

y habrá hecho de nuestra lengua

una jerigonza deliciosa en la que hablar

de cosas prodigiosas que nunca hubiéramos soñado, 

para el tiempo que vendrá y querrá saber

cómo nos amamos, el motivo de nuestro sufrimiento

y en qué nos distinguimos del triste rebaño, 

para el tiempo que vendrá a culparnos

mientras nos imita, para ese tiempo también nuestro.

 

Escrito en Lecturas Turia por Martín López-Vega

Carmen Martín Gaite o la búsqueda del lector

26 de septiembre de 2013 08:09:27 CEST

Soñar, saber, contar....

El 10 de noviembre de 1979 Carmen Martín Gaite apuntó un sueño en aquel Cuaderno de todo al que sus editores han dado el número 22, uno de los últimos de aquella serie que la autora había convertido en almacén de sus experiencias, comentarios y hasta borradores, pero también en una proyección de sí misma: de su talante a la vez fetichista e iconoclasta, organizador y desorganizado, convencido de su propia valía pero, a la par, muy frágil. Nos cuenta que se soñó muerta y, al igual que sus padres que acababan de fallecer con pocas fechas de distancia, enterrada en el cementerio de Salamanca. Y sin embargo estaba misteriosamente inquieta por hallar unas unos papeles que sirvieran “para que alguien pudiera contar las cosas como habían sucedido”. El lector reconocerá en otro de los ingredientes del sueño que allí narra algo que, un año antes, había estructurado su novela El cuarto de atrás. Si allí el responsable de la existencia del relato era un extraño daimon, una presencia masculina nocturna entre provocativa y afectuosa, galante e irónica, que la conocía muy bien, aquí el visitante es un muchacho desconocido, “que me sonreía muy guapo, con sus ojos claros”. Y que a la postre le ayuda, le custodia los papeles perdidos y le tranquiliza: “Hay tiempo. Algún día me lo tienes que contar bien” (Cuadernos de todo, ed. Maria Vittoria Calvi, pról. Rafael Chirbes, Barcelona, Círculo de Lectores, 2002, pp. 467 y ss.).

Podríamos hablar, aquí y ahora, de la función que los sueños, como mensajeros de lo olvidado y clarificadores del presente, tienen en la narrativa de Carmen Martín Gaite. Y, por supuesto, también habríamos de hacerlo de cómo sintió siempre que escribía en función de una oscura pero evidente designación del destino. Martín Gaite se percibió misteriosamente llamada para hacer lo que hizo. Incluso en un relato infantil, como “El pastel del diablo” (1985), a Sorpresa, la niña protagonista, la vieja curandera le pronostica al nacer que “trae en el alma el viento de la inquietud y en el corazón el fuego de la pregunta. Hará preguntas que no le sabrá contestar nadie y deseará todo aquello que no puede tener” (“El pastel del diablo”, Dos relatos fantásticos, Tusquets, Barcelona, 1986, p. 87). Lo cual, como iremos sabiendo, le lleva a inventar cuentos, pero también a desear crecer, lo que significa el afán de conocer más y mejor: el “pastel del diablo” titular del que oye hablar en la Casa Grande o la piedra de ámbar, obsequio del demonio, que debe enterrarse en el “lugar de origen”, son los nuevos frutos del paradisíaco árbol prohibido o, si se prefiere, las metáforas de la pasión por el conocimiento y la madurez. Quienes escriben serán siempre seres incómodos… Mucho tiempo antes, en las páginas finales de El libro de la fiebre, recientemente rescatado de entre sus papeles inéditos, la jovencísima autora, salida del tifus y todavía enfrascada en la turbadora escritura de su testimonio, quiere acercarse a las gentes “que tienen su vida canalizada en un sentido o en otro”. Y piensa que le miran “con una curiosidad cariñosa, quién sabe si compadeciéndome un poco”. Y afirma: “Sé que piensan: “Esta muchacha es como un fantasma. Estamos hartos de verla y de no saber a qué viene con nosotros. No se define, tiende a conseguir algo y no sabe qué. Podía meterse en su casa de una vez y apagarse”. Sé que piensan esto y les miro, incómoda, entre sonrisas. Cuando me voy, aprieto a mí el recuerdo de mi libro empezado y me pesa con un peso de compañía” (El libro de la fiebre, ed. Maria Vittoria Calvi, Cátedra, Madrid, 2007, pp. 176-177).

Pero, en orden al contenido de su sueño, prefiero fijarme en otras expresiones que son muy inequívocamente suyas y que constituyen el protocolo central de su escritura: “tener tiempo” y “contárselo bien” a alguien. Carmen Martín Gaite, como toda persona fuertemente afectiva, sentía agudamente cómo corre el tiempo y convierte todo en pasado, pero también sabía que lo perdido volvería dócilmente, a voluntad de quien cuenta, a través del ejercicio de la memoria. Y “contar bien” las cosas, circunstanciada y pausadamente, fue otra obligación que se impuso. Las cosas existen en la medida en que se cuentan, adquieren sentido al articularse como relato: “Empecé a dejar de leer libros para escribirlos; ya no me entraba a verter sus aguas para otra zona”, escribió el 14 de febrero de 1978, en el Cuaderno de todo que lleva el número 18 (ed. cit., p. 427). Y también supo que, muertos sus padres y la memoria que se llevaron con ellos, “ya avanzo yo en cabeza de la edad, al raso, sin la confianza que me daba saberme respaldada por ese muro de contención y me adentro en el tiempo como capitana mayor heredera de todas las tramas más mezcladas y distantes, sintiendo que se añadido al petate de la mía el de la memoria ajena […]. Por eso se encuentra uno, de repente, hablando solo, como en borrador” (ed. cit., p. 474).

Hablar en borrador… ¿Cuál es la diferencia entre lo improvisado y lo organizado, que había sido el gran reto formal de su obra de 1974, Retahílas? Y ¿qué es lo que, a fin de cuentas, organizamos?: ¿los recuerdos mismos o las palabras que los van creando? ¿Hay realidad sin palabras que la cuenten? Todo esto se lo habían planteado Germán y Eulalia, tía y sobrino, en aquella dilatada confrontación de monólogos que reconstruyen y dan sentido a un pasado común, pero que, a la vez, edifican también un futuro posible para ambos: una comunicación –atrevidamente tocada de incesto- que les hace legítimos dueños de la casa, a la que les ha llevado la noticia aciaga de una muerte. Esa fue la primera experiencia narrativa en que Carmen Martín Gaite hizo suya la misión de explicarse lo que alguien y los suyos, los cercanos y los remotos, habían llegado a ser, sin saberlo del todo. Y supo entonces también que las mujeres tenían algo de particularmente apto para realizar esa función de rescate, reordenación y reconstrucción de los pasados: porque ellas han vivido la soledad radical de su condición de Antígonas familiares, a través de la obligación (y la costumbre) de regentar la vida doméstica. “Todo lo que somos las mujeres está relacionado con la familia. Por eso escribimos preferentemente de familia”, escribe fascinada por la lectura de Lessico familiare, la gran novela de Natalia Ginzburg (pp. 471-473). Y no puede menos de recordar que su madre la llamaba, en su gallego familiar, “carta vella”, “carta vieja” (“sí, no me extraña que escriba porque es una carta vella, cómo no va a escribir con esa memoria”).

 

La búsqueda de interlocutor, la búsqueda del lector

La escritora había acuñado esa estrategia en una fórmula verbal con la que tituló un artículo de 1966 y que desde entonces hemos repetido todos: habló allí de “la búsqueda de interlocutor”, que se refiere tanto a la urgencia que sus personajes tienen de comunicarse, como a aquella otra que la creadora persigue al escribir. Y si una parte de sus textos patentizó al máximo esta necesidad perentoria de comunicación interpersonal, tal hicieron las dedicatorias de sus libros. Porque una dedicatoria señala siempre a un lector especial, privilegiado, al que cabe suponer más consciente que otros de los motivos e implicaciones de la obra. Pero esa elección no nos excluye a los demás como lectores. Entre todos los escritores de su tiempo, Martín Gaite fue quien con mayor insistencia supo que todo acto de escritura es una comunicación privada (aunque múltiple), una búsqueda particular de sintonía, que se repite indefinidamente con cada lector. Y seguramente por eso, advertiremos que Carmen Martín Gaite usa en sus dedicatorias la preposición “para” con preferencia a la más impersonal y clásica “a”: este “para” explicita lo que de regalo tiene lo que nos ofrece y que el uso de “a” parecería limitar exclusivamente a una intención, sin otra trascendencia. El “para” es, sin duda, un ademán que implica muchísimo más al destinatario: nadie puede permanecer indiferente a ese modo de presentar la ofrenda.

Recordemos algunos de esos preliminares, de esos seuils o umbrales de sus libros (por usar de la terminología que instauró Gérard Genette). La primera novela, Entre visillos, se dedicó a “mi hermana Anita, que rodó las escaleras con su primer vestido de noche, y se reía, sentada en el rellano”. Y lo cierto es que no habría podido expresarse de modo más eficaz la complicidad fraterna en torno a una novela que vino a desarticular las liturgias y los prejuicios que lastraban la vida de las chicas de provincias. Retahílas está dedicada a “Marta y sus amigos (Máximo, Elisabeth, Juan Carlos, Alicia, Pablo), siempre turnándose, al quite de mis horas muertas”: se trata, en este caso, de su hija, Marta Sánchez Martín, que había vivido con ella trances amargos y con la que mantuvo una relación no siempre fácil, pero que vino a suponer en su obra la presencia y el estímulo de una sensibilidad más joven, una interlocución que fue trascendental (y tendremos oportunidad de volver a subrayarlo) en la evolución temática de la escritora. Si Fragmentos de interior está dedicada a un íntimo amigo, Ignacio Martínez Vara, por un motivo que se apunta coquetamente pero no se declara, El cuarto de atrás, una novela ambiciosa, que le hizo buscar (o reencontrar) nuevos supuestos de su escritura, tiene la dedicatoria más atrevida… e inverosímil, por dirigirse a un ilustre clásico que nunca pudo congratularse de ello: “Para Lewis Carroll, que todavía nos consuela de tanta cordura y nos acoge en su mundo al revés”. Y también La reina de las nieves tuvo una dedicatoria humorística del mismo jaez: “Para Hans Christian Andersen, sin cuya colaboración este libro nunca se hubiera escrito”.

Pero adviértase que la dedicatoria de El cuarto de atrás tiene dos partes; la primera se refiere a su nueva etapa personal, pero la segunda nos alude a todos, y creo que precisamente en función de aquello que la novela trata: la posibilidad colectiva de revisar el pasado inmediato español -el franquismo y su eclipse- de un modo que fuera, a la par, liberador y consciente, crítico y emocional. Y también la dedicatoria de La reina de las nieves tiene una segunda parte que se refiere a su hija Marta, muerta no hacía mucho y que fue, como diré, destinataria del más dramático de estos umbrales. No será la única que evoca con dolor a un difunto cercano. El cuento de nunca acabar se dedicó “a Gustavo Fabra Barreiro, in memoriam”, uno de aquellos amigos más jóvenes que ella y que le estimularon tanto, cuya muerte tan temprana le sobrecogió: vinculaba de ese modo una obra que le parecía importante –la clarificación de los componentes de su taller literario- a un integrante de una nueva generación de críticos de la cultura. En cambio, Nubosidad variable contiene, como ya anticipé, una dedicatoria inolvidable que nos hace leer de otro modo el libro: la muchacha que había estado presente en las revelaciones de El cuarto de atrás, Marta, “la Torci”, es ahora la médium que ha llevado a su madre a recuperar un periodo de su juventud y a narrar cómo nació una escritora. Y por eso, la novela es “para el alma que ella dejó de guardia permanente, como una lucecita encendida en mi casa, en mi cuerpo y en el nombre por el que me llamaba”.

(Recuerdo inevitablemente la lancinante dedicatoria que el padre de la muchacha, Rafael Sánchez Ferlosio, escribió al frente de La homilía del ratón y también, un antecedente de ambas que no resulta menos impresionante: el envío de Peñas arriba (1895), de José María de Pereda, “a la santa memoria de mi hijo Juan Manuel”, lo que se expresó en un largo texto y en un impresionante detalle que el autor contó allí. Al conocer el suicidio de su hijo mayor, Pereda trazó una cruz roja en el manuscrito del relato, precisamente en el lugar de su capítulo XXI en cuya redacción la noticia le había sorprendido. Quizá, escribía el piadoso Pereda, sólo Dios sabe por qué siguió entregado a su trabajo y “por qué, en fin, y para qué declaro yo estas cosas desde aquí a esta corta, pero noble falange de cariñosos lectores que me ha acompañado fiel en mi pobre labor de tantos años”. Retóricas decimonónicas aparte, la atrevida  voluntad de compartir el peor trance de una vida con sus lectores y el designio de seguir escribiendo, pese a todo, son idénticas en el hidalgo montañés del XIX y en la mujer y el hombre de finales del siglo XX).

Lo raro es vivir e Irse de casa fueron las admirables novelas de una sobreviviente y tienen dos dedicatorias parecidas, ambas a sendas amigas en momentos de crisis: en la primera, la perturbación es también vivida por la destinataria, Lucila Valente, a la que se ve “siempre sacando la cabeza entre ruinas y equivocaciones con su sonrisa de luz”; en la segunda, la crisis es la suya propia, como deja ver que se dedique a su secretaria, Ángeles Solsona, “mi fiel escudero en la lucha con los fantasmas”. Pero Ritmo lento –quizá el relato más rico en componentes dolorosos de su propia experiencia- fue la única de sus obras que no tiene dedicatoria, aunque sí un exergo machadiano y una nota al lector, muy expresivos ambos. Pero sabemos por la misma escritora que tuvo un lector muy especial, presente en la nota a la tercera edición y en un par de textos de lo que conocemos de Cuadernos de todo: el novelista Luis Martín-Santos, que acababa de publicar su Tiempo de silencio. Uno y otro escritores tuvieron la intuición de que sus dos relatos abordaban registros temáticos parecidos, aunque su suerte editorial fuera tan dispar; la inopinada muerte del novelista donostiarra produjo en su colega un profundo efecto, similar, en cierto modo, al que años después, le causaría el tránsito de Ignacio Aldecoa.  El destino cortaba en agraz la carrera de alguien que, como ella, sabía lo que era “meterse a novelista”. Una anotación de Cuadernos de todo de primeros de 1964 subraya que, poco antes de morir, Martín Santos había estado en Salamanca, donde vivió de niño, para recoger materiales de cara a un nuevo relato. No se habían conocido entonces -se asombra Martín Gaite-, pero no puede dejar de pensar que uno y otro habían abordado en tiempos diferentes una experiencia inevitablemente común: la que ella recogió en Entre visillos y la que Martín Santos llevaría a un par de inolvidables capítulos sobre la juventud de Agustín, en su novela inconclusa Tiempo de destrucción (ed. cit., pp. 116-117).

 

Meterse a novelista

¡”Meterse a novelista”! La frase revela, otra vez, el gusto por las locuciones comunes que siempre tuvo Martín Gaite, que la usó al trazar una semblanza de otro compañero de generación, Jesús Fernández Santos (“Meterse a novelista”, Agua pasada, Barcelona, Anagrama, 1993, pp. 179-183). Y cumple reconocer que se ajusta como un guante a la idea que la escritora tenía de su empeño: lo que denotaba de esfuerzo de voluntad y de compromiso, pero también de brega con los elementos materiales propios del oficio. La “capacidad narrativa latente” –escribía Martín Gaite en “La búsqueda de interlocutor”, un artículo dedicado significativamente a Juan Benet- empieza cuando nos contamos las cosas a nosotros mismos. Y cuando decidimos ponerlas por escrito, “se escribe y se ha escrito siempre desde la experimentada incomunicación y al encuentro de un oyente utópico”. No nos importa que lo que decimos ya lo hayan podido escribir otros, ni la estricta obediencia a un proyecto artístico autónomo, válido por sí mismo (se lo recordaba, precisamente, al escritor más obsesionado por el “estilo elevado” y más fiel a su propio mundo interior), sino que importa saber que se “elige deliberadamente coger la pluma en lugar de elegir dejar de cogerla, pero es que es el único momento que importa, si bien se mira” (La búsqueda de interlocutor, Barcelona, Anagrama, 2002, p. 32).

Y Martín Gaite tomó la pluma, ya para siempre, porque urgía decir algo a la sociedad que, atónita y convaleciente, veía transcurrir los últimos años cuarenta y primeros cincuenta del siglo pasado. Y acabó de hacerlo al borde mismo de un nuevo siglo, concluida una larga postguerra, los años bocalicones del desarrollismo y el decenio incierto de la Transición por antonomasia… Pero, ¿hablar y contar acerca de qué? Acerca de “la realidad”, hubieran respondido, sin vacilar, Carmen Martín Gaite y sus amigos novelistas, convencidos de que tal realidad era el resultado de una operación de desnudamiento de todos los prejuicios, falseamientos, hipocresías más o menos piadosas, que la recubren usualmente. Todos compartieron la misma idea básica y por ende, la mayoría fijaron su atención sobre los rasgos más desfigurados por la hipócrita vida social de la Dictadura franquista: la desintegración de la sociedad campesina, la falta de horizontes vitales de la juventud, la alienación y el embrutecimiento generales, el soterrado recuerdo de la guerra civil, el abismo abierto entre las clases sociales, la violencia heredada de la contienda…

Cada cual pareció haber elegido su campo de trabajo predilecto, de modo que, cuando leemos aquellos relatos de 1950-1965, tenemos la sensación inequívoca de un proyecto, a la vez común y cuidadosamente parcelado. Y Carmen Martín Gaite tuvo también muy clara su parte: resueltamente, decidió que hablaría de ellos mismos, del sujeto enunciador de tanto descontento. Lo que, por ende, comportaba hablar de su propia clase social –la clase media- y, al cabo, también de sí misma, en cuanto una y otra cosa eran sus realidades primarias: un grupo social que hubo de cambiar mucho y unos miembros de éste, los chicos raros y las chicas raras, que nunca quisieron aceptarlo tal como era y que pugnaron por modificar, cuando menos, el horizonte de quienes tenían más cerca. Resulta revelador que los dos primeros cuentos que conocemos de Martín Gaite, ambos de 1953, vengan a ser como una metáfora de su propósito de escribir sobre estas cosas. En “La chica de abajo” describió un desgarro afectivo que determinan los prejuicios y el paso del tiempo, más que la voluntad de las protagonistas: Paca, la niña pobre, y Cecilia, la niña de clase media, no podrán ser nunca más amigas; con el tiempo, Paca será simplemente la destinataria de un recuerdo anotado al pie de una postal de Cecilia (“recuerdos a Paca, la de abajo”) y su turbación ante los requiebros del cartero le hará saber (o nos hará saber) cuál ha de ser su destino. En “Un día de libertad”, un modesto empleado copia unos oficios que su jefe le dicta en francés. La monotonía del trabajo y el calor del cuarto le llevan a evocar un día veraniego de su infancia, cuando jugaba a los indios y era el jefe “Pies de Plata”. Y resulta que eso, y no lo que le dicen, es lo que ha escrito. De repente, todo le resulta extraño: “Se apoderó de mí esa sensación, esa certeza, a pesar de que vagamente se esforzaba por recordar que durante diez años había tenido su rostro delante del mío”.

Escribir es la forma más hermosa de la liberación, nos enseña “Un día de libertad”. Pero también es ajustar las cuentas con algo que puede ser tan habitual como injusto: ser burlados en nuestras ilusiones por la fuerza de las rutinas, como viene a decirnos “La chica de abajo”. La escritora sabe que una y otra cosa son serios asuntos de conciencia, que requieren lucidez, orden y muchas notas previas. Pero también a veces ha soñado –y esta recurrencia es significativa- que los textos se iban generando autónomamente, como si fueran ajenos al esfuerzo de escribir (pero no, por supuesto, al propósito ni al sentimiento) de quien los manufactura. En El cuarto de atrás, que se acaba de mencionar, los folios de la novela de ese nombre están ya escritos y hasta numerados cuando acaba la última y misteriosa visita del hombre que ha provocado el hilo de los recuerdos. En el final de Nubosidad variable, Sofía Veloso y Mariana León pasan sus mañanas, una al lado de la otra, entregadas febrilmente a la escritura en la terraza de un bar. Y un día de tormenta, un camarero recoge de entre los papeles que han volado del velador donde trabajan las dos amigas una cuartilla en la que pone Nubosidad variable: el título de la novela que precisamente está concluyendo el lector. Algo que también, aunque de otro modo, cierra Irse de casa, cuando sorprendemos in statu nascendi la novela La calle del Olvido que ha de volver a contarlo todo.

 

Retratos de familia: un proyecto narrativo continuado

No es una casualidad que la escritura de Martín Gaite comience siempre anidando en cuadernos de notas que hoy nos permiten recorrer su larga gestación. En rigor, pocas trayectorias literarias ofrecen tan poderoso aspecto de obedecer a un texto unitario que se explicita y despliega en novelas diferentes, pero cada una motivada en la anterior y  rectificada, o apostillada, por la siguiente. Varían los personajes y los temas, incluso los tratamientos narrativos (como le sucedió en los años setenta, cuando descubrió –con una mezcla de incomodidad, escepticismo y curiosidad- lo que pontificaba la nouvelle critique), pero persiste siempre un compromiso claro con las preguntas capitales que se había hecho a principios de los años cincuenta y que hemos recordado más arriba. Por eso se hace posible –y resulta muy sugestiva- una consecuente lectura continuada de las novelas de la escritora, asentada en la fecunda tautología que comportan: su tema fundamental era… la vida de su propio público. Martín Gaite escribía para aquellos acerca de quienes escribía, y creo que así lo reconocieron cuando empezó a ser una autora imprescindible y, en cierto modo, un oráculo de sus lectores. Martín Gaite narraba acerca de una clase media que había transitado desde la mesocracia provinciana hasta las familias desintegradas de hoy, siempre con la atención puesta en las razones de sus miembros más conflictivos, más menesterosos de libertad, pero también vuelta a la necesidad de mantener la cohesión sentimental del núcleo amenazado.

Entre visillos (1958) fue el primer esbozo del proyecto narrativo del que hablamos, donde se hizo hincapié en los elementos que le resultaban más lancinantes y cercanos: la vida de provincias, marcada por la vigilancia de los demás y por el comadreo; la perspectiva del matrimonio como única salida posible para la juventud femenina (a esa condición se refiere el título, afortunado como pocos de los que plasmó esta gran rotuladora que fue Martín Gaite); el mundo en que vegetan los especimenes jóvenes masculinos, emplazado entre la frivolidad, el machismo y la falta de horizontes vitales. Natalia, la más joven del grupo descrito, asume la función de revulsivo en un triple y significativo frente: apoyando a su hermana Julia en la nada fácil relación que mantiene con su novio; previendo el naufragio de su amiga Gertru, que va a casarse con un oficial de Aviación que reúne los peores atributos del tradicional conquistador hispano; intentando convencer a su padre viudo de la necesidad de otra relación familiar más abierta. Puede que en esta primera novela, tan fresca y directa en su fértil aproximación a la realidad que describe, haya un exceso de didactismo y una búsqueda de contrastes algo maniquea. Al respecto, la reveladora presencia del forastero Pablo Klein, que sin buscarlo se erige en conciencia crítica de todos, resulta algo forzada y es muy posible que la autora percibiera con claridad este defecto al abordar su segundo reto narrativo, Ritmo lento (1962), que se escribió con el decidido propósito de no moralizar tan directamente y de explorar también las contradicciones y el sufrimiento que los raros podían crear en torno suyo.

Al leer la nueva novela, se nos hace patente que el hipercrítico pero desinteresado Pablo Klein se ha transformado ahora en el neurótico David Fuente, el muchacho que todo lo quiere razonar, al que nada ni nadie le parecen lo suficientemente críticos y sinceros, el que es capaz de perder horas en conversaciones de adolescente, presuntamente trascendentales… David, como Pablo Klein, es el fruto de un padre inteligente y absorbente, aunque débil, que fue víctima de las depuraciones de postguerra, y de una madre frágil y resignada. Y David acaba destruyendo físicamente a su padre, como previamente ha destruido moralmente a su novia, Lucía, y sobre todo a sí mismo, incapaz de estudios regulares (que desprecia), de la relaciones afectivas (que siempre somete a escrutinio intelectual), y de compromisos morales o laborales (que siempre aplaza). Pocas novelas españolas de su tiempo han sido tan críticas como ésta con una patología social que procedía, en efecto, de la guerra civil, pero que también denunciaba la patética inadaptación de quienes prefirieron la esterilidad a la transigencia. Ritmo lento explora un fracaso y, en el fondo, habla de un error vital que su autora debió haber experimentado muy intensamente en los días de su concepción.

¿Por dónde salir del impasse al que la llevó esta novela? No creo que el menguado éxito de Ritmo lento fuera el único motivo del silencio de Martín Gaite hasta la aparición de Retahílas (1974). Más bien, ese largo lapso parece haber sido el tiempo de reposo necesario para proporcionar una salida viable a las ejecutorias heredadas de las dos novelas anteriores: por un lado, estaban, claro, los peligros de la domesticidad aceptada - los metafóricos visillos que nos separan del mundo-, pero, de otro, también estaba la rareza convertida en pulsión autodestructiva; de una parte, estaba la vida familiar entendida como trampa emocional en la que se agostan las ansias de independencia de cada cual y, de otro, la evidente dificultad de subsistir sin afectos cercanos, cuando se navega al margen del grupo. Ese es el equipaje que llevaron a la casona de Louredo una tía y un sobrino, Eulalia y Germán, en la fascinante trama de monólogos alternos que constituyó Retahílas. En el personaje masculino, la autora inició una tipología juvenil que va a darle amplio juego -el muchacho limpio y generoso, a despecho de cuantas trampas ha vivido- y en Eulalia definió un espécimen femenino, también destinado a perdurar: la mujer inteligente e independiente pero que, entrada en la madurez, ha visto quemarse su estabilidad afectiva y que no oculta su profunda insatisfacción. Ellos, que a la postre son los más atrevidos y lúcidos, nos permiten juzgar al resto de la galería: a la abuela Matilde, último testigo de una armonía que ya es imposible; a Juana, aparente vestal de ese pasado pero en quien el resentimiento puede más que otra cosa; a Germán padre, encarnación de la debilidad; a su primera mujer y madre de Germán hijo, Lucía, cuyo sacrificio cobra ahora todo su valor.

 

El valor de las casas

Muy poco después, Fragmentos de interior (1976) reflexionó de nuevo sobre la continuidad de una casa, erigida en símbolo de la vida familiar. Si el significado de Louredo como paraíso fue rescatado por los visionarios Eulalia y Germán, la casa madrileña de Diego y Agustina está al borde mismo del naufragio; ni él, inteligente aunque acomodaticio, ni ella, apasionada pero desequilibrada, pueden contener una decadencia que es también la de sus hijos: una chica emprendedora pero distante y un chico tan valioso como errático, homosexual y drogadicto. Pero la ruina es también la consecuencia de un tiempo de disipación y de inconsciencia que se corresponde muy bien a los primeros años de la Transición. Y es curioso que solamente las criadas, tan sensatas y sólidas como Pura y Basi, sostienen lo que queda de un hogar. Y solamente Luisa, la nueva criada (que ha traído hasta Madrid el mismo problema de abandono de Agustina), se dispondrá en la escena final a tomar las riendas de aquellas vidas.

Dos años después, en El cuarto de atrás (1978), la necesidad de recapitular el pasado próximo toman un evidente primer plano, aunque subsista también aquel otro problema cuyos diferentes avatares hemos ido viendo: la casa familiar amenazada de Entre visillos había sido después el chalet ruinoso de Ritmo lento, el paraíso perdido (y en parte recobrado) de Louredo, en Retahílas; luego se transformó en el domicilio en disolución de Fragmentos de interior y ahora ha venido a ser la casa semivacía donde una mujer separada, con una hija que va y viene sin demasiada continuidad, repasa su vida. Y es allí donde una estancia concreta –el epónimo cuarto de atrás- cobró la importancia  central que esa habitación vivida y desordenada, entrañable  e ininteligible, va a adquirir en los textos posteriores, siempre a modo de “un desván del cerebro, una especie de recinto secreto lleno de trastos borrosos, separado de las antesalas más limpias y ordenadas de la mente por una cortina que sólo se descorre de cuando en cuando”.

La poderosa imagen que asocia la función de esa estancia familiar a una topografía de la propia mente proclamaba la importancia del hallazgo. Una habitación de esa índole es también la única referencia vital que le queda a Sofía Veloso, una de las dos protagonistas de Nubosidad variable (1992), la novela que sobrevino tras otro largo lapso de silencio, como Retahílas con respecto a Ritmo lento. Sofía ha llegado al límite: ya no es una mujer joven, su marido se ha convertido en un ser vulgar que además la engaña, sus tres hijos ya casi no cuentan con ella. Y la casa que fue de todos es víctima de las reformas postmodernas que impone Eduardo y que incluso amenazan la subsistencia del “trastero de Encarna”, la última estancia que conserva el sabor de lo fue vida común. Siente que ha vivido su destino de hija de familia, de mujer y de madre, pero “reconozco que no me gusta la realidad, que nunca me ha gustado. He cumplido con ella como Dios me ha dado a entender cuando no había manera de esquivar sus leyes, pero el texto de estas leyes –que además son tantas- no me entra” (Nubosidad variable, Anagrama, Barcelona, 1992, p. 111). Su salvación vendrá del reencuentro con una amiga de infancia, Mariana León, psiquiatra afamada, cuya vida ha sido el envés de la suya: independencia, éxito, pero también toda clase de fracasos sentimentales y el amargo sabor final de una soledad sin remedio. Gracias al estímulo de las cartas de Mariana, Sofía recupera el valor compensatorio de escribirlo todo: como tantos otros personajes, apunta febrilmente su relato en sus cuadernos, y cuando no, compone collages (como hacía su inventora, Carmen Martín Gaite). El hermoso final de la novela –las dos amigas escribiendo juntas, más allá de todos sus problemas- lo hemos comentado más arriba; ese triunfo de la escritura sobre la mala fortuna y aquel otro capítulo penúltimo (“Persistencia de la memoria”), en el que la abuela muerta regresa a la casa de Sofía para consolarla, son los dos momentos culminantes del que fue el último gran relato de la autora.

Pero no iba a ser el último. La reina de las nieves (1994) fue el cuento fantástico de otra salvación del abismo: Leonardo Villalba, el hombre derrotado y perdido que también escribe desordenados cuadernos, encuentra a su redentora en Casilda Iriarte, la escritora ya entrada en años que compró un día su casa familiar, la Quinta Blanca. La creación literaria como forma de redención, la rehabilitación de una casa, la lucha contra una encarnación del mal (que tiene más que ver con la fatalidad y la debilidad que con la inclinación perversa), son temas que reaparecieron de nuevo y que fueron el tempo ostinato de este ciclo creador final. Y que tampoco son ajenos a una novela más deslavazada y como en embrión, Lo raro es vivir (1995), que nos importa por esbozar otra imagen de mujer que busca su independencia (Águeda Soler Luengo, en sus treinta y cinco, atada a demasiadas querencias sentimentales, escritora ocasional de letras de entrerrock).  Con estas páginas, Martín Gaite intentó una reconciliación con aquel mundo de los modernos del que había pintado la cara más hostil en Fragmentos de interior; aquellos eran frívolos y sobre todo, egoístas, pero los de ahora son “esas personas con las que se ha coincidido en la tira de sitios sin saber cómo se llaman ni a qué se dedican, en algún autobús de la Universitaria, en el entierro de Tierno Galván, en los conciertos de encender mechero, haciendo cola en los Alphaville, en la manifestación anti-OTAN, en Chicote” (Lo raro es vivir, Anagrama, 1995, p. 69).

No era fácil, sin embargo, que una escritora tan crítica con lo próximo se contentara con esa dimensión un poco estereotipada del nuevo mundo moral de los noventa. Y la novela Irse de casa (1998) ponía los puntos sobre algunas íes del momento. Todos sus personajes “se han ido de casa”, algo que parece tener la función de una consigna en los tiempos que corren: lo ha hecho Agustín, al romper su matrimonio, y lo hace su mujer, Manuela Roca, que también se ha ido de la casa familiar donde buscó refugio al separarse; se fue de su domicilio –y contra la opinión de su padre- Valeria, que, a su vez, ha sido abandonada por Pedro, su novio, y se fueron Rita, la hija de Abel Bores, y Marcelo, el muchacho drogadicto, que en su deriva vital se ha integrado en una compañía de zarzuela. Y también ha dejado su casa la protagonista indiscutible: Amparo Miranda, la mujer que ha triunfado en Nueva York pero que ha preferido distanciarse de una relación amorosa insatisfactoria y de unos hijos que no le traen sino problemas. Sólo permanece en la suya, fiel a sí misma y a su pasado, Olimpia Moret, la aristócrata excéntrica a la que todos tildan de loca, pero que aporta compañía al descentrado Agustín y comprensión a quien se le acerca. A la postre, puede que todos los nómadas regresen a la estabilidad, aunque no retornen a la casa que dejaron. Y Amparo Miranda, testigo curioso de todas las vidas que se agitan en la que fue la ciudad de su infancia, no solamente regresará, sino que lo hará con un inapreciable tesoro: una de esas novelas que –como sucedía en El cuarto de atrás y Nubosidad variable- se han construido por sí mismas al hilo de los acontecimientos de la narración que las contiene. Ésta se llamará La calle del Olvido, como aquella que habitó de joven y fue también el escenario de la niñez de Agustín y Társila; la escribirá Ricardo, el listo camarero del bar, en unión con Jeremy, su propio hijo, y ella será quien la produzca cuando se convierta en una película.

Y al final, Los parentescos (2001), una novela póstuma e incompleta sobre la que no es nada fácil pronunciarse… Algunas de sus elecciones temáticas, que parecen firmes, resultan, empero, muy significativas: iba a ser una novela de corte fantástico, focalizada por un niño que habría de ir creciendo, y en la que la comunicación y compartición de las experiencias había de ser algo fundamental (Baltasar, el niño protagonista, se obstina en una simbólica mudez, cargada de preguntas sin respuesta, pero “fue montarme en la fonética  y salieron a flote, atadas a su cola. En cuanto les hice la respiración boca a boca revivieron”, Los parentescos, Anagrama, Barcelona, 2001, p. 108). Pero quizá lo fundamental es el visible deseo de la autora de afrontar y explicarse otra dimensión de aquel fin de siglo: las familias que se han formado por accesión de los restos de familias precedentes. Martín Gaite tenía muy claro que el arranque de la novela sería una frase tan incongruente como cierta y común: “Cuando mis padres se casaron, yo tenía ocho años para nueve”. Y que su clima humano había de ser una de esas “familias zurriburri”, como dice con su léxico expresivo la criada Fuencisla, quien, una vez más, reina en la única parte de la vivienda familiar que se parece a un hogar (y que pretende tapiar el padrastro de Baltasar): “Ninguna habitación de la casa era más casa que aquella cocina enorme”. Pero es suponer que también las rupturas violentas (Fuencisla mata al novio que la ha abandonado por otra) y las frustraciones que engendran los afectos no correspondidos (“el rencor es como una inyección que duele, pero hace efecto, y a mí me inmunizó de esa esperanza infantil de lo perenne, o sea, que si alguien te quiere te va a querer siempre igual, aunque se hunda el mundo”, ibídem, p. 209) iban a tener un lugar importante en esta nueva fábula.

Pero sus lectores nunca lo sabremos, como tampoco qué nueva respuesta a las escoceduras su tiempo maquinaba Carmen Martín Gaite para su próxima novela: en el fondo, los fieles seguidores de su ficciones hemos venido a ser sus huérfanos.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por José-Carlos Mainer

Summa de Álvaro Mutis El Gaviero

23 de septiembre de 2013 13:28:57 CEST

 

Álvaro Mutis viaja siempre acompañado de sus viejos amigos. Son éstos, Montaigne, Cervantes, Chateaubriand, Antonio Machado. Como su otro gran amigo e interlocutor en tantas cosas, Gabriel García Márquez, con el que compartió sus comienzos literarios en la prensa colombiana, se muestra enemigo de todo trascendentalismo. Este hombre independiente, de firmes y originales convicciones, anduvo durante muchos años de un lado par otro ejerciendo diversos oficios que nada tenían que ver con la literatura, mientras iba dejando algunas de las páginas más intensas de la poesía de nuestro tiempo, algunos de los más bellos relatos, perfectos en su maravillosa concisión. Pensaba que algún día podría retirarse a descansar, y precisamente cuando parecía que ese momento había llegado, su obra comenzó a crecer. Los relatos breves se convirtieron en novelas, que pronto serían traducidas a las principales lenguas. Y llegaron los reconocimientos, el Premio Médicis en Francia, el Villaurrutia en México, mientras que entre nosotros, como en tantas ocasiones, seguía siendo un ilustre semi-desconocido.

Mutis no se inmuta ante la fama. Como su ya mítico personaje, Maqroll el Gaviero, que cuando está a punto de conseguir algo lo abandona para emprender nuevos caminos, sabe que todas las empresas conducen al fracaso. Como sus admirados Drieu la Rochelle y André Malraux sabe que todos estamos inmersos en la trampa de la desesperanza. Como su Alar el Ilirio, con el que todos sabían que no podían contar para sus fines pues para él nada tiene sentido, ya que nada podemos y “Nadie puede poder”.

Este estratega de lo absoluto contempla, como Maqroll, desde lo alto de las gavias de su imaginción, un ilimitado horizonte. Al fin y al cabo su única aspiración ha sido siempre conseguir ese momento fugaz y único que es el instante poético.

- Hasta hace pocos años, encontrar sus libros en España era algo bastante complicado, casi como si se tratase de un autor maldito.

- Hubo un momento en que era difícil conseguirlos. Barral editó la Summa de Maqroll El Gaviero y luego en años no salió nada hasta la aparición de La mansión de Araucaíma, que pronto se agotó y que no ha vuelto a reeditarse hasta hace muy poco.

- Quizá esto haya sido positivo, en el sentido de haber creado cierta atmósfera en torno a su obra, que hacía que aguardásemos con especial interés la aparición de cada uno de sus nuevos libros.

- Es verdad, pero el destino de los libros es siempre muy extraño, y no indica nada tampoco sobre su calidad, también viene el olvido después.

- En España se publican varios miles de títulos, sólo de poesía, cada año. ¿No le parece un tanto excesivo?

- Esta misma mañana me preguntaban en una entrevista por lo que opinaba sobre la crisis de la poesía. El número de publicaciones de libros no quiere decir nada. Tal vez la obra de poesía más importante que se ha creado en los últimos siglos, que es la obra de Baudelaire, pasó prácticamente inadvertida, y cuando se publicaron Las flores del mal lo que consiguió fue un enjuiciamiento. De manera que esto no nos debe aterrar.

- Recientemente me comentaba su admiración por Montaigne.

- Montaigne para mí no es un caso de admiración, es un caso de compañía. Yo fue formado en francés antes que en español y Montaigne fue una de las lecturas del bachillerato que logré no odiar. Esto en la formación del bachillerato francés es algo muy excepcional. Y me sigue acompañando con una fidelidad enorme, en paralelo con Miguel de Cervantes. Los dos tienen algo que a medida que va pasando el tiempo y se va envejeciendo se aprecia más, que es un enorme escepticismo sobre lo que llamamos el éxito, sobre las personas que ocupan los primeros lugares en un momento dado, en una situación determinada, y sobre la relatividad de los éxitos humanos. Montaigne lo dice en una frase excelente “la relatividad de todo juicio que se intente hacer sobre el hombre”. Es esa especie de flotar en medio de la duda, que se alcanza también en el aspecto narrativo, el que pocas páginas después de afirmar algo diga lo contrario. Y las dos cosas son ciertas. Esa es una lección maravillosa de Montaigne. Otra cosa que me encanta de él es su visión del mundo clásico, esa tradición griega y romana que se suele ver siempre como algo distante, intocable, y él le da una familiaridad, una especie de andar por casa, que es absolutamente entrañable.

- Pro aunque el desengaño esté presente, al final siempre queda un rescoldo de vida, algo muy humano.

- Es que cuando se llega a ese desengaño se aprende a vivir, ahí es cuando cada minuto tiene un sentido, se carga de sentido. Un personaje que aparece mucho en mis novelas, Maqroll el gaviero, repite mucho esto, que el pasado pasó, es irremediable, tratar de rectificarlo es inútil, y del futuro no sabemos absolutamente nada, entonces cargar el presente de sentido y de jugo, de savia vital, es la única oportunidad de que quede algo en las manos un momento, porque luego se esfuma. Por eso el pasado evocado por Montaigne tiene una suerte de presente maravilloso y el futuro no le interesa. Y eso que le tocó vivir una época desgraciada, con el estallido de las guerras de religión y los problemas de fe que costaron tantas vidas.

- Montaigne supo jugar muy bien y escabullirse de esos problemas.

- Yo creo que en el fondo fue un gran cristiano, sin una gota de hipocresía.

- ¿Qué otros grandes pensadores le interesan?

- A mí me inquieta mucho Pascal. La presencia de Dios, la presencia de algo que nos trasciende, vista por Pascal, es realmente luminosa porque también en él hay un enorme escepticismo. En cierto modo es como la continuación de Montaigne. También leo con placer inmenso a Montherlant, a Julien Green en su diario, que es una maravilla, ya François Mauriac, no tanto en sus novelas, que disfruto, como en algunos de sus admirables artículos.

- ¿Y entre los pensadores españoles? ¿Acaso Unamuno?

- No. Unamuno tiene la particularidad de irritarme profundamente por esa actitud frente al lector, de decirle “tú, lector que no entendiste nada”. De hecho, uno de sus libros comienza con esa frase. A Don Pío Baroja, sin embargo, yo lo encuentro encantador. La serie de Aviraneta es una delicia, todas las “Novelas de un hombre de acción” son una de las cosas más sabias que se han escrito en España junto con las Novelas ejemplares de Cervantes.

- El personaje del caudillo, dentro de la novela latinoamericana, se nos ha hecho ya casi algo cotidiano, desde El señor presidente a El otoño del patriarca, pero usted no trata este tipo de personajes, si acaso se aproxima a ellos, los muestra en el momento de la muerte, del abandono, como en el caso de Bolívar.

- Bolívar no fue un caudillo nunca. Su inmenso error es no haber gobernado ni manejado nada. Es uno de los seres más conmovedores, más contradictorios, y el gran equivocado. Bolívar era un personaje de Byron o de Chateaubriand, un romántico que quería ajustar el mundo, por una lectura un tanto apresurada de Rousseau, ajustar el mundo y el hombre a un esquema previo. Así se desemboca en una monstruosidad de nuestro tiempo que son las ideologías. Él se impone con una ligereza enorme, trata de imponerse en América sin entender que en el gran juego político la utopía no sirve, que estos famosos libertadores americanos no nos libertaron de nada porque lo que hicieron fue salir de España que no era opresora, ni mucho menos.

- ¿Ni en aquel momento?

- No. No fue opresora nunca. Nosotros, y esto es una cosa que no se ha dicho antes por mala conciencia, no éramos territorios de la Corona, éramos parte del territorio español, nunca fuimos colonias, esa es una palabra inventada allá no aquí. Si O'Higgins y San Martín y un hombre como Bolívar, que heredó la propiedad en tierras más vastas que había en América Latina, si esos criollos vienen a las Cortes de Cádiz y se imponen, el triunfo hubiera sido mucho más real y hubiéramos seguido vinculados a una apuesta por la cual yo sí me juego la cabeza. Una apuesta que comienza en Séneca y en tres emperadores romanos y sigue en un hombre con una concepción europea, que ojalá hoy día se entendiera en todos los sentidos, como Carlos V. En una real comunidad y no poensar en el Estado-Nación que es lo que nos ahoga. Ellos hubieran sido los vencedores y hubieran impuesto lo que hubieran querido en lugar de hacer esta serie de pequeñas repúblicas que no han dado más que guerras civiles.

- Pero ese era el sueño de Bolívar.

- Él fue el destructor de su propio sueño. Ahí está el héroe romántico. Ahí está lo que en Bolívar es desgarrador. Como decían nuestras tías, “parte el alma”. Él tiene el sueño y él se encarga de destruirlo poniendo a sus tres peores enemigos en cada uno de los países: a Páez que es el espadón típico en Venezuela; a  Santander, el abogado lleno de artilugios, de astucias, de tartuferías, en Colombia y a la bestia absoluta, que pregura todo lo que va a entrar después, a Flórez, en el Ecuador. Si coloca a sus tres peores enemigos en los puestos más importantes, qué puedes esperar. Yo creo que a Bolívar lo mató la tristeza, la angustia, el desconsuelo total.

- ¿Usted cree todavía en el sueño americano?

- No. Ya no es posible. No sé hacia donde vamos. No sé qué va a pasar. Estamos en el peor momento. Estamos haciendo la digestión de ese inmenso error que fue la independencia. La independencia hecha así. Hay una especie de orfandad que vamos arrastrando.

- Pero todo eso que dice puede ser muy problemático para usted.

- Me han dado muchos palos por pensar así. Tenemos ciento cincuenta años, stamos naciendo y ya queremos exigir a estos países una actitud absolutamente madura, una identidad decidida. La importancia de estas cosas se ve a distancia, lo que quiero significar es que estamos apenas apareciendo.

- ¿Sería entonces posible que el siglo XVIII haya sido mejor que el XIX en muchos países americanos?

- Y el XVII. Le voy a dar un ejemplo. La única gran tradición literaria de pensamiento riguroso realmente presente todavía es la tradición de la Nueva España, de México, en donde hay una Sor Juana Inés de la Cruz y tantos otros. Es una gente de primera, mientras que en España empezaba la decadencia y la caída en un barroquismo escénico, para llegar al siglo XVIII español que es una nulidad absoluta. Hay que esperar a la llegad de Galdós y Clarín para que esto cambie.

- Y Larra.

- Soy un admirador absoluto de Larra. La certeza de su mirada nos indica hasta dónde se había bajado, a qué niveles desastrosos de mediocridad se había llegado. Los españoles tienen esa posibilidad, y ojalá la tengamos un día los herederos de España, porque somos los herederos de España, y todo el año 1992 ha sido un desastre continuo. No he conocido  un diálogo de sordos más lamentable. Es esa posibilidad que tiene España cada cien años, cada cierto lapso de tiempo, de encontrar al  hombre que dice: ¡Oiga, nos hemos equivocado! ¡El asunto es así!. Eso es admirable, comenzando por Séneca y terminando por mi “detestado” D. Miguel de Unamuno.

- ¿Entre esos hombres estaría Quevedo?

- Por supuesto. Esta gente de repente tiene la posibilidad de decir: ¿Quieren ustedes saber en qué país estamos viviendo? Miren, es éste”. Ya sé que presentan una imagen espeluznante. Un país que produce la picaresca es un país que tiene un poder de recuperación maravilloso. Ahora, también debemos tenerlo nosotros. Un escritor, totalmente distante de mi por motivos personales, que ha logrado lo que considero una de las obras clásicas sobre la corrosión y el deterioro moral de la política de conventillo parroquial que se hace en América Latina, es Vargas Llosa. Conversaciones en la catedral es una maravilla en ese sentido. García Márque en sus Cien años de soledad mostró el sustrato mítico sobre el que estamos parados y en El otoño del patriarca hace el relato prolongado de un general que en el fondo es un espadón de las guerras carlistas.

- ¿Y no ve como un precursor de algunas de esas obras al Tirano Banderas de Valle Inclán?

- Sí, evidentemente. Sus esperpentos son una maravilla. En Luces de bohemia estamos nosotros. Pero el gran libro sobre esa situación de América Latina es Yo el supremo, de Roa Bastos. Ése es un libro total, absoluto.

- Y además con mucha modestia por parte de Roa Bastos.

- Sólo con esa modestia se puede llegar a mostrar la bestialidad irrespirable, dolorosa, infame, de la presencia del mal encarnada en un hombre que finalmente es un pobre diablo. Ese es un libro sobre el cual vamos a tener que volver los latinoamericanos muchas veces.

- Supongo que estará harto de que le pregunten por Maqroll. ¿Llega a asfixiar el personaje un poco al escritor?

- A asfixiar no. Se vuelve exigente. Este personaje que comienza siendo un pretexto en mi obra poética, para decir algunas cosas amargas, desesperanzadas, escépticas, en una edad en que se suponía que no no debía tener esa visión de las cosas, pasa de ser ese “alter ego” a convertirse en un personaje de ficción. Ya en la narrativa, comienza a tener cada vez más una autonomía, un carácter, un perfil, una densidad, que se vuelve, no asfixiante, pero que está presente siempre. Hace poco, componiendo una frase, me dije: “este no es el gaviero. Soy yo. El gaviero nunca diría esto”. Lo que me tiene más fastidiado es que no me permite escribir lo que yo más quiero escribir, que es poesía, que es lo que más me llena, con todas las reservas y paréntesis que pueda ponérsele a esto, y es lo que creo que hago con la posibilidad de tener menos rubor al publicar. Pero desde hace seis años no logro librarme de la presencia de Maqroll.

- Sin embargo, debe reconocer que es más conocido por Maqroll que por su poesía.

- Es cierto. Debo aprender a convivir con él. Es como uno de los parientes inevitables que hay en todas nuestras  casas y que si desaparecieran quizás fuéramos más felices. No sé...

- Supongo que no. Pero, ¿cuántos Maqroll hay? ¿Sólo uno?

- Uno sólo, que se ha ido enriqueciendo, ha ido tomando forma, peso, estatura... Pero uno sólo.

- ¿Y Alar el Ilirio, ese personaje impresionante de su relato “La muerte del estratega”?

- Qué raro que me cite a ese personaje. En España a nadie le interesó para nada, aunque este es el país donde menos acogida o menos eco ha tenido mi modesta obra, en general. Alar el Ilirio sí es una prefiguración de Maqroll, desde luego. Lo que pasa es que yo estoy siempre del lado de los vencidos y de los pesimistas.

- Pero Alar al morir vence.

- Al morir vencemos todos. Nos volvemos intocables, ahí ya se acabó la fiesta. El que muere es como el actor que sale de escena y se queda entre bambalinas, tranquilo, secándose con una toalla, pensando ya pasó, ya pasó. Después de morir no te puede pasar nada grave.

- En su obra suele aparecer un personaje que funciona como vigilante, el que cuida de algo. Maqroll actúa a veces así.

- Ahora Maqroll está trabajando como vigilante de unos astilleros derruidos, en Pollensa. Yo creo que todos somos un poco eso, cuidadores. En un viejo texto que se llama “Hastío de los peces” hay alguien que también es vigilante, que cuida de los barcos.

- Maqroll, donde se encuentra más a gusto es en lo alto de sus gavias, allá arriba.

- Es el gaviero, el que está vigilando el horizonte, no importa que el barco se mueva, él tiene su punto fijo de observación. Es una responsabilidad feroz porque la noción del mundo, de lo que está pasando, que tiene la tripulación, se la está dando el gaviero, pero también el gaviero depende totalmente de la tripulación. Puede ser un buen símbolo para pensar en lo que hace el escritor, el poeta.

- También tiene implicaciones religiosas. El que cuida la manada.

- Claro, el pastor.

- En su obra y en su vida está siempre presente el viaje, el placer de sentirse extranjero, como el Barnabooth de Valery Larbaud.

- Sí. Mi destino es desplazarme todo el tiempo y esto ha llegado a ser tan marcado que durante veintitrés años mis trabajos -porque  yo siempre he vivido de trabajos que no tienen nada que ver con la literatura- me llevaron a viajar continuamente por América Latina. Y cuando me retiré, hace cinco años, pensaba que se acabarían los viajes y podría descansar en casa. Y nunca he viajado tanto como ahora. Viajar por España o Francia no es viajar, es regresar a mundos que para mí son esenciales. Para mí recorrer el Ampurdán, o estar en Castilla, o bajar a la tierra de mis abuelos, a Cádiz, no es viajar, es regresar. También está el desplazarse gratuitamente, el “a ver qué pasa”, que eso es muy de Maqroll, eso me lo ha dado el destino. Valery Larbaud en la voz de su Barnabooth decía: “se tienen ciudades como se tienen amores”. Así lo veo yo. Hay ciudades a las que llego y me quiero ir al otro día, pero hay ciudades a las que se llega y dice uno: “¿cómo he podido vivir sin estar aquí?”. Me pasó con Córdoba, por eso escribí un breve poema sobre una calle de Córdoba, con Sevilla y con Segovia, que tienen once iglesias románicas. Asumo y adopto totalmente aquella frase que dice: “toda obra de arte comparada con una iglesia románica de estilo puro es ligeramente vulgar”.

- Además, en Segovia, cerca de la iglesia de la Vera Cruz, se gestó el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz.

- Para mí es el más grande poeta de Occidente, junto con Dante.

- Aunque el equipaje de Maqrollo sea ligero y sólo puede llevar contados libros. ¿Lleva o llevará en algún momento algún texto en castellano?

- No. Los textos en castellano me encargo de llevarlos yo. Entre sus textos no hay ninguno en castellano para no darle la menor connotación como personaje hispánico. Porque no es del mundo español, ni sudamericano.

- Evidentemente tiene un afán de universalidad. El hecho de que, con 17 años, pensara en buscarle un nombre que no tuviera ninguna referencia, ya dice mucho. Ese personaje ha estado con usted mucho tiempo.

- Eso está bien visto. Sí. Carece de papeles porque el pasaporte chipriota con el que anda es tan falso que no lo puede ni mostrar.

- ¿Encuentra diferencias notables entre la literatura española actual y las diversas literaturas de Latinoamérica?

- Sí encuentro diferencias, pero lo que me interesa más y lo que quisiera subrayar es que las literaturas lationoamericanas tendrán siempre -con la diversidad que crea el paisaje y las condiciones especiales, sociales y de todo tipo que hay allí- origen español y hay una conexión, un encadenamiento a la tradición literaria española.

- ¿Qué poetas españoles de este siglo admira más?

- A mi juicio, el más grande poeta de este siglo es D. Antonio Machado. Alguien a quien me permito, con humildad, considerar como un amigo personal. Yo no viajo sin un libro de D. Antonio. Que alguien en España, hoy en día, no vea exactamente esa mezcla de lucidez maravillosa, de transparencia prodigiosa del idioma, de eficacia, que significa Machado, me parece grave.

- ¿Desconfía de la palabra intelectual?

- No. No desconfío. La detesto. Ése es un invento, como muchos de los inventos del siglo XVIII, absolutamente macabro. El otro invento aterrador es el de la democracia. Son estas palabras como libertad, como democracia, como tantas otras, de las cuales se ha hecho un uso tan siniestro, tan tartufo, y se seguirá haciendo. Siempre lo he querido aclarar. Yho no soy un intelectual. No soy un hombre de ideas. Jamás he expuesto mis ideas a través de un instrumento público o partido político, jamás me he vinculado con nada que tenga que ver con esa especie de situación marginal y pontificia de alguien que piensa así. Lo último, lo que jamás podría decir de Michel de Montaigne es que era un intelectual. Nunca. Era un hombre.

- Pero Machado, sin embargo, escribe un verso que dice “si mi pluma valiera tu pistola”, dedicado al general Lister durante la guerra civil española.

- Tampoco era un intelectual. Tan poco lo era que inventó a Juan de Mairena para ver si éste podía serlo y no lo es. En el momento en que Machado escribe ese verso yo estoy con Machado. Lo terrible es el intelectual que se yergue y dice “la solución a ese problema es ésta”.

- ¿La experiencia de Lecumberri significó para usted ver el rostro de la muerte?

- En aquella prisión la vi de cerca. La familiaridad con la muerte me vino desde muy joven. No es difícil en un país como Colombia tener esa experiencia. Además, la lectura de4 los místicos españoles y de la literatura española, que es finalmente la aventura entrañable en la que yo me identifico, siempre tiene presente a la muerte. Ahí está Quevedo. Lecumberri más que la muerte misma, me dio la noción del peligro. El peligro tiene un elemento que es siniestro. Es el miedo, el miedo esencial, que es una reacción casi miserable. Los hombres acabaremos sabiendo todo. Yo creo que no sabemos nada. Es el orgullo de este mundo siniestro de supermercado y de gula en el que vivimos. De lo único que no se sabe nada hasta ahora y nadie nos ha dicho nada es sobre la muerte.

- En la Edad Media era el gran igualador.

- La Edad Media fue una época sabia. Ahí tendríamos que habernos detenido todos. Esa idea, que viene del racionalismo del siglo XVIII de la oscura Edad Media, es una imbecilidad gigantesca. Una edad en la que se tuvo la idea de una comunidad europea auténtica, en la que Federico II, el emperador romano-germánico, hablaba árabe sin acento. Por ahí tendríamos oque comenzar, olvidando nuestra vieja sordera con el Islam. Yo soy cristiano, pero cuando digo yo soy cristiano no supone que estoy en contra de... Se supone que estoy dispuesto a escuchar y la lección que dio el Islam en España de que se dijera la misa en mozárabe en Toledo, habría que tenerla en cuenta y no confundir todas las cosas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Miguel Losada

Unas palabras para Joseph Roth

19 de septiembre de 2013 10:56:19 CEST

Poeta Juan Luis Panero

 

Le agradezco Herr Roth este viaje,

sin usted no habría sido posible

o tal vez algo inútil, postales de colores.

Juntos, vimos la primera luz sobre el Danubio,

el amanecer en los muros de Melk.

Después en Viena, qué necesaria su presencia,

su guía cuidadosa: museos y palacios,

luz de los lienzos y encapotados muros,

tabernas y cafés, la tarta suntuosa

y el alcohol que redime.

Tantas sombras de sombras, años y desengaños

repetidos como una terca melodía

de apresuradas polkas, valses delirantes.

“Sobre las copas que alegres apurábamos

la invisible muerte cruzaba ya sus manos”

Si, querido Herr Roth, un hermoso recuerdo,

una pequeña resurrección amable

que ambos, inesperadamente, compartimos.

Luego, usted volvió a suicidarse,

borracho como de costumbre

-ya conoce el truco, el lugar y la fecha-.

Pero eso poco importa, sólo quiero decirle,

otra vez, muchas gracias por todo;

por haber iluminado el otoño de Viena,

por el cuadro de Vermeer que tanto disfrutamos,

por los vasos rozados y el helado cristal,

por la extraña canción que esos días repiten:

¿Quién es el que habla ahora,

qué tiempo compartimos,

dónde empiezan las sombras,

dónde la luz del día,

o es todo un sueño eterno,

un reflejo en la nada,

donde muertos y vivos

sólo somos un rostro,

unos ojos abiertos

contemplando el abismo?

Escrito en Lecturas Turia por Juan Luis Panero

Historia del restaurante chino ciudad feliz

6 de septiembre de 2013 09:09:12 CEST

Capítulo 1

 

Después de cenar Chi Ho habló largamente con la vieja en la cocina mientras Chi Uei les espiaba desde el jardín. Chi Ho le entregó un sobre a la tía y Chi Uei sintió un escalofrío similar al de la pesadilla que le acometía con frecuencia; mezcla de tifones, hojas con cuentas y uñas largas y rugosas clavándose con saña en la piel de alguien que parecía ser su madre. De aquel sueño se despertaba siempre mirando hacia la puerta: una sombra agazapada en la penumbra del corredor, cuyas paredes estaban empapeladas y olían a refrito, estaba a punto de entrar. Su tía Li contó los billetes  y los metió en un bote,  y Chi Ho salió de la cocina. De los matorrales ascendía un coro de grillos, monótono y preciso,  ahogando el ronroneo del tráfico y el trasiego de voces vecinales disparadas desde las ventanas abiertas. El bochorno de la atmósfera estival rezumaba el olor entre dulce y ácido de los nísperos, y a Chi Uei le gustaba pararse debajo del árbol aspirando la extrañeza de la noche, si bien ahora no estaba atento de su muda vibración. Se había quedado suspendido del dinero que la tía acababa de contar; de la vieja y de Chi Ho reunidos en la cocina como si asistieran a un conciliábulo.

Aquella mañana la tía, que siempre le había cortado el pelo en casa con una maquinilla, lo había llevado por primera en su vida a la peluquería. El camino se le hizo eterno y excitante, a pesar de que la zona norte de X., al pie de la montaña, estaba casi vacía. El cielo lucía gris, y al cabo de la cuesta interminable, a lo lejos, se levantaba imponente la montaña, de un intenso verde oscuro, que Chi Uei miraba todos los días cuando cruzaba la calle para ir a la escuela. La sensación de estar caminando hacia ella fue por un momento tan fascinante que sintió que se ahogaba. Tirando de la mano de la tía, mientras señalaba a lo lejos, dijo:

- ¿Vamos a ir a allí?

- No –respondió la tía-. Ya te he dicho que vamos a la peluquería.

Pero Chi Uei le parecía imposible no alcanzar aquella maravilla que se alzaba sobre ellos; casi podía tocarla ya con las manos, y aventuró que si la peluquería no estaba allí, en la montaña.

La peluquería era un pequeño establecimiento atendido por un señor de mediana edad, vestido con una bata blanca salpicada de pelos, que le sentó en una silla de escay azul frente a una pared de espejo y le hizo esperar quince minutos. La tijera le provocó escalofríos en la nuca, y cuando terminó quiso reclamar los mechones negros esparcidos sobre la losa, que el peluquero barría con una escoba. Todo el camino de vuelta se lo pasó mirando hacia atrás, interrumpiendo continuamente el paso ágil de la vieja, que le espetaba: “¡Vamos!”, y con una sensación insoportable de pérdida e impotencia, pues ya  nunca podría subir a la montaña. No concebía irse para siempre de allí sin haber satisfecho aquel deseo, que en ese momento le pareció la realización definitiva de su corta vida. Cabizbajo, se dedicó a levantar la tierra de los arriates del patio, cuyo declive evitaba las inundaciones del monzón.  Los arriates, debido a las frecuentes lluvias, estaba siempre húmedos, y a veces Chi Uei se entretenía haciendo bolitas de tierra que luego dejaba secar al sol. Pero esta vez no hacía bolitas; tan sólo escarbaba con un palo mientras pensaba en la montaña que jamás volvería a ver, y que de repente era más importante que la vieja y el orden diminuto y estático de los días que lo habían hecho feliz sin saberlo, porque todavía no tenía noción de lo que era la felicidad. La montaña se erigía como símbolo de lo que deseaba y jamás haría.  Cuando la vieja se percató de sus pantalones perdidos de tierra a punto estuvo de pegarle una paliza, pero se contuvo. La amenaza que se cernió sobre él durante aquellos breves instantes hizo que se olvidara de la montaña. Comió en calzoncillos, silencioso y contrito, y después la tía lo metió en la bañera. Repeinado y con ropa limpia,  esperó sentado en una silla del patio, muy quieto, atento a las sombras del otro lado de la puerta, que lucía grietas portentosas, a través de las cuales, y hasta hacía medio año, Chi Uei se había dedicado a espiar a su vecino, el viejo señor Chu Li. El señor Chu Li tenía una casa más grande que la de la vieja, a la que se accedía por un patio separado de la calle por un muro bajo con rejas. En mitad del patio el tío Chu Li, que era como lo llamaba Chi Uei, tenía una inmensa jaula con gallinas. Hacía ya medio año que el tío había muerto, y su casa había sido demolida. Un edificio tan gris como los que se construían en esa calle y en las adyacentes y más lejos aún; por toda la ciudad edificios grises, iba a ser levantado en el solar, todavía lleno de escombros.

- ¿Puedo jugar ya? –preguntó Chi Uei.

- No. Tu padre tiene que estar a punto de llegar  –respondió la vieja.

Pero su padre no llegaba, y para que no se pusiera nervioso y empezara a dar la lata,  la tía le dejó ver los dibujos animados. En unos  cuantos minutos Chi Uei se había olvidado también de la espera, sumergiéndose con una sensación de absoluta paz en los movimientos de los muñecos en la pantalla.

   A las cuatro de la tarde sonaron tres golpes. La vieja se había quedado dormida en el sofá, frente al televisor, y Chi Uei se deslizó silenciosamente del sillón y salió al patio. Los cristales le devolvieron una imagen borrosa de la vieja en el sofá, y  convencido de que no iba a despertarse ni con cien golpes más, se sentó tranquilamente en el suelo, muy cerca de la puerta. A través de una rendija observó los pantalones de paño azul marino y la camisa blanca, algo deslucida, del hombre que, se suponía, era su padre. No tenía sensación alguna de estar ante un padre. Se quedó muy quieto; volvieron a caer más golpes, cinco esta vez, sordos e impacientes, y luego aquel extraño miró por la cerradura. Chi Uei pudo seguir el movimiento de su ojo, que enfocaba la casa y le pasaba por alto. No fue capaz de permanecer en el suelo; de un salto se puso en pie y echó a correr, mientras el hombre de la calle pronunciaba su nombre con una energía que le resultó odiosa.  Pasó como un rayo junto a la vieja, despertándola, y se encerró en su habitación. Todavía podía escuchar, lejanos, los gritos del hombre de la calle, que disparaba alternativamente su nombre y el de la vieja, con autoridad, y también con cierta alegría. “¡Ya va!”, decía la vieja. No escuchó nada de la conversación que Chi Ho y la tía mantuvieron en el salón, ocupado como estaba en esconderse en algún sitio. Lo que sí oyó fue: “Chi Uei ha salido corriendo”, y luego el sonido de la puerta al abrirse. Se hizo el dormido sobre la cama.

- ¿No quieres saludar a tu padre, niño tonto? – le dijo la vieja. Chi Uei se puso en pie, y sin responder, con la vista clavada en el suelo, se acercó. Miró el cuello delgado y el rostro macilento, parecido al de las fotografías, y por ello mismo profundamente extraño, turbador. Chi Ho se acuclilló; estaba muy delgado y le olía mal el aliento.

- Se ha enfadado porque no ha venido su madre –se disculpó la vieja. Estaba apoyada en la cómoda.  Chi Ho lo observó durante largos minutos; le tenía agarrado del brazo, con fuerza, como si temiera una estampida. Trató de soltarse y su padre le dijo:

- ¿Te has acordado de mí?

Su voz era parecida a la del teléfono.

- Claro que se ha acordado –soltó la vieja.- ¿O no has estado todo el tiempo preguntando por tu padre y tu madre?

Chi Uei se encogió de hombros.

Después de que Chi Ho se lavara, cenaron. La tía había preparado una barbaridad de comida, y estuvo todo el tiempo levantándose para traer los platos, que se fueron sucediendo sin tregua en la mesa: la bandeja con carne y verduras frías, los salteados, los mariscos, los bocadillos dulces y la sopa con los tazones de arroz. Ella y Chi Ho comían directamente de las bandejas y los platillos, mientras que Chi Uei lo hacía en su tazón, esperando cada vez que lo terminaba que la vieja le pusiera más. Su padre le invitaba todo el tiempo a pescar de un caldero que hervía sobre una hornilla portátil los mariscos más grandes, pero Chi Uei, a pesar de que le resultara atractivo ponerse a cazar bichos en la olla, se negaba a participar de aquel falso y raro bullicio familiar, en el que de repente la tía parecía estar al lado de ese ser extraño, tan delgado y con el pelo, al igual que él, formado un champiñón grasiento alrededor del rostro demacrado. Su padre había empezado a hablar del restaurante, con cierta lentitud, quedándose a veces bloqueado cuando la tía le preguntaba algo. Aún así, conforme avanzaba, transmitía una sensación de enorme exhaustividad, como si no quisiera dejarse atrás un solo detalle, o como si huyera de las preguntas de la tía describiendo más y más. Las tarjas de lavado, los fogones, la campana de extracción de humos, la plancha, el horno, las freidoras, la cámara de congelación, las vitrinas, los refrigeradores, las repisas, la cafetera, la vajilla, los cubiertos, la licuadora, la mantelería, las sillas, las mesas, las lámparas, las sartenes y las ollas, la decoración, las paredes cubiertas de falsa madera para atenuar el ruido, el luminoso de la entrada, la comida. Todo fue descrito con una minuciosidad que daba vértigo. También habló de cómo se repartían el trabajo, de las horas a las que abrían, de que tenían muchos clientes habituales porque la comida era barata, de que había turistas. Chi Uei lo miraba como si  hablara en una lengua extranjera. Absorbía el rostro de su padre, seco, anguloso, con las aletas de la nariz vibrantes, y gracias a que nuevos bocados llegaban raudos a su tazón su mudo acecho no traspasaba el umbral de la estupidez. De vez en cuando su padre se refería a él para hacerle comentarios intrascendentes como: “Está bueno el pepino, ¿eh?”. Para Chi Ho no parecía haber transcurrido demasiado tiempo, tal y como demostraba aquella sencillez con la que le hablaba, en la que no había gran cosa que decir no porque él llevara cuatro años en casa de la vieja y se comunicaran sólo de tanto en tanto por teléfono, sino porque aun habiendo vivido juntos, las preguntas habrían sido exactamente las mismas. Lo único que llamaba la atención de su padre era su estatura, y le dijo, cuando la tía se levantó a por la sopa: “Ponte de pie para que vea otra vez lo que has crecido”. Chi Uei obedeció. Alrededor de su boca, sonriente, había restos de aceite. “Ya puedes sentarte”, y Chi Uei se sentó, mientras la vieja repartía los tazones con el líquido caliente.  Chi Ho se había puesto rojo, chorreaba sudor y le faltaba el aliento. “Es el asma”, dijo. Tras sorber sonoramente la sopa, se quedó dormido durante unos cuantos minutos en la silla, respirando de la misma forma entrecortada, histérica, y la tía comentó que tenía que estar muy cansado para dormirse en mitad de aquel ahogo. Chi Ho se despertó de golpe, y fue entonces cuando se levantó y sacó de una mochila el sobre que Chi Uei, desde el patio, vio entregar a la tía, y que contenía un voluminoso fajo de billetes. Luego, alegando no haber dormido nada en veintidós horas, se acostó.

 

(Fragmento de la novela en curso Historia del restaurante chino Ciudad Feliz –título provisional-).

 

Escrito en Lecturas Turia por Elvira Navarro

Guy Goffette o el elogio de la vida

6 de septiembre de 2013 09:01:51 CEST

 

            La generación poética de la Expo en Bélgica, cuya obra se rebela al público con el tratado de Maestrich es de una extrema riqueza, con individualidades muy diversas, poetas con las inclinaciones de las generaciones precedentes o fuertes solitarios. La mundialización, la apertura prosaica, otros asimilan movimientos textuales  franceses en las revistas Nioque o Java o siguen el movimiento comenzado por dos generaciones anteriores: el fin de los caminos estrictos, de la regulación de las estéticas, el fin de las separaciones entre prosa y poesía, el mantenimiento del lado revuelta y ácido de la escritura en una producción intensa de editoriales y revistas marginales, por ejemplo, Le Fram o Source.

 

Guy Goffette (Jamoigne, Bélgica, 1947) es sin duda el poeta de esta generación más famoso internacionalmente y el más premiado en Bélgica y Francia. De su prolífera obra que contiene no sólo poemarios sino novelas,  libros de ensayos, libros de artista y una gran labor como crítico literario y compilador de ediciones antológicas de otros autores, podemos comentar los dos libros fundamentales que lo han catapultado a la fama, editados incluso juntos en Gallimard: Elogio de una cocina de provincia y el que pronto aparecerá en edición bilingüe en la colección de poesía internacional de la editorial E.D.A. Libros: La vida prometida.

 

Con el libro Elogio de una cocina de provincia Goffette alcanzó el reconocimiento de excelente poeta al serle asignado a su manuscrito antes de ser editado, en 1988 con el Premio Trienal de Poesía del Consejo de la Comunidad Francesa de Bélgica. Un jurado muy diverso saludó una de estas obras importantes que marcan no sólo la madurez de un autor, sino que revelan también, al mismo tiempo que ellas impulsan la orientación poética de toda una generación. La cocina de provincia, en un país apartado es el barco de sueños de Goffette. Estos sueños como los versos mismos se amplían en su estructura respecto a otros anteriores, en cada una de las partes y en todo el conjunto del libro. La variedad de los textos en las ciento setenta páginas es enorme: alternan textos amplios, zarpazos de escritura, bloques de prosa, poemas sutilmente rimados, textos narrativos, momentos de contemplación. Además Goffette no duda en cruzar sus poemas con los de los grandes poetas que él admira, practicando lo que él llama la «dilectura», una especie de homenaje siempre dinámico a la obra de Saba, de Frenaud, de Dickinson y de otros muchos. El libro es también por eso la prolongación de numerosas lecturas y hace de la aprehensión de la realidad misma un ejercicio de desciframiento en el que se cruzan las observaciones y los sueños, los sucesos y los mitos. La amplitud de este trabajo poético no excluye la coherencia de la visión del mundo que se prepara en esa cocina de la aventura del lenguaje. Ella es de hecho una biblioteca de todos los caminos leídos y los abiertos por el autor. Y de ellos el camino real lleva a La vida prometida.

 

El libro coronado con el Premio Henri Mondor de la Academia Francesa, es en declaración de Goffette un libro que hace balance, un libro de la madurez, cuando la ilusión deja lugar a la conciencia de haber fracasado en esto o lo otro. ¿Qué queda de esta “vida” que la infancia había oído cantar como una promesa? Ella se ha desvanecido mucho. El tiempo la ha cepillado. Pero la poesía y su evolución reciente en el sentido de una vuelta hacia la oralidad acuden todavía a cantar esa promesa.  Goffette sabe bien que el corazón crea el aburrimiento y que el silencio de una tumba dura mucho tiempo; conoce hoy la verdadera miseria de los hombres: el lenguaje desprovisto de los más altos valores, el hundimiento del zócalo en el que se podía construir un mundo, el triste miedo de cantar… Todo eso que dispersa el sentido, dispersa a los poetas. Pero la estación es incierta. El claro viene a veces a dispersar las nubes: «el amor permanece / muy por encima / como un bello relámpago que dura».

 

Guy Goffette escribe hoy más aplicadamente: le es necesario extirpar su poema «a los estragos del amor y de la usura.» Lucidamente: su obra erige decorados precisos. Generosamente: su libro tiende la mano al lector y lo lleva por los meandros de una alegría frágil, conquistada por la atención que él concentra en lo minúsculo cotidiano. Después de todo en un mundo arrastrado por las ciencias y la información a proporciones irrisorias, es mejor recorrer su casa, sus libros, sus sentimientos. Dando prueba de modestia, Goffette reanuda con la presciencia de una armonía posible en el asombro de vivir, el  estupor de amar y el placer de leer. Este rigor le lleva a recoger la poesía cuando ella pasa y abrevarla en el lenguaje común. Ella es ya de por sí extraordinaria. Se acompaña de un esfuerzo arquitectónico que pone un punto de atención a nuestra admiración. La orquestación de la obra lleva a cabo en efecto un paciente trabajo de reconciliación con la vida. Cada poema es un instante de dicha – de dicha triste, a menudo, pero esto no es incompatible – y estas oleadas se responden dentro del libro y de libro en libro, como para trazar entre cielo y tierra el esbozo de una vida posible, de una vida simplemente respirable.

 

Tres años después del estupendo Elogio de una cocina de provincia, Guy Goffette mantiene la palabra y se podían marcar con un lápiz muchos poemas que elevan la fruición de lo cotidiano  en el que el poeta encuentra tinta y luz. Ese tono, siempre sobre la cuerda de un lenguaje ordinario, permanece atento a lo que sube del paisaje.  Véase por ejemplo el poema «Marte en el establo» y la palabra de los animales: «Como un río demasiado tiempo / detenido, empujaremos delante de nosotros / las colinas testarudas y con la ebriedad en las sienes, / habiendo bebido, gritado a los cuatro vientos, // miraremos a los hombres directamente en los ojos.» Todo se vuelve harina en este molino: - el entierro de los pájaros por un niño emocionado: «saber / que hay tantas palabras, tantas palabras / y quedarse sin voz cuando todos los otros ríen» - o hasta la balada en bicicleta que lamenta al poeta « de haberse quedado horas sentado en vano / contemplando su hoja» en vez de la realidad. Goffette no es un poeta de papel. Los libros de su biblioteca le acompañan siempre, sin duda, como ciertos pintores, ciertos mayores por los que siente afecto. Pero esas dilecturas, como él las llama, no glosan apenas más de lo que parafrasean. Ellas testimonian de esta verdad muy simple: en la vida de un lector, los libros queridos son los sucesos, los acontecimientos privilegiados. Los poemas abren el alma, dan espacio y aliento, permiten crear. Esa es la lección de Goffette. Su vecindad con la cultura no difiere en nada de la fraternidad que su ascesis de vigía descubre en los simples hechos de la vida cotidiana. En ellos reluce aún La vida prometida.

 

LA VIDA PROMETIDA

                       

GUY GOFFETTE

 

UN POCO DE ORO EN EL FANGO

            

Yo me decía también: vivir es otra cosa

que este olvido del tiempo que pasa y los estragos

del amor y del desgaste – lo que hacemos

de la mañana a la noche: hender el mar,

 

hender el cielo, la tierra, a veces pájaro,

pez, topo, en fin: jugando a agitar el aire,

el agua, los frutos, el polvo; actuando como,

ardiendo por, yendo hacia, ¿recogiendo

 

qué? el gusano en la manzana, el viento en los trigos

pues todo recae siempre, pues todo

recomienza y nada es nunca igual

a lo que fue, ni peor ni mejor,

 

que no cesa de repetir: vivir es otra cosa.

 

 

                                                          

Se dice: el sol después de la lluvia, el mar

después de la montaña, el amor después

y partir, partir. Mañana cuando todo será,

cuando todo habrá, cuando.

 

Promesas de muertos si vivir es más

que aguardar, que esperar. Cenizas arrojadas

sobre el fuego que rezonga un poco y después se calla

sin consuelo: la noche

 

cae, se alza el alba, un verano ha pasado.

Ya, dice el humo del caserío

mientras los animales sin cólera siguen

acumulando el oro del tiempo, el oro

 

de nuestros ojos ávidos, tan pronto cerrados.

                   

NUBES

 

Decir, desdecir, amores, malentendidos,           

y día y noche, el uno en la otra,

el blanco valiendo el negro y todas

 

-- hilo blanco perdido en el bosque,

río lleno de gestos y de llamadas,

charca de patos astrosos – todas

terminan en el puro océano

y ninguna reivindica: yo, yo,

yo, como aquí, ninguna

 

que busque construir para sí sola

una barca perenne, un nombre

contra el tiempo y grabado

 

en la piedra, ninguna

porque de ellas es el cielo, al que desenredan

y remueven, las nubes.

 


LA PRENSA DEL TIEMPO

 

Mientras en la escuela recién pintada

el maestro permanece atento a los márgenes limpios,

a la corrección de las letras (trazan, dice,

el porvenir sin un paso en falso), un río distraído

se ha salido de su lecho, un tirano se ha levantado

hirsuto, o es la sombra de una nube

que cambia de repente la escritura del mundo

y el niño que soñaba en la complicidad

polvorienta de los libros ya no encuentra

el camino trazado donde se lee la vida como

las rayas de la mano. Entonces se hunde

en la prensa del tiempo como estas palabras

que lo han llevado ya se borran.

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EX-LIBRIS

 

Esto se calla tan fuerte que uno se detiene:

algunas briznas de tabaco, la flor ennegrecida

de una amapola y entre los cercos del café,

lágrimas. Detrás del vidrio de las palabras

 

está sentado un hombre que no puede más,

que ha quemado sus ojos, su nombre, perdido

todos sus bienes. Poco le importa

que un río continúe entre los  márgenes

 

del libro, si está más solo que una pajuela

arrojada a la orilla a merced del viento,

cuando vivir es una y otra vez

morir a todo lo que rehúsa

 

el exilio, la desnudez, la noche.

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EN FEBRERO

 

Él también creía en su fuerza de tigre

y que la juventud es inmortal.

Sabía de memoria el camino y el gusto

de la leche en el tazón mellado,

 

pero que la sangre fuera amarga y frío el metal

en la  tibieza del alba: no. Un repeluco

ha recorrido su pelo espeluznado, liberando

una brizna de hierba tan verde que he seguido

 

con los ojos su presto despegue, el tiempo

de un soplo, justo lo que necesita la muerte

para atravesar una vida de gato y lanzar

en un tazón de leche agria,

 

un bonito día de sol, para siempre mellado.

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EL BAÑO APACIBLE                  

 

Que le importan la hilera de corredores

sin salida y el cielo decrépito y el encerado

sobre el que hace muecas un sol de diciembre:

ella es una ciega en medio de ancianos

que toma su baño a la hora de la visita,

en el flujo de las palabras que vertimos

para hacer pasar el acre olor de encáustico

y de amores ajados. Ella, que en otra

historia prendió fuego a las gavillas del verbo,

saborea sonriendo la tibieza de las palabras

que nos desvisten – y ya nos estremecemos

como si fuera preciso para alcanzarnos

sumergirse desnudos en la nieve.

 

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BORGES

 

Un día, la noche se asentará sobre todas las cosas

y el bien y el mal podrán mirarse

directo a los ojos porque los espejos habrán dejado

de oponer el hombre a su vano reflejo. El tigre,

aun a la sombra de los barrotes, sabrá que la gloria

de los libros es nula; que al mítico héroe

de los cuentos populares le fue arrebatado

el oro inalterable y que ahora lastra su presa

friolera pero digna en el viento del combate.

Aquel que se creía ciego, tímido, sin

valor, descendió a los infiernos, esposó

a Beatriz y tendiendo su garganta a la vieja navaja

del tiempo, desafió al otro, ese doble desconocido

tras la puerta, que hace sangrar las rosas.

 

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A CAVAFY

 

Cuánta impaciencia, ¿y para qué si el mañana

no es sino una barca sin vela ni remos,

un puente sobre el vacío? Piensa en el anciano

de Alejandría, en sus tesoros ocultos

 

en un cajón entre las llaves, un resto

de tabaco, el perfil gastado de un reyezuelo caído.

Bastaba un claxon  en la calle,

un paso más vivo en la escalera

 

para despertar la habitación, el cuerpo voluptuoso

del ángel, la azotadora y frágil

belleza del amor y su voz en la oscuridad

como sal

arrojada al pasar sobre una llaga.

 

                                   >>>>><<<<<

 

NADA MÁS QUE UN SOPLO                 *(Salmo 38, versículo 6)

 

Sí, todo hombre de pie nos es más que un soplo,*

polvo en la garganta sus gritos, sus llantos,

sus cantos de amor y desamparo, arena

del deseo que se hunde: morir,

 

no morir, qué importa después de todo,

si el mar no es otra cosa que un suspiro

en el sueño del cielo que se abandona,

nuestros ojos la vela presa de vértigo

 

que cae rápido sobre la barca de carne

 – oh,  frágil esquife en la niebla, sin otro fanal,

que la pequeña voz que se balancea

detrás de la nuca, repitiendo

 

el incansable ¿quién eres tú, quién eres tú, quién?

 

                                  

 

Escrito en Lecturas Turia por José Luis Reina Palafón

Primavera Estonia

6 de septiembre de 2013 08:57:44 CEST

El cielo es de un azul inusitado

                   en esta primavera estonia.

 

Jüri Talvet

 

 

1

 

Demasiada superficie.

Paz de la llanura.

Rencor de los volcanes sepultados.

 

2

 

¿Charcas, pantanos?

Agua que conoce su labor.

 

3

 

Apilas la leña.

A su calor confías

familia y hogar.

 

4

 

Triángulo de aves.

Dos se desprenden, ligeras.

Coloquios privados,

vuelos privados.

 

5

 

La floresta, eso sí, y los ríos,

que no falten los ríos,

las casitas de cuento,

la cigüeña en su nido,

y yo, sentado y en marcha.

Escrito en Lecturas Turia por Carlos Vitale

Aves de Albarracín

6 de septiembre de 2013 08:48:13 CEST

Nota

Las aves no sólo son protagonistas de la Poesía sino que son su imagen.

Albarracín es fértil es aves de carne, hueso y plumas, pero también en otras quiméricas, que habitan su catedral y el palacio de sus obispos, anidando en tapices o estucos.

No son menos inmortales las primeras que las segundas. Y todas enigmáticas.

 

Fénix

 

Todas las páginas rasgadas resucitan y regresan desde la basura, desde los ojos de los peces, para construir la rosa de papel.

La rosa, triangulada por el agua, se pone a disposición del fuego, que ha seducido al sol con un trozo de vidrio.

El fuego sirve de nido al ave Fénix, cuya sangre hierve como la savia del sándalo y se reduce a las cenizas con que Kundry preparará su pomada. El incienso escribe la contraseña sobre el altar.

Las breves filacterias florecen en pájaros que el viento lleva en busca de otros montes, mientras escribo en mi cuaderno, antes de que la frase vuele y las emplumadas letras se extravíen.

 

La urraca

 

Urracas ladronas, fichas de dominó parlantes. Sorprendemos en sus nidos nuestras riquezas. Nuestras palabras nos las quitan de la boca. La sortija brillaba entre la hierba, pero no anduvimos tan despiertos como para rescatarla. Y voló.

Una chapa. Un zafiro. Un imperdible. Una cuchara de plata. Para la urraca son igualmente apetecibles. A veces yo tampoco distingo entre una estrella y un fumador asomado a su terraza.

Las urracas se nos adelantaron. El caracol se salió de su concha para fotografiarlas.

A tu alrededor, el tercer círculo concéntrico lo ha trazado un niño mientras jugaba ante el espejo. Miras, primero, dentro, y descubres el anonimato de tus órganos. Paseas a continuación por tu casa y pruebas los muebles como si fueras a comprarlos. Te cuelas, por último, entre los turistas, como si fueras uno de ellos y visitas las calles que tan bien conoces.

   Pero la urraca se ha quedado las primicias.


El loro

 

Reiterado, vigilante pero cómplice, los loros envuelven el sueño de Isolda. Sus colores, fingidos por la seda, son todo lo que del trópico sabrá la dama.

El loro venció a la alondra, pero lo derrotará el ruiseñor. Tiende a emboscarse en las orlas de los tapices, verde entre el verde, y sus ojos los confundimos al principio con cerezas, hasta que se descubre su figura como el error en los pasatiempos del periódico.

Venden loros en la pasamanería, junto a flecos y alamares. Mientras no pagues su precio no empiezan a hablar, y la primera palabra viene cosida con hilvanes a sus picos. Piedras preciosas parlanchinas. Cierto fraile embaucador, convenció a sus fieles de que la pluma de un loro perteneció al arcángel San Gabriel. En busca de uno de ellos se arriesgó el poeta en el Purgatorio de los animales. Pero allí no estaba.

Superviviente de su dueño, el loro se asoma tras las puertas, como un sacristán entrometido, para averiguar si todos hemos muerto.

 

Tordos

 

Un espino, cargado de bayas negras, prendido a la muralla. Acercándome, asusto a los tordos que, inmunes a sus pinchos, se abrigaban dentro. Sus alas suenan como las de moscardones, evadiéndose de la maleza y afrontando el frío del amanecer donde desaparecen, devorados por sus propias voces.

Soy hábil para espantar a los pájaros. Me había acercado a la base del castillo antes incluso de desayunar. Las campanas se paseaban entre los pinos, por las rampas que decoran la escarpadura sobre el Guadalaviar.

De noche nos hubiera desvelado el silencio del río. Ahora lo han callado las campanas. Los tordos vuelven a zumbar camino del cementerio. Los mismos u otros pájaros, a los que mi curiosidad persigue como una maldición.

Los tordos aman las espinas y comen de la mano de la nieve. En el frío del invierno su calor abre huecos en el aire, pinta aureolas de santos franciscanos. Entre las hogazas del metal de las campanas, tejen los caminos de la supervivencia y los hábitos pardos de su beatitud.

 

El avestruz

 

Te he soñado con cabeza de perro, buscando la inmortalidad entre tus zancas. Eras doble, y tu pareja, simétrica, me hizo dudar de su significado como una letra escrita del revés.

Pero por la mañana ya estás en tu sitio, y con el pico recoges las cortinas para que la luz penetre. Gracias a ti se puede ver a Yerobaal que, de rodillas, escurre su zalea en medio de la sala. Con tu ayuda descubriremos a Gedeón besando la lana seca entre el rocío.

Se dice que comes hierro. Pero he comprobado que rehúsas cuantas herraduras te ofrezco. Sí es cierto, en cambio, que Artemisa desenterró tus huevos para inventarse pechos. Las pléyades te distrajeron mientras la diosa cometía el hurto.

Estúpido animal, no parece inverosímil que te puedas tragar despertadores, confundiéndolos con frutas, pero te reirás de los jinetes cuando te persigan, y descubran que has desaparecido tras el polvo. En tu carrera construirán tus plumas el vallado perfecto, donde asomarse los niños, desde su jardín, al infinito erial.

 

Grajos

 

Hoy no se permite que toquen las campanas. Hasta que salgan los tambores y trepen por la hoz del Guadalaviar, hasta que la luna asome por una puerta abierta en las murallas, sólo sonarán las carracas en las manos de los monaguillos e, imitándolas, los grajos sacudidos por la primavera.

Tras el cristal, en la alcoba de los adúlteros, Lanzarote observa al pájaro negro. La bondad del rey tiembla convertida en una sombra que ha aprendido a utilizar sus alas. Sombra que sólo encuentra pareja en ella misma. La reina ha desaparecido al desnudarse, lo mismo que una llama a la que apaga un soplo. Lo mismo que el pecado que se imagina absuelto gracias al deseo.

    La rama del fresno se agita y hace graznar al grajo que, espantado, vuela.

El ave acude a pasear su silueta por las baldosas de la catedral. Su imagen va duplicándose y desapareciendo al ritmo del metrónomo. Entre los bancos rueda su corona, de la que sustrajeron una a una todas las gemas. El sagrario se halla abierto y saqueado. Frente a él monta su guardia el grajo, como soldado romano, y mide con parsimonia las distancias.

Andan las demás aves sobre las cuerdas de tender la ropa, vanamente entretenidas con la lencería, mientras el grajo determina el tiempo con la cordura del reloj. Vieja sombra atrapada entre el mármol y los dientes de las ruedas.

 

El pelícano

 

Híbrido de Prometeo y su buitre, el pelícano se desangra sobre los sirvientes que vienen y van, indiferentes a su suerte, trayendo y llevando viandas al obispo. Ese mismo trajín fue el suyo cuando auxiliaba a los alarifes de la lejana Arabia, para quienes trabajó como aguador.

Indeciso entre el aire y el agua, hace de sí mismo una fuente y lava sus plumas blancas en su sangre, como los recién llegados de la gran tribulación. Al igual que arde el Fénix sobre su pira, al pelícano lo consume el apetito de sus hijos.

Replegado sobre sí, adopta forma de montaña. En virtud de esta apariencia, se les dio su nombre a las cordilleras donde su sacrificio se multiplica cada tarde.

 

El gorrión

 

Al gorrión le crecen las patas, elevan su sonrisa hasta nuestros ojos, y siguen creciendo cuando no miramos. Los árboles parecen hierba desde la altura de su ingenio. Un sudor de anís le hace flotar sobre las tejas.

El gorrión contiene a todos los pájaros. Es más, a todo ser que vuele, incluso al ángel, que no sería sin su ejemplo sino un hombre emplumado. Es el niño prodigio de las aves, la única a quien las manos no le dan envidia, porque sueña con ellas cada noche, desde las ramas de los árboles. Todos los demás pájaros se imaginan peces, sólo los gorriones despiertan, al dormirse, siendo humanos.

Papá gorrión lleva el delantal del herrero y no teme al martillo de la fragua. Le gusta el ruido del agua en el molino. Tampoco sufre en el invierno, ni se queja del calor, aunque durante el verano respire más tranquilo bajo una buena sombra.

Lo primero que aprende un niño sobre ornitología es que a los gorriones no les gusta caminar, sino ir a saltos. El primer truco de magia que ve un niño es el de las alas que el gorrión se saca de la nada y con las que desaparece.

Escrito en Lecturas Turia por Alejandro Ratia

El amor mata

6 de septiembre de 2013 08:43:19 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El amor mata. Lo cantó Freddie Mercury.

Y cayó fulminado. El amor está aquí y se va.

También le puso música al silencio, a la soledad,

al sueño imposible de las drogas. La cocaína

fue su mejor refugio para intentar superar

la inutilidad de un cantante para cambiar el mundo.

De un cantante y de cualquier artista

que sepa lo que es el miedo y la tristeza,

la impotencia de luchar contra el tiempo,

que no espera nunca a nadie, porque

siempre se va y nos deja perdidos

en un oscuro bosque que no tiene salida

 

El amor mata. A Freddie Farrokh Bulsara

Mercury le acertó en medio del corazón,

como si fuera un dardo envenenado,

que no tenia antídoto posible. El amor

mató a toda una generación que un día

se sintió libre, pero el dios asesino

decretó que debía someterse  a las normas

o morir con dolor y con rechazo.

El mismo dios terrible a quien Freddie

en algunos momentos angustiosos,

con el cuerpo vencido por la fiebre,

pidió que le escuchara. Pero nunca fue oído.

Oh, my God, my  God, ayúdame.

Por favor ayúdame, Dios mío.

 

Pero el espectáculo debía continuar sin él.

Continuará sin nosotros. Si fallara algún día

se caería el mundo, el amor, la sonrisa

de un niño, el vuelo de la alondra

alrededor de todas las miserias.

El espectáculo debe continuar

porque afuera sigue amaneciendo

y nuestros errores y los del mundo

condicionan nuestras vidas sin remedio

posible. Somos unos juguetes en manos

de la nada que se empeña pertinaz

en perseguirnos y en atraparnos siempre

en medio de un sueño mortecino.

Podemos intentarlo otra vez, y otra

y otra. No hay nada que la detenga.

Estamos solos, expuestos al miedo

y a lo desconocido. Aunque intentemos

no venirnos abajo, será imposible

escapar al destino. Oh Dios mío

ayúdame, my God, my God.

 

(Poema perteneciente al libro inédito Sólo queda una sombra)

Escrito en Lecturas Turia por José Infante

De cómo el mulato Porciúncula se liberó de su difunto

6 de septiembre de 2013 08:38:16 CEST

El Gringo había ido a parar allí hacía muchos años, era callado y rubio, nunca vi a nadie a quien le gustara tanto la cachaza. Contar que la bebía como si fuese agua no es mucho decir, pues todos lo hacíamos. ¡Alabado sea Dios! Pero él se podía pasar dos días y dos noches pimplando botellas y no se alteraba. No le daba por ser charlatán, ni buscaba pelea, ni cantaba canciones de otros tiempos, no te venía con recuerdos de disgustos pasados. Callado era, callado se estaba, sólo sus ojos azules se entornaban, cada vez más pequeños, una brasa roja dentro de cada mirada, quemando el azul.

Contaban muchas historias de él, algunas tan bien atadas que daba gusto escucharlas. Todas de oídas, por supuesto, porque de boca del Gringo nada de cierto se sabía, boca cerrada, que no se abría ni en los días de grandes fiestas, cuando las piernas se volvían de plomo por tanta cachaza acumulada en los pies. Ni siquiera Mercedes, cuya inclinación por el Gringo no era un secreto para ninguno de nosotros, con lo curiosa que era, jamás consiguió arrancarle siquiera alguna información sobre la tal mujer a la que el Gringo había matado en su tierra y sobre el hombre al que persiguió a lo largo de años, por incontables sitios, hasta ensartarle un cuchillo en la barriga. Cuando ella le preguntaba, los días en los que la cachaza era más abundante que el respeto, el Gringo se quedaba mirando no se sabe adónde, con sus ojos menudos, ojos azules, de repente incandescentes, apretados, y articulaba un sonido como un gruñido, de significado dudoso. Esa historia de la mujer con diecisiete cuchilladas en las partes bajas, nunca supe cómo pudo llegar hasta nosotros, tan cargada de detalles, y sobre todo el asunto del mozo, su paisano, perseguido de puerto en puerto, hasta que el Gringo le clavó el cuchillo, el mismo con el que había matado a la mujer de diecisiete cuchilladas, todas en las partes bajas. No sé realmente si cargaba esos muertos sobre su conciencia, pues nunca quiso aligerar la carga, ni siquiera cuando, de tan borracho, cerraba los ojos y sus brasas rojas caían al suelo, a nuestros pies. Y mire usted que un muerto es una carga pesada, ya he visto a muchos valentones soltar su fardo hasta en manos de un desconocido cuando la cachaza apremia. Mucho más si son dos los difuntos, mujer y hombre, con cuchilladas en la barriga… El Gringo nunca se liberó de los suyos, por eso tenía la espalda curvada, de su peso, sin duda. No pedía ayuda, pero por ahí se contaba lo sucedido con todo lujo de detalles y la historia hasta llegaba a ser muy divertida, con sus momentos para reír y sus momentos para llorar, como debe ser una buena historia.

Pero no es una aventura del Gringo lo que quiero contar ahora, eso queda para otra ocasión, porque llevaría su tiempo, no es con una cachaza al tuntún ― sin pretender ofender a los presentes ― como se puede hablar del Gringo y desenrollar el ovillo de su vida, deshacer la madeja de su misterio. Queda para otra vez, si Oxalá lo permite. No, no han de faltar ni la ocasión ni el aguardiente, ¿para qué si no trabajan noche y día los alambiques?

El Gringo sólo aparece aquí, como quien dice, de pasada, pues vino aquella noche de lluvia, a recordarnos que estábamos en vísperas de Navidad. Cosas de allí, de su tierra, donde la Navidad es una fiesta de echar cohetes, pero no aquí, nada en comparación con las de San Juan, por no mencionar las de San Antonio y continuar con las de San Pedro, o con las de las aguas de Oxalá, la del Bonfim, las dedicadas a Xangô, mi padre, y por no hablar de la fiesta de la Concepción da Praia (¡eso sí que es una fiesta!). Porque aquí fiestas no faltan, ni necesitamos ir a pedírselas prestadas a ningún forastero.

Bueno, el Gringo se acordó de la Navidad en el mismo momento en el que Porciúncula, el mulato aquel de la historia de nunca acabar, cambió de sitio y se sentó en el barril de queroseno, tapando el vaso con la palma de la mano para defender su cachaza de la voracidad de las moscas. ¿Que las moscas no beben cachaza? Los notables me disculpen, dirán esa bobada porque no conocen a las moscas de la venta de Alonso. Son unas viciosas, locas por un trago, se metían dentro del vaso, cataban su gotita y salían volando, zumbando como abejorros. No había forma de convencer a Alonso, español cabezota, de acabar con esas desgraciadas. Decía, y no le faltaba razón, que había comprado la venta con las moscas, y no iba ahora a deshacerse de ellas por prejuicios, sólo por que les gustase probar un buen aguardiente de Paraty. No era motivo suficiente, también les gustaba a todos sus parroquianos y no iba a echarles por eso.

No sé si el mulato Porciúncula se cambió de lugar para estar más cerca de la luz de la lámpara de queroseno o si ya tenía intención de contar la historia de Teresa Batista y de su apuesta. Aquella noche, como ya he dicho, se fue la luz en aquella zona del muelle y Alonso encendió la lámpara rezongando. Ganas tenía de echarnos fuera, pero no podía. Estaba lloviendo, una de esas lloviznas cabronas que mojan más que agua bendita, penetran en la carne y en los huesos. Alonso era un español educado, había aprendido buenos modales en un hotel donde había sido botones. Por eso encendió la lámpara  y se quedó haciendo sus cuentas con una punta de lápiz. La gente hablaba de esto y de aquello, espantaba a las moscas, cambiaba de asunto, matando el tiempo como podía. Hasta que Porciúncula cambió de sitio y el Gringo gruñó aquella tontería sobre la Navidad, algo sobre la nieve y los árboles iluminados. Porciúncula no iba a dejar escapar una ocasión como esa. Ahuyentó las moscas, tragó la cachaza y anunció con voz suave:

― Fue una noche de Navidad cuando Teresa Batista ganó la apuesta y comenzó una nueva vida.

― ¿Qué apuesta? ― Si la intención de Mercedes era animar a Porciúncula con la pregunta, no hubiera necesitado abrir la boca. Porciúncula no precisaba que le espoleasen, ni se hacía de rogar. Alonso dejó la punta de lápiz, llenó los vasos nuevamente, las moscas zumbaban, convencidas de que eran abejorros ― ¡unas borrachas! Porciúncula dio un buen trago, aclaró la garganta y comenzó su historia. Ese Porciúncula era el mulato mejor contador de historias que he conocido, lo que es mucho decir. Tan letrado, tan fino que, de no conocerse sus debilidades, se podría llegar a pensar que había calentado un banco de escuela, cuando el viejo Ventura no le dio más escuela que la calle y el muelle. Era todo un pico de oro contando historias y, si esta no conmueve, la culpa no es de lo sucedido ni del mulato Porciúncula.

Porciúncula  esperó un poco hasta que Mercedes se acomodó en el suelo, apoyada en las piernas del Gringo, para oír mejor. Entonces explicó que Teresa Batista sólo apareció en el muelle después del entierro de su hermana, unas semanas después, el tiempo que tardó la noticia en llegar a donde ellas vivían, un tanto lejos. Vino para saber la verdad de lo ocurrido y se quedó. Se parecía a su hermana, pero el parecido tan sólo era de cara, exterior, no por dentro, pues aquel aire de María del Velo no lo tuvo ninguna otra, ni lo tendrá nunca. Fue por eso por lo que Teresa se llamó toda la vida Teresa Batista, el nombre con el que nació, sin que nadie tuviese la necesidad de cambiárselo. Además, ¿quién se acordó alguna vez de María del Velo como María Batista?

Mercedes, preguntona, quiso saber quien era finalmente esa tal María y el por qué del apodo del Velo.

Era María Batista, la hermana de Teresa, explicó Porciúncula con paciencia. Y contó que nada más llegar María todo el mundo la llamó María del Velo. Por aquella manía suya de no perderse una boda, la mirada arrebatada por los trajes de novia. De esa María del Velo se habló mucho en las inmediaciones del muelle. Era una belleza y Porciúncula, con presunción, decía que, cuando rondaba el puerto de noche, semejaba una aparición llegada del mar. Se hizo tan del muelle como si hubiese nacido allí, aunque, en vez de eso, vino del interior, vestida con pingajos y todavía con el recuerdo de los golpes. Porque el viejo Batista, su padre, no toleraba bromas y, cuando supo lo sucedido, que el hijo del coronel Barbosa había tomado las prendas de la chiquita, todavía verdes, como guayaba amarga, hecho una fiera, agarró el bastón y le atizó hasta cansarse. Después la puso de patitas en la calle, no quería una mujer de la vida en su casa. El lugar de una mujer de la vida es una esquina de la calle, el sitio de una perdida está en una calle de perdición. Así le gritaba el viejo, bajando el bastón, lleno de rabia, de rabia y de dolor, al ver a la hija de quince años, bonita como una sirena, deshonrada, sin otra salida que la prostitución.

Así fue como María Batista se convirtió en María del Velo y acabó por venirse a la ciudad, pues en su tierra, en el fin del mundo, no había futuro para su carrera de meretriz. Cuando llegó, fue dando tumbos de un lado para otro, hasta que acabó recalando en la cuesta de San Miguel, tan niña aún que Tiberia, dueña del burdel donde soltó su atillo, le preguntó si se creía que aquello era una escuela primaria.

Muchos de los detalles de lo sucedido antes y después, Porciúncula los supo por boca de Tiberia, persona del mayor respeto y la mejor dueña de casa de citas que tuvo Bahía. No es porque sea ella mi comadre por lo que elogio su conducta, ella no lo necesita, ¿quién no conoce a Tiberia y no respeta su talento? Buena gente, mujer de palabra, de gran corazón, que ayuda a medio mundo. En el burdel de Tiberia todos forman una sola familia, no anda cada uno por su lado y Dios por el de todos, nada de eso. Todo es armonía, forman una sola familia. Porciúncula era muy leal a Tiberia, persona de la casa, siempre estaba encaprichado con alguna de las chicas, siempre dispuesto a arreglar una tubería, a cambiar las bombillas fundidas, a arreglar las goteras del tejado, a echar de una patada en el culo a cualquier atrevido mala bestia que le faltase al respeto a alguien. Pues fue Tiberia quien se lo contó punto por punto, y así pudo así desarrollar su historia de principio a fin sin tropezar con ningún obstáculo. Se interesó tanto, porque, nada más encontrarse con los ojos de María, estuvo perdido por ella, con una de esas pasiones sin remedio.

María, nada más llegar, era la benjamina de la casa, no había cumplido ni dieciséis años, estaba muy mimada por Tibéria y por las mayores, que la trataban como a una hija, la colmaban de caprichos. Le regalaron hasta una muñeca para sustituir a una de trapo con la que ella jugaba a novios y casados. María del Velo hacía la vida en el muelle, le gustaba escudriñar el mar, cosas de gentes del interior. Apenas apuntaba la noche, hubiese luna o lloviese, lluvia fina o aguacero, ella deambulaba a orillas del mar, esperando a la clientela. Tiberia la reprendía riéndose: ¿por qué María no se quedaba en el burdel, a sus anchas, vestida con su bata de flores, esperando a los ricachones, locos por una chica joven como ella? Podía incluso conseguir un protector rico, un viejo que se encaprichase con ella, y así tendría buena vida, regalada, sin necesidad de dormir con unos y con otros, a razón de dos o tres por noche. En el mismo burdel, sin ir más lejos, tenía el ejemplo de Lucía, a quien visitaba una vez por semana el magistrado Maia, que le regalaba de todo. Consiguió hasta un empleo de portero para el vago de Bercelino, el novio de Lucía. Tiberia se sorprendía también de que María no hiciese caso a Porciúncula, estando como estaba el mulato consumido de pasión por la chica, y que durmiese con unos y con otros, menos con él. Con él iba de la mano por Monte Serrat, mirando el mar, o bien iba a su lado, con remilgos de novia, cuando salían a comerse un buen plato de pescado en un velero, en las noches de luna. Le contaba al mulato las bodas a las que había ido, la belleza del vestido de novia, la largura del velo. Pero a la hora de acostarse para lo que es bueno, a esa hora le daba las buenas noches, dejando plantado a Porciúncula, chafado.

Así lo contó Porciúncula aquella noche de lluvia cuando el Gringo recordó la Navidad. Por eso me gustan las historias que cuenta: ni siquiera para salir airoso el mulato cambia lo sucedido. Bien podía haber dicho que se la había beneficiado, incluso muchas veces. Eso era lo que todo el mundo pensaba, de tanto como les habían visto juntos en las inmediaciones del muelle. Podía haber presumido, pero, en lugar de eso, contó exactamente cómo había sucedido y para muchos de nosotros no fue una sorpresa. María se acostaba con uno y con otro, disfrutaba, no era que no le gustase. Pero, después de acabar, se había acabado, no quería ni conversar. Que le gustase con ese gusto sin fin, de enfermiza pasión de sufrir por no verle, etc., así, ¡ah!, a ella no le gustó nadie. A no ser que le hubiera gustado el mulato Porciúncula, pero, entonces, ¿por qué nunca se acostó con él? Se sentaba con él en la arena, metiendo los pies en el agua, jugando con las olas, escudriñando el final del mar que nadie consigue divisar. ¿Quién vio ya el fin del mar? ¿Algún notable? Disculpen, pero no lo creo.

Quien estaba realmente encaprichado era el mulato Porciúncula, que no pasaba una noche sin buscar a María a orillas del mar, vigilando sus contoneos, queriendo naufragar en ella. Así mismo lo contó, sin ocultar nada, y entonces aún le dolía su pasión, su voz conmovía. Por el hecho de estar encaprichado como un perro sin dueño, husmeaba en todo lo que fuera novedad sobre María del Velo, y Tiberia le iba susurrando cosas al oído. Y de ese modo él fue desovillando la madeja, poniendo los andamios de la historia de María hasta el asunto del entierro.

Cuando el hijo del coronel Barbosa, joven estudiante bien parecido, desvirgó a María, en vacaciones, ella no tenía aún quince años, pero había desarrollado su cuerpo y sus pechos de mujer. Era una mujer tan sólo exteriormente, porque por dentro era todavía una niña, que jugaba todo el día con una muñeca de trapo, de las de a doscientos reales en la feria. Conseguía un retal de tela y cosía para la muñeca un vestido de novia, con su velo y todo. Los días de boda en la iglesia, en aquel lugar del fin del mundo, allí estaba María vigilando, con los ojos fijos en el vestido de la novia. Sólo pensaba en lo bueno que sería ponerse un vestido así, todo blanco, con un velo largo y flores en la cabeza. Hacía vestidos para la muñeca, charlaba con ella y todos los días le organizaba una boda, sólo para verla con el velo y el tocado. La casó con todos los animales del terrero, especialmente con la vieja y ciega gallina que era muy buena para hacer de novio porque no salía corriendo, se quedaba agachada, obediente en su ceguera. Además, cuando el hijo del coronel Barbosa le dijo a María: “Tú eres ya mayor para casarte, muchacha. ¿Te quieres casar conmigo?”, ella le contestó que sí, si le regalaba un velo bonito. Pobrecita, no se dio cuenta de que el muchacho estaba hablando en lengua culta, y casar, en su idioma elevado, era acabar con su virginidad a la orilla del río. Por eso María aceptó confiada y se quedó esperando hasta el día de hoy el vestido de novia, el velo, el tocado. En cambio, se ganó una zurra del viejo Batista y, cuando se supo del asunto, el nombre de María del Velo. Pero no perdió la costumbre. Expulsada de casa, no había boda a la que no acudiese a mirar, ahora escondida en la iglesia, porque una meretriz no tiene derecho a mezclarse en la ceremonia. Cuando el joven Barbosa, el mismo que le había hecho el favor, se casó con la hija del coronel Boaventura, ¡ceremonia muy comentada!, allí estaba ella para ver a la novia, tan hermosa, una hidalga, con un vestido como nunca se había visto, algo asombroso. Fue así como María llegó a este muelle y atracó en el burdel de Tiberia.

Para ella no era diversión ir al cine, ni al cabaré, bailar, la taberna con cachaza, un paseo en barco. Lo era sólo asistir a las bodas para contemplar el vestido de la novia. Cortaba fotos de las revistas, de novias con velo, anuncios de tiendas con trajes para casarse. Todo lo pegaba en las paredes de su cuarto, novias y novios, sacerdotes, cortejos. Con retales, sobras de tela, vestía de novia a su nueva muñeca, regalo de Tiberia y de las demás. Una niña, todavía tan niña que le decía a Tiberia como una loquita: “llegará el día en que yo me ponga un vestido de estos.” Se reían de ella, contaban chistes, hacían bromas, pero ella no cambiaba.

 Por aquel tiempo, el mulato Porciúncula se hartó de esperar. Estaba cansado de pasar por tonto, de pasear de la manita, escuchando la charla a orillas del mar. Todo hombre tiene su orgullo, y se dio cuenta de que no tenía sentido,  era mucho sufrir, y no estaba por la labor de morir de pasión, que es la peor de las muertes. Se fue con Carolina, una mulatona entrada en carnes, que andaba echándole los tejos. De María del Velo se olvidó con unas cachazas y con las risotadas de Carolina. Nunca más quiso hablar del asunto.

En aquel pasaje, Porciúncula pidió más cachaza, y fue servido. Alonso daba la vida por una historia bien contada y la historia llegaba a su fin. El fin fue aquella gripe que años atrás acabó con medio mundo. María del Velo cayó con fiebre, era muy delgada, no duró ni cuatro días. Porciúncula solo lo supo cuando ya estaba muerta. Andaba medio desaparecido, debido a que le perseguían por causa de un tal Gomes, barraquero en Agua dos Meninos, furioso por una partida de cartas. Además, entrar en una timba con Porciúncula era tirar el dinero. Gomes jugó porque quiso, hizo mal en quejarse después.

Estaba Porciúncula esperando que amainase el temporal, cuando le llegó el aviso de Tiberia, metiéndole prisa, María le llamaba con urgencia. Cuando llegó, acababa de morir. Tiberia le explicó el ruego hecho en la agonía de la muerte. Quería ser enterrada con vestido de novia, con velo y tocado. El novio, dijo, era el mulato Porciúncula, tenían que casarse.

Era una petición de lo más absurda, pero era una petición de muerta, no tenía más remedio que satisfacerla. Porciúncula preguntó cómo iba a conseguir un traje de novia, una compra cara, y con la tienda, de noche, cerrada. Le parecía difícil, pero no lo fue. ¿Pues no sucedió que todas las mujeres, del burdel y de la calle, cayéndose ya de viejas, cansadas de la vida, pues no se volvieron costureras, y cosieron un traje con velo y tocado? En seguida se juntó el dinero para comprar flores, consiguieron la tela, encajes no se sabe dónde, encontraron zapatos, medias de seda, guantes blancos, ¡hasta guantes blancos! Una cosía una parte, otra pegaba una cinta.

Porciúncula dijo que no había visto nunca un traje de novia semejante, de tan bonito y tan lujoso que era, y él sabía lo que decía, pues en los tiempos de su pasión por María anduvo mirando muchas bodas, ya estaba aburrido de ver tanto traje de novia.

Después vistieron a María, la cola del vestido se salía de la cama, caía por el suelo. Tiberia trajo un ramo y lo puso en las manos de María. No hubo nunca una novia tan hermosa, tan serena y dulce, tan feliz a la hora de casarse.

Entonces, junto a la cama, se sentó Porciúncula, era el novio, y cogió de la mano a María. Clarice, una que había estado casada y a la que el marido dejó con tres hijos para criar, se quitó llorando la alianza del dedo, recuerdo de los buenos tiempos, y se la entregó al mulato. Porciúncula, muy despacio, la colocó en el dedo de la muerta y miró su rostro, María del Velo sonreía. Antes no se sabía, pero en aquel momento estaba sonriendo, así lo contó Porciúncula, asegurando además que no estaba borracho aquel día, ni siquiera había probado la cachaza. Apartó los ojos de tan hermoso rostro, observó a Tiberia. Y jura que vio, que vio de verdad, a Tiberia convertida en un cura, ataviada con todas esas vestimentas de celebrar bodas, con cíngulo y todo, un cura gordo, con aire de santo. Alonso llenó los vasos nuevamente, nosotros los vaciamos.

Y aquí paró el mulato Porciúncula, no hubo forma de arrancarle ni una sola palabra más de la historia. Ya había descargado su difunto encima de nosotros, se había liberado del fardo. Mercedes aún quiso saber si el ataúd era blanco, de doncella, o negro, de pecadora. Porciúncula solamente se encogió de hombros y ahuyentó las moscas. Sobre Teresa Batista, la apuesta que ganó y la nueva vida que había empezado, no dijo nada. Tampoco nadie preguntó. Por eso no puedo contarlo, no soy de hablar de lo que no sé bien sabido. Lo que puedo hacer es contar la historia del Gringo, pues esa la conozco como la conoce toda la gente del muelle. Aunque no sea una historia para contar en una ronda de cachaza con perdón del respetable. Es una historia para una larga sesión de cachaza, una noche de lluvia, o mejor, para un viaje en velero una noche de luna. Aún así, si quisieran, puedo contarla, no veo inconveniente.

 

(Traducción de Antonio Maura)

 

Escrito en Lecturas Turia por Jorge Amado

Delfines

6 de septiembre de 2013 08:34:32 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

Los vi, pero allí no estaban.

Me contaba mentiras,

me contaba paisajes, sueños,

silencios o conversaciones

que tal vez no sucedieron o

tal vez irían a ocurrir, no sé,

en otro espacio, a otros, en distinto idioma.

Me lo contaba y el silencio,

el vacío, se poblaba

de realidad, de memorias

desocurridas, buscando sitio

para ser verdaderas, o eso

que confundimos con verdad. Pasaban trenes,

se sucedían emociones de despedidas

olvidadas, de reencuentros nunca

sentidos, y los delfines danzaban en el humo,

en el vapor de las espumas azules, pasando

del no ser al ser en la emisión serena

de contar una historia que pudo ser verdad.

Y que lo es, sin serlo, en este paraíso

de las palabras alocadas, libres,

echadas por encima

del lecho blanco y sean

como si hubieran sido. Fueron ellas

las que ordenaron este juego

de los delfines solidarios, del humo, de su mar.

No se trata de una historia real, de un episodio

vivido, pero sí de la historia

que yo necesitaba:

la compañía de una tarde de sábado

en que todas las bocas se cerraron.

Solo un recuerdo de delfines

me hablaba

Escrito en Lecturas Turia por Julia Uceda

Mi casa de muñecas

6 de septiembre de 2013 08:29:18 CEST

En 1558, el duque Albrecht de Baviera mandó construir para sus hijas una de las primeras casas de muñecas de las que se tiene noticia, réplica a escala de la mansión en la que vivía tan aristocrática familia. Rápidamente, se convirtió en el juguete predilecto de innumerables damiselas nórdicas, quizás porque el clima gélido del norte de Europa es el más propicio a los secretos inconfesables que se guardan de puertas para adentro, en el interior de la propia alcoba o la salita azul. Puede que por esa razón la casa sea el espacio que prefiero para ubicar mis relatos, el escenario perfecto, un decorado ineludible en el transcurrir de las historias de amor, desamor, locura y muerte.

De niña soñaba con tener una casa de muñecas, que era un juguete que sólo salía en las películas protagonizadas por chiquillas ricas y pálidas, de salud endeble y sumamente desdichadas. No conocía a nadie que tuviera una en la vida real y dudaba de que algo tan bonito, tan siniestro, tan delicado como los tirabuzones de aquellas niñas enfermizas, pudiera existir fuera de la ficción.

Yo era la quinta hija de una familia numerosa de las de antes, y había tantos niños por habitación que la casa de muñecas no hubiera cabido en nuestro pequeño piso, a menos que varios de mis hermanos hubieran sido puestos de patitas en la calle, cosa que quizás no me hubiera importado demasiado pero que nunca llegó a suceder. Por más que pedí en cada cumpleaños, en cada navidad, incluso en mi primera comunión, una de aquellas casas victorianas, con su hierática familia de loza sentada en mecedoras de madera, presidiendo un salón iluminado por resplandecientes arañas de cristal, nunca me la compraron. Así que ya de adulta,  como venganza he decidido escribir una, la mía, mi Casa de Muñecas. Os invito a visitarla conmigo, llevada por ese instinto exhibicionista que suele adueñarse del dueño reciente de una vivienda y que padecen, estoicamente, como es de rigor,  sus sufridas visitas.

Mi Casa de Muñecas tiene un dormitorio principal. En el ropero de esa alcoba caben relatos protagonizados por parejas  que nos revelan cómo cada historia de amor es una partida de ajedrez con sus expectativas de triunfo, el miedo a la derrota, las estrategias personales y los deseos de adelantarse siempre a las jugadas del adversario. Con frecuencia elijo las fichas blancas, muestro sobre todo cómo se vive esa partida desde la orilla de la reina, de la mujer.  Muchas de esas historias tienen algo, o mucho, de esqueleto guardado en el armario. El amante y su variedad más doméstica, el marido, se convierte en el Otro, un ser con el que nos arriesgamos a compartir la vida, sin saber gran cosa de él, en realidad.  No en vano, una serie específica de esos cuentos de dormitorio se encuentran enmarcados bajo un título, me parece, lo suficientemente elocuente: Terror nupcial.

El hombre equivocado (Terror nupcial, 1)

Te casaste con el hombre equivocado, pero nadie pareció darse cuenta, ni siquiera tú te percataste de que algo raro estaba ocurriendo, hasta que él giró la cabeza, al mismo tiempo que los doscientos invitados de vuestra boda, para verte entrar en la iglesia, cogida del brazo de tu padre.

Ese hombre no era tu novio, y él lo sabía, estaba escrito en el filo de la sonrisa cicatriz que asomó a sus labios mientras tú te acercabas por el pasillo central, cada vez más espantada. Viste a la madre de tu novio llorando a su lado, como un enorme pastel fucsia, pero él no era su hijo y tú empezaste a temblar. Sentiste que el corpiño de tu vestido de novia se agarraba a tus costillas, asfixiándote. Uno de los violines de la marcha nupcial se puso a chillar, desafinado. Quisiste salir corriendo de allí, pero tus zapatos de charol blanco roto te empujaron en la dirección contraria. Sólo dos pasos te separaban del altar, levantaste los ojos hacia la cúpula y te encontraste con el rostro horrorizado de un ángel precipitándose al vacío desde lo alto, enredado en los pliegues color plata de su túnica.

Un paso más y tu padre soltó su brazo del tuyo, arrojándote contra aquel falso prometido. Todos guardaron silencio, tú hubieras querido desmayarte para poder huir, pero en cambio te quedaste quieta, mientras el cura te amordazaba con sus palabras. El hombre equivocado te miró con ojos vacíos y viste cómo una araña atravesaba corriendo su pupila derecha cuando él tomó tu mano y ensartó en el anular la alianza pálida que habías elegido con tu novio. Entonces, casi como en un sueño, escuchaste susurrar a otra que no eras tú, sí quiero.

Pero no se queden ahí. Vengan conmigo, pasen, pasen, y vean el hermoso cuarto de baño principal, con ese majestuoso espejo de cuerpo entero donde se muestran las historias relacionadas con la mujer que habita en un reflejo. La apariencia física, el vestido como aliado femenino, la belleza obligatoria que debe adquirirse cada mañana para negociar con el mundo, las crisis de identidad, la no aceptación del propio rostro o el paso del tiempo, es decir, todos aquellos microcuerpos que he ido escribiendo, quizás para tomar conciencia de lo que supone ser una mujer del siglo XXI, se hallan recogidos en esa estancia que huele a albornoz  y sales de baño. Por ejemplo, este, titulado Venganza del esclavo:

Tú no eres la del espejo, eres aquella que la del espejo no quiere ser o este otro,

Vestido blanco

Lo vi besando a esa rubia plátano en un café del centro. Una a una, todas las flores de mi vestido comenzaron a ponerse mustias. La última de ellas, un pensamiento morado, se deslizó falda abajo, como los dedos suplicantes de un náufrago, y cayó al suelo justo cuando entraba en mi portal.

Después empecé a subir las escaleras con la lentitud triste de una novicia tullida, arrastrando el peso de aquel vestido, tan horriblemente blanco.

Como toda casa que se precie, la mía también, por desgracias, una cocina. Un habitáculo mucho menos grato, vinculado desde siempre a la mujer y a toda una serie de tareas domésticas que la distraen de sí misma y la convierten en sierva de los Otros, su familia. Yo, como venganza, nunca he aprendido a cocinar y maltrato sistemáticamente mi lavadora con microrrelatos como estos:

Centrifugado

La cabeza del hombre que amó da vueltas en el interior de la lavadora, acompañada de una colada de desquiciadas bragas viejas. Ella sonríe cuando se encuentra con sus ojos de ahogado iracundo anegados de jabón, al otro lado del bombo. Ya verás como pronto se te pasa el enfado, amor,le dice mientras añade un cazo de suavizante aroma frescor de primavera y programa media hora más de centrifugado.

Fantasma

El hombre que amé se ha convertido en un fantasma. Me gusta ponerle mucho suavizante, plancharlo al vapor y usarlo como sábana bajera las noches que tengo una cita prometedora.

Pero cómo olvidar en esta visita guiada por mi Casa de Muñecas el encantador cuarto de las niñas- Asómense conmigo, disfruten de esta habitación con papel pintado en las paredes donde permanecemos casi en régimen de supervivientes hasta que nos curamos de la enfermedad conocida con el nombre de Infancia. Aquí encontrarán todas las niñas que fuimos o pudimos haber sido. Como esta pequeña, adorable, niña monja, novia en miniatura.

La niña monja

La niña monja apenas sale en las fotografías del día de su comunión, que por otra parte han envejecido mal, como si alguien las hubiera rescatado en el último momento de una inundación en el trastero o del fondo de la lata de galletas a la que fueron desterradas sin que nadie las mirara una sola vez. La niña monja es la única con hábito. Le va grande, porque se lo dejó una prima rica que estudiaba en las salesas y la cruz de madera que pende de su cuello tiene algo de marca ignominiosa, la señala como un aspa o una estrella de desahuciada. Las demás niñas, princesas barrocas, hadas silvestres, pequeñas damas en su primera puesta de largo, son aún peores. Alguien, armado de una paciencia cruel, ha ido recortándoles los ojos poco a poco, las ha dejado ciegas a lo largo de los años y parece que todas se giran en la misma dirección, disimulando ante el fotógrafo, para mirar a la niña monja con el odio borroso de los fantasmas.

Por último, como no podía ser de otra forma, en el desván de mi Casa existe un lugar muy especial que me encantaría que vieran conmigo. En el rincón más alto y oscuro de este mansión de juguete se ubica el Cuarto del Monstruo, un lugar maldito con el que se amenaza constantemente a los niños traviesos, cuando se portan mal. Caben en él todos los miedos, las fobias irracionales, los pasillos oscuros que atormentan nuestra mente. Seres diabólicos, animales monstruosos o terriblemente bellos, fantasmas… Todos se cobijan allí y esperan sus visitas porque, no lo olvidemos, los miedos no existen fuera de quien los imagina.

Os dejo en compañía de una de esas criaturas, para terminar.

Mascota

Tras la muerte de mi viejo perro me dio por ir a la pajarería y comprar un dinosaurio. Verde. Horroroso. Enorme. Cuando la chica de la tienda lo sacó de la jaula ya le tenía un poco de miedo, pero aun así pagué por ser su esclavo. Todavía crecerá bastante, me dijo la dependienta, mirándome con algo de lástima al devolverme el cambio. Pensé que con el tiempo me acostumbraría a su cara de ginecóloga sádica y al cráter de escamas y excrementos que sembraba entre mis sábanas cada noche. Pero con todo, lo peor  de nuestra convivencia no era tener que dormir en el sofá o salir a la calle en busca de animales perdidos que calmaran su milenaria falta de escrúpulos. Lo peor era levantarse por la mañana, asomarse de puntillas al dormitorio y comprobar que, por desgracia, él seguía estando allí.

 

(Fragmento del libro Casa de muñecas, de Patricia Esteban Erlés, publicado por la editorial Páginas de Espuma)

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Patricia Esteban Erlés

Mundo digital, ¿cultura de la superficialidad?

4 de septiembre de 2013 09:22:15 CEST

¿Vivimos a raíz de la implantación universal de Internet un proceso de decadencia cultural? En un sugerente y sintomático libro de conversaciones entre Peter Sloterdijk y Alain Finkielkraut (Los latidos del mundo, Amorrortu, 2003), ambos ilustran las monstruosas metamorfosis de nuestro tiempo recurriendo a las metáforas de “lo ligero” y “lo pesado”. En el pasado, el llamado progresismo, caricaturizando y simplificando mucho el diagnóstico, representaba una tendencia orientada a aligerar la vida y la superación de las cargas indignas sobre el hombre, mientras que los conservadores buscaban reaccionar ante esta levitación general subrayando el peso trágico del mundo. Hoy, en cambio, las tornas parecen haber cambiado. Tras las transformaciones del siglo XX, no sólo los conservadores defienden ya un concepto de realidad duro, correoso, quizá más sombrío y resistente a la voluntad prometeica. Por otro lado, como ponen de manifiesto los “neocons” norteamericanos, no sólo los progresistas esgrimen ya la bandera de la movilización técnica incesante, del aligeramiento propiciado por el progreso incesante y la levedad informativa. No olvidemos tampoco cómo este ideal antigravitatorio descansaba también en la popularización y democratización de la información. Alí donde el viejo mundo se observaba a si mismo desde la verticalidad, el nuevo se siente comprometido fundamentalmente con la horizontalidad.

En relación con esta utopía de la levedad, podría afirmarse que la figura de Steve Jobs nos ha hecho reflexionar sobre cuánto se ha transformado, por ejemplo, la dinámica capitalista. Se nos cuenta que el co-fundador de Apple odiaba los botones hasta el extremo de suprimirlos de su propia indumentaria. El gran gurú de la digitalización, obsesionado por la sencillez, los consideraba simplemente un obstáculo innecesario en su vida cotidiana. Todos sabemos también en qué medida esta ideología del acceso cómodo e inmediato a la información ha modificado de forma irreversible la tecnología de nuestros ordenadores y nuestra relación con ellos.

Volviendo a las utopías de la levedad, hay que recordar que la marca Apple no puede entenderse sin el modelo utópico contracultural de los sesenta. En su juventud Jobs se interesó por la filosofía y llegó a viajar a la India en busca de iluminación espiritual. A su vuelta, introduciendo el discurso new age en la tecnología, terminó eliminando las mediaciones, las etiquetas, las jerarquías y la retórica. Este “capitalismo sin fricciones”, antigravitatorio, extremadamente ligero y líquido, del que Jobs fue el gran abanderado, nada tiene que ver con la pesada maquinaria del antiguo capitalismo y sus viejos valores ascéticos y disciplinarios. En realidad, nada más opuesto al elegante y aséptico minimalismo del mundo creado por él que los viejos paisajes industriales, el sudor, la disciplina y el esfuerzo. Un ejemplo elocuente del lema jobsiano del “Hazlo simple”: el ascensor de la Apple Store en Tokio carece de todo tipo de botones. No hay botón de llamada, ni botones para indicar la planta a la que deseas ir. Simplemente subes y bajas parando en cada una de las plantas de la tienda. Una hipótesis: si el capitalismo, digámoslo medio en broma, se ha ido convirtiendo cada vez menos en máquina y más en un espíritu líquido y profundamente inaprehensible, tal vez sea, entre otras razones, por los tecnófilos hippies que odiaban perder el tiempo desabrochando sus botones.

¿Pero somos realmente conscientes de lo que han cambiado nuestras vidas tras la aparición de Internet y las redes sociales? ¿Es legítimo hablar ya de una mutación antropológica, incluso del paso a un nuevo “hombre digital”, como nos recuerdan con un no disimulado optimismo los apóstoles de esta nueva fe? ¿Representa la buena nueva de “la red” la apoteosis de una cultura de la superficialidad radicalmente opuesta a toda jerarquía cultural? Que estas herramientas han alterado nuestra existencia parece un hecho incontrovertible; que las nuevas tecnologías de la información supongan un paso adelante en la historia del progreso humano sin costes y peligros, es otro asunto bien distinto, como nos recuerda el ciberactivista y agitador cultural Jaron Lanier en su sugerente Contra el rebaño digital (Debate, 2011), una crónica imprescindible y bien ponderada para todo aquel que quiere sumergirse en el apasionante debate sobre las ventajas e inconvenientes de Internet y las redes sociales sobre nuestras vidas.

Si, como ya advirtiera McLuhan, los medios son capaces de transformar los contenidos y los mensajes, ¿qué tipo de transformaciones estaríamos sufriendo bajo la influencia de estos nuevos medios? Cabría decir, sin ánimo de exageración, que si en el pasado buscábamos adaptar la respectiva innovación tecnológica a nuestra vida, hoy estaríamos en una situación algo diferente, como si nuestra preocupación pasara más bien por el hecho de que nuestra existencia se encuentre a la altura de nuestra herramienta. Es decir, ¿cómo hemos de comportarnos para estar a la altura de nuestro Facebook, nuestro blog o de nuestro Twitter? La ansiedad por filmar, grabar y colgar nuestros momentos de forma inmediata es elocuente a este respecto. Hoy es como si la vida que no se twitteara ya no fuera vida real.

El elemento provocador del libro de Lanier radica en su diagnóstico crítico. Según Lanier, un gurú informático muy reputado en el mundo anglosajón, la concentración de usuarios digitales en redes sociales, blogs o intercambio de archivos no garantiza un desarrollo óptimo de la comunicación; es más, a diferencia de los abanderados de las nuevas tecnologías, no considera que la supuesta eficacia de una “mente enjambre” trabajando en red de forma continúa y común constituya un avance, sino más bien una sumisión de lo humano al poder de la máquina tecnológica. Por otro lado, no deberían omitirse otros peligros, como el aumento de adicciones a las redes sociales. La obsesión por estar “conectado” es fuente de ansiedades y desórdenes emocionales, como están poniendo de manifiesto últimamente los profesionales del ámbito terapéutico.

En cierto modo, este debate sobre las nuevas tecnologías de la información puede en muchos puntos relacionarse con la célebre distinción que Umberto Eco realizara en la década de los sesenta al hilo de la lucha entre los llamados “apocalípticos” e “integrados”. En relación con la cultura de masas,  sostenía Eco que mientras los apocalípticos valoraban en los nuevos medios, por su horizontalidad, homogeneización y nivelación, la esencia de la “anticultura”, los “integrados” daban la bienvenida a estas nuevas tecnologías por impulsar el espíritu democratizador y abolir toda distancia cultural. Sin duda, estas categorías sirven todavía para definir nuestro escenario, marcado por la proliferación viral de la información a tiempo récord y por la resistencia de ciertos sectores a perder sus tradicionales marcas de identidad.

A la vista de todos los argumentos que parecen esgrimirse contra la supuesta superficialidad de Internet, no parece erróneo volver a acudir a la perspectiva de Eco. Para ciertos sectores de nuestra “aristocracia” cultural, amenazada por Internet, la idea de compartir la cultura de modo tal que pueda llegar y ser apreciada por todos es un contrasentido. De ahí que esta horizontalidad enemiga de todo vestigio vertical sea para ellos una "cultura de grado cero", por así decirlo. Por el contrario, quienes aceptan con complacencia este fenómeno, consideran que gracias a él es posible por vez primera acercar a las grandes masas manifestaciones culturales que hasta ahora solo estaban reservadas a las elites. Los aristócratas serían, pues, los pesimistas, o los apocalípticos, mientras que los optimistas serían los llamados integrados.

II

¿Supone Internet, por su tendencia frenética a la inmediatez, la horizontalidad y la superficialidad una “anticultura”? Antes de intentar aproximarnos a esta cuestión, puede ser útil recordar brevemente qué entendemos por “cultura”. La raíz latina de la palabra es “colere”, expresión que abarca desde el cultivo de la tierra para hacerla fértil a la protección o salvaguardia de un territorio delimitado. En sus Tusculanae Disputationes, Cicerón, por ejemplo, se hace eco de este significado cuando compara el proceder cultural y filosófico con la siembra y cultivo de los campos. Este significado de cultura como educación, formación, desarrollo o perfeccionamiento de las facultades intelectuales y morales del hombre ya recoge el matiz de la humanización en oposición al mundo natural o animal.

Muy ligado a esta “labranza” se encuentra el concepto griego de paideía. En su libro homónimo, Werner Jaeger desglosó minuciosamente las características de este arte educativo en la Antigüedad. La Antigüedad griega valoraba la educación, ligada a las buenas artes (la poesía, la elocuencia, la filosofía), como una actitud indistinguible del ocio y opuesta a las labores del esclavo, sumido en la necesidad, la inmediatez –no contemplativa- y el trabajo manual. Toda esta concepción será ensalzada posteriormente por el Humanismo renacentista, pero también, como veremos, servirá de modelo sobre el que se forjará el ideal de Bildung alemán (Goethe, Winckelmann, Schiller): la cultura respetuosa con la totalidad armónica.

Pese a la ambigüedad señalada, existe, grosso modo, cierto acuerdo inicial en identificar la cultura, en términos generales, con todo aquello que es producido por los seres humanos en contraposición a lo meramente natural. En un sentido parecido, se ha subrayado esta acepción de cultura, en sentido “subjetual”, como sinónimo de aprendizaje (y, por tanto, como concepto opuesto a herencia). Frente al animal, el hombre ocupa una posición peculiar, casi extravagante, dentro de la naturaleza: carece del ambiente específico de su especie (von Uexküll), o, dicho de otro modo, dada su constitución biológica imperfecta y prematura, no clausurada, las relaciones del ser humano con su ambiente se caracterizan por su ineludible “apertura al mundo”. Todo esto indica que el ser humano no sólo se interrelaciona con un ambiente natural no fijado de una vez por todas, sino también con un orden cultural y social específico mediatizado y sedimentado culturalmente.

En este contexto, el clasicismo alemán también hará uso frecuente de la idea de Bildung como desarrollo armónico de todas las capacidades humanas (anímicas, sensoriales o intelectuales) en el marco de una educación estética no reñida con una nueva participación social. Ésta, a decir verdad, no se identificaba ni con la aristocracia autocomplaciente de la época ni con la incipiente burguesía empresarial de mentalidad roma y utilitarista. No cabe duda de que la carta magna de este nuevo movimiento de renovación cultural es la obra de Schiller Cartas sobre la educación estética del hombre. Pero no puede orillarse la aportación de Moses Mendelssohn (1753-1804), quien en su opúsculo “Acerca de la pregunta ¿a qué se llama ilustrar?” ya identificaba sin tapujos Ilustración y Bildung.

En realidad, en algún sentido, toda esta polémica en relación con el debate información versus conocimiento podría retrotraerse y sintetizarse en la crítica realizada por Nietzsche a la acumulación histórica de datos propiciada por la metodología historicista. La crítica a la metodología historicista que desarrolla el filósofo alemán en la segunda “Consideración intempestiva” podría interpretarse como una crítica a la progresiva autonomía de la información respecto a los marcos matriciales tradicionales de sentido que empieza a desarrollarse a finales del XIX y experimenta su punto cenital en nuestra posmodernidad. Allí donde Nietzsche hablaba sobre la utilidad y el perjuicio de la historia (memorística, meramente informativa) para una vida sana, en términos formativos, hoy podemos hablar de la utilidad y el perjuicio de Internet para nuestras vidas.

Puede decirse que, de modo parecido a Funes el memorioso, ese personaje incapacitado para olvidar del cuento de Borges, tanto el hombre historicista como el cibernauta posmoderno ”viajan” por el mundo de la información como turistas ociosos e insensibles, como si estuvieran ante un museo de hechos de carácter anestesiante. Ambos parecen atiborrarse caóticamente de una información continuamente banalizada que, al mismo tiempo que anestesia interiormente su sentido histórico, extingue su subjetividad, sus aptitudes para la distinción crítica y su creatividad. De ahí la obstaculización de la información sin criterios, en definitiva, para una función educativa, pues la infinita acumulación de hechos impide cualquier actitud seria para el aprendizaje.

En algunos aspectos, esta línea crítica también hunde sus raíces en la polémica de La rebelión de las masas de Ortega, uno de los autores que más ha contribuido a clarificar el nuevo debate contemporáneo entre cultura de elites y “barbarie”. La critica orteguiana al “primitivismo” de las masas pone de manifiesto cómo un cierto Naturmensch ajeno a las pautas de la civilización emerge en el siglo XX “como si fuera naturaleza”, esto es, sin conciencia del arduo trabajo cultural: “el hombre masa cree que la civilización en que ha nacido y que usa es tan espontánea y primigenia como la Naturaleza, e ipso facto se convierte en primitivo. La civilización se le antoja selva”. Ha sido Ortega precisamente uno de los filósofos que, oponiéndose a esta inmediatez primitivista, más han insistido en este valor “sobrenatural” y “lujoso” de la cultura, de forma interesante además al hilo de sus consideraciones sobre la técnica. Dado que el hombre carece de un espacio dado o natural, es “un intruso de la llamada naturaleza”, un “animal fantástico” que al extrañarse de la naturaleza no puede por menos de crear mundo. En alguna ocasión —“Pidiendo un Goethe desde dentro”—, Ortega utiliza la metáfora del “náufrago” para expresar lo más significativo de la situación cultural: “esa agitación de los brazos con que reacciona ante su propia perdición, es la cultura —un movimiento natatorio”.

III

Tras esta breve digresión, ¿son las nuevas tecnologías de la información en este sentido herramientas culturalmente regresivas por cuanto obstaculizan esta dimensión formativa y embrutecen al ser humano? ¿Produce esta nueva inmediatez una relación tecnológica con el mundo que atrofia la relación necesaria con la temporalidad y las mediaciones e impide desarrollar el proceso de madurez? En tiempos relativamente recientes, ha sido Mario Vargas Llosa –en el artículo periodístico “Más información, menos conocimiento” (El País, 30 de julio de 2011)- quien ha vuelto a sacar a colación este debate en relación con el declive de la figura tradicional del lector en la era digital. No solo estamos perdiendo el buen metabolismo cultural en manos del obsesivo “picoteo” de información por la red que nos caracteriza. En pocas palabras, parece que “cuanto más inteligente sea nuestro ordenador, más tontos seremos”.  Vargas Llosa utiliza el ejemplo de Nicholas Carr, un voraz lector de buenos libros que, seducido por el “mariposeo cognitivo” de Internet, se convirtió en un experto en las nuevas tecnologías de la información. Un día, sin embargo, Carr, preocupado por el modo en que estas tecnologías estaban transformando su vida hasta el punto de hacerle insensible al “tiempo” propio de la lectura, toma la decisión de romper con ellas.

De esta experiencia nace su libro ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? (Taurus, 2011). En el artículo, Vargas Llosa parte de este ejemplo para reflexionar sobre cómo Internet, Twitter, Facebook, etc., no son solo herramientas; son medios que configuran y crean mundo. “Los defensores recalcitrantes del software –escribe- alegan que se trata de una herramienta y que está al servicio de quien la usa y, desde luego, hay abundantes experimentos que parecen corroborarlo […] ¿quién podría negar que es un avance casi milagroso que, ahora, en pocos segundos, haciendo un pequeño clic con el ratón, un internauta recabe una información que hace pocos años le exigía semanas o meses de consultas en bibliotecas y a especialistas? Pero también hay pruebas concluyentes de que, cuando la memoria de una persona deja de ejercitarse porque para ello cuenta con el archivo infinito que pone a su alcance un ordenador, se entumece y debilita como los músculos que dejan de usarse”.

“Acostumbrados a picotear información en sus computadoras”, los nuevos cibernautas no tendrían ya necesidad, según Vargas Llosa, de hacer prolongados esfuerzos de concentración: dejando de ser lectores para convertirse en algo parecido a “turistas culturales”, los nuevos hombres y mujeres de la era digital están siendo “condicionados para contentarse con ese mariposeo cognitivo a que los acostumbra la Red, con sus infinitas conexiones y saltos hacia añadidos y complementos, de modo que han quedado en cierta forma vacunados contra el tipo de atención, reflexión, paciencia y prolongado abandono a aquello que se lee, y que es la única manera de leer, gozando, la gran literatura”.

IV

En una línea incluso más beligerante, alineada claramente en el sector apocalíptico, el filósofo Alain Finkielkraut, en su ensayo Internet, el éxtasis inquietante (Libros del Zorzal, 2011), es más rotundo: Internet denigra al hombre. ¿La razón? En su teclado, el cibernauta ha saldado todas sus deudas y sólo conoce sus derechos. “Amigable copartícipe del sentido y ya no pasivo destinatario”, el nuevo hombre de Internet “es el hombre que vale por todos los hombres y por cualquier hombre; libre, es decir, soberano, tiene al mundo en la palma de su mano”.

Pero Finkielkraut considera que el peligro de Internet no radica solo en su idiota superficialidad, sino en sus consecuencias políticas. Con el uso “ciudadano” del Internet, afirma, “los principios de la democracia triunfan sobre toda jerarquía y sobre toda autoridad: maravillosa perspectiva, que justifica, además, la negativa a abandonar la gran red en manos del ‘Big Brother o de los mercaderes del templo”. “Encerrado en su demanda y librado a la satisfacción inmediata de sus deseos o de sus impaciencias, preso de lo instantáneo”, el hombre de Internet, para Finkielkraut corre el riesgo de  condenarse a sí mismo “por su fatal libertad”. Nada le está prohibido para él, salvo el desconectarse. Y esta condena se agrava con el poder de hacer “zapping”, “navegar”, “cliquear” o “bloggear”.

En el diagnóstico apocalíptico de Finkielkraut llama la atención, sin embargo, su relación con un pensador muy diferente en realidad de sus coordenadas ideológicas. Nos referimos a Gilles Deleuze, quien, siguiendo algunas ideas del escritor norteamericano William Burroughs, en un magistral análisis de los nuevos sistemas de dominación en nuestras sociedades contemporáneas, intuyendo quizá el nuevo papel preponderante las nuevas tecnologías de la información, subrayaba hace ya unas décadas cómo el nuevo poder ya no se definiría por su capacidad de coerción o pesadez, sino más bien por su seductora levedad, su dimensión fluida. Partiendo del diagnóstico de Michel Foucault sobre las sociedades disciplinarias, Deleuze deducía la necesidad de complementar este análisis con nuevos sistemas reticulares y “líquidos”, solo aparentemente más democráticos y horizontales. Esta transformación se correspondía también, según afirmaba, con la transformación del modo capitalista de producción, en el cual se había reducido el papel productivo protagonista de la fábrica industrial en virtud de una nueva revalorización del trabajo comunicativo, cooperativo y afectivo. En la posmodernización de la economía global, la creación de la riqueza tiende cada vez más a darse a través de la producción en “enjambre”, en red, donde Internet es, ciertamente, fundamental. “El hombre de la disciplina –comenta Deleuze- era un productor discontinuo de energía, pero el hombre de control es más bien ondulatorio, permanece en órbita, suspendido sobre una onda continua. El surf desplaza en todo lugar a los antiguos deportes”.

Es significativo cómo el llamado “neoreaccionario” Finkielkraut parece estar de acuerdo con Deleuze en este punto: en virtud de esta transformación económico-cultural, estaríamos hoy asistiendo a una transición que nos conduciría de la "sociedad disciplinaria" a la "sociedad de control". Esta última se caracterizaría por un nuevo paradigma de poder. Si en la sociedad disciplinaria, correspondiente con la primera fase de acumulación capitalista, el poder se construía mediante un conjunto difuso de dispositivos o aparatos que producían y regulaban las costumbres, hábitos y prácticas productivas con ayuda de instituciones disciplinarias como la prisión, la fábrica, el psiquiátrico, el hospital o la escuela, la sociedad de control, en contraste, es una sociedad en la cual los mecanismos de sujeción se vuelven inmanentes al campo social. De este modo, los modos sociales de integración y de exclusión se interiorizarían cada vez más por medio de mecanismos que inmediatamente organizarían los cerebros y los cuerpos. En pocas palabras, lo que estaría en juego en Internet no sería solo la democratización de la información, sino un nuevo Big Brother: la producción y reproducción de la vida a través de la red.

 

V

Muy ajenos a estas conclusiones apocalípticas, han sido los pensadores Michael Hardt y Antonio Negri los que más han insistido en obras como Imperio en las virtualidades emancipatorias derivadas de las nuevas tecnologías de la información. Internet, que comenzó inicialmente siendo, como todo el mundo sabe, un proyecto del DARPA (la Agencia de Proyectos Avanzados de Investigación del Departamento de Defensa de los Estados Unidos), y que ha terminado expandiéndose por todo el mundo, es para Hardt y Negri el ejemplo principal de una estructura de red democrática. En ella, un número indeterminado y potencialmente ilimitado de nodos interconectados se comunican sin ningún punto central de control; todos los nodos, independientemente de su localización territorial, se conectan con entre sí a través de una miríada de pasos y relevos.

 “Como no hay un centro y casi cada parte puede operar como un todo autónomo –escriben Hardt y Negri-, la red puede continuar funcionando aún cuando parte de ella haya sido destruida. Ese mismo elemento de diseño que asegura la sobrevida, la descentralización, es el que torna tan difícil del control de la red. Como ningún punto de la red es necesario para la comunicación entre otros, es dificultoso regular o prohibir su comunicación. Este modelo es el que Deleuze y Guattari llaman un rizoma, una estructura en red, no-jerárquica y no-centrada”.

Hardt y Negri, en el papel de “integrados” y defensores del nuevo campo de “lo común” abierto por las nuevas tecnologías de la información, afirman que nociones “rizomáticas” derivadas de esta nueva intelectualidad de masas –lo que denominan "trabajo inmaterial" y "general intellect"- nos ayudan a captar la relación entre producción social y biopoder. De este modo, el papel central que en la producción de plusvalía jugaba anteriormente la fuerza de trabajo del obrero-masa fabril se ve cada vez más ocupado por la fuerza de trabajo intelectual, inmaterial y comunicativa. La figura del trabajo inmaterial implicado en la comunicación, la cooperación y la reproducción de los afectos ocupa así, según Hardt y Negri, una posición cada vez más central en el esquema de la producción.

VI

A diferencia de Hardt y Negri, Finkielkraut, nostálgico de un mundo que todavía poseía peso, distancia y límites claros, no puede sino detestar esta nueva fluidez, inmediatez y falta de pudor del universo en red. Símbolo del nuevo expresionismo narcisista, Internet es para él exclusivamente el grado cero del pudor. Donde los “integrados” subrayan el valor democrático y comunicacional de esta milagrosa levedad en continua interacción, él advierte del “empequeñecimiento” y contracción de la experiencia del mundo. Si Internet, bajo este punto de vista, para Hardt y Negri representa la emergencia de un nuevo “intelectual colectivo” con capacidad de dinamitar la caduca noción de propiedad y los derechos del individualismo posesivo, para Finkielkraut simboliza, en efecto, una liberación, pero la de una libertad fatal. Allí donde el apocalíptico vaticina el virus de una horizontalidad enemiga de lo humano, el integrado alaba el ocaso de la verticalidad. ¿No ha representado precisamente la reciente discusión sobre la “ley-Sinde” un nuevo ejemplo de esta lucha entre el peso y la levedad?

Consciente de los peligros de Internet, pero también de sus indudables beneficios, Lanier en Contra el rebaño digital advierte, sin embargo, de la posibilidad de nuevos entramados de poder y de la devaluación de la comunicación, una “degradación” que podría adquirir gran velocidad “cuando los sistemas de información puedan funcionar –señala- sin la intervención humana constante en el mundo físico, a través de robots y otros ‘gadgets’ automáticos”. Pero, siguiendo este esquema, el interés último de su ensayo reside en su intento, nada ingenuo, de mediar entre ambas posiciones: la del detractor furibundo y la del ardor cibernauta. Su autor no está en contra del uso de la web, ni siquiera de un desarrollo más acentuado; más bien aboga por un cambio de paradigma que otorgue preeminencia a la subjetividad humana frente a la tecnología. De ahí la necesidad de inventar aplicaciones, herramientas y sistemas que tengan verdadera relevancia para un usuario y no le suman en el shock de la banalidad acumulada, una acumulación de páginas sin valor, de aplicaciones que tienden a uniformizar la experiencia humana y de tecnologías que limitan el potencial creativo. Éste sería, a su modo de ver, el auténtico reto de nuestro tiempo.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Germán Cano

Seamus Heaney: un poeta entre dos fronteras

2 de septiembre de 2013 08:24:42 CEST

De la emoción a las palabras es una antología de escritos en prosa del Premio Nobel Seamus Heaney. Dicha antología, elaborada y traducida de modo impecable por Francesc Parcerisas, se basa en tres volúmenes de crítica del poeta publicados respectivamente en 1980, 1988 y 1995.

“Mossbawn” es el título del primer texto seleccionado. Tiene un carácter más lírico que ensayístico y recrea aspectos autobiográficos de la niñez y la adolescencia. El paisaje primordial, la confusión con la tierra, la llamada del agua y de los árboles tienen algo así como un valor iniciático, de investidura, de trato –no verbal todavía- con la poesía. No es ajeno al texto, muy bello por otra parte, a una cierta dimensión mítica. Me refiero a esa experiencia infantil que de modo inconsciente enlaza con los valores sagrados de la cultura celta (S.H., sin embargo, como poeta adulto, no es, como sí lo fue en cierto modo Yeats, una especia de oficiante o profesional del tema gaélico). Su relación –insisto- con la mitología irlandesa tiene un sentido más telúrico que cultista. Se aprecia a través del niño que al escoger un árbol como cobijo, como dios tutelar, está ritualizando un contacto, estableciendo una conexión mágica: “A mí me encantaba la horcadura de un haya al comienzo del camino que llevaba a casa (…), pero sobre todo pasaba muchas horas en la garganta de un viejo sauce al extremo del patio. Su boca era como la abertura gruesa y sólida de una collera de caballo”. En la poesía de S.H. hay una pulsión evidente relacionada con la humedad, el agua; incluso la inseguridad de las tierras pantanosas se convierte en referencia literaria: “Aquél era el reino de los espectros de la ciénaga”. Este instinto telúrico, seguramente común a cualquier poeta de infancia campesina, se acentúa mediante una herencia de símbolos y de referentes más cercanos a la leyenda que a la historia en sentido estricto; por la isla vagará entonces, en un cruce de mitologías, el espíritu de los druidas al lado de la sombra benéfica de San Patricio. Es así como las realidades elementales trascienden el orden natural para alcanzar una vigorosa función poética: un bosque, tras la iniciación o la ritualización inconsciente, ya no es sólo un simple bosque. Su rumor, vastísimo, incorpora voces que enlazan el prosaísmo del presente con la magia de un pasado fundacional: “Los tejos frondosos y salvajes cubrían el lugar y me transportaban a Agincourt y Crecy, batallas en las que sabía que los arqueros ingleses habían empleado arcos fabricados de varas de tejo”, “la tentación de cortar una rama de aquel macizo silencioso de Church Island hubiese constituido una traición demasiado sacrílega”.

No fue, desde luego, la infancia de S.H. la de un pequeño roedor de biblioteca. Ante él se desplegaba otro libro abierto seguramente más fecundo que aquellos “cuatro o cinco volúmenes mohosos” que siempre fueron, por estar en un estante demasiado alto, “libros cerrados”. Su primer “estremecimiento literario” lo relaciona con la lectura escolar de la historia de Irlanda; en realidad, se trataba de la integración de un acervo legendario que podría luego transferir al paisaje. Secuestrado, de Robert Louis Stevenson fue ese primer libro “poseído y atesorado” que, cuando se trata de la infancia, cobra más un valor fetichista, objetual, que de significación. Coplas obscenas, en las que se juega con el doble sentido de las palabras, también están en el aprendizaje literario de S.H. Y seguramente tuvieron más fortuna en su imaginación que las largas tiradas versiculares de Lord Byron y Keats. Un verso de éste, sin embargo, se salva de los estragos que produce el suplicio escolar de la recitación mecánica: “los árboles llenos de musgo se doblan bajo el peso de las manzanas”. Es decir: la poesía deja de ser lenguaje hermético –una compleja articulación de sonidos nuevos-  cuando entre ella y la realidad puede establecerse algún correlato objetivo. Así, los árboles de la “Oda al otoño” de Keats funcionan poéticamente sólo porque el tío de S.H. tiene una pequeña huerta con manzanos musgosos. La anécdota, en fin, nos da una clave importante para entender a alguien que después conforma una identidad poética: “La lengua literaria, la dicción civilizada del canon clásico de la poesía inglesa, era una especie de alimentación forzada”. No falta tampoco, en relación al tema, una ironía muy contextualizada que suaviza la frecuente rigidez del tono ensayístico. Será un rasgo muy peculiar de Heaney: “había muy poca diferencia entre la música (de la poesía) con su “cadencia voluptuosa” y la “consagración del matrimonio dentro de los grados prohibidos de consaguinidad”. “Se comprende, en fin, que entre los muros de la ortodoxia, saliendo del canon religioso para entrar en otro –el literario- no menos abstruso, un escolar perplejo –un futuro poeta- opte por trepar a los árboles de su tío Keats.

“Belfalst” es el segundo texto seleccionado. Alude tanto a un conflicto político –el terrorismo del IRA, etc….- como a una disociación que se abre en la conciencia de S.H. Existe, en efecto, una dialéctica entre la autonomía del arte (su derecho natural a la forma, la creatividad, la divagación incluso) y los imperativos que dicta “un mundo público y brutal”. Otra disociación es la del escritor que vive en situación de frontera, el que está a caballo entre dos culturas. S.H. habla, en su afán ecléctico de armonizar contrarios o de conciliar dicotomías, de un elemento originario femenino (el relativo a Irlanda, “racimos de imágenes y emociones”) y otro masculino (el componente inglés, voluntad e inteligencia). Y en definitiva, su identidad de poeta empieza a definirse cuando se produce un cruce entre sus raíces irlandesas y sus lecturas inglesas. Sin dudar de la sinceridad de tal afirmación, a este prodigio de síntesis (y de diplomacia) un castellano tradicional lo llamaría quedar bien con Dios y el diablo. O a la inversa, si se prefiere. Esta misma política de buenas maneras (no caer en categorizaciones tajantes ni excluyentes) la observo en la lectura que Heaney hace de muy distintos poetas. Se diría que a un irlandés ecuménico –o a un inglés bien educado- no le está permitido transigir con la debilidad humana de las fobias…

“De la emoción a las palabras”, ensayo que da título a la antología de Parcerisas, se abre con una cita de Wordsworth. Para Heaney parece ser no sólo un artista emblemático, casi el poeta por antonomasia, sino también el referente obligado de su propia labor creadora: una autojustificación. De él procede esa concepción de la poesía “como adivinación, como revelación del yo a uno mismo”. Esta revelación, por otra parte, coincide con lo que solemos llamar el hallazgo de la propia voz, la que nos va a identificar lo mismo que lo haría una “rúbrica” o una “huella dactilar”. El poeta, en definitiva, juega con un arte parecido a la técnica del zahorí: “El arte de adivinar, de dar con el agua subterránea no se puede aprender, es un don que sólo poseen los que están en contacto con aquello que tienen una existencia oculta y real, un don que sirve para mediar entre un bien en potencia y la comunidad que desea verlo liberado, fluyendo”. Con lo dicho queda claro que Heaney –diferenciador entre “artificio” y “técnica”, dos conceptos pocas veces bien delimitados- valora en la poesía lo que ésta tiene de impulso, de obediencia, de función oracular, de don que no se puede reducir a explicaciones lógicas o mecanicistas. Y no es de extrañar así su preferencia por Wordsworth frente a un Auden, por ejemplo, para quien un poema es un simple “artefacto verbal”. La polémica, pues, entre el prosaísmo y lo inefable, está servida. Aunque convendría no olvidar, a la hora de las definiciones, el peligro que entrañan las metáforas: entre un relojero, pongamos por caso, y un zahorí siempre habrá un espacio disponible para cualquier otro oficio. Par algo que, a la postre, sólo tendrá el valor de otra metáfora.

“La construcción de una música” vuelve a insistir en Wordsworth, ahora contrapuesto a Yeats. A propósito del primero, el entusiasmo –la simpatía- de Heaney roza el campo semántico de lo religioso. El poeta, como en una Visitación de la Palabra, queda embebido, transfigurado. Se habla de “música obsesionante o donné, de estado de alerta, de anhelo, de disponibilidad”. De tal modo, el sujeto -¿creador?- sólo tiene que pronunciar el “fiat”, dar la clave para que se desate el manantial de la poesía, para que se produzca el milagro de “una música hipnotizante que nada a favor de la corriente de su forma y no contra ella”.

Yeats, por el contrario, representa a ese otro tipo de poetas que practican una suerte de violencia sobre la fuerza primordial de la palabra. Su método es la disciplina, la cerebralidad, la negación o el encauzamiento de impulsos motrices o de ritmos generadores. Producen “una música afirmativa que intenta controlar y no hipnotizar el oído, y que nada con fuerza en dirección opuesta a la corriente de su forma”.

Resumiendo: el oficio de Wordsworth consistiría en soltar la rienda a un caballo desbocado; Yeats sería el domador de ese mismo caballo. Y al lado de una fuente, el uno se comportaría como un bardo, el otro como un ingeniero. Entre ambos –la imagen explícita del río que crece libre y la del que invierte su impulso original vuelve a recordarnos la sacralización celta de los elementos naturales- la identificación teórica de S.H. no deja lugar a dudas. Otra cosa será la impresión particular que nos produzcan sus propios poemas…

El artículo siguiente es un homenaje a Patrick Kavanagh, poeta irlandés prácticamente desconocido en España. El valor que le atribuye Heaney es, sobre todo, su verdad de poeta rural, arraigado, que no cede a la tentación mitologizante de Yeats ni al internacionalismo urbano de Joyce. Lo que en él prevalece, por encima de la retórica de una mística nacional, es la conciencia de pertenecer a un lugar, de estar en contacto con ese elemento estable que es la tierra. La poesía, después de todo, no es un ente abstracto desligado de raíces físicas localizables. Y existió además, en algún momento, una simbiosis entre “país geográfico” y “país mental”, ya que antiguamente “el paisaje era sacramental, estaba preñado de signos que implicaban un sistema de la realidad situado más allá de las realidades visibles”. Pero, en fin, esa visión mágica, mitad pagana, mitad cristiana, ha dado paso a poetas como Kavanagh en cuya imaginación es imposible rastrear huellas de una mitología tribal. No obstante, los valores ancestrales y la primitiva poesía irlandesa subsisten en la fascinación del fuego o en el canto de los helechos, las cascadas, el rumor de los árboles… No sólo el realismo, también un viento de leyenda que ignora la devastación de los siglos crea “la sensación de pertenencia a un lugar”.

W.H. Auden, Robert Howell y Silvia Plath son poetas que S.H. estudiará desde una perspectiva individual, al margen del tópico. En menor medida, Osip Mandelstam y Elisabeth Bishop también son objeto de análisis y de devoción estética.

La dicotomía que antes se estableció con Wordsworth y Yeats se podría extender ahora a Auden y Silvia Plath. Si el primero es ejemplo de poeta cerebral, experimentador, voluntarioso, poderosamente lúcido (“agarró la poesía inglesa por el pescuezo y le hundió la cara con fuerza en la modernidad”) la segunda, desequilibrada, frágil, emocional, instintiva, sería representación perfecta de la escritura como rapto, iluminación, impulso. Tenemos de nuevo confrontadas la luz fría de la inteligencia y la luz ardiente de la inspiración. Según Heaney “el gran  atractivo de Ariel y de su constelación de poemas líricos es la sensación irresistible de encontrarnos ante algo dado. En esa poesía hay una sensación inherente de llegada asombrada, de ser atónito”.

Dichos poemas son, en palabras de Howell, “acontecimientos y no recuerdos de acontecimientos”. Sugieren de nuevo la imagen del caballo desbocado: “el ruido infatigable de los cascos”.

Por último, el volumen recoge dos conferencias pronunciadas por Heaney en la Universidad de Oxford. Otra vez la realidad civil –política- parece desencadenar una dialéctica entre la conciencia del poeta que trata de redefinir su función en la sociedad actual. No cabe duda de que en tiempos de horror, después de Auschwitz, cualquier proceso formal autocomplaciente debe resultar sospechoso. Sospechoso de inutilidad o, lo que es peor, de traición. Ante los fantasmas de la duda –ya Platón había puesto en tela de juicio que la poesía tuviese una influencia positiva dentro de la polis- Seamus Heaney acude a voces autorizadas como la de Wallace Stevens: “la nobleza de la poesía es una violencia interior que nos protege de la violencia exterior”. Y él mismo añade después: “la poesía no puede permtirse perder su fundamental inventiva de autodeleite, su goce por ser no sólo una representación de cosas del mundo, sino un proceso de lenguaje”.

A pesar del buen tono anglosajón, este libro de S.H. podría ser una fuente inagotable de polémica. En cualquier caso, nadie podrá dudar de que es una invitación eficaz y cortés al ejercicio de la inteligencia.

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Eugenio García Fernández

Turbación

30 de agosto de 2013 12:56:43 CEST









A Pablo García Baena

 

La castidad de un cántaro

abandonado a la lluvia

tiene pulso de doncella

en mañana opalescente.

La debilidad de su presencia

apenas un momento sujeta la mirada,

pues importa más que el ver

lo que desde un fondo el cuerpo rescata

con esa inconsistencia que acompaña el despertar,

turbación sin gesto ni destino

que declina en su propio vapor.

Una brisa de ángel

mueve íntima luz

allí donde en belleza se turba

el abandonado a su deseo.

Entre las ruinas de un beso

un rostro se transparenta

y todavía nos estremece

su móvil emanación quieta.

El solitario se turba

enfermo de advenimiento,

y en su palpitación sin secreto

se reclina el inocente.

No existe turbación para quien sabe,

pues vive en su altitud

exento de corrientes,

y el ignorante mudo nieva

sus imágenes sin tiempo ni espacio.

Las manos de los amantes se entrelazan

en total vislumbre

que en  su turbación los paraliza.

Un rostro turbado es siempre la vida

en su intersección de llamas y sombras.

Escrito en Lecturas Turia por Javier Lostalé

Ronda española

30 de agosto de 2013 12:51:20 CEST

La primera vez que supe de Patrick Modiano, sin saber aún de él o de su literatura, fue cuando a la casa familiar, situada en una de las avenidas que habían sustituido a las murallas de la ciudad,  vinieron a vivir unos primos míos de Barcelona. Debió de ser allá por 1965. Yo tenía nueve años y Modiano veinte. Mis primos vinieron con sus padres –ella era una de las hermanas pequeñas de mi madre– y se instalaron en el entresuelo de la casa. Aquella casa que ya no existe –fue derribada en 1971– la habían comprado mis abuelos y tenía una curiosa característica: su planta noble era, en vez de la primera, la superior del edificio. Mis tíos recién llegados de Barcelona unieron ambos entresuelos –que se asomaban al jardín posterior, rodeado por otros dos jardines correspondientes a las dos fincas vecinas–, de manera que su vivienda pasó a tener, si no la prestancia de la de mis abuelos, sí idéntica superficie. En ese gran entresuelo vi el segundo pick-up de mi vida –el primero estaba en la habitación de uno de mis hermanos mayores– y, gracias a su propietaria, mi prima Mercedes, –que entonces tenía catorce años y tocaba la guitarra– escuché por primera vez la voz de Françoise Hardy. La canción, cómo no, era Touts les garçons et les filles de mon age, y esa edad no era la mía sino la de la generación de la Hardy, que es la misma que la de Modiano.

Por la avenida –o tal vez debería escribir el bulevar de cintura– circulaban escasos automóviles y la mayoría eran de marcas extranjeras –Austin, Studebaker, algún Mercedes, viejos Renaults, Citroen tiburón y los primeros deportivos aerodinámicos: el Dauphine y su homólogo el Gordini–. Salvo estos últimos, que eran estilizados y de colores digamos que atrevidos –granate, azul eléctrico, verde acuático y marfil– los demás eran negros, salvo los taxis que eran blancos y negros como las cebras de la sabana africana. La soledad de la avenida donde se alzaba nuestra casa –en cuyo otro lado destacaba un edificio racionalista que parecía un buque encallado en el asfalto–, los coches negros como salidos de una película de la II Guerra o del Chicago del gang. y la voz de la Hardy, escuchada una y otra vez aquella tarde de primavera, fueron la primera atmósfera modianesca que yo habité sin saberlo. Es decir, creyendo que era una atmósfera que solo a mí correspondía.

He escrito ‘sin saberlo’ y ese no saber era entonces una búsqueda de saber sin saber aún tampoco que lo era. No sabía, por ejemplo, que en esa época Françoise Hardy y Patrick Modiano ya eran amigos y que esa voz sería una antesala al conocimiento de la literatura de Modiano. No sabía que éste firmaría algunas de las letras de la Hardy y que pronto les harían una fotografía por el boulevard de Saint Michel caminando los dos altos, bellos y delgados como sólo se es –alto, bello y delgado– cuando la vida se estrena y nos estrena. No sabía que en aquellos días, y en París, Modiano ya debía de estar dando vueltas a la trama de su primera novela –El lugar de la estrella, publicada tres años más tarde (y en España veintiún años después)–, novela que representaría, en pleno 68, un potente revulsivo en la buena conciencia francesa diseñada por el general De Gaulle, tras el fin de la guerra mundial. No sabía, en fin, que la manera de vivir literariamente Modiano la Ocupación, el viaje, la amnesia, la memoria y la mirada sobre el mundo adulto o la niñez, iba a tener su correspondencia –no global, pero sí fragmentaria– en mi manera de vivir la Guerra Civil, el viaje, la amnesia, la memoria y la mirada sobre el mundo adulto o la niñez. No sabía que eso iba a ocurrir sin haber leido, todavía, a Modiano y que la clave de todo ello, probablemente, estaba en el paralelismo entre la Ocupación y la Guerra Civil en cierta culpa dostoievskiana que unía a ambas. Con las canciones de la Hardy, ahí al fondo. La primera vez. Luego hubo otras, pero aquí me voy a referir a la segunda.

Ocurrió al poco de haber llegado mis primos de Barcelona en casa de unos amigos de mis padres. Sólo oí una frase: ‘cruzó la frontera en misión especial, clandestinamente; tenía que volver con alguien que había muerto al otro lado y volvió’. Y supe que esa frase guardaba alguna relación con el hecho de haber conocido la voz de Françoise Hardy. Esa frase se quedó grabada en mi memoria como grabada en mi memoria había quedado una imagen contada por mi madre en ese mismo año. La de mis padres bailando la música de El tercer hombre a la salida del cine donde habían visto esa película allá por el año 1949 y era de noche y había llovido y la luz de las farolas se reflejaba en los adoquines húmedos, como sus sombras enlazadas. Con la misma intensidad. Ambas imágenes –si las palabras son signos las frases son imágenes, como los recuerdos no vividos–– serían el núcleo de donde muchos años más tarde nacería mi novela Háblame del tercer hombre, tras cuya publicación se hizo referencia a cierta huella modianesca en ese libro.

 

Pero debo regresar a la casa familiar de mis abuelos maternos, al barrio periférico donde nací –si es que en una ciudad española de provincias, a mediados de los 50, no era en todos sus barrios una periferia del mundo–. He citado el edificio racionalista, que fue para mí el primer símbolo de la modernidad y cuando digo modernidad, digo Europa. Pasé muchas horas en el mirador del despacho de mi abuelo contemplando aquella nave de piedra bajo la que pasaban de vez en cuando los automóviles como lentos escualos. Muy cerca estaban los dos institutos de la ciudad, grandes edificios de principios de siglo con jardines y arcadas y un aire de liceo centroeuropeo. También había una finca en la que quedaban las huellas de metralla de los bombardeos de la aviación republicana durante la guerra y una explanada donde, con la llegada de la primavera, se instalaban los feriantes con sus montañas rusas y su noria y las casetas de lona donde se tiraba a unos patos de metal muy colorido. Al otro lado de esa explanada estaban el velódromo abandonado y el canódromo, con los gitanos y sus galgos y extraños personajes que apostaban y llevaban anillos de oro y tenían una mirada turbia y equívoca sobre una eterna sonrisa también veteada de oro. Era un lugar prohibido, como la fábrica de zumos Zuic que se levantaba, con el orgullo de cualquier edificación industrial, detrás del canódromo. Todo eso, más adelante o más atrás, quedaba a la izquierda de nuestra casa –como el taller del restaurador de pintura antigua y la casa vecina, con un aire berlinés, del médico familiar–, mientras a la derecha estaba el colegio de los hermanos franceses de La Salle, con sus baberos blancos que parecían salidos de la magistratura parisién y la Berlitz School, que era como un atlas a pie de calle y uno de esos portales misteriosos de los cuentos de Machen, que dieran a un mundo ajeno y atractivo, por cosmopolita. Las lenguas como pasaporte.

Recuerdo que los jueves abandonábamos el barrio con mi madre y nos internábamos en la ciudad antigua para visitar a mi bisabuela, que vivía en la vieja casona familiar –la de mis abuelos sólo era de los años veinte, mera novedad– con uno de los hermanos de mi abuela, frente al edificio colonial del Banco de España. La casa y el banco estaban en uno de los antiguos ghetos o calls de la ciudad, no tanto porque mi familia materna  fuera de ascendencia judía, que no lo era hasta donde yo sé, sino porque descendía de catalanes llegados a la isla a mediados del XIX,  que no habían vivido el rancio y atávico antisemitismo local y poseían cierta visión del negocio –de hecho fundaron en la misma calle una tienda de telas y trajes ingleses, por supuesto de importación– que debió de empujarles a vivir allí y no en otra parte de la ciudad. Por ese barrio no circulaban los automóviles y todavía se respiraba y se respira en el trazado callejero su origen diferenciador. Su destino al margen y su hermetismo autista.

La casa era una de las buenas casas del barrio, con patio gótico y jardín trasero, con grandes salones, una biblioteca que disponía de una mesa llena de milefiori venecianos –como un paisaje acuático– y pinturas oscuras de motivos religiosos repartidas por toda la casa. En una sala de tacañas dimensiones –’así está más protegida del frío’, oí decir– estaba mi bisabuela Rosa, pequeña y arrugada como una momia inca, a la que tanto mi madre como el resto de la familia tratábamos de usted. Doña Rosa Miret escuchaba a todo el mundo, pero hablaba ya poco; en cambio, a mi madre, cuando regresábamos de casa de mi bisabuela le gustaba contarme cosas del pasado y yo pensaba que el pasado era otra de las casas familiares de mi madre. Mi madre había querido ser bailarina, pero mi abuelo no le dejó. Bailaba muy bien el charlestón y yo siempre le pedía que lo bailara delante de mí. Entonces sus pies eran pájaros que danzaban con una alegría impagable y en su rostro surgía la bailarina que hubiera querido ser. Luego me contaba que su tatarabuelo había venido a Mallorca porque unos antepasados suyos, que se habían refugiado en la isla cuando la invasión napoleónica de Cataluña, le dijeron que Mallorca era un lugar virgen para la industria. Pero eso ocurrió, me decía, en un lugar que está más lejos que el olvido. De plus loin de l’oubli, un verso de Stefan George –el poeta que tanto gustaba a Jünger– que Patrick Modiano utilizó como título de una de sus novelas últimas. Mi madre, por supuesto, desconocía a Stefan George y Du plus loin de l’oubli es la única novela de Modiano donde aparece citada Mallorca.

 

Más allá del olvido: ese territorio modianesco donde se trazan, borran e inventan atmósferas, nieblas, vidrios empañados, sombras chinescas, amnesias, pistas, derivas, memorias, rastros, biografías, ocultaciones, fragmentos de historia civil, ciudades en las que nunca se estuvo, episodios de los que sólo pudo oirse una frase y después la literatura haría el resto. La literatura, la prosa del tiempo cuando se escribe a sí mismo. Pienso ahora en algunos escritores de mi generación –Juan Manuel Bonet (el único de todos que no es novelista y quizá por eso, poseedor del más grande catálogo de pesquisas modianescas), Miguel Sánchez-Ostiz, Marcos Ordóñez y Justo Navarro– que hallaron más allá del olvido una luz propia, como la hallaría yo, sabiendo todos que esa luz era también una luz familiar. Lo no contado porque ocurrió en otra parte –otra parte que ni siquiera sus sujetos conocieron y que no sabemos si ocurrió o no– y esa otra parte era un destino que a su vez era un origen que otorgaba la condición de exploradores en lugares que, años más tarde, se llamarían La patria oscura,  Tánger-Bar, El doble del doble, El puente del Rialto o La cámara de ámbar. Y al fondo, Patrick Modiano, no tanto como una deuda sino como la sombra de un hermano mayor, alguien que estuvo antes en el mismo o parecido sitio desde donde, por ejemplo, se escribieron los libros citados. Sólo eso; nada más que eso. Aunque hable del pasado; sólo del pasado; nada más que del pasado, esa casa común. Y en esa casa, las novelas de Modiano, antes de que llegáramos, surgiendo del callejón sin salida del nouveau roman y heredando su afición a la disección fría, ciertas técnicas del cine de la nouvelle vague o la huella de Kafka y Dostoievski.

 

Los libros de Modiano forman un gran puzzle en torno a una poética del desplazamiento, la pesquisa como forma de vida y el desentrañamiento de la culpa como forma de comprender esa misma vida. Desde las histriónicas andanzas del traidor Raphaël Schlemilovich –cuya traición se alza sobre el corpus teórico, político y literario del moderno antisemitismo francés– a la fantasmagórica ronda nocturna –celebrada una y otra vez en distintos libros– por el París del proto y postcolaboracionismo, o la búsqueda del padre –esa amplia generación de padres ausentes– entre los sórdidos espectros del desastre personal... es donde van perfilándose las claves de su obsesivo mundo literario: personajes clandestinos (reales o ficticios), recuerdos de infancia –inventados o no–, misterios que se desarrollan, siempre en flash back, a raíz de un encuentro fortuito... Y por encima de todo, la ceremonia de la memoria –de una morosidad que roza a veces lo cruel, de una vaguedad que roza a veces el delirio sonámbulo–, cuyos celebrantes –el sentimiento de ausencia, la apuesta por el extrañamiento y un sutil humor negro– se erigen sobre la angustiosa sensación de pérdida y de abandono. Una poética de ecos y claroscuros que, novela tras novela, ha ido estilizándose, soltando lastres barrocos, sin alejarse de sus constantes narrativas, sin perder un ápice de sus logros y hallazgos, sin abandonar el esfuerzo de comprensión de la propia vida a partir de la reconstrucción de los hechos del pasado, ya sin culpa ninguna. Aunque a menudo piense uno que, en Modiano, es el estilo, tan desmadejado como preciso y frío, el que borra la culpa.

 

El pasado y la culpa: no leí La place de l’Etoile en 1968, aunque hiciera algún tiempo que ya escuchaba a Françoise Hardy –tres años más tarde su disco Soleil sería la música de los primeros parties, cuando se apagaba la luz, y también el primer réquiem de mi adolescencia–, pero no faltaba mucho para que las andanzas del traidor Schlemilovich se hicieran españolas en la escritura de Juan Goytisolo. Reivindicación del conde don Julián –recuerdo el ejemplar de Joaquin Mortiz que me pasó un buen amigo de aquellos años– fue su equivalente español. Se publicó dos años más tarde que la novela de Modiano y guarda con ella bastantes paralelismos. Por ejemplo el traidor don Julián. Por ejemplo la construcción del texto sobre la deconstrucción (perdón por el palabro) del pensamiento conservador español, con los heterodoxos recopilados por Menéndez y Pelayo ahí al fondo. Por ejemplo, el extrañamiento y la voluntad de borrar la culpa, borrando todo lo demás. Es sólo un apunte, pero pienso que Reivindicación preparó, en cierto modo, el terreno a Los bulevares periféricos (1977 en Alfaguara) y después –siempre en traducción de Carlos R. de Dampierre, siempre en la Alfaguara dirigida por Jaime Salinas–, La ronda de noche (1979), Una juventud (1980), El libro de familia y Tan buenos chicos (ambos en 1982), con los paréntesis venezolanos (de desastrosa traducción en Monte Ávila) de Villa Triste (1976) y La calle de las tiendas oscuras (1980). Estos siete libros configuraron, ellos solos, la verdadera educación sentimental modianesca –si así puede llamarse– de mi generación. Y la Reivindicación... goytisoliana ocuparía el lugar de la estrella, la tierra abonada. Luego –tras el paréntesis de 1989: Exculpación en Calpe y, por fin, El lugar de la estrella, en Alcor– vinieron Domingos de agosto (1989), El rincón de los niños (1990) y Viaje de novios (1991) sobre el que me encargaron la crítica en El País, como a Miguel Sánchez-Ostiz la de El rincón de los niños, un año antes. Eran otros tiempos. Tiempos donde la publicación de estas últimas novelas mencionadas tomó la forma de una trilogía para connaiseurs, que irrumpiera en un rescate de Modiano tras siete años de abandono editorial español.

Más allá del olvido (1997) lo publicaría Alfaguara sólo para Hispanoamérica –en España Modiano seguía leyéndose poco, no eran raras las acusaciones de escribir siempre el mismo libro y acababa saldado (de hecho acabaron saldados casi todos los títulos mencionados más arriba)– y a partir de esa expedición americana –una especie de devolución de Villa Triste y La calle de las tiendas oscuras–, Modiano dejaría de publicarse en Alfaguara, ya para siempre. Dos años más tarde –en realidad ocho porque Más allá del olvido no se vio en España– Seix Barral publicó la magnífica Dora Bruder, o la novela donde los que no habían leido jamás a Modiano –o lo conocían sólo de oídas– cayeron seducidos, con el furor del converso, por su prosa sonámbula. Pero no tenían dónde echar la mirada atrás. Debate publicaría luego su libros de relatos Las desconocidas (2001) –todavía oigo los cascos nocturnos de los caballos– y su novela Joyita (2003) –la peor de todas, me parece a mí– y la editorial  Cruïlla su cuento Catherine (2001), traducido al catalán –como en catalán había sido publicada Diumenges d’agost por Columna un año antes que saliera en Alfaguara–. Y sin que nadie se haya preocupado por publicar Accident nocturne (2003), Anagrama va a sacar en breve su estupendo Un pedigree (2005). Hasta aquí Radio Modiano en España; fin de la emisión bibliográfica. Volvamos, pues, a las melodías de la Hardy, que ahora que lo pienso tienen a veces la cercanía de tono de otro Hardy, el poeta  Thomas, pasado por la hecatombe sentimental de los 60 y principios de los 70: otro fracaso, otras culpas.

 

He citado los títulos, pero siempre hay algo biográfico detrás de cada uno de ellos y no sólo ocupa el fragmento de vida que se dedicó a su lectura. Es algo que viene de más atrás, algo que está más lejos que el olvido pero que se hace presente en las novelas de Modiano. Digo ‘en’, no ‘a partir’. Puede que el ciclo  novelístico de Patrick Modiano otorgue una hermenéutica –como lo hacen las aventuras de Tintín o la Comedia balzaquiana–, pero las cosas ya estaban ahí antes. La búsqueda del padre, o de la culpa en la generación del padre, las ciudades de noche durante la guerra, el horror de la retaguardia, la supervivencia de la postguerra, sus lacras morales, los recuerdos imaginarios en la reconstrucción familiar, el reencuentro en la madurez de aquellos amigos de colegio (y el recuerdo de cómo eran, confrontado a cómo son ahora), la irrupción en nuestra juventud de esos avasalladores tipos estrambóticos que cambian tu vida y de los que hay acabar escapando, el fracaso, las vidas como bengalas...  Todo eso estaba antes de leer a Modiano. Y la topografía de la ciudad –de cualquier ciudad, pero especialmente de París– sólo comparable a la fascinación objetual camuflada en la frialdad de su descripciones. La frialdad de un topógrafo, la frialdad de un entomólogo, la frialdad de un detective privado –cuánta novela negra (de Simenon a Chester Himes) hay en la literatura de Modiano, la frialdad de un anatomista: calles, números, tiendas, bares, restaurantes, clubs, teléfonos, tarjetas de visita, facturas comerciales, garages, nombres, listas, listas, listas... Juegos de una sociedad de postguerra con el silencio de telón de fondo: el silencio donde todas las historias son posibles.

 

Recuerdo que en la avenida donde estaba la casa de mis abuelos, nuestra casa, había un paseo central flanqueado por plátanos o plateros. No muy lejos estaba la Casa de La Misericordia, que era hospicio y asilo para pobres y ancianos al mismo tiempo. Recuerdo que en otoño e invierno –lo recuerdo porque las hojas color ocre barrían el paseo y ellos ya llevaban abrigo–, esos hombres encerrados en aquel edificio hacían incursiones por la avenida en busca de colillas, que iban metiéndose una tras otra en los bolsillos del gabán. Iban siempre solos, nunca varios juntos, formando una escena entre barojiana y solanesca, pero yo, desde el mirador de casa me dedicaba a inventarles historias por las que habrían llegado a tan desastrosa situación. Un día, uno de nuestros vecinos –que era un conocido play-boy de la ciudad y años más tarde moriría en un accidente aéreo sobre Nantes– me habló de uno o dos de ellos: ‘ése era boxeador y sirvió en la Legión Extranjera, en Argel, ¿sabes?, y aquel fue portero en un club nocturno adónde iba Ava Gardner; contaba que la había conquistado. Ahora son ruinas, pero en su momento fueron flores de esas que sólo se abren por la noche y de día se esconden, flores venenosas’. Fleurs de ruïne. Eso ocurría al mismo tiempo que el rey Saúd de Arabia orinaba sobre las cortinas de su suite en el Hotel de Mar –eso se contaba en los cócteles vespertinos al menos– y regalaba relojes de oro a los camareros. Era el tiempo en que los pieds noirs huidos de Argelia se instalaban en Mallorca y abrían peluquerías y pastelerías; el tiempo en que secuestraron al expremier congoleño Thosmbé en el aeropuerto de Palma o que los militares británicos retirados, las viejas profesoras de botánica en Cambridge y algún que otro escritor inglés de novelas policíacas se reunían en el Club Anglo-Americano para festejar el cumpleaños de la Reina. Y ese tiempo fue el tiempo donde crecí y escuchando las historias de las fiestas de disfraces de Natasha Rambowa en las cuevas de Genova en la voz de mi tío abuelo, o las aventuras amorosas de la bella gimnasta Nadine; el tiempo donde ví, sentada en el Bar Mónaco, a Christine Keeler, la protagonista del Caso Profumo, y me la señalaron diciendo: esa mujer llevó a la ruina a un ministro de Su Majestad, y supe que mi ciudad era la ciudad donde todo podía ocurrir y reinventarse. Como me inventaba yo las historias de aquellos hombres derrotados que recogían colillas del paseo central de la avenida. Y al fondo –no sé por qué, pero estaban– estaban el miedo y cierto desasosiego. Estas cosas forman parte de mi vida y del libro que voy escribiendo sobre la memoria de mi ciudad, aunque a veces, cuando leo una nueva novela de Patrick Modiano escucho el eco de esa época en la que Palma era también todas las ciudades, con la puerta de la Berlitz School como la puerta de un pasadizo secreto para escapar de aquel miedo.

 

El día antes de finalizar estos folios, el periódico Le Figaro publicó un homenaje a Modiano con motivo de la aparición de su último libro, Dans le café de la jeunesse perdu, un título precioso que remite –esta ronda es española– al Tánger-Bar de Sánchez-Ostiz, que no era más que el café de nuestra juventud perdida. Abría el suplemento un magnífico retrato a color del autor trazado por el dibujante, y también escritor, Pierre Le-Tan. Recordé nuestras conversaciones en París mientras preparábamos su exposición para el Reina Sofía, dirigido entonces por Juan Manuel Bonet, hombre también afín a Le-Tan. Recordé la noche en que llegué a París para conocer personalmente a Pierre y que en esa noche yo tenía fiebre y estaba cansado y mi amigo el poeta Enrique Juncosa me llamó para cenar con otro amigo, el pintor Miquel Barceló, y decliné la invitación, cuando en esa cena también iban a estar Modiano y Catherine Deneuve. Y al día siguiente, en la casa de Miquel en El Marais, supe que Modiano se había quedado hipnotizado ante el oso hormiguero disecado del gabinete particular de Barceló, ese gabinete que Patrick Mauriès –otro letaniano– incluyó en su libro sobre las cámaras maravillosas. La monumentalidad del bicho no era para menos.

En las p?inas centrales del suplemento escrib?n algunos de los amigos de Modiano, entre ellos Catherine Deneuve, Pierre Le-Tan y Fran?ise Hardy. El azar siempre ha sido ? eso lo sabe muy bien Bonet, que fue quien me avisde la existencia de ese suplemento: ?i lo encuentras c?prame uno, que aquya lo han devuelto? uno de los ejes en la relaci? con la obra de Modiano ? tambi? con la de Le-Tan Por supuesto encontrdos ejemplares, que deb?n ser los ?icos que hab? en Palma. En esas p?inas centrales lea la cantante que hablaba del poder de sugesti? del estilo literario de Modiano, ?econocible entre todosy de cuando se conocieron a trav? de Emmanuel Berl y su mujer, de los que eran amigos comunes.  Recordentonces aquella tarde en la casa familiar donde escuchpor vez primera la voz de Fran?ise Hardy, reconocible entre todas y de un gran poder de sugesti?, y recordtambi? esa frase que hablaba de cruzar la frontera clandestinamente y supe que de nuevo volv? a pasear por las avenidas de un tiempo que estm? lejos del olvido, cuyo mejor cronista sersiempre el novelista Patrick Modiano.

 

Escrito en Lecturas Turia por José Carlos Llop

Montse Aguer[1]

 

El año 2004, año del centenario del nacimiento de Salvador Dalí, es un momento adecuado para hacer balance y situar a Dalí en el contexto artístico y de las vanguardias del siglo XX, tan rico en influencias y matices. Cabe analizar su vida y su obra con objetividad, con la distancia que nos aporta tanto el paso del tiempo como un más profundo conocimiento del artista.

Hoy Dalí, en todas sus vertientes, como pintor, pensador, escritor, apasionado de la ciencia, catalizador de las corrientes de vanguardia, es considerado una figura clave de la historia del arte.

Hay que situarlo, asimismo, como personaje inconformista, complejo, con una actuación personal capaz de captar y jugar con la importancia creciente de la sociedad de masas, a la que sirve y de la que se sirve, y, evidentemente, como artista capaz de intervenir en todos los campos de la creación, desde los más convencionales, como la pintura, la escultura, el dibujo o el grabado, hasta los más innovadores, como las instalaciones y las perfomances.

La figura y la obra de Salvador Dalí, indisociables, atraen cada día más audiencia (como demuestra la enorme cantidad de visitantes que cada año recibe el Teatro-Museo Dalí de Figueres o el hecho de que el óleo La persistencia de la memoria sea el que despierte más interés de los que exhibe el Museo de Arte de Nueva York). El misterio es una de las claves del artista, pero también la manipulación que hace de la realidad y el sentido de sorpresa pictórica contenido en su producción. Es autor de imágenes plásticas y literarias únicas y su iconografía es un referente para el imaginario colectivo.

Artista humanista, clásico en un sentido renacentista, es creador de una pintura literaria, minuciosa, virtuosa y laboriosa, con elementos figurativos procedentes de su particular mundo, de sus obsesiones y mitos; de una obra repleta de objetos cargados de simbolismo situados en paisajes solitarios, trazados con un profundo conocimiento del arte de la perspectiva y un extraordinario dominio de la técnica pictórica.

Una de las principales aportaciones de la plástica daliniana es la precisión a la hora de definir los elementos que pueden aparecer de forma evanescente en el imaginario colectivo o en el mundo de los sueños y de los automatismos intuitivos. Dalí establece con determinación y coherencia lo más efímero de nuestro pensamiento y lo hace de manera delirante. De esta imperiosa voluntad de explicar con determinación lo inconcreto, surge su famoso método paranoico-crítico, conjunción de pensamiento e imagen.

Igual de atrayente resulta el Dalí surrealista, admirado por Breton y Eluard, entre otros, como el Dalí nostálgico del Renacimiento y de la época de Rafael. A partir de un impresionismo sensual y pasional evoluciona hacia formas cubistas, puras y racionalistas que lo asocian con el Noucentisme de Eugenio d'Ors hasta convertirse primero en exponente destacado del surrealismo y descubrir después el poder iconográfico del arte clásico como herramienta perfecta para llevar a cabo su método paranoico-crítico.

Su obra refleja asimismo su interés por la ciencia y los efectos relacionados con la visión, especialmente su análisis de la doble imagen. Es el primer pintor del siglo XX que trabaja insistentemente en la recreación de la doble imagen de manera concreta, es decir, en la obtención de una imagen que, sin alterar ninguno de los elementos que la conforman, puede ser, por un simple estímulo de nuestra voluntad, otro sujeto completamente distinto del primero representado por el artista. En “Camuflaje total, para la guerra total” escribe:

“Tenía un espíritu paranoico. La paranoia se define como una ilusión sistemática de interpretación. Esta ilusión sistemática constituye, en un estado más o menos morboso, la base del fenómeno artístico, en general, y de mi genio mágico para transformar la realidad, en particular”.

A través de diferentes métodos y sistemas: la doble imagen, la estereoscopía, la holografía o la búsqueda de la cuarta dimensión, y de acuerdo con los avances de la ciencia, Dalí representa la realidad externa y, a la vez, la realidad interna, que pueden coincidir o no con la del espectador, pero que provocan en éste una serie de asociaciones psíquicas que permiten acabar sumergiéndolo en el discurso del pintor.

Un discurso que le es imprescindible para transmitirnos cómo se ve, pero sobre todo, cómo quiere ser visto por nosotros. En este sentido, en Dalí pintura y literatura son casi equivalencias y le sirven para construir su imagen. Su extensa obra escrita -que abarca desde el año 1919 hasta casi el final de sus días- así nos lo demuestra. Vida secreta de Salvador Dalí, magnífica autobiografía, es un claro exponente de la elaboración consciente de su “verdadera” realidad, la que él quiere que sea la cierta, que tenga validez de acta notarial.

En su comunión con la literatura, tanto como lector, escritor o ilustrador, siempre hay un hilo conductor: la imaginación, la fuerza de la imaginación. Dalí escribe: “Creo en la magia que, en última instancia, es meramente el poder de materializar la imaginación en realidad. Nuestra época supermecanizada subestima las propiedades de la imaginación irracional que no deja de ser la base de todos los descubrimientos” (del artículo “Total Camouflage for Total War” publicado en la revista Esquire, vol. 18, nº 2, agosto 1942). Imaginación que transforma en realidad y que, independientemente de la forma de expresión que utilice, nos atrae o inquieta, pero no nos deja indiferentes.

La relación de simbiosis entre Salvador Dalí y los libros evidencia una vez más el concepto humanístico que el creador ampurdanés tiene del Arte. La vida y la obra de Salvador Dalí están concebidas para obtener “todo” el conocimiento y desarrollarlo en todas las disciplinas artísticas. Hombre del Renacimiento, está constantemente experimentando e investigando en el ámbito de la pintura, del dibujo, de la literatura, de la ilustración; crea escenografías, espacios arquitectónicos, decora interiores, diseña... Es un artista dual: clásico e innovador, innovador y clásico, que busca obsesivamente hasta hallar su expresión propia, a menudo a contracorriente, en un mundo convulso y en constante cambio.

A través de su creación, su obra, descubrimos a un Dalí que, tal como escribió André Breton en una dedicatoria, “titubea entre el talento y el genio o, como se decía en otro tiempo, entre el vicio y la virtud”. No cabe duda alguna de que el genio ha triunfado. Un genio con talento que ha bebido de las fuentes clásicas y que ha sabido dejar constancia en su obra de la belleza convulsiva de los surrealistas. Un genio provocador.


[1]    Comisaria del Año Dalí.

Escrito en Lecturas Turia por Montse Aguer

La obra de Salvador Espriu y el filtro del tiempo

29 de agosto de 2013 13:26:55 CEST

También en lo que ambiguamente entendemos como ámbito literario ejerce su labor demoledora el paso del tiempo. Se ha dicho, a menudo, que éste se convierte en el definitivo juez de prestigios y valores. Desaparecido el autor en 1975, la obra de Salvador Espriu ha permanecido a merced de la crítica de las nuevas promociones, al vaivén de las estéticas. No es el tiempo, por consiguiente, el factor que deteriora o afianza una obra, sino la capacidad de ésta para coincidir con los gustos estéticos de quienes le suceden. Una obra aferrada sólo a su propia circunstancia, incapaz de suscitar el interés de otras promociones, acaba convirtiéndose en simple rareza bibliográfica. Pero, ¿cuánto tiempo se requiere hasta percibir la definitiva ubicación de una obra en ese frío, casi siempre, Partenón que se califica como repertorio “clásico”? ¿Puede entenderse como suficiente el paso de una década a la hora de formular una revisión que parece imprescindible? Y convendría cuestionar al respecto si la fecha de la muerte de un autor ha de significar el inicio de este purgatorio al que parece destinada cualquier producción estética o intelectual; si en algunos autores el proceso se ha iniciado ya con anterioridad, durante su misma existencia. Ya en la década de los setenta la obra espriuana había sido contestada por la neovanguardia catalana. La sombra de J.V. Foix resultaba quizás más alargada para las promociones que buscaban los modelos útiles de lo que se entendía como postmodernidad en la tradición poética catalana.

A la poesía de Espriu le perjudicaban seriamente dos circunstancias: haberse convertido en el poeta más popular de su tiempo y haber sido la figura poética emblemática del compromiso o de la “resistencia” antifranquista. En marzo de 1966, por ejemplo, coincidíamos en la Jefatura Superior de Policía de Barcelona, tras haber sido sitiados por la policía durante tres días en el Convento de los PP. Capuchinos de Sarriá. Se trataba entonces de la fundación de un Sindicato Democrático de Estudiantes en Barcelona, en cuyo acto intervinieron, entre otros intelectuales y artistas, Jordi Rubio i Balaguer, Tàpies, Joan Oliver, Carlos Barral, Maria Aurèlia Capmany, José Agustín Goytisolo, Agustín García Calvo y Manuel Sacristán, entre un etcétera no excesivamente amplio. Debido a su salud, ya delicada entonces, la permanencia del poeta en los despachos policiales fue breve, aunque fue sancionado con una fuerte multa gubernativa, que había de corresponder a su ya destacada consideración. La primera transición postfranquista significó no sólo descartar las responsabilidades políticas o culturales del pasado sino, tal vez sin adquirir plena consciencia de ello, entender también como un lastre nombre y estéticas que habían de recordarnos silencios, renuncias y hasta culpabilidades.

Salvador Espriu había sido revestido en los últimos años de su vida de muchos honores en el ámbito de una literatura que había pasado de la lucha por la mera supervivencia a ocupar su lógico destino natural. Sus poemas, a través de cantautores como Raimon, se habían difundido hasta más allá de su ámbito propio. Con no poco sentido del humor el poeta refería que algunos admiradores, al conocerle, le preguntaban si era él, en efecto, el letrista de aquellas canciones. Ampliamente traducido, su obra pasó también a las aulas convirtiéndose en parte de la enseñanza obligatoria, en el ámbito de la antigua Segunda Enseñanza, de la literatura catalana. Pero su proyección había de resultar problemática porque, a diferencia de otros escritores catalanes, su estética personal, heredada de las escuelas simbolistas, carecía de discípulos naturales o de escuela. Con una obra de mucha menor dimensión, por ejemplo, la poesía de Gabriel Ferrater (1922-1972) dejó muchos más discípulos y seguidores. Ingresaba también en los fríos ámbitos universitarios e investigadores. Pero su poesía resultaba difícil, requería de un cierto esfuerzo intelectual, resultaba ambigua para algunos celadores políticos y hasta demoledora. La poesía fue para Salvador Espriu tan sólo una faceta de su labor creadora (aunque determinante y central), ya que, desde la década de los años treinta, conformó junto a Josep Pla y Josep Mª de Sagarra, el esfuerzo de dos promociones que habrían de conseguir, junto a E. d'Ors y Joaquim Ruyra, la prosa catalana de mayor ambición del siglo. Ni siquiera los admiradores de Espriu fueron en su tiempo suficientemente conscientes del valor de sus textos en prosa, integrados en el diseño de un mundo propio, a los que habría que volver. Tampoco el teatro le resultó ajenao. Su obra de mayor éxito fue Ronda de mort a Sinera, que estrenó y pulbicó en 1978, dirigida por Ricard Salvat e interpretada por una joven, entonces, actriz, Nuria Espert. Sin embargo, la obra fundamental, desde la perspectiva de un teatro innovador, fue Primera Història d'Esther (publicada en 1948, cuando la mera suposición de un teatro en lengua catalana podía parecer utópica, aunque fue representada en 1957). Reducir la obra de Salvador Espriu a su poesía, como se ha hecho tan a menudo, significa prescindir de zonas relevantes de su producción.

La vocación literariade Salvador Espriu se forja en la aulas de la Universitat Autònoma de Barcelona, en la que ingresó en 1930 para cursar estudios de Derecho y de Historia Antigua. Un crucero por el Mediterráneo, junto a un grupo de compañeros y profesores, que realizó en 1933, visitando Grecia, Palestina y Egipto, habrá de constituir el dato más emblemático de una vida dedicada a la literatura, labor que compartió con el trabajo en las oficinas de una mutua privada de seguros médicos. Era hijo de un notario y nació en la población gerundense de Santa Coloma de Farners, aunque su infancia transcurrió entre Barcelona (donde cursó el Bachillerato) y Arenys de Mar (la Sinera de su obra). Sus primeras obras, en prosa, fueron Israel (1929, en castellano), El doctor Rip (1931) y Laia (1932). En su prólogo, fechado el 18 de setiembre de 1978, daba cuenta de los orígenes de aquella su primera novela corta: “En 1930, cuando no había cumplido diecisiete años y estaba terminando el bachillerato escribí El doctor Rip. En aquel tiempo era muy leído un prolífico humorista gallego, que se producía en castellano, Wenceslao Fernández Flórez. Caído durante mucho tiempo en el olvido, como suele suceder en Sepharad, Konilosia, Alfaranja y por todo el país, cuando los escritores, buenos y malos, se mueren, creo que ahora se intenta, como pasa, por ejemplo con Blasco Ibáñez, ponerlo otra vez en circulación”.

“Si no me equivoco, en una de sus obras, Los que no fuimos a la guerra, Fernández Flórez afirma, de un modo u otro, que todos los temas novelísticos ya ha sido tratados, excepto la experiencia íntima y las reflexiones de un canceroso. Con el atrevimiento y la inconsciencia típicas de mi poca edad, decidí, cuando iniciaba el aprendizaje inagotable de escritor, que intentaría llenar ese vacío. No sabía ni un ápice del catalán gramatical. No lo había aprendido porque nadie, durante la dictadura de Primo de Rivera, nos lo había enseñado. Pero el instinto me llevó a escribir, a tientas, en mi lengua, hablada siempre en mi casa, en mi familia, el yerro que subtitulé, con ufana modestia, novela”[1] La extensa cita nos ha de permitir adentrarnos en los orígenes de la labor de un escritor que calificará el conjunto de su obra como Años de aprendizaje. Será su padre, según relata, quien hará las oportunas gestiones para que Carles Soldevila escriba el prólogo a la primera edición del libro y ejerza de maestro de ceremonias en el acto de presentación del novel. Y será también su padre quien financie la edición de aquella novela corta que revisará en 1972 y   publicará reformada seis años más tarde. Ésta no ha de ser la única coincidencia econ la obra y hasta con la biografía del argentino Jorge Luis Borges. Durante casi treinta años aquella obra inicial había sido borrada de su producción, según afirma en palabras casi textuales. También, como Borges, Espriu someterá su producción a constantes revisiones. Ariadna al laberint grotesc, por ejemplo, finaliza no sólo con las oportunas fechas de su composición, 1934-1935, sino con las de sus correciones: “Revisada en Sinera, agosto 1949 – julio 1964. Y en Lavinia, octubre 1967 – julio 1974, diciembre 1980 – julio 1984”. Los lectores de Espriu saben ya que Sinera esconde generalmente el nombre de Arenys de Mar y Lavinia el de Barcelona.

Al inicio de la guerra civil había publicado, además, una colección de relatos, Aspectes (1934) y la ya mencionada Ariadna al laberint grotesc (1935) y Miratge a Citerea, también en el mismo año. Ya en plena contienda aparecerá Letizia i altres proses y escribirá, en 1939, en la Barcelona ocupada, aunque antes de que finalizara la guerra, Antígona, que vería la luz en 1955 y se estrenaría en los escenarios en fecha aún más tardía, en 1958. Sin lugar a dudas, la obra de Salvador Espriu había de resultar determinada por la experiencia de la guerra civil. No volverá a publicar hasta 1946, Cementiri de Sinera, ya un libro de poemas, fechado entre marzo de 1944 y mayo de 1945, aunque alguna de sus composiciones, “Dansa grotesca de la morte”, aparezca fechada en octubre de 1934 (otra fecha histórica catalana emblemática). Los esquemas simbólicos que atraviesan la obra de Espriu, plenos de resonancias bíblicas, han de servirle al poeta para reflejar una dramática realidad: la desaparición de una Cataluña de preguerra y, en consencuencia, la inicial persecución por parte de las nuevas fuerzas políticas de cualquier signo de catalanidad, en especial de la lengua, tan determinante para cualquier escritor. Se trata, por consiguiente, de una doble muerte cívica, a la que se añadirá la desaparición de sus padres. El mundo familiar de Espriu, forjado de recuerdos, simbolizará el más amplio de una Cataluña liberal, reconocible, que tan sólo, con incontables esfuerzos, podrá mantenerse viva en pequeños cenáculos, en los que la mera expresión en catalán ha de significar un signo de esperanza. Espriu calificó también el conjunto de su obra como “una meditación de la muerte” proclamando tal vez la continuidad de la tradicional “meditatio mortis”, aunque ello no debe entenderse como una calificación monotemática. Habría de contribuir a una nueva deformación interpretativa la aparición, en 1960, de La pell de brau  que, para la literatura catalana, supondrá el equivalente, pese a sus considerables diferencias, de Pido la paz y la palabra (1955), de Blas de Otero.

A mi entender, la consideración de la obra de Espriu debe emprenderse desde sus primeras experiencias en prosa en las que convergen un haz de influencias diversas, desde los libros bíblicos y los textos egipcios antiguos hasta los esperpentos valleinclanescos y el aliento de la tragedia griega que puede advertirse también muy tempranamente. En el prólogo de 1934 de Miratge a Citerea revela sus probables fuentes: “¿Precedentes? ¿Influencias? Apresurémonos a facilitar la labor del crítico. Carlota la protagonista ha leído a Barbey, Wilde, D'Annunzio, Valle, algo (no mucho) de Cocteau”. También en las palabras introductorias a Ariadna descubriremos algunas de las claves que se había propuesto el entonces joven Espriu a la luz de quien acaba de revisarlo en 1974: “un hombre joven de veintiún años, no demasiado complaciente consigo mismo y muy duro con los demás, empezó a escribir este pequeño libro. Un hombre viejo de sesenta y un años, nada complaciente consigo mismo y que procura, de lejos, comprender a los demás, quizás lo ha terminado. Quizás (...). En este pequeño libro se apagaron, poco a poco y de forma sistemática, todos los ecos del noucentisme y del postnoucentisme que en algún lugar se hubiesen podido señalar. Si en el léxico y en la sintaxis alguno queda, es porque se utiliza con un retintín grotesco (…) En el pequeño libro del que antes se hablaba, además de algunos diálogos y monólogos, estrambóticos y extravagantes pero no gratuitos, hay algún gitanismo y muy pocos neologismos y extensiones semánticas, y el vocabulario y el discurso se someten, no sin una refrenada rebeldía, a las listas y a las leyes dictadas o codificadas por el Institut d'Estudis Catalans, algunas de cuyas imperativas reglas tendrán que irse revisando y modificando paulatinamente. Nos encontramos hoy entre los dos fuegos de la más paralítica rigidez purista y del más irresponsable e inadmisible patués. Quizá habría que insistir en buscar, entre uno y otro extremo, el equilibrio de un término medio”. En estas líneas advertimos las esenciales fórmulas creativas de su poética. Espriu proclama su intención de evadirse de la estética de la generación que le precedió, la que se califica como “noucentista”. Para ello propone una auténtica reconversión del lenguaje que, aunque “normalizado”, incorporará gitanismos y expresiones populares, acentuando de este modo su expresionismo y su decantación humorística, que se traduce en farsa, próxima al tratamiento específico de “lo grotesco” expresionista. Elegirá inicialmente la prosa, porque la literatura catalana anterior estuvo integrada por poetas, más reconocidos por la crítica.

El cultivo de la narración ha de resultar casi una excepción hasta el extremo de que Carles Riba se preguntaba provocativamente por la inexistencia del género novela en su promoción. Los relatos de Ariadna encierran lo fundamental del mundo más característicamente espriuano: una esperpéntica y ácida visión de la realidad a través de personajes que se diseñan como marionetas, las que más tarde cobrarán vida en su obra teatral. Allí podemos descubrir al “filósofo” Crisanto Bautista Mestres, quien descubre, para remediar la pobreza, que ha de convenirle saciar la vanidad de sus coetáneos. Sus lemas “Piense con pureza” y “Sois los mejores” le convierten en “académico (…), consejero del Banco nacional, diputado a Cortes, presidente del Patronato de Indios Descalzos y profesor de Grafología Caractereológica en la Universidad”. Aquí aparecerá ya Salom, el erudito local (“erudito y estúpido”) de Lavinia, quien recita sin éxito en “Barrios bajos”: “Esta es la ciudad de la perfecta belleza, la admiración de toda la tierra”. También, desde su producción primera, Doctor Rip, la muerte habrá de planear sobre el conjunto de seres que pueblan sus relatos. En “Tópico” es el cruel accidente de un trabajador de la industria y su temprana muerte lo que le permite ironizar sobre “el tópico del obrero honrado”. Y en “El país moribundo” identifica su “pobre y viejo país”, alabado ditirámbicamente, con un ahogado en el puerto. Los periodistas se limitarán a mandar un telegrama a las agencias: “¿Qué dice? Viejo país ahogado ayer aguas puerto. No se ha identificado cadáver. ¿Caramba, el país se murió, ¡viva! Tenemos incluso un país que se nos muere. Veamos, queremos más detalles. Aquel día las redacciones trabajaron de un modo febril y compensaron con creces la cotidiana penuria económica editorial: por lo menos se vendieron unos cincuenta periódicos en nuestra lengua, en esa lengua que con tan delicado amor han llamado después, inteligiblemente, vernácula”. El uso simbólico de las referencias a la Cataluña de su época son más que evidentes, incluida la preocupación por la supervivencia que habremos de ver en Espriu y en los escritores catalanes en los difíciles años de la dictadura franquista.

Ya en el primero de sus libros poéticos, Cementiri de Sinera, redescubriremos algunos de los grandes temas que habíamos advertido en sus prosas anteriores. Josep Mª Castellet los redujo a “la muerte, la patria, el recuerdo, el paso del tiempo, el cansancio, la soledad, Dios” y, en paralelo, sus habituales símbolos: “abril, los cipreses, las arañas, las barcas, los ojos de un ciego, la niebla, las nubes, la lluvia, el viento, los caballos, la arena, el mármol, el mar, el jardín”. La lista no es completa, aunque revela el proceso poético que se iniciará con este título emblemático, en el que sumará dos elementos fundamentales: los espacios elegidos (una Sinera que es, en ocasiones, el espacio local, el del paraíso de la infancia, también el más amplio, el de Cataluña); así como el cementerio, el espacio específico de la muerte. El camino de la interiorización, que habrá de operarse paralelamente, es una oscura vía, por la que han de desfilar los fantasmas, los miedos, las angustias personales. Uno de sus ejes simbólicos será, como en la obra de Borges, el laberinto, alegoría de la vida humana y, a la vez, el eslabón que enlaza la obra espriuana con la más antigua cultura helena. Explícitamente aparecerá en el título de Final del laberint (1955), considerado por la crítica como el más oscuro poemario de Espriu, junto a Llibre de Sinera, publicado por vez primera en Obra poética (1963). En el primer poema de Les cançons d'Ariadna (1949), libro que Espriu situará como pórtico de su producción poética, utiliza ya el tema del laberinto: “No hi ha laberint més clar”. El cuarto poema del libro, titulado “Barallade dos cecs captaires”, sitúa en primer plano otro tema fundamental: el de la ceguera, en esta ocasión, inspirada en una escena goyesca, esperpéntica, la de dos ciegos que se combaten con tremendos garrotes: “S'escometen tots dos, / garrots enlaire: / fericitat atroç / de brotonsaures”. Ecos de la frecuentada mitología egipcia figuran también en “Barca osiríaca”: “Barquer de l'etern viatge, / deixa'm amb tu reposar”. Pero tras estos dos grandes temas recurrentes planea la conciencia de la muerte, expresa en “Malalt”, desde la fórmula de la canción popular: “I la mort vindrà / -diuen les puntaires- / un dilluns proper, / a la matinada” e incluso figurará en el título de otro de los poemas de la serie, “Dansa grotesca de la mort”. Pero será Salom (alter ego ocasional de Espriu) quien en el poema titulado Petites cobres d'entenebrats asumirá el pesimismo del presente y la muerte como esperanza final: “Em dic Salom, fill de Sinera. / Contemplo el buit, mirant enrera. / I, temps enllà, tan sols m'espera / desert, tristor d'hora darrera”.

En Cementiri de Sinera (1946), el primero de los libros poéticos publicados por Espriu -tras once años de silencio- combina la desolación interior con un paisaje que pasa a convertirse en una proyección del cementerio, principal núcleo significante: “Quina petita pàtria / encercla el cementiri! / Aquesta mar, Sinera, / turons de pins i vinya, / pols de rials. No estimo / res més, excepte l'ombra / viatgera d'un núvol / i el lent record dels dies / que són passats per sempre” (II). Advertimos ya la densidad de la más honda poesía de Espriu, quien ha interiorizado el drama histórico, situándolo en un paisaje propio. Este cementerio, tierra de muertos, no será El cementerio marino, de Paul Valéry, aunque comparta con él el mar y el ambiente mediterráneo, sino la identificación con una conciencia de derrota que es, a la vez, cívica y personal. El poema XXVI de la serie, revelador en el sentido de conjugar lo familiar con lo personal, puede relacionarse con el conocido, aunque más retórico, poema “El remordimiento”, de Jorge Luis Borges, publicado treinta años más tarde, en su libro La moneda de hierro (1976). Situar los dos textos en paralelo nos permite advertir, una vez más, las coincidencias temáticas, ciertas afinidades que venimos reiterando: “No lluito més. Et deixo / el seplucre vastíssim / que fou terra dels pares, / somni, sentit. Em moro, / perquè no sé com viure” // He cometido el peor de los pecados / Que un hombre puede cometer. No he sido / Feliz. Que los glaciares del olvido / Me arrastren y me pierdan, despiadados. / Mis padres me engendraron para el juego / Arriesgado y hermoso de la vida /.../ Me legaron valor. No fui valiente. / No me abandona. Siempre está a mi lado / La sombra de haber sido un desdichado”. Les Hores (1952), dividido en tres partes, debe entenderse, asimismo, como una nueva reflexión, con variaciones, sobre la muerte. La primera está dedicada al poeta de su promoción e íntimo amigo B. Roselló-Porcel, fallecido el 5 de oenero de 1938; la segunda a su madre, que murió el 1 de julio de 1950; la tercera -un guiño más que significativo- a Salom (su alter ego). Espriu acompaña el nombre de una fecha significativa (18-VII-1936); es decir, el día del comienzo de la guerra civil española.

También el libro que publicará en el mismo año, Mrs. Death, mantiene la reflexión, que pasa de lo individual a lo colectivo, sobre la muerte. En el poema “El Governador”, por ejemplo, encierra en cuatro versos emblemáticos el pesimismo colectivo: “Habitem en sepulcres, / entenebrats, mirant-nos / dintre 'nostre, en un somni / que no retorna l'alba”. Será, sin embargo, en El caminant i el mur (1954) donde la voz poética de Salvador Espriu alcance sus mejores resonancias. Como hemos venido apuntando, la poesía espriuana, asentada en una estética simbolista, viene asegurando sus elementos sin apenas introducir nuevos temas. Su mundo revelado es aparentemente el del paisaje de Sinera, pero el conjunto de signos identificativos que lo fundamentan, alejado de cualquier rasgo urbano, ha de convertirse en las llaves que permiten adentrarnos en la desolación interior. En la segunda parte del libro, titulada “Cançons de la roda del temps”, descubriremos algunas de las más felices composiciones del poeta, quien utilizará la sencillez aparente de la canción para convertirla en eficaz vehículo de la pura lírica: “Mur de la nit: a penes / la remor d'unes ales / enllà de l'aire, somni / ja presoner. Camino / seguit de prop per passos / en la neu” (“Cançó de la mort callada”). En la tercera parte, “El Minotaure i Teseu” la canción se convierte en un cántico y el poeta se identifica, una vez más, con el pueblo de Israel. Los elementos bíblicos, presentes ya desde su primera obra juvenil, se acentúan. El pueblo elegido y perseguido es, naturalmente, Cataluña. Allí figurará, entre otros, el magnífico “Assaig de càntic en el temple” que habrá de convertirse en uno de los poemas más emblemáticos de la época. La estructura paralelística, la abundancia de adjetivos precisos, definitivos, configuran una dolorosa y entrañable relación entre el poeta y su “tierra / patria”: “Oh, que cansat estic de la meva / covarda, vella, tan salvatge terra, / … / Car sóc també molt covard i salvatge / i estimo a més amb un / deseperat dolor / aquesta meva pobra, / bruta, trista, dissortada pàtria”. Cabe entenderlo como el hilo que ha de conducirnos hasta La pell de brau.

Una simbología muy elemental, en todo caso, ha de permitirle introducirnos en un paisaje (que es interior) de íntimas resonancias: “Oh, sobretot estima la sagrada / vida de l'arbre i la remor del vent / a les branques que s'alcen vers la llum!” (“Llibre dels morts”). El árbol, en efecto, aparecerá con frecuencia como un signo de vida, como la presencia, en el invierno, de una vida secreta. La presencia de símbolos como el viento o la luz, mencionados en los tres versos antes citados, proceden de la simbología mística, de la que Espriu no se alejará nunca y constituyen las referencias habituales a las que tenderá progresivamente el poeta en sus últimas obras. Explícita será esta decantación en Final del laberint mediante las citas expresas, al comienzo del libro, publicado en 1955, del Maesro Eckehart y Nicolás de Cusa. Si, como apuntamos, una parte de Les Hores estaba dedicado a su madre, el presente figura dedicado a su padre con la indicación precisa de la fecha de su muerte: 30-IV-1940. El laberinto de ha transformado ahora, en el poema II, en “la casa del hacha del relámpago”, sin puertas ni ventanas, en una visión o pesadilla atormentada. Al final de los pasillos escucha el poeta, que avanza a ciegas, un llanto desolador. Y tan sólo, cuando comprueba que la sangre “es escampada amb ira per la roja tenebra” se justifica como un “home sencer” y de él puede brotar una canción. La poesía (“clares paraules”) nace, por consiguiente, desde una presión interna que se convierte en un difícil sistema comunicativo. Es frecuente la imagen de la noche, de la oscuridad, de tan rica tradición mística. El poeta es un mendigo, un ciego, un solitario, un labrador que labora su tierra -el lenguaje- a la búsqueda de las misteriosas palabras que han de convertirse en canción (XV). Así lo manifiesta el poema XVI, por ejemplo, de la serie: “Treballo durament / en àrides paraules. / S'agosta la cancçó. / quan provo d'entonar-la”. Introduce su propia imagen retenida en el espejo, busca la unidad de los contrarios, se adentra en la consideración de la nada.

La pell de brau resulta, sin embargo, una reflexión moral y política sobre la España de finales de los años cincuenta, formada por pueblos que se desconocen y se expresan en diversas lenguas. Sepharad (España) se nos ofrece como la piel extendida del toro, según se indica en el primero de los poemas de la serie. Resulta también un canto de árido  dolor y un clamor de esperanza. Rechaza cualquier rastro de odio y, en consecuencia, viene a coincidir en un claro compromiso personal con el programa que planteaban las fuerzas democráticas clandestinas y el entonces perseguido partido comunista: las tesis de la llamada “reconciliación nacional”, que habría de servir para superar el franquismo. Versos como “Fes que siguin segurs el ponts del diàleg / i mira de comprendre i estimar / les raons i les parles diverses dels teus fills” responden a esta intencionalidad. El nuevo libro de Espriu se mantiene, sin embargo, dentro de los límites del mundo ya diseñado anteriormente, de rasgos claramente bíblicos: el recuerdo del templo derruido, las lamentaciones frente al muro, la Golah, el ídolo que se identifica con el mal, el agua como bien reparador, etc. Se combinan las canciones con poemas de mayor amplitud. Se alternan la ironía y el expresionismo con claves líricas o reflexivas. En el poema XXV, sirviéndose de las fórmulas simbólicas que apreciábamos en su obra anterior, reclama el fin del miedo: “Amb la cançó bastim en la foscor / alter portes de somni, a recer d'aquest torb. / Ve per la nit remor de moltes fonts: / anem tancat les portes a la por”. El canto a la libertad se sxplicita en el poema XXXVIII: “Escolta, Sepharad: els homes no poden ser / si no són lliures. / Que sàpiga Sepharad que no podrem mai ser / si no som lliures. / I credi la veu de tot el poble: Amén”.

Llibre de Sinera incluye composiciones fechadas entre 1959 y 1962. Espriu mantuvo siempre una concepción unitaria del libro poético concediendo particular significación al número y a la secuencia de los poemas. Mantiene el desgarro habitual, los ciegos protagonistas: “Al vell orb preguntava l'esglai / si el meu poble tindra demà. / I la boca sense llavis començà / la riota que no para mai” (VIII). Los sesenta poemas del libro constituyen una manifestación evidente de la plenitud del poeta que acentúa ligeramente la oscuridad de algunas imágenes. Per al llibre de salms d'aquests vells cecs (1967) lo forman cuarenta poemas de estructura circular y de tres únicos versos, inspirados en los haikais, que sintetizan fórmulas expresivas, actitudes, simples descripciones o referencias a elementos de sus obras anteriores. Tampoco faltan rasgos de reflexión moral o intuiciones.

Algunos poemas de Setmana Santa (1971) figuraban ya en la primera edición de Poesia  (1968), aunque fechados en 1962. En su edición definitiva resulta una reelaboración del mito de la Pasión impregnado de elementos míticos judíos. Formes i paraules (1975), ilustrado con fotografías del escultor Apel.les Fenosa, va más allá del siempre difícil paso de un arte a otro, sobre los temas del artista. Los poemas adquieren el carácter de una autónoma reflexión metafísica, inspirada en el mito del retorno a Ulises.

Una relectura de la obra de Salvador  Espriu ha de servir para despejar cualquier crítica fácil, sentada en los prejuicios o propiciada desde estéticas antagónicas. Resultaría incongruente demandar a la poesía espriuana lo que ésta nunca se propuso. Esta consideración, sin embargo, no debe entenderse como la defensa de una obra que, según hemos apreciado, se defiende sobradamente por sí misma. Salvador Espriu sigue siendo, a los diez años de su desaparición física, una de las voces más inquietantes, críticas y originales de la lírica peninsular de nuestro siglo. Su mundo cerrado, críptico en ocasiones, emblemático, cruel, pesimista y, a la vez esperanzado, obsesivo, cíclico y recurrente, espiritual, discurre a través de vetas poéticas complementarias. Su riqueza de vocabulario, sus ritmos propios del cancionero popular, su versatilidad métrica a la vista están. Pasado el primer purgatorio que ha de soportar cualquier obra literaria, todo parece propiciar el asentamiento definitivo de su obra, aunque resulte imprescindible una reposada revisión crítica.



[1]    Los textos en prosa se citan en sus traducciones castellanas de la edición de sus Obras Completas. Fundación Banco Exterior / Edicions del Mall. Barcelona, 1985, en cuatro volúmenes. Los textos poéticos he preferido mantenerlos en su  lengua original. 

 

Escrito en Lecturas Turia por Joaquín Marco

Mercè Rodoreda: la condición de una mirada

27 de agosto de 2013 14:20:03 CEST

En el Parnaso de los escritores catalanes del siglo XX Mercè Rodoreda (1908-1983) ocupa un lugar particular. Protagonista del siglo, aunque no fuera en la primera línea del frente, su anécdota vital compleja y tortuosa le permitió estar bien cerca de algunas de sus vicisitudes más graves. De formación autodidacta, logró construir no sin esfuerzo una carrera literaria notable, y ya antes del final de la guerra civil había publicado cinco novelas (que luego rechazó) y había ganado el premio “Joan Crexells” a la mejor novela publicada en 1937. Narradora de excepción, supo encontrar la voz que le permitió expresar un mundo particular, personal e insinuante, que traduce una mirada de carácter reflexivo a partir de un instinto natural. Al morir había encontrado un reconocimiento más allá de las fronteras, sentenciado por Gabriel García Márquez en un artículo que publicó en el rotativo El país con motivo de su muerte en 1983: “Una mujer invisible que escribe en un catalán espléndido unas novelas hermosas, duras, como no se encuentran muchas en las letras actuales”. Se lamentaba el novelista colombiano de que fuera poco conocida fuera de Cataluña. Ello ya no es así. En los veinticinco años transcurridos desde su muerte su obra se ha afianzado como un sólido valor en el conjunto de la literatura catalana de todos los tiempos. Traducciones y lectores en todo el mundo atestiguan de la difusión notable que su mundo ha conseguido. A ella se le puede aplicar sin temor el aforismo certero de Julio Ramón Ribeyro: “El artista de genio no cambia la realidad, lo que cambia es nuestra mirada. La realidad sigue siendo la misma, pero la vemos a través de su obra, es decir, de un lente distinto. Este lente nos permite acceder a grados de complejidad, de sentido, de sutileza o de esplendor que estaban allí, en la realidad, pero que nosotros no habíamos visto.” (Prosas apátridas). Mercè Rodoreda vivió en un tiempo de grandes transformaciones sociales y estéticas. Sufrió persecución y exilio y ello le afectó en, por lo menos, cuatro ámbitos distintos: político, como partidaria de la República española; geográfico, viviendo lejos de su país entre 1939 y 1973; lingüístico, porque en Francia o Suiza, se mantuvo aislada en un círculo de expresión catalana, dentro del mundo más amplio del exilio español; y personal, puesto que estuvo separada de su hijo desde el momento en que abandonó España. Contra las dificultades consiguió construir una obra literaria de primera magnitud.

Una vida en el exilio

Según una conocida definición de Gilles Deleuze y Félix Guattari una literatura menor funciona bajo tres restricciones: un alto grado de “desterritorialización” del lenguaje; la contaminación de todos los aspectos de la actividad literaria por problemas económicos, comerciales, legales; y por la politización de todo, ya que la literatura se ve obligada a cumplir una misión de definición colectiva. La obra de Mercè Rodoreda consigue replantear la proposición de los filósofos franceses, puesto que, a pesar de pertenecer a una literatura menor, supera y redefine algunos de estos condicionantes. A pesar del alejamiento físico, consigue crear una lengua literaria de apariencia realista y de gran efecto simbólico. Rehuyendo la censura o por decisión de no dejarse ahogar en un mar de datos y fechas, sus grandes novelas pueden ser leídas en clave histórica y política, después de obligar al lector a un ejercicio de desmontaje.

Mercè Rodoreda es considerada por muchos lectores y críticos como una de las escritoras europeas más originales del siglo XX. El reconocimiento no fue fácil. Su prosa exquisita, de perfiles acerados, es óptima para la construcción de un mundo enigmático de fuerza singular. Una aproximación a los misterios de la realidad, en apariencia cotidiana, despejando las incógnitas de una vida misteriosa. El éxito la acompañó sólo en los últimos veinte años de su vida, que en general, estuvo marcada siempre por la soledad y la originalidad. Sería fácil afirmar que su vida (el proceso de su liberación) y su desarrollo como escritora siguieron caminos paralelos. Pero en su caso, obra y vida, sin confundirse nunca, responden a exigencias y problemas muy distintos.

Por imposición, Rodoreda se casó con un tío suyo al cumplir los veinte años. Malcasada y con un hijo, la literatura, la lectura ingente, se presentó como una solución de conveniencia para plantearse una vida alternativa. Empezó a escribir en 1933, y publicó varias novelas que luego rechazó. En el exilio francés, huyendo de las tropas de Franco primero, de las de Hitler poco después, tuvo pocas oportunidades de volver a dedicarse a su pasión de escritura. Huyendo de París, su convoy fue bombardeado en tres ocasiones, vivió en casas abandonadas o en los bosques, en vivencias semejantes a las que también noveló Irene Nemirovsky. Rodoreda las evocó en cartas impresionantes escritas a su confidente del momento, la también escritora Anna Murià. Vivió en difíciles circunstancias en Burdeos y Limoges, ganándose la vida cosiendo. El exilio, algunas de las escenas vividas en la Francia ocupada por los nazis, encontraron camino en versión literaria en los cuentos que ganaron el premio “Víctor Català” en 1957. Finalizada la guerra mundial regresó a la literatura de un modo curioso. A mitad de la década de los cuarenta, viviendo en medio de una gran penuria material, padeció durante cuatro años una dolencia en el brazo derecho, que le impedía escribir a mano. Ello la empujó a escribir a máquina y a dedicarse a dibujar. Encontró en el arte (collages y dibujos a lo Paul Klee) y la escritura (sonetos de notable factura) refugio para una existencia difícil. Por entonces se había consolidado su relación sentimental con el poeta y crítico Joan Prat, más conocido por su pseudónimo literario, “Armand Obiols”. Había regresado brevemente a Barcelona en 1948, había participado en los “Jocs Florals” (Juegos Florales) del exilio, pero poder publicar de nuevo en su ciudad, significó la confirmación de una vocación, o mejor, la posibilidad de reemprender una dedicación a la literatura que había sido desde 1933 su pasión esencial. La escritura de esta época puede ser leída como lucha contra un destino impuesto y una humillación colectiva. Pero lo más característico es la creación de una prosa innovadora, con sombras y silencios, con una aptitud especial para retratar las ondulaciones de un alma femenina.

La suerte cambió definitivamente cuando en 1962 consiguió publicar su novela La plaza del Diamante. Mercè Rodoreda vivía ahora en Ginebra, a donde se había traslado Armand Obiols en 1954, puesto que trabajaba como traductor en Naciones Unidas. La novela se había presentado al más prestigioso premio de novela en catalán, el “Sant Jordi”, de 1960 con el título de Colometa y causó un pequeño escándalo literario El jurado no la premió. Uno de sus componentes, Joan Fuster, la recomendó al editor Joan Sales que acababa de fundar la editorial “El Club dels novel.listes”. La novela de Rodoreda se convirtió inmediatamente en un éxito de crítica y de público. Dos años más tarde, un grupo de críticos convocados por la revista Serra d’Or la declaró la mejor novela catalana del período 1939-1963. Con motivo de la reciente Feria del libro de Frankfurt ha vuelto a ser declarada como una de las mejores novelas de todos los tiempos escritas en lengua catalana. En 1978 Francesc Betriu realizó una miniserie televisiva, que era una versión más que digna de la novela. La situación de Rodoreda en el sistema literario cambió de modo radical. Pudo continuar escribiendo con más libertad, continuó trabajando en proyectos de cuentos y novelas, obras de teatro. Después de un largo período de exilio podía regresar a Barcelona a pasar largas temporadas. En 1971, después de la muerte de su compañero sentimental, desplazó definitivamente su residencia hacia la tierra natal. Se construyó una casa en el pueblo gerundense de Romanyà de la Selva, en un lugar que en opinión de Josep M. Castellet (Los escenarios de la memoria) era como un mirador sobre el país, alejado de él, observándolo desde una elevación. Cuando murió en 1983 era una escritora muy conocida, con éxito de público, motivo de varios homenajes, “Premi d’Honor de les Lletres Catalanes” en 1980. El reconocimiento se ha confirmado con una cantidad ingente de ediciones y traducciones de sus principales libros, y por el gran número de estudios críticos que se le han dedicado.

Cuentos y novelas

Rodoreda leyó con pasión los relatos de Katherine Mansfield. En una carta afirmaba: "El 'meu amor en aquest gènere' és la meravellosa K. Mansfield." (Mi amor en este género es la maravillosa K. Mansfield.) Algunos de sus personajes encuentran inspiración  en el mundo de la escritora neozelandesa. La influencia de  Mansfield se comprueba sobre todo en el impacto de algunos cuentos de The Garden Party en un eco muy directo en “Zerafina” o “La niñera” de Mi Cristina y otros cuentos. Como Mansfield, Rodoreda se convirtió en una hábil cronista de situaciones de desastre que ocurren en la vida cotidiana, desarrollando un instinto afilado para presentar a seres humanos en situación de soledad extrema, o ilustrando la desesperación de la mujer en el mundo moderno, sin ningún rastro de sentimentalismo.

Es el cuento en Rodoreda medio de expresión alternativo: taller de experimentación a veces de voces y modos que luego explorará por extenso en las novelas; o vía de escape para un mundo de fantasías y sueños que a menudo encuentran su correlato en símbolos de carácter vegetal, que localiza en parques y jardines. Algunos cuentos la sitúan a las puertas del teatro, una dedicación que mantuvo inédita y se ha publicado póstumamente. Pero el cuento para Rodoreda fue también el medio escogido en su operación de reingreso en las letras catalanas. Desde la incertidumbre del exilio en París Mercè Rodoreda planificó su regreso a la literatura como una maniobra de impacto: "penso fer contes que faran tremolar Déu" (pienso escribir cuentos que harán temblar a Dios), escribió a su amiga Anna Murià. Así el cuento fue el instrumento elegido para volver a la literatura después de veinte años de silencio. El volumen Veintidós cuentos  (1958) fue seguido por otros dos volúmenes, Mi Cristina y otros cuentos (1967) y Parecía de seda y otras narraciones (1978), los cuales son testimonio fiel de sus inquietudes de los años siguientes, escritos paralelamente a sus grandes novelas, las que le han dado una fama definitiva, La plaza del diamante (1962) y Espejo roto (1974).

Algunos de sus cuentos tienen una pre-escritura en las cartas de los años cuarenta, y ello nos indica hasta qué punto muchos de ellos están inspirados en hechos autobiográficos. Así, por ejemplo, en una carta escrita en Limoges el 29 de agosto de 1940 narra su huída de París, recién ocupada por los alemanes, experiencia que reaparece ficcionalizada en el cuento “Orleáns, 3 kilómetros”. Pero poco a poco internaliza experiencias, refina su arte y consigue sugestivos análisis de fragmentos de realidad desde perspectivas insólitas, introduciendo siempre un hálito de inquietud.

En los cuentos de Rodoreda se cumplen algunas de las exigencias que Cortázar imponía a este género literario, en especial la intensidad y la tensión. Son pequeños episodios domésticos que iluminan la condición humana (en especial la situación de la mujer) o que devienen símbolos candentes de una situación social o histórica. Algunos de sus mejores cuentos, como “La salamandra”, están localizados en un remoto ambiente rural, en país y tiempo indefinidos. A lo que se añade el componente fantástico (una mujer convertida en salamandra) que aumenta el carácter inquietante y simbólico del relato. En una entrevista declaró que el relato “representa un complejo de culpabilidad”. Presionada para que aclarase a qué se refería, rehusó explicarlo, puesto que era “demasiado personal.” Otros relatos, como ”Mi Cristina”, resultan un cruce de tradición bíblica y de absurdo a la Kafka. La autora se sitúa así en –y dialoga con– una larga tradición que va de Chejov a Carver y pasa inevitablemente por Mansfield o Cortázar. A partir de situaciones cotidianas o de juegos de fantasía Rodoreda nos acerca a una revaloración de la existencia. El cuento en sus manos nombra espacios mudos y da voz al silencio.

Las novelas, en particular La plaza del Diamante y Espejo roto, constituyen las obras más logradas. Como ya indicara Joaquim Molas, en La plaza del Diamante Rodoreda utiliza técnicas del monólogo interior, mezclando el estilo directo e indirecto. Narra la vicisitud de su protagonista-narradora, en un proceso de opresión y liberación, ambientado en un barrio barcelonés (Gracia) desde poco antes de la proclamación de la República hasta la postguerra. Los cambios de nombre de la protagonista, Natalia, Colometa (palomita), Señora Natalia, dan cuenta de la evolución del personaje, de su manipulación por un primer marido dominante o la relación con un segundo marido, impedido sexualmente a causa de una herida de guerra. Asimismo, el espacio urbano, interiores y exteriores, resulta en correlato del estado moral de la protagonista. Y múltiples elementos simbólicos (palomas, balanzas, etc.) ayudan a confirmar ante el lector la transformación del personaje. A la sombra de este éxito quedan otros libros notables, La calle de las Camelias (1966) y Jardín junto al mar (1967).

Su segunda novela de gran éxito, también la más ambiciosa, es Espejo roto (1974). Presenta la evolución de una saga familiar, los Valldaura, siguiendo el ascenso y caída del grupo. El centro de la acción es una torre con jardín en la que vive la familia. Lujo y éxito, decadencia y muerte, son los signos de los cambios y las coordenadas de una profunda reflexión sobre la fugacidad y el paso del tiempo. Se trata de una obra polifónica, con multiplicidad de voces y perspectivas. El secreto roto en mil pedazos es el leitmotiv de la novela, al que difícilmente llega el lector. La tristeza y la inquietud, el recuerdo y el secreto, o elementos simbólicos como el fuego dominan la acción. En la novela es de gran riqueza el juego de intertextualidad con otras obras literarias, cinematográficas, pictóricas. En opinión de Carme Arnau, se trata de una novela poética: “la prosa roderiana se convierte en poética una poeticidad que hace referencia a la teoría afectiva, es decir a la voluntad (…) de expresar sentimientos más que ideas.”

Cuanta, cuanta guerra (1980) es la última novela que publicó en vida. Narra la aventura del joven Adrià Guinart que pasa tres años recorriendo un paisaje de gran belleza, huyendo de los desastres de la guerra. El atavismo, un mundo onírico y nocturno, presiden la mínima acción, en la que se yuxtaponen imágenes de una belleza misteriosa: “Un rayo de luna como una espada me cayó encima, el río la repitió”. La guerra es metáfora de la existencia, presidida por el absurdo que implican la muerte, la destrucción. Póstumamente se publicaron otras dos novelas, que había dejado incompletas, que prolongan esta vena narrativa, apocalíptica y simbólica: Isabel y María y La muerte y la primavera  (1986).

En los últimos años se han ido publicando volúmenes que recogen aspectos menos conocidos de la obra literaria de Mercè Rodoreda, como por ejemplo El torrent de les flors (1993) que incluye cuatro obras de teatro. Destaca la densidad de una obra como “La senyora Florentina i el seu amor Homer”. Desde el efecto paronomásico del título se inicia una visión desencantada de las relaciones amorosas, y la ampliación de un personaje fugaz, la Zerafina de uno de sus cuentos más célebres. El signo del teatro de Mercè Rodoreda es el de ampliar el sentido de un mundo muy personal desde la brutalidad de sus entrañas. Se conocen colecciones parciales de su rico epistolario. Si se cumple el propósito de publicación de sus Obras Completas, será sin duda la aportación más novedosa de este año en que se conmemora el centenario de su nacimiento.

Perspectivas de lectura

Ante una vida tan agitada, usada y despreciada por los hombres, la conclusión lógica del periplo sería la del feminismo. No fue así. Preguntada por dos entrevistadoras si el hecho que los protagonistas de sus novelas fueran siempre personajes femeninos respondía a un planteamiento feminista, Rodoreda fue tajante: “Yo creo que el feminismo es como un sarampión. En la época de las sufragistas tenía un sentido, pero en la época actual, en que todo el mundo hace lo que quiere, me parece que no tiene sentido el feminismo.” Aunque esta opinión no ha sido tenida en cuenta por legiones de lectoras, en especial en el mundo anglosajón. Allí se han publicado una gran cantidad de estudios. En cursos universitarios es una de las escritoras catalanas más leídas, tanto en el ámbito de la postguerra, o bien como escritora que supo representar como pocas las vicisitudes de la condición femenina. La bibliografía de Isidra Mencos, Mercè Rodoreda: A Selected and Annotated Bibliography (1963-2001), ilustra con profusión de detalles los modos y lugares cómo ha sido leída esta escritora. Lectores de toda condición se han rendido al encanto de su mundo. Y entre ellos, destaca la opinión de Gabriel García Márquez cuando calificó su obra más conocida, La plaza del diamante, “como la más bella novela que se ha publicado en España después de la Guerra Civil.” A pesar de que Rodoreda nunca se mostró interesada por el feminismo, éste es subliminal, subterráneo, y permea la mayor parte de su obra. Por eso resulta tan atractiva esta escritora para el feminismo académico norteamericano. Y también para el resto de mortales, puesto que nos atrae por la habilidad y belleza de una construcción verbal con la que indaga en aspectos recónditos del ser. Como escribió Kathleen Gleen: “a través de sus textos hay una conexión de violencia, sutil y evidente, verbal y física, amenazante y obvia. Sus víctimas, ya sean jóvenes o bien mayores, solteras o casadas, mujeres o hombres con características femeninas, son seres marginales, objetos más que sujetos, a quienes la vida decide por ellos, moviéndose en los márgenes de la sociedad y no integrados en la misma.” Así es, puesto que las protagonistas de sus cuentos y novelas son con frecuencia mujeres débiles en apariencia, pero que han conseguido situarse en una situación de fuerza. Desde la defensa frente al Uno invasor se dibuja la complejidad del Otro a partir de breves apuntes, recortes de vida. Vidas de mujeres que temen el fin del amor. O que tienen que sobrevivir situaciones de adversidad.  Situaciones de inocencia, de jóvenes enamorados, pero en las que se adivina ya el miedo, la sospecha, de una posible futura traición.

La obra de Mercè Rodoreda se ha leído desde dos perspectivas: la feminista y la histórica, en clave estrictamente biográfica. Propuesta absurda, puesto que la obra de cualquier escritor es sólo un pálido reflejo de la aventura personal del autor que se esconde detrás del nombre inscrito en la portada. Y ello, incluso sin tener en cuenta las posibilidades enormes de la autoficción. La obra de Rodoreda se desmoronaría al intentar ser leída en simple clave anecdótica. Por ello parecen discutibles los planteamientos que quieren distinguir dos voces en su obra narrativa, basándose en las dos personalidades (sic) de la autora. La escritora usaría una u otra según el relato, el período, el objeto de su narración. Una sería una voz realista, heredera de la mejor tradición decimonónica, atenta a un retrato detallista, íntimo, de la cotidianidad. La otra voz se caracterizaría por una atención a los aspectos siniestros, míticos, sobrenaturales de la realidad. Este tipo de distinciones podrían ser útiles para los antiguos manuales de segunda enseñanza. En el mundo de los lectores adultos, la realidad es un poco más compleja. Del mismo modo que Rodoreda no se limita a “reflejar” una experiencia autobiográfica, expresión de una sociedad reprimida durante la dictadura, ni es una especie de protofeminista, ignorante de la profundidad de algunas de sus denuncias y caracterizaciones, por lo que respecta a la condición femenina, su obra no se puede dividir simplemente en la articulación de estas dos voces de modo autónomo.

La presencia de elementos mágicos o simbólicos fundidos en la realidad cotidiana facilita este enfoque. Los pájaros, el agua, flores y jardines, por citar sólo algunos de los elementos más frecuentes. Palomas, balanzas inscritas en una escalera, luces azules de la ciudad en tiempo de guerra. Algo característico del mundo de Rodoreda es su atención a los detalles ínfimos, la habilidad para representar segmentos de la realidad desde una perspectiva íntima y confundiendo elementos reales y elementos fantásticos, en fusión de las supuestas dos voces. En su novela más conocida este fenómeno es particularmente central al planteamiento narrativo. Es característico el saber crear una voz narrativa radicalmente apartada del resto de los personajes. Novelas como La plaza del Diamante están escritas en una poderosa primera persona que arrastra al lector a su interior. Así la identificación entre voz y narradora sustenta los fundamentos de una definición de la identidad. Estamos ante un realismo subjetivo, que es una variación del realismo psicológico, en la que no es importante, como en la variante joyceana, el fluir de la conciencia, sino, más cercano a la vena proustiana, un auténtico reconstruir de la memoria. El lector está prisionero de la voz de la narradora y es a través de ésta que percibe la realidad. En una ambigüedad claramente deliberada, Rodoreda pone en juego una voz que no sabemos si es oral o escrita. El carácter oral es el que le permite el desarrollo de un peculiar estilo literario. Como señaló Josep Miquel Sobrer, el lector escucha directamente las palabras de Natalia, y este es uno de los efectos estilísticos más estudiados y efectivos de la novela.

Decía Julio Ramón Ribeyro en otro aforismo genial: “Quizás lo que pueda devolvernos el gusto por la lectura sería la destrucción de todo lo escrito y el hecho de partir inocente, alegremente de cero.” Antes de encender la cerilla valdría la pena leer la obra de Mercè Rodoreda. Por si acaso es irrepetible, porque nos ofrece una apuesta literaria singular, en un encuentro de géneros y de voces, que le sirven para expresar la aventura de aislamiento e inquietud que marcaron a buena parte de su siglo. Con una mirada original que nos hace temblar.

Escrito en Lecturas Turia por Enric Bou

Última noche con Mariona

26 de agosto de 2013 09:23:37 CEST

Con Mariona la pelea más seria de todas fue la última, la más absurda también. Habíamos acabado de cenar en el apartamento de la calle Lagasca, en Madrid, y el ambiente entre los dos se había ido cargando de terrible malestar. Aún así acabábamos de vivir un momento poético cuando nos asomamos a la calle y miramos hacia la luna, que estaba –o nos pareció- muy alta ese día. La luna siempre es romántica y en ocasiones ayuda a las parejas con problemas. Pero sólo existió ese momento, luego yo lo estropeé todo al comentar que la luna no se dejaba archivar porque nunca fracasó en nada. Ella, que para mí estaba aquel día especialmente guapa, con el pelo corto, más corto que nunca, pelo castaño y abundante, con muchos rizos al estilo africano, me miró de repente con odio y me dijo que no soportaba mi manía de comentarlo todo. Me defendí desatinadamente porque empecé a invocar la categoría religiosa del comentario en la tradición judía. Y ella tuvo un ataque de risa, primero, y luego de ira absoluta contra mí y contra las categorías religiosas.

Decidimos ir retirando los platos y llevarlos a la cocina, probablemente para dejarlos a buen resguardo y no tirárnoslos por la cabeza. Pero a mí se me ocurrió, quizás en mala hora, preguntarle si estaba enterada de que nuestro universo no es otra cosa que un gigantesco programa ejecutándose en un ordenador sideral en el que hay programadas una serie de leyes básicas, incluyendo una gravedad cuántica que sostiene un vacío capaz de fluctuar en múltiples universos…

 Mariona me pidió que repitiera palabra por palabra lo que le había dicho, pero con más calma, es decir, dejando entre un sustantivo y otro un minuto de tiempo. Entendía que se reía de mí y le dije que no estaba dispuesto a repetir nada y que sólo había tratado de advertirle de lo que verdaderamente era el universo y de lo relativo de todo, incluido su enfado de aquella noche y también sus repetidos, constantes enfados de los últimos años.

Mariona me miró con gran disgusto y quiso saber si había forma de enterarse de quién era el Programador de tan gigantesco despropósito. Parece, le dije, que sólo te interese saber si existe o no Dios. No, no es eso, para nada es eso, protestó ella airadamente. Puede, le dije, que ese Programador, si existe, sea una bellísima persona y realice sistemáticamente un back-up del sistema, que de paso nos garantice la vida eterna, y puede que no seamos más que un virus informático que él intenta eliminar a toda costa.

Ahí estalló todo. ¡Un virus informático! Mariona montó ya en descontrolada cólera.

-¿Para ti soy un virus informático?

No la había visto nunca tan exaltada.

-Bueno, si me escucharas mejor…

-Te he oído perfectamente –decía Mariona sin atender a razones-. Pero el único virus aquí eres tú, aunque seas incapaz de verlo.

-Sólo te digo que formamos parte de un teatro sideral y trato de decirte que esta riña puede que no sea más que una escena que tiene lugar en un gigantesco programa ejecutándose en un ordenador, y por tanto no valga la pena esforzarse en pelear entre los dos con tanto entusiasmo… Con tanto entusiasmo, por tu parte… Porque a decir verdad, por la mía…

-¿Por la tuya qué? No tienes entusiasmo en nada ¿Es eso lo que quieres decirme? Ya entiendo. El entusiasmo te faltó también para el cortometraje. Porque entonces también te viste en un teatro sideral, ¿no?  Desde la peliculita que no has tenido más ideas y te has refugiado en tu archivo interminable, algo que haces porque sabes que nunca lo acabarás y así no tendrás que hacer otro bodrio de film. Tienes, además, complejo de inferioridad con tu padre. Tienes, no sé, tienes muchos complejos y muchos defectos, eres una birria.

-¿Una birria?

Mariona creyó hacerme daño acusándome de refugiarme en mi tarea del Archivo General de la derrota (un trabajo que hago desde hace años). Pero no logró molestarme en absoluto porque yo cada día consideraba más original y hasta necesario mi trabajo sobre el tema del fracaso y porque, además, soñaba con el día en que lo filmaría, soñaba con ese día y sabía que sería inolvidable… Ignoraba, además, Mariona  que para mí el Archivo General era en el fondo la esencia misma de aquello en lo que me había ido convirtiendo, pues mi alma y mi más profunda espiritualidad giraban alrededor de aquella trama inacabable de fracasos que iba estudiando y clasificando.

-¿Te importa si escribo sobre esto, sobre esta discusión que está condenada a fracasar como todas las discusiones de pareja? –le pregunté.

Mariona tardó en reaccionar:

-Pero ¿cómo puedes ser tan frío o tan cínico y decir algo así? ¿Quieres detener la escena para escribirla?

-No es cinismo, creo que no sabes por dónde voy.

-Y dime ¿tú no estás enfadado? Oyes que eres un gazapo y un idiota y una birria al lado de tu padre y no te molestas, ¿me estás simplemente diciendo que no te importa porque a fin de cuentas eres un gazapo sideral o cósmico, o lo que seas?

-Sí, naturalmente que estoy enfadado. ¿Cómo no voy, además, a estarlo con lo que acabas de decirme? Y me duele mucho que me veas tan inferior a mi padre y tan acomplejado ante el pobre cerdo, pero hay en todo esto una parte de mí que está fascinada por lo que está ocurriendo aquí realmente y que nada tiene que ver con las palabras hirientes que utilizas, que utilizamos, que utilizas tú sobre todo. Es una parte de mí que está interesada por lo que ocurre de verdad. Te lo repito y subrayo: lo que ocurre de verdad. ¿Me entiendes? Por eso creo que deberíamos parar, detenernos en seco, burlar al Programador, y dejar que luego, después de haber indagado sobre lo que está aquí en verdad sucediendo, escriba sobre ello y acabe trasladándolo todo al Archivo General a modo de ejemplo de lo que puede ser una discusión frustrada.

-Es horrible. Eres un estúpido egoísta y un pobre monstruo  y no sabes ni verlo –me dijo, y vi que ella no había comprendido nada o comprendido mal lo que había tratado de decirle.

Y ese malentendido nos separó aquella misma noche y desde entonces no hemos vuelto a vernos en ninguna parte ni a tener noticia alguna el uno del otro. Lo malo es que si algún día volviéramos a encontrarnos, mucho me temo que yo reincidiría estúpidamente y volvería a pedirle que burláramos al Programador. Hasta he imaginado la respuesta irónica que Mariona me daría:

-¿Y eres tan iluso para creer que tus intenciones no las conoce el Programador?

-Lo soy, soy así de iluso –le diría-. Además, aquí donde me ves, conozco al Programador.

-¿Cómo que conoces al Programador? –diría ella, bien molesta-. No entiendo por qué tienes que hacer tantas amistades.

Sé que no hay posibilidad alguna de reconciliación. Hace sólo unos momentos, me lo ha dicho el Programador.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Enrique Vila-Matas

Juan Marsé: el cine en la literatura

26 de agosto de 2013 09:15:33 CEST

Juan Marsé se ha criado en cines. Durante toda su vida ha visto muchas películas. Han alimentado su fantasía de niño de barrio y siguen poblando su mundo literario de aventuras. Las “aventis” que los niños de sus novelas cuentan – inventadas o no- beben directamente de las aventuras de ficción que los protagonistas de las películas vivían.

 Pero la interacción cine-literatura en el caso del escritor barcelonés no es sólo una cuestión de influencias. Marsé ha trabajado frecuentemente para el cine, de formas diversas. Y Marsé ha escrito cine. Y literatura que parece cine. Sus novelas se han llevado al cine, con la colaboración del escritor en la adaptación de su novela para convertirla en un guión o sin ella. Se ha peleado con sus adaptadores. Y se ha quejado del trato que sus novelas han recibido en el cine.

 No hay ningún escritor español contemporáneo en el que estén tan próximos cine y literatura porque, al fin y al cabo, como él mismo dice, parafraseando a J.V. Foix, en los versos que preceden a El fantasma del cine Roxy, “és quan dormo que hi veig clar[1]. La materia que nutre tanto el cine como la literatura está hecha de sueños.

 Marsé y el cine

Quim Casas dice del escritor barcelonés: Pocs novel.listes actuals han begut amb tanta fruïció de les fonts del cinema (essencialment clàssic) com Juan Marsé, encara que en cap moment s’ha de considerar la seva producció literària l’exorcisme permament d’un cinèfil apassionat” (Casas, 2003)

 Un breve repaso de las relaciones entre cine y literatura en la obra del escritor servirá para entender, no sólo sus intereses y su forma de ver la literatura, sino también, y de manera muy sugestiva, cuáles son las posibles interacciones, los viajes en ambas direcciones, que permiten al autor contemporáneo las dos formas de creación, pues el escritor es un ejemplo muy importante, quizás el más importante,  de estas intersecciones, dentro de la literatura española de hoy.

 El escritor trabaja para el cine

Marsé ha realizado, paralelamente a su trabajo como novelista y crítico de cine ocasional, una interesante y dilatada carrera como guionista de cine, solo o en colaboración con otros escritores o guionistas. Se inició en Donde tú estés (Germán Llorente, 1964), un drma sobre la relación amorosa entre un escritor y una rica heredera. Una relación imposible que seguí de cerca la línea de la incomunicabilità de Antonioni[2] que también contaba con Juan García Hortelano en su equipo de guionistas. Maurice Ronet, su protagonista, volvería a contratar a Marsé como guionista en La vida es magnífica (1965), cinta dirigida en España por el actor francés. Ambos filmes, difíciles de ver hoy en día. 

 En 1973, Jaime Camino, Juan Marsé y Jaime Gil de Biedma colaboran en  el libreto de Mi profesora particular, sobre la relación que mantienen una mujer madura y un joven interpretado por Joan Manuel Serrat. Ya en solitario, en 1976 Marsé escribe el guión de Libertad provisional. Su argumento es otro amor imposible, en esta ocasión el que se atisba entre una madre soltera (Concha Velasco) y un delincuente habitual. La actriz  protagonista declararía años más tarde: “Siempre me gustó esta película y creí en ella”. (Memba, 2001)

 A Marsé le gusta escribir guiones pero, a menudo, en colaboración con personas que él considera amigos, como si el acto de escritura de un guión cinematográfico fuera, en realidad, otra manera de demostrar su amistad y el amor por el cine y compartirlo con otros que, como él, tienen ese mismo sentimiento. Es conocida la estrecha relación que mantuvo con Jaime Gil de Biedma, quien acudía a menudo a comer con él y con el matrimonio Barral a la casa que éstos tenían (y que ahora es sede de la Fundación Carlos Barral, presidida por su viuda) en El Vendrell, o a alguno de los restaurantes que frecuentaban en Calafell, donde Marsé tiene una casa, como el de “la Rosa”, a quien dedica alguna de sus novelas.  Igualmente es amistad lo que le une a Joan Manuel Serrat, amistad a la que el cantautor corresponde poniendo música, por ejemplo, a alguna de sus novelas, como en la canción Los fantasmas del Roxy. También sabemos de su amistad de años con Juan García Hortelano, con el que había colaborado en más de una ocasión en la escritura de guiones.

 De esta última colaboración habla precisamente Rafael Conte, cuando dice:

“Fue Juan García Hortelano, su amigo y nuestro compañero – que tanta falta nos hace – el primero que me dijo que el presente de indicativo era un tiempo perfectamente ingrato en el contexto de la tradición española de siempre. Sólo hizo una excepción, la del cine, con quien también compartió amores, pasiones y hasta trabajos de todo tipo, pues juntos (Marsé y él ) escribieron algunos guiones, que no llegaron a buen puerto. Al contrario no hay más que ver la abundancia con que los novelistas de hoy – o lo que sea - emplean este tiempo ingrato para ver si sus obras son llevadas al cine, como sea, aunque los resultados sean los productos clónicos de siempre, lo siento.

No es éste el caso de Juan Marsé, el más poderoso y poético de todos nuestros narradores vivos, que siempre fue desde su adolescencia un cinematófilo impenitente, que también ha escrito y publicado sobre cine al derecho y al revés, y hasta le ha dedicado numerosos libros a lo largo de su carrera”. (Conte, 2005)

Es importante esa apreciación que deja caer Conte al hilo del artículo en el sentido de considerar el “presente de indicativo,- decía García Hortelano - , verbo sólo adecuado para el guión de cine”, inscribiendo así éste en la tan discutida categoría de “género”, literario, claro está. Porque de ello habla a menudo el propio Marsé y sobre ello se podrían incluir algunos textos que, por su gran calidad - literaria -,  han merecido su publicación, independientemente de si habían sido o no llevados al celuloide.

 Es el amor por el cine lo que nutre en buena medida muchos de los momentos de la literatura de Marsé, de formas diferentes.

 El cine en las novelas de Marsé

 “Sí. Y aquel mismo fin de semana me llamaste, y fuimos al cine como dos fugitivos. Recuerdo que me hablaste de ir un día a la playa, y que esa idea a mí no me gustaba nada, ignoro aún por qué; quizá no interesaba a mis fines, quizá me reservaba escenarios más íntimos y musicales para conquistarte. Hablamos de películas, te dije que el cine me gustaba mucho;”[3]

 ¿De qué tema más interesante pueden hablar a veces dos personas que del cine? Y ¿qué escenario más íntimo puede haber –en los años sesenta- para iniciar una relación amorosa?, parece pensar Paco cuando relata sus relaciones con Nuria, hermana de Montse.

 Son los cines de barrio, “Aquells cines de barri, on entrava gratis perquè el seu pare treballava com a desratitzador per a l’Ajuntament, van alimentar la seva mitomania”(López, 2003): los que alimentaron su fantasía de niño, los que ahora pueblan sus novelas, donde Aurora, de Si te dicen que caí (1973), se gana la vida de mala manera, de “pajillera”, como la madre de uno de los de la pandilla, aunque es por ello abandonada por su marido expresidiario.

Así como los dos niños protagonistas de Rabos de lagartija (2001), quienes se hacen algo más que confidencias, amparados en la oscuridad de las salas de cine.

 Y Anita, la hermosa y borracha madre de Susana, de El embrujo de Shangai (1993), trabaja como taquillera en el cine Mundial, de la calle Salmerón, en la zona alta del barrio de Gracia, pues su marido, el Kim, ha escapado a Francia tras la guerra porque es republicano. Anita trae postales y carteles de cine a su hija tísica para que, aun inmovilizada en su soleada galería acristalada, pueda escapar a otros mundos de sueños. Y será Susana, al final de la novela, la que ocupará el puesto de su madre en la taquilla, mientras haga ganchillo.

 Al final de esa estrambótica y divertidísima novela que es El amante bilingüe, Juan Marés, ya definitivamente reconvertido en Juan Faneca, decide dedicar el resto de sus días de tuerto impostado a contarle a la ciega Carmen las películas que ven en la tele de la pensión, tal como nos dice Marsé: “Trastornado, indocumentado, acharnegado y feliz, se quedaría allí iluminando el corazón solitario de una ciega, descifrando para ella y para sí mismo un mundo de luces y sombras más amable que éste. La muchacha retuvo su mano y no la soltó hasta que terminó la película, hasta que él pronunció la palabra fin.”[4]

 Cuando la pandilla liderada por el Java de Si te dicen que caí se reúne en el sótano de Las Ánimas o en el garaje de la familia Javaloyes (parece que en realidad había en esa época un grupo musical en Barcelona que se llamaba “los Javaloyes”) para merendar y explicarse “aventis”, los lectores desconocemos a menudo los límites entre ficción y realidad. O, lo que es lo mismo, no sabemos si los niños se están explicando hechos sucedidos de verdad a alguno de los personajes que habitan la novela en ese mundo marginal del Carmelo o bien son aventuras inventadas a imitación de lo que a los personajes de las películas que ellos ven a escondidas, colándose en el cine de su barrio, les ocurre. De hecho, no tenemos ninguna necesidad como lectores de deslindar esos dos elementos.  De nuevo, tratamos con esa materia informe que nutre los sueños. Y las novelas. Y el cine.

 Muchos son los críticos que coinciden en afirmar que el arte literario de Marsé bebe directamente de la consideración de su interés y conocimientos cinematográficos y de su práctica en la escritura de guiones. Rafael Conte, por ejemplo, hablando de Canciones de amor en el Lolita’s Club (2005), piensa que “es de agradecer el respeto, el equilibrio y la moderación y falta de sentimentalismo con que Marsé nos ha contado la historia, ayudado por la estructura secuencial del relato, que en el fondo es un guión, aunque comporta mucho más, como siempre en toda verdadera novela, pese a que todavía queden cabos sueltos al final, que no acaba de serlo del todo”. (Conte, 2005)

 Es decir, Marsé construye sus novelas a partir de imágenes secuenciadas, como si

de un guión se tratara, pero les pone algo más, algo que hace que hablemos de “novelas” y no de guiones de películas porque, al fin y al cabo, unas y otros son géneros literarios, destinados a la lectura, parecidos, pero diferentes.

 Decía José-Carlos Mainer que:

“Marsé es un escritor profundamente visual. No sólo le gusta el cine (sobre el que escribe a menudo), sino que parece querer que su prosa compita con la impresión de simultaneidad, la fuerza del subrayado gestual, la capacidad de intuición relampagueante que tiene un plano fílmico: los arranques de muchas de sus novelas, la descripción física de sus personajes, la composición de las escenas, el uso de la elipsis y el montaje, la elaboración de ambientes abigarrados en los que quiere resumir la intención del relato y, desde luego, su peculiar sentido de la épica del perdedor deben mucho a la lección del cinema” (Mainer: 2002)

 Que a Marsé le apasiona el cine es indudable. Pero ¿qué cine?

 En una entrevista que se le hizo en el año 2000 para la revista Qué leer, hablaba de los modelos cinematográficos femeninos para sus películas:

“Gloria Grahame[5] es uno de esos arquetipos femeninos que ha dado el cine, más que la novela, y que te siguen a lo largo de la vida: la mujer fuerte, indómita aun cuando está hundida…Otra imagen posible sería Maureen O’Hara[6], por supuesto. Pensé en ella para la escena en que Rosa Bartra está recogiendo la colada y le dice al inspector: “De acuerdo, pero ¿sabe usted doblar sábanas?”” (Ordóñez, 2000)

 Que a Marsé le gustan las mujeres con carácter para sus novelas es algo incuestionable, como la inspiración cinematográfica para ellas. Incluso se podría afirmar que a menudo la inspiración es a modo de “escenas” completas, de imágenes que el escritor tiene de las películas que ha visto, o que le gustan, y que sirven para ilustrar un momento literario. En ellas, ve al personaje, femenino o masculino (como el Shane /Vargas de El fantasma del cine Roxy).  La imaginación se alimenta de eso, de imágenes. Marsé piensa escenas y secuencias, seguramente.

 Marsé crítico cinematográfico

Marsé ha hablado en muchos momentos de sus gustos cinematográficos, reflejados, como se ve, en sus novelas: el cine americano de los años cincuenta pero también el cine europeo de autor, el cine clásico. 

En 2004, la Editorial Carroggio recogió sus “momentos inolvidables” del cine, en una edición hermosa en que el escritor escribía un comentario sobre un filme o un director – a menudo ya publicado en algún otro medio con anterioridad - , que iba acompañado de un fotograma que reproducía la escena correspondiente: películas desde los años veinte hasta los noventa, con directores que iban desde Chaplin a Lars Von Trier, pasando por Truffaut, Stevens, Hitchcock - uno de sus preferidos – o Kubrick. El libro es una muestra, además, de la agudeza y sensibilidad del escritor para la crítica cinematográfica, ocupación a que ha dedicado parte de su tiempo.

 El fantasma del cine Roxy (1987)

 Es éste un cuento-novelita que Marsé publicó en una edición especial, de pequeña tirada (sólo 75 ejemplares), en Ediciones Almarabu, en la colección “Antojos”, con ilustraciones de Bonifacio[7], en 1985.

 Posteriormente, incluyó su cuento junto a Historias de detectives y Teniente Bravo, en un libro con el título del último de los tres  cuentos, en 1993. En esta edición incluyó algunos pasajes, los referentes a la Srta. Carmela, así como la cita inicial, tras la del libro de Truffaut sobre Hitchcock, de J. V. Foix, mencionada en la introducción a este trabajo, que la primera no incluía.

 El fantasma del cine Roxy es un experimento en que Marsé mezcla novela y guión. Comienza con una conversación que mantienen el guionista y el director sobre la película que el último realiza sobre el guión del primero. La historia que el guionista de El fantasma del cine Roxy está escribiendo explica cómo llega Vargas en el año 1941 anta la librería Rosa d’abril, propiedad de Susana, supuestamente viuda de Jan Estévez, y madre de Neus, y la defiende ante el ataque de unos jóvenes flechas, mandados por Fermín, mafioso y chulo del barrio (en la parte alta del barcelonés barrio de Gracia), que quiere hacerse con el local para instalar allí unos billares. La razón del ataque no es otra que el hecho de ser una librería catalanista donde se venden libros en catalán. Susana, agradecida, aloja al vagabundo en su casa, le da trabajo y le enseña a leer y a escribir. Aquí surge, como era de esperar, un inicio de relación amorosa entre ambos cuando ella se echa en sus brazos al enterarse de que su marido está vivo en Toulouse pero con otra mujer. La relación tiene su final cuando, al cabo de unos años, Jan vuelve con su esposa e hija. Vargas, ya mayor, se queda a vivir con ellos y es el objeto de las burlas de los chicos de la pandilla, hijos quizás de los que en su momento lo vieron como a un héroe.

 Todo este argumento no es más que una versión “a la catalana de posguerra” de la película de George Stevens (Raíces profundas – Shane- : 1952), en la que el pistolero Shane (Alan Ladd) llega al rancho de los Starret (Joe, Mary Ann y Joey) y les ayuda, como a los demás granjeros, a defenderse de los ganaderos capitaneados por Raiker, hasta enfrentarse con el pistolero que éste contrata, Wilson (Jack Palance).

No sólo la historia es calcada, sino que además incluye Marsé pequeños fragmentos del diálogo de la película que corresponden perfectamente con los momentos de la historia de los personajes de Barcelona. Esta adecuación de diálogos de la película a las situaciones que viven los personajes de la historia que está escribiendo el guionista del cuento es uno más de los niveles de interrelación cine/literatura en que consiste éste.   

No sólo los diálogos y la historia en sí son una “adaptación” de la película americana. Lo son también muchas otras situaciones y los propios personajes centrales.

Un tercer nivel de relación cine – literatura  lo constituyen las citas y referencias de películas, todas ellas del cine clásico de los últimos años treinta, cuarenta y cincuenta. Imposible citarlas todas. Doctor Jeckyll y Mr Hyde, de R. Mamoulian (1932), La mujer pantera, de Jacques Tourneur (1942), Der blaue Engel, de Josef von Sternberg (1930), Una noche en la ópera, de Sam Wood, con los hermanos Marx (1935), y un largo etcétera de hasta treinta y pico menciones, algunas de ellas correspondientes a películas difíciles de identificar.

Especial atención merecen las referencias a películas de Hitchcock. De todas las que se citan, podríamos considerar las más relevantes, por el papel que juegan en la estructura de la historia, las que tienen que ver con Extraños en un tren (Strangers on a train, 1951) que, como sabemos, se trata de una historia en la que las parejas (cruzadas, en este caso, pues los dos personajes deben matar de manera cruzada a la víctima del otro, para evitar ser descubiertos) tienen mucha importancia, como, tal vez, la que constituyen el director y el guionista, hasta que el primero muere al caer (no se sabe si por casualidad) al vacío; o Susana y Vargas y Susana y Jan.          

La señorita Carmela constituye precisamente un nivel más (y vamos ya por el cuarto) de identificación cine-literatura. El personaje, que no aparecía en la primera edición del cuento, trabaja en el banco situado donde anteriormente estaba el cine Roxy (uno de los muchos cines repartidos por toda la geografía mundial que tomaron su nombre del famoso Roxy de Nueva York; sólo que este Roxy de Marsé era un cine de barrio). Cuando baja al sótano a buscar algo a los archivos, se le aparecen diferentes personajes del cine (Clark Gable, Drácula/Bela Lugosi [8]…) Al final de la historia, parece que tiene una relación con Vargas.

El fantasma del cine Roxy no deja de ser una rareza para cinéfilos. Y en ella resulta difícil deslindar lo que es literatura y lo que es cine, ya que se trata de una historia que explica el proceso de escritura de un guión de una película a través de las conversaciones sobre ello que mantienen el guionista y el director, alternadas con el propio guión secuenciado. Ahora bien, entre medio de todos estos niveles narrativos, aparece en ocasiones un narrador externo que nos explica lo que les ocurre tanto al director y guionista - desde fuera - como a algunos de los personajes del guión que el último está escribiendo, estableciendo así un nexo puramente literario entre ambos niveles.

En definitiva, pocos escritores funden de tal manera dos lenguajes diferentes para crear, de forma extraordinariamente creativa, nuevas realidades literarias en las que deslindar los límites es, como mínimo, poco relevante.

Las adaptaciones cinematográficas de  las novelas de Marsé

“Marsé nunca ha colaborado en las adaptaciones de sus novelas que ha realizado Aranda, cosa que choca aún más si consideramos que el novelista sí figura entre los guionistas de Últimas tardes con Teresa, versión de su novela homónima dirigida por Gonzalo Herralde en 1984” (Memba, 2001)

Pero, a pesar de la colaboración en la escritura del guión, a Marsé no le gustó nada la adaptación de Herralde, con el que se peleó por este asunto, diferencia de criterios que parece esconderse tras las palabras que enfrentan a director y guionista de El fantasma del cine Roxy.

Seguramente, para una persona con tales conocimientos sobre cine y, sobre todo, con unos gustos tan definidos, no resultaría en modo alguno agradable comprobar el resultado de la adaptación de Herralde. A pesar de que los ambientes están medianamente acertados, los personajes flaquean, sobre todo ese Ángel Alcázar que dibuja un Pijoaparte soso y sin entidad. Y es evidente que cuando lo que construye una novela es el personaje, como es el caso de Últimas tardes …, el resultado deja mucho que desear.

Anteriormente, Jordi Cadena había realizado una discreta adaptación de La oscura historia de la prima Montse (1978), un trabajo protagonizado por Ana Belén, cuando era una de las actrices fetiche del cine español.

Otro caso distinto parece el de la relación entre el director barcelonés Vicente Aranda[9] y las novelas de Marsé. Es sabida la experiencia del director como adaptador de obras literarias, sobre todo novelas. Por ello, no nos resulta extraño que Marsé decidiera confiar en el savoir faire de aquél y no interviniera en momento alguno en la escritura del guión. Lo que no es lo mismo que decir que le hayan gustado las adaptaciones de sus novelas.

La muchacha de las bragas de oro (1980), Si te dicen que caí (1989) y El amante bilingüe (1993) son los tres títulos adaptados por Aranda.  Quizás es el segundo el que más detractores ha tenido. Así, Ángel Fernández-Santos, uno de los críticos de cine más solventes que ha dado nuestro país,  nos regalaba esta, en mi opinión totalmente acertada, diatriba:

“…Si te dicen que caí, un filme lleno de imágenes y escenas vigorosas que tiene sin caer en el ridículo situaciones durísimas, con intérpretes excelentes y excelentemente dirigidos, muy bien montado, primorosamente ambientado y fotografiado, es decir, con muchos y muy grandes méritos parciales dentro, se viene abajo a causa de los graves e incomprensibles errores en que su director, el catalán Vicente Aranda, incurre en cuanto único responsable de la escritura del guión. (…) No se entiende por qué el productor, Enrique Viciano, ha permitido a su director rodar un guión ante el que este último no ha sabido mantener la lejanía necesaria para darse cuenta de sus desaciertos. Es evidente que este guión, desequilibrado y confuso, que para ser del todo inteligible requiere la lectura previa de la novela de Juan Marsé en que se basa, debiera haber pasado por las manos de otro escritor que hubiera puesto claridad y orden en la sucesión de unos sucesos que en la pantalla se atropellan unos a otro sin que el espectador tenga tiempo de percibir qué ocurre realmente en ellos y, sobre todo – que es lo esencial en el buen cine -, detrás de ellos. La densa y complicada historia que construye en su novela Marsé se vuelve en la pantalla no densa, sino espesa; no compleja, sino embarullada; no profunda, sino dificultosa. (…) Aranda ha olvidado esta vez – al contrario que en otras, por ejemplo, Tiempo de silencio, o El Lute – la vieja teoría del McGuffin ideada por Hitchcock, que es el abecedario para este tipo de asignaturas. No consigue crear un verdadero punto de vista en la portentosa acción del filme. No traza en ella unas fronteras claras ni unos accesos nítidos entre los diversos tiempos conjugados en el filme, ni lo que resulta incomprensible en un dominador de espacios dramáticos como es Aranda -  lo que suele dar libertad a los intérpretes de sus películas – entre los diferentes escenarios.

Espacios y tiempos se perturban recíprocamente y hacen finalmente imprecisos. Los intérpretes y los técnicos, director incluido, se esfuerzan, imaginan, crean, estimulan, al espectador, echan cada uno verdad en la pantalla. Pero estas verdades acumuladas no llegan a configurar una cadena o una arquitectura dramática y narrativa, en la que cada parte sea complementaria de las otras: simplemente esas verdades parciales se suman, se amontonan, y lo hacen sin suficiente orden para alcanzar una verdad total, que las engarce, aglutine y organice en forma de poema y de relato. Pero ésta es precisamente la función de todo verdadero guión.” (Fernández-Santos, 1989)

Se ha reproducido casi la totalidad del artículo pues creo que merece la pena. Habla el crítico de algunos elementos positivos: ambientación, fotografía, interpretación…; es decir, todo aquello que dicen los que no saben de cine. Porque eso no se le escapa a nadie, ni al más ignorante. Eso es lo fácil. Los fallos están en el guión. ¿Cómo se le ocurre a Aranda – parece querer decir Fdez.-Santos – no reclamar ayuda de un experto para escribir algo tan complejo como la adaptación de Si te dicen que caí? Porque la novela es complicada. Excelente, pero complicada. Los cambios temporales y espaciales son frecuentes, bruscos y desordenados. Corremos el peligro, con una lectura poco atenta, de perdernos informaciones valiosas. Y eso le ha pasado a Aranda: no nos explica cómo hemos cambiado de escenario ni quién es ahora ese personaje (Aurora), que antes era la Fueguiña. Los actores – dice- se esfuerzan, y crean, quizás demasiado, en mi opinión. La actriz fetiche de Aranda, Victoria Abril, que tantas buenas interpretaciones le ha dado, interpreta su papel de puta tirada y sifilítica con una barriga de siete meses de embarazo, lo cual es un mérito interpretativo y un gran esfuerzo físico, pero no es necesario. Si la novela es dura por su contenido en violencia y en sexo explícito – no olvidemos que estuvo prohibida su publicación en España durante unos años,  hasta 1976, aunque en 1973 ya había conseguido un importante premio en México - , la película aún lo es más. Ya sabemos del interés de Aranda por las escenas de sexo explícito, a las que V. Abril se aviene gustosa, pero aquí se ha pasado. Tanto, que se pierde el verdadero sentido de la novela, con todo el trasfondo de crítica social y anticlerical que en ella subyace.

Una casi invisible – por lo difícil de ver - adaptación de Ronda del Guinardó que, con el título de Domenica, realizó en el año 2001 la directora italiana Wilma Labate, cierra la lista de adaptaciones de novelas de Marsé.

Habría que apuntar, por último, que Aranda ha vuelto hace poco a adaptar a Marsé al llevar a la pantalla Canciones de amor en Lolita’s Club ( 2007), que conserva el título de la novela del escritor barcelonés. Un trabajo, de nuevo, poco más que discreto.

El extraño caso de El embrujo de Shangai

La novela de Juan Marsé se publicó en 1993. La historia se desdobla enseguida en dos planos narrativos: uno, todo lo que se teje en las calles del barrio de Gracia en torno a Daniel, el adolescente de catorce años, narrador de la historia, que, mientras espera a poder entrar de aprendiz en una joyería - trabajo que ocuparía a Marsé más de siete años de su vida y que le permitió, según dice, conocer las calles a la perfección - , acompaña al capitán Blay - oculto dentro del lavabo de su casa, camuflado tras el armario, durante los años que siguen a la muerte de su hijo en el frente del Ebro, y que ahora decide hacerse a la calle para recoger firmas contra la fábrica Dolç- en sus andanzas por la ciudad y, a la vez, hace compañía a Susana Franch mientras le dibuja un retrato en que se vea claramente lo enferma que está de tisis por culpa del humo de la fábrica; el segundo, todo lo que Nandu Forcat, que aparece en casa de Susana y su bella y borracha madre Anita, taquillera del cine Mundial, y se queda durante unos días, explica de las aventuras en Shangai del Kim, marido de Anita y famoso republicano, escapado a Toulouse tras el final de la guerra. Es este segundo narrador, Forcat, quien dibuja todo un mundo de exotismo a los dos niños, que le escuchan atentamente.

Empecemos por el principio. El título de la novela es un homenaje a uno de los directores, y a una de las actrices, preferidos de Marsé: Josef von Sternberg y Gene Tierney. El primero, director vienés de origen judío y emigrado en los Estados Unidos, es el autor de la película The Shangai Gesture, de 1941, traducida en nuestro país por El embrujo de Shangai, ambientada en un casino así llamado (“Shangai”) en el que brillaba la sensual y bellísima Gene Tierney, acompañada de otros actores de la época, como Walter Huston y Victor Mature.

Una historia así se presta a la adaptación cinematográfica. Y es lo que en un principio, a lo largo de dos años, intentó hacer con mucho mimo Víctor Erice, pero que finalmente cristalizó en manos de Fernando Trueba.

Es sin duda ese ambiente exótico, con reminiscencias orientales, lo que de alguna manera quería reproducir Marsé, tanto en las historias que Forcat cuenta - más adelante se descubrirá que son pura farsa. De nuevo, esa materia que teje los sueños - como en las ropas que usa (kimono, sandalias japonesas de madera…) o regala a Susanita, diciéndole que se las envía su padre; e, incluso, en el personaje sensual, sugerente, de Anita.

En cuanto a la versión fílmica, dejemos la palabra a Erice:

“La presente versión de La promesa de Shangai, a la que denomino “completa”, escrita entre el mes de mayo de 1996 y diciembre de 1997 (después de una tentativa de adaptación de la novela de Marsé, llevada a cabo en colaboración con Antonio Drove), constituye el guión cinematográfico a partir del cual, de febrero a mayo de 1998, se empezó a preparar la realización- (…)- de una película, producida por Lolafilms, en la que yo figuraba como director. Tenía una duración aproximada de tres horas.

A primeros de junio de 1998, a ocho semanas de la fecha establecida para iniciar el rodaje, de la noche a la mañana, el productor, Andrés Vicente Gómez, despidió al equipo de profesionales implicados en las labores de preparación, poniendo punto final a la misma. No supe, al menos en ese primer momento, con exactitud, la razón que le llevó a tomar esa decisión. El caso es que unas semanas después me comunicó que la película de tres horas era inviable.” (Erice, 2001:15)

Y sigue esta “Advertencia al lector” explicando cómo se atrevió a intentar una reducción considerable de la programada extensión de la película mediante la supresión del capítulo X, que corresponde a la época en que Susanita se va a vivir con el Denis, el chulo que ha desenmascarado a Forcat, para el que hace de camarera o, probablemente, de alguna cosa más. Parte que, hay que decirlo, no incluye tampoco Trueba en su versión. ¿No era suficientemente comercial? ¿Demasiado dura? En cualquier caso, ni estos arreglos sirvieron, continúa  Erice, para que el productor se echara atrás en su negativa y el proyecto pasaría al cabo de un año a Trueba. Y Erice publicaría su guión íntegro en el año 2001, tal y como aquí constatamos. Guión que ha generado unas cuantas reflexiones más que polémicas.

El propio Marsé opinaba que el guión de Erice era “una verdadera maravilla, que debe publicarse, por su valor literario y como enseñanza para estudiantes de cine” (Ordóñez, 2001:33)

El guión de Erice es espléndido: cuidadoso y respetuoso con la novela, ágil, con capítulos perfectamente secuenciados y transiciones que reproducen con exactitud la idea de ese cine de los cuarenta al que la novela homenajea en buena medida. Un cine hecho de diálogos (estupendos los de Erice) y de situaciones (perfectamente condensadas y enlazadas entre sí). Los personajes, bien dibujados, contenidos y entrañables. No puedo por menos de lamentarme de no que no se haya podido llevar a cabo. Al menos podemos leer ese guión que, como apunta Marsé, nos puede enseñar cine.

Trueba estrenó su película en 2002, ante el aplauso, discreto, de la crítica, incluso el del propio escritor: “ésta es la mejor adaptación que se ha hecho de una de mis novelas[10], lo que tampoco es decir mucho, dada la baja calidad general, constatada aquí, de la mayoría de las adaptaciones que de sus historias se han llevado a la pantalla.

La película, con una ambientación y fotografía bastante aceptables y estupendas interpretaciones de Fernando Fernán Gómez (Blay), Eduard Fernández (Forcat), Ariadna Gil (Anita), consigue hasta cierto punto recrear ese ambiente oriental que la novela persigue. Incluso logra, casi, reproducir la sensualidad de Gene Tierney de la película de Von Sternberg en las formas no menos lúbricas de Ariadna Gil, rubia en este caso cuando hace de Anita y morena y muy exótica cuando hace de Chen Jing Fang, el personaje de Shangai inventado por Forcat.

Para acabar

Marsé es un escritor que se ha criado en cines, y que ama el cine. El arte de Marsé se basa en buena medida en la creación de un mundo personal, perfectamente identificable, habitado por unos tipos que son marginales a veces; “niños bien”, otras; pero siempre vivos y próximos.

Ese arte nace en buena medida de su contacto con el cine, de sus ojos de espectador atento, devoto del cine clásico norteamericano de los años treinta, cuarenta y cincuenta. Pero también de su práctica asidua de escritor de guiones para el cine, sobre todo en colaboración con amigos tan amantes del celuloide como él, para diferentes directores españoles y extranjeros.

Y también de la crítica, sensible, apasionada, de películas.

Funciones todas ellas que se fusionan con extraordinario acierto en ese experimento llamado El fantasma del cine Roxy, inclasificable juego sólo apto para amantes tanto del cine como de la literatura.

Pero, lamentablemente, no han sido en cambio demasiado acertadas las adaptaciones que de sus novelas han realizado varios directores españoles: Aranda, el más asiduo de ellos. Películas sin el necesario talento, o emoción o sentido de la aventura que impregna las novelas del escritor. Películas en que le necesidad de comercialidad ha lastrado, quizás desde la producción, unos trabajos que apuntaban maneras, como en el caso de la nunca realizada adaptación de Víctor Erice de El embrujo de Shangai, inmortalizada ahora en un hermoso guión, que queda para sus lectores, quienes imaginamos así los sonidos y las luces que hubieran habitado su filme, de seguro una obra maestra.

Esperemos, sin embargo, que alguien, algún día, sea capaz de llevar a imágenes esos sueños que pueblan las novelas de Juan Marsé. Y que sus lectores cinéfilos veamos en ellas las luces que llenan sus páginas.



[1]              Marsé, Juan  (2004, 1ª ed: 1987): Teniente Bravo, Barcelona: De Bolsillo (Mondadori),  51.

[2]              Se refiere sin duda a películas como La notte (1961), L’eclisse (1962) y otras de la misma época en que Antonioni, a través de una narración aparentemente abierta y una fotografía fría y árida pretendía mostrar la dificultad de las relaciones humanas, sobre todo de pareja, en un mundo frío y duro, donde el amor apasionado tiene apenas cabida.

[3]              Marsé, Juan (1970): La oscura historia de la prima Montse, Barcelona: Seix Barral, 94.

[4]              Marsé, Juan (1990): El amante bilingüe, Barcelona: Planeta,  214.

[5]              Gloria Grahame es la protagonista, entre otras, de la espléndida The Big Heat (Los sobornados), de Fritz Lang (1953). En ella, la actriz encarna a Debbie, la novia del gángster Vince Stone (Lee Marvin), quien le arroja el café hirviendo en la cara, dejándosela marcada para siempre, por lo que ella ayuda al sargento  Bannion  (Glenn Ford) a detener a los mafiosos que han asesinado a su mujer, a pesar de jugarse la vida por ayudarle.

[6]              Maureen O’Hara es la protagonista  – el tono rojizo de su cabello era su característica más conocida, junto a su fuerte carácter irlandés - de The quiet man  (El hombre tranquilo), película de John Ford de 1948.

[7]              Pintor nacido en San Sebastián en 1934 que ha pasado por oficios tan diversos como el toreo y la dedicación al jazz.

[8]              Bela Lugosi interpretó uno de los primeros dráculas que se hicieron, el de Tod Browning (1931)

[9]              Barcelona, 1926, autor, entre otras, de Fata Morgana (1965-66), coescrita con Gonzalo Suárez; Cambio de sexo (1976), la primera de sus muchas colaboraciones con Victoria Abril; y de múltiples adaptaciones de obras literarias, cuestión en la que es un verdadero experto, como en Asesinato en el Comité Central (1981) basada en la novela de Vázquez Montalbán, o Tiempo de silencio (1985) sobre la novela de Martín Santos y otras muchas.

[10]             Artículo de agencias aparecido en El mundo el 5 de abril de 2002.

Escrito en Lecturas Turia por Beatriz Comella

19 de septiembre

26 de agosto de 2013 09:02:05 CEST

Para Antonio y Félix

 

Sin duda habrás oído la voz del lamento antes,

los gritos de los niños en las calles,

los gritos de los niños en los pasillos de la escuela,

los gritos de los niños y los gritos de las madres.

Los niños gritan siempre,

cuando son felices y cuando lloran.

Yo antes gritaba a todas horas,

y hoy en esta ciudad y en esta casa

no grita nadie,

porque las paredes son tan duras

como milenios de soledad comprimidos en un metro.

Porque cabalga la noche en sueño de boca y ratón,

se asoma como aquella

en que la nieve caía como antes

solo lo había hecho en países inexistentes.

 

Lo sé, hoy no hay quien me aguante,

tendréis que perdonar mi llanto/letanía,

los sueños se diluyen en la ciudad triste

y el silencio ha tomado los chirridos de las calles.

Hoy estoy imposible.

Nunca creí/pensé en un dolor tan lento y pesado

que cae en las horas como la música en la música,

en un vacío que se expande y gime

como antes lo hacían las sirenas y los viejos autobuses acelerados.

 

No, no hagáis caso.

Solo es una noche/pesadilla,

una noche de vientre roto.

Mañana el sol, si puede,

barrerá de nuevo el mundo.

Escrito en Lecturas Turia por Ignacio Escuín Borao

El esquizo de la calle Jaúregui

23 de agosto de 2013 08:41:16 CEST

Hoy llueve en los lugares que no has visto
jamás, en los rincones orinados
de las calles que nunca te harán falta,
que no echarás de menos. Y a pesar
de eso parece ser que la ciudad
existe más allá de tu conciencia,
que hay personas en ella y que las sombras,
huérfanas de tu cuerpo, se proyectan
cuando hoy muere y mañana se convierte
en algo muy posible,
algo casi seguro de no ser
por cierta incertidumbre que estos días
recorre con mochilas los vagones.

Pero aquí no se ha visto nada de eso.

Aquí, como ya dije, sólo sombras
suplen sin muchos éxitos tu rímel
y otras luces cambiantes,
cuya reputación es discutible,
se alternan entre el verde de tus ojos
y el rojo de tus labios sin llegar
a decidirse nunca.

Sin llamarte a la cara puta y sin
decirte abiertamente ‘yo te amo,
y llueve en los lugares que no has visto,
sobre algunas terrazas donde no
dirás que lo dejemos, que este amor
imaginario debe realizarse,
que tan sólo es verdad que está lloviendo’.

Escrito en Lecturas Turia por Ben Clark

Vértigo

23 de agosto de 2013 08:33:35 CEST

En las Crónicas de Bustos Domecq, ese paladín de la risa, la obscenidad y el kitsch que inventó en 1936 con su amigo Adolfo Bioy Casares, Borges imagina una pandilla de vanguardistas del siglo XX que apuestan todo a una idea —una sola, fulgurante y absurda— y no se detienen hasta extenuarla, y cuando la extenúan se jubilan, mueren o desaparecen de la memoria de los hombres. Como Picasso, Joyce y Le Corbusier, los “tres grandes olvidados” a los que están dedicadas las Crónicas.

Repasemos algunos nombres y hazañas de ese museo de luminarias desquiciadas. Ahí está el novelista Ramón Bonavena, realista fanático cuya obra magna, Nor-noroeste, describe en seis tomos un ángulo de la mesa de pinotea en la que escribe todos los días. Ahí, el caso de Nierenstein Souza, que inventa historias deliberadamente defectuosas “porque sabe que el Tiempo las pulirá”. Ahí están Loomis, autor de una obra que sólo consta de títulos, y el fundamentalista de los sabores Juan Francisco Darracq, inventor del primer restorán ciego. Y ahí viene el arquitecto Alessandro Piranesi, artífice de un “noble edificio que para algunos era una bola, para otros un ovoide y para el reaccionario una masa informe”. Otros excéntricos de pacotilla: el poeta Urbas, que presenta una rosa fresca a un certamen de poesía cuyo tema es “La Rosa”; el escultor Antártido Garay, que no expone volúmenes ni objetos sino el espacio que hay entre ellos, el aire, y también una plaza, y los árboles, los bancos, y “hasta la ciudadanía que por ella transita”.

Tres de esos genios idiotas prefiguran a uno de los personajes más célebres de la obra “seria” de Borges. Uno es el poeta Vilaseco, autor de una plaquette en la que repite el mismo verso siete veces, bajo siete títulos distintos. Los otros son Hilario Lambkin, crítico cartográfico que, empeñado en confeccionar un mapa de la Divina Comedia, descubre que el más perfecto es el que la reproduce literalmente, palabra por palabra, y termina entregando a la imprenta el poema mismo de Dante; y el grandísimo César Paladión, autor de una obra que incluye en “once proteicos volúmenes" todos los libros ajenos que se siente capaz de escribir. A esa estirpe de originales obtusos pertenece sin duda Pierre Menard, el famoso autor del Quijote. Poco importa que los Paladión y los Lambkin retocen en el lodo menor de los divertimentos, amparados por el seudónimo —Honorio Bustos Domecq— que garantizaba a Borges y a Bioy una gozosa clandestinidad, y que Menard, en cambio, sea una de las estrellas de Ficciones, quizás el libro más imponente de Borges, donde comparte cartel con Funes el memorioso, Herbert Quain, el detective Erik Lönnrot y otras solicitadas presas de la avidez académica. Menard, cuya obra invisible —“tal vez la más significativa de nuestro tiempo”, dice Borges— “consta de los capítulos noveno y trigésimo octavo de la primera parte del don Quijote y de un fragmento del capítulo veintidós”, es tan genial o tan idiota como Tafas o Paladión. Sólo que está desubicado. Ésa es a la vez su fuerza y su condena: estar fuera de contexto. Debería figurar en la constelación de los libros-pasatiempo, intercalado en esa galería de caricaturas desopilantes, pero tropezamos con él en el contexto más exigente y elevado, entre grandes filósofos y paradojas lógicas.

La posición equívoca en que aparece Menard es una anomalía tan aberrante como esa “obra invisible” que lo engrandece a los ojos del narrador del relato. Es la misma operación, sólo que ejecutada en dos campos diferentes: en un caso —el Menard que escribe el Quijote letra por letra— es temática, interna al relato: describe una práctica extemporánea y define una figura de artista; en el otro —el relato “Pierre Menard, autor del Quijote” incrustado en la serie seria, es decir inapropiada, de Ficciones— es exterior al relato, es contextual, y su intervención pone en crisis el estatuto de los pactos que regulan los modos de leer literatura. La operación, en ambos casos, es de desarraigo, y es el golpe maestro de un arte de escribir que ya no parece necesitar de la escritura —ni de su temporalidad ni de su trabajo material— porque se ha vuelto cosa mentale. Escribir, para el Borges del “Pierre Menard”, consiste menos en urdir textos que en operar contextos.

Casi no hay manía más borgeana que esa: definir series paralelas de elementos, normas de inclusión y exclusión, patrones de pertenencia, y después, sin preavisos, proceder a las extirpaciones e injertos más inadecuados. Artista del trasplante, Pierre Menard es para Borges el modelo irrisorio de escritor. Sabe, como Borges, que para hacer literatura basta con hacer migrar lo que escribieron otros e implantarlo en tierras extrañas. Nunca con tan poco se hizo tanto. Menard escribe a mediados de los años ‘30 el capítulo nueve del Quijote y consigue lo que ninguna voluntad, ningún plan, ninguna imaginación conseguirían: movilizar alrededor de un objeto artístico de trescientos años todas las fuerzas de la contemporaneidad. Hacer viajar al Quijote es conectar sus enunciados con las máquinas de leer del presente, hacerles decir —exponiéndolos a las radiaciones de la actualidad— todo lo que aún tienen para decir. Así, escrita por Menard en los años ‘30 del siglo XX, la expresión “la historia, madre de la verdad” (escrita por Cervantes a principios del XVII) suena como el eco de un axioma pragmático formulado por William James.

Quizá no esté de más recordar dos cosas. Una, que el relato “Pierre Menard, autor del Quijote” fue la respuesta de Borges a los ataques de Ramón Doll, un detractor nacionalista que, irritado por la impunidad con que Borges barajaba literaturas ajenas, lo acusaba de ser un parásito. Difícil imaginar una respuesta más demoledora. Es como si Borges actuara en espejo: no sólo no niega su condición de ladrón, sino que la ratifica y hasta se la devuelve a su enemigo en forma literal, puesta en acto, transformando el vicio que le imputan en una estrategia artística. La otra es que Borges escribe el “Pierre Menard” un mes después del accidente de la Nochebuena de 1938 que casi le cuesta la vida. Una septicemia lo ha tenido un mes delirando de fiebre en el hospital, y ahora, que empieza a recuperarse, tiene miedo de no poder volver a escribir. Decide, para probarse, intentar un género que no haya practicado nunca. Si fracasa, el impacto de la decepción será menor. Necesita escribir algo impar, incomparable, y escribe lo que cree que es un cuento: “Pierre Menard, autor del Quijote”. La epopeya de ese oscuro simbolista que conquista la originalidad escribiendo el Quijote es la primera ficción —son palabras de Borges— que escribe en su vida.

Ahora bien: ¿qué clase de ficción descubre Borges cuando escribe el “Pierre Menard”? ¿Qué clase extraña de relato es esta historia sin intriga ni enigmas donde abundan las listas, las enumeraciones, los comentarios bibliográficos, y cuyo protagonista tiene nombre y apellido pero no cuerpo, ni imagen, ni siquiera voz? Quizá “dislate” sea una buena palabra. Es la que usa el narrador de “Pierre Menard” para imaginar cómo reaccionará un lector razonable al leer que dos capítulos y medio del Quijote escritos en 1934 equivalen a “una obra”. Una ficción-dislate, ¿por qué no? Recuperar “dislate” —volver el insulto un capital, la minusvalía un arma— con la misma toma de judo con la que Borges había hecho del parasitismo una potencia para enfrentar a Ramón Doll. O también, por qué no, una ficción… invisible. Con su fachada fría y eficaz, como de objeto arquitectónico ultrainteligente, el “Pierre Menard” es a su modo la historia de una pasión: la pasión de la invisibilidad. Como el señor Teste de Valéry, Menard es el hombre invisible, tanto que el narrador, fingiendo no querer competir con la elocuencia de algunos retratos rivales, se abstiene de “bosquejar su imagen”. Como dice Sylvia Molloy, Menard es un personaje que “no encarna”. Y también es invisible su obra, la obra-dislate que el narrador del cuento se empeña en justificar, “la subterránea, la interminablemente heroica, la impar”. Y también (y sobre todo) es invisible lo que funda su obra, lo que la concibe y la alumbra y de algún modo la posee, al punto de volverla inútil o superflua o inesperadamente cómica: el procedimiento.

Embarcado en su “admirable ambición”, Menard se aligera de todo lastre visible: renuncia a transcribir mecánicamente el original del Quijote, renuncia a los borradores, renuncia a ser Cervantes, renuncia incluso a sus propias convicciones. Hay una sola cosa que sobrevive a ese despojamiento radical, una cosa única, impar, incomparable (tres adjetivos que algunos siglos atrás se habrían dejado resumir en la categoría de idiota): la idea, fulminante como un acto, de escribir el Quijote en 1934. Transcribir, reproducir, copiar: qué pesadas suenan esas obligaciones al lado de la idea de escribir el Quijote. Tanto como la célebre consigna de Cézanne —“Rehacer una y cien veces el frente de la camisa”— al lado del urinario de porcelana que Marcel Duchamp presenta en el Salón de los Independientes de 1917. La “operación” que Borges y Menard ponen en práctica en el “Pierre Menard” es hermana de ese latigazo mental que el arte moderno descubrió con los ready-mades de Duchamp y el arte contemporáneo, marcado por el giro conceptual, perpetúa en legiones de nombres y obras donde los vanguardistas disparatados de Bustos Domecq no desentonarían.

¿Rehacer? ¿Reescribir el Quijote? Demasiado lento, demasiado artesanal. Borges y Menard lanzan su idea loca de una vez y para siempre e imponen instantáneamente el vértigo (¿cuándo sucedió?), la ironía (¿es en serio o en broma?) y la ligereza (¿dónde está la profundidad?) de un nuevo tipo de ficción: la ficción conceptual. Leído desde una preceptiva clásica, el “Pierre Menard” es un relato atrofiado, que nunca empieza y naufraga en su propia inconsistencia. Leído en el marco del conceptualismo, donde el golpe y la idea lo son todo, esa vacilación y esa debilidad adquieren una consistencia extrema que desnuda dos premisas inéditas: transparencia integral e invisibilidad del gesto artístico —como si el pensamiento, él solo y de un solo golpe, pudiera fabricar objetos. De allí, de esa velocidad casi mágica, viene el vértigo que nos asalta cada vez que leemos “Pierre Menard, autor del Quijote”. Un vértigo anarrativo, porque no lo inspira una destreza en el arte del relato sino un procedimiento puntual, y también inagotable, porque ese procedimiento, diáfano y abierto, siempre parece conservar un resto opaco, una zona de sombra que nos insta a a sospechar, interrogarlo, ir más allá. Pierre Menard: un pobre tipo al que en 1934 no se le ocurre otra cosa que escribir el Quijote. ¿Es eso? ¿Eso es todo?

Lo mismo se pregunta Veronica Quaife, la chica de La mosca de Cronenberg, cuando asiste al primer test de teletransportación de su novio, el nerd experimental Seth Brundle, y lo ve emerger, alto y al parecer intacto, de la cabina donde acaba de rematerializarlo la máquina que logró poner a punto. Visto en acto, todo procedimiento despierta esa emoción impura, teñida de sospecha, incredulidad y decepción. La despertó en su momento la máquina del tiempo que inventó H.G. Wells; ¿por qué no la despertaría la que inventa Pierre Menard, más low tech y más eficaz, ya que, fundada en recursos modestos —“la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas”, dice el narrador—, hace viajar a un clásico en el tiempo y el espacio a la velocidad de la luz? Desconfiamos del procedimiento (o lo reducimos a un chiste) porque sospechamos del rapto, del truco, de la magia. Y tal vez tengamos razón. Tal vez por eso un relato como “Pierre Menard, autor del Quijote”, tan consustancial con la prestidigitación y el humor que se confunde con un gran koan zen, parece autoexcluirse de la literatura. Y a la vez, ¿no es allí, en el punto crítico del truco, donde la literatura puede desprenderse de su gravidez ancestral, volverse ligera, inmaterial, y adquirir cada vez mayor velocidad, hasta hacerse invisible? Ésa es quizá la condición paradójica de la ficción conceptual: produce sorpresa, sospecha y desazón en el plano de la “obra” (¿cómo una mera perplejidad intelectual podría ser un cuento?), y al mismo tiempo, en el plano de la Literatura, arrastra todas las nociones adquiridas y los marcos de referencia en una mutación loca, tan inconcebible como la que la máquina de Brundle introduce en la especie humana cuando fusiona la carne de su inventor con un insecto inoportuno.

Hay escritores viajeros que dejan a la literatura quieta y escritores inmóviles que la hacen viajar. Borges pertenecía a la segunda categoría (si no la inventó). Viajó bastante: de joven, con sus padres y su hermana, por Europa; ya de grande, célebre, invitado por editores y universidades. Un libro de 1984, Atlas, compila una serie de instantáneas de aficionado que registran momentos cotidianos de esos periplos: una sobremesa con copas y botellas, una brioche parisina, una vista del cementerio de Ginebra. La foto más perturbadora del libro es la de la portada: Borges está en un globo, a punto de emprender vuelo junto a dos hombres y María Kodama. Kodama mira a la cámara; Borges, sonriente y ciego, mira a María Kodama. Las fotos del libro documentan los lugares que Borges no pudo ver.

¿Qué clase de viajero es un ciego? “Mi cuerpo físico puede estar en Lucerna, en Colorado o en El Cairo”, escribe Borges en Atlas, “pero al despertarme cada mañana, al retomar el hábito de ser Borges, emerjo invariablemente de un sueño que ocurre en Buenos Aires”. Quizás el viajero ciego sea el que no viaja; el que decide donar el viajar a otro (para que el otro le cuente lo que él no ve) o imprimirle al mundo todo el movimiento que ya no está en condiciones de percibir. Viajero no retiniano, Borges hizo de la literatura —de toda la literatura— una superficie de hierba y de grava, una estepa, para que los libros —todos los libros— se volvieran nómadas.

Escrito en Lecturas Turia por Alan Pauls

Todavía hoy, cuarenta y un años después de su muerte, Miguel Labordeta Subías (Zaragoza, 16 de julio de 1921 - 1 de agosto de 1969) continúa considerándose un poeta menor, escasamente conocido, más citado que leído, poco y no siempre bien estudiado, un poeta secreto, de culto y “de provincias”, valorado sobre todo por un grupo reducido de lectores que encuentra en él, antes que ninguna otra cosa, una plasmación radical de autenticidad e independencia literarias. Ajeno a todo tipo de consignas y modelos, excluido voluntariamente de cualquier escuela, corriente o movimiento literario más o menos organizado, aislado en su particular “zaragozana gusanera” —en esa ciudad “ausente de todo cuanto tenga el poder de la vida”, como escribiera Julio Antonio Gómez en un poema memorable y desolador de Acerca de las trampas—, rodeado de sus fantasmas en ese edificio encantado que fue el palacio de los Gabarda (sede del Colegio Santo Tomás de Aquino, cuya dirección asumió nuestro poeta tras la muerte de su padre en 1953), acompañado de unos pocos y entusiastas amigos a los que se les había inoculado el virus de la poesía, Miguel Labordeta fue elaborando una obra literaria de una singular intensidad, no demasiado extensa —a decir verdad, más bien reducida, a la luz de los borradores con los que fue conformando su taller literario—, escrita con frecuencia desde la rebeldía, la renuncia y la contradicción permanentes, a contracorriente muchas veces de los gustos y las modas imperantes en cada momento, una obra que incluso se adelanta a propuestas futuras, marcada por un constante “desacato a los modelos establecidos” (Pérez Lasheras y Saldaña, apud Labordeta, 1994: 12), una obra limitada solo por la servidumbre de la libertad y vertebrada sobre dos grandes ejes temáticos y expresivos: el compromiso, asimilado como ese cordón umbilical que vincula la poesía con la denuncia de todas las miserias de la tierra y la solidaridad con los desarraigados, y la vanguardia, en su sentido más amplio, nunca entendida como un periodo histórico concreto o un semillero de posibilidades artísticas, sino como la expresión de una indagación, el resultado de una inmersión en el yo más profundo, asimilada siempre como un horizonte utópico, generador de exploración y fuerza imaginaria.

La poesía de Miguel Labordeta sigue leyéndose con interés y continúa comunicando a quienes se acercan a ella, sean estos jóvenes o no tan jóvenes poetas o, sin más, lectores —como suele decirse— con dos dedos de frente, dotados de una acusada conciencia crítica y social y de un considerable conocimiento de la tradición literaria. No de otra manera podría explicarse que un poema de 1951 (“Severa conminación de un ciudadano del mundo”, de Epilírica) leído por un parlamentario —que además era hermano del poeta— en el Congreso de los Diputados en la sesión del 5 de febrero de 2003, más de cincuenta años después de haber sido escrito, generara una expectación inusitada en la alocución del portavoz de un grupo minoritario ante la aplastante presencia de los grupos mayoritarios, especialmente aquellos que representaban y daban voz a la derecha más ultramontana y reaccionaria, que acostumbraban seguir los discursos ajenos —cuando no se ausentaban de sus escaños— con indiferencia manifiesta o con constantes abucheos, insultos y desprecios lanzados por quienes únicamente valoran como válidas y verdaderas sus propias ideas. Este poder de la palabra, esta magia implícita en versos que, con seguridad, aludían a una circunstancia concreta, a una referencia específica, pero que han servido, sirven todavía, para expresar la sinrazón de una manera de entender la política al margen de los intereses generales de la ciudadanía, radica en lo que es la esencia de la auténtica poesía: ser expresión que atraviesa el tiempo.

Y esta actualidad reside en gran medida en la actitud del propio emisor del mensaje: un cierto desasimiento (palabra que utilizó como título de uno de sus poemas de Transeúnte central) hacia lo que significa el poder y sus representantes, un sentimiento compartido con los más humildes, una advocación continua hacia todo y hacia todos (que al mismo tiempo es imprecación que alcanza al propio yo), una mirada conmiserativa y rebelde conceden a los versos de Miguel Labordeta esa dosis de simpatía precisa y necesaria para seguir comunicando.

Ya desde sus primeros libros —Sumido 25 (1948), Violento Idílico (1949) y Transeúnte central (1950)—, nos encontramos con una escritura muy poco convencional, difícilmente etiquetable con algún adjetivo más o menos afortunado, una escritura desbocada, de largo y hondo aliento, desconocedora de la contención —al menos en su primera etapa— y quizás por eso mismo en ocasiones extraordinariamente potente y generosa en el despliegue de unas extrañas imágenes que habrían de pasar inadvertidas para una academia y una intelligentsia literarias que —traicionando su propia función— habían decidido claudicar ante la inercia y la comodidad haciendo noche en el letargo crítico[1]. Esta primera etapa habría culminado —si la censura lo hubiese permitido— con la publicación de Epilírica, un libro que Labordeta había escrito entre 1950 y 1952 y que tenía previsto publicar ese mismo año pero que no aparecería hasta 1961, un libro, por lo tanto, que ha de verse como parte del ciclo poético abierto en 1948 con Sumido 25. En 1969, poco antes de su muerte, publica en la colección “Fuendetodos” (dirigida por su amigo Julio Antonio Gómez) su quinto y último libro de poesía, Los soliloquios, una obra singular escrita a la luz de esa recuperación de la vanguardia que supusieron el letrismo, la poesía visual y la poesía concreta, un poemario que apuntaba el surgimiento de un nuevo Labordeta que la muerte muy pronto habría de segar. En el origen de esta nueva vuelta de tuerca poética muy probablemente se encuentra la relación que Labordeta estableció con el poeta Julio Campal —a quien conoció en Palma de Mallorca en 1965 a través de Antonio Fernández Molina—, una relación que se prolongaría después en Zaragoza en diversas actividades de difusión de la poesía de vanguardia.[2]

Con anterioridad, en 1960 fundó la revista Despacho Literario (de la que se editarán cuatro números hasta 1963) y publicó a regañadientes en la colección “Orejudín” (aneja a la revista homónima dirigida por su hermano José Antonio, quien tuvo que insistir bastante) su primera agrupación de poemas ya editados, Memorándum. Poética Autología, un volumen en el que Labordeta introdujo algunas modificaciones con respecto a las primeras versiones publicadas, consistentes, en su mayor parte, en facilitar la comprensión añadiendo signos de puntuación que ordenaran lógicamente la lectura desde un punto de vista gramatical. En 1967 ve la luz Punto y aparte, primera antología verdaderamente representativa de su poesía publicada hasta esa fecha y en la que el autor puso como prólogo el poema-epístola que le dedicara Gabriel Celaya en Las cartas boca arriba (este volumen tendría luego una segunda edición preparada por José-Carlos Mainer en 2000). En ambos casos, el poeta vuelve sobre sus textos, reordenándolos, distribuyéndolos en estrofas, puntuándolos, trasvasando incluso poemas de unos libros a otros, eliminando algunas trabas y dificultades que impidiesen la interpretación de algunos pasajes, preocupado quizás por conseguir una mayor coherencia significativa. En 1970, gracias a sus amigos de Palma de Mallorca —en especial, Antonio Fernández Molina, que por entonces todavía ejercía de secretario de redacción de Papeles de son Armadans— aparece en la colección Tamarindo una Pequeña antología en edición firmada por Emilio García Jurizmendi, la primera tras su fallecimiento y la primera realizada por manos ajenas a las del poeta.

En 1972, gracias a los desvelos de uno de sus grandes valedores, el también poeta y editor Julio Antonio Gómez, aparecen las primeras Obras completas, que incluirían, además de sus libros de poesía, esa especie de poética dramatizada que fue Oficina de horizonte (estrenada en 1955 con escenografía de Agustín Ibarrola, protagonizada por esa inefable figura que fue Pío Fernández Cueto, recitador, actor peregrino y bohemio a quien Labordeta dedicara un poema y para quien escribió esta pieza teatral, que fue publicada por primera vez en 1960 en el segundo y último número de Papageno, la revista dirigida por el autor de Al oeste del lago Kivú los gorilas se suicidaban en manadas numerosísimas), una obra dramática que muy bien puede leerse como un extenso poema alegórico sobre el lugar, la función y el destino del poeta en el mundo (como han analizado Enrique Serrano, 1988, Rosendo Tello, 1994, y Antonio Pérez Lasheras, en Pérez Lasheras y Saldaña, eds., 1996). La edición de estas primeras “completas” saldría arropada con ilustraciones de Pablo Serrano, José Orús, Manuel Montalvo, José Manuel Broto y José Luis Lasala y con textos de Ricardo Senabre, José Antonio Labordeta y Rosendo Tello, quien, ese mismo año, se encargaría de preparar la edición de Autopía, un libro inconcluso que desarrolla líneas temáticas y expresivas abiertas en Los soliloquios; en 1975 Pedro Vergés agrupó en La escasa merienda de los tigres textos procedentes de diferentes publicaciones y no incluidos en libros. Clemente Alonso Crespo preparó en 1981 una nueva edición de Epilírica (Los nueve en punto) y, dos años después, dispuso la Obra completa, publicada en tres volúmenes en la colección “El Bardo”; esta publicación, elaborada a partir de los borradores que dejó el propio poeta (quien escribía sus apuntes en dietarios que hoy ya se pueden consultar en el archivo depositado en la Universidad de Zaragoza), ha provocado que parte de la escasa crítica que se ha acercado a esta poesía contemple una realidad muy distante de la que siempre quiso construir el poeta; aparecen algunos títulos que Labordeta nunca publicó, poemas que se repiten e ideas, imágenes, metáforas y versos enteros que se multiplican hasta la saciedad, algo muy contrario a lo que pretendió con su constante labor de criba y de pulido. Sirva como ejemplo este párrafo que le dedica Francisco Ruiz Soriano (1997: 109-110) en una obra dedicada a analizar la primera poesía de posguerra:

Uno de los poetas más importantes de esta tendencia en su línea más trágica es el poeta aragonés Miguel Labordeta, que englobado dentro de la bohemia más heterodoxa, desde posiciones romántico-vanguardistas evolucionará hacia la poesía experimental en su última poética, con Epilírica (1961), Los soliloquios (1969) y Autopía (1972), obras donde investiga la combinatoria, la recursividad y la disposición visual de las palabras en la página (que denominó “poema mapa”). Sus primeros libros —Crecimiento, Sumergido crecimiento, Abisal cáncer, Las anunciaciones del habitante— presentan ya la problematización del ser arrojado al mundo, la frustración por la sociedad industrial alienante —en la más pura tradición lorquiana de Poeta en Nueva York—, ya la búsqueda del autorreconocimiento ante una identidad perdida. Temas que encontramos en su primer libro publicado, Sumido 25 (1948) y en los siguientes: Violento idílico (1949), donde expone la contradicción entre el deseo nostálgico de ideales perdidos y la situación presente de podredumbre con tono hondamente pesimista, y Transeúnte central (1950), indagación en el dolor de toda persona abocada a ser “transeúnte” en el devenir de la vida; en algunos poemas de este libro aparece cierta predisposición social y actitud prometeica. Su poesía refleja un fondo autobiográfico de preocupaciones en torno al Tiempo, la Nada y la Muerte, llena de preguntas esenciales; Labordeta erige una afirmación nihilista del yo y una concepción metafísica del ser, revestido siempre de cierto vitalismo y panteísmo que lo aproximan a las composiciones de angustia anímica de José Luis Hidalgo. 

Las inexactitudes incluidas en este párrafo son tantas que es difícil reparar con cierta atención en todas ellas. En primer lugar, el enredo terminológico: comienza hablando de “esta tendencia”, cuando el epígrafe que incluye estas palabras se denomina “Otras líneas poéticas y promoción del exilio”, con lo que quizás estuviera relacionado con el epígrafe precedente, “Hacia la poesía social”; a continuación se habla de “línea más trágica”, “bohemia más heterodoxa”, “posiciones romántico-vanguardistas”, “poesía experimental”, “actitud prometeica”, “fondo autobiográfico”, “preguntas existenciales”, “afirmación nihilista del yo”, “concepción metafísica del ser”, “vitalismo”, “panteísmo” y “angustia anímica”. No decimos que algunos de estos sintagmas no sean adecuados, sino que su acumulación produce una confusión extraordinaria. Por otra parte, incluir títulos que el poeta manejaba como borradores y que fueron reasumidos en sus primeros libros vuelve a generar perplejidad. La denominación de “poema mapa” fue acuñada por el poeta para una determinada composición incluida en Los soliloquios (“Planisferio del alquimista Zósimo”) y por lo tanto resulta aplicable a algunos de sus poemas más cercanos al letrismo. Finalmente, citar Epilírica como parte de su “última poética” y no precisamente como cierre de su primer ciclo (aunque se publicase nueve años después de su escritura) es desconocer lo que se propuso el poeta con sus versos, su auténtica intención (que, por otra parte, expresó de manera clara y reiterada en otros testimonios). En este orden de cosas, creemos que habría que leer más detenidamente las declaraciones y reflexiones metaliterarias que Miguel Labordeta fue realizando a lo largo de su carrera poética (manifiestos, entrevistas, prólogos, etc.). En ellas puede observarse que los límites de la poesía española del momento le resultaban muy estrechos y que no dejó de perseguir una escritura poética entendida como un fenómeno global y complejo. Solo así se explica la alusión que, en su conocido artículo-manifiesto “Poesía revolucionaria” (1950), dedica a lo que se está haciendo más allá de nuestras fronteras (en alusión a la Beat Generation norteamericana, de la que tendría noticia a través de Carlos Edmundo de Ory, amigo y correspondiente de Allen Ginsberg). Las etiquetas no podían servir a quien se pasó la vida huyendo de ellas.

1983 fue también el año en que Antonio Fernández Molina seleccionó y prologó los poemas de Metalírica. En 1988 Sumido 25 conoció una segunda edición en la Institución “Fernando el Católico”, en 1994 ocurrió lo propio con Transeúnte central (a cargo de Jesús Ferrer Solá) y vieron la luz dos nuevas ediciones, nuestra antología Donde perece un dios estremecido y Abisal cáncer (edición a cargo de Clemente Alonso Crespo), un dietario abarrotado de hallazgos expresivos, escenario de ese sueño que tuvo por nombre Berlingtonia, coetáneo de su primer libro poético e incluido con anterioridad en la Obra completa de 1983. En 2004 Antonio Ibáñez publicó una documentada y bien narrada biografía con el título de Miguel Labordeta. Poeta Violento Idílico, 1921-1969; recientemente, en 2008, se ha editado en búlgaro, con traducción de Rada Panchovska, una selección de su poesía (aparte de este trabajo, algunos —pocos— poemas han sido traducidos al francés, albanés, rumano y alemán en diferentes volúmenes colectivos) y en 2010 José Luis Calvo Carilla se ha encargado de la edición de Transeúnte central y otros poemas.

Internacionalista convencido y declarado, ciudadano del mundo, fundador de una disparatada e imaginaria Oficina Poética Internacional (OPI) que aglutinó a unos cuantos artistas que se vieron arrastrados por su magnetismo y su poder de seducción, Labordeta fue una rara avis en una ciudad oscura de un país en gran medida triste y siniestro. Autor de una escritura crepuscular, itinerante, poliédrica y nómada, las relaciones que estableció con sus amigos —y en esto coinciden casi todos los que le trataron— se basaron siempre en la fraternidad y la generosidad y nunca quiso ejercer de maestro, como se lee en ese poema de Autopía titulado “Escucha joven poeta inadvertido”, que se abre y se cierra con estos versos: “escribe para todos / es decir para nadie / […] / haz lo que te dé la gana / quema estas advertencias por favor / es mi consejo póstumo” (Labordeta, 1994: 233). Así, se ha querido ver con cierta frecuencia en Miguel Labordeta el símbolo o el paradigma de la independencia y la libertad creadoras, la subversión y la resistencia al encasillamiento fácil; sin embargo, la crítica prácticamente es unánime en el reconocimiento de esa labor de liderazgo —si no teórico o estético, por lo menos moral— que Labordeta ejerció entre quienes por entonces —mediados los cincuenta— comenzaban a velar sus primeras armas literarias en la ciudad (su hermano José Antonio, Fernando Ferreró, Guillermo Gúdel, Miguel Luesma, Luciano Gracia, Julio Antonio Gómez, Rosendo Tello, Benedicto Lorenzo de Blancas, Ignacio Ciordia, Raimundo Salas, José Antonio Rey del Corral, Emilio Gastón, autores que vivieron y bebieron durante algunos años al calor de esa comunidad fundada sobre el exceso, el humor y la camaradería que tuvo su centro en el Niké). Poco después, Labordeta quiso apoyar con un prólogo Generación del 65, una antología preparada por Juan María Marín y Fernando Villacampa que vio la luz en 1967 y que incluía poemas de, entre otros, Mariano Anós, Adolfo Burriel, Aurora Egido, Jorge Juan Eiroa, Juan María Marín, José Antonio Rey del Corral, Ignacio Prat, José Antonio Maenza y Fernando Villacampa (la historia es conocida: el volumen apenas se difundió puesto que fue muy pronto secuestrado por orden gubernativa y permanece a la espera de una próxima reedición, en la que está embarcada Graciela de Torres Olson para la colección Larumbe). De alguna forma, ese acercamiento a una nueva generación (esa que ha sido denominada en ocasiones como “generación del lenguaje”), con el espaldarazo que supone el apoyo expreso de Labordeta, representa una nueva manera de enfrentarse al hecho poético en el que las palabras, más que enmarcarse en una relación sintagmática de un lenguaje discursivo, se relacionan paradigmáticamente con otros elementos referenciales, otorgando así relevancia a su carácter simbólico: las palabras dejan de ser meras referencias para evocar cosas, sentimientos, pensamientos, para llegar a ser esas mismas realidades.

En todo caso, es cierto que su escritura no transcurre por autopistas culturales claramente delimitadas (cuando no sancionadas por el canon más institucionalizado) sino que se desplaza por territorios de alta montaña donde el sendero a veces se pierde, carreteras comarcales no muy bien señalizadas y vías de navegación en las que con frecuencia se han perdido las balizas y la travesía debe hacer frente a marejadas y tormentas. Una poesía entendida de tal modo, sin itinerarios previamente marcados, dispuesta a inmolarse en cualquier momento, convierte la exploración y la experimentación en técnicas fundamentales de escritura, y esta es probablemente una lección que Labordeta aprendió de la vanguardia histórica y que mantuvo siempre como una exigencia estética irrenunciable.

Es un hecho que el surrealismo tuvo en él, tras la guerra civil, a uno de sus más entregados cultivadores, como muy bien vio José Manuel Blecua (apud Labordeta, 1983: 6), quien habla de una originalidad conseguida “con una lengua poética no fácil precisamente, puesto que más de una vez se perciben las patentes huellas surrealistas y el bucear en lo subconsciente”; del mismo modo, es también evidente que Labordeta trató de distanciarse de esa y de otras etiquetas, utilizadas una y otra vez como marbetes excesivamente simplistas y reductores. Y esos intentos debieron de dar sus frutos puesto que algunos críticos no tardaron en apreciar la singularidad del surrealismo labordetiano; así, Guillermo Carnero (1978) habla de un “surrealismo existencialista” para referirse a los tres primeros libros publicados por nuestro poeta, y Víctor García de la Concha, en una expresión que riza el rizo, de “surrealismo realista”. En todo caso, Labordeta representa un caso único, irrepetible y heterodoxo en la historia del surrealismo literario español, hasta el punto de articular una propuesta tan impregnada hasta la raíz de elementos expresionistas que, con frecuencia, sería preferible hablar de un expresionismo poético con elementos surrealistas (Ángel Crespo, en Pérez Lasheras y Saldaña, eds., 1996; Pérez Lasheras y Saldaña, apud Labordeta, 1994: 43). En todo caso, en los borradores del poeta puede comprobarse que este automatismo no solo está sometido a una severa y concienzuda revisión, sino que se trata más bien de un instrumento, una técnica que utiliza para crear imágenes en las que se asocian elementos dispares, disímiles, pero que mantienen una íntima relación con el subconsciente. Más aún, debido a las muchas veces lamentables circunstancias históricas en las que se desenvolvió la vida española tras la guerra civil, el mundo de los sueños y del subconsciente deja paso a menudo a una escritura renovada con elementos que proceden del trágico momento histórico, maniatado por limitaciones de todo tipo y, por otra parte, un mínimo análisis del taller poético labordetiano demostraría la constante reelaboración de sus escritos, un hecho que desmentiría de alguna manera el automatismo surrealista.

Así, su poesía zigzaguea sin cesar, interrumpe su avance, desanda a veces el camino, vuelve sobre sus pasos y se desvía de la ruta marcada, se despliega mostrando sin ningún pudor sus cartas pero al mismo tiempo trazando continuas líneas de fugas y derivas. Por todo ello —al calor de esa tendencia tan arraigada en la crítica literaria hispánica basada en el encasillamiento fácil—, esta escritura se ha leído a menudo como un exponente claro del surrealismo (o, en el mejor de los casos, de la vanguardia, en general) y, de esta manera, ha sido incluida en algunos volúmenes que recogen este tipo de poesía (ya en 1952 Joan Fuster y José Albi seleccionaron algunos poemas suyos para la Antología del surrealismo español que publicó la revista Verbo, considerándolo como uno de los poetas más activos en este movimiento). Sin embargo, el propio Labordeta, preguntado sobre esta cuestión, respondía: “¿Surrealista? Yo creo que nadie lo es enteramente, y que sin embargo, nadie de sensibilidad actual puede quedarse al margen de su influencia mágica” (Albi y Fuster, 1952: 184); casi treinta años después, Germán Gullón reunió algunos poemas suyos en su Poesía de la vanguardia española, icluyéndolo dentro del “surrealismo tardío”. En todo caso, flaco favor hacemos a esta escritura si su lectura se orienta únicamente desde el marbete —por muy amplio que sea, al fin y al cabo reductor— vanguardista; lo cierto, no obstante, es que apenas aparece en antologías de poesía española contemporánea (y ello en un país que experimenta una obsesiva, casi enfermiza, pasión por la elaboración de estos artefactos como elementos de canonización literaria). En todo caso, dadaísmo, surrealismo, expresionismo y letrismo no funcionan en Labordeta como horizontes u objetivos conceptuales sino como estrategias retóricas, simbólicas e imaginarias al servicio de su desgarrador universo lírico.

A este respecto, podría afirmarse que los ismos, en la poesía de Miguel Labordeta, antes que senderos artísticos claramente delimitados, funcionan como materiales de trabajo al servicio de una exploración personal, son procedimientos, métodos, caminos, medios o instrumentos de búsqueda de una voz propia, autónoma y al margen de todo tipo de etiquetas. Sobre esta cuestión de los epígrafes, marbetes, fórmulas, marcas o clasificaciones identificatorias que tratan de configurar el canon literario, es significativa la afirmación del propio poeta, quien en una entrevista definía su Epilírica como “uno de los primeros libros de poesía social”, matizando a renglón seguido: “bueno, de lo que luego se llamaría social por los oportunistas, que antes garcilasistas, correrán a gritos desaliñados por el hombre, la justicia, el cocido y tal […] estos figuran en las antologías como forjadores de la poesía social, etc., en cambio de Labordeta dicen desdeñosamente «es un surrealista»” (texto de 1966, editado por Rotellar, apud Romo, 1988: 67). De esta manera, Leopoldo de Luis despachó la poesía labordetiana tildándola de “disconforme y rebelde”, la excluyó de su Antología de la poesía social (1969: 36) y justificó su ausencia con la mención del poema “Un hombre de treinta años pide la palabra” como el más próximo de los suyos a esta tendencia.[3]

Es un hecho indudable que esta poesía, en vida de su autor, apenas despertó el interés de la crítica y, cuando lo hizo, fue casi siempre para destacar la aparición de un nuevo libro con un sustantivo, un adjetivo o un sintagma excesivamente estrechos y encasilladores: tremendista, surrealista, expresionismo de hondas raíces metafísicas, etc., etiquetas, en todo caso, erróneas por insuficientes, injustas por traicionar la complejidad de una escritura que respira imaginación y libertad por todos sus poros, una escritura rebelde, subversiva (en el fondo y en la forma) y dispuesta en todo momento a retorcerse sobre sí misma y romper con el entramado léxico y la linealidad discursiva, una escritura, además, elaborada con palabras, sintagmas y expresiones que con frecuencia no pueden interpretarse a partir de las acepciones que recoge el diccionario puesto que ofrecen sentidos traslaticios, figurados, metafóricos, simbólicos, imaginarios, distintos, en cualquier caso, a los que colectiva y habitualmente aceptamos según dicta la norma lingüística académica.

Y una poesía concebida a partir de estas premisas no puede sino calificarse de revolucionaria, “poesía revolucionaria”, expresión con la que el propio Labordeta tituló una especie de poética publicada en 1950 en la revista Espadaña, revolucionaria por su constante afán de subvertir los conceptos más arraigados en el imaginario colectivo, alterar la sintaxis más usual, quebrar la lógica interna de la gramática, pero también por su irrenunciable deseo de alcanzar nuevos y liberadores sentidos a partir de esa incansable labor de erosión y desintegración del lenguaje. En todo caso, vanguardista y revolucionaria son adjetivos que conectan a la perfección si de lo que se trata es de definir un tipo de poesía “de avanzada”, preocupada por describir los verdaderos problemas del hombre, aunque no sea entendida en su momento ni permita ganar ningún gran premio literario (como declara el propio poeta). Germán Gullón comenta que “Para identificar, en principio, a un poema como vanguardista, el rasgo más indicativo es la rotura de la arquitectura gramatical o de la lógica interna del poema, o de ambas cosas a la vez, causadas por un desajuste rítmico, su entrecortamiento, y la pérdida del lirismo tonal”, y poco más adelante, al hacer referencia a la aparición de las greguerías de Gómez de la Serna, primera manifestación vanguardista en la literatura española, añade: “el discurso poético aparece ya disgregado, la referencialidad tradicional de las palabras puesta en entredicho y tomada a broma” (Gullón, 1981: 8). No de otra manera actúa nuestro Miguel Labordeta.

Tras su muerte comenzaron a publicarse algunos trabajos de cierta entidad sobre esta poesía; a los iniciales de Ricardo Senabre —“Prólogo”— y Rosendo Tello —“Claves circulares (en torno a la obra de Miguel Labordeta)”— (incluidos en las Obras completas de 1972 junto a un “Retrato” de su hermano José Antonio) seguirían otros, como los agrupados en el volumen colectivo Miguel Labordeta. Un poeta en la posguerra (1977, que reúne, entre otros, textos de Mariano Anós, Federico Jiménez Losantos, José Antonio Labordeta, José-Carlos Mainer, Carlos Edmundo de Ory y Pedro Vergés), un volumen que lamentablemente no contribuyó a la recuperación de la poesía del autor sino, más bien, a propagar la confusión. Habrá que esperar a la década de los ochenta para que surjan algunos trabajos elaborados ya desde planteamientos científicos y hermenéuticos más sólidos; así, los estudios de Francisco J. Díaz de Castro (“La poesía de Miguel Labordeta, 1”, 1984), que se había doctorado en 1974 en la Universidad de Valencia con un estudio sobre nuestro poeta, Jesús Ferrer Solá (La poesía metafísica de Miguel Labordeta, 1983, publicación derivada de su tesis de licenciatura), Clemente Alonso Crespo (Materiales para una edición anotada de la poesía de Miguel Labordeta, resumen de su tesis doctoral leída en la Universidad de Zaragoza en 1983) y el más documentado y extenso de Fernando Romo (Miguel Labordeta: una lectura global, 1988, resultado asimismo de su tesis doctoral) apuntalan los cimientos de una nueva crítica labordetiana basada en el análisis de mecanismos textuales y no tanto en prejuicios más o menos intuitivos. Los años noventa suponen una consolidación de la bibliografía científica que esta poesía ha generado; en 1994 la revista de cultura aragonesa Rolde dedicó al autor de Sumido 25 un número monográfico coordinado por Antón Castro y la Universidad de Zaragoza organizó un congreso dedicado a este poeta cuyas actas (Pérez Lasheras y Saldaña, eds., 1996) recogen una buena representación de las lecturas críticas que esta escritura ha suscitado; en 1996 Díaz de Castro publica en Ínsula un breve pero revelador texto en el que vincula esta escritura con la vanguardia y el compromiso, dos conceptos en absoluto incompatibles, como en tantas ocasiones ha querido hacerse ver. Al margen de estas publicaciones, la poesía labordetiana ha sido objeto de atención en diferentes trabajos de alcance más general; así, por ejemplo, en un ensayo sobre la pervivencia del surrealismo en la poesía española de posguerra Raquel Medina (1997) se ocupa de nuestro poeta junto a Carlos Edmundo de Ory, Juan Eduardo Cirlot y Camilo José Cela.

La poesía de Miguel Labordeta surge en un momento en el que todavía se escuchan los ecos de la guerra civil. Son los años de la represión política más dura, la miseria, el hambre y las cartillas de racionamiento, unos años en los que los poetas, en general, entienden su labor de dos maneras sustancialmente diferentes: poetas intimistas, religiosos, vinculados a una lírica de los sentimientos amorosos y las necesidades espirituales y, probablemente por eso mismo, desvinculados de la realidad histórica más desgarrada y apremiante, garcilasistas, por un lado, y poetas sociales, tremendistas, partidarios de una escritura atenta a la denuncia y el compromiso político pero despreocupada al mismo tiempo de alcanzar un nivel elevado de exigencia formal y expresiva, espadañistas, por otro, configurando un escenario que derivaría poco después hacia otra fórmula bipolar materializada en la consabida polémica entre comunicación y conocimiento. Miguel Labordeta —frente al Juan Ramón Jiménez purista y selectivo, partidario de una poesía de las esencias y las formas más depuradas, apta solo para un restringido club de iniciados, y al Blas de Otero y al Gabriel Celaya preocupados por elaborar un discurso poético que respondiese a las necesidades de la inmensa mayoría— pareció encontrar muy pronto acomodo en una especie de término medio más o menos equidistante de ambos extremos, una suerte de limbo o tierra de nadie donde él quiso encontrarse, a solas, de verdad, con los suficientes, una posición que reflejó con claridad en un artículo de 1951, “Ni poesía pura ni poesía popular”. Labordeta aboga por una concepción de la poesía como “reconocimiento”, en una singular mezcla de elementos neoplatónicos, románticos, psicoanalíticos, existenciales y orientales, en la que se busca el autoconocimiento, lo que justificaría esa constante indagación sobre el propio ser. Por otra parte, y sin renunciar en ningún momento a su independencia, Labordeta mantuvo relaciones más o menos estrechas con poetas en un momento dado tan diferentes entre sí como pudieron ser Gabriel Celaya —con quien entabló una amistosa polémica que el poeta vasco reflejó en Las Cartas boca arriba (1951)— o Carlos Edmundo de Ory, uno de los fundadores del postismo, con quien mantuvo una intensa relación epistolar salpicada en ocasiones de hondas reflexiones literarias. Ambos coinciden en aconsejar y aleccionar a Miguel Labordeta sobre los derroteros que debería cobrar su poesía, en el caso del primero incluso con severas, aunque cariñosas, admoniciones.

Ajeno, pues, a todas esas inconsistentes y muchas veces artificiales y estériles polémicas que, de una manera u otra, siempre han intentado instrumentalizar la poesía al servicio de objetivos más o menos espurios, Miguel Labordeta parece empeñado desde el primer momento —una vez superados los escarceos iniciales— en desarrollar una voz personal que diese vía libre a sus preocupaciones temáticas y a sus figuraciones expresivas, y esa voz se encuentra ya en Sumido 25, su primer libro, donde se pueden leer poemas perfectamente medidos, dotados de unas sorprendentes y poderosas imágenes, desde el inicial y archicitado “Espejo”, pasando por “Elegía a mi propia muerte”, “Puesto que el joven azul de la montaña ha muerto” (musicado por su hermano José Antonio), “Agonía del existente Julián Martínez” (uno de sus heterónimos, otros fueron Nerón Jiménez, Valdemar Gris, Mr. Brown, Nabuco, etc., denominaciones que, junto a otras como “Ciego insumiso”, “Buzo ardiente”, “ilustre profesor sin chaqueta”, “un existente jovial y atribulado”, “este señor calvo encantador”, dan testimonio de una identidad compleja, con frecuencia escindida), “Hombres sin tesis”, hasta el poema con que se cierra, “Mensaje de amor que Valdemar Gris ha mandado para finalizar este Sumido 25”, unos textos escritos por un poeta de veinticinco años con una identidad descompuesta y fragmentada y desde la perspectiva imaginaria de la muerte (que se convertirá en una de las constantes de esta escritura en sus libros posteriores) y en los que se hallan esbozadas prácticamente todas sus claves simbólicas. La poesía labordetiana es de una asombrosa riqueza inaginaria y, en ese sentido, ofrece vetas todavía no del todo exploradas, como recientemente ha demostrado Isabel Bueno Serrano (2009).

Y, con la muerte, ese otro tópico de la tradición literaria que es el viaje se convierte en uno de los grandes motivos vertebradores de sus primeros libros —en algún caso, ya desde el mismo título, como se lee en la imagen del “transeúnte”—, de ahí que el deseo de evasión de una realidad que se percibe como dolorosa, castrante y brutal acabe convirtiéndose en un elemento recurrente. Poemas de su primera etapa como “Desnudo entero”, “Puesto que el joven azul de la montaña ha muerto”, “Plegaria del joven dormido” o, entre otros, “Un hombre de treinta años pide la palabra”, reflejan muy bien una actitud basada en el inconformismo, la rebeldía y —por decirlo con expresión más reciente— la apuesta por otro mundo posible. Ahora bien, si en Sumido 25 se escuchaba la voz de un sujeto que contempla atónito los desastres del mundo,  a partir de Violento Idílico nos encontramos con un cambio de registro, la mera observación se prolonga en llamadas constantes, subversivas y revolucionarias a la transformación social, un gesto que culminará en Transeúnte central, su libro más explícitamente político y social, en el que son elementos constantes la denuncia de cualquier forma de injusticia y la solidaridad con los desfavorecidos. A partir de Violento idílico se aprecia también la influencia de Heidegger, manifestada sobre todo en el concepto de dasein (así se titula uno de los poemas de este libro, en evidente homenaje al pensador alemán), por medio del cual la muerte se concibe como un no-ser pero también como la posibilidad de mirar desde el otro lado.

Aunque publicado en 1961, Epilírica, escrito entre 1950 y 1952, supone, como hemos recordado más arriba, el cierre de su ciclo poético inicial y, en ese sentido, participa de la cosmovisión poética que Labordeta fue gestando a partir de su primer libro; así, inconformismo, rabia, desarraigo y denuncia de unas condiciones de vida injustas son rasgos que acercan esta obra a ese tipo de escritura política que ya había aparecido en textos anteriores. La censura prohibió dos poemas (“Hermano hombre” y “Mientras muero en el frente”, dos textos que, sin embargo, ya se habían publicado en diferentes revistas) y la primera edición salió por lo tanto amputada, con siete y no con los nueve poemas con que veinte años después, en 1981, Clemente Alonso Crespo la editaría. Y junto a ese registro existencial, civil, social, con el que el sujeto lírico comparte inquietudes y aspiraciones con los demás, encontramos otros de hondo calado sentimental arropados por una metafísica y una mitología muy personales.

Y en esas circunstancias se encuentra cuando, avanzada ya la década de los sesenta, Julio Antonio Gómez pone en marcha con Eduardo Valdivia y Luciano Gracia (y con la inestimable colaboración gráfica del fotógrafo Joaquín Alcón) la colección de poesía Fuendetodos, que acoge una pequeña editorial denominada Javalambre. Julio Antonio Gómez insiste sin reblar hasta conseguir que Labordeta acepte publicar unos poemas que verán la luz con el título de Los soliloquios, unos poemas escasamente figurativos en los que las palabras reflejan el desequilibrio que se da entre la experiencia, las sensaciones y las ideas, unos textos, en definitiva, que marcan un punto y aparte —sobre todo en el plano formal— con respecto a sus entregas anteriores; introduce así un nuevo giro de tuerca en su trayectoria poética que solo la muerte habría de truncar muy pronto. “Desaparecer” es la palabra troceada y descompuesta en cinco líneas con que se cierra un poemario enmarcado entre palabras de Ovidio y René Char, al comienzo, y Vicente Aleixandre y Fernando Pessoa, al final.

Se ha repetido con frecuencia y ha llegado a convertirse ya en un tópico: la poesía es una pregunta que planta cara a todas las respuestas. Más que proponer explicaciones o respuestas a los interrogantes y desafíos del mundo, la poesía se presenta como una radical oportunidad para generar espacios de tensión, conflicto e incertidumbre. Así, la poesía labordetiana no habría intentado responder a la pregunta que se lee en el primer y citadísimo verso de su primer libro, “Dime Miguel: ¿Quién eres tú?”, sino llevar a un primer plano ese escenario de crisis, convertir esa situación conflictiva que afecta a la construcción de la propia identidad en la raíz medular de su poética, verbalizar la imagen difuminada de la identidad desde un lugar manchado por la otredad, y todo ello en un territorio marcado por la presencia del espejo, ese elemento que al mismo tiempo delimita y expande difuminando las fronteras entre la realidad y la ficción, entre el aquí y el allá, entre lo que es y lo que parece, entre lo propio y lo ajeno. En este sentido, es sabido que la disolución del sujeto y su intento de reconstrucción en el texto se ha convertido en un lugar común de la lírica contemporánea. Baudelaire, primero, Nerval, Rimbaud y Mallarmé, después, abren grietas que afectan a la línea de flotación del estatuto identitario; así, la pérdida de la propia identidad y su posterior búsqueda en el poema se han convertido en motivos recurrentes de la lírica labordetiana, en la que nadie y nada funcionan con frecuencia como símbolos de un vacío ontológico y metafísico que encuentra su referente existencial en un escenario donde la identidad vive volcada hacia el abismo de su propia disolución.

Porque, en efecto, “vanas son las preguntas a la piedra / y mudo el destino insaciable por el viento”, como dejara escrito en “1936”, aquel poema de Los soliloquios en el que el vate maduro que por entonces ya era Labordeta lamentara cómo a toda una “generación perdida” —la suya— le habían sido arrebatadas la juventud y la alegría “por la historia siniestra / de un huracán terrible de locura” (Labordeta, 1994: 186). Nuestro poeta se adentró por el sumidero en el que emergen las preguntas esenciales en busca de respuestas que jamás encontró y, así, la poesía que nos legó, rigurosa y crítica consigo misma como muy pocas otras obras poéticas españolas contemporáneas, no permite ningún tipo de concesiones, se presenta al mismo tiempo como un admirable ejercicio de libertad e independencia creadoras y funciona como el testimonio de un sujeto que hizo del extrañamiento ante la barbarie del mundo una constante actitud personal.

 

Referencias bibliográficas

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[1] Es bastante significativo que uno de los primeros estudiosos que pretendió incluirlo en la historia de la poesía española de posguerra, Víctor García de la Concha, se encontrara con dificultades para encuadrarlo bajo alguna de las etiquetas más usuales y tuviera que acudir a una contradictio in terminis como “surrealista realista” (García de la Concha, 1987: 746) y que una de las historias literarias más leídas por los estudiantes de Filología Hispánica (futuros profesores de lengua y literatura) incluya a nuestro poeta en un apartado titulado “Francotiradores” junto a dos grupos más o menos formados (el postismo, representado por Carlos Edmundo de Ory, y el grupo Cántico de Córdoba) que, como él, tuvieron asimismo una presencia periférica en la vida literaria durante los años posteriores a la guerra civil.

[2] “Por los 50 otros poetas que experimentan con la iconicidad y la plasticidad son Miguel Labordeta y Juan Eduardo Cirlot. Al principio se dejan influenciar por el surrealismo pero llegan a crear un lenguaje personal. Cirlot es un poeta e intelectual desconocido en parte porque hay libros que todavía se están publicando póstumamente. Su libro Variaciones fonovisuales publicado póstumamente en 1996 utiliza técnicas permutatorias que combina con el dibujo tipográfico. Cirlot era un gran conocedor de lo simbólico, de filosofías orientales, de la música, numismática, medievalismo, cine, escultura, etc.” (López Fernández, 2001). En este sentido, no debemos olvidar que Cirlot realizó su servicio militar en Zaragoza, donde contactó, siendo muy joven, con Labordeta y los poetas e intelectuales que se reunían en el café Niké.

Julio Campal organizó la exposición “Poesía concreta” en la galería Grises de Bilbao, entre enero y febrero de 1965, y fue este el primer evento de poesía experimental que tuvo lugar en España. Unos meses más tarde, del 18 al 24 de noviembre, se inauguró en la Sociedad Dante Alighieri de Zaragoza la muestra “Poesía visual, fónica, espacial y concreta”, que Labordeta, con su OPI, ayudó a organizar. Y al año siguiente, en Madrid, se celebraron dos actos que contribuyeron al asentamiento definitivo de este movimiento: la “Exposición Internacional de Poesía de Vanguardia”, en la galería Juana Mordó, y la “Semana de poesía concreta y espacial”. Finalmente, en el verano de ese mismo año 1966 se celebró en la galería Barandiarán de San Sebastián la “Semana de poesía de vanguardia”.

[3] Al margen de esta polémica en torno a la catalogación de la poesía labordetiana como “surrealista” o “social”, lo cierto es que encontramos varios textos suyos incluidos en antologías de poesía surrealista (Corbalán, 1974; Gullón, 1981 —en el epígrafe “surrealismo tardío”—; Pariente, 1985) o de poesía visual (Muriel, 2000).

Escrito en Lecturas Turia por Alfredo Saldaña y Antonio Pérez Lasheras

La conmemoración del centenario del nacimiento de Juan Carlos Onetti nos ha tomado por sorpresa. Nadie se lo esperaba tan pronto: ¡si hace apenas quince años todavía lo creíamos inmortal, cuando nos miraba, entre burlón y resignado, desde ese altar —la cama— que lo había consagrado en vida! Estábamos sus fieles lectores y críticos atentos a cada una de sus páginas, acostumbrados a que los años pasaran como si le fueran indiferentes. Contra todo pronóstico, acompañado de cigarrillos, vino o whisky, lacónico y confinado voluntariamente al modesto espacio de un piso en Madrid, la longevidad de Onetti nos parecía la mejor prueba de que lo importante en un autor es su íntima y total dedicación a la escritura, la que le permite sobrevivir a todas las adversidades. El resto es inútil vanidad.

Lo confesaba él mismo: “Le diré que cuando me cortaron el cordón umbilical se llevaron también el de la vanidad. Me refiero a la vanidad literaria. La gran mayoría de nuestros escritores trata de alcanzar el triunfo. Y a esto se llega de manera incidental y nunca deliberada. Si alcanzamos el éxito nunca seremos artistas plenamente. El destino del artista es vivir una vida imperfecta: el triunfo, como un episodio; el fracaso como verdadero y supremo fin” [1].

Esta preocupación por la escritura, esa imperfección como destino lejos de la vanidad y lidiando con el fracaso, lo acompañó toda su vida literaria: desde El pozo (1939) a su última novela, Cuando ya no importe (1993), en la que desde el título aludió a la futilidad de toda ambición, mirada desencantada que proyectó al borde de la muerte. En esta novela, publicada pocos meses antes de su propia desaparición, Onetti apenas se disimula detrás del protagonista, el derrotado y enigmático Carr, para decirnos en las líneas finales y en la complicidad de una cansada primera persona: “Escribí la palabra muerte deseando que no sea más que eso, una palabra dibujada con dedos temblones”, para precisar poco después: “Otra vez, la palabra muerte sin que sea necesario escribirla”.

Ahora, tan próxima de la fecha de su muerte, tan cerca de esos “dedos temblones” con que escribió la fatídica palabra en Cuando ya no importe, conmemoramos el centenario de su nacimiento. Nos asomamos al vértigo de estos años para profundizar en esa “imperfección” como destino, asumida a modo de lema existencial. Recapitulemos.

La imperfección como destino

“Onetti: maestro de escritores que no es profeta en su tierra”, titula el semanario Reporter de Montevideo una larga entrevista que le hace Carlos María Gutiérrez en octubre de 1961. En la portada Onetti fuma con la mirada perdida en el horizonte y el artículo está ilustrado por una foto del dibujante Hermenegildo Sabat que se convertiría con el tiempo en emblemática. Onetti está sentado en una silla de anea y vestido con traje negro y corbata. Lleva un sombrero Stetson ladeado a lo Humphrey Bogart, sobre el que ha forjado una leyenda. El chambergo está atravesado por una bala calibre 45 que le dispararon en una revuelta en Bolivia que había cubierto como corresponsal del diario Acción en 1956 y de la que milagrosamente salió con vida. El todo enmarcado desde un ángulo insólito: Sabat se ha subido a una mesa y Onetti lo mira desde abajo con un dejo de contenida ironía.

La tierna hosquedad, la corteza rugosa que de vez en cuando dejaba escapar la savia que lo embargaba, apenas disimulan en Onetti la excepcionalidad y marginalidad de un escritor que no se había plegado a “la banda de los lúcidos” de la generación del 45 uruguaya que detentaba el poder cultural: Mario Benedetti, Carlos Martínez Moreno, el propio Rodríguez Monegal y un emergente y ambicioso Ángel Rama. Orgullosamente solitario e independiente, pero al mismo tiempo con la modestia de no intentar que sus ideas se impusieran a nadie, Onetti confirmaba  ser —según lo había definido la solapa de Para esta noche en 1941— un escritor que “cree en muy pocas cosas, rara vez habla de ellas y nunca las escribe”.

La entrevista de Gutiérrez pone en evidencia una realidad del momento: Onetti es un escritor desconocido en su propio país, donde empieza a ser reconocido gracias a la sorprendente madurez literaria de El astillero (1961) que saluda en ese mismo número de la revista Reporter el crítico Emir Rodríguez Monegal: “el lector encontrará en esta novela que el cinismo, la desesperanza, la frustración de su protagonista, no le impiden ser también un alma tierna y desgarrada. Encontrará, en fin, una obra maestra”. Sin embargo, El astillero había concursado al premio organizado por la editorial Fabril de Buenos Aires que ganó Jorge Masciangoli con El profesor de inglés, autor y obra hoy completamente olvidados. La novela de Onetti que formaría parte, con el paso de loa años, de la constelación de las mejores latinoamericanas, pasó desapercibida.

Ese mismo año de 1961, Paco Espínola, obtiene el Gran premio Nacional de literatura del Uruguay y se consagra como “escritor nacional”. Onetti no lo será nunca. Según un feliz distingo, será siempre un escritor uruguayo y nunca un escritor nacional, lejos de toda connotación nacionalista. Un escritor subterráneo, una especie de Blaise Cendrars uruguayo, cuyo nombre se repite vagamente, pero del que sus libros apenas se leen.

En realidad, Onetti nunca tuvo muchos lectores. No los tuvo cuando vivía en Montevideo o Buenos Aires. La primera edición de El pozo (1939) de apenas 500 ejemplares se podía adquirir hasta mediados de los cincuenta en las librerías montevideanas; La vida breve publicada por Sudamericana en 1950 y Los adioses por Sur en 1954 se vendía hasta mediados de los sesenta. Onetti no se preocupó nunca por esas cifras y recordaba lo que James Joyce respondió cuando le preguntaban para quién escribía: “Me siento en un extremo de la mesa y le escribo a la persona que está en el otro extremo. En el otro extremo está James Joyce. Bueno, yo hago igual —repetía Onetti—: le escribo cartas a ese señor que está en mi mesa, a mi mejor amigo, yo mismo”.

Prisionero de su propia leyenda

Cuando Onetti es “enganchado al furgón de cola” del exitoso tren de la nueva narrativa latinoamericana de los 60, su participación no es menos equívoca. Hasta cerca de 1980, era común que los onettianos convictos y confesos nos lamentáramos de la falta de reconocimiento de la obra de “una de las figuras más personales y atractivas de la novela hispanoamericana contemporánea” —al decir del hispanista belga Christian de Paepe— situación calificada de “infortunio literario”. Se lo podía comprobar repasando diccionarios, enciclopedias, lexicones y obras de referencia, donde autores menores ostentaban el olímpico título de escritores de la Weltliteratur, mientras Onetti era ignorado por la crítica imperante: Fernando Alegría, Juan Loveluck y Jorge Lafforgue. Tampoco figuraba en la divulgada antología del cuento hispanoamericano que publica Seymour Menton en 1964.

Cuando a mediados de los años sesenta Onetti es asociado al boom de la literatura latinoamericana, su nombre figura como un coetáneo mayor de edad, un escritor algo anacrónico entre el joven Mario Vargas Llosa y los flamantes best sellers Gabriel García Márquez con Cien años de soledad y Julio Cortázar con Rayuela. Figura entre predecesores reconocidos tardíamente y en un sistema solar del que es alejado planeta. Comparte su “excentricidad” con Juan Rulfo —cuyas únicas obras El llano en llamas (1953) y Pedro Páramo(1955) habían sido publicadas con anterioridad—, el propio Jorge Luis Borges cuyo reconocimiento llega tardíamente, vía Europa, y un quejoso José Donoso que en Historia personal del boom (1972) reclama su lugar en el pelotón de primera división del que se siente excluido. En resumen, Onetti es citado en el conjunto de escritores de moda, sin duda prestigioso, pero que pocos leen. Pocos lectores, pero incondicionales, iniciados a un culto subterráneo de una literatura que prescindía de los índices mediáticos de los “libros más vendidos”, que optaba por la marginalidad y asumía como propia la “mirada sesgada” del autor sobre el mundo. Un “raro”, en definitiva.

A esa fama de “raro” contribuyó el propio Onetti. Cuando Luis Harss, autor de Los nuestros —libro que forjó en 1966 el nuevo canon de la literatura latinoamericana— entrevista personalmente a Miguel Ángel Asturias, Jorge Luís Borges, Juan Rulfo, João Guimarães Rosa, Alejo Carpentier, Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez, se topa en Montevideo con un elusivo y hosco Onetti.

Onetti dilata el encuentro y le da excusas dignas del mejor humor negro, como encontrar clavada en la puerta del pequeño apartamento de la calle Gonzalo Ramírez la advertencia: “Si es Harss, no estoy”. Cuando finalmente logra trasponer el umbral, Onetti es más lacónico que nunca. Harss se ve obligado a contextualizar cada una de las breves respuestas y, evidentemente, en el conjunto de los ensayos de Los nuestros, el capítulo que le consagra —“Juan Carlos Onetti o las sombras en la pared”— es con el de Juan Rulfo, otro parco conversador, el más breve y, en todo caso, el menos entusiasta.

La atmósfera general de Montevideo que precede el encuentro no puede ser más sombría: es invierno, llueve, hace frío y agobia la humedad bajo un cielo donde se agolpan “pesados nubarrones, sombras mortuorias de los malos tiempos”. El país está paralizado por huelgas y una sequía previa obliga al racionamiento de la energía eléctrica. “La vida prosigue, pero apática, irreal” —anota Harss— entre la “aflicción general” que descubre en las miradas fugaces de los transeúntes trabajando en tétricas oficinas de viejos edificios de ascensores atascados.

Onetti no desentona en ese contexto: lleva un pesado abrigo, tiene una mueca dolorosa en los labios, su andar es de oficinista envejecido y parece huérfano, desocupado y ausente, con las huellas de la renuncia y el desgano por algún fracaso interior marcadas en el rostro, como si llevara una cruz sobre los hombros purgando una culpa innominada e imperdonable. La entrevista no logra despegar. Al recordar viejos tiempos, Onetti se pone áspero, parsimonioso, huraño y, finalmente, taciturno. Harss abandona y construye su ensayo con glosas de las obras del autor de La vida breve, esos “templos de desesperación”, como las califica.

Onetti ya es prisionero de la leyenda que se ha forjado, tal vez a su pesar, pero en buena parte por una deliberada prescindencia de los mecanismos de ascenso y participación en los poderes culturales y, sobre todo, porque cree que lo fundamental es la escritura y no el escritor. Por eso no cultiva su faz de personaje público y prefiere la de escritor secreto, lejos de modas y estilos que halaguen al lector. “Yo no soy un creador ni un ‘hombre letras’. Nada de eso —se defiende— Soy como Eladio Linacero, el protagonista de El pozo: un hombre cualquiera que escribe en los rincones de la ciudad”.

Pero también porque Onetti ha ido elaborando un personaje llamado Onetti a partir del retrato que de él mismo elaborara en La vida breve en 1950. Brausen, el protagonista, comparte una oficina con un hombre que “no sonreía, usaba anteojos, dejaba adivinar que sólo podía ser simpático a mujeres fantasiosas y amigos íntimos”, un hombre de cara aburrida que no hace preguntas, ni manifiesta ningún síntoma de deseo de intimar, que no es otro que el propio autor. El autorretrato de un personaje hosco, amigo del silencio, de la meditación y diálogo consigo mismo, accesible solo en raros momentos, hecho por un escritor taciturno se completa: “Onetti me saludaba con monosílabos a los que infundía una imprecisa vibración de cariño, una burla impersonal. Me saludaba a las diez, pedía un café a las once, atendía visitas y el teléfono, revisaba papeles, fumaba sin ansiedad, conversaba con una voz grave, invariable y perezosa”. El espejo le devuelve a partir de entonces una imagen literaria que cultiva con esmero y que trata de no desmentir en la realidad. Onetti será siempre el personaje Onetti de La vida breve”.

Escribir sin ser escritor

Cuando Onetti, finalista del Premio Rómulo Gallegos 1965 con Juntacadáveres, es derrotado por Mario Vargas Llosa con La casa verde,  Emir Rodríguez Monegal —el crítico que lanzó a Onetti fuera de fronteras con Narradores de esta América y la exhaustiva edición de sus obras completas con Aguilar México— considera que hay una perfecta coherencia y una secreta simetría en ese fracaso.  “Onetti ha llegado demasiado tarde. Su fracaso no es el fracaso de la calidad sino de la oportunidad. Llega tarde en 1965, como había llegado demasiado pronto en 1941 cuando Ciro Alegría ganó el Premio Rinhart y Farrar con El mundo es ancho y ajeno. Descolocado, desplazado, Onetti no está nunca en el tiempo literario. Está en la literatura, aunque no coincidan sus fracasos con su indiscutida calidad literaria”.

Lo reconocería él mismo cuando recibió el premio Cervantes en 1980: “Nunca trabajé con los codos para embromar a alguien, para trepar. Siempre viví absolutamente ignorante de la práctica de convenciones sociales. A veces tengo la impresión de que mi imagen anda separada de mi”. En ese momento, Rodríguez Monegal cree esperanzado que “la fama ha terminado por dar caza, al fin, a Juan Carlos Onetti”. Sin embargo, el flamante Premio Cervantes no cambia en absoluto sus costumbres, su modesta residencia en Madrid, sus amigos y su alergia a toda forma de vanidad literaria. Desde la cama que ha convertido en su centro vital asegura con tono burlón y desinteresado: “Mi vida es escribir de vez en cuando algunas páginas de una novela. Y leer muchos libros, sobre todo policiales. Aunque las policiales estén cada día peor”.

El distingo que ha presidido su vida sigue siendo esencial. “Los que se acercan a la literatura pueden dividirse en dos grandes categorías —precisa en esos años— “Los que quieren llegar a ser escritores y los que simplemente quieren llegar a escribir. Sólo respeto a estos últimos”. Y añadía con tono elíptico: “la palabra creación me parece desmesurada. Algunos se autodenominan “creadores”; otros, “hombres de letras”. Yo no soy nada de eso. Como Eladio Linacero, soy un hombre cualquiera que escribe en los rincones de la ciudad”.

Como ese antihéroe solitario —protagonista de El pozo— que “se vuelve por las noches hacia la sombra de la pared para pensar cosas disparatadas y fantásticas”, Onetti podía seguir repitiéndose cincuenta años más tarde: me gustaría escribir la historia de un alma, de ella sola, sin los sucesos en que tuvo que mezclarse, queriendo o no. O los sueños. Desde alguna pesadilla, la más lejana que recuerde”. La vida de Linacero y la del propio Onetti se identificaban y tenían su secreta razón en ese refugio —la escritura— la misma en que se reconoció Brausen, protagonista de La vida breve (1950), cuando descubre la noche en que decide “hacer algo” que “cualquier cosa repentina y simple iba a suceder y yo podría salvarme escribiendo”.

Refugio y salvación en la escritura

Escribir para salvarse, sí, pero no escribir de cualquier manera, porque la salvación no puede ser ni sencilla ni directa. No basta sentarse y escribir sueños y pesadillas para quedar libre de su espectro. Como dice el viejo Lanza en La novia robada hablando de su creador, es decir del propio Onetti: “Es fácil la pereza del paraguas de un seudónimo, de firmar sin firma : J.C.O. Yo lo hice muchas veces. Es fácil escribir jugando”. La imagen, casi surrealista, de la “pereza del paraguas” la había aclarado años antes en un reportaje periodístico cuando lo interrogaron sobre las influencias que reconocía haber tenido en su escritura: “Centenares pienso. Tuve, desde la adolescencia, el terror de aparecer —luego de años de trabajo— descubriendo el paraguas. Y de exhibirlo con sonrisa satisfecha”.

Sin pretender haber descubierto el paraguas y sin exhibicionismos, con “sonrisa satisfecha”, bajo la apariencia de un anti intelectualismo llevado al extremo de ser abrupto, como trasuntara tantas veces en el curso de entrevistas periodísticas o comparecencias públicas, Onetti esgrimió, sin embargo, el mejor catálogo de técnicas de la narrativa contemporánea que sus insaciables y numerosas lecturas nutrían: la ambigüedad de Hermann Melville, los puntos de vista de Henry James, el monólogo interior de James Joyce, los personajes colectivos de Sherwood Anderson, la redonda perfección del relato de Stephen Crane, la realidad vista a través de una mirilla de L’enfer de Henri Barbusse, el estilo jadeante de Le voyage au bout de la nuit de Céline, la absoluta indiferencia y el hondo desencanto de L’Etranger de Camus o la atmósfera trágica del condado de Yoknapatawa en William Faulkner que Onetti transforma en el sombrío patetismo del reino de Santa María.

Lejos de toda verdad absoluta

Una salvación por la escritura construida, sin embargo, sobre la duda, lejos de toda verdad absoluta, apoyándose en las realidades múltiples de un mundo que no puede ser unívoco y que, por lo tanto, apuesta a las virtudes de la distorsión. Deformación de la realidad que es sinónimo de creación y supone siempre la “responsabilidad de una elección”. De otro modo —precisaba Onetti— se “hace periodismo, reportajes, malas novelas fotográficas”.

Seleccionar y deformar han sido operaciones fundamentales en la configuración de la escritura del creador de Santa María. La conciencia de que “la literatura es lo irreal mismo” o más exactamente que la ficción dista de ser una copia analógica de lo real, surge de la integralidad de su universo. Sin embargo, esta conciencia de la irrealidad de la literatura no es una conciencia de lo irreal del lenguaje, sino el resultado de una postura filosófica previa traducida a un código literario. La “racionalidad arbitraria” con que selecciona y deforma los hechos obedece al principio de lo que podría ser “una ética de la estética”.

La selección y deformación debe conservar, en todo caso, “el alma de los hechos”, idea central que ya aparece en El pozo, cuando Linacero, después de su frustrado intento de reconstruir una escena del pasado en que había sido particularmente feliz con Cecilia, escribe: “Hay varias maneras de mentir, pero la más repugnante de todas es decir la verdad, toda la verdad, ocultando el alma de los hechos. Porque los hechos son siempre vacíos, son recipientes que tomarán la forma del sentimiento que los llena” [2]. Este proceso creativo no importa tanto como mecanismo de liberación de la fantasía, sino de la conciencia a través de los cuales se percibe la realidad: el punto de vista del narrador. Son los protagonistas “testigos” de la acción ajena, narradores de lo que observan desde “afuera” sin comprometerse, pero desde una primera persona que instaura la ambigüedad del punto de vista, los que seleccionan y deforman.

El manejo del punto de vista, a partir de la conciencia individual o colectiva siempre marginal, permite a Onetti borrar en muchos casos las hipótesis de la narración. Resuelto con eficacia en el final de La cara de la desgracia, el procedimiento es explicado en Una tumba sin nombre, cuando el personaje-testigo expresa: “Esto era todo lo que tenía después de las vacaciones. Es decir, nada; una confusión sin esperanza, un relato sin final posible, de sentido dudoso, desmentido por los mismos elementos de que yo disponía para formarlo”[3]. El narrador prefiere ignorar lo que ha visto, porque le resulta “repugnante” la idea de averiguar y cerciorarse. Es decir, hay un rechazo de la certeza como posibilidad de conocimiento que dignifica la posición marginal, que justifica cualquier desinterés en nombre de una especie de pudor por todo lo que sea participación efectiva.

Protagonistas testigos del quehacer ajeno

Por otra parte, el manejo de la primera persona del singular, que en la novela tradicional supone un compromiso del protagonista con la acción que se desarrolla, le permite recordar que el “yo” es siempre otro, lejos del testimonio o la connotación autobiográfica. En Onetti, el yo del narrador no habla de sí mismo, sino de los demás, distancia que teóricamente permitiría una cierta objetividad, pero que en realidad imprime al relato un sesgo que puede llegar a ser una deformación. La primera persona no es titular de un rol protagónico, sino la de un testigo secundario que observa, cuando no imagina, versiones contradictorias sobre lo que ocurre a su alrededor y, por lo tanto, subjetiviza indirectamente el relato.

El sesgo específico que le imprime esa mirada indirecta, muchas veces oblicua, le da un tono de aparente indiferencia, pero no de imparcialidad. Hay que “estar al margen de todo” —se dicen— como para convencerse a sí mismos. Díaz Grey se esfuerza por ser diferente cuando afirma: “Exigíamos que la gente de Santa María nos imaginara apartados, distintos, forasteros, y hacíamos todo lo posible para imponer esa imagen” [4].

En la mayoría de las obras del ciclo de Santa María, la primera persona es la del Doctor Díaz Grey o la de Jorge Malabia. Es el narrador quién representa al autor y, en cierto modo, al lector, ya que es ese el punto de vista en el cual lo invita a situarse para conocer su historia. Es una situación privilegiada, pero también forzada. El lector está obligado a situarse en ese punto de vista. No se trata de una simple diversidad de formas gramaticales, donde las funciones pronominales permiten una comunicación horizontal entre estas partes en el interior mismo del texto, estructuras que en el curso del relato podrían evolucionar, permutarse, simplificarse o complicarse, ampliarse o reducirse, sino además de instalarse en la conciencia de un narrador ajeno a la historia. En otros casos, esa primera persona está matizada con puntos de vista de terceros, también ajenos a la historia contada, lo que permite revelar o contradecir claves que el testigo privilegiado ha escamoteado o desconoce. La creación de esta arquitectura pronominal permite introducir en el texto luces y penumbras y esa ambigüedad relativa que regula las informaciones que se transmiten.

Esta visión subjetiva es la que otorga el sesgo específico a cada una de sus obras, aunque el conjunto constituya un universo coherente e interdependiente, especialmente entre los cuentos y novelas del ciclo de Santa María. Porque del análisis de esta summa literaria —compuesta por nueve novelas, tres de las cuales son novelas cortas, cuatro nouvelles  y una veintena de cuentos recogidos en su mayoría en libros— resulta claro que Onetti, como su reconocido maestro William Faulkner, ha comprendido que, no sólo cada obra debe tener un diseño, sino que la totalidad debe obedecer a las leyes precisas de un “cosmos de mi propiedad”, como llamaba el autor de Absalón, Absalón al condado de su creación Yoknapatawa y como podría haber repetido Brausen, el fundador de Santa María.

Nada merece ser hecho

“No se puede hacer nada”, dicen sus escépticos personajes o, lo que parece más grave, “nada merece ser hecho”. Lejos de la angustia, de la nausea y aún de la detresse, en las que fuera pródiga la narrativa europea de su época, en Onetti debe hablarse de fatalismo y resignación. Nada del escepticismo de Cioran, menos aún la lucidez de Pascal.

Se sospecha que cuando Díaz Grey afirma en El astillero que la vida “no es más que eso, lo que todos vemos y sabemos” y que su único sentido es “no tener sentido” y no hay porqué complicarse con las “palabras y ansiedades” que conlleva la ambición humana, como sugiere Aranzuru en Tierra de nadie, porque en la vida hay que esperar, “no hacer nada”, “es mejor estarse quieto”[5].

En realidad no vale la pena esforzarse por luchar por otro futuro ya que “un hombre evolucionado no debe hacer nada”, porque “todo es falso y lo autóctono lo más falso de todo”. Este principio de que “un hombre evolucionado no debe hacer nada”, cuya suprema negación se manifiesta en la pasividad y la voluntad de prescindir, es una suerte del desconcertante “preferiría no hacerlo” que enuncia con tono respetuoso y “mansa desfachatez” Bartleby en la obra homónima de Hermann Melvilla con la que, sin querer, se emparenta Onetti. Tono modesto, pero determinado y determinante, “desdén tranquilo” que nos sumerge en la incómoda sospecha de compartir esa “melancolía fraternal” que siente el biógrafo por el taciturno copista Bertleby, ese “hombre por naturaleza y por desdicha propenso a una pálida desesperanza”. Una melancolía que se transforma en miedo, lástima y finalmente en repulsión.

Hundirse en una inercia contemplativa parece el resultado inevitable de una certeza previa: el hombre no renuncia al auténtico escepticismo que nace de la ruina y del caos. Onetti está convencido de que no hay certezas firmes y los fundamentos están agrietados, por lo cual la pasiva contemplación es la única fuente de conocimiento. “Toda la ciencia de vivir está en la sencilla blandura de acomodarse en los huecos de los sucesos que no hemos provocado con nuestra voluntad, no forzar nada, ser, simplemente cada minuto”. Declara. Algo que ya había intuido el primer outsider de la novelística contemporánea, el oscuro protagonista de las Memorias del subsuelo de Dostoievsky y comprobó para todo un siglo de literatura El hombre sin atributos de Musil, aunque los tonos en Onetti aparezcan diluidos, amortiguados por las propias características del medio rioplatense en que se insertan.

La crítica ha señalado esta auto-negación de sus anti-héroes desarraigados, opuestos a los de una épica tradicional, incapaces de creer en las propias bases de la nacionalidad como una especial acritud típicamente rioplatense[6]. Más que una forma de desarraigo, la falta de fe pregonada sin aspavientos supondría una comprensión mejor del tiempo vital, de la falta de diálogo, de la frustración presente y de la necesidad de evasión hacia una soñada vida mejor, que caracteriza parcialmente a una zona de la psicología colectiva del Uruguay.

El espíritu de indiferencia

Para comprender la dimensión de esta comprensión vital del desarraigo hay que remontarse a la breve advertencia a su segunda novela, Tierra de nadie, publicada en l94l, cuando Juan Carlos Onetti declara :

Pinto un grupo de gentes que aunque puedan parecer exóticas en Buenos Aires son, en realidad, representativas de una generación; generación que, a mi juicio, reproduce, veinte años después, la europea de la posguerra. Los viejos valores morales fueron abandonados por ella y todavía no han aparecido otros que puedan sustituirlos. El caso es que en el país más importante de Sudamérica, de la joven América, crece el tipo de indiferente moral, del hombre sin fe ni interés por su destino.

Como para que no quedaran dudas que su advertencia no era sólo el diagnóstico de una época, sino además el fundamento de una postura estética y existencial asumida deliberadamente, Onetti completaba : “Que no se reproche al novelista haber encarado la pintura de este tipo humano con igual espíritu de indeferencia”.

En principio, los países del Río de la Plata no tenían porqué padecer los efectos de ese desajuste existencial. Habían sido beneficiarios directos de la primera guerra mundial en el plano económico y habían mantenido una cierta neutralidad política. Los “indiferentes morales” de que hablaba Onetti en l94l no tenían porque prosperar en países plenos de posibilidades y abiertos al futuro. Sin embargo, era evidente que la problemática de una gran ciudad como Buenos Aires no variaba mucho de la de una urbe europea. Es más —tal como pudo verse reflejado en la literatura y el ensayo de la época— los desajustes eran aún mayores en el Río de la Plata que en Europa. Una alta proporción de la sociedad estaba compuesta por inmigrantes. En las orillas de aguas barrosas de un estuario que estaba lejos de las metrópolis de origen, estos hombres debían sentirse naturalmente nostálgicos y desarraigados.

En efecto, alrededor de l940, con los veinte años de retraso comprobados por Onetti, pero con igual intensidad, los habitantes de las grandes urbes de América Latina enfrentaban los desajustes que había vivido Europa al final de la Gran Guerra 1914–1918. La llamada civilización occidental estaba en crisis. Los valores tradicionales de la sociedad humanista y liberal decimonónica, no soportaban su confrontación con la nueva sociedad industrial y de masas emergente. La idea del progreso científico y social indefinido no podía sostenerse con validez frente a la realidad de grandes ciudades donde la comunicación humana iba desapareciendo. El individualismo sólo podía hablar de crisis y de la “decadencia de occidente” de la que se lamentaba Spengler en su obra.

El escritor omnisciente del siglo XIX que operaba como un demiurgo sobre seres y situaciones, había cedido su lugar a un autor que se refugiaba detrás de una verdad mucho más ambigua y variable, representativa de los diferentes puntos de vista que podían desmentirla. Personajes desorientados, anti-héroes anónimos rechazados por  la sociedad industrial, seres indiferentes, desubicados y marginales, cuando no rencorosos y frustrados, habían irrumpido en la posguerra de 19l8. Outsiders, disconformes y desarraigados que se negaban a desarrollar las cualidades de sensatez práctica requeridas para sobrevivir en el seno de la compleja civilización emergente, inauguraban el punto de vista múltiple, la mirada oblicua.

Frente a la dificultad de comunicación con los demás y al sentir que la autenticidad estaba reprimida por la sociedad contemporánea, estos nuevos personajes se refugiaban con sus angustias en el espacio de una pequeña habitación —como Eladio Linacero en El pozo— y efectuaban un solitario e intenso «descenso en sí mismos», ya adelantado por el primer outsider de la literatura moderna, el protagonista de Memorias del subsuelo de Dostoievsky.

Los protagonistas de esas novelas expresan sus desilusiones, pero buscan todavía un fundamento para la fe en el hombre, intentan dar literalmente una significación a la vida en el interior de la crisis general de los valores que afectan a la sociedad. Existencialmente, la obra de Juan Carlos Onetti tiene que integrarse después de la de los grandes novelistas que van pautando esa disolución, naturalmente después de Musil y Mann (asidos al mundo que se desmorona), de Joyce (jocundo ordenador estético del caos que descubre), de Kafka (refugiado en un atormentado, aunque no exento de sutil humorismo orden creado para sí mismo) y de autores como Sartre y Camus preocupados básicamente por justificar filosóficamente ese estado de angustia.

La metafísica del aburrimiento

Vale la pena detenerse por un momento en la inercia vital que se deriva de pensar que “nada merece ser hecho”: el aburrimiento. En el aburrimiento existe tanto el vacío de una voluntad agobiada por el tedio como una forma pasiva de rechazar el orden social y las leyes que lo gobiernan. No hay héroes aburridos, apenas testigos del quehacer ajeno.

¿Cuándo sobreviene el aburrimiento? Sobreviene con su implacable cortejo de rechazos, derrumbe de creencias y desprecios inesperados cuando se enfrenta el bochorno y la pérdida de la fe en la edad adulta, olvidada la infancia y la desapacible adolescencia. El ingreso a la edad madura opera como desencadenante del hastío y la resignación. Linacero inventaría su desgracia en la víspera de cumplir cuarenta años; Brausen reflexiona sobre su fracaso y lo acepta con “la resignación anticipada que deben traer los cuarenta años”; Díaz Grey es imaginado en su frustración como un médico de alrededor de cuarenta años; Larsen es derrotado en Juntacadáveres cuando tiene cuarenta años. A veces ese tope se puede adelantar como en el caso de Julián, el hermano suicida del protagonista de La cara de la desgracia, al que “desde los treinta años le salía del chaleco un olor a viejo”. Al narrador de Bienvenido, Bob se le dice con evidente crueldad: “No se si usted tiene treinta o cuarenta años, no importa. Pero usted es un hombre hecho, es decir deshecho, como todos los hombres a su edad cuando no son extraordinarios”[7]. A esa edad, Bob se mueve “sin disgusto ni tropiezos entre los cadáveres pavorosos de las antiguas ambiciones”, las “formas repulsivas” de los sueños gastados[8]

Onetti traspone el umbral del hastío desde la primera página de El pozo. A lo largo de una calurosa y húmeda noche de verano, Eladio Linacero fuma y se pasea sin parar en la desordenada habitación de un inquilinato. Está aburrido de estar echado en la cama y oliéndose alternativamente las axilas con una mueca de asco, hace el inventario de su vida: no tiene trabajo ni amigos, se acaba de divorciar, sus vecinos le resultan “más repugnantes que nunca”, hace más de veinte años que ha perdido sus ideales y, según las informaciones que ha escuchado en una radio, “parece que habrá guerra”. De la descripción del momento existencial que vive Linacero, esta palabra clave —aburrimiento— parece ser la consecuencia o la causa de todo, especialmente de la pérdida de ideales que lo han conducido a la indiferencia en que se ha sumergido progresivamente en los últimos veinte años de su vida.

El aburrimiento, causa de inactividad y parálisis, es, al mismo tiempo, un sesgo preciso, un punto de vista desde el cual se contempla el mundo, un “estado” que no solo empapa la primera novela de Juan Carlos Onetti, sino buena parte de su obra. En el ciclo de Santa María es el propio paisaje creado el que influye sobre los estados de ánimo y los hace desembocar fatalmente en el hastío. Un sábado estival en Una tumba sin nombre está “henchido por la inevitable domesticada nostalgia que imponen el río y sus olores, el invisible semicírculo de campo chato”. La pasividad, enancada en el aburrimiento, llevará a que la previsión del futuro de Santa María sea “mirarse envejecer parsimonioso, ecuánimes, sin sacar conclusiones”, con “sudorosas caras de aburrimiento y tolerancia”[9]

El Doctor Díaz Grey —en el que algunos críticos y el propio Onetti han querido identificar como su alter ego[10]— asume su papel protagónico en Jacob y el otro, aunque parte también de una marginalidad derivada del estado indiferenciado del tedio: “yo estaba aburriéndome en la mesa de poker del Club y sólo intervine cuando el portero me anunció el llamado urgente del hospital”.

Esta necesidad de un acontecimiento exterior que irrumpa en la monótona atmósfera donde reina el aburrimiento puede ser un simple recuerdo, como el evocado en La casa en la arena con el que se neutraliza el “aburrirse sonriendo” en que están inmersos, como idiotizados, sus entumecidos personajes[11]. Ese fondo —el estado del aburrimiento—puede conducir también a la anamorfosis de caras “infladas por el aburrimiento”. En un caso extremo —como Julia en Juntacadáveres y Moncha Insaurralde en La novia robada— el suicidio es el resultado de un acto deliberado, de un “echarse a morir” porque se está “aburrida de respirar”.

Aburrimiento, tristeza y felicidad pueden ir, sin embargo, de la mano en una perspectiva filosófica marcada por una piadosa resignación. Jorge Malabia, en el cuidadoso análisis que hace de sus sentimientos en Juntacadáveres, maneja con sutileza ese pasaje de un estado —el aburrimiento— a otro —la tristeza — y el equilibrio posible que puede brindar en algún momento la felicidad: “Yo, éste al que designo diciendo éste, al que veo moverse, pensar, aburrirse, caer en la tristeza y salir, abandonarse a cualquier pequeña, variable forma de la fe y salir”. En las sucesivas salidas de un estado al otro puede llegar a “aquel punto exacto del sufrimiento que me hacía feliz; un poco más acá de las lágrimas, sintiéndolas formarse y no salir”. En ese “punto exacto” se rozan las emociones aparentemente más contradictorias, permitiendo que todo sea “un poco nebuloso, tristón, como si estuviera contento, bien arropado y con algo de ganas de llorar”.

Paul Valery decía que el tedio, esa forma sofisticada del aburrimiento y el hastío de vivir en que se traduce, sirve para ver la existencia sin aderezos, desnuda, para comprender “las cosas tales como son”. En ese aburrimiento casi visceral, por no decir metafísico, se adivina una esperanza: la de una lucidez del absurdo de la existencia que salva del crimen o del suicidio. Desde el hastío se contempla el mundo como un paisaje ajeno, deliberadamente distanciado por el cansancio.

A partir de ese fondo existencial sobre el cual se edifican otras sensaciones o actitudes, el aburrimiento —tal como lo entiende Onetti— se inscribe en una trayectoria filosófica que tiene su mejor expresión en una página de Soren Kierkegaard en O lo uno o lo otro (Entweder-Oder), cuando expresa que:

Los dioses se aburrían y crearon al hombre. Adán se aburría porque estaba solo, y así se creó a Eva... Adán se aburría solo, y luego Adán y Eva se aburrieron juntos; entonces Adán y Eva, y Caín y Abel se aburrieron en familia; entonces aumentó la población del mundo, y las gentes se aburrieron en masa. Para divertirse a sí mismos, idearon construir una torre lo bastante alta para alcanzar los cielos. La idea misma es tan aburrida como la altura de la torre, y constituye una prueba tremenda de cómo el aburrimiento ha alcanzado a la mano superior[12].

¿Malestar perpetuo o spleen baudeleriano?

¿Es, entonces, el aburrimiento una forma suprema de conocimiento? Por ello, me pregunto si no hay algo del spleen de Baudelaire en la actitud displicente de Onetti que desemboca en ese “ennui” distanciado e indiferente. Linacero, Brausen Díaz grey, Jorge Malabia, podrían repetirse: “Sufro de una ociosidad perpetua manejada por un malestar perpetuo”, que solo puede calmar la escritura. En el poema Spleen et idéal  con que se abren Las flores del mal, se anuncia la irrupción del poeta —el escritor— en un mundo aburrido, sumido en el gran bostezo que se tragaría todo a su alrededor.

Así, “lorsque, par un décret des puissance suprêmes,/ Le Poëte apparait en ce monde ennuyé”, el tedio es desalojado de nuestros espíritus y trabaja nuestro cuerpo como secreción de una realidad ocupada por “la sottise, l’erreur, le péché, la lésine”. Lo hace para alimentar “nos aimables remords, /Comme les mendiants nourrissent leur vermine”. Ese aburrimiento reenviado al lector: “Tu le connais, lécteur, ce monstre délicat, —Hypocrite lecteur, —mon semblable,— mon frère” [13], invita a contagiarse de una progresiva resignación de la que solo se puede salir mediante la escritura. Por ello, el poeta de Las flores del mal irrumpe en el mundo aburrido que bosteza y nos salva con estilo y elegancia. Linacero cuando empieza a escribir afirma: “estoy contento por que no me canso ni me aburro”, aunque añade “no sé si esto es interesante, tampoco me importa”[14]

¿Es la escritura un ensalmo contra el aburrimiento? Esta idea sería feliz, si no fuera banal. La escritura no alivia, apenas distrae, brinda la ilusión de una posible coherencia en un mundo condenado a la desolación. Se trata de escribir para no sucumbir a la tentación del crimen o del suicidio[15]. Es apenas un alivio para exorcizar el tedio, para salir de la simple y pasiva contemplación de lo ajeno, aunque sea también un modo de descuartizar la comodidad de quienes creen que todo va bien.

Por ello, cree salvarse Linacero escribiendo sus pesadillas y “el sueño de la cabaña de troncos” y Brausen cuando se sienta ante una mesa donde “tenía bajo mis manos el papel necesario, un secante y la pluma fuente” para describir la ciudad a la que finalmente se evade, la emblemática Santa María escenario del resto de su obra. Allí un monumento se levanta luego a su memoria (La novia robada), un bar lleva su nombre y se lo invoca para erradicar la sequía (Cuando ya no importe). La ciudad incendiada en las páginas finales de Cuando entonces se reconstruye en el astillero de la escritura.

Y Onetti, supremo artífice, se salva para marcar un destino que cumplió con ejemplar cabalidad a lo largo de su larga vida, consciente que solo el arte y la apariencia pueden constituir la compensación estética de una realidad engañosa e insuficiente[16]. No es contradictorio afirmar —por lo tanto— que gracias a esa falta de fe en cualquier dogma que no fuera su propia condición de creador, dispuso de la libertad que le permitió traspasar los planos de un presunto realismo (que sabía al fin de cuentas tan producto de la imaginación como lo puramente fantástico) hacia una estructura onírica de las que El pozo y La vida breve son su paradigma.

Con ello Onetti demuestra que su aproximación a la realidad es básicamente sensible y estética y no intelectual o racionalizada. Este aspecto suelen olvidarlo los novelistas que tienden a racionalizar ideológicamente el contorno en perjuicio directo de las experiencias sensibles que reclaman «una poética de la novela» (Susan Sontag). La obra de Onetti, en la medida en que no acepta la imposición de pactar con una definición precisa de la sociedad, evita el riesgo de no perecer sin remedio, apenas esa misma visión de la sociedad pudiera ser reemplazada por otra construida con prejuicios distintos. Ello permite entender la obra de Onetti en una dirección global, como una aspiración totalizadora, pero autónoma, alejada de toda consideración crítica estrictamente sicoanalítica, moralista, política o social. También acerca su creación a lo que nos ha interesado marcar particularmente: un esfuerzo extremado y sin residuos, en el que Onetti ha empeñado la totalidad de sus intereses y recursos a lo largo de más de cincuenta años de existencia practicante volcada al desenvolvimiento de una «saga» mínima, pero intensa.

Contar es comprender, comprender es crear

Círculos concéntricos, intercambiables en la medida en que el autor era dueño de la mentira original, de la falacia o ficción en que toda escritura se apoya en definitiva; libertad asumida con una intensa vocación de escritor; clave del particular sello de la originalidad estética de su literatura; exaltación de los poderes de la imaginación, credo estético que tiene un nítido apoyo gnoseológico: contar es comprender, comprender es crear.

Este principio circular —se cuenta para comprender, porque comprender es crear— lo llevó Onetti hasta sus más desgarradas consecuencias. Porque en los sucesivos mecanismos con que proyectó a sus personajes fuera del contexto de una realidad hostil y agresiva, todo los condujo a callejones sin salida, a las bocas enrejadas de túneles que habían recorrido a ciegas. Este “hombre que se sabe enfermo en una civilización que ignora estar enferma”—como definiera Colin Wilson al Outsider[17]— es la desvalida materia prima con la que trabajó, el legado directo que no ha dejado lo mejor de su narrativa. Lo hizo en la libertad que habían conquistado a través del progresivo despojamiento de certidumbres de sus personajes, todos ellos acérrimos solitarios.

Porque la soledad no es en la obra de Onetti el resultado de una vocación deliberada de independencia, sino el de una lucidez paralizante. Todo impulso es negado a partir de un desmenuzado análisis introspectivo. Hay una claudicación decretada de antemano; una negación de todo lo que pueda ser alborozado entusiasmo vitalista, llevada al extremo de hombres que reflexionan demasiado para gozar abiertamente de la vida. Protagonistas encerrados en sus habitaciones como Linacero y Brausen, observadores no comprometidos del quehacer ajeno como Díaz Grey o Jorge Malabia, empresarios derrotados de antemano como Larsen, eternos diseñadores de proyectos que no se ejecutan como Aranzuru, todos parecen haber llegado a la conclusión de que no vale la pena esforzarse por luchar por “algo”, en la medida en que la acción es un privilegio de “otros” a quienes —como los “gringos”— les gusta “deslomarse” trabajando, ya que “un hombre evolucionado no debe hacer nada”. La razón, “yo no tengo fe; nosotros no tenemos fe. Algún día tendremos una mística, es seguro; pero entretanto somos felices”, se asegura en Juntacadáveres.

En este contexto en que “todo es falso y lo autóctono lo más falso” el cierre oclusivo de toda esperanza parece inevitable y una posible filosofía de la existencia puede parecer, en consecuencia, débil. Sin embargo, si se rastrea en los párrafos aislados de sus cuentos y novelas se descubre una visión que sorprende por su coherencia y su profundidad. Por lo pronto, se descubre sutilmente que como buen rioplatense, Onetti entiende como sinónimo de virilidad cierta contención, cierta obligada parquedad en la expresión de los sentimientos y sus secretas razones, una constante que aparece en autores tan diversos como Macedonio Fernández, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar y en muchas letras de tango y que el cine consagra con su galería de héroes de gesto adusto y serio. Es “la vida en sordina” de que hablaba Mallea en Historia de una pasión argentina, los “rostros impasibles” que no deben dejar traslucir emociones, saber protegerse por “la indiferencia y el desdén” como sugiere Carr en Cuando ya no importe. El héroe lacónico marca con su aire sombrío y taciturno el tiempo vital con que se arropa una visceral misantropía.

En el bulevard de los sueños perdidos

Estamos lejos aquí de toda demoníaca angustia existencial; estamos cerca de una especie de beatífica superación comprensiva de todos los afanes humanos y terrestres, una postura resignada que podría ser religiosa si estuviera alimentada por la fe. La aceptación de lo inevitable, nada angustiada por cierto, convierte la propia muerte en parte de una rutina.

La resignación progresiva que, como esperada catarsis, culmina en un sentimiento melancólico solo atenuado por la piedad, por una cierta conmiseración, tiene su expresión en “el juramento sagrado” que Carr nunca hizo pero que lo siente impuesto, de escribir Cuando ya no importe. Lo confiesa en la

última anotación de su diario, fechada el 30 de octubre, cuando anuncia que “en algún día repugnante del mes de agosto, lluvia, frío y viento” irá a ocupar un nicho, cuya losa no protege totalmente de la lluvia. En el planificado retorno a su ciudad natal, obvio apócope de Montevideo, Carr buscará el merecido reposo en “un cementerio marino más hermoso que el poema”, en directa alusión al poema El cementerio marino de Paul Valery[18]. Ese será el hogar definitivo de quién no lo tuvo en vida, pero “última morada” al fin, y, sobre todo, morada en la tierra natal. Esa tumba tendrá el nombre de su familia y le otorgará la seguridad póstuma que no pudo tener “la tumba sin nombre” de Rita, la protagonista de Para una tumba sin nombre.

Sin falso pudor Carr escribe la palabra muerte, aunque lo haga con “dedos temblones”. De golpe, el juego distante con una palabra tan radical como muerte al que Onetti había apostado durante más de cincuenta años, la sutil invitación al suicidio de muchos de sus personajes, las obsesivas y minuciosas descripciones forenses de sus cadáveres, ese ambiguo coqueteo con la fragilidad del instante que transforma una palpitación vital en un silencioso hueco ominoso, la parodia de la salida definitiva del teatro de la vida que había representado con tanta ironía, se condensaban en un par de líneas lapidarias.

Onetti bajó así con discreción el telón de una representación con el signo de “una muerte anunciada” que nunca pudo ser otra cosa que una comedia, aunque se quisiera tragedia. En forma deliberada ponía fin a un largo monólogo existencial y anunciaba la salida del mundo con la misma lucidez paralizante, el mismo rigor, dignidad y pudor con que acompañó la reflexión de su escritura desde aquel lejano día de 1939 en que Eladio Linacero decidió escribir un sueño y el instante que lo precedía, mientras se paseaba y fumaba sin parar en la desordenada habitación de un inquilinato oliéndose alternativamente las axilas con una mueca de asco. Como entonces, pero desprovisto ahora de sueños liberadores, Onetti dictaba, a través de Carr, su última voluntad. Lo hacía con una inesperada paz y sosiego, convirtiendo “los adioses” plurales de su obra en un consciente salto al vacío, atravesando “el bulevar de los sueños perdidos”, aceptando “con hastío y resignación” lo irremediable.

De Una tumba sin nombre de Rita a la tumba con nombre de Carr bajo cuya lápida se “filtra pertinaz la lluvia”, protegido por “la indiferencia y el desdén”, Onetti culmina el largo monólogo existencial y la rigurosa reflexión sobre la escritura iniciada cincuenta y cuatro años antes. Una lucidez que pudo ser paralizante durante su vida y que, gracias a la muerte, se transformó en una forma descarnada de la sabiduría.

Con esta novela que puede leerse como un verdadero testamento literario —”el maestro”, como lo solíamos llamar afectuosamente en Uruguay— cerró el ciclo narrativo de su obra con un sabio mutis por el foro del teatro de la vida y recordó desde el propio título a todos aquellos que lo ensalzaban como uno de los autores más representativos del boom latinoamericano que nada, en definitiva, importa. Nos hizo ver la condición deletérea de lo que “ya no importa”, la inútil vanidad de toda fama a la que él mismo tuvo legítimo derecho y a la que nunca prestó atención.

De escribir hasta el final, de eso se había tratado siempre.

 

 



[1]          Ramón Chao, Un posible Onetti, Barcelona, Ronsel, 1994, p.31.

[2]          El pozo, Montevideo, Montevideo, Arca, 1965,  p.36.

[3]          Una tumba sin nombre, Montevideo, Marcha, 1959, p.82

[4]          Una tumba sin nombre, o.c., p.25.

[5]          Tierra de nadie, Montevideo, Ediciones Banda Oriental, 1965, p.36

[6]          Entre otros el venezolano Juvenal López Ruiz, el argentino Juan Carlos Ghiano y el uruguayo Manuel Martínez Carril.

[7]          “Bienvenido, Bob”, Un sueño realizado y otros cuentos, 53 Montevideo, Número, 1951, p.37

[8]          “Bienvenido Bob”, o.c. p.42

[9]          Una tumba sin nombre, o.c., p.25.

[10]         Onetti confiesa a Ramón Chao: “A Díaz Grey lo siento como mi alter ego, pero no totalmente, claro. Hay cosas de Díaz Grey que son onettianas. La indiferencia, el escepticismo, aunque al cabo es una persona que se preocupa por los demás”. Un posible Onetti, .o.c., p.199.

[11]         “La casa en la arena”, Un sueño realizado y otros cuentos, o.c. p.53.

[12]         Soren Kierkegaard, O lo uno o lo otro, Madrid, Ediciones Trtotta, 2008.

[13]         Charles Baudelaire, Les fleurs du mal, Oeuvres completes, Paris, La Pléiade, 1954, p.81–83.

[14]         El pozo, o.c., p.22.

[15]         Para todos aquellos personajes a los que la escritura no pudo salvar —como lo hacen  Linacero o Brausen— la muerte es la inevitable compañera que los lleva a la liberación del suicidio, al frío asesinato (la adolescente de La cara de la desgracia; Magda en Cuando entonces; el crimen de La muerte y la niña) o a un dejarse morir en la “naturalidad” de un viaje o en la “realización” de un sueño (Un sueño realizado). Se suicidan Risso en El infierno tan temido, el deportista tuberculoso de Los adioses, Julia en Juntacadáveres, la protagonista de Tan triste como ella; Julián en La cara de la desgracia. Elena Sala se muere como si estuviera “de vuelta de una excursión con las revelaciones de lo cotidiano, no recogidas por nadie. Muerta y de regreso de la muerte, dura y fría como una verdad prematura, absteniéndose de vociferar sus experiencias, su derrotas, el botín conquistado” (La vida breve, p.273). Ossorio, al final de su fatigada huída en Para esta noche, sonríe por primera vez cuando adquiere conciencia de su muerte inminente. Moncha Insurralde en La novia robada se deja morir. Por algo el certificado de defunción que extiende el Doctor Díaz Grey establece que el “estado o enfermedad causante directo de la muerte” es “Brausen, Santa María, todos ustedes, yo mismo” (La novia robada).

[16]         Lucien Goldmann desarrolla la idea de que “sólo el arte y la apariencia pueden constituir la compensación estética de una realidad engañosa e insuficiente” en El teatro de Jean Genet, Caracas, Monte Ávila, 1967.

[17]         Colin Wilson, El disconforme, o.c. p.23

[18]            En alusión directa al poema de Paul Valery, Le cimetière marin (1920), Onetti se refiere al cementerio El Buceo en la ciudad de Montevideo, edificado en un gran parque arbolado que desciende hacia el Río de la Plata.

Escrito en Lecturas Turia por Fernando Aínsa

El académico y el mendigo

15 de julio de 2013 10:38:27 CEST

1

—¿Y entonces qué les vas a contar? —le preguntó su mujer mientras desayunaban en la terraza del ático en el que llevaban viviendo cuarenta años, desde la boda, en el que habían visto crecer a sus hijos, desde el que les habían visto marcharse uno a uno, en la misma terraza en la que desayunaban cada mañana a la misma hora antes de que él se fuera a la Academia.

—¿Pues qué quieres que les cuente, mujer? —dijo el académico, que aquella mañana tenía una reunión muy importante—. Lo mejor es no arriesgar. Les diré lo de siempre.

El académico se limpió la boca con la servilleta de lino, fue al cuarto de baño y se lavó los dientes con mucho cuidado para no hacerse sangrar las encías ni mancharse la corbata. Su mujer se despidió de él en la puerta con un beso seco, rozándole apenas, a la hora habitual.

Todo va bien, todo va bien, pensaba el académico en el ascensor, sonriente, y salió a la calle, y cruzó el paso de cebra con decisión, casi sin mirar.

El académico era un hombre metódico. Siempre iba al trabajo y volvía a casa por el mismo camino, a la misma hora. Lo tenía todo calculado y cronometrado: los minutos del aseo, el tiempo para vestirse, el café, la calle tal, la calle cual, la plaza tal, los semáforos, los jardines de la academia, las escaleras, la inconveniencia del breve saludo a los colegas, del saludo aún más breve al portero, de la leve inclinación de cabeza al cruzarse con la mujer de la limpieza.

—La Academia es un método —le había dicho en el lecho de muerte su Maestro, de quien había heredado el sillón M, ese sillón de cuero, reclinable y de respaldo altísimo que era para él una especie de alter ego, una segunda piel, y que siempre le esperaba, limpio y reluciente, sin una mota de polvo, en la sala de reuniones.

El método le había ido tan bien durante tantos años que le parecía una tontería abandonarlo ahora. Pero con lo metódico siempre acaba cruzándose lo fatídico.

La reunión de aquella mañana era muy importante. Se trataba nada menos que del futuro del diccionario, que es como decir el futuro de la Academia, el futuro de la lengua, su propio futuro, el futuro de todos.

Es una vergüenza, había dicho el Presidente en la reunión anterior, que el diccionario de nuestra lengua sea tan pequeño. Había que compararlo con el de tal lengua, de veinte volúmenes, o con el de esa otra lengua, de cincuenta, o con aquel otro diccionario, de diez volúmenes en papel biblia que había que pasar con pinzas, cada uno de los cuales tenía mil páginas cubiertas casi por completo de una letra minúscula, a tres columnas, que sólo podían leerse con lupa. Era una vergüenza, repitió. ¿Cómo era posible que a pesar de su pujanza en el mundo entero, a pesar de estar conquistando diariamente nuevos territorios lingüísticos, a pesar de que cada vez más jóvenes en todos los rincones del planeta elegían estudiar nuestra lengua como tercera lengua e incluso como segunda lengua, a pesar de haber desbancado en número de alumnos a casi todos los institutos de cultura de las más grandes potencias, a pesar de que el alcalde de una gran capital del continente nos había ofrecido —¡a nosotros, no a ellos!— un edificio emblemático como sede, cómo era posible, se preguntaba el Presidente, que a pesar de todo eso el diccionario oficial de nuestra lengua sólo tuviera un volumen, de gruesas páginas, impresas en tipos grandes y sólo a dos columnas? Era una gran vergüenza, había concluido, y era urgente remediarla.

Cierto, añadió, en el pasado se intentó algo parecido con el proyecto de los ochenta y un volúmenes, tres por cada letra del alfabeto, pero no había llegado a fructificar. Los trabajos se iniciaron doscientos años atrás. En los cien primeros años sólo llegaron a terminarse los dos primeros volúmenes de la letra A, y cuando se publicaron ya eran inútiles: la lengua había cambiado, el diccionario sólo tenía un interés histórico, miles de fichas de las otras letras yacían cubiertas de polvo en los sótanos de la Academia, los miembros del proyecto habían muerto, y ni siquiera habían sido nombrados los sustitutos.

Esta vez iba a ser diferente, continuó, porque el nuevo proyecto era moderno, se basaba en las tecnologías más avanzadas y respondía a una nueva mentalidad. Veinte volúmenes, ni más ni menos que los del espléndido diccionario de ese país tan admirado por todos que tenemos a tiro de piedra, y veinte volúmenes que habían de ser rentables. El proyecto sería todo un éxito porque contaba con patrocinadores importantes: la fundación tal, el banco cual, la constructora X, el grupo de información Y, la empresa de telecomunicaciones Z, etc., etc. Todos iban a arrimar el hombro, pero a cambio querían resultados. La edición de lujo, en papel verjurado. La edición de bolsillo, para todos los hogares. La edición on-line. El CD-ROM. El MP3. Etc. El diccionario tenía que ser un auténtico bestseller. Las entradas tenían que ser atractivas, divertidas incluso, alejándose del rigor y la austeridad de la lexicografía tradicional. Los ejemplos tenían que ser más atrevidos. En algunos casos las definiciones podían sustituirse por imágenes. En pocas palabras, había dicho el Presidente después de un breve silencio: el diccionario tenía que ser más sexy.

Al oír esto muchos académicos se habían ruborizado y algunos habían consultado el diccionario para ver si esa palabra existía.

El diccionario, había terminado diciendo el Presidente, recordando que parafraseaba a un insigne escritor a quien había tenido el honor de conocer personalmente, ya no podía ser el cementerio, el lugar en el que reposan los restos mortales de las palabras: tenía que convertirse en un ser vivo.

Gran ovación, vivos aplausos, sonoros bravos. El propio académico había sacado del bolsillo de la americana un pañuelo en el que su mujer había hecho bordar sus cinco iniciales para secarse dos o tres lágrimas debidas a la emoción que sentía al ser testigo y protagonista de un acontecimiento histórico de tal magnitud, y un poco de saliva que le caía por la comisura de los labios. Entusiasmado, de inmediato se había ofrecido voluntario para participar en la comisión que iba a redactar el anteproyecto de estudio preparatorio para elaborar un plan para un nuevo diccionario de la lengua. Y se le había encomendado, además y como era natural, dirigir el equipo encargado de la letra M, una de las letras más complicadas e importantes del diccionario, una letra sobre la que tenía una experiencia de décadas.

—Poder decir que una palabra existe, poder decir que una palabra no existe —le había dicho su Maestro y predecesor en el lecho de muerte—, ese es el mayor honor, el sueño dorado de nuestra profesión.

Ahora el sueño dorado se hacía realidad. Y en el camino de vuelta a casa había pensado en todas la palabras deliciosas que empiezan con la letra M: mar, madera, mío, melocotón, muchacha. Ahora podría definirlas, incluirlas o excluirlas, en virtud del poder secularmente reconocido a la Academia para establecer la norma lingüística en el mundo entero.

—La norma, ah, la norma, ese misterio… No es autocrática. No es democrática. Es… Es…

Eran otra vez las palabras de su Maestro, esta vez las últimas, las que dijo justo antes de expirar. No había llegado a decirle lo que era la norma, el misterio de la norma, pero era el fundamento de su poder, al académico le gustaba ese poder, y nunca se había preguntado sobre el fundamento del fundamento, sobre el fundamento último, prefiriéndose fiarse ciegamente de los arcanos que su Maestro se había llevado a la tumba.

Melón, mesilla, mejilla, merluza, había seguido pensando, pero luego habían surgido en su cerebro, sin saber cómo ni por qué, otras palabras menos agradables: merluzo, melón, mendrugo, mostrenco, memo, mamón, mequetrefe, mamarracho y por último mameluco, que en milésimas de segundo y como por arte de magia se convirtió en lameculo.

Ah, aahh, aaahhh, pensó el académico llevándose las manos a la cabeza, me estoy volviendo loco. Y había dejado de lado las palabras para concentrarse en el futuro, esa tabla de salvación. Aunque estaba contento con lo que tenía y había llegado a pensar que nunca podría aspirar a nada más alto, el diccionario le abría muchas perspectivas nuevas, después de más de veinte años como académico. Los cargos desfilaron ante sus ojos como si se tratara de caballos de un carrusel: Director del Instituto de Cultura en tal capital del continente, Director de Rimas, Subdirector de Letras, Secretario General de Palabras, Ministro de Libros, hasta Presidente de la Cultura. Acariciaba la palabra Cultura con los labios y la saboreaba con la punta de la lengua. Cultura, Cultura, Cultura… El futuro le sonreía aún más que su mujer, que en ese instante le abría la puerta del ático. El reposo del guerrero, pensó mientras le traía las zapatillas y le preguntaba si quería beber algo. El reposo del guerrero, volvió a pensar, y se acordó de la definición del diccionario que él mismo había redactado nada más llegar a la Academia: «Dícese de la mujer dedicada a mimar y complacer al hombre cuando vuelve del trabajo». Y no pudo reprimir una sonrisa satisfecha al darse cuenta de que la realidad se ajustaba perfectamente a la definición.

 2

 

Ahora, un día más tarde, caminando hacia la Academia, estaba algo nervioso. La reunión era muy importante. Allí estarían los directores de las fundaciones, de las empresas, de los grupos que iban a financiar tan magno proyecto, muchos de los cuales, además, acababan de ser nombrados académicos, aprovechando algunos fallecimientos y dimisiones oportunas, por edad o enfermedad, así como la vuelta al diccionario de ciertas letras que veinte años atrás habían sido suprimidas en su esfuerzo de racionalización y para reducir el prosupuesto de la centenaria y muy noble institución. Ahora imperaba una nueva razón, rezaba el decreto de restauración de las antiguas letras, y había que devolverlas al puesto que merecían entre todas las demás.

Era una reunión importante, y el académico y su mujer habían pasado toda la noche sin pegar ojo, encima de la cama, pensando en su discurso. Su mujer era partidaria de un discurso nuevo, más atrevido, más gerencial, más adaptado al signo de los tiempos. Además del discurso tenía que renovar su vestuario y su peinado. No podía seguir yendo por ahí con esos trajes anticuados, con esos pelos tan aburridos. Si seguía así acabaría siendo devorado por los nuevos académicos, esos tiburones de la lengua, había dicho. Al principio él se había dejado seducir por estas ideas, pero enseguida había recordado otro consejo de su Maestro en el lecho de muerte:

—En la Academia toda innovación está proscrita. La Academia es la Academia porque no cambia nunca, porque siempre es la misma. Innovar en la Academia se paga caro. Nunca te olvides de las tres emes: lo mismo, siempre lo mismo y nada más que lo mismo.

El académico siempre había seguido los consejos de su Maestro. Además no tenía ni idea de economía, ni sabía cómo rentabilizar la inversión, como obtener resultados. ¿Abaratar el coste del papel?, había pensado por un instante; pero no, eso no es lo mío, se dijo. Lo mío es la lexicografía. Sólo ahí puedo aportar algo. Por eso aquella mañana había decidido llevar el discurso de siempre, que iba a leer como siempre.

Al doblar la esquina que doblaba cada mañana y adentrarse en la calle estrecha por la que siempre se adentraba y que le llevaba a la plaza en la que estaba el edificio de la muy noble institución al académico le pareció ver una aberración con el rabillo del ojo. Había algo nuevo: un mendigo vestido con harapos negros de puro sucios echado en una manta asquerosa. Tenía los pies desnudos y agrietados, el pelo grasiento agrupado en seis o siete mechas verdosas, las manos gordas y rajadas, el rostro cubierto de costras, la nariz hinchada y roja. A cinco metros a la redonda podía notarse un olor inmundo. Hedor, pensó el académico, un mendigo hediondo. Su rostro era irreconocible y casi no se le veían los ojos, por la suciedad, y al no poder reconocerlo ni verle los ojos el académico sintió miedo. Pero la aberración que le había hecho detenerse no tenía que ver con el aspecto físico ni con el olor del mendigo, sino con el cartel de cartón con el que pedía limosna, que estaba detrás de una latilla de sardinas en la que había tres monedas doradas y relucientes. El cartel decía así:

 

TENGO AMBRE. HABER SI PUEDEN DARME UNA AYUDA, POR FABOR.

 

El académico había dado un respingo al verlo, como si alguien le hubiera propinado un puñetazo en el ojo.

Por un momento pensó en excluir la palabra mendigo del nuevo diccionario, como si esa decisión hubiera bastado para hacer desaparecer aquel ser infecto y con él aquel cartel aberrante, pero luego pensó que aunque se trataba de una palabra de su competencia necesitaba el consenso de sus colegas, que difícilmente obtendría, y que en todo caso el nuevo diccionario tardaría muchos años en aparecer. Pero tuvo otra idea.

—Hombre de Dios —le dijo al mendigo, manteniéndose a una distancia prudencial—. ¿No le parece que hay algo raro en el cartel?

—¿Y qué podría ser? —dijo el mendigo, y como su boca no se movía la voz parecía salir de la barriga.

—¿No le parece a usted que hay faltas?

—Ya lo sé. ¿Y a usted qué le importa?

—Digamos que tengo cierto interés en el asunto. Veamos. Si corrige esas faltas yo le doy este billete —dijo el académico, enseñando un billete nuevo lleno de ceros—. ¿Qué le parece?

El mendigo pasó un rato en silencio. Sus dedos se movían muy deprisa. Luego dijo:

—Tengo que pensármelo. Vuelva usted mañana y le daré la respuesta.

El académico se quedó desconcertado y siguió su camino.

La reunión, a la que estuvo a punto de llegar tarde por culpa del encuentro imprevisto con el mendigo, fue un desastre. Los nuevos académicos no comprendían a los viejos. El discurso de nuestro académico fue criticado con una dureza que nunca antes se había visto entre los muros de tan noble institución. No había comprendido la lógica del nuevo diccionario, dijeron. Un proyecto así sólo podía ser deficitario. ¿Cómo se proponía asegurar el cash-flow, los inputs, el output, sin recurrir al outsourcing?, dijeron mientras los antiguos académicos se volvían locos buscando palabras en el diccionario y movían la cabeza de un lado a otro al comprobar que no estaban en él. Advenedizos, alguien dijo en voz baja. Inadmisible, dijo otro. Acabarán nombrando a sus porteras, se oyó decir. Por encima de mi cadáver, proclamó el académico de más edad, provocando los comentarios escatológicos y las carcajadas sarcásticas de los nuevos, uno de los cuales dijo que la Academia se había convertido en el cementerio de los inmortales. El Presidente de la Academia, un hombre que no era ni nuevo ni viejo, un contemporizador y en cierto modo un oportunista, trataba de calmar los ánimos y no paraba de tomar notas.

El académico volvió a casa cabizbajo y pensativo. Seguía viendo el mismo futuro de antes, los mismos cargos de antes: Director del Instituto de Cultura, Director de Rimas, Subdirector de Letras, Secretario General de Palabras, Ministro de Libros, Presidente de la Cultura. Ah, la Cultura. Pero ahora era un futuro que se le escapaba, ahora eran caballos que se alejaban de él, trenes veloces que no había llegado a coger y se perdían en la distancia, barcos que veía alejarse desde el muelle y que se difuminaban al alcanzar la línea del horizonte.

Al pasar por la esquina el mendigo ya no estaba allí. En casa dijo que le dolían las muelas y se metió en la cama sin cenar. Cuando se acostó su mujer se hizo el dormido.

 3

 

—Aquí tiene usted el billete —le dijo al mendigo al día siguiente—, a condición de que corrija los errores del cartel, claro está.

El académico pensaba que era una victoria fácil con la que se desquitaba de los sinsabores del día anterior.

—Mire, se lo agradezco de veras —dijo el mendigo—, pero he llegado a la conclusión de que no me interesa.

—¿Cómo es posible? —dijo el académico entre sorprendido e indignado.

—Ya ve usted: he estado haciendo números. Mucha gente se fija en los errores y se paran por eso. Luego piensan que soy analfabeto, se apiadan de mí y me dan una moneda. En realidad no lo soy. Fíjese, hace mucho tiempo tuve veleidades literarias, hice mis pinitos con la poesía, hubo un periodo en el que hasta se habló de mí para la Academia.

—¿Para la Academia?

—Sí. Para la Academia, ese edificio que está tan cerca de aquí, en la plaza…

El académico se quedó mudo al oírle pronunciar la palabra Academia.

—En fin —prosiguió el mendigo—, si el cartel estuviera bien escrito muchos no se fijarían en él. De manera que ese billete que me da usted ahora me haría perder el doble en cuatro o cinco días. Me tendría que dar usted cien, no, mil, tampoco, cien mil billetes como ese. Y en tal caso no corregiría el cartel. Me jubilaría.

—¿Se jubilaría?

—Claro, claro. Ya voy teniendo una cierta edad, al menos para una prejubilación, y todos los días meto unas monedillas en mi plan de pensiones.

—Bueno, hombre, bueno, a la paz de Dios —dijo el académico.

Y siguió su camino hacia la Academia pensando que él aún estaba en lo mejor de la vida, que ni siquiera tenía que preocuparse por buscar un discípulo, que aún estaba lejos del momento en el que, en el lecho de muerte, sería el Maestro que transmitía a su sucesor los mismos consejos que él recibió de su Maestro.

Al llegar a la Academia se encontró con una nota en la mesa de su pequeño despacho. El Presidente quería verle.

—Querido amigo —le dijo el Presidente al recibirlo en su enorme despacho, entre helechos, cactus y palmeras gigantes, con fuertes y sonoras palmadas en la espalda—, los tiempos están cambiando. ¿Conoce la canción?

—Creo que no —dijo el académico.

—¿Lo ve? Ni siquiera conoce la canción, y es de hace treinta años o más. Todo cambia y usted no se da cuenta. Yo lo aprecio mucho. Todos lo apreciamos. En la casa se le quiere. Por eso hemos descartado la idea inicial.

—¿La idea inicial?

—Sí. La idea inicial. La idea de suprimir la letra M. Los tiempos están cambiando, pero es una letra demasiado importante como para acabar con ella de un plumazo. Demasiadas palabras, algunas de ellas imprescindibles. No encontrábamos razones, justificaciones.

—Ah —dijo el académico, como aliviado.

—Por eso hemos decidido ofrecerle una oportunidad única, una magnífica oferta que no podrá rechazar.

—¿Y de qué se trata? —dijo el académico con una voz casi imperceptible mientras el futuro volvía a la línea del horizonte y los caballos del carrusel se le acercaban al galope.

—Se trata de una prejubilación muy muy ventajosa, y del outsourcing completo de la letra M. Usted podrá seguir asociado, como emérito, a las actividades de la Academia. Ya sabe: conferencias, exposiciones, excursiones, etc. Le daremos una medalla de plata con un diseño único, especial para la ocasión, y una inscripción con su nombre.

—Pero yo…

—Los tiempos están cambiando, mi querido amigo. Terminará por comprenderlo —dijo el Presidente mientras se levantaba, acompañaba al académico al pasillo y pedía a su secretaria que hiciera pasar al siguiente. En el pasillo había una larga fila de académicos. Todos tenían el pelo blanco.

El académico pasó las cuatro últimas horas en el despacho mientras cambiaban los letreros e instalaban un aparato horrible encima de la mesa.

—¿Quieres llevarte a casa las fichas, los libros? —le preguntó el empleado.

—No importa. Tírelo todo —dijo el académico.

No soportaba que le trataran de tú.

El académico bajó las escaleras de aquel imponente edificio octogonal. Al pasar por el centro se paró a leer las inscripciones que había en las paredes, cientos de palabras grandilocuentes que siempre le habían parecido hermosas y que ahora le resultaban vacías. Miró a lo alto y vio la gran claraboya de la cúpula, un círculo perfecto por el que entraba el agua cuando llovía y que ahora enmarcaba un trozo de cielo azul surcado por nubes muy veloces.

Salió del cementerio de los inmortales con la cabeza baja y se despidió de los leones de bronce de la entrada. Un pensamiento melancólico teñía su rostro de un color neutro, grisáceo. Ya nunca tendría un discípulo predilecto a quien dejar el sillón M. ¿Y cómo iba a contarles lo sucedido a su mujer, a sus hijos?

Estoy acabado, pensó, es el final. Caminaba encorvado. Aquella mañana había entrado en el edificio un hombre maduro, y ahora salía de allí un viejo. Una ráfaga de viento desordenó su pelo y una nube de polvo lo hizo parecer aún más blanco. Se enganchó en un arbusto y la americana se le rasgó. Los zapatos se le mancharon. Cayó al suelo y las manos y los pantalones se le llenaron de barro. Algo le picaba en la cara y al rascarse se la embadurnó. Un gatito famélico maulló y el académico lo acarició. Nada más salir de los jardines de la Academia le entraron ganas de mear. La próstata, pensó mientras decoraba aquellos nobles muros con una palabra amarillenta:

 

MIERDA

 

Pero la palabra desapareció enseguida.

El gatito le seguía. Le daré de comer y será mío, pensó el académico. Siempre le habían horripilado los animales, pero de repente, sin saber por qué, sintió una gran compasión por aquel ser indefenso y débil.

Al pasar por la esquina el mendigo no estaba. Había un letrero que decía:

 

ME E HIDO HA COMER

 

La lata de sardinas rebosaba de monedas doradas. La manta del suelo, los olores, la roña, todo empezó a parecerle muy acogedor. Entonces se puso detrás del letrero y se echó en la manta. Alguien pasó y dejó una moneda. El académico era la viva imagen del primer mendigo.

Escrito en Lecturas Turia por Julio Baquero Cruz

Refractarios

15 de julio de 2013 09:11:33 CEST

Existe por los caminos una raza de gentes que, ellos también, han jurado ser libres

Jules Vallès

 

To

dos sabréis que ella

era la francesa Charlotte, la

drona de libros. “Allí toda

vía encontré bosques encantados, islas

en el Índico, arena entre

las sillas, un vaso de té y otro de aguar

diente. Yo le vi. Un camino

que serpentea hacia el casti

llo, una gran nube viajera, un resplandor ca

si de locura, un hueco de si

lencio entre el ruido

de los árabes. Yo

le vi. Claros ojos ahu

mados, sentado, con la voz

terca repitiendo: ¡cobardes en

loqueced! Me habló

de la inocencia antigua, de las

preguntas que hieren

como vino rojo, de

los días en el desierto con un fardo.

Me habló, me gri

tó, me escupió, me quiso vender por

una botella, por un vaso, por el trago

que le faltaba. Azulísimos ojos y el

viento y las telas blancas y el olor negro

de los días negros. Allí estaba, junto

a los barcos que esperan, con un rifle

y un cuaderno sin

más. No quiso

mi voz ni mi cuerpo ni

firma ni dirección alguna.”

Todos sabréis que ella era Charlotte,

que llegó al con

fín para encontrar

le, que no dejo car

tas, sólo el recuerdo, el hue

co de lo no dicho, la mirada

de los hombres que mienten.

Charlotte, que leía novelas de Conrad

recordando a un niño con volun

tad de dios, con nombre de pájaro

y pocas ganas de morir, recordando

que los escritores pier

den la cara. 

Todos sabréis su nombre, 

la francesa Charlotte.


Escrito en Lecturas Turia por David Mayor

Mahmud Darwix: La huella de la mariposa

15 de julio de 2013 09:01:15 CEST

          A su muerte el pasado mes de agosto, se hizo realidad algo que las letras árabes ya venían sospechando desde hacía un par de décadas: que Mahmud Darwix (1941-2008) ha sido el poeta árabe más determinante del siglo XX. El acuerdo fue casi unánime, y rebasó con creces las valoraciones de circunstancias que rodean al óbito de una figura de relieve. Sólo se recuerda en las letras árabes un asenso y un despliegue de duelo y encomio parecido: el que suscitó la muerte del premio Nobel de literatura Naguib Mahfuz. De hecho, entre los lloros más recurrentes se hallaba el de que Darwix hubiera muerto sin conquistar tal premio, para el que estuvo propuesto en varias ocasiones y al cual podría haber aspirado —pese a la dificultad intrínseca que implicaba su consecución para un autor que no tenía un Estado detrás, y sí delante y como enemigo a un fiero Estado— de haber vivido aún unos años. No en vano, en el momento de su muerte el reconocimiento internacional de su obra no hacía sino crecer. Pero entre los árabes, de Casablanca a Qátar, de los grandes periódicos árabes de Londres a las revistas literarias de El Cairo y Beirut, hubo acuerdo. El propio Darwix había dicho en alguna entrevista —trance que él convertía en un ejercicio de crítica literaria— que la posteridad es un billete de lotería que uno compra en vida y, nada más morir, sabe si le ha tocado... Si estaba en lo cierto, puede descansar tranquilo.

            Ese estatuto de maestro incontestado lo adquirió Darwix sometiendo su carrera poética a una evolución permanente. Esto, que parece ocurrir con frecuencia entre toda suerte de poetas, no es tan frecuente como se creería, y menos aún entre poetas exitosos, poetas que desde muy jóvenes han gozado de refrendo y exaltación. Tras haber dado pie a finales de la década de 1960, en compañía del también palestino Samih al-Qásim, a lo que entonces se llamó “poesía palestina de resistencia”, Darwix no se limitó a ello, no se quedó encerrado en tal cosa, sino que sometió su poesía a un grado cada vez mayor de complejidad arquitectónica y musical, siempre en diálogo con la gran tradición poética árabe: la de la casida, el poema de métrica y estructura codificadas, que él supo modernizar y reinventar. A lo largo de todas sus etapas poéticas, que grosso modo coinciden con los distintos destinos de su exilio (El Cairo, Beirut, París, Ammán/Ramala), Darwix supo escribir poemas considerados clásicos, que gozan del estatuto de ingenuidad ejemplar de la verdadera poesía. Dominó el poema en prosa (por ejemplo, “Cuatro direcciones personales”), el poema largo (“Fue lo que había de ser”), el poema-libro (Mural, Estado de sitio), el poema breve (“A mi madre”), la canción (“Rita y el fusil”). De todo ello se halla muestra en nuestro tomo Poesía escogida, 1966-2005 (Valencia, Pre-Textos, 2008), cuya selección supervisó el propio poeta. A la vez, y a lo largo de los años, Darwix desarrolló una importante obra en prosa, en la que destaca su libro final, En presencia de la ausencia, donde indaga en la construcción de la identidad personal, en su caso marcada por la Nakba, el Desastre palestino de 1948, fruto de la creación del Estado de Israel y de la expulsión de 800.000 palestinos de sus tierras, entre ellos el niño Darwix y su familia.

           Es el tema de la construcción nacional palestina uno de los que más quebraderos de cabeza dio a Darwix. Junto a Edward Said, Darwix se vio alzado desde el comienzo de su carrera a la condición de conciencia nacional palestina. Se esperaban sus poemas y sus palabras como oráculos sobre la condición palestina. Él lo que pretendía era que hablaran de la condición humana, simplemente. En ella debía estar incluida la tragedia palestina, y en ésta aquélla. El mismo Said lo relacionó con poetas como Yeats, Ginsberg o Walcott, poetas de un pueblo, de una cultura específica, poetas del epos, desde el que se alzan al dominio universal.

          Los poemas que presentamos a continuación pertenecen a su obra La huella de la mariposa (Ázar al-faracha),[1] el último de sus libros poéticos. En él Darwix vuelve a una de las variedades poemáticas en las que más destacó: el poema en prosa, que aquí cultiva de una forma más suelta y desembarazada, cercana a veces al apunte prosístico o al aforismo, y bajo una estructura general de diario poético.

 

MAHMUD DARWIX

El mosquito

El mosquito, femenino en mi lengua, es más letal que la calumnia. Además de chuparte la sangre, te fuerza a una batalla absurda. Siempre te visita en la oscuridad, como la fiebre a al-Mutanabbi. Zumba y zuñe como un avión de guerra al que no oyes hasta que ha alcanzado su objetivo. Tu sangre es el objetivo. Enciendes la luz para ver dónde está y se esconde de tus malas intenciones en cualquier rincón de la habitación, y luego va y se posa en la pared... a salvo, pacífico, como si se hubiera rendido. Intentas matarlo con un zapato, pero te burla, se escapa y reaparece cínicamente. Le insultas en voz alta pero ni se inmuta. Le invitas a negociar una tregua con voz amigable: ¡Duérmete y yo me duermo! Crees que le has convencido, apagas la luz y te duermes. Pero cuando te ha vuelto a chupar la sangre, zumba otra vez avisando de una nueva incursión. Y te empuja a una batalla colateral con el insomnio. Enciendes la luz por segunda vez y haces frente a los dos —a él y al insomnio— leyendo. Entonces el mosquito aterriza en la página que estás leyendo, y te regocijas en secreto: ¡Ha caído en la trampa! Cierras de golpe el libro: Lo he matado... lo he matado. Lo abres para jactarte de tu victoria y no hay ni rastro del mosquito ni de las palabras. ¡El libro está en blanco! El mosquito, femenino en mi lengua, no es una alegoría, ni una metáfora, ni una metonimia. Es un insecto al que le gusta tu sangre. La huele a veinte millas. Y sólo hay un medio para arrancarle una tregua: que cambies de grupo sanguíneo.

¿POR QUÉ? ¿A SANTO DE QUÉ?

Se da ánimos hablando consigo mismo mientras camina solo. Palabras que no significan nada, y que no quiere que signifiquen nada: «¿Por qué? ¿A santo de qué?» No es su intención quejarse o hacer preguntas, o frotar una expresión con otra para que prenda un ritmo que le ayude a caminar con la agilidad de un chaval. Pero es lo que sucede. Cada vez que repite: ¿Por qué? ¿A santo de qué?, siente que está en compañía de un amigo que ha venido a ayudarle a sobrellevar el camino. Los transeúntes lo miran con indiferencia. Nadie piensa que esté loco. Le creen un poeta, un soñador errabundo poseído por una repentina inspiración del demonio. Pero él ni se da cuenta de qué le aflige. No sabe por qué se acuerda de Gengis Jan. Quizá porque ha visto un caballo sin montura nadando en el aire, sobre los edificios destruidos del fondo del valle. Continúa caminando con un solo ritmo: «¿Por qué? ¿A santo de qué?» Y antes de llegar al final del camino que sigue todas las tardes, ve a un viejo inclinado junto a un eucalipto, el bastón apoyado en el tronco, que se desabrocha los botones de los zaragüelles con mano temblorosa y mea mascullando: ¿Por qué? ¿A santo de qué? Las chicas que suben del valle no se contentan con reírse del viejo: le tiran bayas de pistachos verdes.  

OJALÁ SE NOS ENVIDIE

A esa mujer que camina deprisa, con una manta de lana y un cántaro por corona... que arrastra de la mano derecha a un niño y de la izquierda a la hermana de éste. Que detrás lleva un rebaño de cabras asustadas. A esa mujer que huye de un angosto escenario de guerra a un campamento de refugiados desconocido... la conozco desde hace sesenta años. Es mi madre, que me dejó olvidado en un cruce de caminos, con una cesta de pan reseco, una vela y una caja de cerillas estropeadas por el rocío.


A esa mujer que ahora veo en la foto de la pantalla a color del móvil... la conozco muy bien desde hace cuarenta años. Es mi hermana, que completa los pasos de su madre ―mi madre de camino al desierto: huye de un angosto escenario de guerra a un campamento de refugiados desconocido.


A esa mujer que veré mañana en el mismo escenario, la conozco también. Es mi hija, a la que he abandonado en mitad de los poemas para que aprenda a andar y eche a volar hacia lo que hay detrás del escenario. Ojalá cause la admiración de los espectadores y la desilusión de los cazadores. Y mira por dónde, un amigo astuto me dice: Es tiempo de que pasemos, si es que podemos, de un asunto por el que se nos compadece... ¡a uno por el que se nos envidie!

CUESTIÓN DE PERSPECTIVA

Lo que distingue al narciso del girasol es lo que diferencia dos puntos de vista: el primero mira su imagen en el agua y dice: No hay yo sino yo. El segundo mira al sol y dice: Qué soy sino lo que adoro.

Y por la noche, se reduce la diferencia y se agranda la glosa.

OJALÁ EL JOVEN FUERA ÁRBOL

El árbol es hermano del árbol, o un buen vecino. El grande se inclina sobre el pequeño, y le da la sombra que le falta. El alto se inclina sobre el bajo, y le envía un pájaro que le acompañe de noche. No hay árbol que hurte el fruto de otro, o que se mofe de él si es estéril. Ningún árbol mata a otro ni imita al leñador. Cuando se hace barca, aprende a nadar. Si se hace puerta, día y noche es guardián de los secretos. Si se hace banco, no olvida que antes tuvo un cielo. Y cuando se hace mesa, enseña al poeta a no ser leñador. El árbol es absolución y vigilia. No duerme ni sueña. Vela por los secretos de los soñadores, día y noche en pie. En pie protegiendo a los transeúntes y al cielo. El árbol es oración vertical. Implora a lo alto. Y cuando se dobla un poco por la tormenta, lo hace con el empaque de una monja, la mirada en lo alto... en lo alto. Dijo en la antigüedad el poeta: «Ojalá el joven fuera piedra». Ojalá hubiera dicho: ¡Ojalá el joven fuera árbol!

 

EN CÓRDOBA


Las puertas de madera de Córdoba no me invitan a pasar y darle recuerdos damascenos a una fuente o un jazmín. Camino por los estrechos callejones un soleado y apacible día de primavera. Camino ligero, como si fuera huésped de mí mismo y de mis recuerdos, como si no fuera una pieza de museo sobre la que se vuelven los turistas. No le doy una palmada en la espalda a mi pasado con alegría incomparable, como un poema aplazado esperaría de mí. Ni me asusta la nostalgia desde que sobre ella cerré la maleta, sino que me da miedo el mañana que galopa ante mí con pasos eléctricos. Y cada vez que le importuno, me reprende: Ocúpate del presente. Pero hay demasiados poetas en Córdoba. Extranjeros y españoles. Hablan del pasado de los árabes y del futuro de la poesía. Y en un jardín, con pocos árboles y poco de todo, al ver una escultura de dos manos dedicada a Ibn Zaydún y Wallada, le pregunto a Derek Walcott, uno de mis poetas favoritos, si sabe algo de la poesía árabe, y no se disculpa cuando responde: No, nada en absoluto. Y aun así, pasamos juntos tres días sin parar de reír y bromear sobre la poesía y los poetas, a los que él describió como ladrones de metáforas... Me preguntó: ¿Cuántas metáforas has robado? Y no supe contestar. Rivalizamos tonteando con las cordobesas, y me preguntó: Si te gusta una mujer, ¿vas y le hablas? Le dije: Mi valor depende de su belleza... ¿Y tú? Dijo: A mí, si me gusta una mujer, es ella la que viene a mí. Le dije: Claro, tú eres ángel y demonio... lo que yo no sé ser. Y su tercera mujer se reía. En Córdoba, me paré ante un portalón de madera y me busqué en el bolsillo las llaves de mi vieja casa, como hizo Nizar Qabbani. No se me escaparon las lágrimas, porque la nueva herida tapaba la cicatriz de la vieja. Pero Derek Walcott me cogió por sorpresa con una pregunta hiriente: ¿De quién es Jerusalén? ¿Vuestra o de ellos...?

 

EN MADRID


Sol, llovizna, primavera vacilante. Los árboles son altos y viejos en el jardín de la Residencia de Estudiantes. Las veredas, pavimentadas con piedrecillas, hacen que caminar se acerque más bien a un ejercicio burlesco de flamenco. Una luz temblorosa agujerea las sombras. Desde esta colina nos asomamos a Madrid, que se extiende abajo como un estanque verde. Mark Strand, el poeta americano-canadiense, y yo nos sentamos en unas sillas de madera a hacernos fotos con los estudiantes, y a firmar nuestros libros traducidos al español, a cual de los dos más dispuesto a ocultar la alegría del poeta ante un lector desconocido, inesperado... ante el viaje de la poesía que se escribió en una habitación cerrada hasta este jardín. Se me acercó una señora elegante y me dijo: Soy sobrina de Lorca. Le di dos besos para aspirar lo que de los brazos de él quedara en ella. Y le pregunté: ¿Qué recuerda de él? Me respondió que había nacido después de que lo mataran. Le dije: ¿Sabe cuánto nos gusta? Y dijo: Todo el mundo dice lo mismo, es un orgullo para mí. Es un símbolo. El director de la Residencia me explicó que éste es un lugar emblemático de Madrid. Quien no lee poesía aquí es un pelagatos. Aquí vivieron Lorca, Alberti, Juan Ramón Jiménez, Dalí. Al final del encuentro, me pidieron que le hiciera una pregunta a Mark Strand. Le pregunté: ¿Cuál es el límite preciso entre el verso y la prosa? Titubeó, como hacen los verdaderos poetas ante una definición difícil, y dijo, él que escribe verso libre: El ritmo, el ritmo. La poesía se distingue por el ritmo. Y cuando salimos al jardín a pasear por las veredas de piedrecillas, no hablamos mucho para no romper el ritmo de la noche sobre los altos árboles. No sé por qué me vino a la cabeza la aguda frase de Nietzsche: “La sabiduría es el conocimiento privado del canto”.

 

BOULEVARD SAINT-GERMAIN 

 

Me dice George Steiner: El poeta ha de ser huésped... Yo le digo: ¡Y hospedero!

Las hojas secas, caídas de un árbol que se desnuda, son palabras en busca de un poeta hábil que las devuelva a las ramas.


Cada vez que el ritmo se esconde en la imagen, la música se hace compañera de la idea.


Sentado con Peter Brook, los pájaros de Aristófanes y de Farid al-Din al-Attar sobrevuelan nuestras cabezas en un viaje compartido hacia los límites del significado.

¿Exilio? El visitante lo añora: es la excursión del pájaro en un viaje en el que nadie pregunta: ¿Cómo te llamas? ¿Qué quieres?

En el autobús, miro la acera, y me veo sentado en la parada ¡esperando el autobús!

Fingir una difícil neutralidad, en el poema y la novela, es el único delito moral que se perdona.

Romper el ritmo, de vez en cuando, es una necesidad rítmica.

Dejo el otro lado de mi vida donde quiere quedarse. Y sigo a lo que queda de mi vida en busca de su otro lado.
Mis sensaciones brincan ante mí, llevan paraguas y caminan bajo la lluvia. Mis sensaciones son un hecho externo como la lluvia.

El viento de otoño barre la calle y me enseña el arte de reducir. De reducir lo que se escribe.



[1] De próxima aparición en la editorial Pre-Textos.

Escrito en Lecturas Turia por Luz Gómez García

Claves de Gary Snyder

15 de julio de 2013 08:54:03 CEST

En un sentido amplio, Gary Snyder se ha convertido en una especie de profeta de lo esencial de la vida humana. Desde un punto de vista más concreto, es un profundo poeta y ensayista estadounidense, también importante traductor de poesía japonesa, que nació en San Francisco en 1930. Su obra, su forma de ser y de vivir nace como resultado del cruce entre tres grandes fuerzas vitales: indigenismo, budismo zen y contracultura. Analicemos detenidamente estos aspectos constituyentes de esta poliédrica personalidad.

Entendemos por indigenismo una suerte de exaltación de lo natural que acarrea la formación de un entramado ideológico y político cercano a la radicalidad revolucionaria. Su preocupación por la ecología y el ambiente físico de Norteamérica es un claro precedente de movimientos posteriores: en este, como en otros aspectos, Gary Snyder se nos presenta como un adelantado a su tiempo. Esta preocupación deriva en una defensa del biorregionalismo, y una propuesta de vida diferente, basada en el modelo tribal. Otro tipo de vida es posible, una vida más profunda y humana, de hermanamiento con la madre naturaleza.

En este sentido, su deuda con H. D. Thoreau y su ensayo sobre la desobediencia civil es evidente. Snyder proviene de la vida pionera. Su amigo Jack Kerouac nos habla de sus raíces: “era un muchacho de Oregon oriental, criado en una cabaña de madera, en la profundidad de los bosques, con su padre, su madre y su hermana, y desde pequeño un montañés, leñador y granjero, que le gustaban los animales y la cultura indígena (...) Se interesó por el viejo anarquismo de los Trabajadores Industriales del Mundo y aprendió a tocar la guitarra y a cantar viejas canciones obreras que armonizaran con las canciones indígenas y los cantos populares en general”. Su trabajo como guardabosques acentúa esta tendencia, y, así, surge ya la figura del eco-poeta comprometido políticamente, no tanto con un proyecto concreto como con una idea de la revolución total basada en el hermanamiento con la naturaleza y en la vuelta a una sabiduría ancestral salvaguardada por el modus vivendi y la filosofía de los indios americanos. Este sentimiento de unión con los Trabajadores Industriales es fruto de la herencia de otros autores, como Jack London. Es la época de los “wobblies” y del resurgimiento del viejo anarquismo pacifista clandestino.

Así pues, éste es el primer constituyente, cronológicamente hablando, de la personalidad de nuestro poeta y, como todo lo que se forma en nuestra primera juventud, tuvo una influencia realmente significativa sobre él. El indigenismo, la ecología, el biorregionalismo, el tribalismo y el anarquismo pacifista le llevan a la adopción de un radicalismo ideológico que se basa en la idea matriz de que otra vida es posible, un mundo nuevo, más justo y, sobre todo, más auténtico. Él mismo nos lo cuenta: “Como poeta sostengo los valores más antiguos sobre la tierra. Se remontan al paleolítico: la fertilidad de los campos, la magia de los animales, el poder de la visión que da la soledad, la iniciación y el renacer, el amor y el éxtasis de la danza, el trabajo comunal de la tribu”.

El concepto de lo salvaje es nuclear en la obra de Snyder. La idea es que el hombre debe recuperar su componente salvaje. Algo se ha perdido en nuestra evolución como personas. El progreso, el tecnicismo, la modernidad han roto un vínculo esencial. El hombre y la mujer son “seres naturales”, hijos e hijas de la naturaleza, y por eso deben desandar los pasos perdidos: hay que borrar y empezar de nuevo.

El segundo gran bloque formante de la personalidad de Gary Snyder es su papel como figura mítica del “underground” de su país. En este sentido, Snyder es un autor esencial de la contracultura. Tradicionalmente se le ha asociado con la Generación Beat –más que nada debido a su amistad con Kerouac- y los poetas del grupo Black Mountain. No obstante, a pesar de su indudable influencia sobre estos autores, Snyder no es beat, no es tan fácilmente encasillable. “Se puede hablar de mí como amigo de la generación beat en sus primeros tiempos, pero no formo parte de esa generación”, aclara el poeta en una entrevista a un periódico en 1992. La identificación procede de ese libro-pasión, ese hermoso canto a la amistad que supone la novela Los vagabundos del Dharma del legendario Jack Kerouac, en la que Gary Snyder, rebautizado como Japhy Ryder, es retratado como un monje zen, leñador en los bosques profundos, místico descifrador del legado telúrico del indio americano.

Kerouac conoció a Gary en octubre de 1955, la noche de la famosa lectura poética en la Six Gallery de San Francisco. Muchos han contado sus impresiones acerca de esa noche. El poeta Kenneth Rexroth, algo mayor, oficiaba como maestro de ceremonias. El trasiego de alcohol era continuo en una noche de poesía y excesos. Sobre todo, había ese sentimiento de que algo importante estaba a punto de gestarse: las cosas no serían ya lo mismo. De hecho no lo fueron. Allen Ginsberg leyó su mítico poema “Aullido” y todo explosionó. Estalló la catarsis. Mientras tanto, nuestro hombre miraba los acontecimientos con algo más de distancia, divertido, pero ajeno a la borrachera colectiva, y un Kerouac eufórico quedó de inmediato fascinado por la personalidad del poeta que tanto habría de enseñarles sobre Oriente, la meditación y la vida en las montañas. El autor de On the road intuyó muy pronto el carácter visionario de su amigo. Así habla Snyder-Ryder en la novela de Kerouac: “Todo el mundo vive atrapado en un sistema de trabajo, producción, consumo, trabajo, producción, consumo... Tengo la visión de una gran revolución mochilera, miles y miles, incluso millones de americanos yendo de aquí para allá, vagabundeando con sus mochilas, escalando montañas por escalar, alegrando a los viejos, provocando la felicidad de los jóvenes y las viejas y todos son lunáticos zen que escriben poemas que brotan de sus cabezas sin razón”.

Los vagabundos del Dharma es el más generoso acto de creación, un libro que trata sobre un amigo, pero no demuestra la pertenencia de Snyder al grupo beat. Además hay un hecho decisivo en este momento, pues nos introduce en la tercera fuerza de influencias: durante el periodo en que la Beat Generation recibió la mayor publicidad, Snyder, en un movimiento típico de él, se hallaba fuera del país. No pudieron verlo ni entrevistarlo. Mientras Kerouac, Cassady, Ginsberg, Corso y demás se perdían en los oropeles de la fama, mientras todos ellos mutaban de vagabundos enloquecidos a seres mediáticos alcoholizados, Gary Snyder, inaprensible, viajaba a Japón, en donde estuvo muchísimos años en un monasterio budista de Kioto.

La influencia de Oriente, del zen y del budismo estuvo presente en nuestro poeta desde muy temprano. En septiembre de 1955, cuando Allen Ginsberg conoció en Berkeley a Gary, dijo de él en la biografía de Kerouac escrita por Ann Charters: “Está estudiando lenguas orientales y dentro de poco se va a Japón: quiere ser monje zen. Es lacónico, de corazón cálido; está bien, tiene una pequeña barba, es delgado, rubio, va en bicicleta por Berkeley con sus Levis, está colgado de los indios... y escribe bien. Una persona interesante”.

Todo aquel que se interese por la introducción del budismo en occidente y por la interacción entre Oriente y Occidente, tendrá una parada obligatoria en la obra y la peripecia vital de Snyder. En esta línea, es lectura obligatoria su ensayo El budismo y la revolución venidera. Nuestro autor hace del budismo un eje gravitatorio existencial. Su conocimiento de idiomas orientales, sus continuos viajes y estancias en India, China y Japón, y la práctica detenida y concienciada en monasterios, hacen de esta tercera fuerza algo más permanente que una mera actitud pasajera. De hecho Snyder hace una lectura respetuosa y profunda, pero también personal, de todo este acervo filosófico. Frente a las caducas filosofías occidentales, intelectualizadas hasta el artificio, el poeta encuentra en Oriente una forma de vida, una expresión vital tan sencilla y profunda como su alma. Su personal contribución consiste en sentar las bases de un budismo socialmente comprometido: el budismo, de hecho, se convierte en la herramienta que Gary Snyder necesitaba para cambiar el mundo. De esta concepción nace el término Buddhist Anarchism, y éste es un buen porcentaje de su legado: su capacidad para la simbiosis, una simbiosis que encaja de forma natural, pues él descubre la relación entre el pensamiento ecológico y las ideas budistas de la interpenetración. En cualquier caso, Snyder tiene un papel evidente: presenta Oriente a muchos grandes poetas de su época, en un sentido abstracto y en un sentido literal. Muchos poetas del momento, desde Ginsberg a Corso, pasando por el poeta italoamericano Lorenzo Monsanto Ferlinghetti, encuentran en Snyder un cicerone de excepción.

Sea como fuere, la trayectoria vital de Gary Snyder es el camino de un buscador y, por eso, merece todo nuestro respeto. Su vida y su obra, más que nunca al unísono, con títulos tan notables como La isla de la tortuga o su colección de ensayos La práctica de lo salvaje, nos llevan de la mano por un camino de iniciación. Pocos ejemplos encontramos en la literatura actual que encarnen esa mezcla de ingenuidad y rigor intelectual. La calidez de su corazón abraza unos poemas que buscan un saber oculto en el silencio: en él la poesía es una forma de meditación. En un mundo tan devaluado como el nuestro, pocas son las ocasiones de encontrar un poeta sabio. Ésta es una de ellas. Quizás, la mejor forma de terminar este ensayo sea seguir el consejo de nuestro poeta: “En el siglo próximo / o el que le siga, / dicen, / habrá valles, pastizales / donde podremos reunirnos en paz / si conseguimos llegar. // Para escalar estas cumbres venideras / una palabra para ti, para / ti y tus hijos:// Permanezcan juntos, / aprendan de las flores, / anden livianos”.

Escrito en Lecturas Turia por Martín Merino Ruiz-Funes

El lujo de la tristeza

15 de julio de 2013 08:49:26 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Eres un hombre que se te ve de lejos,

un luchador cosido con fuerza y con ternura.

Tienes una sonrisa como un sol de invierno

y una hemorragia de vainilla interior.

Envejeces cuando dejas de amar.

Tienes muchos sueños que tirar del ovillo

y un puñado de amigos que te adoran y están

cuando las ratas abandonan el barco.

Permítete un rato el lujo de la tristeza,

luego compra una escoba, sácala de tu alma,

la primavera estalla en lirios y minifaldas.

Encontrarás la excusa para que el corazón

trepe de nuevo al árbol y se ponga a bailar.

Ya sabes dónde estoy. Donde escuchan las rosas,

mi móvil siempre está despierto para ti.

Escrito en Lecturas Turia por Ángel Petisme

Guillermo Carnero: el hedonismo de la inteligencia

12 de julio de 2013 12:40:55 CEST

La obra poética de Guillermo Carnero (Valencia, 1947) es una de las más originales, rigurosas y significativas de las últimas décadas. El libro con que se dio a conocer, Dibujo de la muerte (1967), fue considerado enseguida una obra emblemática, lo mismo que Arde el mar (1966), de Pedro Gimferrer. Las características más visibles de ambos libros pronto sirvieron para definir a la generación emergente. José María Castellet incluyó a Carnero en su afamada antología Nueve novísimos poetas españoles (1970), en la que se propuso agrupar a los poetas “más representativos de la ruptura” y de la superación del realismo social. José Olivio Jiménez anunció algo después la segunda edición de Dibujo de la muerte (1971), que ahora incluía dos poemas de la plaquette titulada Libro de horas, en un artículo memorable publicado en la revista Papeles de Son Armadans (mayo 1972), bajo el acertado rótulo “Estética del lujo y de la muerte”, donde ratifica la preeminencia del joven poeta sobre sus compañeros de oficio. Y Carlos Bousoño lo consagró definitivamente mediante el prólogo a Ensayo de una teoría de la visión. Poesía 1966-1977, volumen en el que el poeta novísimo reunía la obra poética escrita hasta ese momento.

            En el prólogo de marras, Carlos Bousoño puso de relieve, además del carácter emblemático de la poesía carneriana, el hecho de que todos los libros recogidos en el volumen eran en realidad un solo libro. El propio Carnero no pudo por menos de corroborar este juicio en la correspondiente “Nota del autor”, juicio que venía a coincidir con su idea de cómo se desarrolla a lo largo del tiempo una obra coherente: “no de modo lineal, sino en espiral, es decir, retomando siempre los mismos problemas según una trayectoria circular que se salva de ser viciosa porque en cada ciclo hay una nueva complejidad que sintetiza el anterior recorrido y relee esa síntesis de modo más abarcador”. En efecto, después de cuarenta años de ejercicio de la poesía, con los remansos de silencio creador que este viejo oficio precisa, la obra poética de Guillermo Carnero constituye un conjunto orgánico, perfectamente articulado, que responde a una “unidad de sentido” precisa y a una “lógica de desarrollo” concreta.

            El autor de Ensayo de una teoría de la visión anticipó estas cuestiones, al menos como declaración de principios, en las dos citas que antepuso al libro en la edición de 1979. La primera, perteneciente al pensador Edmund Burke, dice: “Sólo pido una gracia: que ninguna parte de este discurso sea juzgada en sí misma e independiente del resto” (A philosophical Enquiry into the Origin of our Ideas of the Sublime and the Beautiful). Pues bien, Guillermo Carnero nos advierte así de la “unidad de sentido” que reclama para su obra toda. La segunda, correspondiente al narrador Lawrence Durrell, reza: “¿Les gustaría conocer mi método? Es sencillo: al escribir un libro […], escribo otro sobre este primero, y un tercero sobre el segundo, y así sucesivamente. Acaso de este modo, por qué no, pueda surgir una nueva lógica. Como esos monos de los frescos indostánicos […] que para bailar necesitan apoyarse cada uno con el dedo índice en el trasero del anterior” (Nunquam). A juzgar por los resultados obtenidos, la trayectoria poética de Carnero parece obedecer a una “lógica de desarrollo” estricta, atenuada en la medida de lo posible por el empleo del humor y la ironía.

            Si mi apreciación es correcta, la obra poética de Guillermo Carnero presenta dos épocas claramente diferenciadas, entre las que, a pesar de las diferencias inevitables, se observa una profunda semejanza en cuanto a su desenvolvimiento, como tendré ocasión de mostrar en estas notas de lectura. Pero vayamos por partes.

I

            La primera etapa de Guillermo Carnero se inició con un libro verdaderamente excepcional, Dibujo de la muerte (1967), en el que el jovencísimo poeta plantea el eje temático en torno al cual gira su obra, desde entonces hasta hoy, esto es, la precariedad de la vida contemplada desde la perspectiva del arte. A continuación, Carnero abordaría la insuficiencia del arte para dar cuenta de la vida en tres colecciones sucesivas, pero desde puntos de vista diferentes; mientras que en El Sueño de Escipión (1971) parte de la experiencia personal, en Variaciones y figuras sobre un tema de La Bruyère (1974) recurre a la reflexión sobre experiencia vivida y, finalmente, en El azar objetivo (1975) se decanta por el cuestionamiento de algunas formas de trasmitir esa experiencia, como son el discurso razonado y la fábula neoclásica. La primera recopilación de su obra, Ensayo de una teoría de la visión. Poesía 1966-1977, constituye la clausura de esta época, tras la cual el poeta se sumió en un silencio prolongado.

            Dibujo de la muerte vio la luz en 1967, y pronto fue objeto de la máxima estima. A pesar de la juventud de su autor, que apenas había rozado la veintena, constituye una reflexión original sobre la precariedad de la vida frete a la belleza perdurable del arte. De hecho, todos los poemas que lo integran, desde “Ávila” hasta “Bacanales en Rímini para olvidar a Isotta”, pasando por “Capricho en Aranjuez” o “Panorama desde la Tour Farnèse”, están relacionados, de una manera o de otra, con el mundo del arte o de la cultura. A diferencia de los poetas realistas, pertenecientes a la primera generación de posguerra, Carnero se resiste a considerar la obra de arte como salvación de la vida, al tiempo que proclama la autonomía de la obra artística. A diferencia de los poetas del conocimiento, pertenecientes a la segunda generación de posguerra, rechaza la expresión directa del yo mediante fórmulas confesionales, a la vez que recurre a procedimientos de expresión indirectos, como el correlato objetivo o los materiales procedentes del museo imaginario de la cultura. El poema “Watteau en Nogent-sur-Marne” concluye, por ejemplo, de manera harto significativa:

Porque el hombre desea conocer lo que ama,

descifrar la sangre que pulsa entre sus dedos, recorrer

íntimamente los senderos intuidos desde la cancela.

Nada vuestro me es oculto, personajes de fábula,

porque soy uno mismo con vosotros,

y sin embargo, estoy tan solo como cuando, al entrar en el salón,

oprima una mano desconocida bajo la seda, en la próxima danza.

            “Estética del lujo y de la muerte”, para emplear las palabras de Octavio Paz reutilizadas por José Olivio Jiménez, la de Carnero es una estética nihilista, que no nace del amor a la vida, sino del temor a la muerte. Es la respuesta a una pregunta sobradamente conocida: ¿hay algo capaz de otorgarle al ser y a la existencia un sentido que los redima de su precariedad? La respuesta del poeta presupone la superación del nihilismo mediante la existencia experimental del artista. Esto nos permite entender su interés por los personajes decadentes y exquisitos: Óscar Wilde, Watteau, Brummel, Giovanni Sforza, Ludovico Manin… y un largo etcétera.

            Tras la buena acogida de Dibujo de la muerte, Guillermo Carnero publicó sucesivamente tres colecciones de poemas, El Sueño de Escipión, Variaciones y figuras sobre un tema de La Bruyère y El azar objetivo, que constituyen una unidad de sentido dentro de la trayectoria poética de su autor. Una vez establecida la ruptura con la estética realista, y constatada la precariedad de la vida desde el punto de vista del arte, el joven poeta indaga los principios de una estética objetivista, a pesar de la insuficiencia del arte para dar cuenta de la vida. Este cambio de orientación, anunciado ya en poemas como “Plaza de España”, de Dibujo de la muerte, ha permitido que los críticos hablen, y con razón, de un giro metapoético en la obra del autor. Receptivo ante una preocupación que estaba en el ambiente de los primeros años setenta, Carnero comienza a mostrar una atención preferente por el lenguaje. Abandona la concepción lingüística que podemos denominar cratilismo poético (como alusión a la teoría del filósofo Cratilo expuesta en el diálogo homónimo de Platón), y que consiste en considerar la naturaleza del lenguaje, no como mera convención (arbitrariedad, diría Saussure), sino como expresión natural de una realidad, aunque sólo sea a efectos literarios. Y finalmente trasforma el lenguaje en el tema del discurso, de la manera enigmática y pomposa en que sólo pueden hacerlo los estudiantes universitarios en trance de obtener la licenciatura.

            El Sueño de Escipión es un libro sobre el proceso creador, es decir, sobre la transformación literaria de la experiencia personal en discurso poético. Los quince poemas que lo integran se compusieron en Cambridge, durante el invierno de 1970 y la primavera de 1971, mientras el autor intentaba reponerse de un desengaño amoroso. En manos de otro poeta, los materiales que integran este libro hubieran terminado en una personal “historia del corazón”; pero Carnero, que ha renunciado a la práctica del arte confesional, es decir, a la mezquindad de emplear su experiencia personal para convertirla en materia de arte (como sugiere en “Erótica del Marabú”, una auténtica declaración principios), prefiere abordar el tema de modo indirecto. El libro se articula según el procedimiento de la doble metonimia al que el autor se refiere en el poema homónimo; procedimiento que, en respuesta a Joaquín González Muelas, explica en estor términos: “una, la sustitución de la vida real por la consideración de la misma; otra, la de la experiencia de esa consideración por la experiencia literaria, que se vuelve así una metalectura de la vida real…” El asunto amoroso, al que sólo se alude de manera indirecta, se muestra cauta y veladamente en los tres poemas sintéticos que vertebran el libro (“Jardín inglés”, “Chagrin d’amour, principe d’oeuvre d’art” y “El Sueño de Escipión”), dedicados a desvelar el proceso creador, y en las dos series de poemas analíticos que se intercalan entre ellos, en los que el autor reflexiona sobre algún aspecto de la experiencia personal o del discurso poético.

            Con Variaciones y figuras sobre un tema de La Bruyère, el poeta plantea la insuficiencia del lenguaje para aprehender la realidad, e incluso la experiencia de esa realidad. El tema al que se alude en el título no es otro que la imposibilidad de decir nada nuevo, pues “tout est dit, et l’on vient trop tard”, como reza el lema de La Bruyère. De ahí que el poeta dirija su atención, no tanto a la realidad material, como a la experiencia personal de esa realidad. Para ello recurre a un lenguaje frío, reflexivo, filosófico, y a dos de los procedimientos que le son propios, formulados por Kant en su Crítica de la razón pura: los procedimientos “analítico” y “sintético”. En “Discurso del método”, el poema que abre el libro, el autor se distancia de la estética realista, así como de su opuesto complementario, el surrealismo, como ha demostrado Juan José Lanz en un ensayo excelente, para concluir de esta forma:

Cuando hayamos aprendido a evitar ambos vicios

recapacitaremos: cómo la mente humana

gusta de contemplar alternativamente  lo concreto y lo abstracto

como antídoto a la hipóstasis de conceptos generales,

y así concebiremos dos tipos de poema: uno “sintético”,

fundado en la generalidad y el lenguaje que le es propio,

y que este libro llama “variación”;

otro “analítico”, que explicita el detalle y arroja luz

sobre la variación; lo llamamos “figura”.

Esta doble articulación de la expresión poética

es la llamada Escala de Osiris por el Neoplatonismo florentino.

            Se reitera así el autor en los principios de la estética formal, como corroboran los dos poemas siguientes: “Giovanni Battista Piranesi” y “Paestum”, en los que se exalta la mirada arqueológica del artista y el hedonismo de la inteligencia.

            El azar objetivo insiste en la búsqueda infructuosa de la certeza a partir del lenguaje poético: una certeza a la que sólo podemos acercarnos mediante la ficción del arte. En esta ocasión el motivo principal es la insuficiencia del lenguaje discursivo como medio de acceso a la realidad. En contrapunto irónico con el título, de inequívoca ascendencia surrealista, Carnero recurre a dos procedimientos neoclásicos: el empleo de un discurso razonado y la elaboración del poema según el molde de la fábula. Ambos recursos ya habían aparecido en sus libros anteriores; la diferencia consiste en el empleo irónico de los mismos, con lo que se consigue relativizar la eficacia de ambos. Pero lo que verdaderamente fascina al poeta es la lógica imaginativa de la construcción, es decir, aquella praxis estética que sigue el principio de hacer depender el saber del hacer, como queda de manifiesto en “Eupalinos”. El título de este poema remite al diálogo de Paul Valéry cuyo título completo es Eupalinos ou l’Architecte (1921), en el que su autor  rechaza definitivamente la metafísica platónica de lo bello y el supuesto carácter mimético del arte, pues el conocimiento que lleva consigo la producción estética no es ningún conocimiento platónico, sino la regla de la producción descubierta en el construir o en el hacer. Carnero trata de afirmar así la “capacidad poiética” personal a la luz de la estética productiva de poeta y ensayista francés.

            En 1979 aparece Ensayo de una teoría de la visión. Poesía 1966-1977, la primera recopilación de su obra completa. El título procede de An Essay Towards a New Theory of Vision, del filósofo idealista George Berkeley, y confirma la preferencia de Carnero por el siglo XVIII, como se encargará de probar más adelante en La cara oscura del Siglo de las Luces (1990). El libro incluye, a modo de epítome, los poemas “Discurso de la servidumbre voluntaria”, “Le Grand Jeu” y “Ostente”. Este último, uno de los poemas más logrados y representativos de Carnero, es la clave de bóveda que culmina la primera etapa de su trayectoria poética. En los versos desencantados de este poema convergen, en apretada síntesis, las dos líneas de pensamiento que sustentan el pathos trágico del autor de Dibujo de la muerte: el nihilismo reactivo y la estética productiva. “La solución de “Ostente” fue azarosa –dice Carnero en una entrevista con Juan José Lanz–; realmente era lo que estaba buscando desde el principio: la angustia del poema es, por una parte, la angustia de la muerte; pero, por otro lado, es la angustia de escribir sobre algo y reconstruirlo por medio de las palabras”.

            El pathos trágico de la composición está perfectamente justificado si tenemos en cuenta que, para Carnero, “la angustia del poema” es el resultado de una doble aflicción: “la angustia de la muerte”, ese escalofrío nuevo en que, según nos hizo saber Nietzsche, consiste el pathos del nihilismo moderno; y “la angustia de escribir”, ese frisson nouveau que, al decir de Victor Hugo, introdujo Baudelaire en el campo de la literatura. Así puede verse, por ejemplo, en los versos finales de “Ostente”:

Sin violencia ni gloria se acercan a morir

las líneas sucesivas que forman el poema.

Brillante arquitectura que es fácil levantar,

igual que las volutas, los pináculos,

las columnas y las logias

en las que se sepulta una clase acabada,

ostentando sus nobles materiales

tras un viaje en el vacío.

Producir un discurso

ya no es signo de vida, es la prueba mejor

de su terminación.

 En el vacío

no se engendra discurso,

pero sí en la conciencia del vacío.

            El poeta escribe para conjurar la angustia de la muerte, pero el poema no colma satisfactoriamente el agujero negro del existir. Porque, para Carnero, el discurso no es tanto un “signo de vida”, cuanto la “prueba mejor de su terminación”. De esta manera, el poema, se convierte en un epitafio, que se engendra en el espacio referencial de la conciencia: no tanto en el vacío, como en la conciencia del vacío. El poeta que ha comido del árbol del conocimiento ya no estará dispuesto al sacrificium intellectus; perdida la inocencia de los orígenes, sólo le queda el placer de la inteligencia.

II

            Después de un largo periodo de silencio, en el que la imaginación del poeta parecía haberse consumido en su propio esplendor, Guillermo Carnero publicó Divisibilidad indefinida (1990), con el que vuelve sobre una de sus preocupaciones dominantes, esto es, la relación entre la realidad y la expresión poética de esa realidad, aunque esta vez se concentre en el proceso de recuperación de la realidad como experiencia personal en la escritura. Más adelante, y de manera similar a como había procedido en los años setenta respecto a la insuficiencia del lenguaje literario, abordaría con insistencia la ilusión de la identidad personal en tres colecciones sucesivas: Verano inglés (1999), Espejo de gran niebla (2002), y Fuente de Médicis (2006).

            Hasta ahora, el poeta había renunciado a la expresión de la realidad inmediata y del intimismo directo, conforme a su decisión de llevar a cabo una obra que fuera, ante todo y sobre todo, una fenomenología de la experiencia poética como acto constitutivo. Ahora, y durante toda su segunda época, aceptará con naturalidad la realidad inmediata y el intimismo directo en tanto que elementos constitutivos del discurso, aunque nunca de manera preferente o exclusiva. Al aceptar el intimismo directo como elemento constituyente de su poética, Carnero abre un nuevo cauce de investigación y desarrollo: la identidad personal o, lo que es lo mismo, los sueños de esa ilusión conocida como identidad personal. En particular, se interesa por la transformación del yo empírico conforme a la decisión deliberada de llevar a término su obra poética.

            Divisibilidad indefinida, el libro que abre la segunda etapa en la trayectoria poética de Guillermo Carnero, se inscribe en la misma tradición simbolista y barroca de su primera época, como ha señalado Andrew P. Debicki en su Historia de la poesía española del siglo XX.  Se trata, en este caso, de una reflexión original sobre la realidad recobrada como experiencia personal en la escritura. El poeta no renuncia a los escenarios culturales tan frecuentados hasta ahora; algunos, como los elegidos en “Teatro Ducal de Parma” y “Museo Naval de Venecia”, concuerdan a las mil maravillas con los evocados en “Capricho en Aranjuez” o “Galería de retratos”. Pero, a partir de este momento, su atención se dirige también a los escenarios naturales; lo poemas primero y cuarto del volumen, “Lección del páramo” y “Segunda lección del páramo”, convierten la visión histórica de “Castilla” en visión directa del páramo castellano. Aunque lo más frecuente es que ambos escenarios, el cultural y el natural, se presenten mezclados, como sucede en “Los motivos del jardín”, ambientado en los jardines del Monasterio de El Escorial, o en “Fantasía de un amanecer de invierno”. Reparemos, aunque sólo sea a modo de ejemplo, en el comienzo de éste último:

El tiempo anida en el color

y la memoria intuye límites

en el discernimiento de la línea,

 

y los tonos del aire configuran

una definición de la distancia,

miden con su cadencia y su retorno

los de las estaciones del discurso.

            A pesar de su pertinaz nihilismo estético-literario, derivado del estudio y rechazo de las costumbres, las creencias y las ideologías de la época que le ha tocado vivir, el poeta desea ver las cosas como son, o como aparecen en el escenario de la memoria; tanto las cosas referidas al ámbito de la cultura, como las referidas al ámbito de la naturaleza. En ciertos casos, y bajo ciertas condiciones, también la representación literaria puede constituirse en una vía de acceso a la realidad, y a su conocimiento representativo. Con todo, el poeta sabe que el objeto de arte implica necesariamente un distanciamiento de lo que se pretende representar en la escritura.

            Los tres libros más recientes de Guillermo Carnero, Verano Inglés, Espejo de gran niebla y Fuente de Médicis, constituyen otra unidad independiente dentro de la obra de su autor. Los tres responden a una misma motivación: la ilusión de identidad personal a partir de la experiencia amorosa. Pero cada uno opera desde una perspectiva distinta: la de la memoria, la del pensamiento y la de la escritura. Carnero sigue fiel a los principios ideológicos y estéticos que habían regido su obra hasta ese momento, lo que no le impide adoptar un punto de vista diferente. Cuando dio a luz Divisibilidad indefinida, que incluye la plaquette Música para fuegos de artificio, después de catorce años de pertinaz silencio poético e insistente reflexión literaria, años en los que se dedicó fundamentalmente a la investigación y a la prosa ensayística, algo había cambiado en su modo de entender y practicar la poesía.

            Su interés se dirige ahora hacia la experiencia estética receptiva (la aisthesis clásica), que pone otra vez en juego la percepción renovada por medio del arte, frente a la tradicional primacía del conocimiento conceptual. Este cambio de perspectiva, inducido acaso por el cambio de orientación estética de los jóvenes, que dirigen sus preocupaciones hacia la experiencia estética comunicativa, le acercó a los poetas de los años cincuenta, que habían ejercido, entendido y practicado la poesía como forma de conocimiento. Ignacio Javier López ha señalado con acierto este cambio en su excelente introducción a Dibujo de la muerte. Obra poética (1998).

            Verano inglés consta de veintiséis poemas, escritos entre abril de 1997 y abril de 1998, al término de una relación amorosa. Se trata de un libro sobre la evocación del amor, que empieza en la exaltación de los cuerpos, pasa por la plenitud de la relación amorosa y concluye con el desengaño compartido. Todos y cada uno de los poemas surgen  de la necesidad imperiosa de reconstruir el yo empírico, en circunstancias que le afectan emocionalmente, y se sirven de un lenguaje dúctil y ornamental, forjado en las fraguas del barroco y del simbolismo. A diferencia de lo que sucedía en El Sueño de Escipion, los datos biográficos se entrelazan con los correlatos objetivos procedentes del ámbito de la cultura, en una síntesis ciertamente iluminadora. El poeta combina la expresión directa de la intimidad, como ya venía haciendo desde el comienzo de esta segunda ápoca, con el empleo de correlatos extraídos del ámbito de la pintura erótica. Aunque en algunos poemas predomina la expresión directa (“Leicester Square”, “Escuchando a Tom Waits”), en otros sobresale el empleo de correlatos objetivos (“Beauregard”, “Las Oréades, por Bouguereau”), y con frecuencia se combinan ambas perspectivas (“Lección de música”, “El poema no escrito”). Quien ha pasado por la estética de la negatividad no puede regresar ni a la imitación realista de la realidad, ni al intimismo directo, ni a la confianza ingenua en el lenguaje.

            Con Espejo de gran niebla, Carnero ensaya una caudalosa meditación a propósito de la materia desarrollada en el libro anterior, esto es, la plenitud, el fracaso y la renuncia de la experiencia amorosa, al tiempo que reflexiona a cerca de los nuevos escenarios en que esa materia se representa, o sea, la memoria, la conciencia y la escritura. Para ello se sirve del poema extenso, como ya hiciera en Variaciones y figuras sobre un tema de La Bruyère, con los procedimientos que le son propios: el lenguaje reflexivo y el collage. En la primera parte del libro, “Noche de la memoria”, el poeta se lamenta de la realidad perdida y la desolación de la memoria:

                           Qué poca realidad, 

cuántas formas distintas de no ver 

para llegar al fin al gran engaño: 

un puñado de líneas que se cruzan 

sin brillo y sin color en la memoria.

            El único consuelo que le queda es la conciencia, y a ella se dirige en la tercera parte, “Conciliación del daño”, en estos términos:

Sálvame de la noche cuando escribo, 

conciencia inerme y sola, 

que no se atreve a levantar el vuelo 

en su región alzada de luz negra.

            En la quinta y última parte, “Ficción de la palabra”, insiste sobre el recurso de la escritura. Entre la realidad y su imagen escrita, el poeta descubre un gran territorio inexplorado; de modo que sólo quien lo recorre significa. Pero el poeta no oculta su desconfianza ante la pretendida eficacia de la escritura poética:

¿Por qué si está el teatro

vacío, si la obra

ha terminado, y público no existe,

aún seguimos viniendo los actores

para lanzar palabras contra el muro?

            Fuente de Médicis escenifica al fin, con el mismo pretexto del amor perdido, el fracaso inevitable de vivir, a pesar de la ilusión del recuerdo, de la lucidez del pensamiento y del sueño de la escritura. Un fracaso que el poeta expresa sin contemplaciones, a sabiendas de que está “condenado a vivir en el recuerdo / y a esperar el alivio de la muerte”. El libro está formado por un poema extenso, escrito en heptasílabos y endecasílabos blancos, en forma dialogada, de filiación barroca. El mito que lo articula presenta un tratamiento muy personal, estudiado por Ángel L. Prieto de Paula en su Musa del 68 a propósito del poema “El embarco para Cyterea”. Ya el título se refiere a una fuente del jardín parisino de Luxemburgo, presidida por un grupo escultórico que representa la fábula de Acis, Polifemo y Galatea. Se trata de un diálogo entre el sujeto poemático, un ensimismado paseante solitario, y la ninfa Galatea, símbolo de la juventud y la belleza, sobre la relación entre la realidad existencial y la imaginación cultural. Si en “Ávila”, de Dibujo de la muerte, si en “Convento de Santo Tomé” y “Razón de amor”, de Divisibilidad indefinida, el poeta recurría al tópico del sujeto que observa y describe una estatua fúnebre, ahora recurre al tópico del sujeto que observa y dialoga con el personaje escultórico, confrontando así la precariedad de los afanes humanos con la duración de la obra de arte, más duradera que el hombre que la crea. Pero el resultado es un doble fracaso: creer en lo absoluto, en los ideales que no se cumplen, y vivir en lo contingente, esperando el alivio de la muerte.

            A medida que la obra de Guillermo Carnero avanzaba en su cumplimiento, el nihilismo estético-literario del poeta, dominante en su primera época, la que va desde Dibujo de la muerte hasta El azar objetivo, iba cediendo protagonismo al hedonismo de la inteligencia, característico de la segunda época, la que va desde Divisibilidad indefinida hasta Fuente de Médicis. La preocupación del poeta por la precariedad de la vida contemplada desde el punto de vista del arte, da lugar a la recuperación de la realidad como experiencia personal en la escritura, aunque en modo alguno resulten excluyentes. La actitud rupturista que había marcado la poesía de sus libros iniciales, ha ido debilitándose progresivamente al tiempo que pasaba a primer plano la exploración de la intimidad, sobre todo durante los últimos compases de su trayectoria poética. El problema ya no radica tanto en la insuficiencia del arte para dar cuenta de la vida, cuanto en la exploración de los sueños que permiten la ilusión de la identidad personal, aunque en muchas ocasiones ambas actitudes resulten complementarias. Pero esta es una empresa inconclusa en la que el poeta continúa trabajando.

            Después de cuarenta años de evolución y crecimiento, la obra poética de Guillermo Carnero muestra, en efecto, una trayectoria circular, con una unidad de sentido precisa y una lógica de desarrollo concreta, como hemos intentado mostrar en estas notas. Cada uno de los poemas y cada uno de los libros que jalonan su trayectoria, desde Dibujo de la muerte hasta Fuente de Médicis, adquiere así un significado suplementario en función del lugar que ocupa en el conjunto, conforme a la orientación estética observada por el poeta. Para Carnero, como para el Eupalinos evocado por Valéry, la idea de una obra de arte no debe responder a un modelo previamente dado, sino a una lógica de desarrollo precisa, que no se hace evidente más que en su propia producción. Tras el fracaso de vivir, que la ilusión del recuerdo y la lucidez del pensamiento no pueden evitar, al poeta sólo le queda el consuelo de la literatura y del arte. Pues, como indica el poeta al final de Fuente de Médicis:

Hablar sobre el vacío significa

más que el vacío de no hablar,

y yo quiero el castigo 

de quien cambia su vida

por un sueño de libros y museos”. 

            La obra poética así creada, uno de los posibles desenlaces de una tarea infinita, resulta una generosa invitación a la lucidez del pensamiento y al hedonismo de la inteligencia; es decir, una invitación para que el lector interesado ejerza su “capacidad poiética” y acredite de este modo su libertad frente a cualquier obra impuesta o predeterminada. Es posible que la inteligencia no haya cantado nunca, como dijo Antonio Machado con dolor de corazón; pero conoce el modo de hacerse oír cuando el canto no basta, como muestra Carnero, con conocimiento de causa.

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Neila

-Aritmética-

12 de julio de 2013 12:35:34 CEST

La fuente es el lugar de los regenerados.

En el baptisterio (delubra) son siete las gradas conformadas

en el Misterio del espíritu Santo, tres

de bajada, tres

de subida, y el séptimo grado,

que es el cuarto escalón,

equivale al Hijo del Hombre, extingue

el Horno de Fuego, sirve

de apoyo estable

y da fundamento al Agua.

 

Simbólicas son las repeticiones numéricas,

los gestos del sacerdote oficiando la Misa y, en general,

todos los números enteros.

La Iglesia Cristiana es la iglesia del símbolo, somete

sus espacios de arquitectura a la dictadura

de la medida. Luego,

vendrán las armonías musicales pero, ahora,

mandan, en los huecos internos,

las razones 13/10, 21/12, 35/24, 10/7, 40/34 que,

en ningún caso,

pueden considerarse como armónicas. Por ejemplo,

analizando frecuencias, el número esencial,

en los templos eucarísticos, es,

sin ningún género de dudas,

ese 7 no armónico, ese concepto

copioso

por su fundamental carga: la Gracia

del Espíritu Santo. Sí,

hablamos de las plantas de edificios religiosos españoles –Santullano, Valdediós-,

de la mística aritmética estudiada

por teólogos orientales y, sobre todo,

de ese recopilador prodigioso,

actualizador eficaz,

maestrescuela alemán, el discípulo de Acuino,

el abad Rábano Mauro.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Francisco Ferrer Lerín

La destrucción de Virginia

12 de julio de 2013 08:41:28 CEST

No tardarían mucho tiempo en averiguarlo. Al percibir que una desusada impresión de apaciguamiento y normalidad se había establecido entre ellos, comenzarían a echarla de menos. Como se echa en falta el runrún de una obsesión que, de repente, desaparece. Se darían cuenta, quizá demasiado pronto, de que la anfitriona no regresaba al lugar central de la esplendorosa fiesta, y comenzarían a decir su nombre con la voz cantarina que definía el estado de ánimo general, que, si bien no resultaba muy real, al menos sí era el que se suponía que todos debían desplegar a lo largo de aquel homenaje, aquella impecable fiesta de bienvenida.

- Te están esperando. Me han preguntado por ti varias veces.

Se darían cuenta y comenzarían a tomar posiciones. Avanzarían hacia los lugares más privados de la casa sin dejar de murmurar el nombre de la propietaria, que había decidido comportarse como no debía ahora que, por fin, Samuel había regresado. “Virginia. Virginia… ¿Dónde te escondes?” Se acercarían, acechantes, hasta el borde de las camas para arrodillarse sin pudor y espiar su pequeña oscuridad de madriguera infantil. Más tarde, una vez hallada, se encargarían de la eficaz reconstrucción del momento inmediatamente anterior a la decisión de huir, pero ahora, antes, resultaba esencial encontrar a la anfitriona díscola. Y para ello asomarían los ojos por la breve rendija de la puerta abierta del cuarto de baño con el afán de inspeccionar cada uno de los rincones en los que se hubiera podido sentar, levantarían las sábanas blancas, abrirían los armarios y meterían su nariz en el interior de cada una de las cajas de cartón llenas de recortes de periódicos.

- Espera un momento. Sólo un segundo. Sabes que puedo hacerlo y lo haré. Sólo necesito un pequeño instante.

Sonreirían como si aquella fiesta fuera el lugar más divertido del mundo. El lugar en el que se debía estar. Y buscarían con verdadero empeño, deseando encontrarla porque aquello, descubrir a Virginia Marr, significaría abrir inmensamente los ojos y acercarse a ella con toda la compasión de la que es capaz un ser humano común, con los brazos extendidos y los labios preparados para un generoso beso que se antepondría a cualquier palabra, abrazar largamente e incluso acunar. “¿Estás bien, cielo? ¿Te ha vuelto a suceder? ¿Otra vez?”

- ¿Me quedo contigo? ¿Quieres que me siente aquí hasta que se te pase?

Buscarían. Pero esta vez no iban a salirse con la suya. Porque Samuel había regresado a casa y si alguien sabía dónde se escondía Virginia, esa persona era él.

- ¿No te importa?

Samuel negó con la cabeza y se sentó en una de las dos sillas que rodeaban el escritorio de Virginia, cerca de la ventana grande que daba al jardín.

- Si me importara no te lo habría propuesto.

Pronto serían las diez y media de la noche, y ninguno de ellos había tomado nada sólido desde el inicio de la fiesta. La comida seguía esperando en la cocina, y allí continuaría hasta que Virginia decidiera bajar.

- No sé si me vas a creer, pero te aseguro que esto no me pasa con mucha frecuencia últimamente. Desde que tú te fuiste, creo recordar que sólo han sido tres veces. Déjame pensar… Sí. Tres veces. Creo.

- No te preocupes. No tienes que darme ninguna explicación. Si quieres hacer algo, lo haces. Y si no quieres, no lo haces.

Era tan excepcional, Samuel. Con su teoría de que si se quiere hacer algo, si de verdad hay algo que merece la pena y que realmente se desea hacer, no hay que pararse a pensar. Simplemente hay que hacerlo. Sin reparar en nada más, sin hacer caso a los mosquitos ni a los pensamientos cruzados acerca de un día de sol o de una maravillosa conversación a la sombra de un árbol frondoso ocupado el espacio por el olor de las higueras. Samuel decía que no hay que escuchar los sonidos circundantes ni el latido sobrio del corazón ni las expectativas de una casa más grande ni el canto lejano de una sonrisa querida como a nada se ha querido antes. Si se desea hacer algo hay que empezar a hacerlo y no pensar más. Porque el pensamiento sólo dilata el no hacer nada y deja pasar las horas en una estéril sucesión de instantes pensados que no significan gran cosa. Sólo pensamientos o recuerdos que la mayoría de las veces son torturas y además torturas lastimosas de un dolor ilocalizable, que no es físico y que no se puede acallar con medicamentos. Un dolor continuado. Un dolor soberano que persiste y persiste.

- No sé lo que quiero, Samuel. Ese es el gran problema. Que no lo sé.

Él dejó caer pesadamente las manos sobre sus rodillas, y suspiró:

- Toda esa gente a la que has invitado… No sé para qué han venido. No paran de hablar y de reír. Es insoportable.

- Casi todos piensan que silencio y estupidez van de la mano.

Estarían buscándola. En el interior del cesto de mimbre para la ropa sucia y tras los árboles del jardín. Riendo y diciendo su nombre mientras, en su dormitorio, Samuel comenzaba a silbar una melodía lenta.

- Vas a salir de ahí, ¿verdad? –preguntó.

Retirando las tablas de madera para cerciorarse de que no había nada detrás. Con las manos abiertas sobre las ventanas, dejando pequeñas nubes de vaho sobre los cristales, mientras repetían: “Vas a salir de ahí, ¿verdad? ¿Vas a salir de ahí?”

Virginia no contestó. En realidad, sí sabía qué quería. Claro que lo sabía. Lo que deseaba era poder regresar a su casa, a la que había sido su auténtica casa, y no volver a alejarse jamás de allí. A veces, algunas noches, cerraba los ojos y, mientras se iba quedando dormida, oía aquellos sonidos, los pasos por el parquet del salón, el teléfono, el grifo que comenzaba a soltar agua fría, luego templada, luego más caliente. Exactamente los mismos sonidos. La voz de su padre hablando al otro lado del tabique mientras ella intentaba permanecer dormida porque si se despertaba, sabía que si abría los ojos, descubriría que, en realidad, aquellas paredes blancas eran ahora de papel pintado, y las sábanas limpias se habían convertido en largos trozos de tela arrugada. No haber salido nunca de su casa, y andar descalza hacia la cocina para tomar un vaso de leche mientras la radio daba las noticias de las once. Aquello era lo que deseaba y, por lo tanto, los sonidos de la memoria se repetían mientras sus ojos giraban y giraban huyendo de una luz que cada vez era más amplia. Inmensa. Porque volvía a sucederle. A pesar de que Samuel estaba allí, con ella, sentado en una de las sillas de su propia habitación, cerca de la ventana que daba al jardín, ahora volvía a sucederle. Y, aunque no deseaba volar de nuevo, sabía que era inútil no desearlo. Los hilos ya estaban tendidos y dispuestos.

Así que se refugió aún más y Samuel, finalmente, se levantó de la silla para dirigirse a la puerta.

- Les diré a todos que no hay nada más que hacer aquí y que pueden irse a su casa.

Su respiración volvería a ser acompasada y limpia. Quizá un pequeño temblor en los dedos que rozaban sus labios, en busca de esa perfecta tersura de una piel tan fina, delatara de alguna forma su auténtico estado de ánimo. Pero no el hecho de que estuviera impecablemente vestida o que fuera capaz de escuchar larguísimas conversaciones con la mayor atención.

¿Y si no bajaba? ¿Y si se sentaba a los pies de Samuel y le pedía que siguiera silbando aquella melodía hasta el amanecer?

Pero Samuel ya había salido de la habitación. Su espléndida fiesta de bienvenida había terminado.

Escrito en Lecturas Turia por Pilar Adón

Tráiler

12 de julio de 2013 08:37:51 CEST

El bisturí avanza como un rompehielos. Las imágenes del vídeo golpean el estómago de Sela Huber. El cuerpo del hombre, lívido e hinchado, yace sobre la mesa de autopsias. La cámara, quieta, lo coge casi todo. Menos la cabeza y los pies. Sólo se oye el tintineo de los utensilios metálicos y la voz monótona del forense. La sombra de una intuición inquieta a Sela Huber. Pero ha de esperar que la cámara abra el plano, lentamente, y encuadre el rostro de Edmond Lenz. Túmido y con los ojos abiertos. Lo que persiste de su mirada, recluida bajo una membrana de escarcha, deja a Sela Huber más sola que nunca.

 

2

Las llamadas empezaron poco después de conocer a Edmond Lenz.

—Con Stefan Lauder no lo habrías hecho nunca.

—Pero Stefan Lauder está muerto…

—Sí, pero no ha cambiado nada.

—No sé a qué viene todo esto.

—Da igual. Las cosas son como son. Y yo estoy aquí para recordártelo.

El tono amenazador del desconocido atemorizó a Sela Huber, pero no se atrevió a hablarlo con Edmond Lenz. Temía perderle.

            Durante las semanas siguientes, la presencia tácita del desconocido se convirtió en un trazo de sombras y silencios. Notas por debajo de la puerta. Mensajes en el contestador. Conversaciones grabadas en cualquier lugar con las palabras de Edmond Lenz borradas («Para que te vayas acostumbrando.»). Y el miedo. Inmenso, inabarcable. Como si alguien, hurgando con un cuchillo, quisiese alcanzar el centro del desconsuelo. Poco después, Edmond Lenz desapareció. Sin dejar ningún rastro.

            La última llamada del desconocido, la noche antes de que Sela Huber encontrase el vídeo de la autopsia en el buzón, confirmó la certeza incandescente de la culpa.

            —No me has dejado ninguna otra salida. Stefan Lauder no habría tenido tanta paciencia.

            —¿Dónde está Edmond?

            —En ninguna parte. Espero que puedas entenderlo. Mañana.

 

3

 

La muerte de Stefan Lauder abrió una grieta entre Sela Huber y el resto del mundo. Durante las primeras semanas, se obligaba a pensar en él a cada instante. Temía que, si dejaba de hacerlo, aunque fuera un momento, Stefan Lauder se daría cuenta. De un modo u otro. Sin embargo, a medida que se alejaba de los últimos días de Stefan Lauder, doblegado por la enfermedad, con la piel aferrada a los huesos como una hiedra famélica y el hedor de la agonía llenando el aire de la habitación, el dolor inicial se fue transformando en algo parecido al alivio. La relación con Stefan Lauder se había convertido en una trampa. Había necesitado quedarse sola para darse cuenta de la distancia que les separaba, de cómo la vida a su lado, implacablemente posesivo, había sido una lenta disidencia de la realidad. Hasta vivir aislados. Todo muy despacio, de manera casi imperceptible. Como el avance de la gangrena. Pero, a pesar de sentirse liberada, Sela Huber no sabía cómo salir adelante sin él, cómo redescubrir el sentido de sus propios actos sin los límites ni las imposiciones de Stefan Lauder. De hecho, el peso de un temor incontrolable, casi hipnótico, le impedía llevar una vida normal. Durante meses, Sela Huber vivió al margen de todo, incapaz de reaccionar. Inmovilizada por el lastre de una memoria hostil, tuvo que esperar la aparición fortuita de Edmond Lenz para aventurarse a recorrer el camino que la separaba del exterior.

 

4

 

            Los ojos de Stefan Lauder le miran desde el fondo de un cerco de plomo, apagados. Un líquido marrón se desliza por el tubo que le sale de la nariz.

            —Quiero estar seguro de que, cuando yo falte, no cambiará nada.

            El desconocido no sabe dónde mirar. Escucha. Stefan Lauder saca un sobre del cajón de la mesilla de noche y se lo da.

            —Es lo que acordamos por teléfono. El resto, poco a poco. A medida que te lo ganes. Ya lo sabe quien tiene que saberlo.

            Agotado por el esfuerzo, Stefan Lauder apoya la cabeza en la almohada y cierra los ojos. El desconocido palpa el sobre antes de guardarlo. No encuentra el momento de marcharse. Con la punta del zapato intenta liberar la pelusa atrapada por la pata de la cama. Stefan Lauder respira hondo. La luz sesgada del atardecer acentúa sus rasgos angulosos, casi cortantes. El desconocido se levanta y, antes de llegar a la puerta, oye por última vez la voz de Stefan Lauder.

            —No quiero que Sela Huber pueda aprovecharse de mi ausencia.

Escrito en Lecturas Turia por Eduard Márquez

Elegía

12 de julio de 2013 08:33:31 CEST

¡Pobre hijo de puta!

(Dorothy Parker, frente a la tumba de FSF )

 

Ha muerto Scott tomando una pinta.

 

(Ya casi había dejado de beber.

Decía que no tomaba ni cerveza

y que sólo creía en el trabajo,

en los castigos por no realizarlo).

 

Gabardina, manos anchas,

los guiones al costado,

un temblor de nieve en las muñecas.

El viento gélido de Princeton

rumiando en Sunset Boulevard,

buscándole un espacio menos frío.

Ha muerto Scott. Había cogido peso.

 

La barra en la que nunca le esperabas,

la historia de un magnate asesinado.

Avenida Norte, 1443 Hayworth,

Hollywood, California, 1940,

cuando Sheila lució la tez de Zelda.

 

No pudo morir el día de San Patricio,

no acabó la novela

del viejo productor blanco y en pie,

apuestas y algún fraude,

todo imaginado en el invierno de Princeton.

 

Espero que la pinta fuera buena.

Es imposible, pero ha muerto Scott.

Escrito en Lecturas Turia por Joaquín Pérez Azaústre

Pintar un corazón

12 de julio de 2013 08:26:42 CEST

Los vecinos de Scheinfurt no olvidarían fácilmente la mañana en que hallaron en el empedrado de la plaza principal de su pueblo el dibujo de un gran corazón, en cuyos extremos, entre el principio y el final de la flecha que lo atravesaba, podían leerse dos nombres: Martin y Henriette. No se trataba de un corazón cualquiera: uno de los tantos que Martin había pintado a lo largo de la semana anterior por fachadas y paredes, sino de un corazón de dimensiones tan colosales que prácticamente ocupaba toda la plaza. Su tamaño era tal que, se quisiera o no, a todo aquel que entraba en la plaza no le quedaba más remedio que meterse dentro de aquel corazón. Antes de borrarlo (algo que algunos sugirieron nada más verlo y que, finalmente, no resultaría una tarea fácil porque la pintura usada por el enamorado ya estaba seca), se decidió dejar el corazón tal y como estaba y convocar a las autoridades de Meersburg, de donde Sleevogt era oriundo; de este modo también ellos podrían verlo y determinar qué era lo más aconsejable en vistas a reprender a su autor, si es que no podían tomarse medidas penales.

            Encerrada en su propia casa, en donde el viejo Blei la había recluido, la joven Henriette se moría de ganas por salir a la calle y ver aquel corazón tan grande, en cuya parte superior podía leerse su nombre. Todos los vecinos de Scheinfurt sabrían en adelante qué era capaz de suscitar una chica como ella; nadie en toda la comarca, en fin, ignoraría ya su nombre, a cuya vera podía caminarse unos seis o siete pasos (tal era el tamaño de las letras con que Martín lo había escrito).

            La verdad es que la población de Scheinfurt estaba molesta con este asunto del corazón. Les inquietaba no sólo lo inédito del hecho (ni los más viejos podían recordar algo similar), sino las imprevistas consecuencias que podía tener, juicio éste en el que no erraban del todo. Durante varios días habían tenido que soportar cómo un joven trastornado, que ni tan siquiera pertenecía al lugar, escribía el nombre de Henriette en paredes y fachadas, tanto de las casas privadas como de los edificios públicos; ahora, al parecer, debían tolerar que el empedrado de la plaza se hubiese arruinado por culpa de aquella nueva e intolerable extravagancia.

             Junto a este grupo de opositores, sin embargo, surgió pronto otro no menos numeroso de defensores de Martin Sleevogt. Sin estar todavía plenamente convencidos de la bondad de aquel acto, a este grupo le divertía el revuelo que aquel gran corazón había logrado suscitar y, en consecuencia, hablaba claramente a favor del “enamorado Martin”, que fue como empezaron a referirse a él en sus conversaciones.

             Sin que ambos bandos se hubieran puesto de acuerdo, como si una mano misteriosa y superior les guiase anónimamente desde arriba, los pertenecientes a esta última facción se reunieron aquella misma mañana dentro del corazón pintado; era como si aquel corazón fuera su refugio, su signo de identidad. Los otros, los hostiles a la última gesta de Martin, se situaron fuera, apoyados contra las fachadas, desde donde murmuraban y buscaban nuevos partidarios. En realidad, la noche en que Martin pintó aquel corazón, mucho antes de que realizara otras de sus múltiples extravagancias, ya pudo verse claramente que aquel muchacho sería en toda la comarca de Deggen, e incluso en toda Prschavia, bandera y causa de división.

            La división a que aludo afectó particularmente a la institución del matrimonio o, de modo más genérico, a las relaciones sentimentales. En efecto, el corazón pintado de Martin no se canceló del corazón de los vecinos de Scheinfurt, y hasta de los de Meersburg, hasta mucho después de que las autoridades se decidieran finalmente a borrarlo del empedrado. Más aún: quizá fuera entonces, cuando ya sólo restaba como un recuerdo, cuando la influencia de aquel dibujo fue mayor. Me estoy refiriendo al hondo impacto que causó el modo en que Martin amó a Henriette entre los jóvenes enamorados de aquellas dos poblaciones. En efecto, no fueron pocas las muchachas que exigieron de sus novios, e incluso las casadas de sus esposos, acciones similares a las del joven Sleevogt o, al menos, no tan convencionales como aquéllas a las que, por lo general, conduce la efusión amorosa. Sí, lo confesaran o no, todas las chicas y mujeres querían ser amadas como Martin Sleevogt amaba a la pequeña de los Blei: arriesgando la fama y el honor, jugándose la cárcel, haciendo descaradamente pública la intensidad de su pasión.

            Para estar a la altura de aquellas nuevas circunstancias, algunos de los muchachos de Scheinfurt -así como algunos de los maridos, a los que ya quedaba algo lejos su juventud- procuraron imitar las más famosas locuras de amor de Martin, tales como escribir el nombre de la amada en todas partes o pintar corazones del mayor tamaño posible. Semanas e incluso meses después de estos acontecimientos todavía podían leerse en las paredes de Scheinfurt nombres como los de Irma, Else, Helene o Gabriele, por sólo citar aquellos que la municipalidad tardó más tiempo en cancelar. No obstante, por enamorado que estuviera de su pareja o por original que hubiera sido la extravagancia que realizara, ninguno de aquellos varones pudo igualar las locuras de amor de Sleevogt. Y ello ni en la intensidad y perseverancia con que el joven Martin las ponía en práctica y ni mucho menos en los fulgurantes efectos que obtenía. En este sentido, no cabe decir que el influjo de Sleevogt fuera bueno. Y es que ante el contraste que existía entre el método nuevo y salvaje con que Martin y Henriette se amaron y el tibio y convencional con que lo hacía el resto de los enamorados, fueron muchos los cónyuges y prometidos que terminaron por separarse y romper su relación. Se dijo que el enamorado Martin no pretendía esto; se dijo que aquello era, según él mismo había declarado, una consecuencia natural de la radicalidad de su amor.

            Al ser conducido a la sala capitular del ayuntamiento, donde se le iba a pedir cuentas de su corazón pintado, Martin Sleevogt, que en ningún momento ofreció resistencia a la autoridad, manifestó que le habría gustado pintar aquel corazón de un tamaño todavía mayor. Afirmó también -y varios de sus más acérrimos detractores estaban presentes en ese instante-, que la razón por la que lo había pintado de esas dimensiones y no de otras, era porque ésas, y no otras, eran las que le permitía la plaza de ese pueblo. En el fondo de su corazón, en fin, Martin sabía que Henriette reconocía y valoraba la grandilocuencia y temeridad de su gesto. Como era de esperar, sus declaraciones encendieron al populacho, que no pudo interpretar todo aquello sino como una instigación.

            Al ser encerrado en la sala capitular, a la espera de que llegara el alcalde y determinara qué hacer con aquel provocador, se oyó como Martin gritaba desde dentro, casi con angustia:

- ¡Amo a Henriette Blei!

            Y luego, algo más bajo, pero con voz todavía desgarradora:

- ¡La amo con todas mis fuerzas, con toda mi mente, con todo mi corazón!

            Después no se oyó más. Parecía que el joven enamorado había calmado sus ímpetus.

            No fue así. En la plaza, bajo la ventana de la sala capitular en que Martin había sido encerrado, se formaron pronto numerosos grupúsculos para ver y oír al enamorado, quien se había asomado a esa ventana para proclamar desde allí y a voz en grito:

- ¡Amo a Henriette Blei! ¡Amo a Henriette Blei!

            El extravagante Sleevogt gritó aquello muchas veces, en intervalos de tiempo cada vez mayores, seguramente a causa del inevitable desgaste de la voz. Entre grito y grito y durante algunos instantes, Martin se retiraba al interior de su celda, dejando a los curiosos esperando con la cabeza en alto. Siempre parecía que aquella nueva extravagancia había terminado, pero no. El gentío no quedaba defraudado. Martin salía a cada rato a su ventana, para una vez más pregonar desde ahí, con el chorro de su voz juvenil:

- ¡Amo a Henriette Blei! ¡Amo a Henriette Blei!

            Profería aquellas palabras como quien pide socorro a causa de un incendio, como el niño desolado que reclama desde su cuna la presencia de su madre, como el moribundo que solicita un último deseo en el lecho de su dolor. Desde abajo, nadie le respondía; todos se limitaban a mirar en silencio a Sleevogt, en las alturas.

            También Melchior Tucher, el reputadísimo alcalde de Scheinfurt oyó varios de aquellos “¡Amo a Henriette Blei!” desde la plaza del pueblo; y seguramente tuvo que oír algunos más una vez dentro de la sala capitular, durante la larga entrevista privada que mantuvo con el enamorado Martin y de cuyo desarrollo y tenor no se logró tener noticia. Contra lo esperado, el alcalde Tucher determinó dejar al muchacho en libertad a condición de que él o su familia se responsabilizaran de los gastos de la limpieza para la supresión de aquel corazón, que tanto había agitado a sus convecinos.

            El día en que se borró aquel corazón en la plaza de Scheinfurt fue muy triste para muchos, sobre todo para los pertenecientes a una numerosa comisión que había llegado a sugerir al consejo municipal que -ya que no los nombres de Martin y Henriette- al menos el corazón quedase en la plaza como recuerdo de aquel suceso. Todos ellos, afectos e incondicionales a Sleevogt, se entristecieron mucho al comprobar cómo una cuadrilla de empleados municipales, equipada con escobas y mangueras, fue borrando sistemáticamente el nombre de Martin y el de Henriette, primero el de él y luego el de ella; después el corazón y, por fin, la gran flecha que lo atravesaba y partía en dos. Según lo relataron ellos mismos, “Martin” pasó enseguida a ser “artin”, y luego “tin” y, al final, “n”, sólo eso. Por su parte, “Henriette” fue pronto “riette”, y luego “ette”, y enseguida “e”, hasta que también esa “e” terminó por desaparecer. El corazón -dijeron- empezó a borrarse por la parte inferior, siguiendo el dibujo hasta el extremo superior, para más tarde bajar de nuevo. Lo último que se borró -según refirieron- fue la flecha: suprimidas las puntas, pronto quedó convertida en una simple raya; y esa raya, pronto también, en el triste recuerdo de una raya. Pocos imaginaban entonces, sin embargo, que la historia de Martin Sleevogt, el extravagante, no había hecho más que comenzar.

 

 

(“Pintar un corazón” es el segundo capítulo de una novela inédita de Pablo d´ORS, titulada Extravagancias de Martin Sleevogt).

Escrito en Lecturas Turia por Pablo d'Ors

Pilar Narvión, andanzas de una periodista perezosa

11 de julio de 2013 08:27:33 CEST

     En la carrera de cualquier periodista -formación y talento a un lado- hay un componente situacional que marca su destino: la noticia debe encontrarle en el lugar adecuado y a la hora justa. Pilar Narvión (Alcañiz, 1922) maneja el idioma con destreza y su capacidad de análisis es legendaria entre los compañeros de profesión. Esas dos cualidades le hubieran bastado para ser buena periodista, pero, además, ha tenido el privilegio de presenciar los acontecimientos que marcaron la Historia de España y Europa en la segunda mitad del siglo XX.

      Fue la primera mujer que se incorporó a la redacción del diario Pueblo, allá por 1950, y aunque empezó como cronista de sociedad –la única salida que brindaba este oficio a las mujeres en los años de posguerra- muy pronto trascendió aquellos artículos donde hablaba del sombrero de las marquesas y los señoritos que practicaban el tiro al pichón.

         De la mano de Emilio Romero, el periodista más influyente del franquismo, personaje controvertido, discutidor y discutible, pero al que nadie le puede negar su talento para dirigir periódicos y una prosa tan rotunda como incisiva, Pilar tuvo su bautismo internacional. En 1956 la envió de corresponsal a Italia, donde fue testigo de la Firma del Tratado de Roma -germen de la actual Unión Europea- y del final del pontificado de Pío XII, con el que murió también un modelo de Iglesia anclado en el Renacimiento.

         Dos años más tarde la trasladó a la corresponsalía de París. Faltaba poco para que el general De Gaulle instaurara la V República; Narvión –otra vez el destino- vivió los avatares de todo el periodo gaullista: la descolonización, la guerra de Argelia que se proyectó en la propia capital francesa con coletazos terroristas, la revuelta estudiantil de Mayo de 1968 y las conversaciones de paz de Vietnam, que tuvieron como sede París mientras los universitarios levantaban los adoquines del Barrio Latino. 

        Durante esa etapa, la periodista alcañizana forjó su fama de analista perspicaz: no sólo narraba lo sucedido sino que anticipaba lo que iba a venir, y lo hacía con un estilo brillante, cuajado de anécdotas, pero también de referencias literarias, porque la lectura ha sido, además de una de las pasiones de su vida, la base de su buen castellano.

       En Francia empezó a estudiar la problemática del mundo de la mujer. Sus artículos en la Tercera” de Pueblo fueron muy comentados en aquella España que, por el anacronismo que suponía la dictadura, era el furgón de cola de la moderna Europa. Cuando las Naciones Unidas declararon 1975 Año Internacional de la Mujer,  Pilar Narvión ya había regresado a Madrid. Durante aquellos doce meses, que iban a ser cruciales para la reciente Historia de España, dio más de cien conferencias sobre la situación femenina; recorrió nuestra geografía de Tarifa a Finisterre y mantuvo enconados debates con las feministas de pancarta.

       Ya estaba en España, digo bien, porque Emilio Romero –el destino se cruzó otra vez en su carrera- la nombró subdirectora de Pueblo dos meses antes de que ETA asesinara a Carrero Blanco. A la periodista turolense le tocó vivir en primera línea, como cronista parlamentaria, la Transición española desde el hara-kiri de las Cortes franquistas hasta el triunfo del PSOE en octubre de 1982, incluido el esperpento del 23-F.

        Se jubiló en 1983 y, salvo colaboraciones esporádicas en los años inmediatamente posteriores, no ha vuelto a publicar. Su familia y yo mismo, que además de amigo me precio de ser ahijado periodístico suyo, intentamos convencerla muchas veces para que escribiera las memorias de esa vida apasionante, pero se enrocaba en una pereza genética “que me viene de la rama materna de los Roda” para ir dando largas. Así las cosas, decidí agotar el último cartucho: le propuse hacer un libro-entrevista. Como para conversar nunca se ha mostrado vaga, porque “tengo fama, y además merecida, de ser muy charlatana”, el resultado ha sido un volumen de 312 páginas, titulado Pilar Narvión. Andanzas de una periodista perezosa, que Ediciones Tirwal, de Teruel, va a publicar coincidiendo con su 86 cumpleaños.

       Dos tercios del libro recogen las conversaciones que  mantuvimos en su casa de Madrid a lo largo de la primavera de 2007. Además de recuerdos personales y periodísticos, que entrevera con anécdotas y análisis agudos –como en los mejores tiempos-  centra sus reflexiones en la revolución que ha sufrido el periodismo con las nuevas tecnologías y la evolución de la mujer española en el terreno socio-laboral a lo largo del siglo XX.

            El resto de la obra es una selección de sus artículos, columnas, crónicas y alguna entrevista –el género nunca le gustó y lo ha practicado poco, pero la que le hizo a Pío Baroja cuando era debutante resulta de antología- publicados a lo largo de cuatro décadas. También se incluye González: retrato de un hombre, el cuento con el que ganó en 1970 el concurso de relatos de La Felguera, y semblanzas que familiares, amigos, periodistas y políticos de la Transición han escrito ex-profeso para este libro. De Santiago Carrillo a Manuel Fraga, de Iñaki Gabilondo a Julia Navarro, de su sobrino Javier Capitán a su hermana Marisol, 22 colaboradores van trenzando aspectos humanos y profesionales de esta mujer que abrió muchas puertas en mundo del periodismo.

          De lo que cuenta y cuentan sobre ella queda constancia gráfica. Se publican más de cincuenta fotografías en las que aparece junto a los Reyes, Adolfo Suárez, Felipe González, Fraga, Carrillo y el quién es quién de aquellos años en la vida española e internacional. Pero también la vemos en la intimidad familiar: junto a su madre, hermanos y sobrinos.

      El prólogo es un autorretrato –al menos conseguimos que escribiera esas cuatro páginas-  que titula Corredora de fondo. En él hace profesión de fe sobre el oficio que ha sido la razón de su vida: “Considero que el periodista es el último humanista de nuestro tiempo. Todavía nosotros estamos interesados por todo, en una época en la que sólo triunfan los grandes especialistas de las particularidades muy limitadas. Pienso también que el periodismo es la última aportación seria a los géneros literarios. Si las literaturas alborean con la lírica y la épica, viven después sus siglos de oro del teatro, descubren luego sus grandes capítulos de la novela o del ensayo, es indudable que la última gran novedad literaria, como género, ha sido esta del periodismo.”

        El primer capítulo del libro repasa sus años de infancia en Alcañiz. Hija de Santiago Narvión, natural de la Almunia de doña Godina, que era inspector de la compañía Singer de máquinas de coser, y de Pilar Royo, perteneciente a una familia cien por ciento alcañizana, Pilar Narvión nació el 30 de marzo de 1922, “en una casa de la calle Pruneda que estaba frente al Mercado”. Poco después, sus padres se trasladaron a Logroño y a los siete años volvió al Bajo Aragón para llevar las arras en la boda de su niñera, con tan bendita suerte que su madre se quedó embarazada de su hermana menor y, como pensaba dar a luz en la casa familiar, decidieron que Pilar se quedara en Alcañiz hasta entonces. Fue casi un año que recuerda como el más maravilloso de su vida porque en aquel caserón de la Calle Palomar, número 12, en el que vivían sus bisabuelos, sus abuelos y sus tíos los Romance, fue absolutamente libre. Hizo lo que le vino en gana y, lo más importante, descubrió su vocación: “Mi tío Mariano Romance, que fue el creador de la mitad de los periódicos que se publicaron en el Bajo Aragón a lo largo del siglo XX, editaba por entonces uno que se llamaba Amanecer y tenía la redacción en la plaza de Cabañeros. Era digno sucesor de Nipho, aquel polígrafo alcañizano del siglo XVIII que con  sus papeles periódicos, como se decía entonces, fue el introductor en España del periodismo diario. Recuerdo que con siete años iba a ayudar a mi tío. Yo era su único redactor… (Pilar acentúa el sarcasmo con una carcajada) Bueno, si es que podía llamárseme redactora, porque mi trabajo consistía en dictar el nombre de todos y cada uno de los suscriptores y él escribía las fajas para mandarles el periódico. (…) Pero no sólo hacía trabajos de redacción, también debuté como reportera. Mi tío me mandaba a la fonda de los Morera para que le informara sobre las personas que llegaban y se marchaban de Alcañiz. En la parte baja de la fonda paraba el autobús que comunicaba el centro urbano con la estación de ferrocarril, que está bastante lejos del pueblo. Yo no perdía nota,  volvía rápida a la redacción y le decía: “Ha venido de Zaragoza don Emilio Díaz, el alcalde…”  Amanecer tenía una sección que se titulaba Viajes y, a la semana siguiente, cuando leía que don Emilio había llegado de Zaragoza, que lo que yo le había contado a mi tío se convertía en una noticia escrita, me resultaba asombroso. Así descubrí la fascinación por los periódicos.”

           Cuando su madre dio a luz, Pilar regresó a Logroño con el resto de la familia. En la capital riojana la sorprendió la proclamación de la República. “La primera conciencia política que tengo es de aquel día. Y lo viví casi como en Historia de una escalera: la gente subía y bajaba por la de mi casa, contándoselo uno a otros. (…) En uno de los pisos de abajo vivía un señor, distribuidor de películas, que vistió a su hija de República. Y la niña subía y bajaba por las escaleras con la túnica y una banda tricolor, como si fuera a un baile de disfraces… Para mí fue, claro, un acontecimiento tremendo. Mi padre, como era muy republicano, debía de estar muy contento y mi madre, precisamente por lo contrario, porque era muy monárquica, debió de celebrarlo menos.”

       A don Santiago Narvión lo destinaron a Zaragoza y Pilar cursó el bachillerato en el Instituto Miguel Servet. De aquel tiempo destaca el magisterio de su profesora de Literatura, Pilar Díez y Jiménez Castellanos, que les interpretaba a los clásicos del Siglo de Oro, y la admiración que despertaba entre las alumnas otra niña que también se convirtió en destacada periodista. “Había dos estudiantes que iban y venían al instituto con señorita de compañía. Una era hija de marqueses y otra de un notario que vivía en lo más selecto de Zaragoza: el Paseo de la Independencia. La hija del notario llevaba trajes escoceses y grandes lazos de terciopelo negro. Era una leyenda entre las demás alumnas, porque sabía mucho Latín, Historia y Física. Además, estudiaba música y la señorita de compañía le llevaba las carpetas. Se llamaba María Dolores Palá, sin embargo, al casarse con el intelectual Emiliano Aguado, empezó a firmar como Lola Aguado. Hizo casi toda su carrera en Gaceta Ilustrada y para mí, que había empezado a leer sus crónicas desde París y me parecían fabulosas, fue toda una sorpresa conocerla cuando regresé a España y enterarme de que era aquella María Dolores Palá que despertaba tanta admiración en el Miguel Servet.”

       Todavía era una adolescente cuando Pilar Narvión decidió mandar, en secreto, un artículo al semanario Domingo, que se editaba en Madrid. No sólo se lo publicaron, sino que recibió 150 pesetas y fue el inicio de una serie de colaboraciones que la llevaron, con 17 años, a estudiar Periodismo en la capital. El director de la Escuela Oficial de Periodismo, Juan Aparicio, lo era a su vez del diario Pueblo y, cuando leyó los trabajos de aquella muchacha que comparaba a Goya con los reporteros gráficos, porque en su obra contaba sucesos del tiempo que le tocó vivir, le abrió las puertas del periódico. Era la primera mujer y había que tomar precauciones. Don Juan reunió a la plantilla y le hizo esta advertencia: “Mañana se incorpora una chica a la redacción, así que se han acabado los chistes verdes y las bromas.” Como las malas costumbres no se cortan por lo sano, a  más de uno sin querer se le escapaba algún taco y, cuando sucedía, compensaba a la víctima con una caja de bombones.

       Por aquellos días llegó también al periódico Emilio Romero. Pilar lo conoció durante la famosa conferencia de Dalí en la que soltó uno de sus chascarrillos más celebrados: Picasso es un genio; yo también. Picasso es un gran español; yo también. Picasso es comunista; yo tampoco. Romero iba a ser su gran mentor y, a pesar del carácter seco que tenía, entre ellos hubo siempre una buena  amistad.  “Fue un gran director de periódicos. Un caso similar a lo que pasa ahora con Pedro J. Ramírez: alguien capaz de crear un periódico y, alrededor suyo, un estilo de hacer información, con la que se puede estar o no de acuerdo, pero que lleva el sello de la casa. Y, sobre todo, involucrar en ese proyecto a muchos profesionales. La prueba de que Emilio Romero lo consiguió es que todavía hay en activo un montón de periodistas, muchos con renombre, que salieron de Pueblo. Sin olvidar a una escuadrilla de formidables escritores, entre ellos los grandes best-sellers del país: Julia Navarro y Arturo Pérez  Reverte. (…) También fue el director de periódicos más feminista de España. Incorporó más mujeres a la redacción y, cuando demostraban que podían hacer lo mismo que los hombres, les daba responsabilidades. (…) Fuimos buenos amigos, pero con las mismas te digo que no era un hombre que derrochara simpatía. Tampoco es que fuese antipático… Carecía de esa personalidad expansiva, de esa cordialidad extrema que tienen otros. Tuvo leyenda de mujeriego… Bueno eso decían. Yo supongo que muchos vivieron historias de faldas tan importantes como las suyas pero las llevaron con más discreción.”

      En 1956 Emilio Romero, que había sucedido a Juan Aparicio en la dirección de Pueblo, mandó un frente de corresponsales a las principales capitales de Europa. Como en España no había debate político y el que pudiera darse no aparecía en la Prensa, la información internacional copaba las páginas más destacadas de los medios.

         A Pilar  la envió a Italia. Pese a ser su primer contacto con el mundo exterior, no la marcó tanto como lo haría Francia dos años después. Roma le pareció una ciudad muy vaticana donde las huellas del fascismo no habían desparecido del todo. Para una mujer que venía de otro régimen totalitario y del nacional-catolicismo no suponía un cambio radical. Descubrió, no obstante, lo que era un parlamento de verdad, el mundo de la mafia y un ambiente como el que describe Fellini en La dolce vita que, eso sí, la dejó patidifusa. En el año y pico que estuvo como corresponsal, Pilar Narvión entabló contacto con los pintores y arquitectos becados en la Academia de España. Eran amigos de Alberti y se lo presentaron, pero la periodista y el vate no lograron congeniar: “Era extremadamente vanidoso. Se consideraba el primer poeta de España y te miraba por encima del hombro… Claro, yo era una chica joven e insignificante y, además, una periodista de Franco… No me cayó nada simpático. Esa es la verdad.”

        Los políticos españoles acudían a recibir la bendición de Pío XII que se encontraba en la recta final de su pontificado. Pilar los acompañó por los interminables pasillos del Palacio Apostólico y las estancias que habían decorado Rafael y Miguel Ángel. Pero con impresionarle mucho los tesoros de la Iglesia, aún le dejó más huella la mirada de Pío XII, que hizo desmayarse delante de ella a una militar australiana durante la audiencia general. “Lo recuerdo revestido con damascos, oros y platas; flaco, flaco como una estaca, y con aquellos ojos oscuros y penetrantes. Los tenía como Picasso, te lo digo porque yo también lo conocí, y al natural aún impactaban más que en las fotografías.”

        El 25 de marzo de 1957 amaneció lluvioso en Roma, pero el Tratado que se firmó aquel día en el Palacio Capitolino habría de despejar los nubarrones que se cernían sobre el futuro de Europa. Narvión presenció y contó a los lectores de Pueblo aquel episodio histórico. “Casi todos decían que el padre de la criatura era Adenauer, que a mí siempre me pareció que tenía perfil de indio sioux, una cara como del Cuaternario sin evolucionar; sin embargo, Paul Henri Spaak, que firmó por parte de Bélgica, era un vanidoso y quería atribuirse él todo el mérito; Christian Pineau, representante de Francia, parecía receloso. Supongo que un país tan nacionalista como el suyo no terminaba de confiar en aquel invento; de Joseph Luns, el holandés, me llamó la atención lo alto que era, enorme, debía de medir casi dos metros; el italiano Antonio Segni daba la sensación de ser muy ceremonioso, se le notaba en su salsa… y del representante de Luxemburgo, Joseph Bech, me quedé con la copla de que le habían perdido las maletas, o sea que estas cosas ya pasaban entonces, pero ni siquiera recuerdo la cara que tenía.”

         Aunque estaba radicada en Roma recorrió el país entero y se empapó de su cultura que, con la de Grecia, puso los cimientos de la civilización occidental. En Pilar Narvión. Andanzas de una periodista perezosa destaca su viaje por Sicilia y la estancia con unas amigas en la abadía de Monte Oliveto Maggiore, de monjes benedictinos, que las invitaron a presenciar el famoso Palio de Siena. “Volvimos por la noche, muy tarde, a la abadía y ocurrió algo que parece una escena medieval, casi  como en los Cuentos de Boccaccio: los monjes, que ya debían de estar algo bebidos, empezaron a explicar qué haría cada uno de ellos si llegaba a Papa. Era graciosísimo. ¡Menos mal que nosotras éramos muy decentes, si no yo no sé en que hubiera ido a parar aquello. Porque los frailes iban a por todas!”

        En enero de 1958 Emilio Romero trasladó a Pilar Narvión a la corresponsalía de París. Aún regía la IV República, aunque vino pronto el general De Gaulle que fundó la V y cambió por completo las estructuras del Estado. “De Gaulle, más que conferencias de prensa, daba conferencias a la Prensa. Le gustaba crear expectación. Cuando ya era presidente, solía citarnos a las tres de la tarde en el salón de baile del Elíseo y nos sentaba en unas sillas la mar de incómodas. Te pusieras como te pusieras, salías con los glúteos hechos papilla. Él jugaba con ventaja, porque su asiento parecía más confortable. Bueno, más que asiento, aquello era un trono. Entraba en la sala como si fuera el Rey Sol, cuando sonaban las campanadas en el reloj, se apartaba el tapiz… y sólo faltaba el chambelán que diera tres golpes en el suelo con esa especie de báculo que llevaban en tiempos de Luis XIV. Se sentaba en aquel sillón enorme, la mesa era otro tanto, y reunía, como si fueran sus cortesanos, a todos los ministros. Malraux también, por supuesto. A los gráficos les dejaba hacer unas fotos y luego, con gesto autoritario, los mandaba al fondo de la sala. Entonces, saludaba con aire mayestático y empezaban las preguntas. Podíamos hacer todas las que nos diera la gana, que ya se encargaba él de responder a su manera. Decía: “Como veo que hay tres o cuatro temas que les interesan, voy a contestarlos.” Y lo hacía en bloque. Nunca respondía a una pregunta concreta ni a un periodista directamente. Además, se guardaba los momentos de impacto para cuando a él le interesaba.”

          El contraste entre España e Italia no había resultado tan brusco para la joven periodista como ahora en Francia. “Aquello ya fue el contacto con la Europa real. Puse los pies en el suelo y empecé no a sorprenderme, sino a observar de una forma más fría.” Esa distancia respecto a los hechos que presenciaba la aplicó a la guerra de Argelia, las conversaciones de Paz del Vietnam y el Mayo del 68. “Para mí, el Mayo francés fue el estallido de la palabra. Dieron voz a los estudiantes, que nunca habían tenido oportunidad de decir lo que pensaban, y la aprovecharon. Pero se les fue de las manos. Desde ese punto de vista era una maravilla: ibas al Odeón, a la Sorbona, a la Mutualité, y todo se hacía en plan asambleario. Aquello era una verbocracia. Cualquiera que pedía la palabra se levantaba y bla-bla-bla… Allí daba su opinión desde el catedrático a la portera del inmueble. Luego, las paredes se convirtieron en medios de expresión con aquellas frases y aforismos como Haz el amor y no la guerra, Debajo de los adoquines está la playa… Me vienen a la memoria las que más se han repetido, aunque yo me dediqué a hacer un inventario de citas y encontré desde Plutarco al Che Guevara, pasando por Marx, Mao y Fidel. A los españoles nos llamaba la atención la que pintaron en el Odeón con palabras de Unamuno: Yo me propongo agitar e inquietar a las gentes. No vendo el pan, sino la levadura. Todo aquello terminó siendo un globo que, en vez de con helio, se iba inflando de palabras. (…) Los trabajadores fueron a la huelga porque en aquellos años querían conseguir de sus empresas, sobre todo de grandes empresas como la Renault, mayor poder para los sindicatos y otras cosas que llevaban pidiendo desde hacía veinticinco años, pero la patronal se negaba a esas concesiones. Entonces Pompidou negoció los famosos acuerdos de Grenelle donde los que sacaron tajada fueron ellos. (…)Los estudiantes eran cultos, pero los representantes de los sindicatos muy listos y aprovecharon que el Sena pasa por París para alcanzar aquello que nunca habían tenido. Se reunieron con el Gobierno y las lograron, porque tenían los pies en el suelo. En cambio, los Cohn-Bendit y compañía tenían la cabeza en el aire.”

          Pilar Narvión pronosticó que François Mitterrand llegaría a Presidente de la República Francesa. Lo entrevistó en 1966 y el retrato que hizo de él da prueba de su pulso literario: “Físicamente, recuerda a los personajes renacentistas italianos: un condottiere a lo Paolo Ucello, de la escuela de Siena, o un Dux bajo el pincel de Antonello de Messina. Tampoco sorprendería nada encontrar un rostro semejante al suyo en la florentina galería de los Uffizi bajo un capelo cardenalicio. Alta y despejada la frente, recta la nariz, duro el entrecejo, fina la boca, donde se anuncia la inteligencia de Mitterrand es en los ojos, color caramelo y caleidoscópicamente variantes. Inteligentes, irónicos, audaces, Mitterrand tiene ojos de espadachín peligroso. Da la sensación de que adivina por dónde pueden venirle los golpes, y su esgrima para pararlos es legendaria.”

       En París Pilar Narvión conoció a Luis Buñuel que, a pesar de su sordera, la escuchaba perfectamente. “Sería por la voz que tengo, o porque los dos éramos de la tierra del tambor”.  Los presentó el actor Paco Rabal. “Era muy amigo mío y tenía una obsesión verdaderamente cómica, que cuando se la cuento a la gente se troncha de risa.  Quería saber si yo era o no era virgen. ¡¡¡Fíjate que historia tan divertida!!! Estaba a todas horas con lo mismo: “Pilar, ¿por qué no me lo dices? Anda, cuéntamelo, que no se lo diré a nadie.” Y yo, erre que erre: “No te molestes, que no te lo voy a decir.” Chico, no sé a qué venía esa obsesión.”

       Los años de París le procuraron también la amistad de Santiago Carrillo, al que conoció en el estudio del pintor José Ortega, y la de otros exiliados españoles. “En Pueblo estaban al tanto. No creas que actuaba como clandestina. Tan es así que, en una de mis crónicas, escribí que algún día esos cafés que tomaba con Carrillo los tomaríamos cara a cara en las Cortes Españolas. Entonces, el Congreso de los Diputados aún se llamaba así. Y Emilio Romero me lo publicó. Aún recuerdo la cara de asombro de Santiago Carrillo cuando vino, con el recorte del periódico en el bolsillo de la chaqueta, y me dijo: ‘¡Oye, pero que lo han sacado. No me lo puedo creer!’”

      Cuando llegó el momento de paladear esos cafés en el Congreso de los Diputados, ciertos colegas de Pilar, que la consideraban exponente de lo que Umbral llamó la derechona, se asombraron por el trato que le dispensaba el Secretario General del PCE. En Andanzas de una periodista perezosa se refiere a ese cliché de señora conservadora que le endosaron algunos: “Me divierte mucho, por venir de quien viene: esos muchachos de la gauche divine española, que son hijos de familias superricas. Niños mimados, que estudiaron en los mejores colegios, que viajaron a Inglaterra… y luego llegan y te miran por encima del hombro ideológico. Uno de ellos, terrateniente de la zona mediterránea, y del que no quiero decir su nombre porque lo aprecio mucho, me llegó a decir: “Yo, Pilar, es que te adoro. Porque eres de una derecha que no mata.”  Tiene narices la cosa. En España la gente clasifica al vecino y lo clasifica a la  ligera. Cuando quieran, podemos comparar mi biografía con la de esa gente, a la que tú también conoces, a ver quién es el conservador. Me vine con 17 años a Madrid y, desde entonces, me he buscado la vida; nadie me ha ayudado en nada. Yo sí que he sido proletaria, proletaria de las letras –lo dice con mucha guasa-. Nunca he vivido de señorita, sino que he trabajado como una burra. Mi madre siempre les decía a mis sobrinos: “Mirad, todo lo que tiene la tía: su casa de Madrid, la de Estepona, los libros, los cuadros… todo se lo ha ganado letrica a letrica (Pilar mueve los dedos en el aire; mecanografía los recuerdos) con su máquina de escribir.” Y es verdad. No he ganado una peseta que no haya pasado por la máquina de escribir. O sea que me hacen mucha gracia estos chavales. Esos hijos de grandes familias de Madrid y Barcelona, los Raventós and company…bueno, no los voy a citar. ¡Para qué! Han vivido como niños bonitos, entre criados y criadas, han estudiado la carrera que les ha dado la gana, y para más inri, eran tan esnobs, que también tenían que ser de izquierdas; porque resultaba más esnob la izquierda que la derecha. Tiene gracia que me llamen conservadora. Yo nunca tuve nada que conservar. Ellos, sin embargo, tenían que conservar grandes patrimonios: fincas, caserones, bibliotecas y cuadros heredados de papá y del abuelito. A mí nadie me ha dejado en herencia nada; todo lo he comprado con mi trabajo. Y resulta que la conservadora, la derechona… la tal y cual soy yo, mientras esos superseñoritos, que nacieron en hispano-suizas, se erigen en los grandes progres que velan por el bien de la Humanidad. Ninguno de ellos se preocupa ni de los obreros, ni de los pobres, ni de nada. Los pobres nos hemos tenido que batir nosotros solos para salir adelante, mientras a ellos les daban todo hecho.”

        1975 fue un año intenso en la vida profesional de Pilar Narvión. No por la muerte de Franco, que también, sino por su labor como vocal de la Comisión Interministerial del Año Internacional de la Mujer. Dictó un centenar de conferencias e intervino en simposios y mesas redondas. Desde Aristóteles, al que le afeaba su máxima La mujer es un hombre mal hecho, a las feministas que alborotaban la calle, Pilar rebatía los dogmas con argumentos. Sus debates con Lidia Falcón y otras figuras del feminismo se convertían, muchas veces, en un espectáculo que empezaba con exposición de ideas y una oratoria impecable para acabar como el rosario de la aurora. “Yo les rebatía sus posturas radicales. Por ejemplo, una de las cosas que siempre he defendido es que la gran revolución de la mujer ha sido de tipo médico y no de airear pancartas. El control de la natalidad, por una parte, y los avances absolutamente espectaculares de la pediatría, han hecho más por la población femenina que todas las manifestaciones juntas. Cuando no existían esos avances, muchos de los niños que nacían en España morían antes de alcanzar los 5 años. De forma que, para que la mujer cumpliese con la especie, como cualquier otro ser vivo, tenía que dar a luz siete u ocho hijos; así  se aseguraba que dos o tres llegarían a la edad de reproducción. Y esto que digo de las españolas aplícalo a las inglesas, las checas, las alemanas y todas las mujeres que en el mundo han sido. Cuando la Medicina cortó aquellas carnicerías que provocaban el sarampión, la viruela, la escarlatina… y la falta de higiene en la población infantil, se produjo una revolución en el seno de las familias. A partir de entonces no necesitaban tener una docena de hijos para que llegaran tres a mayores; tenían esos tres y se acabó. Pero, al mismo tiempo que la pediatría avanzaba, apareció la píldora (da una palmada sobre la mesa para reafirmar sus palabras) que fue la tabla de salvación de las mujeres. La mujer se liberó de los abortos y del terror al acto sexual por miedo a quedarse embarazada. Cambiaron las costumbres de una forma total. Aquella pudibundez espantosa de los noviazgos españoles, en los que el embarazo pendía como espada de Damocles, desapareció con la llegada de los anticonceptivos. Eso era lo que les decía a las feministas exaltadas: que la liberación de las costumbres había empezado desde el momento en el que la mujer pudo controlar la maternidad y, con ello, sus instintos para hacer la vida que le apeteciese. En una palabra, que aquel cambio no lo habían logrado sus pancartas ni sus libros de concienciación, sino la píldora. Y les sentaba bastante mal, ya lo creo.”

        La carrera periodística de Pilar Narvión tuvo una recta final acorde con su trayectoria. El destino, el azar, los hados o los dioses la premiaron otra vez permitiéndole vivir, desde las tribunas de Prensa del Congreso y el Senado, la Transición española que tanta admiración despertó en el mundo. Entonces, más que nunca, puso en práctica la vieja enseñanza de Josefina Carabias: “En una ocasión me explicó que, cuando se disponía a escribir un artículo, lo primero que pensaba era no en lo que podía interesar a los políticos o a otros periodistas, sino a sus lectores. Por eso tenía tanta garra y conectó con ellos hasta el final. En cambio hay periodistas que escriben para consumo de los políticos y se queman en dos días.” 

        Sin embargo el primer capítulo de aquella historia prodigiosa, el nombramiento de Adolfo Suárez, la pilló, como al resto de sus colegas, con el paso cambiado. “Después de la sorpresa inicial, me acordé de que había vivido otro momento similar en París, cuando el general De Gaulle nombró primer ministro a Pompidou. Dejó a toda Francia boquiabierta, porque era alguien absolutamente desconocido. Habiendo como había, en la vida política francesa y en la derecha gaullista, personajes de la talla de un Giscard d´Estaing o un Michel Debré, llamaba muchísimo la atención que eligiera a aquel señor, que había sido profesor de Literatura y al que no conocía nadie. (…) Sí, los españoles nos quedamos igual de sorprendidos que los franceses y, sin embargo, tanto Pompidou como Suárez, fueron dos grandes hombres de Estado. Hay que haber seguido de cerca la política mundial, como la he seguido yo, para darse cuenta de la enorme importancia que ha tenido Adolfo Suárez. Tan equilibrado, tan realista, y tan buena persona. Porque, aunque la calidad humana no sea un requisito fundamental para ser buen político, cuando encima se da, como en el caso de Suárez, engrandece su figura. Se han publicado tantos libros, y se ha dicho tanto sobre él, que ya no puedo añadir nada. No hace falta que haga hincapié en algo que admiten hasta los que fueron sus adversarios políticos.”

       En su libro de memorias Pilar Narvión cree que al sucesor de Suárez en la Presidencia del Gobierno no se le ha hecho justicia. “Leopoldo Calvo Sotelo fue un hombre muy ponderado. Aquel año y medio largo que estuvo en La Moncloa fue crítico para España y ha pasado a la Historia de forma gris. Sin embargo, no tiene nada de gris: es un hombre excepcionalmente inteligente y un gran político. (…) Estaba muy acostumbrado al ejercicio del poder, porque había presidido empresas, tanto públicas como privadas, y demostró ser un águila en todas ellas. O sea que no era un advenedizo, ni un inmaduro; cosa que sí se podía decir de otros. Fue presidente de RENFE y de SEOPAN, la patronal de las grandes constructoras, y luego lo hicieron ministro. Primero de Comercio, más tarde de Obras Públicas y, finalmente, de Relaciones con la CEE. Hasta que llegó su gran oportunidad en la crisis de septiembre 1980, cuando sustituyó como número dos del Gobierno a Abril Martorell. Entonces, Suárez le nombró Vicepresidente Económico. Yo recuerdo que la gente decía: “Hemos salido de una cara de cemento para caer en una cara de palo.” Y es que ninguno de los dos era simpático, ni tenían una forma de ser arrolladora. Pero en las distancias cortas Calvo Sotelo tenía un sentido del humor, al estilo de Fernández Flórez, que espero siga conservando. En una ocasión, le preguntó a un ujier del Congreso si “don Landelino estaba expuesto” y aquella ocurrencia se la aplaudieron mucho los políticos y periodistas. Además, es un hombre muy culto y toca bastante bien el piano. Estoy recordado una viñeta que publicó Ramón, el humorista de Pueblo, cuando fue investido presidente del Gobierno. Se veía a Leopoldo Calvo Sotelo, dispuesto a tocar alguna pieza y exclamaba: “¡Ay señor, con lo que a mí me gusta el piano y voy a tener que templar gaitas!” Creo que ese chiste es definitorio del papel que le tocó.”

        Fraga y Carrillo, por su parte, tuvieron que contener a los exaltados de sus respectivas formaciones; por eso Pilar los llamó en una crónica Los dos perros guardianes. “Carrillo contuvo a los exaltados y, cuando se elaboró la Constitución, aceptó cosas simbólicas, como la Monarquía y la bandera, que para muchos militantes del PCE eran inasumibles. Las aceptó con madurez y con aquella filosofía de Suárez que decía que había que hacer legal lo que en la calle era costumbre. Y luego, por el otro lado, Manuel Fraga hizo también muchos esfuerzos para contener a la derecha ultramontana que por nada del mundo quería que España se convirtiera en una democracia. Esa ultraderecha llegó incluso al terrorismo, aunque por suerte, aquel se pudo erradicar, mientras que ETA sigue ahí, como único vestigio de la España de Franco.”

       A pesar de que vivió los años de gobierno de Felipe González desde la barrera, o sea como jubilada, Pilar Narvión afirma que fue un gran presidente. “Y esa etapa socialista resultó muy próspera para España. No sé si cambió tanto como para que no la conociera ni la madre que la parió, según había prometido Guerra,  pero pudimos hablarnos de tú a tú con muchos países del mundo y, naturalmente, con los más próximos, con los de Europa. Felipe fue un político muy hábil. Acuérdate de cómo le dio portazo al marxismo en el XXVIII Congreso de su partido, contra la opinión de sus correligionarios. (…) Recuerdo que, unos días antes, tuve una larga charla con él en el bar del Congreso de los Diputados y me explicó su idea de la lucha de clases. Dijo que, si el PSOE no aceptaba esa doctrina, no se presentaba a la reelección como secretario general. A mí, aquello me sonó a bravuconada y le contesté que no me creía sus palabras. Pero lo hizo. Renunció a la secretaría general, y salió de allí con una fuerza moral que mira luego qué pronto recuperó las riendas. (…) Felipe González me pareció un político honesto. Y con  Alfonso Guerra formó un tándem que funcionó muy bien durante años, como había ocurrido antes entre Adolfo Suárez y Abril Martorell. (…) Guerra, a la hora de la verdad, no tenía nada que ver con aquel señor que parecía agarrar unas rabietas monumentales. No sé hasta qué punto se creó su propio personaje, pero lo cierto es que se comportó como un político serio y responsable que ayudó a que rodara bien la Constitución. Es curioso, porque ninguno de los dos hombres que tuvieron un papel clave en ese terreno, Guerra y Abril Martorell, eran constitucionalistas. Guerra es ingeniero industrial y Abril Martorell era ingeniero agrónomo, pero el entendimiento entre ellos favoreció el buen clima entre la clase política durante las Cortes Constituyentes. Fue, por tanto, una labor de ingeniería.”

       El capítulo final de las memorias de Pilar Narvión lleva por título Los días serenos y en él habla sin ambages de la vejez, la muerte y lo importante que es para ella su familia (se quedó soltera y desmiente que el guitarrista Narciso Yepes la pidiera en matrimonio como se ha contado muchas veces en corrillos periodísticos). “Ahora que tengo mucho tiempo para reflexionar sobre lo que he hecho y he dejado de hacer en mi vida, llego a la conclusión de que, si no hubiera sido periodista, me habría dedicado a escribir novelas. Creo que he tenido las dos cualidades básicas para ese oficio: buena prosa y mucha imaginación.(…) Cualquier libro que leas te abre infinidad de preguntas. Por ejemplo, sobre el papel que tiene el azar en la vida de las personas. (…) También pienso en la fe. ¿Por qué hay personas que tienen fe y otras no la tenemos? Con lo consoladora que es la fe (…) Pienso, por otra parte, en la belleza, ya que no es lo mismo nacer guapo que feo, digan lo que digan. Me pregunto, además, si la simpatía es algo innato; si es más importante la inteligencia o el saber vivir; qué cualidades humanas son las que llevan a la felicidad o la desgracia… y termino con preguntas como: ¿Qué es preferible, ser feliz o ser inteligente? De lo que estamos seguros todos los viejos es de la importancia de la salud. El miedo a la enfermedad y al dolor nos atenaza. No es miedo a la muerte, esa cosa tan natural e inevitable, es el miedo a depender de los demás, a perder nuestras facultades más necesarias, a convertirte en una triste liquidación humana. Yo, afortunadamente, tengo una gran y solidaria familia, por lo que no sufro ese terrible miedo de tantos ancianos a la soledad. Es curioso que ahora que ya no tienes tiempo, que se te va el tiempo, tengas tanto tiempo para pensar en esa inmensa complejidad de la condición humana, en tantas hondas preguntas sin respuesta.”

       Si algo tiene claro Pilar Narvión es que su despedida del Periodismo, hace ya un cuarto de siglo, cuando estaba en plenitud de su carrera, fue acertada. Hoy actuaría del mismo modo. “Algunas personas no se resignan a jubilarse y hacen absolutamente todo lo que está en sus manos por seguir adelante. Otras, como yo, cierran la puerta y se jubilan de verdad. Cuando veo a amigos míos que piden dar una conferencia, que se vuelven locos por publicar, no lo entiendo. Comprendo que son dos modos de afrontar el final, dos maneras de esperar el famoso poema de Machado: los que no se sientan y siguen en la brecha la batalla, y los que cerramos el capítulo de la vida activa totalmente, que es mi caso. Yo he vivido ese momento de final de capítulo como en una novela. Voy mucho a Medinaceli, donde mis hermanos los americanos se han retirado después de su aventura en Estados Unidos. Allí, como en todas partes,  leo mucho. Antes solía pasear por la carretera de Soria con un libro y me sentaba a leerlo en la tapia de un huerto, donde hay una piedra llana que yo llamo El sillón del obispo. Una tarde que me había llevado de acompañante a Machado, topé con la estrofa XXXV del poema titulado Del Camino: “Al borde del sendero un día nos sentamos./Ya nuestra vida es tiempo, y nuestra sola cuita/ son las desesperantes posturas que tomamos/ para aguardar… Más ella no faltará a la cita.” Recuerdo la profunda impresión que me causó el poema. Lloré mansamente frente a aquellos “cárdenos alcores sobre la tierra parda” sorianos y, de la mano de Machado, entré en la serena ancianidad sin batallas. Sentada al borde del camino viendo como pasáis. Dos personas me acompañan en la devoción, que les he transmitido, por este poema de Machado: mi hermana Matilde y mi superamigo del alma Enrique de Aguinaga.”

Escrito en Lecturas Turia por Juan Carlos Soriano

Los recuerdos

4 de julio de 2013 12:40:13 CEST

Hay un ir y venir de los recuerdos

desde nuestra cabeza a nuestro corazón.

Parecen en su marcha viajeros incansables

que de día y de noche se movieran

entre las dos ciudades más famosas,

de mayor importancia y más pobladas

de un país. Unos llegan muy deprisa,

circunspectos y serios, y a su llegada dejan

un oscuro recado: dolor que no ha prescrito

y que es capaz de herir muy cruelmente de nuevo

a su destinatario. Otros viajan

plácidos y ataviados con ropajes alegres,

como despreocupados y ociosos individuos,

y al abrir su equipaje nos sorprenden los ojos

con hermosas imágenes del ayer que ahora muestran

un color desvaído y melancólico,

mas que a pesar de todo dan amor y consuelo.

El flujo de viajeros en ambas direcciones

siempre es intenso y nunca se detiene.

Sólo la muerte un día puede hacer que el trayecto

aparezca vacío y desolado,

barrido por un viento que sin misericordia

borra todo a su paso y desordena el mundo.

Escrito en Lecturas Turia por Eloy Sánchez Rosillo

Bird

4 de julio de 2013 12:27:17 CEST

                  

(Charlie Parker, Stanhope Hotel, 1955)                                

           

No quiero que se acerque nadie. Escucho

la música que suena en algún sitio,

en la televisión quizá, y me duele,

y ya no sé por qué duele la música

que me astilla la mente, y la desgarra,

ni por qué yo la escucho, si me duele

tanto como un hurón que se ocultase

en una galería hecha de nervios

que una vez fueron míos, no sé cuándo,

en otro tiempo, en otra vida, lejos

de aquí, cuando mi mente era la música

que servía de amor y de amistad

a un hombre sin amor y sin amigos.

 

Este cuerpo que veis, esta maltrecha

carne deshabitada de mí mismo,

aquí, en la habitación de hotel, a solas

con mi miedo y mi saxo que me escrutan,

¿de qué sirven, a quién harán feliz?

 

Cuanto tocan mis manos se hace música

y se astilla en mi mente, y me persigue.

No puedo amar a nadie, ni tocarlo,

porque amarlo es llevarlo hacia lo oscuro

y de allí no regresa, nunca, nadie.

Se deshacen los niños, las mujeres.

Se deshacen los árboles, los coches,     

los clubs, los contrabajos, las sonrisas.

Mis manos en el aire se deshacen.

Son aire, un aire oscuro que me inunda

y que me hace volar como los pájaros,

ciegos, remotos, lentos, pero ¿adónde?

                       

Soy aire estremecido de vergüenza,

y un dolor que me quema como el fuego

y que no llegaré a saber qué es.

Que esta música fúnebre que toco

os alumbre el camino. Mi camino

ya tan sólo discurre entre las sombras.

Escrito en Lecturas Turia por Eduardo Jordá

Cartas desde un viaje imaginario

4 de julio de 2013 12:16:12 CEST

Carta real sobre un viaje imaginario,

a modo de introducción.


Tú,

quizá no llueva, pero las ventanas recuerdan el chaparrón. Y hace frío. Veo la espalda del cartero. Está entrando en la casa de enfrente. Mi buzón está vacío, como de costumbre: aquellas palabras salvíficas que podrían abrirme las fronteras de los países extranjeros no se han escrito todavía. Aún estoy aquí. Aún no me he ido. Pero me he separado de ti, aunque también tú estás aquí. Tal vez incluso en mi habitación. ¿Es posible cerrar por un instante los ojos, oír el zumbido de la estufa y pensar que ése es mi tren?, ¿que ya me he ido? ¿No es cierto que en un viaje literario también hay vivencias y aventuras?

            Es posible que Rut, mi protagonista, viva como yo en un tiempo suspendido en el vacío. Sabe que debe irse, y el camino está bloqueado. Por ahora todo se va convirtiendo en pasado. Y ella está aferrada a un viaje literario. Rut no es una joven sentimental. No escribe cartas de amor para quemarlas después en la estufa. Sus cartas tienen una finalidad literaria. Las cartas realmente íntimas no se pueden publicar. Por eso he elegido a una protagonista con un nombre distinto al mío, y tampoco su amado se llama como tú. Rut se parece a mí, y a quien se dirige es a ti, pero, a pesar de todo, no somos tú y yo, ellos son personajes imaginarios, igual que el viaje.

            El nombre del amado de Rut es Emmanuel. Ella lo llama “El” cariñosamente y “Emmanuelino” para abreviar. O al revés.

             Su relación no es estable, primero porque se parece a la nuestra, y segundo, porque escribir sobre una relación estable es... aburrido.

            El contenido de estas cartas se puede sintetizar con el título de un libro latino de la Edad Media, Sobre todas las cosas del mundo y algo más,[1] ¿comprendes?, lo importante es ese “algo más”, porque “todas las cosas del mundo” entre tú y yo, ¿qué son? Hay una palabra francesa que define en parte la naturaleza de estas cartas: Causerie. Se puede traducir como “cháchara”, “charla”, pero no me estoy refiriendo a eso. Causerie también es aquella agradable melodía ancestral que una abuela aristócrata tocaba en un viejo y quejumbroso piano.

            Las ciudades sobre las que Rut escribe son sólo pompas de jabón nacidas de la imaginación cuando la temperatura del alma sube a 39,9. En cada alma hay una colección de xilografías antiguas, guardadas en ella desde la infancia: imágenes de ciudades de ensueño, lejanas y queridas. Y, tanto si se han visto o no todas esas ciudades después de recoger las xilografías en el macuto del alma, la imagen no cambia: no tiene nada que ver con la realidad. De hecho, para nosotros el mundo entero es una xilografía primitiva y no muy grande, un dibujo de una ciudad fantástica, porque, si no fuera así, ¿cómo podríamos llevar en nuestro interior “el mundo entero” con toda su variedad de detalles? Rut no ha visto nunca la mayoría de las ciudades descritas en las cartas de su viaje: tan solo son un eco de asociaciones, una mezcla de versos, imágenes y estados de ánimo. Antes de cada una de sus cartas aparecerá ante los lectores sentada en la habitación de su ciudad natal y escribiendo una carta desde París o desde Bruselas. Escribo esto del mismo modo que Wachtangow representó Turandot: el actor se maquilla en el escenario delante del público. ¡No hay que olvidar que es un actor y no el hijo de un emperador de la China!

            El viaje de Rut termina porque por fin se va realmente, y al parecer resulta bien. El pie que pisa tierra extranjera quizá sepa más que la mente que tantea las distancias. ¿Quién podría afirmar eso?

            Estas cartas son el fruto de la soledad de Rut. El fruto de mi soledad. Te las regalo con mucha melancolía y cierto agradecimiento.

L.

1

Las noches de comienzos del otoño caían en la ventana de Rut como frutas maduras y olorosas. Los saltamontes al otro lado de la ventana tocaban una dolorosa melodía sobre el herido piano de las horas. Y en el aire, entre la tierra y la luna, aún estaba suspendido el aliento del verano, húmedo y caliente. Rut se despertó una de esas noches y de pronto olvidó lo que había soñado. Solamente le parecía que había sido un buen sueño. Se llevó la mano a la cara para tocarse la sonrisa y no sintió que su mano enjugaba una lágrima. Y por la mañana sólo había miedo a los ojos vacíos del día y anhelo, como vaho en los labios. Sobre eso escribió:

 

Postal con letra muy pequeña

Tren de Marienburg a Berlín

20.10.34

El, ¡niño que se quedó allí!,

no estoy llorando. Ya no lloro. Es que me resulta un poco estrecho el vagón con la gran palabra “para siempre”.

            Además hay otros dos conmigo: 1. Un médico de Estonia. Judío. Afónico. 2. Un viajante de “alguna parte” con un acento que pretende ser americano. El barro de los pueblos del Este barnizaban mis zapatos y sorprendentemente... ni una broma. Huele a queso holandés, a perfume barato y a tabaco malo. Se habla de nacionalismo e internacionalismo. Las conclusiones son más o menos las siguientes: una pluma estilográfica internacional es preferible a una máquina de escribir, porque con una estilográfica se puede escribir en todos los idiomas.

            ¿Lo ves?, también esto comienza como todos esos chistes malos: dos judíos viajaban en un tren...

            Y por la ventanilla, árboles erguidos y veloces que vuelven rápidamente hacia ti, raíles que brillan como dos brazos desnudos tendidos para abrazar las caderas de la patria abandonada, que no se lamenta por mí. ¿Acaso todo eso se aleja?, ¿es cierto que se aleja?

            En mis oídos zumba la mosca hiriente y desesperante de la conversación entre los dos desconocidos. Comienzo a dormirme. No lloro. Y, al imaginarme tu confusa mirada ensombreciendo esta postal, puede que incluso sonría.

Rut

2

Carta sobre los encuentros y el abaratamiento de la moral

La tarde en la habitación era familiar e incomprensible como un perro con la cabeza apoyada en el regazo de su amo. Rut hojeaba poemas ajenos y se sorprendía de no haberlos escrito ella. Tristeza de ciudades lejanas había en los poemas, y, en ellos, el rostro del hombre centelleaba y pasaba de largo, pálido y alto, como las agujas de las torres que se ven por las ventanillas del tren. Se acordó de las ventanillas del tren. Escribió:

Berlín, 21.10.34

Hotel Bamberger Hof

Emmanuelino,

un viejo sentimiento: el tren se aproxima a Berlín y vuelvo a ser esa estudiante de quince años que va a toda prisa a su primera cita. Y, cuando el tren llega a la estación Schlesischer y galopa hacia la plaza Alexander y sé, lo sé a ciencia cierta, que de camino hacia el zoológico atravesará la alfombra verde del Tiergarten, e interpreto las miradas de los tejados que se agolpan a mi alrededor, no puedo dejar de pensar que se trata de esa misma ciudad cuyas calles tanto amaban mis pies. Un extraño sentimentalismo se apodera de mí: no suelo llorar movida por los sentimientos, pero creo que estoy llorando de emoción.

            Por la ventanilla del tren veo una noche que aún no ha estado aquí y pienso: la ciudad se encontrará conmigo en la estación del Zoo. Una vez ya fue a recibirme.

            Pero la ciudad no salió a mi encuentro. Había una luz mortecina de farolas centelleantes, algunos ferroviarios, raíles desnudos que querían abandonar la ciudad. Nadie me esperaba. Nadie esperaba a nadie. Sólo dos o tres se apearon. Al otro lado de las vías se detuvo el tren de cercanías, estaba casi tan vacío como el último tren de un lunes por la noche. Y el pequeño bufón que estaba montado sobre mi corazón y golpeaba con sus largas piernas las paredes de mi pecho exclamó burlándose: “Hay que decir un responso por esta ciudad”[2], aunque también había melancolía en esas palabras.

            En mi hotel sabían que iba a llegar. No me apetecía ir directamente a esa casa extraña. Dejé las maletas en la consigna. Fui andando. La pequeña y familiar distancia que separaba la estación y la calle Bamberger le venía bien a mis pies.

            Pero las calles me resultaban extrañas. Los grandes escaparates en penumbra, vacíos, parecían los ojos ciegos de una princesa de cuento. Sólo en uno de ellos, bajo un letrero donde ponía “Helados”, daba vueltas una cruz gamada roja y negra.

            Al dirigirme hacia la calle Tauentzien me asombró la oscuridad. O tal vez no fuera oscuridad. Es posible que fuera vacío. A esas horas, aunque no era muy tarde, me perseguía un poema de Kästner:

Nachts sind die Strassen so leer

Nur ganz mitunter

Markiert ein Auto Verkehr…

Estaba muy enfadada. Me compadecí del ricino que no cuidé. Que mis antepasados no plantaron.

            Antes te amaba, Berlín. Amaba la coquetería y la ornamentación de estas calles, las lúgubres miradas en Wedding, el brillo de los escaparates del KaDeWe, el olor a arenque en Alex, tu imagen abigarrada e incomprensible como el alma de un hombre cercano. Y ahora tengo ante mí una ciudad extraña y desconocida.

            El, es posible que dentro de unos años nos encontremos así. Mi tren se irá inflamando y alborozando a medida que se vaya acercando a ti. Y tú no estarás en la estación. Y, cuando me dirija a ti, encontraré una mirada con todos los botones abrochados y una mano fría tendiéndome tan solo un poco de rencor. ¿Ése serás tú?

En el KaDeWe aún estaban iluminados los escaparates, que grandes y desesperados miraban hacia la calle. Y, por alguna razón, el edificio parecía una prominente montaña en el ombligo de la ciudad. Por ese camino yo solía volver a casa. Del teatro, de visitar a unos amigos. Por la noche. Junto a los escaparates del centro comercial pululaban prostitutas relucientes, cubiertas de pieles, con botas que les llegaban hasta las rodillas. Rojas, amarillas, negras. Recuerdo lo atónita que se quedó mi mente de diecinueve años cuando me enteré de que el color de las botas era el distintivo de un determinado “tipo” de prostituta. Negras para los sádicos, amarillas para los masoquistas, rojas para los “normales”. Esa clasificación me perseguía como una humillación personal. Entonces había muchas cosas que no podía perdonar a los hombres. Ahora ya no me asombraría. Sin embargo, aunque te sorprenda, aún soy de ese tipo de personas que es capaz de desconcertarse y avergonzarse. Lo más íntimo de mi ser aún no se ha convertido en una fábrica de sonrisas escépticas ante cualquier desgracia. Por ejemplo esto: en el norte de la ciudad y en la plaza Nollendorf pasean jóvenes acicalados y bien ataviados en espera de algún cliente. Aún podrían escuchar un cuento de hadas sobre el cordero que se venga del lobo y creer que en el mundo hay corderos honestos y victoriosos. Podrían sentarse en un pupitre del colegio y leer el primer tratado sobre el anarquismo. O esto: en las sucias tabernas, en el este de la ciudad, niñas pequeñas lloran mientras sus amantes las golpean porque han sido “despedidas” durante la noche; beben cerveza y lloran, lloran y beben cerveza. ¿Qué es más terrible?

Aquí, en la esquina de la calle Tauentzien con Passauer, deambulaba siempre una joven rubia con una estola negra y unas botas rojas. Tenía unos diecisiete años, tal vez incluso dieciséis. En las noches frías y lluviosas se detenía aquí. Su rostro casi sin maquillar era muy alegre. El mío, al pasar delante de ella, estaba triste. Ella sonreía y me miraba con una especie de afecto inexplicable. A veces parecía que quería saludarme. Y yo no podía perdonarle que no me odiase. Me avergonzaba volver del teatro, haber pasado el día en la universidad, me avergonzaba que si alguien se atriese a acercarse a mí por esa calle oscura, yo pasaría delante de él con una expresión de desprecio mezclada con miedo, subiría a mi habitación aislada del mundo y me dormiría. Porque, unos años más tarde, ella iría al médico y escucharía con rencor la confirmación de todos sus temores; y al cabo de unos cuantos años más, sin haberse restablecido, ajada y fea, se detendría en la explanada Bellevue y sería “barata”, y el lugar de las botas rojas lo ocuparía una inmensa cartera de piel, y tal vez en algún banco estaría aumentando su cuenta corriente, pero ya no tendría necesidad de volver a Ernest o a Otto, por quien seguramente una vez había comenzado el “negocio”, porque Otto tendría dos hijos, una mujer chillona, experiencia como camarero y una carta de despido en el bolsillo, y tampoco tendría ganas ni energía para alquilar un piso pequeño y vivir en paz, sin gente extraña, sin hombres, según el plan idílico ideado por aquellos años, y no tendría a quién dejarle el dinero ahorrado en el banco, una cantidad que no sería nada despreciable (los vientos en la calle Tauentzien eran bastante favorables). ¿Y yo? Yo no tendría nunca una cuenta en el banco. Yo iría de suplicio en suplicio, de soledad en soledad, pero “mi ropa sería siempre blanca y no faltaría perfume en mi cabeza”.[3] Y sentí delante de ella esa vergüenza abrasadora de los diecinueve años. No te burles, El, eso pasó hace... Ahora me avergüenza avergonzarme.

Quise verla otra vez. Y enfrente de la casa brillaron unas botas rojas, pero el impermeable de otoño estaba ajado y encima había una cabeza avejentada y fea. La moral no había cambiado con el régimen nacionalsocialista, la moral se había abaratado.

La calle Bamberger estaba siempre vacía a esas horas, pero los escasos viandantes eran sociables y bromistas. Recuerdo que una tarde, cuando volvía a paso rápido a casa y mis zapatillas de deporte golpeaban la acera como si fuese un tambor, un viejo alemán me estuvo persiguiendo durante diez minutos sólo para decirme: Ohe! Sie jeh´n ja wie ein Drajo nner Frolln!

Y hoy caminan por aquí a desgana sombras solitarias.

Una puerta. Mi hotel. La casa no ha cambiado. La dueña del hotel es una judía de la Europa del Este. El hotel existe más o menos desde 1919 y, sorprendentemente, aún sigue en pie. Ha pasado por todas las penalidades de cada época, y aún existe. Cuando Berlín era el centro de la emigración rusa, vivió aquí Andrej Belyj. Envidiaba a los peces por la felicidad que les había otorgado el Creador en las profundidades del mar, cada día hablaba con devoción de su padre, el profesor Bugajew, aseguraba que de todos los bailes sólo la “Quadrille” tenía futuro y desapareció una mañana sin nubes, cuando nadie lo esperaba. En la época de la inflación nacieron y murieron aquí millones, billones, trillones. En la época del desempleo lloraron aquí, en sus habitaciones, los aprendices de barbero y las taquimecanógrafas porque los habían despedido de sus trabajos, y se fueron sin pagar el alquiler y se perdieron en la feria de esta ciudad de cuatro millones. Y ahora todos están asustados y pálidos, todos murmuran aquí: murmuran las mujeres mientras hacen una tortilla en la cocina, murmuran por el pasillo la dueña y la sirvienta, murmuran en las habitaciones los inquilinos. Todo da la impresión de una vivienda que conspira, que prepara las armas para la revolución, pero no es aquí donde nacerán las revoluciones.

La ventana de mi habitación da a la calle. Es tarde. Y yo, después de un día entero a la carrera por varios asuntos, estoy cansada y no quiero dormir. De cuando en cuando se detiene frente a mi ventana el tranvía. Sé que nadie se bajará aquí, que nadie se encaminará hacia mi habitación. Todos mis amigos se han marchado ya. Y, a pesar de todo, mañana tengo una cita con dos amantes de antaño (¡si fueras capaz de ponerte un poco celoso!), con dos que no cambian nunca, que en esta desconocida Berlín, entre cruces gamadas y camisas pardas, han conservado su querida y profunda independencia, el primero con una sonrisa fascinante y el segundo con un dolor que estremece los abismos del universo: el Retrato de un hombre joven de Botticelli y el San Sebastián de Ribera.

La calle se adormece frente a mi ventana.

Nachts sind die Strassen so leer…

Buenas noches, El. No me veas en tus sueños. No volveré a ti.

Rut.

3

Carta sobre algunos cafés y sobre E. T. A. Hoffmann

Un hombre y una mujer pasaron por delante de la casa. La mujer se rió y Rut reconoció su risa. Se estremeció. Comprendió: El. No vendrá esta noche. Y por la noche llovió a cántaros. No había nadie en casa. Como de un inmenso sótano subió hacia ella el frío de las horas. La cubrió con crueles icebergs de soledad. Toda la casa, desde los cimientos hasta el tejado, conocía su añoranza, y ella no quiso perdonárselo.

Berlín 23.10.34

Emmanuelino,

cuando cae la noche en esta ciudad, que se ha convertido en una extraña, pienso que estás “allí”, que has vuelto a casa del trabajo, te sientas en el sofá junto a una mujer joven que te parece muy bella y le dices todo lo que no me dijiste a mí.

Por eso no quiero pensar en ti.

Pero en la estación de mi habitación hay un reloj que me dice: ahora son las nueve en punto. Ahora él posa sus manos sobre los ojos de ella y le dice...

Por eso he ido sola a un café.

Y porque en el Romanische hay judíos que buscan sensaciones en la prensa extranjera, y porque el Lunte ya no existe, y porque los discípulos de Jesús, que se postraron ante la misteriosa imagen de Else Lasker-Schüler, abandonaron hace tiempo el templo del Café des Westens y encontraron su Monte de los Olivos en el Dôme y en la Coupole de París y en las iglesias de Praga, y porque el explorador que se sentaba en el café Josty murió antes de que yo naciera, y porque en la taberna Lutter & Wegner hay aristócratas nacionalsocialistas que pagan por una botella de vino de reserva una cantidad de dinero que mi cartera no ha visto jamás, por eso y por otros muchos “porque” me siento en el Quick, un café autoservicio donde nuestros hermanos judíos aún suelen entrar.

Debo confesar, en honor a la verdad, que aquí es agradable y placentero pensar en ti. Y, sólo para no hacerlo, pienso en los cafés antes mencionados, que están pasados de moda y han perdido su esplendor, y de los que me echaron todos los “porque” que he enumerado. La época floreciente del Josty y del Café des Westens pasó hace décadas. Pero el hecho de que el Lunte muriera, y no precisamente de una forma heroica, y de que el Romanische se haya convertido en un híbrido entre una sala de lectura y una fábrica de impotente amargura, me enfurece de verdad. Dicen que el Romanische era frecuentado por los leones del arte. Yo a los leones no los vi. Todos los interesados en la literatura hebrea tenían “una oportunidad única” de ver allí flequillos oscuros y revueltos de jóvenes escritores de cuarenta años o más que habían publicado una vez, en algún periódico, una estrofa de un poema que no había nacido o un capítulo de una novela que no había sido escrita. Una vez me encontré allí con la nuca de Bernhard Kellermann y, la noche de Año Nuevo, Alexander Granach rompió allí varios vasos. Cuentan también que uno de nuestros poetas judíos estuvo tentado allí (siguiendo la tradición de su tierra medio asiática) de hacer pedazos un billete de veinte marcos, pero ese billete era el último mohicano en su cartera y no tenía grandes esperanzas puestas en los derechos de autor, por tanto el billete volvió sano y salvo al bolsillo del poeta y el maravilloso espectáculo se interrumpió a la mitad. Pero, como he dicho, el resto de los días del año frecuentaban el local flequillos con estrofas de poemas y capítulos de novelas, y un viejo pintor adicto a la morfina, “el monstruo del café”, como le apodaban, se paseaba de arriba abajo entre las mesas y todos los “leones del arte” olvidaban la gloria y a los mecenas, tomaban café, jugaban al ajedrez, fumaban y chismorreaban.

El Lunte era el hermano pequeño del Romanische. Más joven y más romántico. Pero no se trataba del romanticismo de la flor azul, sino el de “la bandera del arte rojo”. Koepfe werden rollen! Allí la bohemia iba de los dieciocho a los treinta años y quería parecerse en todo a la bohemia legítima (es decir, sin ley ni orden). Además, era una bohemia roja, que recibía con silbidos a las mujeres engalanadas que dejaban sus espléndidos automóviles en la esquina y se acercaban allí a observar cómo pasaba las tardes el arte proletario. Si por la noche, cuando volvían a casa, los proletarios veían un espléndido automóvil en sueños, nadie podía decir que no fuera cierto.

La figura central era la dueña del café, una judía pequeña y desgreñada de Silesia, con energía, ideas y un vasto pasado de intrigas y avatares, desde la brigada del trabajo en Eretz Israel hasta la calle Eisleben en la bendita capital de Ashkenaz. La llamaban señora Lunte por el grueso cigarro que siempre tenía encendido entre los dientes. Sentía una especial simpatía o antipatía hacia sus clientes. A los que le resultaban simpáticos a menudo les daba de cenar aunque no tuvieran un céntimo en el bolsillo, pero a aquellos que no gozaban de su beneplácito jamás les servía la comida con sus propias manos. En los últimos tiempos, el rey del local era el camarero Lukas. Era un pardo que se había vuelto rojo (Lukas, ¿cómo te van las cosas ahora? ¿No habrá vuelto a girar la rueda?) y que tuteaba a todo el mundo, a mí me llamaba Grog-maedchen, porque había tomado grog dos veces, discutía con una joven fascista que fumaba siempre en pipa (¡las mujeres alemanas no fuman!) y, entre discusión y discusión, sus largas piernas caminaban con paso firme de un extremo a otro del café. El local era pequeño. En las paredes había dibujos satíricos algo atrevidos y, cuando una vez los “enemigos” rompieron el cristal de la única ventana del Lunte, lo pegaron con cinta adhesiva y no lo arreglaron, así resultaba más romántico y proletario.

De hecho, se podría expresar la diferencia entre esos dos cafés con palabras de Oscar Wilde, cuando dijo que la diferencia entre un pecador y un santo estriba en que el santo tiene pasado y el pecador futuro: los envejecidos clientes del Romanische no tenían pasado artístico y los jóvenes que frecuentaban el Lunte no tenían futuro.

“Pero, honorable señora”, me dirás, “usted frecuentaba los dos lugares, y podemos deducir...”.

Yo he frecuentado diversas estaciones, Emmanuelino, y me seguiré calentando un rato los pies en otras muchas, pero sólo cuando sea asidua de un café “bohemio” tan infecto como ése podrás burlarte a mi costa.

Y en esta estación, en el Quick, hace calor. Me siento al lado de la ventana y observo la tarde en la calle. Esta calle, que siempre ha tenido mucho movimiento, ahora está vacía. En calles vacías como éstas es agradable pasear en pareja. Caminar a tu lado y reír. Ya he visto a una mujer pasar riéndose contigo por una calle muda y sombría. Es por culpa del Quick por lo que sigo pensando en ti. Si estuviera ahora en la bodega Lutter & Wegner, seguramente estaría pensando en Ernst Theodor Amadeus Hoffmann.

Hay lugares que conservan para siempre el olor de la persona que los ama y es imposible no percibirlo. Hace unos años estuve en Wernigerode, esa variopinta ciudad que se encuentra en las montañas de Harz. Allí hay un pequeño café que era frecuentado por Wallenstein durante la guerra de los Treinta Años, seguramente para hacer publicidad del local cuando, cientos de años después, fueran allí los turistas. El olor de Wallenstein no me acompañó cuando estuve en ese café. No me importa quién se tomó una copa allí en la época de la guerra de los Treinta Años. Pero una mañana de invierno con mucha niebla, cuando esta ciudad cuadriculada llamada Berlín se atrevió de pronto a soñar que era Londres o Petersburgo, me encaminé por una de sus tortuosas calles, que recuerdan en algo a las de las ciudades de Rin, hacia el Spree, hacia el museo. De repente me detuvo la inscripción de una de las casas: “Aquí vivió desde el año... hasta el año... Gottfried Keller”. Aparentemente no era nada raro, ¿por qué no iba a vivir Gottfried Keller en una de las calles de Berlín, en una casa amarilla y nada bonita? Pero me sorprendió, y un extraño regocijo me acompañó durante todo el día. Tampoco puedo pasar con indiferencia junto al Lutter & Wegner: no he estado allí ni una sola vez, pero sé que antaño era frecuentado por E.T.A. Hoffmann, un pequeño funcionario de Königsberg, la ciudad prusiana, el Moshé Hayyim Luzzatto de las riberas del Pregel.

Es posible que fuera allí en compañía de estudiantes irresponsables y libertinos, igual que aparecía en la ópera de Offenbach. Es posible que entre ellos estuviese Anselmus, el estudioso desgraciado e incapacitado para el amor, pero yo siempre veo a Hoffmann con el gato negro Murr, acompañado del músico loco Kreisler, mientras delante de él, encima de uno de los toneles, la pequeña princesa Brambilla baila una danza del carnaval veneciano en el aguafuerte de Jacques Callots.      

Me gusta Hoffmann. Sus monstruos (incluso cuando son la reencarnación de Chamisso) me resultan comprensibles. De hecho todos somos Peter Schlemihl o su contrario: o no tenemos sombra o la sombra es demasiado grande. De cualquier modo, tú tienes al menos dos sombras, y una de ellas soy yo. Pero ¡no interpretemos a Hoffmann!

Como dijo ese niño de seis años al que la escritora Barto citó en el congreso de escritores de Moscú: “Hay que escribir así: o absolutamente verídico o absolutamente raro”. Al parecer, Hoffmann conocía esta sencilla fórmula. Él escribía “absolutamente raro”, pero sus lectores adultos no sabían que era “absolutamente verídico” y no les gustaba. Él lo sabía. La guerra de la fantasía creativa contra la verdad imitativa la describió en La princesa Brambilla. Pero fue leído y entendido... por los franceses.

¿Qué haría Hoffmann esta tarde en Berlín? Seguro que no tendría suficiente dinero para ir al Lutter & Wegner, una taberna que hicieron famosa Hoffmann y el judío Heine. Seguro que tampoco querría ir al Wilhelmshallen, a la sombra de los uniformes pardos. Tampoco los periódicos del Romanische le atraerían. Seguro que vendría aquí, al humilde Quick, tomaría asiento junto a la ventana, observaría la tarde en la calle y pensaría en todo lo que no hay que pensar, igual que yo.

Rut

 

Traducción del hebreo de Raquel García Lozano

(Fragmento del libro Cartas desde un viaje imaginario, de Lea Golberg, editado por Pre-Textos)

NOTICIA DE LEA GOLDBERG.- La obra de Lea Goldberg (1911-1970) está aún por descubrir en Alemania. Nacida en 1911 en Königsberg, criada en Kowno, Lea Goldberg emigró tras sus estudios en Kowno, Berlín y Bonn, en 1935, a la Palestina de entonces. Resalta como una de las más significativas poetas de habla hebrea. Se hizo famosa también como autora de libros infantiles, como traductora de obras de la literatura mundial al hebreo y como crítica literaria. En 1952 fundó el Departamento de Literatura Comparada en la Universidad Hebrea de Jerusalén, donde ejerció como docente hasta su muerte.

La obra de la que hemos seleccionado un fragmento, Cartas desde un viaje imaginario, es su primera novela traducida al castellano.  En ella se nos narra las peripecias de una joven mujer, Rut, que en otoño de 1934 huye de un amor desdichado. Desde Berlín, Colonia, Bruselas, Brujas, Ostende, París y Marsella escribirá a Emmanuel, el hombre al que ama más que él a ella. Sin embargo, sólo viajará a dichas ciudades con la fantasía. Las cartas de esta novela epistolar se convierten así en misivas de un viaje imaginario. Cada estación estará presente como lugar real y espiritual: observaciones del Berlín nazi entremezcladas, por ejemplo, con pensamientos acerca de la literatura, el arte y otras muchas cosas. La personal historia de amor se entrelaza con agudas descripciones de la Europa de mediados de los años treinta, del otoño previo a la gran catástrofe europea. Así pues, el amor desdichado descrito en estas cartas no es más que la metáfora de la despedida. La certeza de la necesaria despedida de muchos judíos a su cultura europea atraviesa esta novela poética, inteligente y melancólica, publicada por primera vez en 1937, poco después de la emigración de Lea Goldberg a la Palestina de aquella época.



[1] ***No he podido encontrar esta obra. El título, por tanto, está traducido directamente del hebreo.***

[2] **Literalmente: “Hay que decir por esta ciudad “Bendito sea el defensor de la verdad””. “Bendito sea el defensor de la verdad”, bendición que se dice ante una mala noticia, sobre todo por la muerte de alguien. He optado por una traducción que se comprenda en español. ¿Se entiende bien?***

[3] Cfr. Eclesiastés 9,8. Señalo las citas bíblicas, porque están entre comillas. Si se opta por no citarlas, creo que se deberían eliminar las comillas????????

Escrito en Lecturas Turia por Lea Goldberg

El día se hace lento...

28 de junio de 2013 12:42:51 CEST

El día se hace lento en las acacias, impregna de quietud este paréntesis donde soy uno y nada con la sombra, abrazo que se ovilla en negación. Me descubro sin palabras para ti. Inscrito en formas fijas que ondean con madura luz ante mis ojos, el presente me aparta de mi vida, convierte en extrañeza lo que siento. Practico un ejercicio de distancias. Oír pasar los coches, ver el cielo entre nubes que acuerdan parpadeos, como si lo irreal de su insistencia hiciera dilatarse el tiempo. Todo sucede lejos pero en mí, llevado por los ritmos de una hipnosis. Soy su reflejo, el eco que perdura en la sangre y arrastra en aluvión sus tercas impurezas. Todo se vierte en mí, todo fluye y fermenta hasta la opacidad. Carezco de palabras dignas de tu paciencia. Revuelan en mi boca como aves aturdidas, inquietas por la inmediatez de un cielo demasiado cargado. El gris del horizonte no presagia tormenta, sólo el turbio quejido de la inmovilidad. ¿Sabrás sobreponerte a su llamada, o insistirás en tu deriva como un barco fantasma? De espaldas a la tarde, miro la estantería, su abanico de objetos sordomudos, la fiel precariedad de la materia y su temblor sin asideros. Hay fotos enmarcadas y tallas de madera, y postales vulgares que alumbran, por contraste, la masa oscura de los libros, igual que maniquíes en un escaparate. Su estar ahí me reta, me deja en la evidencia de ser tan sólo aliento, impulsos arbitrarios como el cielo, un hábito de sangre. Crisol de soledades, el presente me expulsa de sí tras engendrarme, y a tientas palpo el suelo de la interrogación. No sé con qué palabras alcanzarte. Soy el lugar donde la vida me reduce.

 

Escrito en Lecturas Turia por Jordi Doce

Manuel Vázquez Montalbán, el poeta

26 de junio de 2013 12:26:11 CEST



La literatura es sólo lenguaje, pero el lenguaje está cargado de tiempo, de tiempo significante, y a esa fatalidad de transmitir el tiempo significante no puede escapar ningún escritor

Manuel Vázquez Montalbán

 

 

Es casi un lugar común afirmar que de la larga trayectoria literaria de Manuel Vázquez Montalbán la zona más opaca, menos analizada y, quizá, menos valorada por la crítica, sea la poesía. Hay causas objetivas que, en buena medida, lo explican: es autor de una amplísima, casi abrumadora, obra narrativa; el periodismo y el columnismo ha situado en el centro de atención de un muy alto porcentaje de lectores sus reflexiones sociológicas y políticas; su dedicación al ensayo y al memorialismo colectivo han tenido una presencia de primer orden en nuestra realidad literaria. Y hay una causa subjetiva: su poesía contestó el canon culturalista de la época manteniendo una mirada crítica sobre el mundo, apostando, más que por una poesía de la cultura sustentada en la cultura, tan propia de sus coetáneos a finales de los sesenta y principios de los setenta, por una poesía de la vida, de la existencia, sin eludir sus contradicciones.

En coherencia con ello, Manuel Vázquez Montalbán es autor de una obra lírica heterodoxa y muy poco divulgada -por tanto, sólo muy parcialmente conocida-. Ésta fue construida lentamente, a lo largo de casi cuarenta años, y se inició a mediados de la década de los sesenta, cuando el poeta se encontraba en la cárcel por su militancia antifranquista. En ese tiempo, Vázquez Montalbán construyó un mundo poético reconocible y sólido compuesto por siete libros y por algunos textos inéditos. En sus poemas está la realidad sin ser una poesía realista; hay búsqueda de nuevos significados del lenguaje sin ser poesía experimental; está profundamente teñida de cultura sin ser culturalista; se nutre de la experiencia, de la memoria y de lo cotidiano sin ser poesía experiencial en el sentido más convencional y gastado del término.

Vázquez Montalbán formó parte de Nueve novísimos . Es, en consecuencia, hijo literario de un tiempo de grandes conmociones estéticas. En el que la ruptura con la poesía social y con el realismo entendido en un sentido amplio se traduce en una hegemonía entre culturalista, experimental y barroca. Lo que se dio en llamar «generación del lenguaje» ocupó el lugar que hasta finales de los sesenta vino a ocupar la estética de la generación del 50. Sin embargo, conviene resaltar un aspecto que es vertebral en la poesía de Vázquez Montalbán y que lo singulariza con respecto a sus compañeros de antología: no renuncia el componente crítico de la poesía social ni a los vínculos con lo cotidiano de la obra de los poetas del medio siglo.

En consecuencia, estamos ante una poesía de la experiencia entendiendo ésta como totalidad y con un planteamiento formal innovador. La experiencia que Manuel Vázquez Montalbán convierte en verso es poliédrica: en ella convive el sueño con lo imaginario, la experiencia estética con los distintos estados de conciencia frente a la Historia y frente a la intimidad, incluida la relación amorosa. Y se alternan e interrelacionan la memoria íntima y la memoria colectiva. Por tanto: incorpora a su visión crítica de la realidad, del mundo, algunas innovaciones procedentes de las vanguardias y no renuncia a la experimentación, a lo irracional. A ese respecto no hay más que leer el texto de agradecimiento con que abre Memoria y deseo , su poesía reunida, un texto que publicó por vez primera como pórtico a su primer libro, Una educación sentimental . En él están presentes Vicente Aleixandre y Jorge Guillén, Bertolt Brecht, Eliot y Gil de Biedma, Miguel Hernández; José Agustín Goytisolo y Gabriel Ferrater, Carlos Marx, Vinyoli y Paul Anka o el Dúo Dinámico, entre otros. Todos estos nombres expresan la polifonía de la deuda que asume el poeta barcelonés.

En ese sentido, Vázquez Montalbán fue, de Nueve novísimos, el poeta con menos prejuicios con respecto a la tradición inmediata. Aunque fue crítico con la reiteración de la poesía social, no tuvo ningún problema en asumir su fondo de insumisión. Aunque se empeñó en la búsqueda de un nuevo lenguaje al calor de las vanguardias europeas, no desdeñó la herencia cultural que, a través de la radio, ofreció a su generación la copla. Con esos ingredientes, fue edificando una obra compleja que si bien puede ser contemplada como un amplio collage , se caracterizó por la coherencia, por su carácter unitario y por ofrecernos un mundo absolutamente personal: una Barcelona cuyo origen forma parte de su mitología personal -el barrio del Raval- que es, a la vez, una ciudad con vocación universal.


La apuesta de su primer libro

Vázquez Montalbán publica Una educación sentimental en 1967. Es un primer libro maduro en el que afirma una identidad hecha con la memoria de los antepasados y con la propia memoria. Lo abre un poema que el paso del tiempo ha convertido en emblemático: «Nada quedó de abril». Lo cual quiere decir que en el origen de la formación de su identidad está abril . Un abril con una doble capacidad simbólica: el abril de la República y de la luz («Era distinto abril, entonces / había alegría, y rastro de mejillones en la escollera»); el abril de la derrota y del silencio («los geranios se agostaron en cenizas amarillas / luego / volvieron otras tardes de abril, no aquéllas / muertas / muertas ya para siempre»). Ese abril adquiere distintos matices a través de la sucesión de imágenes y de pequeñas historias que hacen del libro un recorrido por los escenarios y por las claves culturales de la posguerra y por las distintas fuentes de formación cultural y sentimental de la generación del poeta.

El más directo realismo convive con las fórmulas vanguardistas, la cultura anglosajona y su trasfondo de modernidad con la experiencia carcelaria de un preso político, el amor idealizado al calor de la lucha política clandestina con el descubrimiento del sexo, Conchita Piquer y su «Tatuaje» con «los beatles» y con el twist . Del primer al último poema de Una educación sentimental Vázquez Montalbán nos muestra las distintas caras de ese abril que acaba por ser metáfora de su historia personal y de nuestra historia colectiva. Pero hay otro abril, con una poderosa carga cultural, metaliteraria: el abril de Eliot, «el mes más cruel».


Movimientos sin éxito : la sombra de T.S. Eliot

Será Eliot, precisamente, la presencia más significativa en Movimientos sin éxito (1969), su segundo libro, escrito también durante su «estancia» en la cárcel de Lérida. Vázquez Montalbán afronta en él la fragmentariedad del mundo, la complejidad de un presente azaroso, intenta atrapar una realidad en conflicto mostrando su dialéctica interna, más íntima, su corazón en movimiento.

Las « imágenes rotas /sobre las que da el sol» de Eliot son, en este libro, la plasmación rota y dolorida de un mundo en crisis (son los tiempos de la guerra de Vietnam, de la lucha por los derechos civiles en Norteamérica, de la guerra fría) de un modo parecido a como en La tierra baldía -a pesar de la ideología radicalmente conservadora de Eliot, en los antípodas de la de Vázquez Montalbán- se filtra el mundo en desorden del Occidente de entreguerras. La mirada se carga de complejidad y escepticismo, de inteligencia crítica, de desolación: «flotan sobre la grasa / verde del puerto / restos de todos los naufragios». Con este libro, el poeta barcelonés confirmó una trayectoria claramente personal, decididamente mestiza. Pese a su fuerte componente metaliteraria, pese a su cierta propensión a lo experimental, hay una clara búsqueda de un imaginario distinto, hay una mirada no complaciente hacia la realidad de su tiempo, una exigencia de transformación, una profunda aspiración de libertad.


Los espacios de la memoria

Al igual que ocurriera con Una educación sentimental, Vázquez Montalbán intenta indagar en los dos espacios de la memoria que habrían de caracterizar el conjunto de su literatura (incluso la narrativa): la memoria de lo vivido y la memoria que le ha sido comunicada/transferida por las generaciones anteriores, especialmente por la generación de sus padres, derrotados directos en la guerra civil.

En consecuencia, memoria propia y memoria heredada se alternan en las Coplas a la muerte de mi tía Daniela (1973), libro-poema en el que el verso se adelgaza y agiliza y en el que los ecos de Jorge Manrique y de la poesía castellana del barroco más temprano dan forma a una intensa y cruel (irónica y cáustica también) reflexión sobre el poder y sobre el anonimato de quienes, en verdad, hacen la Historia: «ningún caminante / de regreso /hubiera visto su nombre / luminoso / en las cúspides de la ciudad».

Daniela representa a los perdedores, a los que han vivido el entusiasmo de las primeras revoluciones y el silencio de la dictadura. En el fondo, las Coplas son un homenaje a una generación sacrificada. También un recorrido por las claves políticas, culturales, sentimentales, estéticas que han marcado la vida de quienes han sido testigos directos (y, en ciertos casos, protagonistas) de la realidad cotidiana bajo la dictadura de Franco. Aunque el libro se divide en dos partes, que se corresponden, respectivamente, con la evocación de los tiempos de preguerra y guerra civil de un lado y de posguerra y desarrollismo de otro, cabe ser leído e interpretado como una suerte de palimpsesto, de collage en el que el poeta intenta sintetizar la biografía derrotada de una «tía Daniela» que es la metáfora de un mundo esperanzado y humillado a la vez.


El amor y el erotismo

Ese amor a las raíces que se expresa en las Coplas se convierte en erotismo en A la sombra de las muchachas sin flor (1973), libro en el que vuelve a los imaginarios que apuntaban en «Ars amandi», capítulo de Una educación sentimental que creo conveniente analizar y valorar aparte, junto con el resto de su poesía amorosa.

Si entonces el amor era descubrimiento, tanteo, celebración de lo inaugural, aquí es madurez, pérdida de la inocencia, dolor y conciencia de muerte, espacio sagrado y maldito a la vez: no en vano, se subtitula «Poemas del amor y del terror». Como no podía ser de otro modo, la poesía amorosa de Vázquez Montalbán aparece trufada de claves culturales, sociológicas, políticas: no de otro modo cabe entender la sentimentalidad y el amor en un mundo contradictorio, en el que los amantes están sometidos a las mismas exigencias y servidumbres que el conjunto de la sociedad. Lo lírico en el sentido más tradicional se combina con la conciencia de vivir una relación de «amor en tiempos difíciles», lo que se traduce en una poesía en la que la ternura y la desolación se combinan e interrelacionan. Aunque su poesía amorosa se encuentra en A la sombra de las muchachas sin flor y en el apartado «Ars amandi» de su primer libro, es posible acceder a su totalidad, es decir, con la inserción de varios poemas inéditos aparecidos en los años setenta en la revista La Ilustración Poética Española e Hispanoamericana (procedentes de un libro perdido durante un viaje por Grecia, Poema de amor de la dama de ámbar ) y de varios fragmentos de Rosebud , su libro inédito tantas veces anunciado, en el volumen Ars amandi , publicado en 2001.


Su reflexión sobre la crisis del comunismo

Manuel Vázquez Montalbán reflexionó, y mucho, sobre la caída de los imaginarios emancipadores que construyó la izquierda europea. Lo hizo a propósito de las aberraciones del estalinismo y lo hizo, sobre todo, tras el Mayo del 68 y tras la primavera de Praga y, sobre todo, tras la invasión soviética posterior. Quizá lo que canalizó a través del ensayo y del periodismo tuvo su trasunto lírico en Praga (1982), un libro intenso y breve lleno de significados. La Praga de Vázquez Montalbán es la capital checa, sin duda. Pero es también Barcelona y, en el fondo, cualquier ciudad contemporánea amenazada por la barbarie. Praga es el símbolo de las contradicciones del marxismo occidental de finales de los años sesenta. Pero es también la metáfora de la ciudad vencida de la niñez y de la adolescencia del poeta: «nací en la cola del ejército huido / me quedé a la luz del centinela / y os pedí prestados aire y agua / en barrios que os sobraban».

Es también la Praga de Kafka, la ciudad que vive la opresión de un idioma propio, el checo, por otro foráneo, el alemán, del mismo modo que, bajo el franquismo, Cataluña vivió una experiencia parecida teniendo como víctima el catalán. Pero es también la ciudad del mestizaje, del encuentro entre culturas, entre lenguas. En poemas breves, con una estructura de libro-poema (o de poema-libro), el poeta araña en las incertidumbres del presente y muestra una visión desoladora, pesimista, de los sueños de liberación.


La huida y la señal de la muerte

La huida, las huidas y los regresos, las islas, tan visibles en novelas como Los pájaros de Bangkok o Los mares del sur , paradigmas de una felicidad imposible, de la búsqueda de la utopía, serán parte esencial del hilo conductor de Pero el viajero que huye (1990), verso del tango Volver que da título a su sexto poemario.

Este libro es la metáfora de un largo viaje y una reflexión sobre el viaje, sobre el alejamiento de las raíces, de la ciudad originaria. También es una meditación sobre la muerte, sobre los límites entre realidad y ficción, sobre el lenguaje como constructor de mundos. En esa meditación, realizada en muchas ocasiones desde la distancia de quien vuela de un continente a otro, Vázquez Montalbán se acerca, con trece años de antelación, a lo que fue su muerte: se trata de un breve poema en el que se alude a un viajero de paso «condenado» a morir, sólo, en el aeropuerto de Bangkok. El final de este volumen, que concluye con un poema cuyo primer verso es «Definitivamente, nada quedó de abril», es la escenificación lírica del regreso a «la primera patria», al territorio de la infancia, a la imagen de la madre muerta.


La ciudad del retorno y del futuro

Ese «viajero que huye», cerrará, por tanto, su itinerario en Ciudad (1996) en una suerte de retorno al origen («Oh ciudad de la plenitud / que cimentabas esperanzas / en los dioses y en los signos»), de acercamiento al Rosebud de un sujeto lírico que es, más que nunca, el propio poeta: «una canción de Glenn Miller, Canta el petirrojo en diciembre... que alguna vez escuché de niño en una ciudad donde habitan muertos que sólo yo recuerdo», escribió el propio poeta en el epílogo a su último libro de poemas publicado. Esa canción, cuyo estribillo utiliza como hilo conductor de Ciudad, es el apoyo cultural (y sentimental) de un recorrido de lenguaje que bascula sobre una dualidad permanente: la memoria y el deseo, dualidad que, por otro lado, está presente desde los primeros poemas de Una educación sentimental.

La memoria como territorio de las raíces de un sujeto poético que las vio crecer en la realidad gris y silenciada de la posguerra; el deseo como pulsión utópica, como espacio de la imaginación liberadora y de la inteligencia crítica. Esa tensión, hecha con un lenguaje lleno de rupturas, iluminaciones y extrañezas, llena de puertas que conducen a sus novelas, salpicadas de referencias e intertextos, se mantiene e intensifica en sus textos poéticos inéditos. Su poesía es compleja y viva. Una poesía que, en principio, desconcierta, pero que en la relectura cobra una densidad emotiva y una riqueza semántica poco frecuentes. Una poesía que se carga de sentido y de referencias. De «tiempo significante», que diría el propio Vázquez Montalbán.


Su obra inédita

Desde 1996, Vázquez Montalbán venía trabajando en un proyecto poético dirigido a ahondar en la búsqueda de las raíces y al que hemos hecho referencia en varias ocasiones a lo largo de este artículo: Rosebud. Ese vocablo que utiliza Orson Welles para concluir Ciudadano Kane, es una obsesión que, a lo largo de la vida de Vázquez Montalbán, impregnó sus reflexiones sobre poesía y, sin duda, sus versos. Pero su obra poética inédita tiene un complemento no desdeñable. En el año 2000, como homenaje al pintor Benet Rossell, escribió veinte poemas (en realidad se trataba de partes de un poema unitario) bajo el título Teoría de la famosa almendra de Proust. Sólo fueron publicados en una edición para biobliófilos, por lo que su difusión fue extremadamente limitada.

En esa colección no es difícil advertir la tensión introspectiva que preside el último apartado de Pero el viajero que huye y el conjunto de Ciudad. La almendra, que suplanta a la magdalena proustiana, es el núcleo originario, fruto «cerrado y pobre» como la cebolla de las Nanas de Miguel Hernández. En ella anidan vida y muerte (es «misterio», es «alma», «el ciclo / de toda vida conduce a toda muerte»), vive la infancia. Aunque el origen anecdótico de estos poemas es la contemplación de una obra pictórica, tienen vida propia, autonomía plena al margen de la pintura a cuya luz nacieron.

Son una muestra del vigor creativo de Vázquez Montalbán en los últimos tiempos. Explican, por sí mismos, su persistencia en considerarse, por encima de todo, poeta.

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Rico

Entrevista a mí mismo

26 de junio de 2013 12:20:19 CEST

Para Yemira Sánchez


¿Quién ha sido Ángel Guinda?

Un poeta perfectamente inútil

que defendió la poesía útil.

 

 

 

¿Qué sabe de Ángel Guinda?

Perdía la razón por las mujeres,

el vodka con naranja y el gintónic.

 

¿Cómo era Ángel Guinda?

Vitalista y alegre. O pesimista,

triste. Frágil, activo, generoso.

 

¿De qué era partidario Ángel Guinda?

Del placer, de la paz, de la felicidad:

es decir, de poner patas arriba el mundo.

 

¿Pasiones de Ángel Guinda?

El rock, el rap, el fútbol y los toros,

los cementerios, la velocidad.

 

¿Los vicios de Ángel Guinda?

El sexo y el tabaco, el hachís y el alcohol,

el café y estallarse el corazón.

 

¿Qué amó y odió Ángel Guinda?

Amó la luz y el imposible. Odió

las dictaduras y a los pusilánimes.

 

¿Dónde acaba Ángel Guinda?

Cerca del horizonte, donde sigue la vida.

Donde empieza el Moncayo, allá, en Trasmoz.

Escrito en Lecturas Turia por Ángel Guinda

Sesión de tomas

26 de junio de 2013 12:05:09 CEST

            Vió aparecer las líneas desdibujadas por los errores de color, las caras pálidas, todo virado al azul triste, se maldijo a sí mismo por no haber renovado los quími­cos, las pasiones intensas, por no tirar a tiempo lo que parece vivo y está muerto, fingir, ahorrar, durar, y como siempre que estaba en el laborato­rio, sonaron el telé­fono y el timbre al mismo tiem­po.

            Atendió el teléfono, un momento por favor, y salió a abrirle la puerta a Valentina sin preocuparse por la invasión de luz, las copias ya estaban perdidas. Por ahorrar en revelador y trabajar con productos vencidos. Si su asistente seguía llegan­do a cual­quier hora, iba a tener que darle las llaves del estudio o echar­la. Sopesó las dos posibilidades mientras atendía el teléfono, escuchando la voz filosa de Alba.

            - Te la tengo que dejar ahí -dijo Alba- En un rato. No hay clases, tengo citados pa­cien­tes, no puedo suspender.

            Berenguer contestó con equivalente preci­sión.

            - No. Punto. Yo también tengo trabajo. Hábla­le a tu mamá.

            - Berenguer, no sos mi primera opción ¿A mí me gusta dejarla a Paulita en tu estudio? No me gusta. Te la dejo dentro de una hora.

            Alba cortó y el problema quedó allí, se condensó en el aire y sin embargo el silencio, la ausencia de esa voz, provocaba tanto alivio: sobre todo, ya no estaba casado con ella y todos los demás pro­blemas también tendrían solu­ción. 

            - Tenemos una chica de catálogo- le dijo a Valentina-  la manda la señora Mabel. Y en cualquier momento cae mi nena. Me la vas a tener que entre­tener en la oficina.

            Berenguer amaba a su hija con un amor torpe y temero­so. Nunca había pensado que se podía querer a alguien así, dándole poder absoluto sobre su felicidad. A Paulita le gustaba estar en el estudio. Cuando le pregun­taban qué hacía su papá, usaba el verbo "fotear".

            Había poco trabajo en los últimos meses. Berenguer hacía fotos para avisos publicitarios, empresas, revistas, supermercados, para actores, actrices y modelos y para personas que deseaban serlo. Desde hacía un tiempo también hacía retratos para agencias de acompa­ñantes, que trabajaban con catálogos de varios precios. A Berenguer le gustaba hacer retratos, y lo hacía bien. A sus nuevas clientas las llama­ba "chicas de catá­lo­go", incluso para sí mismo. Las tomas no eran diferentes a las que hacía con las modelos publicitarias. Las chicas posaban vestidas. El que quiera ver más, que pague, decía la señora Mabel, dueña de una de las agencias. Preparate porque te mando una flor de rubia, le había anunciado el día anterior: nunca se resignaba a la indiferencia de Berenguer por sus pimpollos.

Valentina preparó café. La rubia de catálogo llegó puntual, acompañada por su marido. No era exactamente una chica. Usaba un traje bordó. Tenía bolsas debajo de los ojos un poco saltones, una magní­fica cascada de rulos teñidos de rubio, y una distancia extraña entre la nariz y la boca. Unos cuarenta años: el ojo del fotógra­fo estaba acostum­brado a calcu­lar la edad de las mujeres y a distiguir las tetas de silicona de las verdade­ras. Las tetas de silicona, firmes en su puesto de bata­lla, miraban siempre al frente, sin titubeos, netas y rígidas como una nariz. Las tetas verdade­ras mantenían siempre una agradable inercia que les daba un aire independiente, un poco salvaje.

            El señor y la señora López Belmonte le dieron la mano al fotógrafo con entusiasmo de principiantes. Cuando la señora entró con Valeria a la sala de maquillaje, su marido sonrío confiado, pidió algo fresco para tomar y se aflojó la corbata.

           - Qué día -dijo- Vinimos directamente de la sucursal. La gente está como loca.

            - ¿Trámites? - preguntó cortesmente Beren­guer.

            - No, somos empleados bancarios. Los dos. Lamentablemente. Pero vamos a salir de esto.  La señora Mabel la alentó mucho ¿sabe? Y nos habló muy bien de usted. Me interesa su opinión.

            Berenguer sabía que cuando la señora Mabel alentaba realmente a alguien, le pagaba las fotos. En este caso, las fotos se las pagaba directamente la mujer. O el marido.

            - Yo no opino -dijo- Yo hago las fotos.

            - Pero usted tiene experiencia. La de mujeres que habrá visto.- el señor López Belmonte emitió una risita pícara. Tenía el pelo escaso, de color negro billante.

            Afuera estaba el mundo, había sol, sandwiches tosta­dos, autos de colores. Berenguer no tenía ganas de estar encerra­do en su estudio antiguo, fresco pero un poco sombrío, de techos altos, con el matrimonio López Belmonte.

            La señora López Belmonte, flor de rubia, emergió de la sala de maqui­llaje vestida con un pantalón de cuero apretado, que provo­caba una oleada de grasa sobre la cintura. La blusa roja dejaba ver el co­mien­zo de sus pechos blandos, levan­tados y unidos por un corpiño tipo bandeja.

           El señor López Belmonte la recibió con una mirada de admiración y un silbido estimulante.         

           - ¿Y, qué me decís? - le comentó al fotógrafo - ¿No es una máquina? ¿En qué catálogo la pon­drías?          

           La señora caminó, balanceando el culo chato, hacia la tarima de la sala de tomas. Tomó la silla y se sentó en pose, con las piernas cruzadas. La ropa menos ajustada podría haber di­simulado, quizás, el efecto pantalón de montar en los mus­los, el grosor de los tobi­llos. El fotógrafo y su asistente cruzaron una mirada rápida.         

            - ¿Así? - preguntó la señora López, con un mohín desa­compasado.

            - No, esperá - dijo Berenguer-  A ver, parate. Quiero que mires para abajo y levantes la cabeza cuando yo te diga.           

            - ¿Así? - preguntó la señora López, sacudiendo su rubia cascada de rulos como un perro mojado.           

            - Estás bien, estás re buena, Betty -decía el marido-  Vas a ver, no vas a dar abasto.           

            - ¿Vos creés? - decía Betty, tirando insinuante del escote de la blusa. -¡Imaginate si se enteran los clien­tes del banco! Más de uno me anda detrás.          

             - A ver. No mires la cámara ahora, Betty. -decía Berenguer- Sentate en la silla al revés, con el mentón sobre el respaldo, así.          

             Pero al abrir las piernas para pasarlas a cada lado del respaldo, las costuras del pantalón simplemente se negaron a seguir resistiendo la presión a que las sometía el destino y se desgarraron con un sonido sibilante.           

             - No importa. -dijo la señora López- Abajo tengo el conjunto de lencería para las tomas que siguen.           

              Sonó el timbre de la puerta de calle. Paulita.          

              - Enseguida volvemos, que la señora, quiero decir, que Betty se cambie nomás. –Berenguer salió a abrir.           

              Saludó a su ex mujer que lo despedía desde el auto. Paulita estaba parada en el umbral, todavía con el delantal  del Jardín. 

              - ¿A quién estás foteando, pa? ¿Es alguien famoso de la tele? - preguntó.

              - Papi termina enseguida. Vení, vamos a jugar a la oficina -dijo Valentina.

Se llevó a la chiquita y cerró la puerta.

            En la sala de tomas la señora Betty se había sacado la blusa y el pantalón. El efecto era asombroso. La tanga cubría apenas el monte de Venus dejando ver la gruesa cica­triz de una cesárea. El señor López Belmonte la estaba haciendo practicar poses, gestos y expresiones, azuzándola con voz ronca, seductora.           

           - Vamos mi hembra, mi potra, mi rubia, así, con esa carita de reventada que vos sabés, dale que me volvés loco, así, así.

             Berenguer empezó a sacar fotos al azar, ya no pretendía más que terminar el rollo y que se fueran. Pero los López Belmon­te pare­cían haberlo olvidado y se dedicaban con ale­gría a su peque­ño espectáculo priva­do.        

            - Nosotros hicimos una terapia de vidas pretéri­tas. ¿Oíste hablar? -le confesó de pronto, en voz baja, el marido - ¿Betty, te parece que lo puedo contar?

            - Claro, se lo cuento yo. -dijo Betty. Y entrecerrando los ojos lanzó al fotógrafo una mirada casi lánguida – Nos dijeron quiénes habíamos sido antes.           

            - Es posible que Betty haya sido la Reina de Saba. Hace casi dos mil ochocientos años. No sé si se da cuenta. Eso explicaría muchas cosas. -dijo él.           

            Tratando de concentrarse en su trabajo, el fotógrafo se empeñaba en sacar el mejor partido posible de esa cara, de ese cuerpo sufrido de dos mil ochocientos años. Se trataba de golpear a las puertas de la fantasía: era insensato exhibir sin velos las maduras ofren­das de la Reina de Saba. Había un montón de ropa en el perchero y le pidió a Betty que eligie­ra una bata.           

            - Vas a tener que seducir a la cámara -le dijo- Mostrar y no mostrar, hacerla entrar de a poco.           

            - ¡Divino, me encanta! -dijo ella. Eligió una bata de toalla y se la puso dejando los hombros al descubierto- ¿Qué tal?...¿Me mojo el pelo?            

            Y le sonrió al objetivo con la alegre dentadura que debía usar para asegurar que sí, señor, sus garantías son muestra del solvencia y el banco ha decidido otorgarle su crédito.        

             Berenguer se lanzó a lo suyo, clic, clic, un paso al costado, la cabeza levantada, clic clic, no te muevas, clic, muy bien, vamos muy bien, otra vez esa sonrisa, clic clic mientras el señor López Belmonte miraba extasiado.

            Un ruido violento, la caída de algo grande y pesa­do, vino de la oficina. Un instante de silencio y después el grito agudo y demasiado largo de Paulita. Berenguer corrió por el pasillo.         

           En un rincón estaba parada Valentina, paralizada de susto. Paulita estaba sentada en el suelo con la cara ensan­grentada, rodeada de libros tirados por todas partes. Se había caído un estante de la biblioteca.      

           - Se quiso trepar...- la voz de Valentina temblaba.        

           Mientras Berenguer corría a abrazarla la chiquita, con la cara lívida, se derrumbó. No respiraba.           

           La señora López Belmonte apareció de golpe, inespera­da.           

           - Es un espasmo de sollozo. Ya recupe­ra el aliento. - su voz era tranquila y segura.          

           Se acercó a Paulita, que en efecto estaba recuperando el aliento y empezaba a gritar otra vez. Con manos expertas le palpó la cabeza.       

           - Se salvó por un pelo, el estante no le golpeó la cabeza, va a estar bien.        

           Berenguer, con Paulita en los brazos, la miró con desesperación.      

           - Crié un par de estos bichos, no se preocupe. A ver de dónde sale la sangre.      

            El llanto feroz de Paulita no le permitía pensar a Berenguer. La acunaba sin darse cuenta.        

           - Ya está, ya está, ya está, ya está -decía torpemente.          

           Betty actuaba con rapidez y eficacia. Alzó a Paulita, la llevó al baño, le lavó la cara con agua fría y se la devolvió a su padre.         

           - Aquí y aquí -dijo- ¿Ve? Se le partió el labio, no es nada. Y perdió un dientito de leche. ¿Cómo se llama la nena? Vos -le dijo a Valentina- traeme hielo. ¿Tienen hela­de­ra? Paula. Mirá Paulita, aquí está tu dientito: vas a ser la primera nena de la salita de cuatro sin un diente. ¡Les vas a ganar a los de preescolar!     

            Paulita seguía llorando pero levantó la vista interesa­da. Hacía apenas un momento Berenguer, con la cámara en la mano, detentaba el poder, hacía que la escena se moviera al ritmo de su voluntad. Ahora Betty era la que mandaba y él se sentía simplemente agradecido, se entregaba, confiaba. El pelo rubio de la mujer, hermoso, flexible, pura luz, era como una aureola que subrayaba la gracia segura de sus rasgos. El señor López Belmon­te apareció en el marco de la puerta. Valentina llegó con el hielo.          

          - A ver, papi te va a poner el hielito en la boca y no te va a doler más. -decía Betty-  Valentina, acomodá los libros en su lugar. Aquí está la otra lastimadura, ¿ves el corte?, necesito tira emplástica y una tijerita.       

           El señor López Belmonte se acercó tímidamente.      

           - ¿Le puedo contar un cuento? - le preguntó a su mujer, que le hizo una seña afirmativa.          

           Los gritos de Paulita parecían llenar todo el espacio de la habitación, le quitaban el aire, Berenguer apenas podía respirar.          

           - Había una vez una señora que se llamaba Doña María. Y esta señora tenía huerta llena de plantitas ricas  para comer. ¿Cómo por ejemplo qué puede ser? - dijo el señor López.        

            Entonces Paulita hizo algo asombroso. Dejó de llorar por un momento y con la boca ensangrentada dijo:       

           - Lechuga.

            Fue la palabra más hermosa que Berenguer había escucha­do en su vida. Mientras tanto, Betty cortaba tiritas muy finas de tira emplástica y le cerraba con prolijidad la herida del brazo.

             - Y entonces el chivo le empezó a comer las plantitas -decía el señor López Belmonte- Y la pobre Doña María llora­ba, lloraba, y se sonaba la nariz así...

            El señor López Belmonte apoyó la nariz sobre la manga de su saco y fingió sonarse con fuerza, haciendo ruido con la boca. Paulita se rió a carcajadas.

            Después la señora Betty se vistió y se fueron todos a tomar un helado. La sesión de tomas la terminaron otro día y Berenguer les regaló las copias deseándoles mucha suerte, muchos clientes, el mejor catálogo.

 

Escrito en Lecturas Turia por Ana María Shua

La maltratada

26 de junio de 2013 08:07:28 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Tengo sed. Me has quitado las praderas del norte,

regadas por arroyos de respeto y cariño.

Tengo frío. Te has ido con el sur de mi alcoba,

dejándome las huellas de tu hielo en mi cuerpo.

No sé qué hacer. La vida me parece una tumba

donde me has enterrado viva, una oscuridad

irrespirable, un túnel sin salida, una muerte

prolongada, el vacío, la ausencia, el desamparo.

Me siento tan vencida por tu odio, tan débil,

tan aterrorizada y tan inexistente,

que no puedo llorar, ni llamar por teléfono

a mis padres (que acaso me dirían: “Aguanta,

que por algo naciste mujer”), ni hacerle señas

a la vecina desde la ventana. Me quedo 

acurrucada en un rincón del dormitorio

esperando que vuelvas y sigas arrasando

con gestos de desprecio, con golpes y con gritos

aquel campo de amor que cultivamos juntos.

Escrito en Lecturas Turia por Luis Alberto de Cuenca

Entre la utopía y el desencanto

25 de junio de 2013 08:20:31 CEST

 

En un mundo cultural en el que lo más frecuente es que cada individuo aspire a la singularidad y a la excelencia atrincherándose en un campo especializado dónde pueda sentirse seguro, invulnerable, es particularmente grato poder celebrar una figura como la de Claudio Magris, abierta y poliédrica, constantemente arriesgada en el tablero de lo diverso, que no vacila en intentar nuevas empresas y en asumir desafíos inéditos que podrían comprometer el seguro prestigio de sus logros ya oficiales. Por supuesto, este triestino nacido en 1939 es uno de los más respetados académicos de Italia, catedrático de lengua y literatura alemana en la universidad de su ciudad natal y en Turín, miembro de numerosas entidades culturales internacionales, autor de estudios concienzudos y sabios en su especialidad sobre Wilhelm Heinse, Hoffman, Joseph Roth, Dorst, Canetti, Rilke y el mito hausbúrgico en la literatura austríaca moderna, entro otros muchos. También ha traducido as Ibsen, a Kleist, a Buchner y a numerosos autores de primer rango. Ha sido senador de la República Italiana por dos legislaturas y ha obtenido innumerables premios y distinciones, de los que podemos destacar por su relación con España el premio Juan Carlos I en 1989, la Medalla de Oro del Círculo de Bellas Artes en el 2002 y el Premio Príncipe de Asturias de Humanidades en el 2004. Con todo, tan justificados reconocimientos y tantas pruebas de competencia universitaria no bastan para agotar ni definir suficientemente el perfil de lo que yo llamaría –representando indebidamente a muchísimos lectores españoles- “nuestro Magris”.

Para la mayoría de nosotros, simples lectores (pero ¿alguien puede tener título más alto y más honroso que el de lector?), Claudio Magris es el autor inolvidable de El Danubio, uno de los libros que más han contribuido a descubrir Europa a los europeos. También quién nos reveló el sentido del más auténtico y liberador humanismo fabricado con piedad e ironía en Microcosmos, el narrador esencial de Il altro mare o el ensayista que ha sabido significativamente y sin desmayo circular entre la utopía y el desencanto, ayudándonos a combatir con lúcidas lecciones los peligros de una y otro. Hablo de “nuestro” Magris, porque se trata de un autor del que cada lector se apodera con especial identificación y aún con posesivo celo personal. Para cada uno de los muchos amigos que se ha ganado a través de las páginas que ha escrito, Claudio Magris tiene su rostro especial e inconfundible que corresponde a la deuda de agradecimiento que cada cual guarda con él.  Aprovecho la honrosa ocasión que ahora me brinda la Universidad Complutense al rendirle el tributo de esta distinción académica para señalar con dos rasgos esenciales las características principales del Claudio Magris que considero más indispensablemente mío.

En el hermoso ensayo que sirve de prefacio y justificación a uno de sus libros más recientes, L’infinito viaggiare (Mondadori), el viaje aparece como una actividad fundamental y definitoria para Magris, que forma trío con vivir y escribir: Vivere, viaggiare, scribere. El viaje aparece así como el trazo de unión que lleva desde la vida a la escritura. Se viaja no sólo a través del espacio, sino también a través del tiempo y contra el tiempo. Claudio Magris es un viajero excepcional porque no sólo sabe trasladarse con atención, humildad y perspicacia (las virtudes fundamentales para viajar) a lo largo de las rutas y los caminos, sino que también y juntamente se desplaza por las capas superpuestas del tiempo, tal como las conservan los libros y los monumentos o nos las transmiten las confidencias de quienes recuerdan su experiencia. Los embelesados lectores de El Danubio conocemos bien la intensidad inolvidable y reveladora como una iniciación órfica de esa forma de viajar practicada por el autor. El viajero según Magris no es un simple curioso ni un mero testigo sino también un crítico que ha roto amarras con la serenidad de todos los puertos y sabe afrontar sin escándalo pero también sin plena resignación las lecciones del desencanto. “El viajero- escribe Magris en este prefacio- es un anarquista conservador; un conservador que descubre el caos del mundo porque lo mide con un metro absoluto que revela la fragilidad, la provisionalidad, la ambigüedad y la miseria”. Condición paradójica la de ese anarquista conservador, ese revolucionario que –siguiendo fielmente la etimología astronómica de la palabra “revolución”- da la vuelta completa horadando caminos y acumulando voces o paisajes hasta regresar finalmente con algo que contar a su punto de partida.

El regreso a casa es la parte más difícil, más preciosa e incluso más arriesgada del viaje, nos dice Magris. Porque es en la casa propia dónde se juega la gran apuesta, la capacidad de gozar de la vida sabiéndola irrepetible y frágil; es en casa dónde hay que demostrar la difícil destreza de conseguir felicidad y sobre todo de ser capaz de darla, es ahí dónde logramos crecer a través del coraje o nos encogemos en los espasmos menguantes del miedo. ¿Qué aporta el viaje a la casa propia, según Magris? El descubrimiento de que es imposible que la consideremos realmente “propia”, es decir como algo separado y cortado del resto infinito del universo. Es sólo un albergue provisional, que dura una noche o toda la vida y que debemos habitar con respeto y gratitud. Porque a través del viaje hemos aprendido el sentido originario de esa hermosa palabra, “cosmopolita”, que tanto irrita a las nacionalistas de toda laya pero que no se refiere a la superficialidad y desapego del desarraigado desdeñoso sino a una forma más rica y más amplia de fraternidad. “Poco a poco-nos explica Claudio Magris- el viajero descubre, está obligado a descubrir la fraternidad y el común destino del mundo, está obligado a sentir que el mundo entero es su casa y que sólo este sentimiento hace verdadero su amor por la casa que ha dejado en su país, el cual de otro modo no sería más que un horrible y regresivo fetichismo”. Contra ese horrible y regresivo fetichismo glorificador excluyente de “lo nuestro”, “lo de aquí” y desconocedor del común destino humano de habitar la tierra que podría rescatarlo para hacerlo entrañable y lúcido, ha vivido, viajado y escrito Claudio Magris. Gracias al viaje nos convertimos en extranjeros para nosotros mismos, sí, extranjeros entre extranjeros pero por tanto descubridores de la auténtica calidad de quienes son y no pueden ser sino hermanos nuestros en las rutas del mundo. Porque, concluye Magris, “la meta del viaje son los hombres; no se va a España o a Alemania, sino entre españoles o entre alemanes”.

Junto a este cosmopolitismo fraterno que nos descubre no la lejanía sino la proximidad de los otros y nos permite desmitificar la idolatría de lo propio para amarlo con sencillez de veras, hay otro rasgo en “mi” Magris que quiero ante ustedes destacar, muy precisamente en las circunstancias actuales de nuestro país y en el ámbito de una institución educativa. Me refiero a su defensa de la laicidad, tal como la expone en un breve ensayo, Laicitá e religione, publicado primero como artículo en el Corriere de la Sera en el año 98 y recientemente incluido en el volumen colectivo Le ragioni dei laici (ed. Laterza). Ahí expone: “Laicidad no es un contenido filosófico, sino más bien un hábito mental, la capacidad de distinguir lo que es demostrable racionalmente de lo que es en cambio objeto de fe –prescindiendo de la adhesión mayor o menor a tal fe- y de distinguir la esfera de los ámbitos de las diversas competencias, por ejemplo la de la Iglesia y la del Estado, o sea –según el dicho evangélico- lo que hay que dar a Dios y lo que hay que dar a César”. Y después amplía este concepto hasta convertirlo en la virtud más característica de la conciencia civil que se niega por igual tanto al fanatismo como a la apatía: “laicidad significa tolerancia, duda  dirigida hacia las propias certezas, autoironía, demistificación de todos los ídolos, también de los propios; es la capacidad de creer fuertemente en algunos valores, sabiendo que existen otros que también son respetables”. A continuación narra Magris una anécdota deliciosa que no sólo describe su pensamiento sino también su personalidad. Cuenta que en cierta ocasión uno de sus hijos, al verle especialmente sublevado por un ataque personal de inusual bajeza, le recomendó: “¡Sé más laico!”. En efecto, dado que la adoración más constante de cada cual es la que profesamos a nuestro propio ego, no cabe duda que la laicidad mejor entendida empieza por uno mismo…

Admirado y querido doctor Magris: no hace falta que le recuerde que alta estima el público culto español tiene por su obra y  su persona. Ya ha recibido importante muestras de ello en forma de galardones y sobre todo por la devoción de los muchos lectores, que es la mejor recompensa para cualquier autor. Ahora entra usted a formar parte del claustro de nuestra mayor universidad, en cuyas aulas suenan a menudo su nombre y los títulos de sus obras o la mención de sus ideas. Es cierto que en todo recinto académico y en toda corporación, por docta que sea, hay algo de agobio opresor. Usted lo dijo muy bien en una página de Microcosmos: “Toda endogamia es asfixiante; incluso los colleges, los campus universitarios, los clubs exclusivos, las clases piloto, las reuniones políticas y los simposios culturales son la negación de la vida, que es un puerto de mar”. Tiene usted mucha razón. Pero la universidad que hoy le abre sus puertas está en Madrid y un poeta calificó a Madrid, en cierta ocasión épica, como “rompeolas de todas las Españas”. De modo que no se sienta usted encerrado, ni siquiera por la amabilidad de tantos colegas: aquí también suenan las rompientes libres y bravías, amigo Claudio Magris. Le damos la bienvenida a este otro mar.

 

Nota: Este texto corresponde a la intervención que Fernando Savater realizó en la Universidad Complutense de Madrid con motivo de la concesión a Claudio Magris de su doctorado honoris causa.

Escrito en Lecturas Turia por Fernando Savater

Albert Camus: pasar entre los hombres

24 de junio de 2013 13:45:49 CEST

Uno de los episodios más célebres de la vida de Albert Camus (1913-1960), aparte de la concesión del Premio Nobel de Literatura en 1957, fue la discusión con Jean-Paul Sartre, por entonces director de la revista Les temps modernes, con quien hasta aquel momento había mantenido una relación de simpatía, cordialidad y reconocimiento mutuos. Corría el año 1952, Albert Camus había publicado El hombre rebelde algunos meses antes, en noviembre de 1951, y en la revista apareció una reseña del libro firmada por Francis Jeanson.

Escrito en Lecturas Turia por Elisenda Julibert

El nuevo polifemo

24 de junio de 2013 09:03:15 CEST

Aquella noche yo estaba medio tumbado en el banco azul del Paseo Marítimo, frente al mar, viendo pasar los barcos que entraban y salían del puerto.  El hombrecito apareció inesperadamente a mi derecha –posiblemente estaba escondido detrás de un contenedor de basura, esperando su oportunidad-, y apenas me descubrió en el banco fue acercándose pasito a pasito, sin apresurarse. Por un momento pensé que iba a pasar de largo, pero se detuvo,me dio las buenas noches y ni corto ni perezoso se sentó a mi lado. Levantó la mirada a las estrellas, se le escapó u suspiró y por fin se atrevió a mirarme directamente a los ojos.

-Amigo mío- me dijo, sin rodeos y sin preguntarme si quería escucharle- Aquí donde me ve yo pude ser un famoso tenor. Hubo un tiempo en el que mi voz era prodigiosa y mi técnica alcanzaba una perfección difícilmente superable. No, no voy a presentarme ahora, por el momento no pienso decirle cual es mi nombre. Lo único que puedo decirle es que estuve a punto de estrenar una ópera de la yo hubiese sido protagonista pero lo impidió un pavoroso incendio que destrozó el teatro. Ya sabe usted lo que dice el refrán, el hombre propone  y Dios dispone. Aquella ópera hubiera debido llamarse Las desventuras de Polifemo. Se propusieron otros títulos, pero al final nos quedamos con ese, ¿Sabe usted quien fue Polifemo? ¿Si? Un cíclope, en efecto, fue un cíclope. Tenía un sólo ojo en medio de la frente y esa circunstancia le supuso bastantes problemas, pero en el libreto, del que soy autor, no cometí la horterada de compararle con el lucero de la mañana, como han hecho otros poetas famosos. Tampoco decía que su vista era tan poderosa que desde la cima de una montaña siciliana podía distinguir los emblemas de los escudos de cuero que portaban los jinetes africanos.  No, no nada de eso: las desventuras de aquel monstruo debían ser cantadas con un  lenguaje moderno, adaptado a nuestro tiempo Al fin y al cabo, Polifemo fue un monstruo escéptico, que ni siquiera estaba seguro de ser hijo de Poseidón, el dios de los mares. Tal vez, se decía algunas noches de plenilunio, mi madre Tootse, que era muy hermosa,  me engendró con cualquier otro fulano. Sentado a la puerta de su gruta Polifemo se dolía de no poder creer en dioses y ninfas. Y se lamentaba, sobre todo, de tener un solo ojo porque, , según demostraron muchos años más tarde las leyes de la física, con un solo ojo no pueden apreciarse correctamente el tamaño de las cosas, ni la distancia que le separaba de ellas, ni siquiera la forma precisa de los objetos que tenía a su alrededor. Todas esas amargas reflexiones hubiera debido de exponerlas en una brillante aria.

Si, ya sé, no es preciso que me lo diga, puedo adivinar lo que en esos momentos pasa por su cabeza : está usted pensando que mi aspecto físico no es el más adecuado para representar a Polifemo que, al decir de los poetas, fue tan alto como una montaña. Como usted puede ver, no soy lo que se dice un hombre alto. Sí, sí, no puedo ocultarlo, no soy lo que se dice un buen mozo, apenas llegó al metro cincuenta, pero tenia previsto superar ese inconveniente  con un buen par de zancos. ¿Sonríe usted?  ¡Ah sí¡ ¡Ahora piensa en mi voz de tenor¡. ¿Le parece que el papel hubiera debido de ser representado por un bajo, o, por lo menos, por un barítono profundo? No es usted el único que pìensa eso, pero creo que todos ustedes se equivocan. Los bajos, es cierto, suelen ser individuos de cuello ancho y largo, en el que las cuerdas vocales, como las cuerdas de un gran piano, ofrecen una considerable grosura y extensión, pero ¿está usted convencido de que Polifemo tenia un cuello de esas características? No, no, ni usted ni nadie puede estar seguro de cómo era el cuello de Polifemo, que se convirtió en polvo hace muchos años y no dejo ningún retrato suyo para la posteridad. Lo único que sabe que tenia un ojo en mitad de la frente y que era grande como una montaña. Sabe también que tanto él como sus hermanos cíclopes era gente feroz, insolidaria y antropófaga, que habían olvidado su antiguo oficio de herreros y se dedican exclusivamente al pastoreo.

¿Vuelve usted a sonreír, caballero? No me gusta esa sonrisita, ¿Piensa tal vez que los cíclopes no existieron jamás? ¿Cree que fueron únicamente creaciones de los poetas para consolar a los hombres y demostrarles que no son las peores criaturas de cuantas puso Dios en este mundo?

Algunos escépticos suponen, en efecto, que Polifemo y sus hermanos no existieron realmente. Dicen que no son posibles los seres con un solo ojo en mitad de la frente. Es cierto que se han encontrado enormes cráneos con un agujero en la parte anterior que podría corresponder a la órbita de un ojo, pero ese orificio corresponde en realidad al lugar donde se insertaba la trompa al cráneo de un pequeño elefante que desapareció hace miles de años. Para esos descreídos, pues, los cíclopes fueron emblemas solares o el símbolo del gremio de los viejos herreros que en aquellos tiempos para protegerse de las chispas de la fragua, se tapaban uno de los ojos con  un parche.

Muy bien, aceptemos que no existieron jamás y que todo es producto de la ardiente fantasía de los hombre. No importa. Los poetas de categoría son capaces de dar vida a entes y situaciones que jamás existieron en este mundo y puedo jurarle que no les falta materia. Mi ópera, por ejemplo, constaba de doce actos. ¿Que dice usted? ¿Qué le parecen demasiados? No lo crea, no lo son, tenga en cuenta que una historia tan triste como la de Polifemo no puede tratarse a la ligera. Sus problemas, obviamente, fueron bastante más complejos que los de Madame Butterfly e incluso que los de Hamlet, que, al fin y al cabo, tenían dos ojos como cualquier hijo de vecino. Los problemas de nuestro desventurado cíclope no podían agotarse en tres actos, como los de aquella menuda japonesita que tuvo el mal gusto de enamorarse de un gringo.

Otra vez se le escapa la sonrisita, sigue sin   dar crédito a mis palabras. ¿Quiere pues que le especifique, uno por uno, el contenido de  esos doce  actos? ¿Si? ¿No le importaría? Muy bien, ya verá usted como cada uno de ellos tiene su intríngulis. Escuche:

Acto primero.-Polifemo, solitario, custodia su rebaño.

Acto segundo.- Polifemo recostado al pie de una encina y esperando ver aparecer a Zeus entre las ramas.

Acto tercero.- Polifemo, sentado en un peñasco frente al mar, esperando que las olas arrojen a la playa algún naúfrago.

Acto cuarto.- Polifemo acechando a las hijas de los hombres, que danzan alegremente a lo lejos.

Acto quinto.- Polifemo contempla con aire compungido su enorme pene.

Acto sexto.-Polifemo, en un aria desgarradora, se lamenta del tamaño de sus genitales que le impiden yacer con la hijas nacidas de mujer.

Acto séptimo.-Polifemo, otra vez ante el mar, sueña con transformarse en aquella roca que resistía impávida el empuje e viento y de las olas, pero que se estremecía al contacto de una simple flor.

Acto octavo- Tilemo, el ciclope adivino, advierte a Polifemo que llegará un dia en el que será cegado por Ulises.

Acto noveno-. Dúo de Polifemo y Galatea, que por fin se han encontrado en lo más profundo del bosque. Pese a todo (misterios del amor), consiguen acoplarse, aunque sea con las naturales dificultades, entre los armoniosos trinos de los pájaros cantores.

Acto décimo- Pese a todo, Polifemo no ha conseguido aplacar los ardores de la dulce Galatea y cinco días después el propio Polifemo la sorprende en lo más profundo del bosque haciendo en amor con el pastor Apios, que es un hermoso mancebo de proporciones normales.

¿Piensa todavía que no hay materia  suficiente para diez actos?. Pues mire, pensé incluso en  añadir un acto más, el undécimo: Polifemo aplastando con una roca descomunal al pastor  y entregándose luego a la policía, pero al final desistí, entre otras razones, porque me asusta  el número once y, sobre todo, porque no quise humillar a Polifemo con un severo interrogatorio policíaco. No quise que esos policías le acusasen de homicidio en la persona de aquel estúpido pastor, cuyo única virtud fue la de tener un pene adecuado a los genitales de Galatea..

¿Frunce usted ahora el entrecejo? ¿Piensa que no debería profanar el recuerdo de Galatea haciendo referencia a sus ardores sexuales y a su infidelidad con Apios?. De acuerdo, reconozco que ahora tiene usted  razón, admito que soy un  grosero que ha perdido el respeto por los viejos mitos. Pese a todo, le repito lo que le dije hace un momento: aquí donde me ve, perdido en esta noche gélida y sin estrellas, yo pude ser  el mejor tenor del mundo porque mi voz fue prodigiosa y mi técnica alcanzó una perfección insuperable. Me quedé, sin embargo, en el camino y ahora me considero un hombre frustrado. De todos modos, para consolarme,  algunas veces me pregunto: ¿de qué sirve tener una voz prodigiosa, si a nuestro alrededor todos se han vuelto sordos..?

Un vez que el hombrecito acabó de soltarme todo ese rollo me dio otra vez las buenas noches y regreso a su escondite en el contenedor, esperando que se le presentase una nueva oportunidad para contar su historia al próximo solitario que se sentase en el banco.

Escrito en Lecturas Turia por Javier Tomeo

Salgo

17 de junio de 2013 09:47:51 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

Sin titubeo me zambullo

En esta vigorosa luz desnuda

Que tan abiertamente me esperaba

 

Con qué hambre sin sombra

Me voy a comer hoy todas mis horas

Cómo voy a avanzar

Despojado de odiosas precauciones

Y tropezando emocionado

Con todo lo que el día me depare

 

Qué enamorado voy a recorrer

Mis animosos territorios

Muriendo sí muriendo

De gratitud

Y abrumado abrumado sí

De libertad.

Escrito en Lecturas Turia por Tomás Segovia

Múltiple en su desaforo, surrealista en sus inicios, rebelde contra tantas causas, oportunista en la edad madura. El sueño sería poder reducir todo Dalí en un objeto, como alguien intentó concentrarlo en un rostro. Las dificultades serían muchas, la selección casi imposible. De hecho podría reducirse toda su obra a un inmenso autorretrato, en el que de forma superficial, en ocasiones, y llegando a los recovecos más espeluznantes de su ego, en otras, describe los avatares de una personalidad tremendamente narcisista. Pero, por fortuna, los artistas son varios, pasan por fases diversas, evolucionan y al culminar su vida vuelven a unos, pocos, mitos y obsesiones de juventud, las que de verdad impulsaron un choque contra el mundo. Dalí, excelente escritor siempre, artista excepcional, aunque discutido a partir de 1940, nos ha dejado una larga serie de señuelos a lo largo de su trayectoria. Y manifestó por escrito en varias ocasiones su intimidad.

Dalí es una figura incómoda. Genial, irreverente, insultante. Su obvia genialidad roza, por momentos la inocencia más absoluta y se le convierte en un engorro. Para sí mismo, para muchos de sus lectores, para los espectadores. Hay un tono de suficiencia y superioridad que preside buena parte de sus escritos: "Tengo la seguridad de que mis facultades de analista y de psicólogo son superiores a las de Marcel Proust. No sólo porque, entre los múltiples métodos que él desconocía, yo me apoyo en el psicoanálisis, sino, sobre todo, porque la estructura de mi espíritu es de un tipo eminentemente paranoico y, por tanto, el más indicado para esta clase de ejercicio, mientras que la estructura del suyo es la de un neurótico deprimido, es decir la menos apta para sus investigaciones".[1]

Hay una gran unanimidad de criterio en la valoración positiva de la obra pictórica de Dalí anterior a 1940. Las disensiones se abren después de esas fecha. Pero es obvio que el mercado artístico y el gran público han continuado favoreciendo su obra a pesar de las opiniones divididas de gran parte de la crítica. Un lugar común en los estudios dalinianos dice que el artista efectuó un cambio radical en su trayectoria a partir de 1940. Y como tantos lugares comunes tiene un fondo de verdad. Después de la residencia de más de 8 años (de 1940 a 1947) en los EEUU, con motivo de la segunda guerra mundial y la ocupación nazi de Francia, Dalí cambió radicalmente. En los fundamentos de su arte, en su sistema de relación con el mundo artístico. Desaparecieron los marchantes y fueron sustituidos por Gala. Y se inició un giro en su arte que puede ser leído como relectura y parodia de su paso por el surrealismo. Como en otros artistas, se produce una relación especular (parecida a la que se produce entre el Antiguo y el Nuevo Testamento) entre la primera parte de su vida, de formación y triunfo, y una segunda de formalismo y decadencia.

Y en esa maniobra, de reinvención y de reordenación, juega un papel decisivo la literatura autobiográfica. Esta, a través de sus diversos modos, nos permite la ilusión de un acceso privilegiado a su intimidad. Aunque, por su misma naturaleza, y por su conocimiento espaciado, no completamente controlado por Dalí, se ha convertido en un campo de minas. De sorpresas y contradicciones. De denuncias y confirmaciones.

Nativo del Ampurdán, una comarca famosa por la gran cantidad de "esventats" tocados por la tramuntana, el fuerte viento del norte, que ha producido, Dalí ha conseguido integrar en su obra obsesiones y paisajes genuinamente ampurdaneses, de Figueras, Cadaqués y Port Lligat. Son paisajes -ahora ya engullidos por el torbellino del ladrillo-, que eran de una mineralidad intensa, de una belleza pura, de una dureza liminar. En un caso bien particular de lo que Hobswan calificó como "la invención de la tradición", Dalí se creó a sí mismo a partir de la apropiación de la tradición. O de la invención de una, a la medida de sus propios intereses y necesidades. La notable Vida secreta es un ejercicio de dimensiones colosales en una melagománica ceremonia de la confusión, en una maniobra de la perversión. Como afirmó Luis Romero: "Inquietante y paradójico Dalí, derrochador de ingenio extrapictórico, discutible, discutido, catártico, racionalizador de lo irracional, suscitador de entusiasmos desbordados, catalizador de reacciones furibundas, subversivo, virulento, injusto con quien siguen distintas vías".[2]

He apuntado al principio que podría resumirse la totalidad de la obra de Dalí, literaria y pictórica, a un inmenso autorretrato. Los biógrafos y críticos que aprovechan su voz, a través de sus escritos literarios (prosas poéticas, memorias, diarios y ensayos, entrevistas) deben hacerlo siempre cum grano salis, puesto, ¿hasta qué punto es creíble su voz? Buena parte de la obra pictórica de Dalí puede ser leída como capítulos de una inmensa autobiografía. Dejo para ellos la labor ingente de analizarla desde esa perspectiva. Pero, desde la palabra, Dalí nos presenta una obra mucho más limitada. De hecho, me interesan tres aspectos de su obra: las memorias de 1942 (escritas a la edad de 37 años), con las que organiza y justifica un abandono del surrealismo y el proceso de comercialización que adoptó; los diarios escritos entre 1952 y 1964, que son, en apariencia, una clara maniobra de autopromoción, pero que, al mismo tiempo contienen reflexiones importantes sobre su estado en aquel momento; las cartas escritas a los amigos, recuperadas después de su muerte, que no han podido ser manipuladas y son unas de las vías de acceso más veraces a la intimidad del maestro ampurdanés.

Como afirmó Gilbert Lascault, los textos literarios de Dalí despiertan dos tipos de respuesta: la sospecha y la agresividad; o los subordinan a una lectura los cuadros.[3] Por fortuna se adivina otra, más útil, centrada estrictamente en el valor literario de los mismos y, entonces, Dalí sobresale siempre como un autor original: una de las voces mayores del Surrealismo, en su etapa catalana y parisina. Y un autobiógrafo de gran calibre. A pesar de la crítica negativa de La vida secreta que escribiera Georges Orwell, en la que le criticaba el hecho de no cumplir con una condición de las grandes autobiografías: revelar alguna desgracia. Pero Dalí sí cumple con una condición general que impuso hace tiempo Paul Ricouer: "Existe entre la actividad de contar una historia y el carácter temporal de la experiencia humana una correlación que no es puramente accidental, sino que presenta una forma de necesidad transcultural. O dicho de otro modo: que el tiempo se hace tiempo humano en la medida en que es articulado en un modo narrativo, y que la narrativa alcanza su plena significación cuando se hace condición de la existencia temporal".[4] Dalí se ocupó en tres frentes simultáneos de cumplir con esta articulación del tiempo: a través de una autobiografía, los diarios y las cartas.

Se puede relacionar su interés por la autobiografía con su obsesión por el retrato y el autorretrato, las cuales arrancan de antiguo. A grandes rasgos se pueden distinguir tres tipos distintos de autorretratos: de género en su juventud; los surrealistas, en los que su faz se confunde con otros objetos en los cuadros anamórficos; o los autorretratos dobles, de sus últimos años, en los que aparece junto a Gala. Desde muy joven Dalí cultivó el autorretrato como tema pictórico. De la época de Madrid sobresalen "Autorretrato con ‘L'Humanité'" (1923), en el que su rostro aparece ya sin boca (como en "El gran masturbador") y "Autorretrato con ‘La Publicitat'" (1925), en el que somete la figura a una dinámica de planos en aceleración vertical, siguiendo el ejemplo del futurismo o el vibracionismo de Rafael Barradas. Con García Lorca compartió esta afición, como comprobamos en "Retrato triple de García Lorca", Café Oriente, Madrid, 1924, o "Autorretrato dedicado a Lorca" (1926-27). En "Pez y ventana (Naturaleza muerta al claro de luna malva)" (1925) reconoció que había dibujado un retrato de Federico García Lorca, "pero la sombra del busto es la sombra que corresponde a mi propia sombra, o sea un poco la sombra de un autorretrato".[5] En 1926, ilustró un texto de J.V. Foix, "Introducción a Salvador Dalí", en L'Amic de les Arts, que más tarde serviría para presentar la primera exposición en la Galería Dalmau, con un dibujo de las cabezas unidas de Dalí y Lorca, para el que escogió el título de "Autorretrato".

En la época surrealista desarrolló una versión de su rostro de perfil, con los ojos cerrados y sin boca, inspirado en una roca de la cala Cullaró del cabo de Creus. Esta versión se repite en gran número de cuadros, la cual le sirve para ilustrar su condición de onanista. En las memorias lo explicó así: "Representaba una gran cabeza, amarilla como la cera, muy encarnadas las mejillas, largas las pestañas, y con una nariz imponente apretada contra la tierra. Este rostro no tenía boca, y en su lugar había pegada, una enorme langosta. El vientre de la langosta se descomponía y estaba lleno de hormigas. Varias de esas hormigas corrían a través del espacio que habría debido llenar la inexistente boca de la gran cara angustiada, cuya cabeza terminaba en arquitectura y ornamentación estilo 1900".[6]  En efecto, la base de la cabeza sugiere un pedestal de estilo modernista que se repite en diversas ocasiones. Es semejante al pedestal de la estatua dedicada a Frederic Soler, también conocido como Serafí Pitarra (1838-1895), que se encuentra en la Rambla de Barcelona, cerca del Liceo.

Más tarde explicó el cuadro así: "El erotismo es una parte infinitesimal de nuestro mundo interior. Después de Freud, es el mundo exterior, el de la física, el que convendría erotizar y cuantificar. Todo el horror de este cuadro está para mí en el hecho de que la cara no tiene boca. En su lugar, hay un terrorífico saltamontes".[7]  El rostro de Dalí contrasta la dureza de las rocas en que se apoya, con la fragilidad de esta nariz apoyada en el suelo. Además, hay una serie de símbolos fálicos: el lirio, la lengua del león. El autorretrato de "El gran masturbador" aparece en una versión en miniatura debajo de un busto de Guillermo Tell, en "La memoria de la mujer-niña" (1931).

En "Profanación de la hostia" (1929) repite cinco veces la misma cara de "El gran masturbador". De la cara situada en la parte superior del cuadro cae semen manchado de sangre encima de la hostia. El cuadro no debe leerse sólo en clave antirreligiosa, sino como expresión del rechazo del deseo y con la teoría del simulacro que había teorizado en "El asno podrido". Para Dalí hay tres grandes "simulacros": la sangre, los excrementos y la putrefacción. Sangre y putrefacción aparecen en este cuadro. Rompe así con grandes tabús. Como ha indicado Lubar, Dalí llega a invertir el dogma católico de la transubstanciación de Cristo para atacar a los agentes de la represión. La idea de la transubstanciación es una metáfora de la disolución del yo, puesto que el deseo amoroso y el rechazo o la llamada de la muerte, son los dos grandes instintos que controlan los límites corporales y psíquicos.[8]  Santos Torroella ha indicado que el tema del semen y la hostia puede tener su origen en la novela de Ernesto Giménez Caballero, Yo, inspector de alcantarillas (1928), en la cual un viejo jesuita recuerda cómo un compañero suyo de colegio solía alardear de haber eyaculado encima de un cáliz, mientras exclamaba "me corro en Dios y en la Virgen, su madre, y en el copón bendito".[9]  (VD).

Sin duda, su mejor autorretrato escrito es The Secret Life of Salvador Dalí (La vida secreta de Salvador Dalí), que publicó en 1943. Es una autobiografía con la que Dalí justifica su cambio de rumbo a partir de las estancia en los EEUU. La dedicatoria reza: "A Gala-Gradiva, celle qui avance". Dos ilustraciones en colores abrían el volumen. Una era un montaje a partir del "Autorretrato blando" y la otra un retrato de Gala. Ambos estaban enmarcados por una orla que incluye objetos característicos del mundo daliniano anterior: muletas, hormigas, etc. El libro está muy pensado desde una perspectiva estrictamente literaria: tiene una total simetría y la ordenación de los capítulos dan la sensación de una verdadera conclusión. En los extremos un "prólogo" y un "epílogo. Son comentarios que dan sentido al conjunto, en relación con el presente de la escritura. Las dos partes de catorce capítulos cada una, concentran el paso de la adolescencia a la expulsión del núcleo familiar.[10] Las páginas finales de La vida secreta confirman que el libro es una gran maniobra de justificación de hechos recientes. Termina con la llegada a Norteamérica, justo en el momento en que está ultimando la redacción del libro. Después del capítulo 13, en el que explica su repulsa hacia las ideologías comunista y nazi, escribe: "Pero ya la hiena de la opinión pública escurríase en torno mío, pidiéndome con la babeante amenaza de sus expectantes comillos, que me decidiera por fin, que me hiciera stalinista o hitlerista. ¡No, no, no, y mil veces no! Continuaría siendo, como siempre y hasta la muerte, daliniano y únicamente daliniano!"[11] La impresión del lector es la de una gran manipulación, para explicar el nuevo rumbo que está adoptando el arte daliniano. El mismo Dalí se vio obligado a justificar, al final del libro, que no es normal escribir las memorias antes de vivir. Porque la Vida secreta es una reinvención, un gran proceso de manipulación de la "verdad" autobiográfica: "Pero con mi vicio de hacerlo todo diferentemente de los demás, de hacer lo contrario de lo que los demás hacen, creí que era más inteligente empezar escribiendo mis memorias y vivirla después. ¡Vivir! Liquidas media vida para vivir la otra media enriquecida por la experiencia, libre de las cadenas del pasado. Para esto era necesario que matara a mi pasado sin piedad ni escrúpulo, debía desembarazarme de mi propia piel, esa piel inicial de mi vida amorfa y revolucionaria del período de posguerra".[12] De hecho, propone con esta imagen tan precisa, la de la serpiente, empezar una nueva vida: "¡Nueva piel, nueva tierra!". (422). La publicación del libro tiene un efecto devastador en su amistad con Luis Buñuel. Le ha acusado de ser ateo y Buñuel pierde su empleo en el MOMA de Nueva York. En sus memorias, Buñuel escribió: "a pesar de todos los recuerdos de nuestra juventud, a pesar de la admiración que todavía hoy me inspira parte de su obra, me es imposible perdonarle su exhibicionismo ferozmente egocéntrico, su cínica adhesión al franquismo y, sobre todo, su odio declarado a la amistad."[13]

Los diarios de Dalí publicados hasta el momento corresponden a dos momentos bien diferenciados. El primero, Un diari: 1919-1920 Les meves impressions i records íntims[14] corresponde a dos años cruciales en su formación. EL segundo, Diario de un genio parece un inmenso ejercicio de autojustificación, en un ajuste de cuentas pendientes, pero también una imprescindible confesión del artista. Un diari: 1919-1920 Les meves impressions i records íntims es un diario de "impresiones" y "recuerdos" que nos ayudan a entender al artista adolescente, al comprobar que el escritor de invierno corresponde al pintor del verano. Dominan cinco ejes: el interés por el activismo político radical; el miedo a los profesores del instituto; las actividades de artista incipiente, conversaciones con amigos, lecturas (Baroja, Iglesias, Darío, Xènius, etc.); el ardor del adolescente tímido y enamoradizo, dotado con una imaginación desbordante; las notas sobre el paisaje mezcladas con apuntes atmosféricos. En 1919 sentía todavía una fascinación por la revolución bolchevique, lo cual que hjace escribir frases sorprendentes a favor del terrorismo y de la tiranía, o sobre el ejército español como una "organització de criminals". Poco a poco, a medida que las notas se hacen más seguras y extensas, es mucho más certero. El arte -pintura, cine, teatro, literatura- se convierten en el gran tema. La muerte de un profesor, por ejemplo, le permite expresar el odio al espíritu conformista de la burguesía: "gaudir de la vida que no és altra cosa que esperit i poesia." Atisbamos ya al gran Dalí escritor, el que sabe componer una espléndida narración de juna excursión a la ermita de Sant Pau con técnicas que anuncian sus mejores poemas en prosa. O que sabe establecer un contraste fulgurante entre lo más siniestro de la Barcelona industrial y el recuerdo de la naturaleza que ha podido observar durante el verano en Cadaqués. Aquello, en definitiva, que en su opinión expresan sus cuadros: "aquests matins i aquelles tardes de lluminositat exquisida, i aquell sofrir, i aquell sensualisme del sofrir, i aquella noia d'aquells ulls que mirava cada vespre quan els grills cantavem."

La redacción de diarios puede relacionarse con una afirmación del propio Dalí en el Manifiesto místico. El artista debe someter sus ensueños místicos a un proceso de riguroso examen diario, para fabricarse "un alma dermoesquelética". Así obtendrá un éxtasis místico, el cual es "superalegre, explosivo, desintegrado, supersónico, ondulatorio y corpuscular y ultragelatinoso, pues es la erupción estética de la más alta felicidad paradisiaca que la humanidad puede alcanzar en la tierra."[15] Así, por ejemplo, en el catálogo de la exposición en la Galería Goemans, Breton lo caracterizó en términos contradictorios: "Dalí est ici comme un homme qui hésiterait (et dont l´avenir montrera qu´il n´hésitait pas) entre le talent et le génie, on eut dit autrefois le vice et la vertu". Adaptó muchas ideas de Dalí. Su admiración por él le hizo proclamar que "durante tres o cuatro años, Dalí encarnó el espíritu surrealista y lo hizo brillar con todo su esplendor". La relación entre ambos se rompió por las crecientes diferencias políticas. La ruptura decisiva fue sellada por la referencia que Breton hizo en 1940: definió a Dalí con un anagrama crítico, "Avida Dolars". En el Diario de un genio, Dalí escribió: "Breton: ¡tanta y tanta intransigencia por tan insignificante decadencia!"[16] El texto le sirve para justificar la situación geográfica de la cala de Port Lligat y su propia originalidad: "Mientras desayuno, veo salir el sol y me doy cuenta de que, siendo Port Lligat, geográficamente, el punto más oriental de España, soy cada mañana el primer español en recibir la caricia del sol".[17] O bien, ampliar la reflexión sobre conceptos centrales de su mundo. Los excrementos, junto con la sodomización, ocupan un lugar singular en el imaginario sexual daliniano. En la época que vivía en Madrid, en tiempo de los excesos con Lorca y Buñuel la deposición matutina "era una innombrable ignominia pestilente, discontinua, espasmódica salpicante, convulsiva, infernal, ditirámbica, existencialista, escocedora y sanguinolenta comparada con la de hoy".[18] Amplía, por otra parte, las razones de su reivindicación de Francesc Pujols: "Como con tanto acierto ha dicho el filósofo catalán Francesc Pujols: ‘La mayor aspiración del hombre, en el plano social, es la sagrada libertad de vivir sin tener necesidad de trabajar.' Dalí completa este aforismo añadiendo que esta libertad condiciona a su vez el heroísmo humano. Aurificarlo todo, he aquí la única forma de espiritualizar la materia."[19]

Uno de los rasgos físicos más universalmente conocidos de Dalí son sus bigotes. En el Diario se encarga de justificar su importancia:"Federico García Lorca, fascinado por los bigotes de Hitler, debería proclamar que ‘los bigotes constituyen la constante trágica del rostro del hombre'. ¡Hasta en los bigotes iba yo a superar a Nietzesche! Los míos no serían deprimentes, catastróficos, colmados de música wagneriana y de brumas. Serían afilados, imperialistas, ultrarracionalistas y apuntando hacia el cielo, como el misticismo vertical, como los sindicatos españoles."[20] O explica el sentido de la estación de Perpiñán como centro del universo. Cada año, antes de partir para los EEUU, Gala expedía los cuadros desde la estación de Perpiñán. El edificio atrajo la atención de Dalí. "Siempre es en la estación de Perpiñán, en el momento en que Gala procede a facturar mis cuadros que nos siguen en tren, cuando me asaltan las ideas más geniales de mi vida. Ya unos kilómetros antes, en Le Boulou, mi cerebro empieza a ponerse en movimiento, pero la llegada a la estación de Perpiñán da lugar a una auténtica eyaculación mental que alcanza su máxima y sublime cota especulativa."[21]

Las cartas nos permiten un acceso directo al Dalí sin máscaras. Hay un juego de cartas apasionante cruzado entre el padre, Salvador Dalí y Cusí y Federico García Lorca. En ellas explicó su reacción a la actitud de su hijo: "No sé si estará enterado de que tuve que echar de mi casa a mi hijo. Ha sido muy doloroso para todos nosotros, pero por dignidad fue preciso tomar tan desesperada resolución. (...) Es un desgraciado, un ignorante, y un pedante sin igual, además de un perfecto sinvergüenza. Cree saberlo todo y ni siquiera sabe leer y escribir. En fin, usted le conoce mejor que yo." Su indignación estaba muy relacionada con el concubinaje con Gala: "Su indignidad ha llegado al extremo de aceptar el dinero y la comida que le da una mujer casada, que con el consentimiento y beneplácito del marido lo lleva bien cebado para wue en el momento oportuno pueda dar el mejor salto."[22]  O bien, en carta a García Lorca, Dalí concretó su visión de la impasibilidad, serenidad e indiferencia hacia San Sebastián, como encarnación de la objetividad: "Otra vez te hablaré de Santa Objetividad, que ahora se llama con el nombre de San Sebastian."Asimismo, expresaba una necesidad de autocontrol: "Cadaques es un ‘hecho suficiente', superación es ya exceso, un pecado benial; tambien la profundidad excesiva podria ser peor, podria ser estasis - A mi no me gusta que nada me guste extraordinariamente, huyo de las cosas que me podrían extasiar, como de los autos, el éxtasis es un peligro para la inteligencia.”[23]

Algunas fueron cartas públicas y pudo controlar su efecto. En 1933, con motivo de una exposición en la Galería Pierre Colle escribió una "Carta a André Breton" en la que reivindicaba la figura del pintor francés de temas históricos Ernest Meissonier (1815-1891): "Pero, mi querido Breton, sabe usted asimismo y tan bien como yo, que mi soledad se vuelve inmensa e incurable en el propio instante en que, llegando sediento voluptuosamente a la cava, pienso repentinamente, palpitante el corazón, en Napoleón a la cabeza de su ejército, en la campaña de Rusia, en los caballos con todas las correas reglamentarias en mitad de esa nieve de pequeña sed fina que cubre el paisaje ‘tal'como lo pintara Meissonier en el conocidísimo e inmortal cuadro que con esa delicadeza de técnica académica que le es propia y que en este momento me parece el medio más complicado, más inteligente y extrapictórico que se pueda utilizar en los próximos delirios de exactitud irracional, a los que el surrealismo me parece estar destinado, de inmediato."[24] Esta defensa de Meissonier no sentó muy bien a Breton. Pocos años después le criticó duramente su uso de una técnica "ultraretrograda" y el acercamiento a la pintura de Meissonier. En especial le criticaba su uso del academicismo, llamado por Dalí "clasicismo". ("Genesis and Perspective of Surrealism", Art of this Century (New York: Art of this Century Gallery, 1942, 13-27).

Otras cartas son de confesión. En una carta a Luis Buñuel, escrita a poco de acabada la guerra civil, trazó un interesante análisis de los hechos, que ilumina su posición posterior: «metieron a mi hermana en prisión en Barcelona los rojos 20 dias (!) i la martirizaron, se a buelto loca, esta en Cadaques, le tienen que dar la comida por la fuerza, i se caga en la cama, imaginate la tragedia de mi padre al que le an robado todo, tiene que vivir en una casa de huéspedes en Figueres, naturalmente le mando dolares, se ha convertido en un fanatico adorador de Franco que considera un semi-dios, el glorioso caudillo como dice a cada linea de sus delirantes cartas (me an salvado todo lo de la casa de Cadaques) El ensayo revolucionario a sido tan desastroso que todo el mundo prefiere Franco. Recibo a este sugeto noticias colosales. Catlinistas de toda la vida, republicanos federales, anticlericales acerrimos, me escriven entusiastas por el nuevo regimen! al menos».[25] Poco después el propio Dalí hijo iba a seguir el camino de su padre en la conversión a un franquismo desaforado. En otra carta a Buñuel amplía los términos de su conversión en curso: «Resumen - mi vida deve orientarse hacia España i Familia. Destrucción sistematica del pasado hinfantilista y representado por los amigos de Madrid imagenes sin consistencia real. Gala, hunica realidad, ya incorporada a mi libido en sentido constructivo. No puedo hablarte mas FRANCO que me es posible. -» Y añadía: «Viva! el individualismo de los tiburones (marquis de Sade) que se coman a los debiles -NICTCHE- i el Ampurdan -realista, surrealista- Que mierda el marxismo, hultima supervivencia de la mierda cristiana - El Catolicismo lo respecto mucho».[26]  (26)

También, el epistolario incluye episodios de la amistad. Federico García Lorca pidió en carta a Dalí: "inscribe mi nombre en esta tela, para que mi nombre diga algo al mundo." (Dalí residente, 177-8). "La miel es más dulce que la sangre" alude a una frase de Lidia de Cadaqués, que significa que el amor es más importante que los lazos de familia.

La literatura autobiográfica de Salvador Dalí debe leerse en paralelo a una obra pictórica de carácter particular, puesto que el autor se desnuda ante el espectador, incorpora objetos y obsesiones, se analiza en público. Los textos son el negativo de un arte, y nos proporcionan claves decisivas para trazar el sentido de una obra marcada por una vida enmascarada.

NOTAS

 



[1] Salvador Dalí. Journal d'un génie. Paris: Éditions de la Table Ronde, 1964. (trad. Tusquets, 1983), p. 75.

[2] Luis Romero, Todo Dalí en un rostro. Barcelona: Blume, 1975, p. 306.

[3] Gilbert Lascault, "Une Schéhérazade du gluant. Autour des textes de Salvador Dalí". Salvador Dalí. Retrospective: 1920-1980. Paris: Musée National d'Art Moderne, Centre Georges Pompidou, 1979. pp. 235-243.

[4] Paul Ricoeur, Tiempo y narración I. Configuración del tiempo histórico. México DF: Siglo Veintiuno Editores, 1985, p. 85.

[5] Ian Gibson, La vida excesiva de Salvador Dalí. Barcelona: Empúries, 1998, p. 680.

[6] Vida secreta,p. 266.

[7] Robert Descharnes, Dalí de Gala. Lausana: Edita, 1962, pp. 62-63.

[8] Robert Lubar, The Salvador Dalí Museum Collection. Boston: A Bullfinch Press Book, 2000, p. 58.

[9] I. Gibson, op. cit., p, 367.

[10] Alsina, Jean. "Salvador Dalí autobiographe dans La vida secreta de Salvador Dalí por Salvador Dalí." Écriture sur soi en Espagne. Modèles & Écarts. Ed. Guy Mercadier. Aix-en-Provence: Université de Provence, 1988. 257-271, p. 260.

[11] Salvador Dalí, La vida secreta de Salvador Dalí. Trad. José Martínez. Figueres: DASA Edicions, 1981. p. 387.

[12] Vida secreta, op. cit. p. 422.

[13] Luis Buñuel, Mi último suspiro. Barcelona: Plaza & Janés Editores, 1982, p. 218.

[14] Salvador Dalí, Un diari: 1919-1920 Les meves impressions i records íntims, Edició, introdució i notes de Fèlix Fanés, Edicions 62, Barcelona 1994.

[15] Salvador Dalí, Journal d'un génie. Paris: Éditions de la Table Ronde, 1964. (trad. Barcelona: Tusquets, 1983).

[16] Ibidem, p. 94.

[17] Ibidem, p. 54.

[18] Ibidem, p. 42.

[19] Ibidem, p. 30.

[20] Ibidem, p. 16.

[21] Ibidem, p. 232.

[22]  I. Gibson, op. cit., p. 317.

[23] Ibidem, p. 199.

[24] Salvador Dalí, ¿Por qué se ataca a la Gioconda? Edición de María J. Vera, Madrid: Ediciones Siruela, 1994, p. 150.

[25] I. Gibson, op. cit. p. 501.

[26] Ibidem, p. 502.

 

 

 

Fotografía: Enrique Meneses

Escrito en Lecturas Turia por Enric Bou

La casa redonda

10 de junio de 2013 09:44:05 CEST

Capítulo uno

1988

Unos pequeños árboles habían atacado los cimientos de la casa de mis padres. Tan solo eran unas plántulas con un par de tiesas y vigorosas hojas. Aun así, los tallos de los retoños habían conseguido deslizarse por las delgadas grietas de las tablillas decorativas y marrones, que cubrían los bloques de cemento. Habían crecido dentro del muro invisible y no resultaba nada fácil arrancarlos. Mi padre se limpió la frente con la palma de la mano y maldijo su resistencia. Yo utilizaba una vieja y oxidada horquilla para dientes de león con el mango astillado; él blandía un largo y fino atizador de hierro para chimenea, que probablemente resultaba más perjudicial que beneficioso. A medida que mi padre taladraba la tierra a ciegas, allí donde intuía que podían haber penetrado las raíces, seguramente realizaba en el mortero oportunos agujeros para los pimpollos del próximo año.

Cada vez que yo lograba desenterrar algún arbolillo a duras penas, lo colocaba a mi lado, como si fuera un trofeo, en la estrecha acera que rodeaba la casa. Había brotes de fresnos, olmos, arces, arces americanos e incluso una catalpa de buen tamaño, que mi padre guardó en un tarro de helado y regó, pensando que podría encontrarle un sitio para replantarla. A mí me parecía un milagro que esos minúsculos árboles hubieran sobrevivido al invierno de Dakota del Norte. Habían recibido agua, desde luego, pero escasa luz y apenas unas migajas de tierra. Aun así, cada semilla había logrado enterrar y afianzar una raíz en lo más hondo, así como asomar fuera un zarcillo.

Mi padre se enderezó y estiró la espalda dolorida.

—Ya es suficiente —anunció, aunque solía ser un perfeccionista.

Yo era reacio a parar, sin embargo, y después de que entrara en casa para llamar por teléfono a mi madre, que había acudido a la oficina a buscar una carpeta, seguí  escarbando las ocultas raíces. Mi padre no volvió a salir y pensé que debía de haberse acostado para echarse una siesta, como ahora acostumbraba. Uno podría pensar que yo, un muchacho de trece años con mejores cosas que hacer, dejaría entonces de trabajar, pero  fue  al contrario. Conforme fue avanzando la tarde y la quietud y el silencio se fueron

apoderando de la reserva, me parecía cada vez más importante exterminar a cada uno de estos invasores hasta el extremo de la raíz, donde se concentraba todo el crecimiento vital. Y también me parecía importante hacerlo con precisa meticulosidad, al contrario de tantas tareas que había realizado de forma chapucera. Todavía hoy me sorprende el esmero tan riguroso que mostré. Hundía la horquilla de hierro lo más cerca que podía a lo largo del brote con forma de ramilla. Cada diminuto árbol requería su propia y particular estrategia. Resultaba casi imposible no seccionar la planta antes de extraerla intacta de su tenaz escondrijo.

Desistí al fin; estaba leyendo y tomándome un vaso de agua fresca en la cocina cuando mi padre se levantó de la siesta y apareció, desorientado y bostezando. Yo había entrado a hurtadillas en su despacho y había cogido el libro de derecho que mi padre llamaba «La Biblia». El Manual de la Ley Federal India de Felix S. Cohen. Mi padre lo había heredado de su padre; la cubierta de color rojo óxido estaba arañada y el largo lomo cuarteado, y en cada página aparecían anotaciones escritas a mano. Yo intentaba familiarizarme con la antigua lengua y las constantes notas a pie de página. Mi padre, o mi abuelo, había garabateado un signo de exclamación en la página 38, junto al caso escrito en cursiva, que naturalmente también había despertado mi interés: Estados Unidos contra ciento sesenta litros de whisky. Supongo que uno de ellos debió de pensar que ese título era ridículo, al igual que yo. No obstante, estaba analizando la idea, puesta en evidencia en otros casos y reforzada en este, de que nuestros tratados con el Gobierno parecían ser tratados firmados con naciones extranjeras. Que la grandeur y la fuerza de las que hablaba mi Mooshum no se habían perdido por completo, ya que permanecían protegidas por la ley, al menos hasta cierto punto, que yo me proponía conocer.

A pesar de su importancia, el manual de Cohen no era un libro plúmbeo y, cuando mi padre apareció, lo escondí rápidamente en el regazo debajo de la mesa. Mi padre se lamió los labios resecos y se puso a dar vueltas en busca del olor a comida, tal vez, el ruido de cacharros, el tintineo de vasos o el sonido de unos pasos. Lo que me dijo me sorprendió, aunque aparentemente sus palabras sonaron intrascendentes.

— ¿Dónde está tu madre?

Su voz era ronca y áspera. Deslicé el libro en otra silla, me levanté y le di mi vaso de agua. Lo apuró de un trago. No repitió esas palabras, pero ambos nos quedamos mirándonos fijamente de un modo que me pareció adulto en cierta medida, como si él supiera que con mi lectura yo me había introducido en su mundo. Me sostuvo la mirada hasta que yo bajé los ojos. La verdad es que yo acababa de cumplir trece años. Dos meses atrás, tenía doce.

— ¿Trabajando? —respondí, para romper su mirada.

Yo daba por sentado que él sabía dónde estaba, que había obtenido esa información con una llamada telefónica. En realidad, yo sabía que no estaba trabajando. Ella había contestado a una llamada de teléfono y después me había dicho que iba a la oficina a buscar un par de carpetas. Como especialista del registro tribal, seguramente estaría dándole vueltas a alguna solicitud que había recibido. Era domingo; de ahí tanto secretismo. El tiempo detenido del domingo por la tarde. Aunque hubiese acudido a la casa de su hermana Clemence para hacerle una visita después, mamá debería de estar ya de vuelta para preparar la cena. Ambos lo sabíamos. Las mujeres no son conscientes del enorme valor que otorgan los hombres a la regularidad de sus hábitos. Metabolizamos sus idas y venidas en nuestros cuerpos y sus ritmos en nuestros huesos. Nuestro pulso acompasa el suyo, y como siempre en las tardes del fin de semana, aguardamos a que mi madre nos marque inexorablemente el paso del tiempo hasta la noche.

Por lo que su ausencia detuvo el tiempo.

— ¿Qué   hacemos?  —preguntamos   al   unísono,   algo   que   resultó   de    nuevo desazonador.

Pero al verme nervioso, mi padre, al menos, tomó las riendas de la situación.

— Vamos  a  por  ella —dijo.  E  incluso  en  ese  momento,   mientras   me  ponía   la cazadora, me alegraba de que se mostrara tan decidido: «a por ella», no solo buscarla, ni salir en su busca. Saldríamos y la encontraríamos.

— Habrá  tenido  un pinchazo —razonó—. Seguramente llevó a alguien a casa y tuvo un pinchazo. Estas malditas carreteras. Caminaremos hasta la casa de tu tío para que nos deje el coche e iremos a por ella.

«A por ella» otra vez. Caminé a su lado. Andaba con paso ligero y todavía vigoroso una vez que se ponía en marcha.

        Se había hecho abogado y después juez, y también se había casado ya mayor. También yo supuse una sorpresa para mi madre. Mi viejo Mooshum me llamaba «Ups»; era el apodo que me había puesto, y por desgracia, a otros miembros de la familia les hizo gracia. Por ello, a veces me llaman Ups hasta el día de hoy. Bajamos la colina hasta la casa de mis tíos —una casa verde claro del Departamento de Vivienda y Desarrollo Urbano, protegida por unos chopos y cuyos aspecto y categoría habían sido mejorados con tres pequeños abetos azules. Mooshum también vivía allí, en una eterna neblina. Todos nos sentíamos orgullosos de su extraordinaria longevidad. Era un anciano, pero todavía cuidaba activamente del jardín. Tras los esfuerzos realizados, se acostaba en un catre —un amasijo de palos— junto a la ventana para descansar, echaba unas cabezadas, a veces emitiendo unos roncos chisporroteos que seguramente eran risotadas.

Cuando mi padre explicó a Clemence y a Edward que mi madre había sufrido un pinchazo y que necesitábamos su coche, como si de verdad fuera sabedor del supuesto pinchazo, casi me eché a reír. Parecía haberse convencido a sí mismo de la verdad de su conjetura.

Salimos del camino de acceso marcha atrás en el Chevrolet de mi tío y nos dirigimos a las oficinas tribales. Dimos una vuelta completa al aparcamiento. Vacío. Las ventanas estaban a oscuras. Tras salir marcha atrás de la entrada, giramos a la derecha.

— Seguro que ha ido a Hoopdance —dijo mi padre—. Necesitaría algo para la cena. Tal vez quería darnos alguna sorpresa, Joe.

Soy el segundo Antone Bazil Coutts, pero me pelearía con cualquiera que añadiera un número a mi nombre. O me llamara Bazil. Decidí llamarme Joe al cumplir seis años. A los ocho, me di cuenta de que había elegido el nombre de Joseph, el padre de mi padre, el abuelo al que nunca conocí salvo por las inscripciones en los libros de páginas amarillentas y de cubiertas de cuero cuarteadas. Dejó en herencia varias estanterías repletas de estas antiguallas. Me molestaba no tener un nombre totalmente inédito para distinguirme del tedioso linaje de los Coutts —hombres responsables y rectos, incluso improvisados y desenvueltos héroes, que bebían tranquilamente, fumaban algún que otro puro, conducían un coche razonable y solo mostraban su valía al casarse con mujeres más inteligentes. Yo me veía diferente, aunque todavía no sabía en qué. Incluso en ese momento, aplacando mi angustia mientras partíamos en busca de mi madre, que había ido a la tienda de comestibles —nada más, seguramente nada más—, fui consciente de que lo que estaba sucediendo era algo fuera de lo normal. Una madre desaparecida. Algo que no

le ocurría al hijo de un juez, ni siquiera a uno que viviera en una reserva. De un modo impreciso, esperaba que algo ocurriera.

Yo era ese tipo de muchacho que se pasaba los domingos por la tarde arrancando de cuajo arbolitos de los cimientos de la casa de sus padres. Tendría que haberme rendido a la ineluctable evidencia de que ese sería el tipo de persona en que me convertiría al final, pero no dejaba de luchar contra esa perspectiva. Sin embargo, cuando digo que deseaba que ocurriera algo, no me refiero a nada malo, sino tan solo a algo. Un acontecimiento excepcional. La observación de algo singular. Ganar al bingo, aunque los domingos no eran días para jugar al bingo y habría sido totalmente anómalo para mi madre ir a jugar. Eso era lo que yo deseaba, no obstante: algo fuera de lo normal. Nada más.

A mitad de camino a Hoopdance, caí en la cuenta de que la tienda de comestibles cerraba los domingos.

— ¡Pero claro!

Mi padre estiró el mentón y apretó el volante con las manos. Tenía un perfil que parecía indio en un cartel de cine y romano en una moneda. Había cierto estoicismo clásico en su nariz aguileña y su mandíbula. Siguió conduciendo, porque —sostuvo— quizá a ella también se le había olvidado que era domingo. Fue entonces cuando nos cruzamos con ella. ¡Allí mismo! Pasó zumbando por el carril contrario, absorta, superando el límite de velocidad, ansiosa por volver a casa con nosotros. ¡Pero ahí estábamos nosotros! Nos echamos a reír ante su gesto tenso mientras dábamos media vuelta en la carretera estatal y nos pusimos a seguirla, pisándole los talones.

—Está loca —se echó a reír mi padre, aliviado—. Lo ves, ya te lo dije yo.

Se le olvidó. Se fue a la tienda y olvidó que estaba cerrada. Ahora estará furiosa por haber malgastado gasolina. ¡Ay, Geraldine!

Había adoración, asombro y un tono divertido en la voz de mi padre cuando pronunció esas palabras. «¡Ay, Geraldine!» En tan solo esas dos palabras quedaba claro que amaba y siempre había amado a mi madre. Nunca había dejado de agradecer que ella se hubiera casado con él y, además, que en el mismo paquete, le hubiera dado un hijo cuando había empezado a pensar que sería el último de su linaje.

Ay, Geraldine.

Sacudió la cabeza con una amplia sonrisa mientras conducía, y ya todo estaba bien, más que bien. Ahora podíamos admitir que la inusual ausencia de mi madre nos había preocupado. Podíamos tomar una repentina y nueva conciencia de lo mucho que valorábamos el carácter sagrado de nuestra pequeña rutina cotidiana. Por muy alocado que me viera a mí mismo reflejado en el espejo, en mi mente valoraba tales placeres corrientes.

Así que ahora nos tocaba a nosotros preocuparla a ella. Un poquito nada más, dijo mi padre, solo para que probara un poco de su propia medicina. Nos tomamos nuestro tiempo para llevar el coche de vuelta a casa de Clemence y subir la colina a pie, anticipando esta vez la indignada pregunta de mi madre: «¿Dónde estabais?» Ya me la estaba imaginando con los puños cerrados y los brazos en jarras. Su sonrisa a punto de asomar detrás de su ceño fruncido. No tardaría en reír en cuanto oyera la historia.

Recorrimos el camino de tierra de la entrada, donde mi madre había plantado los brotes de pensamientos que había cultivado en cartones de leche, y que ahora lo bordeaban formando una estricta hilera. Los había sacado pronto. La única flor capaz de soportar una helada. A medida que nos acercábamos por el camino, advertimos que permanecía dentro del coche. Sentada en el asiento del conductor ante el panel blanco que conformaba la puerta del garaje. Mi padre echó a correr. Yo también lo vi en la postura de su cuerpo: una contracción y una rigidez, algo que estaba mal. Cuando llegó al coche, abrió la puerta del conductor. Mi madre tenía las manos aferradas al volante y la mirada vacía clavada en el horizonte, como la habíamos visto cuando nos cruzamos con ella en dirección contraria, de camino a Hoopdance. Habíamos advertido esa mirada fija y nos había hecho gracia entonces. «¡Estará furiosa por haber malgastado gasolina!»

Yo me hallaba justo detrás de mi padre. Incluso en ese momento tenía cuidado de no pisar las hojas festoneadas y los capullos de los pensamientos. Colocó sus manos en las de ella y, con delicadeza, fue despegando sus dedos del volante. Sosteniéndola por los codos, la levantó fuera del coche y la sujetó mientras ella se giraba hacia él, todavía encorvada con la forma del asiento del coche. Se desplomó sobre él, con la mirada ausente, sin verme. Había vómito por toda la parte delantera de su vestido, y su falda y la lona gris del asiento del coche estaban empapados de su sangre oscura.

—Ve a casa de Clemence —dijo mi padre—. Ve y diles que me llevo a tu madre a urgencias a Hoopdance. Diles que vayan.

Con una mano, abrió la puerta del asiento trasero y, después, como si se tratase de algún espantoso baile, condujo a mamá hasta la esquina del asiento y, muy despacio, la tendió allí. La ayudó a ponerse de costado. Ella se mantenía callada, aunque se humedeció los labios partidos y ensangrentados con la punta de la lengua. Vi cómo parpadeó, frunciendo el ceño. Su cara comenzaba a hincharse. Di la vuelta al coche y subí a su lado. Le levanté la cabeza y deslicé una pierna debajo. Me senté a su lado, sosteniéndola por el hombro con el brazo. Tiritaba con un temblor continuo, como si hubiesen encendido un interruptor en su interior. Desprendía un fuerte olor, a vómito y a algo más, como gasolina o queroseno.

— Te dejaré allí arriba —dijo mi padre, mientras daba marcha atrás y hacía chirriar los neumáticos.

— No, yo también voy. Tengo que sujetarla. Llamaremos desde el hospital.

Casi nunca había desafiado a mi padre ni con palabras ni con hechos. Pero ni siquiera nos dimos cuenta de ello. Ya habíamos intercambiado esa mirada, extraña, como entre dos hombres adultos, y yo no había estado preparado. Pero aquello no importaba. Sujetaba ahora a mi madre firmemente en el asiento trasero del coche. Me había manchado con su sangre. Extendí la mano en la luna trasera y extraje una vieja colcha de cuadros, que guardábamos allí. Tiritaba de tal forma que temí que fuera a romperse en mil

pedazos.

— Rápido, papá.

— De acuerdo —respondió.

Y salimos volando. Aceleró el coche hasta ponerlo a ciento cincuenta. Volamos.

 

(La novela La casa redonda, de Louise Erdrich, que obtuvo en EE. UU. el National Book Award 2012 en la categoría de ficción, será próximamente publicada por la editorial Siruela)

Escrito en Lecturas Turia por Louise Erdrich

Trece películas le produjo Elías Querejeta a Carlos Saura desde La caza hasta Dulces horas. Allá por los primeros años sesenta empezaban sus carreras y unieron su talento. Juntos hicieron el cine más personal que se haya producido en España en aquellos años difíciles. Tuvieron que construir su  obra cinematográfica sorteando el acecho de la  censura franquista. En 1963 el cineasta  guipuzcoano había creado su propia productora, Elías Querejeta PC. Produciendo las películas de Saura, confirmó sus convicción de que lo suyo era el cine, superando los malos augurios de algún agorero que le recomendó  que se dedicara a otro oficio. Elías ha sido productor de Saura y también, en alguna ocasión guionista, por ejemplo de Elisa, vida mía. Cuando nos encontramos para hablar del director le pregunto por ese momento inicial, el  que le llevó a producir su cine durante veinte años.

“Conocí a Carlos Saura en 1961. Yo había llegado a Madrid de San Sebastián el 10 de Octubre del 60. Un año después, o quizás algo más,  Antonio Ecieza y yo habíamos realizado un primer corto que se llamaba “A través de San Sebastián”. En una Universidad, no recuerdo en cual, hicieron una especie de cineclub con Los golfos. Previamente a proyectarla  pasaron nuestro corto. Lo proyectaron antes, pero a la hora de hacer  el coloquio se habló sobre todo de la película de Saura. Estaba también con nosotros Pedro Portabella. Creo que hubo un momento en el que hasta protestamos porque no se hablaba de lo nuestro en el coloquio, sólo de Los golfos. Yo me enfadé porque se hablaba muy poco de A través de San Sebastián. Fue casi una broma. El caso es que en esa situación conocí a Carlos. A Pedro Portabella le conocía de antes, me lo había presentado Eduardo Chillida en San Sebastián. Esa tarde simplemente nos vimos, hablamos algo y nada más. Fue una cosa cordial. Me tomaron el pelo y yo seguí con mi trabajo”.

- ¿Pasó mucho tiempo desde ese encuentro hasta que se decidió a producir La caza?.

“Fue, como unos meses más tarde. En aquel momento la productora estaba en la calle Lista. Un día estaba yo trabajando y apareció Carlos . Me dijeron que quería hablar conmigo. Me levanto, voy, nos saludamos y entonces Carlos me dice “tengo un guión que me gustaría que leyeras”. Era un primer guión de “La caza”. Lo leí y al día siguiente llamé a Carlos y empezamos, a partir de eso, a discutir y a discutir. Ahora también, cuando nos vemos, seguimos discutiendo. O sea, que todo muy bien”

Querejeta ha producido las mejores películas de  Víctor Erice, Fernando León de Aranoa, de Antón Eceiza y también de  su hija Gracia, por citar sólo algunos de los directores. Tiene pues mucha andadura para definir la manera de hacer cine de Carlos Saura. Algunos dicen que deja mucha libertad a sus colaboradores.

“Si lo comparamos con otros directores hay que reconocer que cada uno tiene sus formas particulares de trabajar. Yo lo que acostumbro a hacer es discutir cada uno de los aspectos de la película. Eso es lo que he hecho en todas las que le he producido a Carlos. Unas discusiones yo creo que muy agradables, muy simpáticas y nunca enfrentamiento. Sobre su manera de trabajar, yo no creo que existiera esa  libertad, sino que era un control eficaz desde el punto de vista creativo , pero no que cada uno pudiera hacer lo que le diera la gana”.

En algún momento algo ocurrió y decidieron separar sus carreras, después de veinte años de colaboración. Su última película juntos fue  “Dulces Horas” que se estrenó el mismo año que “Bodas de Sangre” y tuvo muy poco éxito. A  Elías Querejeta debió parecerle que Saura había tomado unos derroteros que ya no le interesaban. 

“Lo que pasa es que yo no estaba de acuerdo con hacer ese tipo de cine en ese momento y no me atraía, no me conmovía, no me apasionaba. Lógicamente Carlos hizo aquello que le parecía conveniente y no hubo nada, ni ningún enfrentamiento, ni ninguna pelea. Cada uno siguió su camino  y ya está.”

Sabemos por el propio Carlos Saura que varias veces le ha propuesto hacer otras películas. Concretamente una adaptación de una obra de Juan Benet. Quizá  recuerda alguna otra. ¿Por qué no salieron adelante? 

“Sí, lo de Juan Benet es cierto. No sé porqué no llegamos a hacerlo. Luego hablamos de hacer una cosa más concreta sobre Robert Cappa del período de la guerra civil del fotógrafo americano en España. Carlos es un fotógrafo estupendo y estuvimos hablando. Pero en ese momento Carlos tenía otros proyectos. No pudo ser entonces  y no ha podido ser,  hasta ahora”.

Durante los años en los que trabajaron juntos, la censura franquista debió de ser uno de sus puntos de mayor complicidad. ¿Saura dejaba en sus manos la habilidad para esquivarla? 

“Te voy a contar una anécdota que sirve como ejemplo de nuestra relación con la censura. Ocurrió una cosa muy graciosa con “La caza”. En aquel momento, todavía no era más que un guión. Se llamaba “La caza del conejo”. Fue así como se presentó la película. Era censura de guión primero y luego de película terminada. Y presentamos un guión, como yo acostumbraba a hacer, parcheado para que pasara los filtros. Un día me llamaron para decirme que el guión sí, estaba aprobado, pero que me quería ver el secretario de la censura. Fui a la planta novena del antiguo Ministerio de Información y Turismo. No recuerdo cómo se llamaba el personaje. Sé que era un señor alto y nada más. Entré en su despacho y me dijo, bueno el guión ha pasado la censura, pero el título no puede ser éste. Tiene que ponerle “La caza.” Y yo dije: bueno. No entendía porqué tenía que quitarse lo del conejo, pero me parecía bien el nuevo título. Como yo hice un gesto de no comprender, el secretario de censura  me preguntaba, “lo del conejo ¿no entiende?” y entonces se miraba  hacia sus partes púdicas  y yo seguía sin entender. Nada más salir, lo primero que hice fue buscar una cabina de teléfono y llamar a Carlos. Se lo conté. Le dije “Carlos,  la caza del conejo, no, La Caza”. Y  le pareció muy bien. Le oía reír al otro lado del teléfono  y dijo “mejor, mucho mejor”. Así pues, sin quererlo, la censura ha aportado un título que a los dos nos pareció  que era mejor que el que tenía al principio. Hay que reconocer que en este caso la censura acertó.”

Antes de despedirnos, le pregunto a Elías Querejeta si sigue teniendo relación personal con Carlos Saura, aunque no trabajen juntos desde hace más de veinte años. La relación siempre ha sido excelente. Nos vemos poco, pero, cuando nos vemos,  estamos muy a gusto y nos reímos mucho”.

Escrito en Lecturas Turia por Duarte L. Carbajo

De niño, a Antonio Muñoz Molina, le gustaban mucho los tebeos, los libros, las películas, los seriales de la radio y los programas de discos dedicados. Lo cuenta, en primera persona, en un texto biográfico, “Autorretrato”, esencial para acercarse a sus orígenes humildes, a las lecturas del artista adolescente, a las emociones, formaciones, intereses y afectos de quien con el tiempo se iba a convertir en uno de los escritores más sólidos e interesantes de cuantos empezaron a emerger en la década de los 80 bajo la refrescante etiqueta de “nueva narrativa española”. En el Muñoz Molina de hoy, el que recibe en el silencio de su casa de Madrid un día lluvioso, se sigue reconociendo al niño que fue, tímido y despierto a la vez, atento a las palabras, a los ruidos que llegan de fuera, pero muy apegado a sus estancias interiores, a sus primeras querencias y convicciones.

Si algo transmite como persona es sencillez, una sencillez que parte de quien se siente orgulloso de su procedencia campesina, de quien no ha olvidado su germen pese a los éxitos y reconocimientos, pese al salto cosmopolita que le ha llevado a contemplar el mundo desde la perspectiva de otras voces y otros ámbitos, desde la atalaya de ciudades como Nueva York; allí llevó durante una temporada el timón de la sede del Instituto Cervantes y allí continúa viviendo parte de su tiempo junto a su mujer, la también escritora Elvira Lindo. Si algo le define como creador es su carácter de prestidigitador en el mejor sentido de la palabra, entendido  éste como una capacidad innata para convertir cada nuevo libro en una experiencia diferente, lejos de amarres a determinados temas u obsesiones, sin que ello suponga dejar de reconocer esas inevitables señas de identidad que dotan de coherencia cualquier obra destinada a permanecer en la memoria de los lectores.

Si en algún lugar tiene que empezar lo que pretende ser esta entrevista: el repaso a la trayectoria del autor de obras como Beatus Ille o El jinete polaco es en el principio, en la infancia. Ahí está el niño cuyo padre hubo de dejar la huerta para alistarse en el ejército republicano. Ahí está el niño que recibió en la escuela y en el instituto públicos la formación intelectual que sus progenitores no pudieron darle y que, entre sus primeros héroes, enumera a Julio Verne, Mark Twain, Stevenson o Dumas. Ahí es donde nace la arquitectura de un hombre que si algo mima como un tesoro es la mirada, seguro de que sólo la observación, la curiosidad por los pequeños detalles, por las en apariencia mínimas cosas que suceden alrededor de una vida, pueden llegar a fraguar los más grandes relatos, esos cuentos inesperados, deslumbrantes, tan fieramente humanos, que sigue buscando con afán.

- ¿Cree que la infancia es un paraíso perdido o considera más bien que ese es un mito que debe ser derribado?

- Creo que la infancia está sobrevalorada por el psicoanálisis y por todas esas corrientes. Hay cosas de mi vida infantil que, sin duda, son muy importantes; pero yo he crecido. Recuerdo que un psicólogo y amigo, al que he consultado algunas veces, me decía que yo no tenía 10 años sino 50 cuando le hablaba -intentando relacionarlo con mi presente- de una inseguridad que sentía en el pasado, siempre que tenía que ir a hacer la matrícula a la escuela. No podemos negar que las impresiones, las imágenes de la infancia son muy poderosas, pero tampoco es para tanto.

- Sin embargo, he ahí el pozo del que bebe gran parte de la literatura.

- Sí, por supuesto, gran parte de la literatura tiene que ver con ello, pero no siempre. Aquí, de mi reflexión en torno a todo esto, surgió precisamente “Cosas de niños”, el cuento final, el único inédito, de mi nuevo libro de relatos [Nada del otro mundo, Seix-Barral]. Es una historia en la he puesto mucho de mí, que cobró una importancia emocional muy grande y que tiene que ver con el mito de la infancia porque es ese el mundo del que procede.

- ¿Cómo ve ahora al niño que quería contar historias, que empezaba a vislumbrar que lo que de verdad deseaba era ser escritor?

- Bueno, tenemos que distinguir entre dos circunstancias diferentes. Por un lado está el hecho de empezar a escribir literariamente y por el otro, la fantasía de ser escritor, común a tanta gente. Hay fases en la vida en que uno tiene esas fantasías, pero sucede que cuando se acaba haciendo realidad, cuando se acaba concretando en una biografía, parece que se ha cumplido una profecía. Lo cierto es que esos sueños, esos anhelos pueden cumplirse o no, y ahí entran en juego muchos factores. Otro elemento a tener en cuenta es el momento, la época en la que uno realmente se sumerge y nota con fuerza la vocación por contar historias. En ese relato inédito se habla mucho de los cuentos que cuentan los niños, del hecho de construir, de fantasear con las historias. Es en ese impulso tan elemental, tan primitivo, donde en el fondo está el origen de que una persona luego quiera escribir. Y no hay que buscarlo sólo en los escritores. Todo niño, todo ser humano, necesita entender el mundo mediante historias.

- Pero, en su caso concreto, ¿dónde nace el escritor, dónde están esos primeros esbozos, manifestaciones?

- A mí, de verdad, la creencia de que podía ser escritor me llegó muy tarde, cuando alguien empezó a hacerme caso. Es cierto que mientras estaba en el instituto y en la carrera, y después, al empezar a trabajar, ya era consciente de cuál era mi vocación, pero no se producía ningún resultado. Escribía obras de teatro que no se representaban, cuentos que no eran publicados ni premiados, ni siquiera mencionados. Tenía una novela, sí, pero no ocurría nada. Realmente, mi despertar como escritor se produjo cuando ya llevaba algún tiempo escribiendo artículos en un diario de Granada y algunas personas mostraron verdadero interés por lo que estaba haciendo. Quizás tenga que ver con mi carácter autodidacta, con el hecho de que, excepto algunos buenos maestros en la escuela, en el instituto y en la universidad, casi siempre me he educado solo, a través de las lecturas que iba descubriendo. Frente a otros aspectos de mi vida en los que he estado bastante bien acompañado, en ése me sentí muy solo hasta una edad bastante avanzada, sin interlocutores que compartieran mis gustos, mis inquietudes literarias.

- Partiendo de su experiencia personal y enlazando con la reflexión sobre la necesidad de los niños de fantasear, incluso de contar mentiras para adecuar el mundo a sus deseos, ya sea a través de la escritura, de la expresión oral, de la plástica... Se puede llegar a la conclusión de que el papel de los terceros, que pueden mostrar indiferencia o no, hacia esas primeras inclinaciones,  puede explicar que unos niños lleguen a realizarse creativamente o no.

-Cierto, yo así lo creo. Pero aquí también entra en juego la casualidad. Hay dos factores, uno la constancia y otro la casualidad, que tienen mucho peso. La primera es la que hace que uno no se desaliente con las primeras indiferencias y continúe leyendo con esa voluntad de aprender. Y aquí es donde el azar tiene una  importancia fundamental. Que alguien se fije en lo que estás haciendo, como sucedió en mi caso, te estimula poderosamente, te proporciona una gran fuerza interior. Hace poco escribí un artículo sobre eso. Generalmente la vida del escritor, del artista, se interpreta como el desarrollo autónomo de algo que siempre estuvo allí y yo no estoy seguro de que eso sea así. No estoy seguro de que sin la pequeña ayuda de unos cuantos amigos uno pueda llegar a algo. Creo que es una construcción mucho más colectiva de lo que habitualmente consideramos. Si yo miro honradamente a mi trayectoria no sé cuánto tiempo más habría continuado escribiendo si no hubiera podido empezar a publicar artículos, ni cuánto tiempo más habría continuado elaborando novelas si no hubiera encontrado un editor y si las novelas no hubieran sido aceptadas por los lectores. Si uno no publica no puede aprender, sin dar a conocer lo que haces resulta muy complicado progresar como escritor.

- El papel del lector es tan activo, tan creativo como el del escritor, se desprende de sus palabras, del mismo modo que la compañía de los lectores salva al autor de la enorme soledad que supone la creación.

- Esa es una gran verdad. En mi caso, sin la resonancia del lector, probablemente hubiera continuado escribiendo cosas y disfrutando de leer, pero alimentando una enorme frustración que me habría amargado bastante. De eso estoy seguro. Y repito: si uno no publica no puede crecer, soltar lastre. En el proceso hay un primer paso, una primera conquista, que es terminar, terminar aunque sólo sea un cuento de dos páginas. Entre poner el punto final a una historia y no ponerlo hay un mundo y entre publicar y no hacerlo hay otro. Y yo, de verdad, he tenido la suerte de haber encontrado a unas cuantas personas que en cada momento han leído lo que he hecho; que por una parte lo han acogido con una enorme generosidad, y por otra parte lo han criticado constructivamente, indicándome cosas que me han ido iluminando el camino.

- ¿Es Muñoz Molina de los que aceptan bien las críticas?. A menudo los críticos literarios se quejan de lo mal que reaccionan los escritores ante los comentarios negativos; de los muchos enemigos que tienen que estar dispuestos a aceptar.

- Yo creo que sí, que acepto bastante bien la crítica, siempre que no sea devastadora  o malévola. En esos casos puede llegar a anularte, a sentarte como un tiro, sobre todo si se mete en terrenos personales, que nada tienen que ver con el discurrir de la propia obra. Eso es lógico, le ocurre a todo el mundo. Pero la crítica constructiva, hay que aceptarla con humildad. Fíjese, cuando yo hice mi primera novela, Beatus Ille, Pere Gimferrer, editor de Seix Barral,  me aconsejó que aligerase ciertas partes, que había cosas de las que se podía prescindir, unas 40 páginas que en su opinión podían ser suprimidas. No me dijo cuales, pero yo volví a la novela, fui consciente de lo que quería decir, lo vi y eliminé las 40 páginas. Si algo echo siempre de menos es el trabajo de un editor exigente. En EEUU a veces exageran, los del New Yorker, por ejemplo, llegan a ser mortíferos. Cuando he escrito algún artículo para ellos ha sido una auténtica pesadilla. Te intentan variar el enfoque tantas veces que te ves tentado de decirles que hagan lo que quieran. Pero una persona que toma el libro, que sabe leer con cuidado, que te sugiere cosas, que te indica lo que podría mejorarse, lo que sería aconsejable que fuese eliminado, eso es fundamental. Cuando yo doy clases en la universidad de Nueva York me siento con los estudiantes, leo sus textos con un cuidado absoluto y les indico aquellos elementos que se les han podido colar en el relato y que son perfectamente prescindibles. Es una ayuda extraordinaria. Un libro siempre se mejora cuando es bien corregido y editado.

- Siempre, claro, que no se llegue al extremo de Raymond Carver y Gordon Lish, el editor de sus primeros y más populares cuentos [“De qué hablamos cuando hablamos de amor”], quien llegó a influir de una manera extrema en su estilo.

- Por supuesto, ese es un caso distinto, límite, que tiene que ver con la inseguridad en la que vivía Raymond Carver en esos momentos. Para nada es lo común. Yo tengo en EEUU una magnífica editora, que también es la de Günter Grass y la de tantos otros autores internacionales. Su función es la de cuidar el texto que se le entrega y, a través de sus indicaciones, hacer ver lo que aparece velado para quien está demasiado dentro del proceso de creación. Nada más alejado de la figura del gestor, demasiado pendiente de los resultados económicos, de las ventas del producto. Esa es una historia diferente. Lo que necesitamos los autores es una mirada cordial y al mismo tiempo incorruptible. Lo mismo que a mí me ayuda esa señora lo hacen unos cuantos amigos muy cercanos, en cuyo criterio confío, y, por supuesto, Elvira, mi mujer. Ella me ayuda a ver y yo hago lo mismo con sus libros.

- Llegó a la literatura a través del periodismo. Me imagino que ahí fue donde aprendió a observar, a darse cuenta de que tras la apariencia había que buscar la verdad, las distintas interpretaciones. Esa es una constante de sus artículos, pero también de sus narraciones literarias.

- Pienso que se trata de observar más que de interpretar la realidad. Cada vez procuro fijarme más en las cosas, no apresurarme a hacer juicios y valoraciones, que es algo bastante español. Me doy cuenta cuando recibo a amigos que van de visita a Nueva York y que, inmediatamente, desde el primer día, ya tienen una interpretación tremenda, una teoría, de lo que perciben. Vamos a ser cautelosos, vamos a fijarnos más y a ver qué es lo que hay detrás de las cosas antes de exponer qué es lo que pensamos que está sucediendo. Yo empecé escribiendo artículos, sí, y en realidad he seguido siempre haciendo lo mismo, ir por la ciudad fijándome, prestando atención. Orwell decía que ver lo que se tiene delante de los ojos requiere un trabajo enorme y eso es algo que todos los que nos dedicamos a estas cosas podríamos tomar como un mandamiento. Porque uno no ve, la mitad de las veces está distraído. Y se trata de saber mirar, saber escuchar lo que se nos está diciendo. Cuántas veces en una conversación no prestamos atención a lo que nos intentan comunicar los otros, deseando encontrar un hueco para introducir las ideas propias. Es maravilloso tener la capacidad de fijarse y yo creo que la mayor parte de lo que escribo procede de ahí.

- Y ¿cuándo se fija en algo cómo sabe si el resultado va a ser un artículo periodístico o va a derivar en una novela o en un cuento?

- Ah, eso no lo sabes en un principio, lo vas descubriendo. Por ejemplo, en mi último libro de relatos hay un cuento que se llama “La colina de los sacrificios”, que está basado en una noticia que leí en el periódico El ideal hace muchísimos años y que trataba de una casa en la que se habían encontrado los huesos de una mujer con el cráneo abierto por un hacha. Me quedé con la idea, con las sugerencias que me despertaban esas imágenes, y todo eso acabó fructificando en un relato de ficción.

- ¿Le preocupa la transformación que está experimentando el periodismo tradicional debido al auge de las nuevas tecnologías, cómo ve qué afecta eso al modo de relatar las noticias, de interpretarlas, de contar, de transmitir las historias?

- Yo tengo mis dudas respecto a que las cosas ahora sean radicalmente distintas a como fueron en otras épocas. Hoy se dice que a la gente cada vez le interesa menos leer, que no es capaz de seguir informaciones largas y en profundidad, y eso lleva a contenidos más ligeros, más superficiales, pero si leemos testimonios de hace un siglo nos damos cuenta de que las quejas sobre el aturdimiento o la falta de atención también existían, pero es que volvemos a lo mismo. Hay que fijarse mucho. Enterarse de algo, igual que aprender algo y hacer algo bien hecho, requiere mucho esfuerzo, ya sea tocar el violín, leer, escribir, o hacer una estupenda tortilla de patatas, cada cosa en la dimensión que le corresponde. Lo que hizo por ejemplo Wagner con la ópera es que reclamó la atención permanente, seguida, del espectador. En la tradición del “bel canto” italiano la gente iba a la ópera, se ponía a hablar  de sus cosas, haciéndose gestos de un palco a otro palco, y cuando llegaba el aria de la cantante se callaba, atendía y aplaudía, para luego seguir con sus cosas. Wagner hizo la música de manera que era un flujo continuo y a ese flujo había que prestar una constante atención. Podemos entenderlo como una metáfora de lo que sucede.

- En la introducción de Nada del otro mundo se queja de que actualmente no hay cabida para los relatos literarios en los periódicos, de que cada vez se ofrece información más fragmentada. Sus directivos, según dice, están haciendo periódicos para quienes no los leen, del mismo modo que si los vinateros elaboraran vinos para abstemios.

- Sí, y es absurdo, porque ahora hay más lectores que nunca, más gente que sabe leer y escribir como nunca antes en la Historia. Vamos a dejarnos de fantasías. No hubo un pasado en el cual la gente leía mucho y un ahora en el que han dejado de hacerlo, y lo mismo sucede con la música clásica y con las exposiciones. En la España actual sucede algo que uno no se cansa de ver y de celebrar: hay más orquestas y más público que nunca, y ahora es precisamente cuando se ha decidido que no hay que informar sobre los conciertos. ¿Cuándo ha habido más público para el arte, para la música, para la literatura?

- ¿Cómo se explica esta contradicción?

- Pues no sé, probablemente será que los directivos de los periódicos a los que me refiero viven al margen de la gente de la calle: no van a  exposiciones, ni a conciertos, ni viajan en metro y ven a la gente leer. A mí me alegra muchísimo comprobarlo y me fijo en los libros que se leen en los trayectos hacia el trabajo. Y hay buena literatura. Que no me digan que sólo se lee a Ken Follet, cosa que a mí me parece muy bien, perfecta, porque forma parte del ecosistema de la literatura. Lo que pasa es que los lectores de esos libros ya no encuentran su afición reflejada en los periódicos. Eso es lo que de verdad está pasando.

- ¿Sucede lo mismo en Estados Unidos?

- [Llegados a este punto, Antonio Muñoz Molina responde con un gesto. Se levanta y coge un ejemplar de la mítica y eterna New Yorker. Repasa sus páginas, da cuenta de su espesor] ¿Sabe cuántos suscriptores tiene esta revista? Un millón. ¿Qué son pocos en un país de trescientos millones? Vale. Pero es que yo no necesito vender un millón de libros. Deberíamos tener un sentido de las proporciones. Hay un público que simplemente está dejando de ver los periódicos porque no les dan lo que desean. Y no se trata de Internet, en Internet se pueden leer cosas muy serias. ¿Qué está ocurriendo? Pues que muchas veces la lectura reflexiva sobre literatura está emigrando a “blogs” y otros medios alternativos. Y lo mismo pasa con otros ámbitos de la cultura. Lo bueno que tienen el periódico es que se trata del sitio donde está todo junto y por eso es una institución fundamental de la cultura democrática. Sin una prensa rigurosa y cultivada no hay cultura democrática, no la hay. Una costumbre que se ha impuesto en España, ya como norma, es que llega el verano y parece que cambia el estado mental de las personas, a las que ya sólo les interesan las anécdotas frívolas, las pildorillas informativas. ¿Por qué, quién ha decidido eso? Eso no ocurre en otros países europeos ni en EEUU. Yo no veo que el New York Times se ponga en bañador en verano. Yo creo que ese tipo de estrategias son una claudicación. Que lejos de resolver los problemas lo que hacen es empeorarlos, porque están contribuyendo a que el público natural, el público lector, desista del periódico como un lugar en el que reconocerse. Hay mucha gente a la que le gusta leer, muchos jóvenes. Yo estoy viendo ahora una generación de lectores nueva, magnífica, que lee los libros que yo escribía cuando ellos no habían nacido. Hablamos de una comunidad lectora, minoritaria, pero es que no necesitamos llegar a millones, a la inmensa mayoría, con literatura de calidad. 50 o 60.000 lectores es una cifra estupenda. Ya es bastante.

- Pero da la impresión de que las cosas están sucediendo tan deprisa que no da tiempo a pararse, a reflexionar, a digerir el proceso de cambio que se está produciendo en todos los ámbitos: en la sociedad, en la economía, en los modos de relacionarnos, de recibir la información, de acceder a la lectura...

- Pues tenemos que pararnos porque a menudo usamos la idea de que todo va tan deprisa para justificar nuestra propia prisa y nuestra propia falta de atención. Y no es culpa de la tecnología. Las nuevas herramientas a nuestro alcance pueden servir de muchas maneras, para mejorar la atención y el conocimiento o para empeorarlo. En mi caso concreto, por ejemplo, he notado que ahora, cuando hago crónicas sobre libros, exposiciones u otros asuntos que reclaman mi interés, puedo documentarme mejor, tengo acceso a más información en mucho menos tiempo. Hace poco tenía que dar un curso en Pamplona sobre imágenes y relatos, sobre cómo se cuentan historias en imágenes y en palabras, y pude preparar con relativa facilidad una especie de itinerario  a través de obras de arte y de canciones, disponibles para mí en gran parte gracias a Google. El buscador me permitió mostrar a la gente los cuadros que quería que vieran. Aquí en España muchas veces se interpreta que en la práctica los cambios nos obligan a ser más livianos, más frívolos o más superficiales, y no es necesariamente así. Pueden también llevarnos a lo contrario, eso depende de lo que nosotros elijamos hacer.

-Ya son muchos los libros en el camino. Si por algo se caracteriza su trayectoria es por la variedad, la no repetición de temas ni de fórmulas. Cada historia parece ser un reto. Cada novela es un mundo.

- Me gusta eso de que cada novela es un mundo y, sí, sucede en mi caso. Puede tener que ver con los intereses tan variados que tengo, con las cosas tan distintas que me gustan y, sobre todo, con mi intenso desasosiego por aprender, con mi inconformismo. No suelo complacerme mucho en lo que he hecho, de manera instintiva no necesito esforzarme para pensar que lo siguiente va a ser algo distinto, sencillamente se me ocurre, surge. Lo que me atrae inmediatamente al terminar un libro es encontrar algo diferente, explorar otra cosa. Me estimula no saber qué puede venir a continuación. Y, efectivamente, el que lee un libro mío no puede deducir a partir de ahí lo que habrá de venir. Después de Beatus Ille hice El invierno en Lisboa, que es completamente distinto. Y luego El jinete polaco, nada que ver, y a continuación El misterio de Madrid y Ardor guerrero. He hecho lo que he podido, vigilando siempre, eso sí, la autocomplacencia.

- Incluso cuando trata un mismo tema, la Guerra Civil, punto de partida de El jinete polaco y de su última novela hasta el momento, La noche de los tiempos, el tratamiento es totalmente diferente.

- Bueno, es que uno también va viviendo, creciendo, cambiando... Y eso no quiere decir que yo no tenga temas que se repiten. Pero me hace mucha ilusión la posibilidad de mejorar, de ir más allá cada vez. Luego, claro, hay que tener en cuenta que uno está cautivo de sí mismo, pero me mueve ese sentimiento de envidia en el mejor sentido, envidia de muchos libros que me llevan a pensar, a decir: Yo quiero llegar a escribir algo así.

- ¿Por ejemplo?

- Pues me dio mucha envidia Al faro, de Virginia Woolf cuando lo leí, me influyó mucho en la manera de escribir mi última novela, del mismo modo que otra de sus obras, La señora Dalloway. Me han fascinado otros muchos autores. Ahí están Faulkner, Onetti, Philip Roth, Grosmann, Sebald, Alice Munro... Hay tantos... Ahora estoy releyendo, despacio y con sumo cuidado, a Flaubert. La educación sentimental la terminé hace poco y decidí volver a Madame Bovary, una novela que, igual que yo, todo el mundo cree que se ha leído. Todos tenemos cosas que decir de ella, pero, ¿quién se acuerda de que está contada en primera persona? Es una obra de un vanguardismo tremendo. Empieza no con Madame Bovary, sino en una escuela al que va de niño el que después será su marido. Y habla en primera persona el narrador. Yo de eso no me acordaba para nada y resulta fundamental. En otro clásico, Fortunata y Jacinta también habla en primera persona el narrador, un narrador muy raro... [se hace un silencio largo, son muy frecuentes a lo largo de la conversación. Muñoz Molina baja la cabeza en un gesto reflexivo, antes de proseguir]... Ayer me fui a pasear al Botánico y me puse a leer. En un momento dado empecé a pensar sobre esto. Todos hablamos de oído continuamente. Y suele pasar que las cosas, las lecturas, son mucho mejores de lo que recordamos. A mí me gusta mucho este tipo de deslumbramientos. Creo que hay tantas maravillas y que uno tiene que aprender tanto de todas ellas.

- Por lo que veo atraviesa una etapa de relecturas.

- Estoy en todo. Leo cosas nuevas y emprendo la aventura de releer obras maestras, sí. De pronto me he puesto a recuperar esos libros que suelen darse por supuestos. Este verano le tocó a otro, La montaña mágica, que hacía mucho tiempo que no visitaba. ¡Madre mía, qué buen libro, qué buenos libros hay!

- Volviendo a su obra, decía que su motivación principal es mejorar. ¿Le da la impresión de que cada nuevo libro supera al anterior?

- Ya quisiera yo que eso fuese así porque nos anima la idea del progreso, pero eso es algo que no puedo saber. Entre Beatus Ille y La noche de los tiempos han pasado muchas cosas, sobre todo ha pasado el aprendizaje inevitable de la vida. Hace algún tiempo, tres o cuatro años, tuve que leer (no había releído nada desde que corregí las pruebas en 1985) Beatus Ille en inglés para revisar la traducción y fue muy curioso. Me di cuenta de que era una novela muy juvenil y empecé a preguntarme de dónde había salido ese mundo que estaba en el libro, cuando mis experiencias vitales eran entonces tres o cuatro, cuando mi conocimiento de la vida era muy limitado. No quiero decir con esto que la historia me pareciera muy profunda ni nada de eso. Me refiero a la variedad de temas que se trataban. Con el tiempo espero haber aprendido a ser más preciso, menos literario.

- En su primera novela, igual que en la segunda, El invierno en Lisboa, su alimento eran las referencias librescas, de películas. El lector percibe que en su obra posterior esas referencias se van convirtiendo en vida. Un proceso inevitable. ¿Hay momentos del camino en los que recuerde especialmente que se produjeron vueltas de tuerca en la manera de concebir la creación literaria?

- Yo creo que ha habido varios. Hubo un momento que tiene que ver con lo que plantea en su pregunta, cuando descubrí que podía hacer literatura abiertamente con la vida que yo había conocido hasta entonces. Eso dio lugar a una parte de El jinete polaco. Recuerdo que estaba haciendo una descripción para un artículo sobre la aceituna que me habían pedido para una revista y empecé a hablar con naturalidad sobre la época de mi adolescencia, de una manera directa. Entonces me di cuenta de que podía hacer literatura con esos materiales biográficos. Fue un momento importante para mí, del mismo modo que cuando me fui por primera vez una temporada a Estados Unidos y empecé a leer de verdad literatura de no ficción. Se podía hacer literatura sin inventar, qué descubrimiento. O cuando, poco a poco, empecé a encontrar las cosas de las que escribí en Sefarad, a partir de la idea de plasmar un mundo narrativo que fuera mucho más amplio que la experiencia española. Fue ahí cuando intenté aprender a escribir sobre aspectos relacionados con el Gulag, con el Holocausto... Sí, la verdad, es que ha habido varios puntos de inflexión muy decisivos.

- Plenilunio, también fue una novela muy impactante, en el sentido de que trataba un tema tan conflictivo y tan doloroso en la historia de España como el del terrorismo y la violencia, un asunto al que se ha referido, muchas veces levantando la polémica, en sus artículos de prensa.

- Sí. Plenilunio fue una novela escrita en momentos difíciles para mí, por muchas razones. En cuanto a mis artículos sobre el terrorismo lo que me ha preocupado siempre es la falta de empatía. Yo recuerdo que en algunos periódicos del País Vasco cuando se publicó Sefarad hubo algunas personas que dijeron echar en falta que yo no hablase de lo que pasaba allí cuando me estaba refiriendo a distintas persecuciones. En realidad sí lo estaba haciendo, estaba hablando de manera implícita del hecho terrible de señalar a otro, de decirle tú no eres como nosotros, tú no mereces vivir. Eso es algo tremendo y ha pasado, se ha llegado a aceptar en la sociedad vasca, en el mundo, en muchos momentos diferentes de la Historia. Cuando hablamos de esto, sin necesidad de establecer comparaciones, no se puede olvidar la España de la época de la expulsión de los judíos. Los judíos eran una parte muy importante del tejido social y de un día para otro se convirtieron en extranjeros. Fue terrible.

- ¿Cree que en un presente tan carente de ideologías claras, de referencias, faltan intelectuales de peso?

- No, no nos fiemos de los intelectuales. La historia intelectual del siglo XX está llena de disparates. Los únicos de verdad lúcidos y racionales han sido muy pocos: Orwell, Albert Camus, más recientemente Claudio Magris... Lo que hace falta son ciudadanos que ejerzan su ciudadanía escribiendo, cumpliendo con su trabajo. Una democracia lo que necesita son ciudadanos y si de algo peca nuestro país es de un exceso de opinionismo. Eso sí que es una dolencia, algo tan local como el hecho de que la información consista en una medida tan grande en lo que dicen los políticos. Eso también es  una irregularidad española. Aquí vuelvo a lo mismo: Vamos a ver, a fijarnos, a enterarnos de lo que pasa, no de lo que dicen los políticos que pasa.

- ¿Cuál es el papel de la ficción en nuestros días, iluminar la realidad, convertirse en una vía de escape, dar respuesta a las encrucijadas del presente?

- La ficción sirve para todo eso. Sirve como refugio y sirve para comprender la propia experiencia y para convertir en cercanas las experiencias de los otros. Hay ficciones que, además de distraernos, nos ayudan a analizar lo real, a ser cómplices de lo que les pasa a los demás, a percibir que no somos únicos, que lo que estamos viviendo y sintiendo en cada momento ya ha sido vivido, sentido, por otros.

- Los libros que ha escrito sobre la reciente historia de España, ¿le han ayudado a entenderla mejor o todavía le gustaría explorarla más?

- Hay un tipo de conocimiento que proporciona la ficción y que es un conocimiento empático o emocional. Es decir, a través de la ficción uno intenta ponerse en el lugar o en la piel de quienes han vivido otras experiencias. Esta percepción, en mi caso, la llevé al extremo en La noche de los tiempos, donde traté hipotéticamente de ponerme en el lugar de alguien parecido a mí que hubiera vivido en ese momento, en la etapa de la Guerra Civil, del exilio de tantos republicanos. Y debo decir que si algo me quedó de todo ello fueron unas ganas tremendas de descansar de todo ese mundo. Es muy curioso porque cuando se publicó la novela mucha gente me escribió y me sigue escribiendo proponiéndome continuaciones. La historia termina de una manera abrupta y no han faltado lectores que me han indicado por dónde podría seguir, pero sinceramente, pese a que como aficionado a la Historia, los vaivenes del siglo XX me siguen apasionando, considero que como novelista debería moverme hacia el porvenir, hacia más cerca del presente. Es una necesidad que percibo cada vez más intensamente.

- Toda la novela parece un intento de explicar una frase de Pedro Salinas, de cuya biografía, parte precisamente la novela: “Tenemos la patria deshecha, la vida en suspenso, todo en el aire”.

- Lo que me interesó con esa historia fue meterme en la piel de las personas, en lo que sintieron en esos momentos, más allá de las categorías ideológicas que se impusieron a posteriori. Me interesaba contar la desazón, la sensación de fracaso de una generación que  compartió la posibilidad de que España se convirtiera en un país progresista, europeo. Una generación que fue el eslabón, la conexión emocional, el modelo estético y político al que nos asimos los que por fin pudimos vivir la llegada de la Democracia.

- Parte del interés de “La noche de los tiempos” radica en mostrar que en situaciones extremas hay muy pocas posturas intachables, que ningún bando estuvo -pese a las diferencias evidentes- libre de pecados. Resulta llamativo que se siga hablando -que se siga percibiendo- la sombra de las dos Españas tanto tiempo después.

- Los dos bandos eran muy poco homogéneos. Ni todos los de izquierdas eran comunistas, ni todos los de derechas, fascistas. Basta leer las memorias de Julián Marías para que estos estereotipos salten por los aires. Marías era republicano de convicciones firmes, pero también escrupulosamente católico. Él cuenta que el 19 de julio, al ir a buscar a su novia para ir juntos a misa, ve los repartos de armas en la calle. La escena es muy significativa. Lo de las dos Españas es una mentira, sólo la irresponsabilidad política puede alimentar esa idea. Si algo aprendí al escribir esta novela es la gravedad de las palabras, el cuidado que hay que tener con lo que se dice.

- Otra idea que se perpetúa, que sigue escuchándose, es la de: “Me duele España”. En su novela hay momentos en los que se bromea sobre ello.

- Eso es retórica. A mí los misticismos patrióticos no me van. Todo nacionalismo es místico, pero el nacionalismo español de la Generación del 98 y todo eso, es pura metafísica, como lo de las dos Españas. Yo veo las limitaciones y los defectos de este país, evidentemente, y me gustaría que ciertas cosas mejoraran, pero hay otras de las que estoy muy contento. Lamento carecer de sensibilidad suficiente como para que me duela España o para que me duela Andalucía. Los del 98 estaban todos elucubrando sobre el alma de España en los llanos de Castilla y lo que necesitaba Castilla no era que Unamuno se paseara por ella en estado místico, lo que necesitaba Castilla era una reforma agraria, regadíos y justicia social. Lo que hacía falta, lo que sigue haciendo falta, son cosas concretas. Si de algo estoy harto es de vaguedades.

- En cuanto a la estructura de la novela optó por jugar con los puntos de vista, demostrando también que muy pocas verdades se imponen. ¿Era su intención o ese planteamiento se impuso durante el proceso de escritura?

- Al principio no era así y por eso precisamente creció la novela. Es muy distinto el modo en que uno se ve a cómo lo ven los demás. Y para mí era muy importante mostrar eso, mostrar cómo desde el punto de vista de dos enamorados el mundo responde a lo que ellos sienten, pero también como alrededor de esa percepción existen otras que pueden ser completamente opuestas. En la novela los personajes se envían cartas y hay cartas de amor que al ser leídas por uno de los amantes le puede dar la vida, pero que si por equivocación cae en manos de quien no debe leerla le puede dar la muerte. En mi caso, cuando de pronto descubrí el punto de vista del hijo o de la mujer del protagonista, que está enamorado de otra, la novela experimentó un cambio radical. La esposa también tiene su propia historia, la de una mujer convencional frente a los amantes. Y esa historia también merece la pena ser contada. Cada historia son muchas historias. Y mi novela tiende a eso, a lo poliédrico.

- ¿Cuando trabaja en una novela llega a sentir que habita en un mundo paralelo?

- Cada novela es como un gusano de seda. A medida que trabajo en ella, poco a poco, según va creciendo, siento que voy encerrándome cada vez más en su discurrir. Tiene algo de mundo paralelo, sí, pero nada que ver con un proceso psicótico. Hay muchas cosas que sabes que van a ir a la novela, cosas normales que de pronto te encuentras y dices: “esto para dentro”. Me acuerdo que cuando estaba con la última vi en un mercadillo de Nueva York una máquina de escribir de los años 30, y me dije: “esta máquina de escribir la quiero llevar allí”.

- Nueva York es una ciudad clave en su trayectoria. ¿En qué medida ha cambiado su percepción de las cosas?

- Bueno, sigo viviendo allí gran parte del año. Y, sí, me ha hecho más pragmático. Creo que he aprendido a ser más tolerante, menos vehemente, a intentar buscar las salidas, las respuestas más racionales, menos dogmáticas a las cosas, porque las soluciones a los problemas generalmente no son drásticas e inmediatas. De algún modo, me he echo más respetuoso en las diferencias.

- Vivió de primera mano la caída de las Torres Gemelas. Entonces se decía que esa tragedia daría lugar al nacimiento de un tiempo nuevo, en el que la seguridad no era tal. ¿Cómo afrontar estas ideas con perspectiva?

- Si algo nos ha demostrado todo aquello es que los seres humanos somos frágiles, pero tampoco tanto. Quizás una cosa que hemos aprendido es que se puede reaccionar. Cuando, ahora con distancia, vemos las cosas que entonces decían Bush, Aznar y Blair sobre el eje del mal, sobre las grandes amenazas del mundo, en realidad no había tantas amenazas. Al terrorismo no se responde invadiendo países, se responde con policías, con espionaje, con jueces. Percibimos que éramos frágiles, pero también hemos aprendido que se puede responder de otras formas, que la invasión de Irak fue un disparate gigantesco que vino provocado por aquello y fíjese a lo que ha dado lugar. El otro día estaba leyendo un libro en el que se analizaba que a Bin Laden el atentado de las Torres Gemelas le costó unos 500.000 dólares; a EEUU todas las guerras en las que se ha metido a continuación le han supuesto trillones de dólares. Es como si España hubiera respondido al terrorismo declarando el estado de excepción o militarizado el País Vasco. La principal lección es que se necesita cabeza fría ante lo que se está viviendo.

- ¿Una lección que aprender de los tiempos de crisis -no sólo económica, sino de valores- que estamos atravesando?

- El problema fundamental es que nuestro modelo político y social está en crisis, en peligro, y la culpa de ello no la tienen sólo los mercados, la tenemos nosotros. Una lección que tal vez podamos aprender de todo esto es el sentido de la responsabilidad. Vamos a hacernos responsables de aquello de lo que podamos hacernos responsables. ¿Podemos disfrutar de un bienestar sin contrapartida? ¿Podemos tener el derecho a la educación y no cuidarlo? ¿Podemos tener el derecho a la sanidad y no cuidar la sanidad? Son cosas muy complicadas. Esto habría que planteárselo a nivel global, europeo, y en España concretamente tenemos un problema de productividad, no sabemos para qué va a servir nuestra economía y no nos decidimos a modificar adecuadamente un sistema educativo que no funciona.

- Pese a todo, ¿cree que estamos viviendo momentos estimulantes?

- Estimulantes y aterradores al mismo tiempo. Vamos a olvidarnos del pasado. Vamos a ver qué podemos hacer nosotros. Es muy difícil. Estrictamente hemos vivido muy por encima de nuestras posibilidades. Otra cosa es la necesidad de preservar la justicia social. Eso es distinto. Necesitamos preservar y salvar un cierto modelo social europeo, que es el mejor que se ha inventado nunca. Por una parte tiene las ventajas de la democracia liberal y por otra una solidaridad del sistema sanitario y educativo, algo de lo que no disfrutan los norteamericanos.  EEUU tiene la ventaja de que el sistema de integración de los emigrantes es más efectivo y más rápido que el europeo, pero yo conozco muy bien el modelo americano y es preferible éste, mucho más. Tenemos que ver qué hacemos, cómo lo defendemos, porque ahora mismo está en peligro.

- ¿Es el siglo XXI el siglo de las prisas, de la velocidad?

- ¡Qué va! Esa es la misma percepción que ha tenido la gente siempre. El otro día me encontré una carta de Flaubert en la que decía: “todo el mundo se queja de que el presente va cada vez más rápido. No es para tanto”.

- ¿Cómo es el Muñoz Molina del siglo XXI, cómo se enfrenta como escritor a sus desafíos?

- Bueno, he escrito dos novelas sobre la actualidad, El invierno en Lisboa y Plenilunio. Y ahora quisiera saber escribir una novela estrictamente contemporánea, como le decía antes, necesito hacerlo. Una novela que aprese lo que estamos viviendo, lo que estamos sintiendo ahora. Ya está bien de darle vueltas al siglo XX [nuevo silencio, cabeza baja, manos juntas, momento de reflexión]. Cuando nos acercamos a grandes novelas como La educación sentimental, comprobamos que está hecha con cierta perspectiva, con 20 años de distancia. La novela es un género complicado porque requiere una cierta destilación. Difícilmente es una respuesta inmediata a lo real, a la experiencia. Pero también es cierto que los americanos son mucho más rápidos que nosotros. Ya hay excelentes novelas sobre la caída de las Torres Gemelas, sobre todo lo que está sucediendo con la crisis. Y llegar a eso, comprobar si soy capaz de acercarme al hoy es, de algún modo, una preocupación, más bien una zozobra que siento, siempre desde la consciencia de que al final uno escribe lo que puede. ¿De dónde nace ese anhelo? Claramente de mi inquietud ante lo que vivo y también de una inquietud profesional. Un escritor debería medirse con su tiempo, debería saber hacerlo.

 

Fotografía: Elena Blanco

Escrito en Lecturas Turia por Emma Rodríguez

Cría cuervos

31 de mayo de 2013 08:49:44 CEST

 

Yo recordaba con horror un bidón en una acera de la avenida Ferdowsi, no lejos de la entrada de un hotel, lleno hasta formar un copete de patas de gallo y lo asocié –durante el pase de Cría cuervos- a la voluntaria sumisión que escoge el espectador de cine cuando entra en la sala. Ningún fenómeno de la vida cotidiana me restablece de tal manera la ilusión de ser dueño de mis actos como la decisión de abandonar el cine cuando no se ha alcanzado todavía la mitad de la proyección. Suele ser un regreso al vacío, acrónico y algo estupefacto; no solamente la calle parece más desierta, los locales animados por un público intemporal que se hubiera trasladado a otra ribera del tiempo sin obligaciones ni compromisos –como si tomaran café y charlaran por una inercia que durase siglos-, sino que no habiendo contado con esa hora que el plan había previsto en una butaca de patio, se levanta íntegra, ociosa y desocupada, como una gratuita ofrenda que el ubicuo y eviterno deber otorga estérilmente al quejoso para demostrarle a la postre que tan sólo sabe malgastarla y convertirla en polvo de tedio. La última ocasión, ni siquiera hace un par de meses, me la brindó un insoportable film de incidentes familiares con el que Visconti vino a demostrar una vez más su reconocido talento para transformar en mal gusto la escasez de sus ideas.

No es fácil levantarse de la butaca y abandonar la sala cuando apenas ha transcurrido un tercio de la película. A la subyugación ejercida por la pantalla se suma la imantación de la butaca, nada desdeñable; es preciso reconocer que –de entre las muestras que ofrecen nuestros cines comerciales- con harta frecuencia son las producciones nacionales las que con mayores garantías pueden brindar al espectador tan inusitada e infrecuente oportunidad. ¡Supremo don del cine español que, adelantándose a los anticuados y corrompidos usos de otros países, ofrece al ciudadano la opción de ejercer su soberanía, su libre albedrío, su libertad de juicio y su independencia de conducta! ¡Y tanto más encomiable el empeño cuanto que, desoyendo durante decenios voces apresuradas que le instan a cambiar de ropajes y actitudes, permanece fiel a su propósito –haciendo incluso sacrificio de las retribuciones que podía dispensarle la taquilla- para procurar al ciudadano un beneficio, más oculto pero más alto, que transformará su afición al espectáculo en el libre ejercicio de sus valores espirituales! Y más aún cuando se piensa que para llevar adelante ese designio tendrá que luchar con la incomprensión, a veces con el ridículo y siempre, siempre, con la estrechez de medios económicos.

A duras penas pude durante un buen rato apartar la vista de aquel bidón lleno hasta rebosar de patas de gallo. Era de noche y los cubos de basura amojonaban el borde de las aceras de Ferdowsi pero la luz de una farola caía de lleno sobre él para acentuar –si cabía- el mórbido color hepático del montón, la granular epidermis de medio quintal de pesuños tan entreverados que resultaba imposible distinguir y destacar con la vista una sola pata entera. Tres veces seguí adelante y tres veces hube de volver, la última sospechando si aquello se movería, por si a una hora dada instaban a rebullirse animados por los postreros tirones de mil haces de nervios desolados e impacientes, confrontados con su definitiva quietud.

Los que como yo van casi siempre al cine a instancia de hijos y amigos que consideran poco menos que una obligación ver determinadas cintas, se pueden hacer cargo de lo difícil que resulta para el hombre remolón y cargado de prejuicios asistir a un espectáculo que, con toda probabilidad, le tendrá fascinado durante dos horas. A poco que esté hecho con algo de talento resulta imposible –real, estadística y socialmente imposible- abandonar la sala. Incluso si cunde el aburrimiento es preferible aguardar al final –con la esperanza puesta en una escena que compense del esfuerzo del tedio o con la resolución de extraer de éste una diversión pervertida- a ganar la calle y volver a casa con la cinta entre las piernas. En el cine todo hay que sacarlo de la pantalla... o del sueño. Resulta imposible divagar y desconectarse de la proyección a menos que alguien –hypnos o la pareja- le saque del encantamiento para sumirle en otro.

Cuantas más actitudes estéticas y más atentos sentidos se ponen en acción, en la contemplación o en la lectura de la obra menos espacio deja para una interpretación propia de la misma, quedando relegada la divagación a aquellos planos de la memoria o la sensibilidad que han quedado en libertad por la decisión autónoma del artista o por la índole del producto que suministra. En efecto, una obra bien hecha –sea una narración, una sonata, una fachada o un óleo- no permite que se ejerza la capacidad de recreación por el plano en que discurre y nadie puede divagar ni añadir nada musical mientras escucha el piano ni concebir algo arquitectónico, cuando contempla una fachada, fuera de lo expuesto por la propia piedra. Y así la obra bien hecha en un plano de la sensibilidad se puede definir como aquella que cierra todo el campo de la fantasía en dicho plano. En contraste, la divagación puede discurrir transportada por el vehículo de aquellos sentidos menos afectados por la experiencia estética y, sobre todo, por aquellas “formas” estéticas adquiridas por la experiencia que no se hallan presentes ni interfieren apenas en el acto: la narración con la melodía, ésta con la estampa, la estampa con el recuerdo de aquélla; así acuden los rumores de una leyenda pagana que parece esconderse tras las sombras de un jardín umbro y la mirada del enigmático conspirador –casi oculto por los visillos- replicará siempre a la curiosidad del inocente aficionado que contemple la fachada de Sansovino. Una frase del violín deja muy pocas dudas acerca del carácter cromático de la melancolía.

Y bien, el film no permite que el espectador se vaya por su lado. Sobre todo si se piensa que no tiene donde ir, a menos que gane la calle donde no es probable que le espere –en esa hora vacía y gratuita- un bidón repleto de patas de gallo. Dejando la guerra de lado y algunos actos de la carne imprescindibles para su equilibrio, tal vez sea el cine lo más absorbente que el hombre ha inventado. Tan absorbente que si está bien hecho apenas puede reparar en los detalles... por falta de tiempo, no puede volver atrás ni por lo general desviar su mirada del centro de la pantalla ni perder una frase ni recapacitar sobre el sentido de una escena que se le ha escapado si no quiere verse metido en una mayor confusión ; a lo más las dudas se despejarán a la salida –como en los exámenes- preguntando a quien tenga capacidad para responder. No digo que no haya lugar para la ambigüedad cinematográfica pero sí afirmo –sin ambages- que me “es más difícil concebir una película dudosa que una estrella que baile”. Por eso sin duda son los detalles tan importantes, porque el espectador no debe caer en ellos. Y si eso ocurre y no responden a lo que se esperaba de ellos... es mejor abandonar la sala y ganar la calle, pase lo que pase. ¡Loor al cine español que con riguroso y casi científico esmero descuida de tal modo los detalles que permite al espectador ganar la calle sin la menor sensación de haber sido defraudado en cuanto la protagonista, al llegar a casa, se deja caer en su lecho a sollozar y acude su madre a prestarle consuelo!.

La verdadera revolución –la segunda y más decisiva-, según he leído en alguna revista especializada, la aportó el cine hablado. A partir de ese momento, todas las formas tradicionales de la experiencia estética se concentran en la narración cinematográfica: la atención dramática a una escena que es consecuencia de lo ya visto y antecedente de lo que vendrá, sin posible vuelta atrás, sin la menor opción para la relectura; la audición musical de una frase que sólo en la armonía se enlaza con el resto pero que por sí misma requiere la presencia de todo el espíritu; la fijación de toda la mirada por una imagen pictórica fuera de la cual no hay más que sombras; la retentiva literaria de una narración cuya memoria, por si fuera poco todo lo anterior, gravita durante toda la proyección. Una experiencia tan extensa sólo se soporta si es intensa y un fallo en cualquiera de las categorías tradicionales de la experiencia estética –la dramática, la musical, la plástica y la literaria- supone por lo general el hundimiento de todas las demás. No hay doctrina del repoussoir que valga para el film; no hay posibilidad de abandonar el primer plano –si existe- para descansar la vista con la quietud del paisaje de fondo; no hay desplazamiento ni en el eje ni en la magnitud, como en el  San Jerónimo flamenco todo él ocupado por la vista imaginaria del lago, los acantilados y los quiméricos castillos, mientras el santo apenas se distingue en un rincón, arrodillado y casi oculto por un cedro; no hay digresión gratuita, como el relato inserto en la novela y apenas hay cambio de tono, de modo o de compás. En el film hasta la incoherencia debe ser coherente.

Numerosos amigos –todos ellos más jóvenes que yo, que en buena medida han madurado en la cultura de la imagen y muy aficionados al cine aun cuando –observo- su entusiasmo va decayendo a medida que se alejan de los treinta años- constantemente me reprochan mi incomprensión hacia el séptimo arte, mi incultura cinematográfica y mi apego a los prejuicios elaborados a lo largo de cuarenta años de espaldas a la pantalla. Las acusaciones son exageradas y ni que decir tiene que, incapaz para discutirlas, no me siento nada conforme con ellas. He visto mucho cine –a lo largo de cuarenta años- casi todo él malo, que es lo más formativo; es decir el que, una vez asimilado, más ayuda a degustar el bueno. Creo que como cualquier individuo de mi edad y educación, me ha sido dado ver mucho cine comercial y muy poco cine –recurriendo a una denominación que no entiendo cabalmente- de autor; ha sido, en definitiva, una gran suerte para mí pues de haber frecuentado el cine de autor hoy sería –sospecho- un hombre profundamente amargado. Pero, por encima de todo, tengo la certidumbre (de la que ningún amigo me puede apear) de que cuento exactamente con la cultura cinematográfica precisa para extraer de un film todo el beneficio que se puede sacar. Lo mismo me ocurre con el drama, con la novela y la pintura al óleo. No me ocurre lo mismo con la poesía, la música y la arquitectura, disciplinas cuyas manifestaciones me dejan siempre la insufrible sensación de que me sobrepasan, que hay algo en ellas que siempre me perderé por ser incapaz de aprehender sus últimas consecuencias. (En cuanto a la danza clásica cuento con la convicción y la cultura necesarias para estar seguro de que cualquier manifestación de esa mortificante actividad siempre me producirá horror). No tengo demasiado respeto por las experiencias estéticas –cualitativamente diferentes- de los especialistas y no creo que el film –bueno o malo- sea otra cosa que un producto para profanos. Todo depende de la clase de profano que se sea y ningún conocimiento técnico o profesional puede venir en ayuda del espectador si aquello que le muestran no le satisface en cuanto hombre común y medianamente culto. El manejo de la cámara, el dominio de los actores, las delicadezas del montaje, el respeto al eje... son cosas que pueden ser de utilidad (cuando se toma asiento en la butaca) siempre que lo que a uno le muestren tenga el interés macroscópico de todo espectáculo, un producto organizado con vistas a cierto vulgo.

No creo que se pueda definir con una palabra ese nervio conductor y tenso que sin asomar jamás a la pantalla, enhebrando todas las escenas, permite que toda la proyección desde el principio hasta el fin tenga interés y tal vez un único interés. Supongo que no siempre será de la misma clase; ora la gracia, ora la compasión, ora la intriga... no lo sé, todo lo que se quiera, todo de lo que –con su conocido talento para el disimulo, la perversión, la vulgarización de lo exquisito- carecen un Visconti o un Rocha. Un sentimiento bien llevado basta no sólo para llenar una hora y media sino para alcanzar el supremo espejismo de que esa hora y media no pueda ser otra ni puede cumplirse de otra manera. Por ejemplo, el aburrimiento de tres niñas huérfanas durante los últimos días de sus vacaciones de verano. Es la misma declaración –desde la perspectiva de los seis, ocho o diez años- de Nizan en el pórtico de Aden-Arabie: “Je ne laisserai personne dire que c’est la plus bel âge de la vie”. Pero el aburrimiento es siempre una consecuencia, nunca lo originario ni lo primordial. Existe un pathos que crea el clima de aburrimiento que no se despejará mientras aquél se inmovilice, de la misma manera que sólo el viento levantará la niebla.  El pathos se halla por doquier: en las fotografías con que ya no se distrae la abuela paralítica, como ya no se alimenta la persona desganada que picotea unas avellanas; en la soledad de una criada rezongona que muestra sus ubres como inmóviles testimonios de antiguas concusiones carnales; en el baile de tres niñas dos a dos que sólo esperan gracias a él transportarse más allá de esa abyecta edad que nada –sino pequeños deberes y reprimendas- les puede ofrecer. Y más allá del horizonte de las niñas, la terrible sospecha de que –a la vista de lo que han vivido sus mayores- lo que les va a ofrecer el tiempo venidero es mucho peor. En el espejo cronológico por el que transcurre la película –dejando de lado ese abstracto futuro desde el que una de las supervivientes vuelve hacia atrás su mirada- no ha lugar a esperar que mitigue el aburrimiento; tan sólo del colegio con sus clases –por la ocupación del propio tiempo desde fuera- puede llegar un alivio cierto.

Ciertamente la horrenda tragedia por la que han pasado las niñas –sobre todo la central y sólo porque a causa de su insomnio ha sido testigo de las escenas más crueles, pues Saura con sumo tiento ha tenido buen cuidado de no manifestar en ella un rasgo de carácter decididamente diferencial- pesa demasiado para que quepa esperar otra cosa; el abandono de la madre y una muerte presentada con sus rasgos más atroces; la sustitución de su ternura por la disciplina ancilar; la culpable frivolidad del padre; el implacable distanciamiento del mundo de los mayores (que se manifiesta en lo sucesivo en la forma de órdenes, miedo, deseos de muerte, antipatía, imposibilidad de llegar al corazón de nadie y menos de la peripuesta, acicalada, estupefacta y sonriente abuela de la que por sus escasos gestos cabe colegir que un día albergó alguna ternura, no se sabe por qué ni por quién) y esa crisálida del vacío que no será capaz de romper una canción, ni una muñeca, ni una pistola, ni una excursión al campo, ni la cháchara agridulce de la doméstica, pautado y acentuado por el paso frente a la puerta del dormitorio –casi siempre en la misma dirección- del fantasma querido de su madre.

Pero el clima del aburrimiento no se consigue así como así; no siendo sino una medida del tempo, un gesto o una expresión pueden bastar para consignarlo pero no para mantenerlo. Aquel detalle que con carácter signaléctico lo denuncia es preciso llevarlo hasta el final; el baile de las niñas se prolongará –sin excesivo entusiasmo- hasta que concluya el disco; el juego del escondite hasta que nada se pueda obtener ya de él; para las adivinanzas de la abuela es preciso repasar todo el retablo de fotografías; la canción es siempre la misma y siempre el mismo, el cuento infantil. La agonía de la madre no puede reducirse a una crisis de dolor y todo el talento de la actriz tendrá que ponerse a prueba en la reincidencia, en la caída –más vertiginosa en cada imagen- en la nada del sufrimiento y de la muerte. Son los grandes momentos del film, cuando el espectador ha de retener el aliento porque ese tiempo vacío, tétrico y sin sentido ha saltado de la pantalla para introducirse dentro de él: la niña insomne que aprieta los párpados para forzar la visión imaginaria que conjugará al poderoso señor de las sombras y del tedio. El tema no puede ser más antiguo y más primario el sentimiento al que apela si la atención se centra en las criaturas desvalidas; pero el acierto es desviar esa atención –gracias a la dureza de las niñas y en particular de la protagonista, que nunca reclama ayuda y rara vez despierta la compasión- de las vertientes psicológicas del drama hacia las alturas de ese tiempo empíreo que sustenta indiferente todos los acaecimientos. En la mejor muestra de su arte que nos ha ofrecido hasta la fecha, Saura ha dirigido su cincel –recreándose en la limitación del escenario, en el enclaustramiento de la acción- para extraer del bloque marmóreo del tiempo la infantil efigie del aburrimiento.

 

(Este texto constituye el prólogo que Juan Benet realizó para la publicación del guión de la película de Carlos Saura, Cría cuervos. Agradecemos a su editor, Elías Querejeta, la autorización para reproducirlo)

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Juan Benet

Navarra-104

31 de mayo de 2013 08:41:25 CEST

                    
                                                                                            

                      ...y de nuestro amor primero

                   y de su fe mal pagada

                   y también del verdadero

                   amante de nuestra amada

                                 Antonio Machado

 

            La noche en que murió tu hermano ya no era noche. Bueno, no lo sé. Había hilachas de amanecer entre las nubes y arriba, en el monte, se empezaban a distinguir las casitas que salpicaban el camino de los pinares. Pero eso lo observé cuando me lancé afuera, temblando, descalzo, al escuchar y comprender los gritos del cabo primero. Quizá todavía pesaban mucho las sombras allá en la garita y precisamente le dio el impulso definitivo esa insidiosa mancha de leche con que se anunciaba el alba sobre las tapias del otro lado del cuartel, yo mismo la percibí tantas veces. Siempre hemos hablado de la noche en que murió tu hermano y sólo hoy me doy cuenta de que la noche puede que estuviera terminando para todos menos para él, que penetraba en otra. Recuerdo las voces que reclamaban al oficial de guardia y, cuando dejé la litera, al brigada Vélez con las canas revueltas, subiéndose la bragueta y ajustándose el correaje. A mí me agarraron entre varios, no sabía adónde iba, a ver a tu hermano, me imagino, para decirle lo que ya no podría oír. Te lo he contado antes, lo he contado antes a tu familia, a los amigos de tu hermano y a los míos. Esos detalles insignificantes, a los que uno les concede la importancia de un certificado de verdad, quedan impresos en la memoria –los olores que acompañaban la noticia de la muerte de tu hermano, por ejemplo, el olor a la chistorra de los bocadillos de la cena y el olor a calcetines sucios y el olor al sueño sudado del cuerpo de guardia--, o será que lo que se queda impreso es la historia que transmitimos de los acontecimientos, como si nuestro relato barriera todas las perspectivas diversas y las demás sensaciones que no estaban incluidas en él. Te lo he contado antes, sí. Pero hoy escucharás una versión que nadie ha repetido.

            A tu hermano lo reconocí cuando apareció por la puerta de la compañía vestido de paisano con una trinca verde, creo, y un flequillo a lo beatle bajo el que se afligía una mirada de huérfano. Esa era la impresión inicial, la de orfandad, supongo que no muy distinta de la que ofrecimos los demás pero en el caso de él con el agravante de que llegaba con dos semanas de retraso, sin el arropamiento de la masa. De un hombro le colgaba el petate. Miraba hacia los dos lados del barracón sin decidirse a entrar del todo. Yo diría que tiritaba, estábamos en enero y hacía en Vitoria un frío del carajo. Me han dicho que preguntara por el furriel, o algo así dijo. Yo estaba junto a la máquina de las pepsi-colas y lo reconocí. ¿No había estudiado cuarto y reválida en el Gaztambide?, pregunté, ¿Barranco, Javier Barranco? Era un náufrago que avistara tierra a lo lejos. ¿Nos conocemos?, nos conocíamos, aseguré, ¿no se acordaba del examen de matemáticas con el Galán?, él los problemas, yo la teoría, era verdad, era verdad, y yo no había cambiado tanto, sólo que el pelo al cero despistaba, dijo, que no se preocupase, le dije, mañana también él se despediría de sus guedejas al viento, y le insté a que pasara, había tenido suerte porque yo era el ayudante del furriel, ventajas de saber escribir a máquina, le asigné una litera y le di mantas y le sugerí que se hiciera la cama antes de que los demás se percataran de la presencia de un novato y le montaran la petaca. Nos iluminaban aquellas bombillones tétricos que emborronaban la realidad en vez de precisarla. Haría media hora que había terminado la instrucción y cada cual trataba de olvidar como podía que esa noche tampoco dormiría en casa. Algunos volvían ya del hogar del soldado con las barras de pan y el vino tinto. Muchos se habían tumbado en el catre para darle a la mano en un intento de superar el bromuro que, según rumor, nos echaban en la comida. Yo no estaba en plan comprensivo, la verdad, eso de la solidaridad de los reclutas y el rollo de los grandes amigos de la mili es pura filfa, en ningún sitio he percibido tantos egoísmos como bajo el techo de uralita del CIR de Araca. Y a Franco le quedaban cuatro años para morirse, tú eres demasiado joven para hacerte una idea de la mierda aquella. Ahora bien, a tu hermano lo compadecí. Tenía muy grato recuerdo de él a los catorce años, éramos la generación del Capitán Trueno y nos sentíamos cómplices frente a las manías e insensateces de los profesores. Lo eché en falta al llegar a quinto. Los dos habíamos optado por letras puras y me hacía ilusión saber que en tu hermano tendría un aliado contra el cura casposo que nos iba a dar latín, don Cástulo, pero aquel octubre del 61 ó el 62 Javier Barranco no estaba en las listas. Fue cuando a vuestro padre lo trasladaron a Madrid y a esa edad no se mantienen las amistades, ni siquiera traté de enterarme de por qué Barranco ya no estudiaba en el Gaztambide. El caso es, esto me lo aclaró él, que seguía inscrito en la caja de reclutas de Navarra, creo que había un motivo por el que vuestra familia no lo empadronó en Madrid y además tu hermano estaba convencido de que un manotazo mágico, un manotazo zen, entonces leía rollos orientales, lo apartaría del servicio militar, pobre ingenuo. Hasta el último momento alegó enfermedades congénitas que se iba imaginando --corazón grande, entre otras—y que lo llevaron de observación a un hospital militar, por eso llegó tarde al campamento el cabrón. Bueno, allí estaba, desvalido, con su título de filología románica todavía tierno y seguramente arrepentido, y sin reconocerlo, de no haber hecho las milicias universitarias como sus compañeros de carrera que no tenían, como tenía yo, algún expediente policial que todos creían político pero que me abrieron por escándalo público cuando un policía me detuvo metiéndole mano en la Taconera a una chica de históricas, Olvido se llamaba, y me resistí a acompañar al hijoputa a la comisaría donde acabé con un par de magulladuras y un ojo reventón, a la chica nunca me la follé, por si te interesa, era difícil entonces. O sea que me dio pena tu hermano. Le ayudé a organizarse la taquilla y hacerse la cama. Le guié virgiliano por un breve tour de los alrededores esenciales del infierno: el Hogar del soldado para algún alimento extra si le sobraba pasta, las letrinas, y qué mueca de horror –la mía había sido igual pero me encantaba la superioridad que me proporcionaban las dos semanas de atroz experiencia--, por la noche meas y cagas a ciegas, le advertí, tienes que avisar de que estás ahí no sea que otro se te orine encima, suele ocurrir, dije, y no quise añadir que ocurría adrede, un modo de descargar la mala leche acumulada, y luego le mostré los límites de nuestro mundo, la explanada, que no se veía, donde desfilaríamos en el eterno ensayo del día de la jura, los bultos oscuros de las otras compañías, no te mezcles, le previne, y enfrente, a lo lejos, las luces de Vitoria donde ahora la gente de derechas se cree libre y escucha las mentiras del telediario. Mañana, le adelanté, te pelarán, te darán el uniforme de faena, la gorra que te caparán tus compañeros esa misma tarde, un librito que no buscan los bibliófilos (pero que hoy me gustaría haber conservado), el Manual del recluta, delicioso catecismo del facha celtíbero, y te convertirás, le dije, en un número, tu matrícula que la llaman, le dije, y él me dijo eso ya me lo han comunicado, quién eres le pregunté, soy el Navarra-104 dijo.

            Qué pinta tu hermano con la ropa de faena. No quedaban uniformes de su talla y no vayas a pensar que había servicio de sastrería. Le estaba de dolor, su cuerpo, muy delgaducho, es cierto, flotaba dentro de una sahariana y unos pantalones como para un recluta que le doblara el peso. Algunos le pusieron un mote, pero eso fue más tarde, espera, le llamaban Fideo de Mileto, como a un personaje de El Jabato, un tebeo que leíamos los chavales de los sesenta, tú no lo puedes conocer. No, eso ocurrió ya en el cuartel, allí en el campamento tuvo que aguantar lo de filósofo por aquello de que tenía el título de Filosofía y Letras, algo que le debió parecer muy gracioso al mariconazo del alferez Lobo que se divertía humillándolo mientras hacíamos la instrucción. No te lo creerás pero algunos de aquellos oficiales de complemento eran los peores, se cebaban en los reclutas, muy pocos, que habían terminado en la facultad y por los motivos que fueran se habían ahorrado la estúpida mitología de quince bajo la lona con Carlos Larrañaga y Ángel Aranda, o sea las milicias universitarias, lo de la lona era una peli de nuestra infancia que tú felizmente ignoras. Filósofo marca el paso, filósofo ese CETME, filósofo más brío que te cae una imaginaria, así todo el tiempo como si tu hermano fuera el único conejo de la compañía. A mí me respetaba un poco más porque me había licenciado en derecho y al tío, que era perito agrícola, le debían parecer las leyes una cosa solvente en comparación con la bagatela filosófica, aparte de que yo tenía todas las facilidades para escaquearme en la fuerrielería, que si teclear el parte, que si el capitán me pedía que le hiciera una carta para no sé qué hostias del gobierno militar, que si la lista de arrestos, vaya, que me libraba del undosundosizquierdaderechaizquierda por lo menos tres días a la semana. El Navarra-104 lo pasaba de puta pena y eso que retomamos nuestras antiguas complicidades y cuando bajaban bandera nos dedicábamos a charlar de las pasiones que compartíamos, los libros y las películas, igual que de chicos habíamos tenido en común los fervores salgarianos y la devoción por Flash Gordon y la rubia Sigrid, bueno, y los westerns de John Wayne que yo había preferido olvidar, tu hermano no, porque atravesaba mi etapa gauchista y me avergonzaba conmoverme con El hombre que mató a Liberty Valance como ahora me avergüenzo de haberme avergonzado entonces, cosas. Y eso que éramos tan distintos. Yo leía Triunfo y él Fotogramas. Yo ópinaba que Hitchcock era un reaccionario y tu hermano lo adoraba. Yo me entusiasmaba con Antonioni y el Navarra-104 con John Ford. Yo leía a Castilla del Pino y tu hermano a Allan Watts. En fin. No es que Javier fuera un carca pero pasaba de la política. Hablaba de poesía, de tantrismo, uf, de las sonatas de Beethoven cuando yo y mis amigos escuchábamos a Bob Dylan. Yo era más normalito, en realidad, respondía a los clichés del progre de la época.  Envidiaba la cultura de tu hermano al tiempo que me irritaban sus gustos burgueses, así los consideraba yo para estupor del Navarra-104 que se resistía a aceptar esas categorías. Pero había un terreno en el que yo le daba cien mil vueltas. La experiencia del Navarra-104 con las tías era mínima o se reducía a unos pocos escarceos sin desenlace, y no es que me hiciera confidencias, todavía no, pero yo deducía de su timidez y de su negativa a participar en las conversaciones sexuales, y el 90% de las conversaciones del campamento, fíjate, eran sexuales, salvo las que manteníamos tu hermano y yo sobre Lawrence Durrell y Joseph Losey, pero nosotros éramos los raros, deducía yo, te digo, que en ese campo Javier se había limitado a las angustias de un platonismo forzoso alimentado a base de miradas secretas y pajas vergonzantes, vamos, y no me equivocaba mucho, eso lo supe después. Yo me había espabilado en mis salidas veraniegas al extranjero de coffee-boy en Inglaterra, de recogefrutas en Francia. Porque ya te puedes imaginar lo que daba de sí Pamplona en esos años. Y aun con todo comenzaban a destaparse las hijas de la clase media profesional y yo tenía novia, sólo que entonces no usábamos esa palabra, y novia  con la que follaba gracias a las virtudes del neogynón que nos suministraba una amiga farmacéutica y al Parnasillo y a las buhardillas que los amigos y yo mismo veníamos alquilando por el casco viejo. Incluso añadiría que la relación con mi mueta andaba ya alicaída, tanto que el destierro en el CIR de Vitoria en cierto modo fue providencial para darnos aire, o dármelo a mí, al menos, que era el más asfixiado de los dos o, por qué no confesarlo, el único asfixiado.

            Yo temía que por culpa de mi mínima ficha policial me destinaran, tras la jura de la bandera, a los abismos reaccionarios de Burgos pero hubo suerte –o no, la perspectiva de los muertos es distinta y sería canallesco hoy escoger otra—y a tu hermano y a mí nos enviaron con el petate a cuestas a las cumbres reaccionarias del cuartel de montaña de Andoaín, a los pies del monte San Cristóbal, y con posibilidad de conseguir el ansiado pase pernocta que nos permitiría vivir las tardes que no teníamos servicio en Pamplona sin ir vestidos de caqui. El Navarra-104 fue a parar a la casa siniestra de una tía viuda en una bocacalle del Paseo Valencia, yo regresé al bario San Juan, con mis padres. Le prometí a tu hermano una acogida más que amistosa en el Parnasillo, “un refugio contra el mal aliento clerical” según rezaba la placa que habíamos colocado en la puerta del bajo en la calle Dormitalería, un par de cuartos atiborrados de libros y discos (robados en su mayoría) y unos catres sucios por el suelo, un refugio que pagábamos entre unos cuantos, en fin, refugios hubo varios pero el de Dormitalería convocaba más presencias y me pareció ideal para iniciar al Navarra-104 en su navarra nueva vida. Cómo era Pamplona, no te puedes hacer idea. Lo de la halitosis clerical se resigna a la prudencia de la metonimia, pero la realidad –aquella sociedad de meapilas casposos bajo boina requeté, espías aldragueros que denunciaban los modestos intentos ajenos de libertad, familias supernumerosas y supernumerarias de doncella con cofia,  damas que competían a prosapia rancia en cada chocolate con picatostes de las tardes en el Iruña—aplastaba con una contundencia que ninguna figura retórica puede reproducir. Y eso que, ya te lo he anunciado, pertenecía yo al reducido grupo clandestino que follaba sin pasar por el altar mayor de San Cerni ni temblar por los peligros del embarazo. Quedaba para los desesperados la opción canalla de las cuatro putas de la Chantrea, alguna más, vale, y alguna célebre entre los parroquianos, ¿nunca te he hablado de la puta del sifón?, bueno, otro día te lo explico, lo último que se le habría ocurrido a tu hermano, por supuesto, él que creía en el amor petrarquista y el rollo cómo iba a ingresar en la secta sonrojante de los putañeros y a lo mejor de haberlo hecho se habría salvado, ¿no te parece?, no, no lo sabes, no se sabe, no se sabrá nunca, tienes razón. Yo me consideraba un privilegiado y sin embargo, qué liviana es la juventud, en el primer permiso del CIR le había echado el ojo a una estudiante de música que salía de vinos con los parnasillos, Manolo Bear, Antonio, esa gente, el poeta Irigoyen, los de la radio, una tía preciosa que apareció justo cuando la relación con mi novia me empezaba a producir disnea. Y la verdad es que mi chavala no tenía precio que se dice y todavía conseguía conmoverme por su absurda capacidad de querer a un tipo como yo. Acababa de medio apalabrar un encuentro con la pianista para el siguiente fin de semana y me había echado un polvo con mi chica pensando en la otra, para qué mentirte, cuando ella me dijo una vez más que me quería tanto, haz lo que quieras conmigo, me dijo, y no supe qué contestar, no exigía respuesta, claro, pero pensé en mis planes musicales y se me saltaron las lágrimas. No por eso anulé la cita del sábado pero me conmoví y mucho. Disculpa, me estoy apartando del Navarra-104.

            Que también me conmovía, aunque de otro modo. Actuaba tu hermano con una delicadeza insólita entre varones machotes. Recuerdo una tarde en la que yo estaba con el muermo subido y él me lo notó por teléfono, así que apareció de repente en la buhardilla de Cacharrería donde solía recluirme a rumiar mi frustración de futuro condenado a opositar, traía una botella de vino, pan y medio queso roncalés, y eso que manejaba poca pasta, las migajas que ganaba con clases particulares de latín y de griego, y comenzó a hilvanar historias hilarantes de sus ligues sin éxito en la facultad y de vuestra familia, tan fecunda en personajes estrafalarios, o a lo mejor se las inventaba para hacerme reír, ¿teníais un tío que se desayunaba su propia orina?, ¿sí? Era formidable citando escritores y frases de pelis, se sacaba de la memoria el gag oportuno de W. C. Fields o el verso de Auden, y reproducía supongo que con exactitud historietas de Pascual criado leal o de Carpanta que habíamos leído los dos de niño, o de pronto me preguntaba si me acordaba de Chendalang y los cien mil o de Nicola Stradiato y los dos hacíamos alarde de la erudición imborrable de las lecturas de los diez años, qué bien que nos lo pasábamos. Debíamos llevar unos tres o cuatro meses en el cuartel de Andoaín cuando la amistad adquirió lo que parecía una sedimentación inquebrantable y el Navarra-104 atravesó las barreras del pudor y empezó a hacerme su confidente. Sí, sería a finales de mayo de ese año, ya había conocido a Marta y se había enamorado pero aún no lo sabía, las confidencias coincidieron con su encuentro en no sé qué festival de música folk en el Gayarre, luego se fueron de potes con el grupo pero ellos hablaron de esto y lo de más allá, en fin, que me preguntó qué sabía de ella y se preguntó en voz alta por qué le parecía tan misteriosa y yo le dije que no la conocía demasiado pero misteriosa, vaya, una burguesita de Carlos III, muy progre y tal pero pijita al fin y al cabo. Tu hermano encajaba y no encajaba con la cuadrilla, sabes, los domingos se le debían hacer más largos que una misa cantada y yo no siempre estaba disponible con lo que se acercaba a Dormitalería sólo para cerciorarse de que compartir el hastío con otros no resultaba gratificante, aparte de que era un tipo muy poco gregario y mis amigos, que lo apreciaban, lo eran en exceso, no buscaban el diálogo vis à vis que era el único que le satisfacía al cientocuatro. Javier me hizo su confidente porque a mí también me gustaba sentarme con él en los sofás del fondo del Iruña y charlar sobre actualidades tan acuciantes como la evolución estilística de la generación perdida, y además habíamos encontrado una base sólida de entendimiento en algunas películas. Yo le espetaba “anciano, no te conozco” y él en seguida la emprendía con “jesús, jesús, la de cosas que hemos visto” y es que ambos habíamos escuchado las campanadas a medianoche con idéntico fervor. Y admirábamos Jules et Jim con pasión insana, yo alegaba que por su ataque a la pareja burguesa y tu hermano por el romanticismo implícito en el amor a tres bandas. Nos gustaba saludarnos como los amigos de la película, et les autres?, y canturreábamos a dúo desafinado on s’est connu, on s’est reconnu, on s’est perdu de vue, on s’est reperdue de vue, on s’est retrouvé, on s’est rechauffé, puis on s’est separé, Jeanne Moreau lo hacía mucho mejor pero nosotros nos limitábamos a envidiar aquellas vacaciones inventadas en las que dos hombres y una mujer se amaban sin tensiones. A ti todo esto te parecerá my adolescente, ¿no?, por no decir pedante o hasta ñoño, no sé, la poca inocencia que me quedaba se manifestaba sin rubores en aquellas conversaciones con tu hermano, por eso conservo un recuerdo tan fresco (y tan doloroso) de nuestros callejeos  antes de que le tourbillon de la vie, como dice la canción, nos mandara a la puta mierda, bueno, a tu hermano más lejos, bastante más lejos.

            Lo raro es que a tu hermano le sobrevenía la vena confidencial en el cuartel, no me preguntes por qué, quizás allí no disponíamos de mucho tiempo y eso, el no poder entregarse al lujo del análisis, favorecía la confesión súbita y breve. Una mañana estábamos recién desembarcados del autobús tomándonos un café aguado en el comedor, y ojo, habíamos hecho juntos el recorrido, desde la parada que estaba justamente por aquí enfrente, a unos pocos minutos del hotel Tres Reyes que tan pomposamente nos protege del invierno esta tarde, hasta la misma puerta de la compañía y no habíamos hablado más que de Gary Cooper, de qué cosas no se olvida uno,  había un ciclo de Gary Cooper en la tele y su presentador, un tal Cebollada, franquista y censor, a mí me atacaba las tripas y  me predisponía en contra del vaquero, pero para tu hermano contaba más el sudor contra reloj de Solo ante el peligro que el asqueroso catolicismo, y en eso no he cambiado, aún lo juzgo asqueroso,  de aquel cretino colaborador de MacCarthy, bueno, estábamos sorbiendo el aguachirle y mordisqueando un canto de chusco cuando el Navarra-104 musitó que había pasado la tarde del domingo con Marta y que pocas veces se había sentido tan a gusto con una chica hasta que, antes de despedirse en los soportales de la Plaza del Castillo, ella le dijo  a bote pronto quiero avisarte de que nunca me acostaré contigo. Y quién había hablado de acostarse, se lamentaba Javier al que se le podía leer incluso en las raíces del pelo que se estaba muriendo por acostarse con Marta, aunque simplifico, tenía razón tu hermano, no había llegado hasta su reticente conciencia lo mucho que le apetecía echarse un polvo con la muchacha, él se había enamorado y se había enamorado en clave lírica. De todos modos yo le advertí que no interpretara literalmente las palabras de Marta, si hubiera leído más a Freud y menos a Garcilaso sabría que esas declaraciones se llaman denegación y significan lo contrario de lo que explicitan, nunca me acostaré contigo significaba para empezar que ya se le había pasado por la cabeza el hacerlo, ¿no?, pues a mí no, la verdad, me dijo el Navarra-104, ¿es que te molestaría follártela?, le pregunté o algo parecido, no me lo planteo en esos términos respondió medio cabreado y sin embargo no lo juzgué un jodido hipócrita, la respuesta me confirmó simplemente su lentitud para percatarse de los propios deseos, su torpeza virginal, sus inmensos prejuicios. Estás en babia imbécil, debí pensar, pero no le dije nada, me producía una rabia absurda su jesuitismo al tiempo que me impresionaba la gravedad de sus sentimientos y tal vez debí comenzar a preocuparme. Porque la relación entre Marta y tu hermano continuó, se veían los domingos en que a él no le tocaba guardia ni retén, y continuaron las confidencias furiosas, porque le violentaba el transmitírmelas y no podía por menos de desahogarse o se habría vuelto loco. A veces se contentaba con describir la belleza de la chica como si yo no la hubiera visto nunca, y así era en realidad si uno reflexiona, nunca la había visto con la mirada absoluta y singularizadora del amor que era la mirada de tu hermano, quizá yo no haya visto a nadie de esa manera y por eso mismo Javier me irritaba y, ¿te lo podrás creer?, me daba envidia, aún hoy me da envidia. Yo seguía los estados de su fiebre como un médico observa el proceso de una enfermedad que no puede curar, ni siquiera aliviar. Supe de los primeros besos y de los desplantes intempestivos de Marta, escuché las minucias insufribles del matiz rosa de los párpados de Marta cuando cerraba los ojos antes de acercar sus labios a los de Javier y vi a tu hermano torturarse por el malhumor sombrío de la muchacha algunas noches en las que no permitía que ni le rozara la mano. ¿Pero folláis o no?, le insistía yo mientras engrasábamos el fusil ametrallador, y no follaban, se le contraían las facciones al 104 cuando yo empleaba ese tono, no follaban pero follaron, ojalá no lo hubieran hecho, perdona, por qué digo esa tontería. No sabemos nada.

            Al parecer lograron quedarse solos en el cuchitril de Dormitalería un domingo a finales del verano. La cuadrilla se había dispersado en agosto, muchos se iban de vacaciones con los padres, yo mismo de no ser por la mili. Teníamos veinte, veintidós años, y nuestro afán de independencia no era tan heroico que nos hubiéramos independizado sin recursos. Yo me daba por satisfecho de poder ganar un dinerillo en el despacho de mi padre y poder pagar una parte de la buhardilla que compartía con otros en mi situación. Bien, el lunes estaba feliz tu hermano. Marta le había pedido que la esperase en una de las alcobas y al cabo de unos minutos apareció ella en pelotas. Follasteis por fin, le dije. Pues no. Marta no le dejó que se desnudase más que de cintura para arriba y, como Javier me ahorró los detalles, sospecho que el magreo subsiguiente tuvo mucho para tu hermano, deslumbrado, de culto de latría al cuerpo de la chica, y para ella de complacencia narcisista. Calientapollas, murmuré, y fue la primera ocasión en que mostró el Navarra-104 cierta agresividad peligrosa. Te prohibo ese lenguaje, me ordenó muy serio. Luego se percató de que sus historias provocaban reacciones como la mía y sabía, por ende, que no era capaz de dejar de contármelas. La conducta de Marta lo perturbaba. Ella le había confesado cosas que a nadie antes, cuáles, le pregunté con mucha curiosidad, para enfrentarme al reproche mudo de Javier, y él le había entregado su intimidad más honda, no tenía para ella más que un secreto, que le avergonzaba, y era justamente que había una tercera persona, yo, que estaba al tanto de lo que ocurría entre los dos. Yo no soy nadie, le garanticé, soy el capitán Nemo, Ulises en la cueva del cíclope, no, me interrumpió, por favor, dijo, no estoy para bromas, aspiraba a la total transparencia con Marta y se culpabilizaba por ocultar mi existencia, vaya, no mi existencia, le hablaba de mí, de nuestra amistad anclada en la isla de Mompracén y en el reino de Pal-Ul-Don, pero no la había revelado, nunca lo haría, que cada lunes me hacía el receptor incómodo de las crónicas de sus avances y retrocesos en la campaña amorosa para la que carecía de la más elemental estrategia. A veces tengo la impresión de que me desprecia, me declaró, y otras que le soy imprescindible. La primera vez que follaron, allá por octubre, descubrió tu hermano que Marta le había contado cosas de su vida que a nadie antes, se lo había jurado, pero se callaba otros detalles de los que él hubiera preferido tener noticia, por ejemplo, que él podía eyacular en su vagina porque ella tomaba la pilule –todavía la llamábamos en francés, qué catetos, ya te digo--, información que desconcertó al Navarra-104 hasta el punto de que no había dejado de cavilar sobre la propia inexperiencia frente a un indudable savoir faire de la muchacha que él relacionaba con el uso imprevisto de la pastilla. Yo le aseguré que mucho mejor así, ¿o es que él había ideado un método anticonceptivo menos arriesgado que la marcha atrás?, pero tu hermano se había enfangado ya no tanto en los celos retrospectivos –había leído a Proust, por supuesto—como en las dudas sobre su propia performance de novato frente a los tíos que él imaginaba haciendo retorcerse de placer a Marta y eso era insoportable. Marta no ayudaba gran cosa, adoptó una de sus poses esquivas después del primer polvo y a Javier se le leía el sufrimiento en la frente, en las comisuras de los labios, en aquella manera suya como de encogerse dentro de sí mismo porque hasta la brisa nocturna podía abrirle heridas en la piel. A mí me apenaba verlo convertido en una llaga oscura que se curaba apenas la chica volvía a aceptarlo de acuerdo a unos cambios de carácter que al cientocuatro se le antojaban inexplicables,  casi patológicos, y el caso es, me decía, que yo creo que ella sufre también y no consentía –tú que sabrás, si no la conoces, argüía--, no consentía que yo quitara hierro al hipotético dolor de Marta tomándolo a la ligera, que no será para tanto, hombre, le decía pero él me mandaba callar y la cara se le contraía como si de verdad alguien le estrujara para aplastarlo. Yo le atribuí las chapuzas habituales en los primerizos, el gatillazo, las precocidades menos deseables en esas circunstancias, ahora que tal vez me equivoque y sus inseguridades no procedieran de él mismo sino de la conducta de su pareja, en fin, también había leído, cómo no, París era una fiesta y no quería repetir conmigo las consultas eróticas del pobre Francis al maligno Ernest, según Ernest, o sea que vete tú a saber. Me desvío, sí. Volvieron a follar, los padres de ella se fueron de viaje con la hermana pequeña y Marta lo invitó a cenar un sábado en su casa y a pasar la noche con ella en el piso de Carlos III, ya te he dicho que era una pija de Carlos III. De puntillas se movía tu hermano por el cuartel, tanto terror tenía a que lo arrestasen; le acababa de tocar servicio de cocina y había salido de guardia ese miércoles o jueves de manera que sólo un arresto podía impedirle al bueno de Fideo de Mileto –era la época en la que lo apodaban como al personaje del tebeo—acudir a la cita con su amada, y había tantos peligros, no haber limpiado bien el fusil, un error en la instrucción, atraerse la mirada malévola del capitán que nos definía como hostiables, es decir, los que merecen recibir hostias, y que odiaba a tu hermano porque sólo con verlo caminar desde el cuarto de banderas se apreciaba que era más inteligente, más culto, más bondadoso, más estúpido que todos los demás hostiables de todos los cuarteles del puto ejército. Yo no sabía cómo protegerlo y lo habría hecho a costa de mi propio arresto, me angustiaba tanto como a él, de verdad, el que el fatum en forma de sargento gallego o capitán valenciano le impidiera precipitarse a la fiesta que le había preparado su amor. No sabía cómo protegerlo, dios mío, y no lo protegí: no lo arrestaron, acudió a su cita.

            Yo salía de guardia el lunes cuando lo vi con la cara desencajada en las escaleras de la compañía. Me dijo que teníamos que hablar y decidimos encontrarnos a la hora del bocadillo en la caseta donde los maestros enseñaban las primeras letras a los analfabetos del remplazo, las academias como llamaba la jerarquía poéticamente a aquellas aulas cutres. Acudí con cierta aprensión y sin apresurarme. Tu hermano estaba sentado en un pupitre y estrujaba la gorra entre las manos. Me pidió que me sentara y me aseguró que no había prisa, dirigiría la instrucción el cabo primero Planas que estaba de acuerdo en pasar por alto nuestras ausencias a cambio de un par de paquetes de Camel y que no me preocupase por los educandos de artillería, estaban de maniobras, o sea que teníamos tiempo para que me narrase y que yo por favor ninguna gracieta y es que él no debería, no debería, pero si no me lo contaba le explotarían las vísceras, vomitarías las tripas, no sé qué disparates. Le rogué que se tranquilizara. No estoy intranquilo, dijo, estoy deshecho. Todo había ido muy bien al principio, la cena, el vino alegre, risas, los besos y la cama y desnudarse y acariciarse, hasta que ella se montó encima y empezaron a follar. Y de pronto tu hermano observó que a Marta se le descomponía el rostro y no por el placer sin como cuando un pensamiento turbador se cruza por el coco y ya es imposible continuar con lo que se estaba haciendo aunque lo que estabas haciendo era follar con tu chico  al borde del orgasmo. Aflojó el ritmo, se detuvo. Lo miró –me miró, me dijo—como a un desconocido, acercó su cabeza a la de tu hermano, me contó Javier, y le susurró quiero que sepas, me dijo que le dijo, quiero que sepas que me acuesto con otros hombres. La declaración me sorprendió, me indignó, me dolió, y eso que yo no era quien la recibía con los pechos de su emisora bailando frente a mis ojos y su coño humedeciéndome la polla. Creo que la única respuesta a tan desabrida revelación habría sido echarse a llorar y quizás es lo que hizo tu hermano, no estoy seguro, su relato se iba desarticulando conforme pretendía darle un sentido a una materia narrativa que causaba un dolor tanto más agudo cuanto más trataba él de  racionalizar los motivos de la chica para provocarlo. A qué venía eso le preguntó, claro, y ella, desencajando sus cuerpos, se limitó a murmurar que le parecía honrado aclararle ese punto. Estaban a oscuras, me dijo, pero intuía esa mirada perdida que le había sorprendido otras veces, se había tumbado Marta y de pronto se levantó, rebuscó entre su ropa, salió del dormitorio. Pasaron unos minutos eternos. Javier la llamó, luego salió a buscarla. No conocía la casa y se tropezó con muebles, con una pared. En la sala penetraba la luz de las farolas de la avenida y recortaba entre las sombras la desnudez de la muchacha; Javier me describió cómo reposaba la nalga izquierda en la esquina de una mesa central y esa pierna quedaba colgando en el aire mientras la otra pisaba la alfombra, en la mano diestra sujetaba un cigarrillo que se llevaba a los labios con el gesto rápido de quien tiene ganas de consumir el tabaco, ¿sus ojos le brillaban?, él diría que sí, casi le dio miedo, también creyó distinguir la mancha negra del sexo, eso era imposible, le dije, o a lo mejor sólo lo pensé, yo apenas hablaba. ¿Por qué?, insistió él, explícame, Marta hizo un movimiento de cabeza, como si despertase, tenías que saberlo le dijo con voz de humo y de noche, pero por qué todo, no lo entiendo, ¿tú lo entiendes?, me preguntó tu hermano directamente, ¿lo entiendes, ¿la entiendes?, las ojeras románticas se avenían mal con la ropa de faena demasiado ancha, por un instante decidí que todo era ridículo y que nadie con ese aspecto de fantoche tenía derecho al dramatismo pero me iba ganando una angustia absurda, aquella historia nunca debió desarrollarse así, y rebuscaba entre mis experiencias una sensación de amor tan intensa y tan desesperada cono la que transmitía mi amigo, a sabiendas de que jamás había vivido una pasión como la suya, tal vez nunca, no tal vez, con absoluta certeza nunca había vivido una pasión, todo en ese aspecto había sido muy sencillo en mi vida, al menos todo lo sencillo que permitía el gendarme de la esquina y la ñoñez generalizada de mis coetáneas. ¿La comprendes?, me volvió a preguntar Fideo de Mileto, quería yo identificar aquel soldado enclenque con Fideo y no con mi camarada de la isla de las Tortugas de nuestra infancia para no dejarme arrastrar por su desdicha. Me salí por la tangente, sin duda que exagera, no entendió mi frase, que exagera en qué, dijo, eso de que se acuesta con muchos hombres es una exageración, seguro, aclaré, y tu hermano podría haberme estrangulado, blasfemó, recuerdo, y me sorprendió porque era la mar de repulido con su lenguaje, se cagó en dios o en la hostia, nunca me había parecido tan navarro como en ese momento, ni tan Fideo de Mileto, sólo que en la frontera misma de las lágrimas y para dónde mirar, qué embarazoso, y entonces oímos la corneta, el séptimo de caballería siempre al quite, nos llaman, le dije, vamos, no querrás que nos arresten, y le cogí de la manga, ve tú, dijo, búscate otra mueta, le recomendé, él no pronunció una palabra, no hacía falta que me gritara gilipollas.

            Esa misma noche me llamó a casa, a casa de mis padres, en la buhardilla sólo me quedaba a dormir los fines de semana y algún día laborable si había plan, muy buen plan, porque la parada del autobús al cuartel caía lejos, yo le irritaba a Javier, a menudo juzgaba mis comentarios despreciables, pero yo era la única persona que no sólo estaba al tanto de los climas tormentosos de su relación sino que captaba los paralelismos, alusiones y ejemplos que él extraía de los amores de Swann o de La piel suave, o podía ir incluso más lejos y evocar a don Emilio de Ventimiglia adentrándose en el mar Caribe con Honorata de Van Guld en sus brazos, y es que, pese a mi zafia interpretación de sus angustias, nos seguían uniendo los exámenes de latín, las hazañas del noble Winnetou. Esa misma noche me llamó como si yo no le hubiera recomendado unas horas antes, con la sensibilidad del esparto, que se buscara otra chica. El teléfono colgaba de la pared del pasillo que unía la sala, donde mis padres veían la tele, y los dormitorios. Su voz me pareció una voz de película, yo estaba en pijama, de hecho había apagado ya la lamparita de la mesilla cuando mi madre me dijo que era para mí, y resultaba tan incongruente escuchar al taciturno Navarra-104 a oscuras, imaginando aquella expresión tan reconcentrada y la ropa militar dos o tres tallas por encima de la suya, por supuesto no estaba en el cuartel, llevaría una de sus camisas de cuadros o el niki verde de escorpión por el que le había tomado el pelo la cuadrilla, de marca y en consecuencia burgués, y él había aguantado las sornas con su bonhomía de reaccionario entre jacobinos, apenas consigo rememorarlo de civil, es un fantasma caqui con gorra de plato, el caso es que ni pidió perdón por telefonear tan tarde o tal vez se había disculpado con mi madre, a mí me dijo sin preámbulos Marta me ha llamado y se hizo un silencio en el que yo escuchaba la voz de Jesús Álvarez leyendo las noticias de derechas del último telediario. Repitió Marta me ha llamado y yo carraspeé, ah vaya, dije o cualquier insulsez fática para que no nos ganara la irrealidad del silencio trufado por las voces de la tele, Marta estaba muy mal, me ha preocupado, yo diría que había pasado muchas horas  llorando y ahórrate cualquier sarcasmo, dijo de corrido, estuve por insinuar que a esas horas el registro sarcástico estaba clausurado y en realidad, me di cuenta, un extraño miedo, o no tan extraño, me atenazaba allí plantado en medio de las cien mil soledades de la noche en  una ciudad más hostil que todos los suboficiales chusqueros de la patria, eso sentía, miedo, pero pregunté bueno y qué más te ha dicho y Marta se había casi justificado para peor, le dijo a Javier que se acostaba con él para agradecerle, que era su forma de devolverle la generosidad de su amor, pero el amor no se agradece le dijo tu hermano, o no de esa manera, a no ser que, y ella se echó a llorar y no pudo seguir salvo para prometerle una larga conversación el domingo como siempre, donde siempre si no te arrestan, y él juró no me arrestarán, me dijo, y yo le dije no sigas, déjala de una puta vez, no acudas el domingo, te está machacando, y tu hermano al final accedió, que yo tenía razón dijo, se martirizaba prolongando una agonía que ya no daba más de sí, y yo le tomé la palabra, quise creerle, como si no supiera que Javier habría ido a la pata coja hasta el fin de la tierra para ver tres minutos a Marta y dejarse arrancar las tripas si eran sus manos, las manos de ella, las que se las arrancaban. Le creí ma non troppo, pasé el resto de la semana reforzando con la dialéctica de la pesadez los argumentos irrebatibles contra esa cita que mi amigo juraba que no iba a producirse. Otras artimañas intenté, sin éxito, ahora te las cuento. El domingo no vi a mi pianista, fui al cine con Manolo Bear y con Conget y regresé pronto a casa de mis padres por si llamaba tu hermano, tan desasosegado me sentía. No llamó. Pensé que la sensatez había triunfado. El lunes no coincidimos en la parada de la diligencia. Llegó tarde a la compañía. Yo estaba sentado en un taburete hojeando un periodicucho. Lo vi enmarcado en el umbral, me buscó con la mirada y se dirigió hacia mí a paso ligero. Le sonreí. El primer puñetazo me derribó entre las taquillas. Había cáscaras de pipas por el suelo, mira, no he olvidado ese detalle. Hijodeputa, me insultaba tu hermano, grandísimo hijoputa. Yo deduje que después de todo la cita había tenido lugar y Marta se había sincerado, qué alivio para ella. Y hasta cierto punto qué alivio sentía yo entre las patadas y la sangre.

            Luego reconstruí lo que había ocurrido, no era muy difícil. Yo me había visto el viernes con Marta por si el cientocuatro cedía a sus requerimientos de una entrevista. Le había suplicado a la chica que no le contara nada porque lo destrozaría y destrozaría nuestra amistad, la de Javier y mía, que era lo único que le quedaba a tu hermano. Marta lloró mucho y llegué a convencerme de que la había convencido. Pero algo sabía ella de mi affair musical y sus celos –o su desengaño conmigo o una turbia lealtad a la persona con la que más desleal había sido—la impulsaron a mantener un encuentro al que la víctima no sabría negarse. Yo quise justificarme ante mi amigo porque de verdad, le razoné, que sólo quise ayudarlo a superar una represión ridícula a sus años, pero qué te has creído, me decía él conforme me soltaba hostias como un poseso hasta que le interrumpió el sargento Llanos con la ayuda de un par de soldados. Ha sido culpa mía mi sargento, balbuceé entre escupitajos sanguinolentos y tratando de incorporarme. Pues no hay problema, me follo a los dos, dijo el sargento, vais a chuparos más guardias que el palo de la bandera. En otras circunstancias habría buscado la complicidad corsaria de tu hermano pero el Fideo jadeaba con los ojos bajos. Planeé acercarme a él y pasarle un brazo por encima del hombro con una frase de Jules et Jim que sólo él entendería, al mismo tiempo no podía por menos de reproducir in mente la voz de domingo de Marta mientras, con qué rictus de boca entrecerrada, le confesaba que era mi chavala y que ella habría hecho por mí cualquier cosa, incluso irse a la cama con el mejor amigo de su novio que lo estaba pasando tan mal, el pobre,  sin prever que le iba a coger cariño y no sería capaz de seguir mintiéndole, sin prever yo que Javier se iba a enamorar porque yo nunca me había enamorado y en el fondo le tenía envidia, sin sospechar ella, ahora Marta sí, que me generaba cierta fatiga una relación en la que no cabían más sorpresas y me había venido bien un poco  de aire libre para iniciar otra película con banda sonora de piano. Además yo estaba en contra del concepto posesivo del amor burgués y por eso, en un acto de desprendimiento, había cedido a mi chica para que mi amigo fuera perdiendo virginidades, ese era el argumento progre que no me atreví –tampoco me dio ocasión—a exponerle a tu hermano, me lo habría restregado por la cara como el trapo sucio que en realidad era. De cualquier manera mis intenciones de maese Pedro habían sido inmejorables sólo que se me habían enredado los hilos. Yo quería a Fideo, al Navarra-104, lo quería porque sabía distinguir los Gomangani de los Tarmangani y porque se reía a carcajadas de energúmeno recordando episodios de Guillermo Brown. Yo no pretendía hacerle daño, al revés. Fui manipulador, lo acepto. Pero yo quería a tu hermano, ¿no me crees?, lo quería mucho.

            Dos días después nos cayó el primer castigo, una guardia que por turno no nos correspondía. Yo no había cesado de hacer intentos de aproximación al cientocuatro pero él rehuía a todo el mundo. No fue por el Parnasillo ni paraba en la casa de su tía. ¿Qué hizo el lunes por la tarde, el martes, el miércoles? No se podría medir su soledad. Qué haría esas tardes infinitas como rosarios de colegio sin ver a nadie, dónde se escondía, qué pensamientos barajaba –esos sí los puedo imaginar. Las mañanas de cuartel se las arregló para escaquearse en la enfermería o sabe dios, compraría ausencias al precio que se podía permitir quien no iba a necesitar nunca más el dinero. El jueves formó la guardia entrante frente al bar de oficiales y nosotros dos en ella. El toque de trompeta –traducido al lenguaje filantrópico de los sorches como si-tienes-guardia-jódete— nos había convocado con la urgencia inútil de todas las obligaciones castrenses. Tu hermano no llegó corriendo. El brigada Vélez lo insultó durante unos minutos, que te pesan los huevos chaval, más rasmia capullo. Formamos, yo a su lado, como de costumbre. Le murmuré te he estado llamando, dónde te metes y él ni me dirigió la mirada. El Brigada nos puso firmes para endilgarnos la perorata que todos los que lo habíamos padecido de oficial de guardia nos sabíamos de memoria, que había que abrir bien los ojos y cerrar el del culo, que los enemigos de la patria, que la garita era algo muy serio, que el santo y seña, que si nos dormíamos o nos distraíamos y cuando él iba de patrulla por la noche no le dábamos el quiénvive nos descerrajaría un tiro y mañana el brigada Vélez recibiría las felicitaciones de sus superiores, terminaba. Nunca dejaba de oler mal el cuarto de guardia sobre todo en las literas bajas donde parecía condensarse el aroma axilar de los miles de jóvenes españoles cuya fatiga y amargura de arrestados convergían nocturnamente en aquellos camastros infames. Me apresuré a ocupar uno de los apestosos para que Javier se acomodara en el de encima, no me lo agradeció. Sobre la mesa había una revista de Fuerza Nueva que habría dejado allí tras calentarse los cascos patrióticos con ella el oficial de guardia del día anterior, en el titular de la portada se leía “Tres patas para un banco” y la ilustración mostraba, en efecto, una especie de banco raro de tres patas, cada una de ellas la caricatura grotesca, a manera de cariátide, de Casals, Picasso y Neruda. Este último me recordó que yo había recortado de Triunfo su conferencia de aceptación del Premio Nobel y se la ofrecí a tu hermano que se había tumbado y contemplaba el techo. Te he traído esto por si no lo habías leído, le dije y entonces él me miró por primera y última vez aquel jueves y por última vez en su vida y me preguntó con cierta dulzura ¿es que no te cansas nunca?, y volvió a mirar al techo y en realidad cerró los ojos para que no le molestara más y yo le observé un rato y pensé que hasta el cuello de la camisa le venía tan ancho que ni siquiera necesitaba aflojárselo para descansar mejor. Del resto del día sólo he conservado detalles –el segundo plato del rancho consistía en un filete de hígado o que los altavoces de la explanada a la tarde difundieron para nadie, para mí, yo sí escuchaba, una canción italiana que había estado de moda hacía un par de temporadas, Fa freddo—y la sensación de morosidad que parecía afectarle a Javier, instalado en su litera con los ojos cerrados y completamente inmóvil salvo el par de horas de centinela, ¿o eran cuatro seguidas?, ya ni me acuerdo. Sin embargo no puedo leer un verso de Neruda sin que regrese la última guardia de tu hermano y la sombra rápida del monte san Cristóbal cayendo sobre la tarde de invierno y sobre el banco, frente al Hogar, donde se sentaban los soldados del calabozo a los que se les dejaba fumar un cigarrillo al aire libre y comprarse una cerveza. Sé que cumplí mi turno de garita, la que vigilaba la entrada de vehículos y que volvió a corresponderme la misma a primera hora de la noche. A Javier le tocó la que estaba en la parte de atrás, cerca de las cuadras. Oí cómo lo llamaban casi de madrugada y su respiración cuando bajaba de la litera y su cuerpo debió de rozar mi colchón y cómo se ajustaba el correaje, cogía el CETME y salía con el suboficial y los otros centinelas, oí sus pasos sobre la gravilla alejándose camino de la garita, camino de la muerte. No te servirá de nada que repita las especulaciones que rumié desde esa noche sobre los pensamientos de tu hermano a lo largo del día que pasamos juntos sin hablarnos. Marta y yo dedicamos horas, meses, de conversación agotadora y humillante a deslindar culpas, responsabilidades, cinismos. No digas nada, asumo los cinismos sólo para mí. Marta fue más marioneta que verdugo, es cierto, pero desempeñó también su papel, atormentado, eso sí, de cómplice. Quizá sea el momento de confesar que Marta no se llama Marta: es mi mujer, ya la conoces. Por supuesto, difícil de explicar, supongo que, precisamente cuando estaba yo a punto de dejarla, nos unió tu hermano, supongo que, perversamente, nos sigue uniendo pese a las infidelidades, reproches y harturas, es como si nos hubiera condenado a seguir juntos por no haber sido capaces de impedir su decisión. ¿Más detalles? La familia no los quiso saber. ¿De verdad los deseas tras tantos años? Tienes derecho, claro. Sin duda ese jueves había superado ya la etapa de las dudas, debió sopesarlo todo durante las tardes previas, lo digo porque actuó minutos después de calcular que la patrulla de relevo estaba de vuelta en el puesto de guardia. Reconstruir sus movimientos es sencillo: el Navarra-104 quitó el seguro del fusil ametrallador que estaba cargado como exige el reglamento, colocó el arma verticalmente con la culata en el suelo de madera de la garita y el cañón apoyado contra el pecho, a la altura del corazón, y antes, se me olvidaba, movió el dispositivo de disparo uno a uno a la modalidad de ráfaga. Apretó el gatillo. El forense dijo que sólo las primeras balas lo atravesaron, otras más fueron al aire, luego el CETME se encasquilló, les solía ocurrir. Estaba amaneciendo. Sí, tienes razón, eso ya te lo había contado.

Escrito en Lecturas Turia por José María Conget

Amanece y callo

31 de mayo de 2013 08:35:56 CEST

 

 

Amanece y

callo;

callo todo miedo y cualquier

                                     presagio:

busco un alba virgen de mí,

                     busco el nacer de la luz,

                                                  no su alumbrarme.

 

Escrito en Lecturas Turia por Hugo Mujica

Luis Mateo Díez, una semblanza literaria

31 de mayo de 2013 08:25:20 CEST

 La obra de Luis Mateo Díez (Villablino, León, 1942) constituye, desde hace años, un conjunto narrativo denso, trabado y coherente, donde temas, personajes y situaciones gravitan alrededor de una idea del lenguaje literario que pretende superar al realismo clásico de formación, los planteamientos descriptivos del cotidianismo y el simple reflejo de un entorno reconocible. Con esta lograda pretensión se han ido sucediendo novelas y cuentos bajo una clara trayectoria que va desde la escenificación de la provincia mágica al predominio del conflicto ético, de la marcada ambientación rural a espacios indeterminados, fluctuantes en la percepción cambiante de los propios personajes; y -continuando con los signos evolutivos- se deja atrás una obsesiva configuración minuciosa de los valores estilísticos para cobrar protagonismo la fuerza de unos  conflictos problemáticos o secundarios, pero siempre interesantes en su intrigante planteamiento. Al margen de cualquier vanguardismo pretendidamente renovador, esta obra experimenta con su propia factura clásica inicial, avanzando hacia una moderna consideración moral de las tramas narrativas, tomando a la vez la deriva de un lenguaje más abierto, realmente coloquial, sólidamente dramatizado.

En la órbita -que no exactamente “generación”- de escritores como José María Merino, Juan Pedro Aparicio o Julio Llamazares, la obra de Luis Mateo Díez incide en la decisiva importancia del mito como referente social que explica patrones culturales y conductas colectivas. En La fuente de la edad (1986), por ejemplo, no asistimos solamente al mero peregrinar realista de unos devotos cofrades, con la fuente de la eterna juventud como pretexto, sino que en esta trama se cruzan elementos legendarios como la Culebra Gamona, que se amamanta taimadamente de los pechos de una mujer, y que actúa como referente de un hondo autorrenocimiento colectivo, en esa historia repetida de generación en generación. La ambivalencia entre la vida y la muerte es otra característica de esta narrativa, en la que ciertos personajes y situaciones se diluyen en el magma de la desaparición o el olvido, adentrándose la ficción en la indeterminada bruma argumental del engaño de los sentidos. Así, el viajante Emilio Curto, de Camino de perdición (1995), desaparece dejando un tenue y sinuoso rastro; las pesquisas para encontrarlo encaran múltiples contradicciones y desencuentros en el proceso de la búsqueda: todo un hallazgo en la recreación de una calculada confusión que no obvia inquietantes matices.  Y es que estos espacios nebulósicos abonan la dicotomía sueño/vigilia, una atmósfera de intencionado duermevela en la que los protagonistas se van orientando según transcurre la acción. Esta participa, ya lo sabemos, de una arraigada condición mítica, pero no por ello se ubica en un indeterminado limbo histórico. La temporalidad de estas historias se relaciona con la infancia y adolescencia del autor, por lo que la España -la geografía castellano-leonesa con fugas hacia lo galaico- de los años cuarenta y cincuenta se hace presente, enmarcando, en una curiosa simbiosis entre lo legendario y lo civil, la anécdota concreta o el conflicto en cuestión.

Luis Mateo Díez es un escritor aliterario, en el bien entendido de que su narrativa se alimenta de la observación vital -que no exactamente “real”-, la agilidad dialógica, la fuerza de un argumento -en ocaciones algo atrabiliario- de desarrollo irónico y hasta pintoresco, la pautada estructura temporal de la trama o ciertos desenlaces ocurrentemente inesperados, pero resulta raro encontrar en su escritura el ejercicio metaliterario, la digresión conceptual, la exhibición estilística o el reconocimiento de unos patrones magistrales. Qué duda cabe, se ha señalado ya sobradamente, de  que la sombra de Delibes, o de Cunqueiro, o de Valle-Inclán es alargada y que su consideración puede orientar sobre ambientes, formas estilísticas y hasta posturas éticas en la narrativa que nos ocupa, pero la sólida originalidad de Luis Mateo Díez radica en la configuración de un universo literario, de una cosmogonía de idiosincrasia propia: Celama o Babia, y a todos nos vienen a la mente los topónimos de Macondo, Santa María, Comala, Yoknapatawpha o Región. Ese universo en clave, con un código propio, unas particularidades específicas, remite a una edad mítica, a un espacio inocente donde anida la amistad o el amor, aunque también la lucha por la vida y el interés depredador, donde empiezan a identificarse los procesos de reconocimiento del mundo. El recuerdo y la memoria juegan aquí un papel esencial, porque el narrador trabaja con un pasado revisitado por la imaginación y donde lo que pudo haber sido y no fue adquiere la textura de una realidad ficcionaria y mixtificante. Abunda en este cuerpo literario el caserón familiar, con su recurrente desván, donde se hacinan los objetos de un tiempo ido, también el espejo como útil ornamento que fija para siempre la realidad que reflejó un día. Una dialéctica esta, en suma, que tiene mucho de fantasmal rememoración íntima, pero también no poco de especial mirada sobre enigmas familiares y secretos del pasado. El expediente del náufrago (1992) es una novela que juega con la constante ambivalencia que se da entre el recuerdo y el olvido; nos muestra la historia de Alejandro Saelices, un oscuro poeta que, consciente del ignorado carácter inédito de su obra, pretendiendo preservarla del olvido, la dispersa entre los expedientes del archivo del que es responsable, condenando a la vez a sus versos al limbo seguro e inexpugnable de lo desconocido. Esta aparente paradoja adquiere su particular lógica en la medida en que esos poemas han quedado fijados en una quimérica realidad burocrática, “olvidados” en un fondo administrativo en el que siempre pueden ser recordados. Hace ya algunos años Umberto Eco nos mostraba con El nombre de la rosa la mentalidad medieval de la biblioteca como ente -fortaleza- que protegía la cultura de la barbarie exterior; libros, documentos y manuscritos “olvidados” también para preservar su recuerdo. La fuente de la edad, por cierto, arranca con el hallazgo de unos olvidados papeles que documentan el nacimiento y la formación de una ciudad.

Luis Mateo Díez domina como pocos la función narrativa del diálogo, la conversación entre personajes que, en su literatura, va más allá del reflejo testimonial de un habla popular, para hacer en realidad avanzar estructuralmente la acción, crear esas características atmósferas de sueño y misterio, construir las legendarias ficciones de ancestrales chascarrillos o marcar el carácter de unos protagonistas con sus propias palabras, en lo que resulta ser el hábil desarrollo de una técnica novelística sólidamente anclada en el mejor realismo clásico. Una novela muy interesante en este sentido es Las estaciones provinciales, en la que el autor recrea una acción coral explicitada en el diálogo de los personajes, en una oralidad que agrupa historias, planta tramas y precipita desenlaces. Y es que resulta innegable que su obra toda mantiene unas constantes perfectamente identificables: relatos vinculados al camino, a la ruta -metáfora de la vida misma- que genera invenciones diversas a cargo de seres atrabiliarios o enajenados, la localización de conversaciones en hostales y tabernas o la aparición de un suceso mítico que vertebra todo el desarrollo de la acción. Esta coherencia estilística y estructural da sentido a un realismo diferente, que no depende estrictamente de la realidad reflejada, cuanto de la recreación de un universo de referentes propios, geografías particulares e idiosincrasisas codificadas. Sólo así se entiende la validez de una prosa estetizada en función de ese mundo de reflejos irónicos, críticos y éticos, tendente a la desmitificación del tabú y el desprejuicio de las costumbres. En este realismo abierto, donde cabe la pura fabulación y el tono calculadamente extravagante, tiene mucho que ver, ya es sabido, un hecho biográfico que nos sitúa al Luis Mateo Díez de su infancia absorto ante los “filandones”, las reuniones vecinales en el medio rural leonés, en las que, al invernal amor de la lumbre, se sucedían fascinantes relatos, crónica viva y oral de la narratividad colectiva, y también aprendizaje aún inconsciente de la ancestral práctica del contar una historia. Fantasmas del invierno (2004) es una novela ambientada en nuestra postguerra y formada por un entretejido de esas historias que cobran aquí el carácter de una crónica lírica, donde el mismísimo diablo hace de las suyas y cuyo tono justifica la condición de “realismo metafórico” que el mismo novelista ha atribuido a su literatura.

Sorprende la capacidad que se da en esta escritura para aunar el pasado con un presente que encuentra, precisamente en la fabulación del ayer, el sentido de una tradición epopéica que ha perdurado siglos. En La fuente de la edad podemos leer a este respecto: “Al paso paciente de las yeguas, cuyos ronzales sujetaban Aquilino y Jacinto, iban los cofrades por el camino que surcaba el valle, alzado a la vera del río como una arrugada cinta que refrescaba el rocío mañanero, aquietando el polvo de su trazo milenario. Calzada romana para las huestes del Imperio, les había informado el anfitrión, y cordel de mestas para los rebaños trashumantes. La mañana se abría en las calinas, tersa y sonora, en su extendido campanilleo.” Se trata de un clasicismo lírico aplicado a la cotidiana realidad de personajes que conservan una imagen antiheroica, perdedores y derrotados de la historia con minúscula. Lo arcaico se funde en una estructura novelística de signo cíclico donde la fábula y la realidad, el pasado y el presente se imbrican en una sucesión de interrelacionadas tramas. Una novela ejemplar en este sentido es Las horas completas; recordemos: unos canónigos viajan en automóvil a una cercana parroquia rural con fines exclusivamente gastronómicos; por el camino recogen a un extraño peregrino que provocará numerosos contratiempos y algún que otro desastre. A partir de esta anécdota se desarrolla una acción zigzagueante, donde los temas van y vienen sin excesiva cohesión, perdida ya la motivación fundamental del relato. En el núcleo central de la historia -los personajes han llegado ya a su suculento destino, momentáneamente libres de tan engorroso compañero-, se sitúa lo mejor de la novela. Los clérigos son agasajados con una descomunal merienda por la madre de Merines, el párroco anfitrión, apareciendo una característica “literatura de sobremesa”, en la que Mateo Díez da lo mejor de su tradicional estilo, en la sucesión de cuentos de comadres al amor de la lumbre. En Las estaciones provinciales podía ya leerse: “Las conversaciones fluctuaban entre apasionados comentarios a la generosa mesa, comparaciones con otras cenas y pronósticos para las venideras, lleno el salón de una algarabía progresivamente matizada por la jocosidad etílica.” En diálogos de tono arcaico, aunque de pretensiones irónicamente cultas, los personajes de Las horas completas van desgranando su popular filosofía del narrar y del vivir, en lo que constituye un acertado ejercicio estilístico, en una historia donde se resiente el planteamiento de las situaciones, la resolución de las tramas y la efectividad quizá de la expectativas inicialmente ofrecidas, pero donde se impone el tono cachazudo, el fluir lento de una conversación plagada de ocurrentes anécdotas y sucedidos.

En los últimos años Luis Mateo Díez ha frecuentado el microrrelato como forma sintética de una narratividad de lo elíptico, donde la estructura ausente predomina sobre la acción explícita; un género para el que se requiere la pericia de quien, como es el caso, conforma la globalidad de su obra novelística a partir de sucesos segmentados de una realidad más amplia. Los males menores (1993) es un libro emblemático en la consideración de estos breves textos autónomos que, en su incisiva densidad, provocan, sorprenden, emocionan y conmueven. “El abrigo”, por ejemplo, es un modelo de concentracón narrativa, fiel a una circunstancia anecdótica sin perder de vista la proyección sentimental y rememorativa; leemos, en su integridad: “El día que llegué a la oficina, un martes de noviembre de mil novecientos cincuenta y seis y, al colgar el abrigo en el perchero, su cuello quedó desprendido del resto como si, al fin, la polilla hubiese facilitado su definitiva decapitación, el dolor me hizo reconocer que las prendas familiares siempre mueren en el corazón de los humildes. // Tres generaciones yacían suspendidas en el perchero asesino y el calor de las mismas se fue desvaneciendo en el paño hasta enfriar mis manos y dejar en el tacto un maltrecho estertor de inviernos y orfandades.” El pasado familiar, la atmósfera de otra época, el tono elegíaco, la solidaridad del recuerdo... En esta narrativa encontramos también importantes logros en cuanto a la caracterización de tipos y personajes que, desde el lugareño rural de la primera época al administrativo funcionarial y provinciano de después, configuran una gama de siluetas de acertado e incisivo perfil psicológico o fisonómico. En el primer cuento de Memorial de hierbas (1973), “El difunto Ezequiel Montes”, hallamos esta descripción de quien da título al relato:”El difunto se llamaba Ezequiel Montes. // Aquí le recordamos por algunos detalles intrascendentes: el labio leporino, la gorra visera y un andar de cangrejo que insinuaba la dificultad de los pies planos. Tenía trazas de cazador, aunque no lo era, barbas amaralladas y los ojos saltones y punzantes como las liebres. Era mediano de estatura, alto de cuello, atravesado de nariz, cargado de hombros y corto de brazos. Parecía un roble viejo de los que se cuartean en la Dehesa de Pobladura.” El consabido retrato físico del realismo clásico, perfilado aquí con la sencillez adusta, cortante y pormenorizada de un estilo de formación que irá evolucionando hacia otras complicaciones psicológicas o sociales. Es el caso de la descripción comunitaria de la mítica Celama, la Llanura, el Territorio; bajo la fuerza de lo depredador, de lo febrilmente disputado a vida o muerte, en medio de seculares sequías y presentidas desgracias colectivas, leemos: “Los habitantes de Celama estaban hechos a la incuria de la sequedad, que era lo que los siglos legaban en la Llanura desolada. De esa incuria provenía su pobreza y en el intento de paliarla había, como siempre sucede, una lucha por la vida que animaba el espíritu con la fortaleza de su decisión, aunque el espíritu tampoco tenía muy claramente definidos sus poderes, porque el espíritu se difumina cuando la voluntad no supera el riesgo de la desgracia y el trabajo.” ( de El espíritu del páramo). Otro elemento fundamental en la composición de estas atmósferas es el sueño, la condición onírica del relato fabulado, que condiciona no poco la existencia de los personajes. Un cierto sentido fatalista de la predestinación anida en el recuerdo de lo soñado, con tal intensidad que esa crónica imaginada de lo inverosímil acaba adquiriendo la consistencia de lo probable o hasta de lo evidente, en un duermevela de imprevistas consecuencias. En esta misma novela anterior, se detalla con precisión el alcance de este recurso: “Hubo algunos sueños parecidos, más que  sueños pesadillas, pero como el sueño es la experiencia más solitaria y secreta de nuestra condición, a nadie se le ocurrió ir contándolos por ahí, entre otras cosas porque la materia de los mismos era tan ingrata que a lo único que incitaba era a olvidarla. // Se supo de ellos porque, a la hora de explicar aquellos raros sucesos, cuando los mismos transcendieron y todos supieron de veras lo que había sucedido, los dichosos sueños cobraron ese valor de secretos que propician lo que pasa, porque todos somos más frágiles de lo que parecemos y estamos a merced de lo que quieran hacer con nosotros.” Un nuevo asedio, en suma, a la ambivalencia de la realidad y el consabido engaño de los sentidos, a través de esa equívoca constancia de una dudosa ensoñación.

La diversidad de recursos que emplea Luis Mateo Díez en la configuración de su clasicismo lírico, de su realismo metafórico y abierto, es evidente. Su mantenida originalidad acaso radique en la constancia y coherencia de sus principios estéticos, en la capacidad de evolucionar estilísticamente sin salirse de los rasgos adustos de un imaginativo -en felices ocasiones extravagante y hasta atrabiliario- reflejo de la realidad. Sus mundos ensoñados, anclados por otro lado a la imagen de un tiempo y un país perfectamente reconocibles, se desenvuelven con la emotiva ternura, la extrema sencillez y la viva fantasía de sus personajes y situaciones. Ello hace que, de algún raro modo, la lectura de sus novelas y cuentos nos conduzca a un territorio inocente, donde campan a sus anchas el respeto creativo a la lengua literaria, el orden de la estructura trabada y coherente, la gracia de una distante ironía y una cierta filosofía popular, basada en una estética de la experiencia, en una ciencia del vivir y en una fiesta de la escritura.

Escrito en Lecturas Turia por Jesús Ferrer Solá

La Obra literaria de Borges en el Cine

17 de mayo de 2013 10:53:12 CEST

 

 

Si la relación directa de Borges con el cine mientras vivió constituye un corpus cerrado, circunscrito a sus críticas de films, aparecidas en su mayor parte en la revista Sur (aunque también en La Nación, La Prensa y Urbe), a algún que otro proyecto de “escenario” (junto a Bioy Casares) y a un puñado de versiones/perversiones de obras suyas[1], corpus cuya última entrega ha sido la monografía que la revista Rowohlt Literaturmagazin le dedicó en 1999[2], la relación del mundo cinematográfico con su obra, por el contrario, ha registrado un continuo crescendo, culminado durante los años noventa del pasado siglo; de manera simultánea, siguiendo la estela de Resnais, Rivette, Godard o Roeg, una serie de cineastas tan variopintos como Peter Greenaway[3], Robert Mettler[4] o el David Lynch de Twin Peaks[5] han reconocido (o se les ha detectado, como es el caso del último de los citados) una más que bien fundada y sólida influencia del escritor argentino. Nosotros, en esta ocasión, nos limitaremos, además de completar la filmografía realizada en su momento por Cozarinsky (que concluye en 1978), a apuntar sus recurrencias más significativas y a señalar las líneas maestras en las que se concreta la visión cinematográfica del imaginario borgesiano.[6]


El cuento y el cortometraje

En efecto, según se desprende de la filmografía que consignamos al final de este trabajo, el hecho más destacable de los últimos tiempos es la predilección de los adaptadores por el cortometraje o, en su defecto, por el mediometraje para televisión. Ello puede deberse, sin duda, a la asimilación inconsciente que suele realizarse entre ese tipo de metraje y el cuento, que es, como sabemos, el género predilecto en el que se expresa Borges. Sin entrar en los detalles teóricos de dicha asimilación (hay autores que encuentran un mayor paralelismo del cuento con la fotografía)[7] puede decirse que ya en la mera elección de la corta duración temporal se encuentra implícito un reconocimiento a la actitud del escritor argentino respecto a la brevedad para “contar” una historia, lo que encaja a la perfección con el espíritu ensayístico y experimental del cortometraje (en el sentido de “adquirir experiencia” y de entrenamiento para empresas –el largometraje- se supone que más ambiciosas); en ese sentido, hay que resaltar que en su inmensa mayoría se trata de operas primas de jóvenes directores y en muchos casos ejercicios prácticos de escuela, lo que explicaría la desigual calidad en las más recientes transposiciones de la escritura borgeana al cine. Sin embargo sucede al contrario en el caso de los largos y las series de TV, realizados todos ellos por directores consagrados (los españoles Saura, Chávarri y Vera o los extranjeros Cox, Olivera, Jacquot, Christensen o Kajdanovsky), si bien dicha apreciación no implica que se garantice la calidad contrastada o el acierto auqnue en cualquier caso es una cuestión que conviene tener en cuenta a la hora del análisis.

 

El atractivo borgesiano

Por otra parte no puede olvidarse que Borges por generación, como su cuñado Guillermo de Torre, Rafael Alberti y tantos otros poetas y escritores nacidos en torno a 1900[8], nació y creció con el cine y que a través de su actividad crítica, paralela a la creativa, llega a una concepción teórica del mismo que mucho tiene que ver con su visión literaria y filosófica del mundo, incluso no sería aventurado decir que su estilo y su forma de “contar” guardan una estrecha relación con la técnica cinematográfica, como si se hubieran superpuesto los dos órdenes imaginarios en el momento de la “iluminación”. Esa sería una de las razones (ocultas, por supuesto) por las cuales las nuevas generaciones de cineastas pueden sentirse más atraídos por su obra: el descreimiento en un mundo en el que las apariencias, las superficies y las sombras engañan y en el que el gradiente máximo de realidad suele lograrse con el máximo de artificio; línea divisoria que resulta difícil de precisar pero en la que Borges se encuentra cómodamente instalado con sus relatos, unos crípticos y otros luminosos, tan intensos en ocasiones que reclaman la oscuridad y propenden a la ceguera. Es por eso que en sus adaptaciones al cine no hay –no puede haber- traición por mucho que el adaptador se empeñe, todo lo más distorsión, pues se corresponden con lo que en esencia es la poética del medio cinematográfico: abundancia de elipsis, traslaciones temporales, variaciones del punto de vista, narratividad enumerativa, a menudo combinados en el mismo relato, por lo que a veces resulta difícil su legibilidad y comprensión, sobre todo a quienes sólo entienden el cine como narración lineal, similar a la novela (digamos de pasada que quienes así han procedido, respetando la literalidad del relato, han fracasado estrepitosamente). Por el contrario, la escritura borgesiana se presta como pocas, precisamente porque parece asimilar los logros poéticos del lenguaje cinematográfico (en esto estaría muy cercano a su coetáneo Buñuel), a la interpretación y a la recreación libre y abierta de la multitud de posibilidades que se entreveen en las alusiones, en los hiatos y en las paradojas, en ese personal e inteligente simbolismo que domina toda su prosa.

 

Los libros iluminadores

Hay otro dato interesante para calibrar la filmografía en torno a Borges: la aparición y difusión de sus libros imponen una suerte de paralelo interés en el mundo cinematográfico por acercarse a los entresijos de su universo, indicio más que elocuente del nivel de evolución de la recepción de su obra por las sucesivas generaciones de lectores. Así, en un primer momento –en vida del autor y tras las primeras traducciones de su obra al inglés y al francés- se impone la idea de llevar a la pantalla los argumentos esbozados con Bioy Casares (Invasión, Los otros y Los orilleros) en cuya labor adquieren especial protagonismo los directores argentinos Hugo Santiago[9] y Ricardo Luna[10], en especial el primero, quien además de Invasión y Los otros realiza dos cortos, Los contrabandistas y Los taitas (también conocido como Los caídos), basados en historias de Borges; por otra parte, esa etapa (la que abarcaría los títulos que incluye Cozarinsky en su libro) está dominada por la repercusión de las tres primeras obras de cuentos y relatos de Borges: Historia universal de la infamia (1935), Artificios (1944), incluída en Ficciones (también de 1944), y El Aleph (1949), en especial esta última, uno de cuyos cuentos, Emma Zunz[11], registra ya cuatro versiones por una sola de El muerto[12]; por su parte también obtienen su réplica cinematográfica Hombre de la esquina rosada, del primero de los libros citados, realizada en 1962 por el también director argentino René Mugica, premiada en el Festival de San Sebastián de ese año, y El tema del traidor y del héroe, perteneciente a Artificios, conocida mundialmente como La estrategia de la araña, acaso la cinta más conocida entre las basadas en su obra, que dirigió Bertolucci en  1970.

Mientras durante esa etapa el acercamiento cinematográfico a Borges es más cinéfilo y por así decirlo cultista, durante la segunda etapa (que podríamos llamar post-Cozarinsky y que es la que trataremos con mayor atención), al registrarse una mayor expansión de los libros de Borges por todo el mundo gracias a las ediciones de bolsillo y a las traducciones a diversos idiomas, es lógico que no sólo tengan lugar nuevas lecturas de sus libros anteriores (de Ficciones y El Aleph sobre todo) y se perciba el interés de autores de otras cinematografías, propiciadores de nuevas versiones (en especial, como ya hemos apuntado, en cortos y en series de TV), sino que los libros más recientes obtengan una repercusión mucho mayor; así sucede, por ejemplo, con El informe de Brodie, publicado en 1970[13], cuyo contenido, junto a Artificios, ha sido el más utilizado por el cine. Nos encontramos, pues, a partir de 1978, frente al predominio rotundamente argentino de la primera etapa en la interpretación fílmica de su obra (salvo alguna incursión francesa, española e iraní[14]), en una fase expansiva y más abierta que se caracteriza por una mayor, y dominante, participación española (gracias a la serie Cuentos de Borges de TVE, Iberoamericana Films y la Sociedad Estatal del Quinto Centenario pero también a otras producciones independientes), el escaso protagonismo de la francesa y la emergencia de las producciones mexicanas que, junto a las argentinas, casi monopolizan el territorio del corto, consecuencia de la atracción escolar antes apuntada; pero también hay que destacar a la cinematografía rusa –por las dos películas de Kajdanovsky-, a la italiana –por la serie de TV sobre Isidro Parodi- e incluso a la británica, brasileña y norteamericana en virtud de las coproducciones de La intrusa (de Hugo Christensen) y La muerte y la brújula (de Alex Cox) así como de forma residual a la alemana –por una versión en corto de La escritura del Dios- y de nuevo a la iraní con otro corto de Saied Ebrahimifar[15].


Las obras recurrentes

Una simple aproximación estadística a las versiones cinematográficas de las obras de Borges nos daría como resultado el siguiente cuadro:

VERSIONES             OBRA VERSIONADA                                LIBRO

Con 6                          Emma Zunz                                          El Aleph        

Con 4                          La muerte y la brújula                            Ficciones (Artificios)

Con 3                          La intrusa                                             Informe de Brodie

Con 2                          El evangelio según Marcos                      Informe de Brodie

Con 1                          Hombre de la esquina rosada                  Historia Universal Infamia

                                   Los taitas (Los caídos)

                                   Los contrabandistas

                                   Tema   del traidor y del héroe                Ficciones (Artificios)

                                   El muerto                                             El Aleph

                                   Isidro Parodi (con Bioy)

                                   Tacón                                                  El Tango. El otro, el mismo

                                   La rosa de Paracelso                              La memoria de Shakespeare

                                   Rosendo Juárez                                     Informe de Brodie

                                   El sur                                                   Ficciones (Artificios)

                                   Las ruinas circulares                               Ficciones (El jardín…)

                                   La escritura del Dios                              El Aleph

                                   El disco                                                El libro de arena

                                   El milagro secreto                                  Ficciones (Artificios)

                                   El encuentro                                         Informe de Brodie

                                   El Aleph                                               El Aleph

                                   Le regret d’Heraclite                             Poema. El hacedor 

del que pueden desprenderse una serie de interesantes conclusiones que  reseñamos a continuación.


El western gauchesco

De una parte es notorio -en contra de lo que pudiera parecer- que no han sido sus obras más fantásticas o ficcionales las más socorridas (de las que sólo encontramos La rosa de Paracelso, La escritura del dios, Las ruínas circulares y El disco) sino aquellas que poseen paradójicamente un substrato en apariencia más realista y verosímil,  y en las que el tema más socorrido es la muerte del protagonista, por regla general violenta a causa de un fatum implacable e inexplicable que lo lleva indefectiblemente por ese camino. Pero esa omnipresencia de la muerte[16] adquiere, ya sea por venganza (Emma Zunz, La muerte y la brújula o El fin del comienzo), por antisemitismo (El milagro secreto), por ambición (El disco y El muerto), por honor (El encuentro), por predestinación (El sur), por un malentendido (El evangelio según Marcos), por fraternidad (La intrusa) o por pasión (Hombre de la esquina rosada); decíamos que la omnipresencia de la muerte adquiere, sin embargo, dentro de su universalidad e intemporalidad unos tintes de particularidad e historicidad típicamente argentinos, de tragedia autóctona, obediente Borges a ese proceso de invención/creación de un universo mítico-legendario destinado a volver a fundar una patria, cimentada en el criollismo, en ese cruce de caminos de culturas, civilizaciones, lenguas y razas que también es característico de su universo personal.

Y no es casual que el cine se haya interesado por esa intersección de los dos universos, el personal y el colectivo, porque en germen Borges, como ya insinuamos al principio a propósito de su escritura, está respondiendo (¿sin querer? ¿sin saberlo) a la mitología del western en tanto que renovada formulación de la ancestral tradición épica perdida y que el cine en su opinión rescata. Recordemos que  en 1967 en una entrevista concedida a Ronald Christ y publicada en la revista Paris Review dice lo siguiente: “En estos tiempos en que los literatos parecen haber descuidado sus deberes épicos, creo que lo épico nos ha sido conservado, bastante curiosamente, por los westerns” y en otro lugar de la misma entrevista apuntala: “en este siglo… el mundo ha podido conservar la tradición épica nada menos que gracias a Hollywood”.[17] Ingrediente fundamental de esa refundada mitología “a la argentina” es el cuchillo en vez del revólver y la milonga en vez de la canción vaquera pero al igual que en el modelo hollywoodiense se mantienen los demás elementos del género: el duelo en el que se dirime la controversia o el honor herido, la inducción alcohólica, la inexistencia de la  ley y de la autoridad, la consideración “cosal” y “causal” de la mujer, la llegada del forastero que cambia el destino y sobre todo el paisaje, un paisaje que en este caso es la pampa y del que forma parte su héroe, el gaucho, localizado en una parte de la brújula – el Sur - al que los personajes de la ciudad se ven obligados o invitados a ir, como si se tratara de un acogedor lecho mortuorio, de la última tierra que sus pies fatalmente pisarán.

La puesta en escena cinematográfica de ese mundo obtiene una más que notable expresión en cuatro de los episodios de la serie de TV titulada Cuentos de Borges: se trata de La intrusa (1990) de Jaime Chávarri, La otra historia de Rosendo Juárez (1990) de Gerardo Vera, El Evangelio según Marcos (1991) de Héctor Olivera y El Sur (1991) de Carlos Saura[18], de los cuales sólo dos (precisamente los dos últimos) responden con cierta fidelidad al espíritu y la intención de Borges pues los dos primeros, en nuestra opinión, al adaptar (nunca mejor dicho) la trama borgesiana a motivos, ambientación y época españolas (la de Chávarri a la Andalucía de mediados del XIX y la de Vera a la época de la II República) se alejan tanto de él (aunque el guionista en ambos casos fuera Fernando Fernán Gómez) que no merecen ser destacados en este trabajo salvo como claros ejemplos de “adaptación libre por conversión” pues mantienen la idea principal del relato literario pero con añadidos que lo transforman en otro texto diferente[19]. Por el contrario, los episodios de Olivera y Saura son perfectas “transposiciones”[20] del original borgesiano pues al mismo tiempo que respetan su atmósfera, argumento y simbolismo último resultan creíbles cinematográficamente hablando, tienen validez por sí mismas y lo que es más importante: encontramos a Borges en ellas. Tan difícil logro lo consiguen tanto Saura como Olivera siendo fieles, sobre todo, al propio medio expresivo huyendo de la literalidad y linealidad del relato en su sentido narrativo e intentando que la discursividad de las imágenes estén de acuerdo con la forma  de narrar y describir así como con el punto de vista de su hacedor: conceptismo, alusividad, frasear corto y cortante, abundantes elipsis, ritmo (aparentemente) cansino, penumbra, soledad, permanente estado de vigilia y una acertada orientación autobiográfica que, como veremos, forma parte del planteamiento más profundo del texto borgesiano: el desdoblamiento del personaje, del yo, como autor e intérprete de la historia que se cuenta; ese es el mejor tributo que puede rendírse a Borges si de veras se le admira.     

 

El gansterismo de su Buenos Aires querido

Junto a esa poética de atracción fatalista por el ambiente gauchesco que acaba en muerte violenta tenemos en una imbricación perfecta la poética del detritus urbano, de la marginalidad, de los “fuera de la ley”, que participa, cómo no!, igualmente de la violencia y de la muerte, y que se concentra en los barrios bajos, arrabales y orillas de su Buenos Aires. Aquí el modelo cinematográfico resulta del todo coherente con su propia biografía y con la fascinación que ejercieron en su manera de ver y de sentir las últimas películas mudas de Sternberg, un director al que, como es sabido, cita como influyente en su obra tanto en el prólogo a Historia universal de la infamia como en Discusión, y del que menciona en sus críticas de cine como singularmente emocionantes a La ley del hampa (1927), La redada (1928), Los muelles de Nueva York (1928) y Marruecos (1930)[21],  aunque después también mencionará Capricho imperial (1934), Crimen y castigo (1935) y The Devil Is a Woman (1935)[22], todas ellas hábiles adaptaciones (la última de John dos Passos) que no gozan de sus simpatías por creerlas en exceso deudoras de Marlene Dietrich.

Los paralelismos entre su mundo y el del cineasta alemán son evidentes: las bandas de contrabandistas, orilleros y arrabaleros son equivalentes a los “gangs” de Nueva York o a los “hampones” de Chicago; el taita (o “guapo”), el cuchillero y el malevo a los matones y guardaespaldas de los capos mafiosos; la prostituta a la cabaretera; el aguardiente de caña al whisky y, finalmente, el tango al swing o a la canción jazzística en general.     

La transposición al cine de ese modelo se encuentra reflejada con bastante decencia en la primera época filmográfica de Borges a través de Hombre de esquina rosada (1961) de René Mugica, una película que fue premiada en el Festival de San Sebastián de 1962, los cortos de Hugo Santiago, Los contrabandistas (1967) y Los taitas (1968) así como en Los orilleros (1975) de Ricardo Luna y Cacique Bandeira (1975) de Hector Olivera, si bien estas cintas con unos resultados menos afortunados que los anteriores. 

 

La transgresión del policíaco

La tercera gran veta en la que se manifiesta el binomio violencia-muerte es en el cuento policíaco, representado cinematográficamente por Los problemas de Isidro Parodi (1978), serie de cinco episodios realizada para la RAI por Andrea Frezza con Fernando Rey como principal protagonista, y el magistral La muerte y la brújula, que ha merecido hasta ahora cuatro versiones: dos realizadas por el director británico Alex Cox (una en 1992 para la serie Cuentos de Borges  de TVE y otra en 1996 en versión ampliada para largometraje), protagonizadas ambas por Peter Boyle con el título The Death and the Compass, y dos ejercicios de escuela: el mediometraje Spiderweb (2000) del también británico Paul Miller y el corto del argentino Jorge Leandro Colás con el título de la obra homónima en el mismo año,[23] muy desiguales ambos.

En las dos obras originales, Borges utiliza las convenciones propias del género para introducir transformaciones y distorsiones que le sirvan, como dice Cristina Parodi, para “actualizar su proyecto de dar forma ficcional a indagaciones y dilemas de tipo filosófico”,[24] instaurando un tipo de literatura enigmática que desplaza el punto de vista habitual y considera al texto como un desafío intelectual para el lector hasta el punto de llegar, dentro de un particular desdoblamiento, a identificarse con el detective. Así el Lönnrot de La muerte y la brújula aún manteniendo muchas de las características del detective convencional, sin embargo se aleja del modelo en tanto que su indagación es pasiva, no está presidida por la acción o la aventura sino que tiene como fundamento la reflexión a partir de la lectura de textos escritos, lectura que le llevará a la muerte, pues el asesino-escritor, que conoce esa actividad lectora, juega con él llevándole hasta el lugar donde ejecutará su acción. Hay, pues, una inversión del modelo habitual que convierte en paradójicos y confusos todos los hechos al igual que sucede con el narrador, el asesino, el detective y el lector cuyas interrelaciones y niveles de identificación resultan muy imaginativas, cuando no laberínticas.  En el caso de Parodi también se da una distorsión del punto de vista y del esquema habitual del género puesto que el peluquero-detective se encuentra en la cárcel acusado de asesinato y es allí, en ese encierro forzado, donde resuelve los enigmas y los misterios que le proponen los demás. Cierto que resulta muy difícil –por no decir imposible- transponer con un mínimo de verosimilitud estas historias borgeanas que rompen con los esquemas tradicionales, sobre todo porque ya en el a priori cinematográfico se encuentra la principal limitación, cual es que la cámara ya está predestinada a registrar algo que sucede dentro de su campo y que se supone manejada por un operador externo a la trama; es por esa limitación, a no ser que se adopte inteligentemente en el guión la perspectiva que se entrevee en la narración original, es decir que el autor se sienta identificado con el detective y que los juegos de conexiones entre sí y con el lector y el asesino tengan una coherencia similar a la buscada por su hacedor, por la que las relaciones literatura-cine se convierten en un imposible en casos como éste salvo que lo que se intente sea, no transponer el cuento de Borges, sino inspirarse en él para hacer otra cosa diferente. Eso es lo que sucede con las versiones de Cox, en especial la segunda, engordada hasta la saciedad con fantasías absurdas para dar con el metraje y la duración mínimas, que al final se convierte en un mero alarde de su director y del resto de técnicos que no añade nada ni al conocimiento del argumento original ni a la filmografía del adaptador. La clave en este caso reside en la dificultad de trasladar a imágenes comprensibles el intrincado sello cabalístico que está detrás de la cadena de asesinatos planificada por Scharlach así como el sentimiento íntimo de Lönnrot aceptando la inevitabilidad de su muerte sabiéndose no el cuarto asesinado sino el tercero[25]; ese tipo de sensaciones que pueden ser perfectamente imaginadas por el lector resultan  casi imposibles en la pantalla si “no se exteriorizan –como opina Victoria Ocampo- de modo rápido”,[26] lo que no sucede aquí. Por el contrario en esta película, encuadrable dentro de lo fantástico, se atiende primordialmente a las correspondencias visuales de las descripciones borgeanas de la ciudad imaginaria en que se desenvuelve la historia (puede ser al mismo tiempo Buenos Aires, París, Londres, Barcelona, Roma, Berlin o Varsovia si nos atenemos a los nombres de los personajes, de las calles y plazas) y a representar la atmósfera agobiante, lunática y de pesadilla que rodea a los personajes mediante audaces decorados expresionistas, que hubieran sido muy del gusto de Borges; pero dificultad añadida fue, en el decir de su director[27], dar verosimilitud a la habitación de los espejos en Triste-le-Roy por donde pasa Lönnrot sin tener en cuenta el homenaje que Borges le rinde en su texto a la famosa secuencia de Welles en La dama de Shanghai.           

 

Coda final inconclusa o notas para una visión cinematográfica de la alteridad borgeana

No quisiera terminar esta panorámica general de puesta al día en la filmografía borgesiana sin anotar que como todo en él siempre hay algo más que se esconde tras las apariencias y las superficies; y siendo como es el cine para Borges fundamentalmente eso aún no ha podido, salvo las excepciones antes apuntadas (Saura y Olivera, a las que se podría añadir La estrategia de la araña de Bertolucci), penetrar más allá de la epidermis y llegar al otro lado de la dualidad, a ese otro que se encuentra en el enfrentamiento, el duelo, el asesinato o en la muerte del yo protagonista, trasunto de su propia entidad como ser viviente y sujeto pensante,  y que es uno de los fundamentos más importantes, si no el que más, de su poética filosófico-literaria. Pero no se crea que la única explicación posible sea ese síndrome de Jekyll-Hyde que le persiguió toda su vida, sino que hay que entender la acentuación de ese dualismo -su pertinaz y repetida muerte en manos del otro- como el intento de superarlo por vía del conocimiento cruel y realista del yo, a fin de abrir la personalidad y la mente humana, como un racimo, hacia otras dimensiones, en definitiva hacia otros duelos. 

De otra parte, si es evidente que él asimiló de su admirado Sternberg para su escritura la sucesión de “momentos significativos” propia del cine, no se entiende cómo éste no ha sido coherente con dicho principio y no ha huído de la estructura lineal y prolija a que son sometidos sus cuentos así como de la inclusión de imágenes alusivas a iconos borgesianos (como el laberinto) que no encajan con el sentido de la obra, contaminación de signo literario a través de la que paradójicamente el cine impide ofrecer una visión coherente de su universo imaginario. Aún así, dentro del tono ilustrativo general (es decir, poner en imágenes lo imaginado-contado por Borges) que el cine ha sometido a su obra literaria, cabe apreciar en las últimas producciones una serie de síntomas que pueden ir diseñando con el tiempo lo que podríamos  llamar una estética cinematográfica específica de la alteridad borgeana, cuya explicitación dejaremos para otra ocasión.

 

[1] En el decir de Edgardo Cozarinsky, hasta la fecha el mejor –y casi único- estudioso de la relación de Borges con el cine. Véase su, Borges en/y/sobre cine. Madrid: Fundamentos, 1981.

[2] Borges im Kino. Herausgegeben von Hanns Zischler. Rowohlt. Literaturmagazin, 43 (1999). El número consta de una selección de criticas de Borges, una antología del cine argentino durante las décadas del 20 y del 30 a través de anuncios e ilustraciones de revistas, ensayos de Pablo J. Brescia, Hans-Jürgen Schmitt y James Woodall sobre la relación de Borges con Sternberg y otros aspectos de la concepción borgeana del cine, completándose con dos entrevistas.

[3] Véase María Esther Maciel. “Exercicios de ficção: Peter Greenaway à luz de Jorge Luis Borges”. En Agulha. Revista de Cultura, nº 23 (Sao Paulo, abril 2003). http://www.letras.ufmg.br/esthermaciel/ensaios.html.  De la misma autora, “Peter Greenaway, lector de Jorge Luis Borges”.

En http://www.letras.ufmg.br/esthermaciel/pterbges.html

[4] Véase Tom McSorley, “Paradox and wonder: the cinema of Peter Mettler”. Take-One, nº 50 (june-sept. 2005), pp.42-46. Publicado originalmente en el nº 7 (Winter 1995), pp.28-31.

[5] Cfr. M.M. Carrión, “Twin Peaks and the circular ruins of fiction: figuring (out) the acts of reading”. Literature/Film Quaterly, vol.XXI, nº4 (Oct. 1993), pp.240-247

[6] Preferimos este adjetivo a “borgiano” y “borgeano” por parecernos más ajustado a la corrección gramatical. Por otra parte es el término más usado por el Borges Center de la Universidad de Iowa editora de la revista Variaciones Borges.

[7] Concretamente Cortázar en “Sobre el cuento” dice lo siguiente: “En este sentido, la novela y el cuento se dejan comparar analógicamente con el cine y la fotografía, en la medida en que en una película es en principio un "orden abierto", novelesco, mientras que una fotografía lograda presupone una ceñida limitación previa, impuesta en parte por el reducido campo que abarca la cámara y por la forma en que el fotógrafo utiliza estéticamente esa limitación… Mientras en el cine, como en la novela, la captación de esa realidad más amplia y multiforme se logra mediante el desarrollo de elementos parciales, acumulativos, que no excluyen, por supuesto, una síntesis que dé el "clímax" de la obra, en una fotografía o un cuento de gran calidad se procede inversamente, es decir que el fotógrafo o el cuentista se ven precisados a escoger y limitar una imagen o un acaecimiento que sean significativos, que no solamente valgan por sí mismos sino que sean capaces de actuar en el espectador o en el lector como una especie de apertura, de fermento que proyecta la inteligencia y la sensibilidad hacia algo que va mucho más allá de la anécdota visual o literaria contenidas en la foto o en el cuento… Me sorprendería que encontraran elementos gratuitos, meramente decorativos. El cuentista sabe que no puede proceder acumulativamente, que no tiene por aliado al tiempo; su único recurso es trabajar en profundidad, verticalmente, sea hacia arriba o hacia abajo del espacio literario. Y esto, que así expresado parece una metáfora, expresa sin embargo lo esencial del método. El tiempo del cuento y el espacio del cuento tienen que estar como condensados, sometidos a una alta presión espiritual y formal para provocar esa "apertura" a que me refería antes.”. Véase al respecto Daniel Herrera Cepero, Cuento versus novela en http://www.ciudadseva.com/ textos/teoria/tecni/cue-nov.htm

[8] Recuérdese de Guillermo de Torre, “Un arte que tiene nuestra edad”. En Carlos y David Pérez Merinero, En pos del cinema. Barcelona: Anagrama, 1974, pp.123-134. De Rafael Alberti el verso “Yo nací -¡respetadme!- con el cine” perteneciente al libro Cal y canto (1927). Véase Javier Herrera (ed.), “La poesía del cine”. Litoral, nº 235 (2004), p.212

[9]Cineasta de culto, nació en 1939 en Buenos Aires y reside en Francia desde 1959, donde fue ayudante de Bresson hasta 1966. Su obra constituye, según la crítica argentina, “la única incursión cabal y consecuente hecha por un argentino en el ámbito del cine fantástico” y es creador de lo que denomina “objetos audiovisuales”, producciones en las que se combinan el teatro, la música contemporánea, el ballet o la ópera, posibilitando una especie de cine experimental de audaces búsquedas formales. Véase Eduardo A. Russo, “Hugo Santiago” en Clara Kriger y Alejandra Portela (comp.), Cine Latinoamericano I. Diccionario de realizadores. Buenos Aires: Ediciones del Jilguero, 1997, pp.135-136

[10] Ricardo Luna (Córdoba, Arg., 1926-México D.F., 1977) fue ayudante y colaborador de Torre Nilsson en algunos guiones antes de realizar esta película, su único largometraje.

[11] Es con mucho, como veremos, la obra más versionada de Borges. Se trata del largo Dias de odio (1954) de Torre Nillson, la primera película que se hizo basada en una obra suya; del corto Crónica de Emma Zunz (1966) del español Rafael Martínez de León; del mediometraje francés de Alain Magrou (1969) de título homónimo al del cuento y del corto Splits (1978) del artista estaodunidense Leandro Katz.

[12] Conocida por El cacique Bandeira (1975), es una coproducción hispano-argentina dirigida por Héctor Olivera y supervisada por el escritor Juan Carlos Onetti.

[13] Esa utilización deriva del hecho de constituir “una summa de obsesiones borgeanas”. Sobre las coordenadas generales de este libro, véase Beatriz Sarlo. "Introducción a El informe de BrodieBorges Studies Online. On line. J. L. Borges Center for Studies & Documentation. Internet: 14/04/01 (http://www.uiowa.edu/borges/bsol/bsbrodie.shtml

[14] Se trata del corto Ghazal (Oda, 1976) de Masud Kimial. Véase sobre este realizador Alberto Elena, El cine del tercer mundo. Diccionario de realizadores. Madrid: Ediciones Turfan, 1993, p.246

[15] Véase sobre este realizador, Alberto Elena, op.cit., p.153.

[16] “Yo anhelaba que alguien matara, para poder contarlo después y para recordarlo” dice en primera persona quien cuenta la historia en El encuentro.

[17] Citado por Cozarinsky, op.cit., p.15

[18] Los otros dos son La muerte y la brújula (1992) del británico Alex Cox y Emma Zunz (1992) del francés Benoît Jacquot.

[19] Véase al respecto “Notas para una teoría de la adaptación” en Agustín Faro Forteza, Películas de libros. Zaragoza: Prensas Universitarias, 2006, pp. 48-49

[20] Véase Sergio Wolf, Cine/Literatura. Ritos de pasaje. Buenos Aires-Barcelona-México: Paidós, 2001, p. 17

[21] Las citas de estas tres películas se encuentran en “Films” (1932). Discusión. Madrid: Alianza, 1986, pp.66-70. Aparecieron primeramente en Sur, nº3 (invierno 1931).

[22] Las referencias a estas tres últimas salieron en “Dos films”. Sur, nº19 (abril 1936). Pueden verse en Cozarinsky, op.cit., pp.41-42

[23] Sabemos que Victor Erice llegó a escribir un guión de La muerte y la brújula, que desgraciadamente no llegó a realizar.

[24] Cristina Parodi, “Borges y la subversión del modelo policial”. En Borges Studies Online. On line. J. L. Borges Center for Studies & Documentation. (www.uiowa.edu/borges/bsol/pdf/xtpolicial.pdf)

[25] Miguel Correa Mujica, “Aproximación crítica a La muerte y la brújula de Jorge Luis Borges”. En http://hometown.aol.com/mcorrea46/BRUJULA5.htm

[26] Citado en “Más allá del dualismo: tratamiento del motivo del doble” en Daniel Balderston, El precursor velado: R.L. Stevenson en la obra de Borges. En Borges Studies Online. J. L. Borges Center for Studies & Documentation. (www.uiowa.edu/borges/bsol/db4.shtml)

[27] Cfr. Alex Cox, “The Death and the Compass”. En http://www.alexcox.com/

* Dado que los términos que se utilizan en el estudio de las relaciones entre cine y literatura son casi sinónimos hemos adoptado el sentido más comúnmente aceptado en el lenguaje actual y corriente, tal y como figuran, por ejemplo, en el Diccionario del Español Actual de Manuel Seco, Olimpia Andrés y Gabino Ramos (Madrid: Aguilar, 1999). Para el debate y clarificación/confusión terminológicas remito a algunas publicaciones recientes sobre el tema: Adaptations: from text to screen, screen to text, edited by Deborah Cartmell and Imelda Whelehan. New York : Routledge, 1999; Pere Gimferrer, Cine y literatura. Barcelona : Seix Barral, 1999; William K. Ferrell, Literature and film as modern mythology. Westport, Connecticut : Praeger, 2000; Antoine Jaime,  Literatura y cine en España (1975-1995).  Madrid : Cátedra, 2000; Sergio Wolf, Cine/Literatura. Ritos de pasaje. Buenos Aires-Barcelona-México: Paidós, 2001; Sally Faulkner, Literary adaptations in Spanish Cinema. London : Tamesis, 2004; Pilar Pedraza,  Espectra: descenso a las criptas de la literatura y el cine. Madrid : Valdemar, 2004; Agustín Faro Forteza, Películas de libros. Zaragoza: Prensas Universitarias, 2006.

Escrito en Lecturas Turia por Javier Herrera

Muñequita

17 de mayo de 2013 10:44:04 CEST

 

 

 

 

Marielos se dejó tomar de la mano. Estaba perdida entre tanta gente y tantas vendedoras de atol y churros y mango verde con pepitoria y volutas de algodón celeste y rosado que adornaban la Plaza Central del pueblo de Comalapa. Desde arriba un hombre alto le sonrió una sonrisa de oro, y la niña, acaso cohibida, apretó aún más esa mano grande que también le pareció demasiado áspera, demasiado helada. Una metralleta se quedó retumbando en la noche.

—¿Cómo te llamás, chiquita? —susurró el hombre.

Marielos guardó silencio.

—Apuesto que Cristina.

Marielos sacudió la cabeza.

—Julieta.

Marielos continuó sacudiendo la cabeza.

—Bárbara, eso es, Bárbara.

Aún agarrados de la mano, atravesaron una turba negra de mariachis.

—Vení, pues, Bárbara —y la niña se dejó llevar hacia una venta de pañuelos de algodón. El hombre cogió de la mesa uno amarillo—. Éste aquí es tu mero color, Bárbara —le dijo, atándoselo suave alrededor del cuello.

Marielos, sonrojada, lo observó pagar. Su madre tenía una blusa del mismo amarillo. Pensó en decírselo al hombre.

—Necesitás un gorro.

Caminaron de la mano entre la muchedumbre de la Plaza Central hasta encontrar una venta de sombreros y gorros. El hombre tomaba uno y se lo colocaba a la niña sobre el cabello azabache y decía «muy grande» o «muy pequeño». Ella se dejaba.

—Perfecto —dijo él.

A Marielos le había gustado más uno azul perla.

—¡Joyas! —gritó el hombre, guiándola hacia una larga y atiborrada mesa. Le puso a la niña un collar de abalorios blancos, luego pulseritas bañadas en plata, luego anillos de plástico rojo.

Ya caminando, Marielos observó las dos manos agarradas: la suya le pareció mucho más morena.

—A ver, quedate quieta.

El hombre, arrodillado ya frente a ella, le pintó los labios de carmesí, le peinó las pestañas de negro.

—Listo, Bárbara.

—Pero qué buen papi el de la niña —les sonrió la vendedora de tintes y maquillajes.

—Ésta es mi muñequita —dijo el hombre.

Y mientras caminaban de nuevo, Marielos sintió que ahora la mano áspera y helada le apretaba la nuca y le sobaba los hombros y se le metía poco a poco entre la blusa, aruñándole la espalda, empujándola cada vez más fuerte y cada vez más rápido, hasta que salieron de la Plaza Central y luego salieron del pueblo y con demasiada prisa continuaron avanzando hacia la oscuridad del río.

*

El doctor Navarro llevaba treinta y seis horas de turno. Sin dormir. Sin casi comer: media barra de chocolate, una bolsita de almendras tiesas. Cabeceó un par de veces mientras cuidaba una picadura de alacrán en el tobillo de un anciano. Se sirvió más café y salió del hospital —aunque esa palabra siempre le pareció excesiva para describir la pequeña y anticuada clínica donde trabajaba— a fumarse un cigarrillo en la soledad de la calle.

Afuera las cosas tenían un barniz de luna llena. El pueblo de Comalapa olía a florifundia, a leña vieja, a cloacas estancadas, a esa dejadez que adquieren siempre los pueblos latinoamericanos. El doctor Navarro se recostó contra un muro, cerró los ojos y se puso a fumar en silencio, un silencio que pronto lo sumergió en un estado de letargo, y se adormeció, y quizás hasta soñó que estaba de vuelta en la capital, terminados ya sus seis meses de servicio social obligatorio, metido en su propia cama, a la par de su esposa calientita y desnuda.

Tardó en escuchar los gritos.

Unos campesinos venían directo hacia él. Corriendo. Excitados. Uno de ellos cargaba algo sucio y endeble entre los brazos. El doctor Navarro pensó que era un animal, a lo mejor un perro o un venado atropellado, y maldijo la ignorancia de los campesinos. Lanzó su cigarrillo encendido hacia la noche.

—¡Tenga, doctor!

—¡Qué pasó! —recibiéndole al campesino el bulto de harapos enlodados y cubiertos de sangre que también eran una niña.

—Estaba tirada en el río —dijo con pena el campesino.

—Boca abajo entre el barro —agregó otro.

—Ahogadita.

Todos entraron al hospital.

—¡Esperen aquí! —les gritó el doctor Navarro, casi violento, como si ellos fuesen los culpables de que aquella criatura que llevaba ahora entre los brazos estuviese así de mutilada.

La colocó sobre una camilla. Entre el lodo y un collar de abalorios que aún llevaba alrededor del cuello, logró detectar un pulso muy débil. Dos enfermeras ya estaban dando vueltas alrededor de la niña, limpiándola y revisándola y tratando de controlar la hemorragia: el epitelio vaginal estaba efascelado, la vagina estaba totalmente desgarrada.

Más tarde, al salir del quirófano, el doctor Navarro se enteraría de que un hombre había sido linchado por todos los campesinos del pueblo, quienes después de rociarlo con gasolina, continuaron azotándolo con palos y garrotes mientras el hombre se revolcaba sobre la Plaza Central, y ardía aún vivo.

*

Estaba amaneciendo. Zanates volaban negros por la ventana. Lejos, un perro ladró.

El doctor Navarro llevaba algún tiempo parado en el umbral de la puerta de la habitación, los brazos cruzados, observando a Marielos dormir. Pero se le ocurrió que ella en realidad no dormía, que una niña así ya jamás volvería a dormir, que jamás volvería a soñar, que le habían arrancado para siempre todos sus sueños.

—Buenos días.

—Alicia, buenos días —le respondió a la enfermera que se había quedado de pie a su lado, también observando a la niña.

—Sufre —suspiró ella.

El doctor Navarro no dijo nada. Se acercó a la cama. Levantó un párpado de la niña, luego el otro. Le palpó la frente. Le tomó el pulso. Le midió la presión arterial y la frecuencia cardiaca. Movimientos mecánicos, pensó él.

—¿Cambiamos el tapón de gasa, doctor?

Marielos murmuró algo incomprensible.

—¿Doctor?

Él se sentó en la orilla de la cama. Tomó la pequeña mano de la niña. Aún tenía tierra negra bajo las uñas.

—Me consigue una esponjita húmeda, Alicia, por favor.

Mientras él le limpiaba los dedos, la niña volvió a murmurar algo.

—Cariño… —le susurró el doctor Navarro.

Marielos sacudió varias veces la cabeza.

—Se está despertando —dijo la enfermera.

—Cariño…

Marielos abrió despacio los ojos, con algún esfuerzo, y se le quedó viendo al doctor Navarro, pero el doctor Navarro no pudo determinar si con curiosidad o con pánico.

—Buenos días, Marielos —le dijo él, exageradamente tierno como para calmarla—. Tus padres ya vienen en camino. Te encuentras en el hospital de Comalapa, cariño. Pero estás bien —dijo, y de inmediato se odió a sí mismo por haberlo dicho.

—Me duele —musitó la niña entre jadeos.

—Alicia, aumente la dosis de Diclofenac, por favor.

—Enseguida, doctor —mientras con una toalla le limpiaba a la niña el lodo seco que aún tenía entre las orejas.

—Me duele.

—Esta medicina te quitará el dolor, cariño.

El doctor Navarro terminó de lavarle los dedos. Quiso ponerse de pie, pero la niña, acaso sin darse cuenta, se había aferrado a sus manos.

—Sabes, Marielitos —dijo la enfermera—, que nuestro doctor también es un mago.

La niña volvió la mirada hacia él.

—Y con su magia, Marielitos, puede hacer que desaparezca tu dolor.

—Así es —dijo el doctor Navarro, liberando una mano y tirando polvos invisibles hacia arriba y sintiéndose absurdo.

—Pero además, Marielitos —susurró la enfermera como si fuese un secreto entre ellas dos—, el doctor también puede hacer que se cumplan los deseos.

La niña continuó observando al doctor Navarro. Una mirada indescifrable, pensó él y luego pensó: una mirada ya para siempre indescifrable.

—Tú pídele, Marielitos.

El doctor Navarro le sonrió artificialmente a la niña.

—Pídele un deseo y verás.

—En realidad, Marielos, yo soy un mago disfrazado de doctor.

—Pídele algo —dijo la enfermera mientras le pasaba la toalla mojada por las rodillas raspadas, por los pies sucios.

La niña no dejaba de contemplar al doctor Navarro, quizás tratando de decidir si efectivamente era un mago, quizás intentando determinar si valdría la pena confiarlo, quizás comparando su sonrisa blanca con aquella sonrisa de oro, quizás buscando algo en el rostro de un hombre que ya sólo ella sabía buscar.

—¿Qué deseas, cariño?

Marielos abrió un poco la boquita, pero rápido la cerró.

—Anda, pídele, Marielitos —dijo cómplice la enfermera.

Fugazmente, el doctor Navarro se creyó el juego, y se creyó un mago, y pensó en usar esos polvos mágicos para devolverle a la niña todos sus sueños.

—Una muñequita —susurró Marielos con miedo, y después, bajando la mirada hasta perderla en algún punto invisible de sí misma, añadió—: pero una muñequita limpia.

 

Escrito en Lecturas Turia por Eduardo Halfon

Ryszard Kapuscinski, el último reportero

17 de mayo de 2013 10:30:41 CEST

 

“Quien ha alcanzado la genuina libertad de espíritu”, afirmaba Nietzsche, “ha de sentirse como un viajero sin destino seguro”. Sólo él será capaz de mirar con ojos bien abiertos todo lo que pasa realmente en el mundo; por eso no deberá atar su corazón a nada en particular con demasiada fuerza: debe tener así algo del vagabundo al que no le disgusta cambiar de paisaje y, en caso necesario, correr el riesgo de perder o arriesgar, si cabe, su identidad. De algún modo, ha sido la mirada indisciplinada y curiosa de este viajero la que mejor ha definido a nuestra contemporaneidad, privada ya de los Grandes Relatos y de las narrativas clásicas de la emancipación. Lévi-Strauss, por ejemplo, lo sabía muy bien, pero también Saint-Exupéry, Joseph Conrad, Roland Barthes, Edward Said o Walter Benjamin: es preciso aplicar la mirada del viajero o del etnólogo a la confusa y poliédrica realidad de los hechos.

Tal vez por ello, como nos ha recordado una y otra vez Ryszard —“Ricardo” para sus amigos españoles— Kapuscinski (Pinsk, actualmente Bielorrusia, 1932-Varsovia, 2007) en sus libros, crónicas y reportajes, sólo aquel que en alguna medida se puede sentir nómada y no se dirige a ningún puerto último, esto es, quien yerra en esa “finalidad sin fin” tan característica del viaje, es capaz de mirar y detenerse de un modo distinto; de apreciar las cosas de una forma distinta y original. Kapuscinski, que reconocía carecer de una personalidad reflexiva, ha hablado hasta la saciedad de su adictiva necesidad de viajar para poder escribir. “Mi vida —asegura— ha sido un cruzar constante de fronteras, tanto físicas como metafísicas. Ése es para mí el verdadero sentido de la vida”.

Curiosamente, aunque hoy es considerado poco menos que un icono del coraje del periodismo valiente y honesto, del compromiso con los más desfavorecidos del Tercer Mundo, Kapuscinski ha demostrado también una voluntad inequívoca de transgredir géneros y romper moldes narrativos en busca de una voz experimental profundamente personal y, al mismo tiempo, sensible a las urgencias de lo real. Ya desde sus primeras obras el joven aprendiz de poeta trató de superar la, para él obsoleta, división tradicional entre el escritor y el reportero. Se ha destacado cómo en los materiales aportados por su mirada impresionista se hace patente una curiosidad singular por hacer visible esos rostros habitualmente invisibles en las redes de información imperantes. El reportero, como una especie de “cazador furtivo de otros campos”, recomendaba, tiene que sacar las cosas de otras ramas, de la sociología, la historia, la antropología, ha de lograr que el lector sienta que el autor tiene una formación profunda”. ¿Algunos ejemplos que le sirvan de modelo? “Habría que escribir —afirmaba en una entrevista— más libros del tipo de Tristes Tropiques, del antropólogo Lévi-Strauss, o Cool Memories, de Baudrillard”.

Con sus crónicas y viajes, el autor de Ébano ha conseguido, como muchos reconocen, elevar el periodismo al nivel de la obra de arte literaria. Figuras indiscutibles de la talla de García Marquez, John le Carré o Paul Auster —“No puedo pensar en otro escritor o novelista vivo, poeta o ensayista cuyo trabajo sea más importante que el de Kapuscinski”— no han escatimado elogios a la hora de destacar el valor y originalidad de su trabajo. Un reconocimiento que se explica porque, a caballo entre la digresión filosófica, el conocimiento histórico y el periodismo, él supo explotar como nadie antes que él todas las posibilidades literarias y documentales de la experiencia del viaje, por haber sabido encontrar una voz sincera en su fragilidad y ternura por los desechos y fragmentos.

Los libros de Kapuscinski son generosos por no escudarse en la erudición de lo ya sabido; también algo febriles y obsesivos en el uso de la digresión. “Dentro de una gota, reflexiona el polaco, hay un universo entero. Lo particular nos dice más que lo general; nos resulta más asequible”. No es raro que el lector de sus libros quede sorprendido por su extraordinaria capacidad para la descripción. Mientras se encontraba en África, significativamente se identifica con el antropólogo Levi Strauss. De modo parecido a cómo en Tristes trópicos el antropólogo francés buscaba comprender la alteridad desconocida del hombre occidental, Kapuscinski desarrolla, a través de una poderosa empatía, una aproximación a los extraños, sus intenciones, su fe, sus intereses, sus dificultades o sus tragedias, ciertamente sorprendente. Lo llamativo de esta perspectiva radica en que es la suya la mirada propia de un exiliado voluntario, la de quien desde la distancia es capaz de advertir aquello que, en su ciega obviedad, pasa desapercibido por unos visitantes demasiado acostumbrados a un determinado lugar o a una cotidianidad regular. Y es que sólo el buen extranjero es, a veces, capaz de cuestionar la capa de sentido común, lo “normal”, y así percibirlo como algo extraño, como algo raro, inusual. “Mi forma de escribir, confiesa Kapuscinski, es una combinación de tres elementos. El primero es viajar: no viajar como un turista, sino explorar. El segundo es leer la literatura del lugar. El tercero es reflejar”.

Como Elias Canetti, de quien es admirador fiel, el autor de El Sha parece definir su tarea de cronista en términos significativamente respiratorios como una suerte de intoxicación voluntaria en las situaciones atmosféricas de la época. Lo importante no tiene lugar sólo en el interior de las personas, sino también “entre” los habitáculos respiratorios y sus habitantes. En su libro Ébano, por ejemplo, Kapuscinski escribe desde una capital de África occidental en la que se están produciendo violentas revueltas y protestas. Lo llamativo de su relato es que, en lugar de centrarse, como haría cualquier periodista convencional, en los escenarios callejeros de los disturbios, se detiene a describir su desvencijada habitación en un hotel miserable de un barrio popular. Subrayando, sobre todo, el contexto, el telón de fondo —un abominable, pegajoso y húmedo calor reinante, que transforma cada gesto en insoportable esfuerzo—, el entomólogo logra situar espléndidamente al lector partiendo del análisis de esa atmósfera asfixiante.

Todo ello contribuye a que las obras de Kapuscinski se caractericen por un singular estilo literario. “Seiscientas u ochocientas palabras no eran suficientes para mí —confiesa—, para describir la ciudad asediada por combatientes hostiles, los rumores, la solidaridad de la gente, el color de las calles. No, no podía describir la riqueza del mundo que me rodeaba con el idioma periodístico, no cabía en los cables de agencia. Así que, decidí que en lugar de irme a tomar whiskey con mis colegas al final del día en algún hotel, me quedaba en un rincón escribiendo, elaborando notas toda la noche. Trabajaba en dos cosas simultáneamente, en ámbitos separados. Pero en nuestra profesión, el éxito se basa en tener una doble vida, vivir en estado de esquizofrenia: ser un corresponsal de agencia –o un redactor- que cumple órdenes, y guardar en algún pequeño lugar del corazón, algo para sí, para la propia identidad, para las ambiciones personales”.

Ahora bien, ¿por qué, cabría preguntarse, Kapuscinski ha sido considerado prácticamente con unanimidad  “el mejor reportero del siglo”? ¿Por qué su obra nos aparece como un documento imprescindible, incluso mucho más veraz que el de otros para comprender la realidad del siglo veinte y sus hondas contradicciones? ¿Existe en la forma de Kapuscinski de acercarse a “la verdad” un modo privilegiado de conocimiento? Sabemos desde que Truman Capote escribiera su impresionante crónica de A sangre fría que la grandeza del reportaje periodístico tiene la virtud de reflejar los hechos con una inmediatez y brutalidad desconocida por otros medios. Asimismo, ya en el plano estrictamente filosófico, desde que Marx llamara la atención sobre la necesidad de “mundanizar el pensamiento”, contribuyendo con sus artículos en la Gaceta Renana, o Foucault definiera la nueva filosofía contemporánea como un modo de realizar “una ontología de la actualidad” —su polémica y muy criticada experiencia como reportero en Irán es muy significativa al respecto—, el periodismo ha asumido quizá una mayor responsabilidad en el espacio social: tiene el deber de registrar la experiencia con un contenido de objetividad y de veracidad inigualables.  

A tenor de todo esto, no me parece exagerado afirmar que el periodismo de Kapuscinski surge también como un modo “mundanizado” de hacer filosofía, de reflexionar críticamente al hilo de las realidades del momento. Una situación de la que el reportero polaco era plenamente consciente: es preciso abandonar el narcisismo cultural, la jerga, los clichés autocomplacientes en la actividad periodística. Ahora bien, su labor va mucho más allá: su punto de partida es la crónica sociopolítica inmediatamente doblada de reflexión crítica. Hoy, sin embargo, con la aparición de grandes grupos de información, corre el riesgo de quedar pervertida por el afán sensacionalista y el culto banal al espectáculo.

“En nuestro oficio —reflexionaba Kapuscinski— hay algunos elementos específicos muy importantes. El primer elemento es una cierta disposición a aceptar el sacrificio de una parte de nosotros mismos. Es ésta una profesión muy exigente Todas lo son, pero la nuestra de manera particular. [...] Éste es un trabajo que ocupa nuestra vida, no hay otro modo de ejercitarlo. O, al menos, de hacerlo de un modo perfecto. [...]”. Por ello Kapuscinski insistía mucho en la degradación del trabajo periodístico en los últimos cincuenta años. Si el periodista clásico era una persona gozaba en otros tiempos de un respeto, una figura admirada que jugaba un importante papel intelectual en el juego político de las sociedades, el periodista actual, sometido a las manipulaciones de los grupos de presión, no tiene ya como prioridad comunicar los aspectos más relevantes de la realidad, los verdaderamente importantes, sino narrar aquellos hechos que más venden. “Nuestra profesión —afirmaba— siempre se basó en la búsqueda de la verdad. Muchas veces la información funcionó como un arma en la lucha política, por la influencia y por el poder. Pero hoy, tras el ingreso del gran capital a los medios masivos, ese valor fue remplazado por la búsqueda de lo interesante o lo que se puede vender. Por verdadera que sea una información, carecerá de valor si no está en condiciones de interesar a un público que, por otro lado, es crecientemente caprichoso [...] Hoy el soldado de nuestro oficio no investiga en busca de la verdad, sino con el fin de hallar acontecimientos sensacionales que puedan aparecer entre los títulos principales de su medio”.

Historia y periodismo

Como es fácil de deducir, la mirada del viajero contemporáneo no puede confiar ingenuamente en los Grandes Relatos históricos. Kapuscinski, no en vano licenciado en historia, aplicaba a sus reportajes una rigurosa lente histórica no siempre advertida. En algún sentido, su trabajo es la prueba evidente de que el mundo no puede ser ya recreado como en las formas de antes, es decir, desde una perspectiva armónica. En un mundo que se acepta inevitablemente como desintegrado, el periodismo para él sólo tiene algún valor en mostrarlo en su fragmentación, sólo así es posible ofrecer de él alguna imagen verosímil. Esta predilección de Kapuscinski por la lógica del fragmento brilla, por ejemplo, en Lapidarium (Anagrama), su obra más filosófica —“Mi sueño fue siempre ser filósofo”, confesó—, donde se aprecia el influjo aforístico y la intensidad de autores como Nietzsche o Cioran. 

En ese sentido, no puede negarse que la experiencia del viaje tiene profundas conexiones con una perspectiva histórica diferente, esa “intrahistoria” de la que hablaba Unamuno. Esta mirada debe atender a “todo aquello que atañe a los llamados agentes sociales, a actitudes, mentalidades y problemas cotidianos de las personas de a pie, que constituyen el noventa y nueve por ciento de cualquier sociedad”. En Kapuscinski no encontramos tanto la preocupación por recomponer la trama de una historia objetiva cuanto por desarrollar una historia pasada por la criba subjetiva de los otros. Es imposible, pues, y tampoco deseable eliminar ese factor de subjetividad que siempre esta ahí deformando la realidad. “Nunca, afirma, estamos frente la historia real, sino siempre ante una contada, tal como alguien sostiene —y cree— que ha sido”. Esta combinación de la perspectiva totalizadora del historiador y la atención al detalle minúsculo del reportero fue encarnada magistralmente en sus mejores obras como Ébano —un conjunto de reportajes sobre el continente africano—, El Sha —un análisis de la situación iraní y de la figura de Mohamed Reza Pahlevi— o El Imperio —crónica del derrumbamiento de la URSS—, pero también en otras en absoluto menores como La guerra del fútbol, Un día más con vida, Los cinco sentidos del periodista o El mundo de hoy.

En Los cínicos no sirven para este oficio (Anagrama, 2002), un libro compuesto de entrevistas y conversaciones moderadas por Maria Nadotti y que contiene una sugerente discusión con el poeta y escritor John Berger, amigo suyo, Kapuscinsky asegura explícitamente que “[...] ser historiador es mi trabajo, y estudiar la historia en el momento mismo de su desarrollo, es lo que es el periodismo. Todo periodista es un historiador. Lo que él hace es investigar, explorar, describir la historia en su desarrollo. Tener una sabiduría y una intuición de historiador es una cualidad fundamental para todo periodista.[...] en el buen periodismo, además de la descripción de un acontecimiento, tenéis también la explicación de por qué ha sucedido; en el mal periodismo, en cambio, encontramos sólo la descripción, sin ninguna conexión o referencia al contexto histórico. Encontramos el relato del mero hecho, pero no conocemos ni las causas ni los precedentes. La historia responde simplemente a la pregunta: ¿por qué?”. No en vano, en Viajes con Heródoto (Anagrama), publicado en 2006, el autor polaco se identifica con un significativo alter ego: Heródoto, el primer historiador griego. “El hombre contemporáneo no se preocupa de su memoria individual porque vive rodeado de memoria almacenada", escribe Kapuscinski. “En el mundo de Heródoto, el individuo es prácticamente el único depositario de la memoria. De manera que para llegar a aquello que ha sido recordado hay que ir hacia él; y si vive lejos de nuestra morada, tenemos que ir a buscarlo, emprender el viaje, y cuando ya lo encontremos, sentarnos junto a él y escuchar lo que nos quiera decir. Escuchar, recordar y tal vez apuntar. Así es como, a partir de una situación como ésta, nace el reportaje”.

Evidentemente, Kapuscinsky había soñado desde joven atravesar todas las fronteras existentes. Leyendo a Heródoto también dejará de percibir “la existencia de la barrera del tiempo”. En este planteamiento el periodista no sólo debe intentar ser testigo de todos los acontecimientos que se producen en el lugar de destino; debe saber asimismo lo que ha ocurrido allí antes y lo que puede suceder en el futuro. Huyendo del “provincianismo espacial y temporal”, considera necesario vencer además otra limitación. Como Chesterton, él creía totalmente ilusoria la tendencia contemporánea a creer que el mundo “es propiedad exclusiva de los vivos, sin participación alguna de los muertos”.

El conocimiento histórico tampoco debe, en aras de una pretendida visión general, pasar por alto las motivaciones psicológicas particulares de los actores secundarios de la historia. Lejos de limitarse a exponer situaciones y realidades sociales, él busca interpretar el origen de esas situaciones y realidades. Es aquí donde la instalación en la actualidad del periodista y el afán por comprender del historiador se fusionan en un compromiso ético. De ahí también su firme convicción de que “[...] para tener derecho a explicar se tiene que tener un conocimiento directo, físico, emotivo, olfativo, sin filtros ni escudos protectores, sobre aquello de lo que se habla. [...] Es erróneo escribir sobre alguien con quien no se ha compartido al menos un poco de su vida”.

Leyendo su obra no sorprende que Kapuscinsky declarara quepara ejercer el periodismo ante todo, había que ser un buen hombre o una buena mujer, buenos seres humanos. Las malas personas no pueden ser buenos periodistas. Si se es una buena persona se puede intentar comprender a los demás, sus intenciones, su fe, sus intereses, sus dificultades, sus tragedias. Y convertirse, inmediatamente, desde el primer momento, en parte de su destino. Es una cualidad que en psicología se denomina ‘empatía’. Mediante la empatía, se puede comprender el carácter propio del interlocutor y compartir de forma natural y sincera el destino y los problemas de los demás. En este sentido, el único modo correcto de hacer nuestro trabajo es desaparecer, olvidarnos de nuestra existencia. Existimos solamente como individuos que existen para los demás, que comparten con ellos sus problemas e intentan resolverlos, o al menos describirlos”.

Contra la “desmesura” del poder

El escritor italiano Claudio Magris, otro admirador de su trabajo, ha destacado también en qué medida Kapuscinski es un maestro en la descripción de la semiología del poder, en el análisis de sus signos, ritos, distancias, protocolos y gestos. Habiendo arriesgado la vida tantas veces, es natural que la perspectiva de Kapuscinski no sea una perspectiva neutral, complaciente con el reconocimiento de una memoria siempre tramposa que no pocas veces es también cómplice con los discursos legitimadores del poder. Según cuenta en diferentes entrevistas, la experiencia genuinamente europea de vivir su infancia en medio de la violencia de la Segunda Guerra Mundial y la tragedia de la ocupación nazi de Polonia, fueron hechos decisivos a la hora de forjar su temperamento irónico y su compromiso por rechazar toda forma de dogmatismo. No es extraño que, después de trabajar como reportero durante más de treinta años (desde 1964) al servicio de la agencia de prensa más importante de Polonia, la PAP, en la década de los ochenta, asfixiado por la censura de su país, empezara a trabajar para la prensa internacional, fundamentalmente para publicaciones tan prestigiosas como el New York Times o el Frankfurter Allgemeine Zeitung. Para entonces, nuestro Premio Príncipe de Asturias del año 2003 ya había sido testigo privilegiado de un sorprendente número de acontecimientos mundiales; cambios políticos, golpes de Estado, revoluciones y guerras en países del tercer mundo. “Lo mío no es una vocación, es una misión. No me habría sometido a esos peligros, si no sintiera que hay algo abrumadoramente importante –sobre la historia, sobre nosotros– que siento que me obliga a hacerlo. Eso es más que periodismo”, declaró ya en 1987 a la revista inglesa de literatura Granta.

“Es el a priori del dolor —el que a uno se le hagan tan difíciles las cosas más sencillas de la vida— lo que [...] abre críticamente los ojos. [...] Son los heridos graves de la cultura los que con grandes esfuerzos encuentran algunos remedios curativos y hacen girar la rueda de la crítica”. Estas palabras de Walter Benjamín muy bien podrían ser suscritas por Kapuscinski, alguien que experimentó en sus propias carnes la pobreza y que básicamente se formó de forma autodidacta. Como ya se ha comentado, su niñez en la pequeña localidad de Pinsk fue especialmente dura. Nada más iniciarse la Segunda Guerra Mundial, su familia tuvo que huir hacia el centro, a una aldea más pobre y analfabeta que su ciudad natal. Durante la guerra, los polacos difícilmente podían estudiar más de siete años de educación primaria. Su caso no fue distinto. Su formación tenía graves lagunas y, como reconoce, comenzó muy tarde a leer, a escribir y a estudiar.

En los relatos de Kapuscinski llama la atención el contraste entre el hieratismo del poder desmesurado, momificado e inmóvil y la fluidez de la vida del pueblo llano. Si en una obra como El Imperio, “Stalin —afirma Claudio Magris, termina por parecerse al negus Neghesti abisinio, sentado, circunspecto y desconfiado, en el trono, idolatrado y escrutado con temor cada vez que fruncía las cejas, pero pasivamente ignorante de lo que realmente sucedía en torno a él y en el país—, en Ébano la vida africana se define justamente por una vitalidad desbordante. África es un espacio donde los límites individualistas son sinónimo de desgracia, un espacio que se articula en una tradición y estructura colectivista, “pues sólo dentro de un grupo bien avenido se podía hacer frente a unas adversidades de la naturaleza que no paraban de aumentar”.

De algún modo, quien más insistió en la necesidad de que el periodista dejase de blindarse tras el cinismo fue también a lo largo de su vida un gran escéptico apasionado. Kapuscinski no es ingenuo en sus planteamientos, y descubre desde muy temprano que los cambios profundos son muy difíciles de consolidar; que las transformaciones revolucionarias a veces terminan siendo peor o igual que las desgracias e injusticias que combaten. El bisturí con el que analiza la situación africana en Ébano, para muchos su obra maestra, es un buen ejemplo al respecto. Muestra cómo el África de los señores de la guerra y sus soberanos genera nuevas víctimas: las mujeres y los niños. El continente embargado por la euforia a causa de su independencia no tarda mucho en sumirse en el desencanto ante el hecho de que las voraces elites de los estados independientes “se dedicaban a llenarse los bolsillos lo más aprisa posible”. Amargamente Kapuscinski revela un paisaje desolador: “[...] La pobreza y la decepción de los de abajo, y la codicia y la voracidad de los de arriba crean un ambiente emponzoñado y minado que el ejército olfatea; presentándose como defensor de los humillados y ofendidos, abandona los cuarteles y alarga la mano para tomar el poder”. Es más, en algunas reflexiones, Kapuscinski parece seguir la divisa lampedusiana de que “todo ha de cambiar para que todo sigue igual”. Los nuevos poderes sigue alimentando el miedo y la ignorancia, los intelectuales, nuevamente perseguidos, una nueva jerarquía totalitaria derroca a la precedente. Y la miseria sigue siendo la norma...

En otra de sus obras maestras, El sha o la desmesura del poder (Anagrama), Kapuscinski muestra cómo, después de la euforia revolucionaria viene la resaca: ¿Qué hacer una vez que los miembros de los comités revolucionarios, una vez tomado el poder, adoptan los mismos mecanismos autoritarios que habían combatido, “de un modo mecánico y subconsciente”. Pese a todo ello, en Kapuscinski el realismo del escéptico nunca utiliza esta coartada para combatir las injusticias. Para él, el verdadero periodismo es intencionalmente transformador de la realidad social e intenta provocar algún tipo de cambio. No es raro que afirmara a menudo que el tema de su vida eran los pobres, un “tercer mundo” que en él no alude tanto a un término geográfico o racial sino existencial. Creía que el silencio de los pobres obligaba moralmente a que el periodista hablara por ellos, y él lo hizo continuamente. Él fue uno de los periodistas que mejor reflejó en sus reportajes la vida de lo que Michel Foucault llamaría “hombres infames”, esto es, esas existencias casi siempre borradas de las letras mayúsculas de las narraciones históricas. Su lente microhistórica busca aferrarse casi desesperadamente al valor exacto de lo individual para desde allí desenmascarar con rabia o sarcasmo las vacuas ficciones ideológicas de la Gran Historia. En estos escenarios deshabitados por la historiografía de los grandes acontecimientos él encuentra la atención a las minúsculas que brinda el arte y la poesía, una pasión que, como ya se ha insistido, cultivó desde su juventud.

Significativamente, para Kapuscinski el concepto de compromiso no es tanto un concepto político que haga hincapié en los deberes sociales del escritor, la obligación moral de comprometerse con la sociedad en la que le ha tocado vivir, cuanto una concepción filosófica extremadamente sensible a la importancia del lenguaje, de toda lengua viva. De ahí que no haya compromiso del escritor que no sea una apología indirecta de la palabra. Para él, y como sabía Platón, el lenguaje no es inocente, sino un arma muy peligrosa. Lejos de representar la figura del intelectual “profético”, alguien que hasta hace poco tomaba la palabra y se le reconocía el derecho a hablar como maestro de la verdad y la justicia como representante de lo universal, Kapuscinski trata siempre de hacer escuchar la voz de los otros. En su prolífica labor como cronista, no pocas veces late la rabia contenida de que no vivimos en el mejor de los mundos posibles. Tal vez por ello, fiel a sí mismo, en su visión crítica de las injusticias y males de nuestras sociedades, siempre supo conjugar el optimismo de la voluntad y el pesimismo de la inteligencia. El buen reportero debe ser un hombre de gran resistencia física y psíquica, resistente a la depresión.

El desafío de la alteridad

Hablábamos al principio de la relación de Kapuscinski con la experiencia formativa del viaje y la mirada etnológica. Se dice incluso que, en el momento de su muerte, preparaba un libro sobre el antropólogo polaco Bronislaw Malinowski, quien negaba la existencia de culturas superiores e inferiores. No es un dato baladí. El reportero-etnólogo está obligado metodológicamente a dejar de lado los prejuicios y explorar lo que no está en la superficie a la hora de acercarse a las culturas y sociedades. Como Malinowski, Kapuscinski intuye que para entender al Otro hay que implicarse activamente en su universo emocional y antropológico.

Tampoco es ninguna casualidad que, en su discurso académico pronunciado en el acto de investidura como Doctor Honoris Causa en la Universitat Ramon Llull, Kapuscinski elligiera el tema de “El encuentro con el otro”. Para él, que gustaba ser definido como un “traductor intercultural”, el periodismo servía para comprender el auténtico desafío de nuestro tiempo: un encuentro con la alteridad en algún sentido inédito en la historia. Sus libros de reportajes tienen como telón de fondo de hecho un momento histórico decisivo: en la segunda mitad del siglo XX dos tercios de la población mundial se liberan del yugo colonial y se convierten en ciudadanos de Estados independientes, al menos desde el punto de vista formal. “Poco a poco, esas personas empiezan a descubrir su propio pasado, sus mitos y leyendas, sus raíces y su identidad. Una vez descubierta y asumida esta última, se sienten orgullosas de ella. Esos hombres y mujeres empiezan a sentirse ellos mismos, sus propios amos y dueños de su destino, y les resulta odioso que se los trate como objetos, como extras, como víctimas pasivas de un antiguo dominio ajeno”. Kapuscinski pone de manifiesto cómo hoy nuestro planeta, habitado durante siglos por un puñado de hombres libres e ingentes masas de hombres esclavizados, se va llenando de naciones y comunidades cuyo sentimiento de su propio valor e importancia no cesa de crecer, como tampoco cesa de aumentar su número. Este proceso a menudo transcurre en medio de inmensas dificultades, de conflictos y tragedias que arrojan estremecedores saldos de víctimas.

En rigor, la obra periodística y ensayística de Kapuscinski puede entenderse como una constante búsqueda del rostro del Otro concreto, no ese genérico abstracto, como un encuentro con esa alteridad cercana pero ignorada, cuyo desconocimiento corre el riesgo de cultivar el germen del odio y de la guerra. Merece la pena reflexionar sobre el hecho de que, después de todo el revuelo cultural en torno al “supuesto choque de civilizaciones”, lo más difícil para cierta intelligentsia occidental sea simplemente estar la altura de la simple, aunque elocuente, desnudez de los datos empíricos. Para Kapuscinski si algo necesitamos en nuestra situación no es aventar el fantasma de la amenaza del Otro con conceptos simplificadores, sino más bien limar “el choque de ignorancias”. Él fue también un testigo privilegiado de una serie de transformaciones decisivas en la vida política y económica del siglo veinte, una época, según sus propias palabras, “extremadamente fascinante”. La disolución del colonialismo y el triunfo de la globalización de la economía más allá del Estado-nación a su modo de ver han desembocado en una experiencia única: la creación de un planeta independiente, algo que considera una característica positiva.

 “El gran descubrimiento del hombre —asegura Kapuscinski— no fue el de la rueda sino el del Otro, ese momento en el que cuando la primera tribu-familia de ciento cincuenta  miembros que vivía entre los dos ríos en Mesopotamia se topó con otra tribu-familia y ambos se dieron cuenta de que no estaban solos [...]. Ante este hallazgo, tres reacciones aparecen continuamente en la historia: ignorarlo, entablar contacto (comercio) o guerrear”. Todos sus libros abogan por un pensamiento que sea capaz de pensar globalmente, “que derive en un lento aprendizaje de la aceptación de lo distinto a uno mismo, de la renuncia a un centro, a una representación única. [...] Quizá podríamos darnos cuenta de que hay espacio para todos y que nadie tiene más derecho de ciudadanía que los demás”.

Si algo ha aprendido nuestra cultura contemporánea, entre otras figuras con la de  Kapuscinski, es que el viaje de la reflexión occidental no regresa ya al hogar de partida. Ya no podemos identificarnos con la vieja figura de Odiseo sino, acaso, con un judío errante que ha de reflexionar sobre el Otro. Y no sólo porque hoy ningún sujeto puede decir con toda certeza que se encuentra “en casa” o “en sí mismo”, sino también porque aquello que denominábamos “lo Otro” ha empezado a reclamar y a plantear la insurrección de su mirada marginada. Un Otro que también nos observa desde categorías bien distintas, aparentemente sin sentido, absurdas. El marco desde el que observaba el espectador clásico había quedado desbordado, el mundo parece irremediablemente abierto a la incertidumbre. Y, como afirmaba Kapuscinski, “[..] caídas las grandes ideologías unificadoras y, a su manera, totalitarias, y en crisis todos los sistemas de valores y de referencia apropiados para aplicar universalmente, nos queda, en efecto, la diversidad, la convivencia de opuestos, la contigüidad de lo incompatible. [...] el concepto de totalidad existe en la teoría, pero nunca en la vida” ( Los cínicos no sirven para este oficio).

Basta leer sus análisis sobre las nuevas condiciones de las actuales burocracias africanas o El Imperio y su conmovedora descripción de la eliminación de los campesinos ucranianos en el marco de la llamada “colectivización de la tierra” para darse cuenta de cómo otra de las preocupaciones fundamentales de este viajero pertinaz era el tema de la migración y el desarraigo. Kapuscinski cree evidente que el aumento indiscriminado de datos, reclamos y mercancías es directamente proporcional al decrecimiento de nuestra experiencia del mundo. El planeta, en efecto, parece comprimirse, pero sólo lo experimentamos “de segunda mano”, a través de unos medios que convierten una noticia del rincón más alejado del planeta en algo simultáneo. Pero aquí está la paradoja: cuanto más intercomunicado está el mundo, más opaca es la mirada al todo. Nuestro trabajo, nuestra salud, nuestro consumo no son sino el último eslabón de una cadena causal que no dominamos.

De ahí también la profunda perplejidad del hombre globalizado: el antiguo mundo de la vida ya no es un espacio protegido sino más vulnerable. En el pasado, la excesiva proximidad a los proyectos históricos particulares impedía ver la Tierra como objeto de preocupación global. La globalización era, de algún modo, algo que se realizaba a nuestras espaldas. Hoy, a diferencia de la ingenuidad de otras épocas, a raíz de las continuas amenazas terroristas, ecológicas, del incesante flujo económico del capital o de noticias positivas como la cooperación global o la universalización de la opinión pública, no podemos permitirnos el lujo de ser provincianos. Cuando decimos "nosotros", estamos obligados a referirnos a la humanidad entera. Si no pensamos en la globalización, ella lo hará por nosotros: “La globalización —sostiene Kapuscinski— es un fenómeno contradictorio de dos corrientes distintas. Es un río de integración de toda la tecnología, el mundo financiero, los medios de comunicación, pero simultáneamente es otro río en dirección opuesta que lleva a la desintegración, con conflictos étnicos, con ambiciones regionales, con tendencias particulares, en una gran corriente que vive y se desarrolla en contra de la misma globalización”.

Tal vez lo dicho sirva para invitar a la lectura de los libros de Kapuscinski. Su atemperada agudeza y olfato para husmear allí donde no le llamaban, su falta de prejuicios teóricos para mirar crudamente a la cara de su tiempo han hecho de él un auténtico clásico. En un siglo desquiciado, exagerado, tendente a los “extremos”, en una época incendiaria, supo encarnar, para bien o para mal, cierta mesura, cierto sentido común no exento de filo crítico; fue, en cierto modo, un testigo fiel de un siglo, el veinte, especialmente turbulento. Lo dijo también el periodista Alfonso Armada en el diario ABC con ocasión de la bella necrológica que le dedicó tras su muerte: “Kapuscinski tenía lo que hay que tener para ser un extraordinario reportero: humildad para ponerse a la altura de los ojos de su interlocutor, soberano o enterrador; la exactitud de un entomólogo, un historiador o un astrónomo [...]; curiosidad insaciable [...]; valor para ponerse a prueba jugándosela donde ya no queda nadie para contarlo, nadie con un altavoz donde propagar lo que se ha visto y no se pierda [...]; compasión hacia quienes no sólo suelen sufrir la historia, y mucho menos para hacerla suya, para cambiar su destino; resistencia frente a las adversidades, los flacos presupuestos, la desidia o la pereza de los jefes alejados de los campos de batalla o de los campos de algodón; perseverancia para comprobar hasta el último rasguño; y el último dato, para que no quede el relato cojo, incompleto, falso por ese mal tan extendido que deduce que ‘da lo mismo’, cuando ahí reside el principio de nuestro deshonor, y estilo: el de su alma, la de un hombre cercano capaz de encender hogueras de palabras que calientan e iluminan más que el fuego”.

Escrito en Lecturas Turia por Germán Cano

De Igual Color

17 de mayo de 2013 10:29:10 CEST

Ana María Navales

Abro los ojos a los colores,
negro, rojo, amarillo, blanco...
y todos tienen la misma luz.

A veces alguno muere
frente a las tapias del miedo
que levantaron seres sin rostro
en distintos campos de batalla.

¿Quién decretó que fuera
el negro de luto, de arañar
en el corazón del dolor,
que el blanco se hiciera gris
cuando se envuelve de indiferencia
o que el amarillo se hundiera
en vastos arrozales encharcados?

Hay un mañana de un solo color
que muestran las manos abiertas
al viento libre de las calles,
donde los hijos de la pobreza
y el desamparo se cobijan,
frutos del árbol del tiempo
que esperan, entre el sol y la lluvia,
a que crezca el día del amor
y acabe con las trampas y espinas
que sembraron en la selva
algunos que aún se llaman hombres.

Escrito en Lecturas Turia por Ana María Navales

Tomás Segovia, el poeta nómada.

5 de noviembre de 2012 00:00:00 CET

«PARA mí, la poesía es un vaso comunicante con todo el resto de la vida, cualquier parte de ésta puede dar entrada al poema», afirmó Tomás Segovia en 2005, al poco de recibir el premio Juan Rulfo. Después, añadió: «yo no pertenezco ni a un país ni a otro, ni a ningún grupo, generación, corriente literaria ni nada parecido. Nunca me he arraigado ni a un país, ni a una época ni a un matrimonio». En la primera declaración, el poeta expresa una posición coincidente con los poetas españoles de su generación en la medida en que la experiencia vital es inseparable con su opción poética. En la segunda, sin embargo, se aleja de cualquier categorización generacional, estético-literaria o grupal, incluso renuncia a una identidad nacional, territorial. 


Segovia y la segunda generación del exilio

Tomás Segovia, que comienza a ser considerado poeta de primer orden en la España de los ochenta, cuando la mítica colección Ocnos, dirigida por Joaquín Marco y con un consejo editorial con nombres como Pere Gimferrer, Jaime Gil de Biedma, José Agustín Goytisolo y Manuel Vázquez Montalbán, publicó la espléndida antología Luz de aquí1, ha tenido, a lo largo de su trayectoria, el hándicap de haber crecido y madurado poéticamente en un contexto especialmente difícil para consolidarse en el universo literario español: formar parte de la segunda generación del exilio. Es decir, haber sido «niño de la guerra» en un escenario alejado de las consecuencias inmediatas de la posguerra y haber vivido en la adolescencia y en la juventud, períodos esenciales en la conformación de una conciencia cultural, sometido a corrientes, gustos y tradiciones muy diferentes a las que se vivían en la España franquista. No podemos obviar que, nacido en 1927 (en Valencia), cuando se produce la rebelión militar que da lugar a la Guerra Civil tiene nueve años y doce en el momento en que su familia inicia el exilio.

Carlos Piera, en el texto introductorio a la antología En los ojos del día2, destaca como factor esencial para entender la obra de Tomás Segovia la continuidad con el ambiente cultural de la República que vivió el colectivo de escritores trasterrados, especialmente los que se refugiaron en México. Frente a la situación que vivían, hacia 1950 (cuando comenzó a publicar Segovia), los jóvenes poetas españoles residentes en la península, obligados a reconstruir la memoria poética destruida por la dictadura, «la situación en el exilio mexicano es en cierto modo la contraria: la de una ciudad ideal donde la única prenda de ciudadanía está en el lenguaje recibido, que, lejos de distanciarse de su historia, intenta conservarla íntegra en su interior, para sustentar precisamente una verdadera ciudad». En esa continuidad histórica juega un papel crucial la Institución Libre de Enseñanza, cuyos criterios pedagógicos siguen impregnando la vida cultural de los exiliados y, sobre todo, inspiran los programas educativos de los colegios a los que llevan a sus hijos (Tomás Segovia era uno de ellos) quienes acabaron fijando residencia en México. No olvidemos que editores, poetas, periodistas, profesores, filósofos que se habían formado en el espíritu institucionista y en el clima de libertad propiciado por la República continuaron desarrollando sus actividades en el país centroamericano, algo que en España ni remotamente era imaginable, más bien todo lo contrario.

Es evidente que Tomás Segovia, tal y como él se «autositúa» en las declaraciones que transcribimos al principio, no formó parte de ningún grupo poético salvo que así queramos definir al conjunto de poetas, con los que compartió ambiente y formación en sus años de juventud, pertenecientes, cronológicamente, a lo que algunos especialistas han denominado «segunda generación del exilio». Sus coetáneos en México, partícipes de similares inquietudes e influencias
literarias que Segovia, fueron Enrique de Rivas, Manuel Durán, Nuria Parés, Luis Rius, Jomí García Ascot o Federica Patán, todos nacidos, como casi todos los poetas de la Generación del 50 en España, entre 1925 y 1937. Es preciso resaltar que todos ellos construyeron una obra de gran altura, tanta probablemente como profundo es el desconocimiento del lector español sobre ella y no estaría de más plantearse la elaboración de un estudio-antología en el que se integraran, como dos caras ineludibles de la creación poética en castellano entre 1950 y 1980, poetas españoles de ambos lados del Atlántico, delimitando diferencias y similitudes e identidades3.

Segovia regresó a España a principios de los años ochenta y, a partir de 1985, alternó su residencia entre Madrid y el sur de Francia. Es decir, su condición de exiliado se mantuvo hasta bien avanzada la transición política. Aunque su reconocimiento crítico y académico en el interior del país ya venía de tiempo atrás, sería la publicación de la antología Luz de aquí, antes aludida, la que le concedería estatus de poeta del máximo nivel, lo que lo equipararía con los más valorados poetas del medio siglo. Después, la mayor parte de su obra fue publicada en España (la editorial valenciana Pre-Textos se convirtió en su «editorial de cabecera») y los departamentos de literatura española de las universidades lo convertirían en un autor imprescindible de la poesía contemporánea en castellano.


¿El verso suelto de la Generación del 50 del «interior»?

Aunque su formación en México lo distanció de la poesía comprometida que se escribió en España en los años cuarenta, incluso de la poesía más politizada (Blas de Otero y Gabriel Celaya) puesto que su universo de influencias venía, junto a las largas sombras de Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado y algunos poetas del 27 como Guillén o Cernuda, de autores como Xavier Villaurrutia, Gilberto Owen y el grupo Contemporáneos, o de poetas tan singulares como Octavio Paz (con quien compartió proyectos editoriales y publicaciones periódicas como Revista Mexicana de Literatura y Plural) o el también exiliado Ramón Gaya (con quien mantuvo una intensa empatía psicológica y estética, visible incluso en el último libro que Segovia publicó en vida, Estuario), no es menos cierto que es un poeta biológica y cronológicamente situado en la generación del 50, es un niño de la guerra crecido al otro lado del mar, en lo que se ha venido a denominar «la otra orilla del castellano». Tampoco lo es que una vez que fija su residencia en España es inexcusable insertarlo en el mapa de la poesía contemporánea que se escribe en un país que ha dejado atrás el franquismo.

Desde esa perspectiva, hay una doble coincidencia con los poetas de esa generación: la primera, su concepción de la íntima relación existente entre poesía y vida, entre la obra y la experiencia de lo real/cotidiano; la segunda, el peso de la subjetividad en todo poema (rompe con ello con la idea del poema como reflejo de aspiraciones colectivas, como proclama o factor de cambio social), incluso aunque éste aborde asuntos relacionados con lo político. Eso nos lleva a considerarlo como la isla, o el verso suelto de esa promoción. Es, sí, un poeta de la experiencia aunque con dos condicionantes: de un lado, en su obra, ésta aparece filtrada por un empeño de indagación verbal que no elude, en algunos momentos, la abstracción, la deriva metafísica o la búsqueda de la trascendencia del propio lenguaje como revelación; de otro, que para él la experiencia se extiende al territorio del sueño y a las pulsiones ocultas del ser humano. A este propósito, así se expresó Segovia, antes de una lectura de poemas, en el Departamento de Literatura de una universidad norteamericana en los años ochenta (nunca precisó en qué universidad, aunque probablemente fuera en la de Princeton, donde fue profesor visitante): «Y esto es lo que hace que me incline por una poesía que busca la aparición del sentido tanto en los mundos no lingüísticos (por ejemplo en el mundo del amor, de las relaciones con la naturaleza, de los sentimientos o emociones espontáneos), expresables a través de la significación transparente –como el mundo, no expresable así, de la sensualidad sonora de las palabras o de la delectación intelectual de las formas lingüísticas
»4. Desde esa perspectiva y con un mero afán pedagógico, la obra de Tomás Segovia, vista a través de la lente que nos ofrece la generación a la que por edad pertenece, tendría algo de síntesis dialéctica entre la pulsión metafísica y la devoción por el poder revelador de las palabras del último Valente o el lenguaje-otro de Claudio Rodríguez y el realismo de lo cotidiano de Ángel González, Jaime Gil de Biedma o José Agustín Goytisolo. Pero, más allá de todo ello, Segovia es la incrustación del exilio en esa promoción.

En su obra son reconocibles, aunque de una manera muy sutil y con poderosos vasos comunicantes entre ellas, tres etapas: la que se extiende desde la publicación de su primer poemario, La luz provisional (1950), hasta el inicio la década de los 60 con la aparición de El sol y su eco (1960); la iniciada con el ambicioso libro Anagnórisis (1967) y que culmina con su última obra publicada todavía en el exilio, Cuaderno del nómada (1978) y, por último, la representada en la poesía escrita y publicada tras su traslado a España, una obra de plena madurez en la que, a lo largo de veinte libros, desde Partición (1983) hasta el que obtuvo el Premio de la Crítica de 2011, Estuario5, se muestra con una intensidad emocional creciente y un trasfondo existencial que acabará siendo, en sus entregas últimas, un tamizado diálogo con la muerte.


Una obra transparente y compleja a la vez

Aunque nunca es fácil delimitar con precisión los vectores que estructuran una obra poética, sí se pueden advertir algunas de sus características, vinculadas a las preocupaciones de fondo que en ella se abordan. En el caso de Tomás Segovia, éstas son, a mi juicio, las fundamentales:

En primer lugar, la transparencia. Aunque en la conferencia arriba mencionada, Segovia afirmó que «La poesía (…) no aspira a una lengua transparente, sino que busca voluntariamente la opacidad de la lengua», su poesía es «legible», remite a lugares casi siempre visibles, reconocibles para el lector, aunque no desdeñe abrir pasadizos a zonas oscuras, a veces inexplicables, de la conciencia. Por eso, su obra está alejada de las vanguardias y rehúye la poesía críptica, el irracionalismo. En ese aspecto, es un poeta más próximo a las zonas más realistas de nuestros poetas del 27 (sobre
todo Cernuda, el Guillén menos propenso a experimentar, Prados y Altolaguirre en cierta medida) y poco debe a la obra de grandes poetas latinoamericanos como Neruda, Huidobro o Vallejo. De algún modo, estamos ante un oxímoron: la búsqueda de la opacidad de la lengua tiene como resultado una poesía en gran medida transparente. Carlos Piera así lo expresa en su introducción a En los ojos del día: «Tome el lector cualquier poema suyo: son claros, inteligentes y lúcidos, y un oído educado percibe en ellos que el autor es maestro del oficio, porque lo ha tomado con toda la seriedad del que lo entiende como un oficio artesano»6.

De otro lado (lo veíamos más arriba), es un poeta con una preocupación casi obsesiva por el poder revelador del lenguaje. Para él, el lenguaje es, en el poema, la fuente casi absoluta del sentido y, frente a concepciones cercanas a la poesía instrumental, él enarbola una poesía del conocimiento (lo que le acerca a los poetas coetáneos «del interior») en la que la comunicación sólo es tal en la medida en que transfiere al lector ingredientes de un conocimiento sólo posible a través del poema. Es obvio que advertimos ahí la sombra de Auden, o del Eliot al que Gil de Biedma tan bien leyera (y prologara para su edición en castellano) en Función de la poesía y función de la crítica. A este respecto conviene señalar que su opción, en determinados momentos, por el libro-poema y por el poema largo, como en Anagnórisis, o en el magnífico «El poeta en su cumpleaños » («No volver a nacer nunca más desde ahora / quiero saber qué digo cuando me digo eso / no volver pero no quiero no volver a querer saber / quiero decir buscar qué fue lo que busqué»), del libro Terceto (1973), son muestras de una búsqueda permanente del conocimiento en las zonas menos visibles del idioma. Hay, también, en esa querencia por el poema largo, un parentesco evidente con algunos de los libros de Octavio Paz, con quien compartió, además de las referidas experiencias editoriales, no pocas conversaciones sobre poesía.

Se trata, así mismo, de una poesía reflexiva, que bordea la preocupación filosófica. Meditar sobre el tiempo, sobre la vida, sobre la memoria, sobre los vínculos entre la experiencia cotidiana y lo inefable que, potencialmente, se contiene en el lenguaje, son elementos que aportan una densidad semántica a cada poema, a cada verso, que no siempre encontramos en la poesía en castellano del siglo XX. Esa cualidad de poesía reflexiva se deriva, en buena parte, de las dos características apuntadas con anterioridad: transparencia (en el sentido complejo en que la concebía Tomás Segovia) y conocimiento.


La memoria, el amor, la muerte

De otro lado, en todos sus libros se advierte una constante: la fusión memoria y tiempo como motivos del poema. Es, inevitablemente, parte consustancial de su condición de exiliado. Integramos ambos conceptos porque Tomás Segovia, al contrario que otros poetas del exilio, especialmente los de la generación anterior (Juan Rejano, León Felipe, Pedro Garfias, etc.) y los del 27, sobre todo Rafael Alberti, ejercitan la memoria proyectando el poema sobre lugares y escenarios reconocibles, que tienen nombre (de ciudad, de región, incluso de calle) y recreando anécdotas vividas en un
tiempo lejano. La España evocada está ahí. Sin embargo, en Tomás Segovia la memoria se funde con el concepto tiempo y adquiere una dimensión más metafísica que realista. Es el poeta nómada (incluso cuando ya ha fijado residencia entre España y Francia), el poeta que se fue de la tierra de origen cuando era niño sin haber racionalizado del todo las causas de su marcha, muy al contrario que sus mayores, protagonistas directos de la Guerra Civil. Ese nomadismo, esa cierta provisionalidad permanente, que se reflejará en el conjunto de su obra, pero que tiene una concreción inquietante en su libro Cuaderno del nómada (1978), le obliga a construir un mundo de referencias expatriado, a apelar al tiempo como dimensión donde habita la memoria. Así lo expresa en el poema «Aniversario», de Anagnórisis:

«se le ha helado la sangre en las venas al tiempo
marcho pisando en blando bagazo de las horas
el hoy no tiene juego el presente es de polvo
el pozo de mi historia está cegado
mi vida ya no bebe de mi vida
no me da de mamar la memoria dormida
no hablamos ya el mismo lenguaje
un día no sé cuándo mudó de raza el tiempo
yo no me reconozco en todo aquello
o si regreso allá no sé quien vive ahora
la mitad de mi vida es terreno mostrenco
en el que sigue estando todo pero no hay nada».

El amor no podía estar ausente en una obra que tantea en todos los ámbitos de la experiencia. Tomás Segovia lo aborda no con una perspectiva marcada por el romanticismo y por el «amor ideal» sino con aquella que amalgama, fusiona la relación sentimental con la amada con una alta densidad erótica. Así ocurre en los sonetos votivos de Figura y secuencias(1979), una auténtica sucesión de las posibilidades de realización carnal: «Cuando yaces desnuda toda, cuando / te abres de piernas ávida y temblando / y hasta tu fondo frente a mí te hiendes, / un corazón puedes abrir, y si entro / con la lengua en la entraña que me tienes, / puedo besar tu corazón por dentro». Es llamativa la presencia, en la poesía amorosa de Segovia, de ecos de un libro-poema emblemático de Octavio Paz: Piedra de sol. Hay versos incluso que, con un sentido similar y con palabras muy parecidas, muestran una curiosa identidad: si Paz afirma «Voy por tu cuerpo como por el mundo», Segovia escribe: «Me pierdo por tu carne como por un sueño». Es esta dimensión de su poesía otra de las grandes diferencias con las poéticas de sus compañeros de generación en España. Salvo casos puntuales («Pandémica y celeste», de Gil de Biedma, algunos poemas de Ángel González, Goytisolo o Caballero Bonald), el factor erotismo es poco frecuente en la poesía española del medio siglo. Aquí, Segovia aporta la tradición mexicana y la realidad literaria del exilio, donde la censura y las limitaciones con que vivieron en la adolescencia y en la juventud los poetas «del interior» no tuvieron lugar. El erotismo en la poesía amorosa de Segovia es desinhibido, valiente, sin subterfugios y con una densidad lírica que lo acerca a una suerte de mística de la carnalidad.

Todo ello tiene como colofón la presencia en toda su obra, pero sobre todo en la escrita a partir de su vuelta a España, especialmente en la última década del siglo XX y en la primera década del actual, de un trasfondo existencial que se refleja, ante todo, en sus referencias a la muerte. En los poemas de libros como Lo inmortal (1998), Salir con vida (2003), Llegar (2007), el antes mencionado Estuario (2011) o el editado póstumamente, Rastreos y otros poemas (2012), se advierte la reflexión (o quizá cabría hablar de meditación) sobre la entrada en la edad de la conciencia del tiempo sobrante, en la etapa del recuento, de la recapitulación sobre lo vivido y sobre lo que aguarda al final. En ellos, la vida, las distintas caras de lo cotidiano, la memoria (que incrementa su nivel de concreción) y la relación del poeta con el entorno y con los otros cobran un protagonismo sutil, quintaesenciado, como si cada poema, más allá de la anécdota que le dio origen, indagara en su recámara, en sus zonas más misteriosas.


Su obra no poética

Las preocupaciones que recorren de principio a fin su poesía nos muestran a un poeta interesado en no pocos aspectos de la creación. Aspectos que van más allá del puro acto creador. Y de la propia poesía. En ese ámbito, Tomás Segovia ha tenido en la figura de Octavio Paz quizá un modelo de poeta-intelectual no ajeno al devenir histórico y al propio acercamiento teórico a la labor creadora. No en vano ha escrito algunos ensayos, entre ellos Contracorrientes (1973), el voluminoso Poética y profética (1986), Alegatorio (1998) o Recobrar el sentido (2005), en los que su visión del mundo, de la poesía y, en general, de la literatura, que aparece depurada en sus poemas se llena de argumentos y reflexiones vinculadas con la historia, con la experiencia biográfica y con un riquísimo universo de lecturas. Una visión que también impregnó sus diarios reflejados en El tiempo en los brazos: cuaderno de notas (1950-1983), publicado en 2009. Esa dedicación poliédrica tiene algunos paralelismos entre los poetas del medio siglo «del interior»: Valente y Gil de Biedma
llevaron a cabo algunas de las más lúcidas reflexiones sobre poesía que se han dado en la segunda mitad del siglo XX en España. La búsqueda, en el ensayo, de algunas de las razones que alientan detrás de la creación poética están presentes en libros como el del primero, Variaciones sobre el pájaro en la red, o del segundo, el volumen El pie de la letra. A todo ello cabe añadir su condición de narrador, con novelas como Trizadero (1974), Personajes mirando una nube
(1981) y los relatos de Otro invierno (2001). En ese ámbito es difícil encontrar paralelismos entre sus coetáneos del medio siglo: acaso Caballero Bonald, autor de una sólida obra narrativa, además de su valiosa obra lírica. 

Su trayectoria poética no ha tenido en España el reconocimiento oficial que merecía (dada su peculiar personalidad, quizá
fuera lo que menos le importaba). Aunque ha logrado superar el silencio y el desconocimiento por parte de los lectores a que ha sido sometida la segunda generación del exilio, su obra no ha pasado la frontera de los más especializados y exigentes. Ha entrado en el ámbito académico, ha sido bien recibida por la crítica, pero no ha sido reconocida con un premio nacional o con alguno de los galardones del máximo nivel que se conceden en España, salvo el Internacional de Poesía Federico García Lorca o el Premio de la Crítica por Estuario, que le llegó muy tarde, a título póstumo incluso. Sin embargo, su obra está, sin lugar a dudas, a la altura de algunos de los más reconocidos poetas españoles nacidos a partir de 1925. ¿Hasta qué punto su procedencia del México de la diáspora, a pesar de haber retornado hace casi treinta años a España, no ha condicionado esa actitud por parte de su país de origen?

La mitología creada en la conciencia colectiva respecto a la intelectualidad republicana y a sus poetas al final del franquismo y en los primeros años de la transición se vinculó, ante todo y sobre todo, a los poetas que habían vivido, en la juventud y en la madurez, la Guerra Civil, algunos convertidos en auténticos héroes/mitos en los primeros años de la transición: Alberti, Juan Ramón, Machado, Guillén, Salinas, Cernuda... Sin embargo, quienes eran niños cuando salieron de España y tuvieron que crecer y madurar en un exilio que el propio aparato del Régimen se ocupó de silenciar en el
interior del país, no tuvieron la misma suerte. De ellos, por las razones que hemos esbozado, se «salvó» Tomás Segovia. Pero sólo parcialmente. Ahí está, seguramente, una de las razones de fondo por las que poetas como Muñoz Rojas, Nicanor Parra, Blanca Varela, José Emilio Pacheco o Cardenal, por ejemplo, cuenten con el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana y Tomás Segovia, pese a contar con una obra sólida y extensa, carezca de ese reconocimiento. Confiemos en que el valor literario de su más que notable legado y la huella de una trayectoria ejemplar contribuyan,
en el futuro, a levantar ese manto de silencio y a situar al poe ta en el lugar que merece en nuestra historia cultural y literaria.

 

 


(1) Luz de aquí. Tomás Segovia. Barcelona, Ocnos, 1982.

(2) En los ojos del día. Tomás Segovia. Introducción de Carlos Piera. Selección de Aurelio Major. Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2003.

(3) En las últimas décadas se han publicado en España dos antologías sobre esa generación trasterrada: Última voz del exilio (El grupo poético hipano-mexicano). Antología. Susana Rivera. Madrid, Hiperion, 1990, y, con prefacio de Francisco Giner de los Ríos, la revista Peñalabra. Pliegos de poesía incluyó una carpeta con el título «Segunda generación de poetas españoles del exilio mexicano», en sus números 35-36, de 1980.

(4) En los ojos del día. Tomás Segovia. Apéndice. «Para empezar por el principio», p. 317, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2003.

(5) Es preciso añadir a Estuario el libro póstumo, publicado en 2012, Rastreos y otros poemas. Valencia, Pre-Textos, 2012.

(6) Op. cit. Carlos Piera, p. 7.

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Rico

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