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29 de abril de 2022 14:45:00 CEST





Un no sé qué que quedan balbuciendo

San Juan de la Cruz

 

 

 

 

 

 

No lo recuerdo bien:

 

el extraño sonido de las hojas, el silencio

que emana, la fuente y la raíz, los insectos

dibujando su nombre por el aire.

Balbuceo lentamente todo eso para que no se escape,

apenas se entiende lo que digo,

pero digo como quien espera que brote

de la tierra, descalza,

para verme.

 

Todo está vivo, nítido, perpetuo.

Aunque no lo recuerdo bien.

Así todo se acostumbra a su existencia.

De lejos.

Y poder quedarme, sin embargo.

Escrito en Lecturas Turia por Marta López Vilar

Miguel Delibes: claves de su vigencia

25 de abril de 2022 09:46:52 CEST

En abril de 2019 XL El Semanal publicó los resultados de una encuesta que había organizado para dilucidar quién era el más importante escritor español. El primero resultó Miguel de Cervantes (con el 29,21% de votos), el segundo Benito Pérez Galdós (16,68%) y el tercero, Miguel Delibes (11,87%). Naturalmente no se trata aquí de insistir en el valor numérico de un conjunto de preferencias particulares, pero no deja de ser significativo que, entre los escritores recientes (la encuesta excluía a los vivos), el más votado fuese Delibes, que acompañaba en el ilustre podio a Cervantes y a Pérez Galdós. No creo, pues, arriesgado afirmar que posiblemente sea Delibes el escritor español reciente sobre el que hay un más claro consenso positivo entre los lectores y que entra de lleno en ese club de clásicos de nuestras letras, tal y como, de hecho, figuraba ya en sus últimas décadas de vida: solo hay que recordar la expectación con la que fueron recibidas cada una de sus novelas y el amplio reconocimiento público y crítico que estas merecieron.

En las argumentaciones que muchos lectores dieron en la citada encuesta para justificar su voto a Delibes figura especialmente el hecho de que su obra sea sensible reflejo de la España de su tiempo y de sus gentes, en particular las del ámbito rural, junto a otras consideraciones de incontestable vigencia en el imaginario lector[1]. Es cierto, junto a ello, que la mayoría asociamos a Miguel Delibes Setién con unos valores definitivamente apreciados (en contraste con cierta inmundicia generalizada en la vida personal y pública de los últimos años), como son la coherencia, la honestidad literaria y esa recia y digna castellanía que se observan en prácticamente toda su obra y el comportamiento que públicamente mostró. A pesar de que él era un hombre retraído, dado a la depresión y poco amigo de los oropeles, es justo reconocer una cierta simpatía personal que proporcionan su biografía y su obra y que yo desde luego no oculto.

Pero me gustaría concretar algo más esos aspectos por los que Miguel Delibes, en contraste con otros autores contemporáneos que gozaron de bien construida fama[2], es un autor que, a mi juicio, goza de bien ganada vigencia. Y lo haré, naturalmente, desde una lectura personal y simpática de su obra y de la bibliografía principal sobre la misma.
Delibes es historia de la narración en España en la segunda mitad del siglo XX, punto fundamental desde el que observar medio siglo de literatura española (el que va entre 1948 de La sombra del ciprés y 1998 de El hereje) y también un interesante y constante interrogante sobre el papel y la extensión de la novela, al que no son ajenos aspectos como la relación del narrador con sus personajes o las innovaciones técnicas presentes en Cinco horas con Mario, Parábola del náufrago o Los santos inocentes. Partícipe, en diversos momentos entre los años cuarenta y setenta, de las inquietudes de los escritores autodidactas, los universitarios, los social-realistas y los vanguardistas, como se ve en las conversaciones con César Alonso de los Ríos, a partir de El camino (1950), y así lo ha destacado Marisa Sotelo, Delibes “apuesta por la sencillez, la naturalidad del estilo, tamizado de cordial ironía y la búsqueda de la autenticidad se convierte en su preocupación fundamental”[3]. Entre la creación de Delibes hay que considerar una enriquecedora y a menudo complementaria relación entre las novelas y los relatos incluidos en La partida (1954) o Siestas con viento sur (1957); cuentos como los de La mortaja (1970) son tan representativos como los mejores libros de Delibes, según Sobejano. Existe además, redundando en las claves perceptibles en toda su literatura, una conexión entre los personajes, por ejemplo, de títulos muy distintos: así, Senderines en La mortaja, el Mochuelo en El camino o el Nini en Las ratas; o el difunto de Cinco horas con Mario y Cipriano Salcedo en El hereje.

Pero, si es posible hallar unas claves de estilo, e incluso, como veremos, la presencia de algunos temas vertebradores en su literatura, en Delibes se aprecia, como ya señalara Pilar Celma, un triple compromiso: ético, social y estético. Solo este aserto bastaría por sí solo para encauzar la predilección lectora por Delibes, que una vez afirmó: “Mi vida de escritor no sería como es si no se apoyase en un fondo moral inalterable. Ética y estética se han dado la mano en todos los aspectos de mi vida”. De ahí, a mi parecer, la filiación cervantina del escritor: el cuidado de los personajes y sus voces, la cercanía al débil, la perfecta ambientación y construcción narrativas a través de los propios personajes, la lucha de la individualidad frente al poder, la exigencia de la libertad de conciencia frente al seguidismo social.

Afirmaba el Prof. Gonzalo Sobejano que todas las novelas de Delibes podían titularse como la tercera de ellas, El camino, porque los personajes buscan su propio camino de realización personal, habitualmente en un contexto poco propicio o incluso hostil, y porque el propio autor recorre un camino “desde la soledad a la solidaridad” que supone “una progresiva toma de conciencia de la responsabilidad humana, un proceso de acercamiento al humanismo social a partir de la angustia existencial. Delibes, puede afirmarse, es el novelista español responsable por excelencia”[4]. Abundando en esta idea, retomo de Sobejano lo siguiente: “La vida, el carácter, la obra, la significación de la obra y el sentido de la trayectoria cumplida, todo viene alentado en Miguel Delibes por el ritmo de la compasión, esa virtud estética consistente en compenetrarse éticamente con el objeto de la atención creativa, que no es ideación ni fantasía, sino amor al prójimo”[5]. En diferentes ocasiones Delibes se pronunció sobre el carácter de sus protagonistas, acusando, con cierto pesimismo, su refugio del desvalido (el niño, el campesino, el incomprendido): “Yo he tomado en mi literatura una deliberada postura por el débil. En todos mis libros hay un acoso del individuo por parte de la sociedad, y siempre vence, se impone esta”[6].

El profesor Sobejano acuñó una afortunada expresión para referirse al escritor, el “recogimiento atento”, que era tanto un recogimiento físico como espiritual, afecto a una tradición sin dogmatismos, a un liberalismo socializador, a una necesidad íntima de la literatura. En su narrativa Delibes se compromete con los desvalidos, pero también consigo mismo, como veremos brevemente a continuación, en relación con el desarrollo de personajes y narraciones.

Delibes es un extraordinario constructor de personajes, a los que hace vivos realmente: “Poner en pie unos personajes de carne y hueso e infundirles aliento a lo largo de doscientas páginas es, creo yo, la operación más importante de cuantas el novelista realiza”, comenta en el significativo artículo titulado “Los personajes en la novela”. La compenetración del autor con la conciencia de sus personajes (varios considerados alter ego o trasuntos del autor, por ejemplo en Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso, Madera de héroe o Señora de rojo sobre fondo gris), llegando a hablar desde ellos, en perfecta identificación, o a focalizar la narración desde sus circunstancias y resoluciones. Resuenen aquí las palabras del escritor en  la recepción del Premio Cervantes (1994): “Mis personajes son, en buena parte, mi biografía. Pasé la vida disfrazándome de otros, imaginando, ingenuamente, que este juego de máscaras ampliaba mi existencia, facilitaba nuevos horizontes, hacía aquélla más rica y variada”. Obviamente, esos personajes viven no exactamente ideas, sino una historia: son sujetos narrativos con sus propias circunstancias y sus propias formas lingüísticas. Son, en definitiva, los elementos básicos de toda narración: un hombre, un paisaje y una pasión.

Por si fuera poco su particular geografía literaria, Delibes es verdaderamente un “escritor con territorio”, como le denominó Alonso de los Ríos. La mayoría de sus novelas y cuentos se ambientan en su ciudad natal, Valladolid[7], o en pueblos de Castilla y Extremadura (excepcionales son los escenarios abulense de La sombra del ciprés es alargada, chileno de Diario de un emigrante y utópico de Parábola del náufrago). Escribió además crónicas misceláneas regionales, como Castilla (1960) y Viejas historias de Castilla la Vieja (1964) y Castilla, habla (1986). No podemos olvidar su compromiso periodístico en la época de la censura de prensa (me refiero: en la época en que la censura de prensa estaba claramente establecida por el régimen político) y su labor como director de El Norte de Castilla (1958-1966) en contra la despoblación y la falta de inversiones en el agro castellano, lo que le acarreó no pocos problemas. Cuando en 1964 alguien le preguntó con qué se conformaría, afirmó Delibes: “Con que, cuando se analice mi obra, dentro de equis años, se diga: ´Acertó a pintar Castilla`”. Pero, a partir de lo local, su obra ha trascendido a lo universal, a los valores universales del ser humano: “La universalidad del escritor debe conseguirse a través de un localismo sutilmente visto y estéticamente interpretado”[8].

Los temas de Delibes, trazados en la dehesa extremeña o en las sucias calles del Valladolid contrarreformista, son universales y esta es, sin duda, otra clave de su vigencia. Recordemos únicamente la importancia que en su prosa tiene el tema de la infancia y la inocencia (en El camino o El príncipe destronado, por ejemplo); el tema de la muerte (en La mortaja, Las guerras de nuestros antepasados, El hereje…); o la compasión por los sencillos (en El camino, Mi idolatrado hijo Sisí o Los santos inocentes):  “El hecho de que yo me incline por el hombre humilde y por el hombre víctima revela, imagino, mi espíritu democrático, pero no menos mi espíritu cristiano”[9]. Delibes ha sido un escritor reflexivo con su tiempo y con la angustia del ser humano en una época cambiante en  diversos órdenes.

El tema de los viajes y el conocimiento de otras realidades políticas en su época muestra la capacidad de Delibes para sorprenderse por otras realidades y tratar de conocerlas, como se observa bien en sus ensayos Por esos mundos, Europa: Parada y fonda (1963), USA y yo  (1966), Dos viajes en automóvil: Suecia y Países Bajos (1982) o He dicho (1996). Los textos de La primavera de Praga (1968), uno de sus libros testimoniales más valiosos, responden al final a esa convicción del escritor: “Sigo creyendo en la posibilidad de hacer compatibles la justicia y la libertad y no dudo que, a la larga, el paso dado por Rusia –torpe y brutal— acabará volviéndose contra ella”; y, algo más adelante, “las armas sirven para matar hombres, pero nunca sirvieron para matar ideas”.

Uno de los rasgos característicos del pensamiento de Delibes tiene que ver con una de las revoluciones que se imponen en el mundo, la ecológica. Delibes fue un destacado defensor de la naturaleza y crítico del progreso alienante y destructor. En El sentido del progreso desde mi obra, afirmaba que “el hombre, nos guste o no, tiene sus raíces en la naturaleza y al desarraigarlo con el señuelo de la técnica, lo hemos despojado de su esencia”. Desde el punto de vista del ecologismo, Delibes sitúa un puente crítico entre el mundo rural y el urbano y además rescata el léxico y las costumbres rurales, hasta el punto de que su obra parece, como decía Manuel Alvar, “un tratado de antropología cultural”: “Al hombre, ciertamente, se le arrebata la pureza del aire y del agua, pero también se le amputa el lenguaje, y el paisaje en que transcurre su vida, lleno de referencias personales y de su comunidad, es convertido en un paisaje impersonalizado e insignificante”[10]. Esta defensa de un mundo en desaparición aparece en Las ratas, Viejas historias de Castilla la Vieja, El disputado voto del señor Cayo… Ahí se concita también su interés por el mundo rural y el individualismo de los personajes, ya que “la ciudad uniforma cuanto toca; el hombre enajena en ella sus perfiles característicos”[11]. En este punto encaja la afición naturalista del cazador y pescador Delibes, que escribió expresamente sobre la caza y la pesca en ensayos como La caza de la perdiz roja (1963), El libro de la caza menor (1964), Con la escopeta al hombro (1970), La caza en España (1972), Aventuras, venturas y desventuras de un cazador a rabo (1977), Mis amigas las truchas (1977), Las perdices del domingo (1991) o El último coto (1992).

La bibliografía de Delibes no se cierra con sus novelas, relatos y ensayos de viajes o cinegéticos. Hay títulos misceláneos, como Vivir al día (1967), Un año de mi vida (1971), Mi vida al aire libre (1989) y Pegar la hebra (1990), que revelan su prolijidad desde diversos frentes intelectuales.

Su obra traspasa además lo meramente literario. Una decena de narraciones de Delibes han sido llevadas al cine, lo que redunda en la investigación sobre su obra desde otro lenguaje, el cinematográfico. Aunque Delibes siempre confesó su incapacidad para escribir directamente teatro, cuatro de sus textos han sido llevados al escenario por parte de importantes intérpretes y productores que mantienen sin duda viva parte de su obra: Cinco horas con Mario (estrenado por Lola Herrera en el teatro Marquina de Madrid el 26 de noviembre de 1979), La hoja roja (1987), Las guerras de nuestros antepasados (por José Sacristán y Juan José Otegui en el teatro de Bellas Artes el 7 de septiembre de 1989; y por Manuel Galiana y Teófilo Calle en el teatro Principal de Palencia el 31 de mayo de 2002) y Señora de rojo sobre fondo gris (por José Sacristán). Incluso se pretendió en su día llevar a teatro El hereje, cuya novela, por cierto, tiene un guion de cine firmado por José Luis Cuerda.

Otra clave a mi juicio innegable de la vigencia del escritor es el hecho de que su archivo se encuentre disponible para su consulta en la Fundación Miguel Delibes de Valladolid. Lamentablemente no es fácil en España que el legado de un autor, por desgracia tantas veces sujeto a ambiciones particulares, esté a disposición de los investigadores y lectores y que, desde una entidad con financiación pública y privada, se mantenga viva la memoria del escritor y se alienten ediciones y actividades que redunden en su conocimiento, por el bien de todos como patrimonio cultural insustituible. De esta forma, es posible el descubrimiento de nuevos materiales, versiones e interpretaciones[12]. En 2002 se publicó su correspondencia con Josep Verges y en 2014 la de Gonzalo Sobejano, libros que iluminan parte de nuestra historia intelectual reciente.

La obra de Delibes goza de unas características que van a facilitar su vigencia, es decir, su lectura y estudio a través del tiempo. Para empezar, por haberse hecho eco, desde una raigambre cervantina, de la noble causa de los débiles y de la libertad de conciencia de sus héroes o antihéroes. Su literatura, profundamente castellana, se nutre de unos temas universales (la infancia, el ideal de justicia y libertad, la naturaleza, las contradicciones del progreso, la muerte…) que justifican el interés que ha tenido y tiene en los lectores en castellano (a través de innúmeras ediciones, acrecentadas en este año conmemorativo) y allende nuestras fronteras lingüísticas. Por otro lado, su literatura es tan extensa y variada como cuidada, con una prosa magistral, llena de hallazgos y matices, con personajes creíbles de profunda complejidad. Quien lo lea va a leer a un clásico nuestro de las letras universales.



[1]
                        [1] Así también numerosos testimonios recogidos en el libro Hasta siempre, paisano Delibes, recuerdo de la 43ª Feria del Libro de Valladolid, Valladolid, Ayuntamiento de Valladolid, 2010, con parte de los mensajes de condolencia recibidos los días 12 y 13 de marzo de 2010.

[2]
                        [2] Recuerdo inevitablemente a Camilo José Cela, premio Nobel en 1989, caso verdaderamente significativo de escritor que alcanzó los mayores reconocimientos y luces públicas en vida y que, póstumamente, es, a lo que presumo, un autor más bien poco leído. Como esto que acabo de escribir procede de mi impura subjetividad, sería interesante en un futuro valorar con datos la suerte póstuma de la obra de Cela; por de pronto, en la encuesta de XL El Semanal ocupó un meritorio 12º puesto, con 1,59% de los votos.

[3]
                        [3] SOTELO, Marisa, “Introducción”,  en Miguel Delibes, El camino, Barcelona, Planeta (Austral), 2019, p. 14.

[4]
                        [4] SOBEJANO, Gonzalo, “Estudio introductorio. Cinco horas con Mario: de la novela al drama”, en Miguel Delibes, Cinco horas con Mario (versión  teatral), Madrid, Espasa-Calpe, 1982 (3ª ed.), p. 12.

[5]
                        [5] SOBEJANO, Gonzalo, “Introducción” a Miguel Delibes, La mortaja, Madrid, Cátedra (Letras Hispánicas, 199), 2010 (9ª ed.), p. 36.

[6]
                        [6] En GARCÍA DOMÍNGUEZ, Ramón, Miguel Delibes: un hombre, un paisaje, una pasión, Barcelona, Destino, 1985, p. 70.

[7]
                        [7] De Valladolid. Antología de textos sobre Valladolid y sus gentes, edición a cargo de Ramón García Domínguez, Barcelona, Lunwerg, 2009.

[8]
                        [8] En ALONSO DE LOS RÍOS, César,  Conversaciones con Miguel Delibes, Madrid, Editorial Magisterio Español, 1971, p. 180.

[9]
                        [9] En ALONSO DE LOS RÍOS, César,  op.cit., 1971, p. 103.

[10]
                        [10] DELIBES, Miguel, El sentido del progreso desde mi obra. Discurso leído el día 25 de mayo de 1975 en el acto de su recepción y contestación del Excmo. Sr. Don Julián Marías, Madrid, Real Academia Española, 1975, P. 52.

[11]
                        [11] DELIBES, Miguel, op.cit., 1975, p. 55.

[12]
                        [12] Como ejemplo, el cuento ilustrado incluido en La bruja Leopoldina y otras historias reales (prólogo de Elisa Delibes, Barcelona, Destino, 2018) o la mayor parte de materiales de trabajo utilizados en mi edición de El hereje (Madrid, Cátedra, Letras Hispánicas, 2019).

Escrito en Lecturas Turia por Mario Crespo López

El lugar de un escritor distinto y solitario

12 de abril de 2022 10:35:22 CEST

“Depende, claro está, de lo que se entienda por normalidad. ¿Qué es normal? ¿Lo que más abunda? Pues, entonces, no hay duda, soy raro. Ser raro, sin embargo, no es malo. Puede ser, incluso, un piropo. Quevedo decía que el sol, para hacerse estimar, no habría de salir cada día”, respondió en una ocasión Javier Tomeo Estallo (Quicena, Huesca, 1932-Barcelona, 2013) a propósito de su indiscutible singularidad. Fue un escritor distinto, sin patrón, inclasificable, solitario y, más que marginal, periférico, como lo calificó en varias ocasiones su gran amigo Félix Romeo Pescador (Zaragoza,1968-Madrid, 2011). Fue un escritor que venía del cómic y de la literatura popular, bajo el nombre de Franz Keller, de Kafka, de Valle-Inclán, a quien citaba mucho más que leía o que había leído, pero le fascinaba aquello de “la deformación expresiva y grotesca de la realidad” del esperpento, y Sigmund Freud, al que recurría una y otra vez para explicar la escisión permanente, esa forma de abismo en vida de sus criaturas. Declaró: “Mis personajes son seres reales, forman parte de la realidad. Pero son personajes quintaesenciados; los ofrezco en condiciones de ser digeridos plenamente. Personajes arquetípicos, con una pretensión de universalidad. Seres, por lo general, incomprendidos y solitarios”. Sin duda, pero también anómalos, con distintas patologías, casi siempre víctimas de una obsesión, de una enfermedad real o imaginaria o de las pulsiones atávicas, que era la nuez o la espiral expansiva sobre la que montaba sus novelas.

Esa extrañeza tan peculiar y única, su forma de percibir el mundo, su condición de visionario de la incomunicación, de la soledad y de la angustia, harían de Javier Tomeo un escritor desubicado, fuera de contexto, un tanto apocalíptico, sin pretenderlo, alguien que anda por ahí, fuera del carril, en las regiones de lo incierto, acaso como un sembrador de monstruos. Javier Tomeo, que podía ser muy ingenioso y certero en sus análisis, daba claves de su poética en cualquier instante: “La gente perfecta, feliz y simétrica, carece del interés literario que poseen aquellos individuos que revelan algún tipo de anomalía. Los pueblos felices no tienen historia. Hay que entender esta monstruosidad de mis novelas como una suerte de metáfora (...) Los monstruos son difíciles ejercicios de amor (…) Todos llevamos un monstruo dentro”.

Con todo, Javier Tomeo encontró su sitio y fue editado y reeditado, elogiado por doquier (por Rafael Conte, José-Carlos Mainer, Jesús Ferrer Sola, Nora Catelli, Fernando Valls, entre muchos otros), tuvo un gran éxito en el teatro, a pesar de que solo escribió una pieza netamente teatral, como Los bosques de Nyx (Xordica, 1995). También fue traducido a las principales lenguas del mundo. En los años 80 y 90, sobre todo, vivió momentos de popularidad. Apenas recibió galardones oficiales de España, pero sí recibió el Premio Aragón de 1994 y fue Medalla de Oro de Zaragoza en 2005, ciudad que en 1999 presentó su candidatura oficialmente al Premio Nobel de Literatura.

¿Cómo se forjó la personalidad de Javier Tomeo? ¿Cómo labró su singular trayectoria? De entrada conviene decir que era hijo único y que formó parte de la diáspora aragonesa a Barcelona. Solía decir, con algo de coquetería y de autoleyenda, que había sido fugazmente tercer portero del Huesca y que, algunos años después, mandó al periódico de su ciudad una crónica de un choque entre el Sant Andreu y el Huesca.  Allí, en cierto modo, sugería que había nacido el escritor, aunque en realidad Javier Tomeo haría un poco de todo: trabajó de negro, haría traducciones, “sin saber muy bien inglés”, y daría por aquí y por allá su primeros coletazos literarios con los relatos. “Publiqué en los años 50, en El Noticiero Universal, una colección de relatos que se llamaba Cuentos del Sábado. Eran breves y supongo que se percibiría el influjo de las lecturas de Carson McCullers, una escritora norteamericana, y supongo que aún no habría superado la fase imitativa. Además, me publicaron otros cuentos que he perdido, por los que me pagaban 200 pesetas, que era mucho. Julio Manegat fue esencial porque me dio alas”, explicó en una ocasión.

Sería en 1967, en la editorial Marte, que llevaba Tomás Salvador, donde publicaría su primer libro: El cazador (1967). Narraba la historia de un hombre que se encierra en su habitación con la firme determinación de no volver a salir jamás. Según el propio Tomeo, por entonces no había leído a Franz Kafka; a medida que iban pareciendo sus nuevos libros, como Ceguera al azul (Tábano, 1969) -donde cuenta el relato de un hombre que desea ir a Beluchistán, pero que no acierta a sacar su billete- fue su amigo el citado Julio Manegat quien le recomendó que leyese al autor de La metamorfosis. Tomeo, con su habitual sentido del humor o con su sentido de la irrealidad, lo hizo y le dijo: “Este tío me copia”. Tomeo contaba que ese libro aparecía en una colección de autores no premiados y que era consciente que lo que él hacía no se adaptaba muy bien a lo que se llevaba en España en ese momento: el realismo social, que iba a dar paso a destellos de experimentalismo y poco después a lo que se llamó “la nueva narrativa española”, que empezó con algunos libros claves: La verdad sobre el caso Savolta de Eduardo Mendoza, El río de la luna de José María Guelbenzu y la tetralogía en marcha, Antagonía, de Luis Goytisolo.

En ese momento, como haría siempre, trabajador ya en la fábrica Olivetti, Javier Tomeo iba a su marcha, al amparo de los citados Tomás Salvador y Julio Manegat, Juan Ramón Masoliver y de Ramón de Goicoechea, que fue el primer marido de Ana María Matute y se convertiría en una especie de interlocutor o alter ego en sus artículos, en sus cuentos y en algunos de sus libros. Dijo de él: “Mi amigo, y personaje de mis textos, Ramón o Ramoncito me decía siempre que había gente que sacaba a pasear a sus monstruos a las cuatro o cinco de la mañana. Decía que estaban ocultos durante el día y que salían de madrugada y por poco tiempo. Es probable”.

En 1971, El unicornio ganó el premio de novela ‘Ciudad de Barbastro’, que publicaría el sello Bruguera. Aquel galardón fue importante en su carrera: le hacía mucha ilusión. Significaba volver a casa y era un espaldarazo. Eso sí, Javier Tomeo seguía a la suya, anclado en la obsesión, el disparate y el absurdo. En una representación teatral, sin que medie nada, los espectadores empiezan a morir uno tras otro. Tomeo introduce aquí otra de sus pasiones: los animales imaginarios o soñados (sería un pertinaz y divertido creador de bestiarios), y un nuevo procedimiento narrativo: articula el relato en forma de cuaderno con acotaciones teatrales.

En esa carrera sigilosa, que lo vinculaba más con Joan Perucho y Álvaro Cunqueiro que con nadie, Javier Tomeo seguiría publicando libros: Los enemigos (Planeta, 1974), y su primera gran obra, quizá una de sus mejores novelas: El castillo de la carta cifrada (Anagrama, 1979), título que suponía, además, el salto a la que va a ser la gran editorial de su vida, Anagrama. Su editor Jorge Herralde, que le ha dedicado muchas palabras y elogios, lo define en Un día en la vida de editor y otras informaciones fundamentales (Anagrama, 2019) como “glorioso autor de teatro internacional sin haber escritor jamás una pieza teatral”, y dice que “el gran crítico Rafael Conte y yo rivalizábamos en nuestro entusiasmo por la obra de Tomeo”. El castillo de la carta cifrada es una ficción en la que un noble abandona el mundo y se recluye en una fortaleza; intenta establecer relación con un antiguo enemigo y no puede hacerlo. El clima del surrealismo y del absurdo está presente de nuevo, sazonado por fogonazos líricos, y el autor afinaba aquí más la sinrazón y el extrañamiento que nunca. El desabrido desconcierto existencial.

Al año siguiente aparecía Diálogo en re mayor (Anagrama, 1980), otro texto en que el Javier Tomeo indaga en el tema capital de su obra: la incomunicación. La novela plantea una situación claramente tomeana y paradójica: dos hombres, Juan y Dagoberto, uno virtuoso del trombón de varas y el otro apasionado del violín, intentan conversar y entenderse en un vagón de tren durante cinco horas. Constatan que son los únicos viajeros, y ahí Tomeo sigue desarrollando su querencia por la claustrofobia, los espacios cerrados, angostos, casi como si fueran espacios escénicos. En este clima opresivo se debaten muchos asuntos: la memoria de los personajes, la singularidad de los instrumentos, la necesidad y la imposibilidad de la relación. Como se percibe, Javier Tomeo no daba puntada sin hilo. Era un autor nítidamente contemporáneo que le daba vueltas a un asunto eterno pero capital en nuestros días: el enigma de la identidad. ¿Quiénes somos, cuál es nuestro lugar en el mundo, cómo es el mundo, qué fuerzas telúricas y sociales lo descomponen y nos descomponen? Desde el punto de vista del estilo, se alternan los diálogos, llenos de sorpresas y excursiones narrativas y evocadoras, con sus descripciones minimalistas, despojadas de retórica. El escritor oscense, que sería bautizado como “el Kafka de Huesca”, no tardaría en reconocer otros influjos, a los ya conocidos, como Luis Buñuel, que para él era Dios, Baltasar Gracián y el Goya de las pinturas negras. Algunos años después, en una entrevista, y dio cientos, diría: “Me sacan los colores los que me comparan con ese gran genio que es Kafka, pero bueno... No está nada mal. Prefiero que digan que me parezco a Kafka que a Rafael Pérez y Pérez, por ejemplo. Bromas aparte, con Kafka coincido a través de Freud y del subconsciente. Yo soy el escritor del ello, en mis personajes lo que prevalece es el ello –atávico, irracional, agresivo- frente al yo –civilizado, contemporizador–. Y Gregorio Samsa es la gran metáfora del ello”.

Cinco años después, publica el libro que le va a dar fama y a reclamar atención para su poética: Amado monstruo (Anagrama, 1985), que fue finalista del Premio Herralde; le ganó un futuro Cervantes, el mexicano Sergio Pitol. El joven aspirante a un puesto de vigilante, entabla un diálogo con un director de un banco, y ahí, en una novela teatralizada, con unidad de tiempo y lugar, como dijo el crítico y editor Luis Suñén, se barajan muchas cosas: la lucha de clases, la relación entre el amor y el esclavo, la dependencia del joven de su madre; en realidad, los dos personajes sufren idéntica sumisión. Javier Tomeo, entre otras particularidades, anota una anomalía: el protagonista, cautivo cuando menos psicológicamente, tiene seis dedos en una mano.

Por otra parte, Javier Tomeo demostraba que venía para quedarse. A partir de entonces, su presencia será constante. Más que constante, pertinaz, porque él era un escritor metódico que escribía a diario, de noche y de día, y con siempre con luz artificial. Y casi puede decirse que entregaría, casi hasta su muerte, uno o dos o hasta tres libros por año. Fue eso también lo que llevó a diversificar su presencia en otros sellos: Planeta, muy especialmente, Destino, Alpha Decay, Mondadori, Xordica, Huerga & Fierro, Páginas de Espuma y Prames, entre otros.

Su nombre desde Amado monstruo ya no pasaba inadvertido; al contrario, aunque era mayor que casi todos ellos, se asoció a la Nueva Narrativa Española que integraron, entre otros, Álvaro Pombo, veterano como él, José María Merino (con quien tendrá algunas afinidades: la pasión por el microrrelato y el interés por la literatura fantástica), Luis Mateo Díez, Javier Marías, Antonio Muñoz Molina, Julio Llamazares, Rosa Montero, Cristina Fernández Cubas, Jesús Ferrero, Javier García Sánchez, Enrique Vila-Matas, Justo Navarro, Miguel Sánchez-Ostiz, Féliz de Azúa, Vicente Molina Foix, etc., y entre ellos también figuran sus paisanos Soledad Puértolas, Ignacio Martínez de Pisón, José María Conget y, en cierto modo, Ana María Navales, que publicaría sus mejores libros en los años 80 y 90 también. Javier Tomeo figuraría con El castillo de la carta cifrada y Amado, en un único volumen, en una colección de 1989 del Círculo de Lectores, que tenía algo de inventario de ese grupo, al que no puede llamarse generación. La Nueva Narrativa Española renovaba la escritura, había asimilado muy bien la novela negra y el cine, era muy cosmopolita y reivindicaba el jazz, el peso de nuestra historia literaria, la creación de personajes y el viaje, y tenía en Vladimir Nabokov a una de sus figuras de referencia.

Javier Tomeo se convertirá en un autor de culto. Citado, respetado, elogiado, y sobre todo llevado a la escena. Serían Jacques Nichet, Jean Jacques Préau, Paco Ortega y José María Pou, por citar algunos nombres, quienes trasladarían a las tablas muchas de sus novelas: Amado monstruo se llevó la palma, y conoció adaptaciones en varias lenguas, y estrenó en los tres grandes teatros de París. En 1987 publicó El cazador de leones (Anagrama), otro de esos libros que gustaron mucho en el teatro: un hombre solitario quiere hablar por teléfono con una mujer, a la que le va cambiando de nombre. El oscense ensaya de nuevo algo que forma parte de su estilo: el monólogo, una suerte de perorata que refleja sus cambios de humor, sus veleidades y la inclinación a cambiarle el nombre a la mujer imaginaria que está al otro lado de la línea. Rafael Conte, como glosaba más arriba Jorge Herralde, fue a París con motivo de sus éxitos teatrales y fue en ese viaje cuando percibió que el escritor aragonés se inspiraba para una nueva novela. Escribió en ‘El País’ en enero de 1989: “En la pasada primavera, un día de sol, sentado en un café y frente al amasijo genial de chatarra del Centro Pompidou de París, Tomeo miraba las palomas que se paseaban picoteando entre las piernas de los clientes. Luego lo contará en un periódico. Y ocho meses después vemos el resultado, una nueva novela, discreta, misteriosa, que oscila entre el humor y el terror, La ciudad de las palomas, que estos días aparece en las librerías. Tomeo era apreciado, caía bien, pero nadie parecía confiar demasiado en él, como si fuera un diamante en bruto; pero ya parece estar bastante pulido y empieza a brillar con su extraña y propia luz”. La cita es un poco larga pero muy valiosa. Jorge Herralde añade un detalle gracioso que quizá no sea nada exagerado, “Tomeo debía estar persiguiendo a una chica o algo similar”, extremo literario o pícaro que también recordaría el escritor y crítico Marcos Ordóñez en su necrológica.

La ciudad de las palomas era un paso más en su mirada desoladora sobre la urbe, los avances tecnológicos, la televisión y, de fondo, la imposible convivencia. De nuevo irrumpía su desazón y su advertencia al futuro: “No hay nada más frustrante que un teléfono que no suena, y a la vez la telefonía móvil se vuelve alienante. La televisión es la versión eléctrica y actual del demonio”, dijo con motivo del libro. Más adelante, añadiría un matiz: “No soy en absoluto partidario de la televisión, pero solo se puede escribir desde la mala leche, y la televisión es, en este país, el instrumento ideal para cargarse de mala leche”.

Javier Tomeo ya estaba lanzado en las letras españolas. Conquistaba su sitio título a título, de argumento leve. La anécdota era como el hueso puro, y a partir de ahí crecía todo desde la obsesión, la presencia del sexo, la melancolía, la locura, el virtuosismo de la dialéctica, la repetición y la profunda desconfianza en el ser humano. Si La ciudad de las palomas fue una gran metáfora de la incomunicación y el recelo ante las nuevas tecnologías, en otros libros como El mayordomo miope, Problemas oculares, El discutido testamento de Gastón de Puyparlier y Zoopatías o zoofilias, nos asomamos al mundo de las deficiencias, las taras, las amputaciones, las perplejidades: no es que criticase algo de eso exactamente sino que a través de la deformación y la caricatura habla de la imperfección del alma, de la maldad, del descrédito de existir, del sentido de la vida y de las cicatrices insondables. Lo cotidiano se volvía absurdo, patético e inverosímil, como el detritus informe de una pesadilla. Lo cual no quiere decir que en sus libros no haya instantes de ternura y de poesía: todo lo contrario. Su obra, con humor negro, con ironía y sarcasmo, con huidas hacia lo fantástico y el terror incluso, es como el llanto que no cesa del hombre, del monstruo perdido en la madrugada, y es la exposición con variaciones de un escritor, más intuitivo que moralista, que analiza la condición humana. “Me sirvo de la ficción para señalar dónde nos aprieta más el zapato de nuestras imperfecciones”, dijo una vez.

Javier Tomeo ha tenido tantas lecturas que se le ha emparentado con otros autores, además de los acarreados hasta aquí: Eugene Ionesco, Samuel Beckett, Dino Buzatti, Gómez de la Serna, Miguel Mihura, hasta se han visto en él ecos de Edgar Allan Poe en algunos de sus cuentos. Junto a ellos, es muy difícil aludir a autores contemporáneos: rara vez se le oía citar a un compañero de generación, con el que podía viajar a cualquier sitio, a congresos, a un viaje por Alemania. Lo cual no quiere decir que fuera desagradable o dado al desaire. Suscitaba simpatía, pero iba a su bola, con esa intuición centelleante y sin filtro que en él era una forma de inteligencia o su detector de visiones. En cambio, él sí era citado, leído y reconocido, e incluso parecía intranquilizar un poco su éxito. O despertar interrogantes. El propio Juan Benet, referencia de muchos escritores y no pocos críticos, se acercó a sus libros, y dijo que con ellos le pasaba como con las croquetas, que todos le sabían igual. La reacción de Tomeo fue variada: al principio, le enojó; después, le restó importancia con más indiferencia que rencor, y finalmente, la aceptó, con somardería, y más de una vez dijo: “Benet tiene razón”. El propio Tomeo reflexionó en varias ocasiones sobre el hecho de que sus novelas fuesen una y otra vez adaptadas al teatro: “Mis novelas son situaciones dramáticas con un principio, un desarrollo y un desenlace. Pocos personajes, economía de palabras, situaciones en tiempo real… todo esto a los que hacen teatro les motiva y estimula. Algunos han dicho que mis novelas tienen una visión anticipada de lo que puede ocurrir en el escenario, y eso hace que sea relativamente fácil adaptarlas al teatro”.

Su producción, con algunos descensos, nunca dejó de crecer. Ahí están libros tan importantes como La agonía de Proserpina (Planeta, 1993), donde irrumpe la mujer con energía y carisma por primera vez en un libro sobre la relación de pareja; El crimen del cine Oriente (Plaza & Janés, 1995), donde intenta hacer una novela clásica con argumento, basada en hechos reales, con atmósfera de realismo social; La máquina voladora (Anagrama, 1996), sobre un hombre que desea volar y de cómo interfiere la brujería; El canto de las tortugas (Planeta, 1998), la vuelta a un caserón familiar en pleno campo de un joven con un complicado historial clínico, y Napoleón VII(Anagrama, 1999), el relato de un esquizofrénico que se siente Napoleón y convoca a diversos personajes en un contexto palaciego y departe con ellos, en uno de esos libros donde la imaginación se dispara y se proyecta sin límites hacia el infinito.

Tomeo aportó muchas cosas a la narrativa española: hizo una apuesta constante por los animales, por los bestiarios, con ecos de Aristóteles y Claudio Eliano, pero también de Ambroise Paré, Buffon y Borges, Perucho y Kafka, y creó sus propios híbridos (su favorito fue el gallitigre, título de una novela), firmó varios libros de ese asunto y publicó un Bestiario en 2007 en el sello Prames, ilustrado por Natalio Bayo; desarrolló su propio lenguaje del género breve, en Historias mínimas, sobre todo, y se sintió muy cómodo en el microcuento, como se vio en su libro póstumo El fin de los dinosaurios (Páginas de Espuma, 2013), y también en muchos textos de sus Cuentos completos (Páginas de Espuma, 2012), edición que hizo Daniel Gascón.

¿Qué vínculo tiene su literatura con El jinete polaco o Sefarad de Antonio Muñoz Molina, con las ficciones de Javier Marías y Pérez Reverte, con Juegos de la edad tardía de Luis Landero, ¿Qué me quieres, amor?, de Manuel Rivas con La señora Berg de Soledad Puértolas o con El día de mañana de Ignacio Martínez de Pisón. En apariencia, no demasiado. Quizá esté más próximo a algunos libros de Juan José Millás, de Enrique Vila-Matas, o Francisco Ferrer Lerín, con quien comparte la afición a lo breve, a los juegos apócrifos, a los animales y a la visión de la realidad como un espejismo de fastidios, de sombras y de deseos invencibles.

Ocupó su sitio, estuvo en boca de muchos, fue atendido y requerido por los medios de comunicación. Como José Antonio Labordeta, con quien coincidió muchas veces en Casa Emilio, festivales de cine o reuniones de colegas, conectó con generaciones jóvenes: fue un entrañable amigo de los escritores Félix Romeo, Cristina Grande, Lus Alegre e Ismael Grasa, que de alguna manera fueron sus protectores en Aragón, y también conectó con Daniel Gascón, tuvo una relación entrañable con jóvenes editores como Enric Cucurella, de Alpha Decay, Juan Casamayor, de Páginas de Espuma, y Chusé Raúl Usón, de Xordica, y suscitó la admiración de cineastas como David Trueba o Pedro, que llevó al cine El crimen del cine Oriente, y de actores como Javier Gurruchaga, Gabino Diego, Jorge Sanz o José María Pou. No nos cabrían en estas páginas el eco que generó, sus actividades, sus colaboraciones en prensa, en Heraldo de Aragón, El mundo o ABC. Fue objeto, entre otras, de una tesis de Ramon Acín Fanlo, uno de los primeros que fijó su atención en sus obras y autor de Aproximación a la narrativa de Javier Tomeo (Instituto de Estudios Altoaragoneses, 2001); José Luis Calvo Carilla coordinó el volumen colectivo La obra narrativa de Javier Tomeo (Institución Fernando el Católico, 2015). No recibió reconocimiento alguno, pero ha dejado su poso: su originalidad, su extravagancia, su lucidez, su percepción caricaturesca del mundo, su conocimiento del alma humana y sus paradojas, y ha puesto su prosa depurada al servicio de la ficción y de sus fábulas morales.

La literatura española de los últimos años no sería fácil de entender sin las aportaciones del hombre que descansa a los pies casi del castillo de Montearagón. Es probable que él, desde allí, ponga en práctica los secretos del oficio: “Escribir es abrir una ventana y ver el paisaje y contárselo a los que no están asomados contigo”.

 

Escrito en Lecturas Turia por Antón Castro

Llámame mamá

20 de enero de 2022 13:35:11 CET

1

Seguían flotando a su lado. Desfilando de un lado a otro sin comprender lo que era el silencio. Sin callarse en su deambular por el pasillo, como si formaran parte de un pequeño motín. Coreando en alto lo que hacían o lo que planeaban hacer. Dos de ellas repetían la palabra Muir, apellido de origen escocés, deleitándose en la dicción. Muir como moaré o Muir como morir. Muir, Miur, Muri. Y ella, sentada, las miraba y las escuchaba. Consciente de que no se acomodarían juntas ese día, sus amigas y ella, ante su secreter de cuatro cajones para anotar las lecciones de la mañana tras el desayuno, antes del paseo con los perros.

No podía decir que sus compañeras fueran bien vestidas ni bien peinadas. Ni siquiera que guardaran correctamente las filas. Se habían lavado, pero no se habían preocupado de hacerse una buena lazada del vestido a la espalda ni de subirse las polainas con cuidado, atendiendo a la disposición de la costura, procurando que no se torciera pierna arriba. Tampoco parecían haber dormido mucho. Arrastraban los zuecos y protestaban a su paso, mostrando su agotamiento. O su aburrimiento. La injusticia que se estaba cometiendo con ellas al hacerles cargar los sobres en los que otras residentes habían ido embutiendo las facturas. Al hacerles bajar de las estanterías superiores las cajas de libros, las clasificadoras y los expedientes de la A a la Z (Abad-Zúñiga). Al hacerles agrupar en el suelo de madera las carpetas en las que se habían amontonado sus calificaciones y las noticias más importantes sobre el internado, con fotografías en blanco y negro y fotografías en color. Se dejaban guiar por las órdenes de la directora y la jefa de estudios, que también circulaban ante ella, la privilegiada, la eximida, en su posición cómoda de niña observadora. Mirando cómo las dos gobernantas dirigían los trabajos de rescate y recuperación de documentos. Oyendo cómo insistían en su vamos hija date prisa que es para hoy mientras apartaban a otra alumna. Y ella, sin moverse de un taburete, con los ojos fijos en los dibujos de su libro, sonriendo sin parecer ansiosa ni malévola. Con una sonrisa apocada pero inteligente, intentando pasar desapercibida. Porque era allí donde le habían dicho que estuviera y era allí donde debía estar. De manera absurda porque estorbaba a las demás. Conjurando (o deseando conjurar) con esa sonrisa estéril que surgía sin motivo el odio que le profesaban las internas. Porque era ahí donde le habían dicho que estuviera. Y era ahí donde estaba. Acatando las órdenes como acataban las órdenes las otras, que se movían, aunque ella no. Que se quejaban, aunque ella no.

Como era inteligente, sonreía para pedir disculpas. Con la sonrisa de los que descansaban en su huida a Egipto y la sonrisa del arcángel Baraquiel esparciendo flores. La de los que acompañaban a santa Rosalía de Palermo. Los que confortaban a san Francisco. O la de los seguidores de Abraham. Para aclarar que no tenía la culpa de estar ahí sentada. Que no lo había pedido. Porque si ella hubiera podido pedir algo, habría elegido una taza de chocolate o un batido de chocolate o unas pastas de chocolate. Nunca estar ahí atornillada, leyendo mientras las demás sudaban y maldecían. Sudaban y se manchaban la frente y las mejillas con los dedos llenos de un polvo que se les quedaba pegado a la cara cuando intentaban secarse el sudor de la cara con los dedos. Llenos de polvo.

 

2

—Sabes por qué estás ahí, ¿verdad? —le preguntó una de las mayores al pasar cerquísima de ella, en el camino que avanzaba por la derecha y se dirigía hacia el jardín desde el almacén.

No. No lo sabía. Sólo obedecía.

—Te van a encerrar —dijo la misma chica al deslizarse de nuevo a su lado veinte minutos más tarde. Con la misma voz. La misma firmeza. Educada y suave—. Ese va a ser tu castigo.

Ella alzó la cabeza, dejó de mirar los dibujos de su libro y sonrió más. Sonrió como si su boca respondiera a una necesidad física. La Asunción de la Virgen. La castidad. La alegoría del invierno. Iba a tener que contar hasta siete. Siete días de la semana. Siete pecados capitales. Siete sacramentos. Siete notas musicales. El siete era un número bueno, y ella era buena. Así que iba a contar hasta siete para asegurarse de que no la dejarían encerrada. Que se iría cuando se fueran sus compañeras. No había motivos para pensar lo contrario.

—¡El libro! ¿Te he dicho yo que dejes de mirar el libro?

Una de las gobernantas, la jefa de estudios, se inclinaba y escupía sobre el sacrificio de Isaac, lo que podía juzgarse como blasfemia por acción, pero ella volvió a sonreír y a hundir la cabeza en la página abierta.

—Retírate esas greñas de la cara.

(Ayuda, ayuda, ayuda) Pidió. Dejando el libro abierto sobre las piernas y recogiéndose con las dos manos el pelo que le llegaba hasta el suelo ahora que debía quedarse clavada en un taburete.

—Pareces una pordiosera. Estudia lo que viene ahí. Apréndelo y retenlo. A ver si así dejas de tener esa pinta de chiflada.

¿Estarían hablándole a ella? ¿No se estarían equivocando de alumna? Era una cosa tan rara esa altanería repentina. Ese desprecio. ¿Dónde, en qué parte de la fila se encontraban sus amigas? Porque tenía amigas. Alguien debía de quererla aún en el espacio en el que había vivido siempre.

—Habrá que sacrificar una cabra.

—¿Qué?

—Sólo así te cubriremos.

Quien le hablaba de esa manera se había comportado con ella como una madre desde su nacimiento. Había sido su niñera. Su hada. Había jugado con sus piezas de construcción, había unido los puntos de sus dibujos de párvula, le había curado las costras, había secado su frente febril, le había explicado a qué se debían las primeras sangres. Y ahora le decía a la menor oportunidad que no debía haberlo hecho. A la menor oportunidad.

—No haberlo hecho.

No haber hecho ¿qué?

Se le estaba marcando el borde del taburete en la parte inferior de los muslos. La textura de la madera, las astillas sueltas.

La directora se mostraba comprensiva, lo intentaba al menos, mostrarse comprensiva, pero no atendía a las preguntas de su pupila porque su pupila, con los puños cerrados y los ojos impresionables, con su rostro de niña atenta que podía tener comportamientos de bestia, esa pupila se hallaba en aquel momento a años luz de ella, la directora.

—Ya se va tu amiga.

—¿Se va también Lucrecia?

—Claro que se va Lucrecia. Se van casi todas. Sólo se queden las que son como tú.

A ella le brillaban los ojos, convencida de haber perdido el color rosa del rostro.

 

3

¿Qué había hecho? ¿Qué habían descubierto? ¿Lo que hacía en la bañera? ¿Los objetos que se metía en la boca? ¿Que tiraba la carne a la basura o se la echaba a los perros? No sabía en qué iba derivar aquel frufrú de faldas, aquel transitar de expedientes y ahora también de maletas y mantas. ¿Sería para bien lo que estaba sucediendo? ¿Vendría escrito su prometedor futuro en un cuaderno con páginas de pergamino? Su porvenir. Su meta. ¿Estaba destinada a grandes hazañas, hermosísimas aventuras? La profesora de Ciencias Naturales les había dicho un lunes por la mañana (empezaba el mes de octubre) que no eran más que partículas abandonadas en un universo eterno y hostil. Y si ella era sólo un puntito que hablaba y hacía exámenes y compartía con otros puntitos sus pensamientos, sus dudas y proyectos, sus penas y aspiraciones, ¿podía considerarse la elegida y predecir que su existencia se vería exenta de tristezas? ¿Volvería a hablar de Novalis y el Romanticismo? ¿Volvería a mirar hacia arriba, al cielo, y a dejarse llevar por la búsqueda y la introspección sin sentirse una criminal, una alumna marcada? Señalada por los demás.

¿Cómo saberlo?

Lo mismo se estaba volviendo loca.

Debía consultarlo.

Preguntar en qué situación iba a quedar ahora. Averiguar el nombre del pintor que plasmaría en un lienzo su retrato, sus ropas de invierno (bufandas, guantes, calcetines mullidos) y sus pies descalzos en verano. ¿Quién querría tenderse a su lado si sus amigas se iban y si las niñas que tenían padres se iban y si las que podían terminar los estudios en otra parte se iban, y sólo se quedaban allí las crías pobres y sin familiares cercanos que quisieran acogerlas en su casa, al menos una temporada? En sus salas de té. En sus salones. Sus dormitorios. Sus cocinas perfumadas con especias y hierbas aromáticas.

 

4

Uno de los perros perdía mucho pelo. En la cocina. En el porche. En el pasadizo al que daban las habitaciones. O tal vez se tratara de varios perros a la vez. Había mechones de color blanco y de color naranja por todos los rincones del internado. Sobre las alfombras. Pegados a las patas de los muebles, las mesas y las sillas. La jefa de estudios se agachaba, hacía pinza con los dedos, recogía las pelusas, las examinaba y luego las tiraba por una ventana. O las dejaba caer al otro lado de una puerta abierta. Siempre se había creído (ella siempre lo había creído) que los perros perdían el pelo con la llegada del verano, pero resultaba que también lo hacían en otoño.

—Como los humanos. ¿A ti no se te cae el pelo en otoño?

Acariciar a los perros. Contemplar la variada actividad de los perros. Mirarlos cuando dormían y soñaban que corrían. Oír cómo bebían. Partirles un trozo de pan y dárselo antes de que dejasen de dar vueltas y se lanzasen contra la mano de la discípula que hubiera partido su pedazo de pan o contra uno de los brazos de esa misma discípula o contra sus piernas. Examinarles los dientes, las uñas. Amar a los perros. Querer a los perros como no se quería a ninguna persona cercana o lejana.

—Es muy importante el entorno en que crecemos. Para el desarrollo de las habilidades artísticas, expresivas, espaciales…

Solía decir la directora.

Aunque ahora sólo repetía:

—Y que haya tenido que pasarnos esto al comienzo del curso…

Ella seguía escuchando las voces de las demás en su ajetreo por el pasillo, y notó que se le cerraban los ojos. Para mantenerse despierta se olvidó del libro que tenía sobre las rodillas y se fijó en los cristales de la pared opuesta, que dejaban adivinar las nubes del exterior. Recordó que los griegos creían en la existencia de caminos que llevaban al inframundo. Y se adjudicó la tarea de traducir ese pensamiento al alemán porque el alemán era la lengua perfecta para iniciar su próxima disertación en clase de Filosofía. Mucho mejor que en la de Geografía. Las otras se iban, pero ella se quedaba. Y aquella estampida de colegialas, aquella evaporación de condiscípulas, su traslado, su éxodo, podía ser una buena ocasión para pasar de curso sin tener que estudiar mucho más. Si se iban las alumnas más listas, las que disponían de plumieres llenos de pinturas de colores comunes (azul y marrón), colores raros (malva, terracota) y lápices con diferentes tipos de mina, si se quedaba ella con las más jóvenes y las menos favorecidas, tal vez la pusieran pronto en uno de los pupitres de la primera fila y en un curso más avanzado. Aunque sólo fuera con el propósito de que las profesoras no se largaran también. Para que no desistieran de su empeño. Para que siguieran pensando que su labor tenía un sentido. Que aún podían reconducirla y hacer de ella un ser honesto capaz de reconocer lo bueno y distinguirlo de lo vil. Ya que su naturaleza no le proporcionaba por sí misma las pautas correctas, le harían memorizar los comportamientos más adecuados y lograrían que interiorizara que el obrar individual debía ajustarse a unos patrones conformes a la moral.

De ello se encargarían las cuidadoras que habían vivido siempre a su lado. Las que estaban al tanto de sus debilidades. De los cambios en sus facciones cuando empezaba a quedarse dormida. Sus ansias y contradicciones. Las que sabían descifrar el sonido de sus tripas hambrientas minutos antes del almuerzo. Las que controlaban los extravíos de sus brillantes ojos.

 

5

Saldría a la pizarra y pondría cruces junto a los nombres de las niñas que se portaran mal.

Muir. Muir. Muir.

Presentaría un escrito bien documentado sobre los cefalópodos. De diez folios. Un ensayo sobre los nombres de las articulaciones humanas. Una relación íntegra de los seres que expulsan llamas.

Muir. Muir. Muir.

Ella había conocido a una señora Muir, pero las demás no lo sabían. No debían saberlo. Sus transacciones tenían que mantenerse en secreto porque sólo en secreto podía venderle una niña a la señora Muir, que quería una hija y que se llevó a la enferma recién llegada con la que aún no se había encariñado nadie y que necesitaba tres gotas de medicina tres veces al día en sus cucharadas de leche con miel. La niña que jadeaba en vez de respirar y arañaba cuando pretendía hacer una caricia. Que necesitaba que le pusieran crema por todo el cuerpo, piernas, pies, y berreaba cuando le inyectaban el líquido ambarino que ella había olido y visto desde sus múltiples y variados escondites de debajo de una silla, de debajo de una mesa, de detrás de un sillón tapizado de rojo y dorado, de detrás de las cortinas que caían hasta el suelo en el aula de las tutoras o inmovilizada en el interior de la blanca estantería que ascendía hasta el techo de la biblioteca. La niñita que a veces lloraba mucho y que a veces no lloraba nada, circunstancias ambas que preocupaban por igual a quienes debían encargarse de ella. Esa criatura con un organismo incapaz de retener la salud.

La señora Muir quería una hija.

Y ella le vendió una hija a la señora Muir. Así fue.

Sólo que la señora Muir no sabía que la niña había nacido hinchada. Cerúlea y decaída. La señora Muir no quería una hija marchita ni quería que su hija marchita terminara muriendo.

¿Se la habría comprado de haber sabido que estaba enferma?

—La señora quiere otro bebé. Y dice que no va a pagar más. Ni un céntimo más. Exige uno sano. Pero aquí no vendemos bebés. ¿Verdad que no? ¿Vendemos bebés, querida? Responde, mi reina. ¿Nosotras, en este internado, vendemos bebés? ¿Lo hacemos?

Ella sí. Lo había hecho.

Y ahora la señora Muir estaba furiosa.

Se había presentado en la puerta de la residencia a los tres días, quizá a los cuatro, reclamando justicia después de haber hecho circular cada pormenor (fechas, costes) de un extremo a otro de la población. Por los rincones en los que se instalaban sus convecinos a beber y comer pipas, a veces sobre un suelo de serrín, a veces sobre la capa restante del químico color coral con el que mataban a las hormigas en los meses de junio, julio y agosto. Por los compartimentos del tren y las vías de la estación, de pasajero en pasajero. Había ido difundiendo su desdicha por los andenes. Había aullado en sueños. Acurrucada en su nido, junto a la cuna del bebé que ya no estaba, pataleando. Chillando que le habían entregado a una niña en mal estado. Una niña que llegó a este mundo descompuesta. Y como aquello era un crimen, tenía derecho a una compensación. A reclamar lo que era suyo.

—Ya me parecía a mí demasiado barata —repetía.

Ella, la alumna que seguía en el taburete y en cuya cabeza se había gestado el plan (estrategia y desempeño), consideraba poco digno y poco propio de un ser aristocrático ir vociferando y mendigando como lo hacía la señora Muir. Tampoco le parecía nada digno haber tenido que mentir en el despacho de la directora después de escuchar la historia de la niña desaparecida y después de que le preguntasen si sabía dónde estaba. ¿Tú sabes algo? Haz memoria, piénsalo con calma, no hay prisa. ¿Qué has hecho? ¿Vas a decirnos qué es lo que has hecho? Tuvo que negar con la cabeza y pronunciar un conciso no, mientras se reafirmaba en su razonamiento avanzado que venía a concluir en que resultaba lícito entregarle un bebé a quien lo requiriera ya que había muchos bebés en el mundo. ¿Cómo iba a sospechar que la señora Muir la acusaría directamente a ella? ¿Cómo imaginar que iba a sentirse tan ofendida? Tan humillada.

Y ahora, mientras asistía al desalojo y a una exclusión próxima a la excomunión, reflexionaba acerca de la necesidad última de semejante comportamiento. La proporcionalidad. Se cuestionaba si la violencia y los excesos de tanta queja iban a influir en unas consecuencias más o menos favorables. Una mayor compensación final. Una reparación más ventajosa. El desagravio.

Qué más daba. Esa sería la cuestión exacta.

Qué más iba a dar.

 

6

¿La dejarían morir de hambre? ¿Era ese el motivo por el que le habían ordenado que se sentara en un taburete y no se moviera mientras las demás sí lo hacían?

Hasta ellas llegaba el olor del humo de la hoguera que preparaba el jardinero para calentarse el almuerzo, y que anticipaba el calor de las chimeneas, la inminencia del invierno. ¿Debía temer por su vida, la suya, su propia vida? ¿Iban a dejarla morir igual que había muerto la recién llegada? ¿Apreciarían en semejante desenlace algún tipo de justicia divina?

 

7

La que había sido su nodriza durante años le daba un golpe en la cabeza y luego un golpe en el cuello después de haberle revuelto el pelo larguísimo con las dos manos y después de habérselo enredado. La amenazaba con quitarle sus insectos (mariquitas, escarabajos) y sus animales pequeños (ninfas, cobayas). Sus libros y libretas. Y ella seguía preguntándose por la importancia real de todo aquello. ¿Qué más daba? Con la cantidad de niñas que había allí dentro, con la cantidad de puntitos o partículas de niña que circulaban por el universo eterno y hostil, ¿qué diferencia había entre una u otra? ¿A quién podía afectarle que se llevaran dos bebés o que se llevaran cinco? Uno u otro. ¿Por qué no se la llevaban a ella? Directamente a ella. ¿Querría la señora Muir arrancarla del internado, sacarla por una ventana, por una tubería, por el sótano, y acunarla? Darle sus vasos de zumo al amanecer y al anochecer, sus papillas de fruta, sus purés y sus patatas fritas. ¿Querría la señora Muir ponerle sus vestidos de color aguamarina a juego con los zapatos y las horquillas del pelo? Ay, señora Muir, lléveme a mí. Ay, señora Muir, entiérreme también a mí en una caja blanca de niña virgen.

Las demás no sabían de sus abstracciones ni de sus ruegos. La mayoría ni siquiera estaba al tanto de lo que había ocurrido con la cría enferma a las puertas del edificio. Sólo espiaban de reojo a una discípula que se hacía nudos en el pelo y sostenía un libro de arte sacro sobre las rodillas, azotada por la directora en su merodear pasillo arriba, pasillo abajo, mientras ayudaba a arrastrar las maletas y los expedientes de las que se iban. Aquella alumna iba a ser su desgracia, con todo lo que habían hecho por ella, decía la jefa de estudios. Y la escupía. Aquella muchacha había metido al diablo en su comunidad académica. Aquella criatura que meditaba acerca de que lo bello podía coincidir con lo bueno, pero no tanto con lo útil y lo provechoso, y acerca de que todo lo que le quedaba por hacer esa mañana y esa tarde era seguir hundiendo la cabeza en unas páginas que aún no entendían el concepto de cultura moderna, emitiendo un incoherente sonido entrecortado y neutro. Algo parecido a mah-mah.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Pilar Adón

Algunas notas sobre la poesía de Ángel Guinda

11 de octubre de 2021 13:35:10 CEST

 «El poeta no pide, sino que entrega; el poeta es todo concesión», son palabras de María Zambrano (Filosofía y poesía, 46) que podrían servir para cifrar la trayectoria de Ángel Guinda (Zaragoza, 1948), alguien que ha demostrado siempre una acusada conciencia lingüística, un compromiso radical con la vitalidad de las palabras. Así, eso que comúnmente se entiende por «ser poeta» podría en este caso equipararse con vivir una especie de fatum, experimentar un tipo de relación incondicional, permanente y riesgosa con el lenguaje en la que algunos se han dejado eso que, precisamente, demanda la poesía como una exigencia sin límites: la vida. Escribir Ángel Guinda es escribir poesía hasta el punto, en este caso, de que su vida aparece profundamente vinculada con su escritura. No se entiende la una sin la otra, y este conflicto, esta elección, emerge con frecuencia en sus textos y en sus actos. Por ejemplo: «Escribir como se vive» (Breviario, 21).

Autor de una dilatada obra poética, entre la que se cuentan títulos como Vida ávida (1980), El almendro amargo (1989), Después de todo (1994), La llegada del mal tiempo (1998), Biografía de la muerte (2001), Claro interior (2007), Poemas para los demás (2009), Espectral (2011), Caja de lava (2012), (Rigor vitae) (2013) y Catedral de la Noche (2015), Guinda ha desarrollado en paralelo un trabajo de traducción (Cecco Angiolieri, Antonio Sagredo —con Inmaculada Muro—, Teixeira de Pascoaes, Àlex Susanna, Florbela Espanca, José Manuel Capêlo, Ana Cristina Cesar, Augusto dos Anjos) y una actividad de aliento reflexivo materializada en volúmenes de aforismos —Huellas (1998), Libro de huellas (2014)— y manifiestos («Poesía y subversión», «Poesía útil», «Poesía violenta», etc.) que ha de leerse íntimamente entrelazada a su obra poética, una labor en la que el contar y el cantar son permanentes compañeros de viaje.

Poemas, aforismos, manifiestos, diferentes registros de un mismo lenguaje que parece responder al tópico sapere aude y en donde la emoción y la reflexión designan dos momentos sucesivos de una potencia expresiva que se materializa en un mismo proceso de creación artística; en ese sentido, un mismo hilo teje esta escritura —la que leemos en sus libros de poesía y la que encontramos en sus manifiestos o en sus volúmenes de aforismos—, un hilo entreverado de pasión y conocimiento, acción y meditación, delirio y razón. El propio poeta ha defendido en más de un lugar la necesidad de una estética que no se desvincule de la ética. Por otra parte, muchos de sus poemas presentan fuertes dosis de contenido ético, didáctico y moral, del mismo modo que bastantes de sus aforismos destacan por su plasticidad y su alcance estético.

Huellas, por ejemplo, se inicia con la sentencia que, a modo de poética, declara: «El aforismo es una gota de la destilación del pensamiento» (p. 17). Huellas que se presentan como el negativo de una vida logografiada en la escritura a través del tiempo, señales marcadas en la arena de la existencia que la memoria trata de guardar y que el olvido, sin embargo, con su conducta hará desaparecer porque, como reconoce el propio poeta, «Inmisericorde con todo es el tiempo» (p. 18). Así, al igual que le ocurrió a aquel otro escritor que quería «dejar huella» y marcharse «entre aplausos», la voz que escuchamos en Huellas, sabedora de su derrota, se rebela contra el arrollador paso del tiempo y el vendaval del olvido: «Somos una mascarada del olvido» (p. 63). Pero su triunfo, sin embargo, está ahí, en la mera enunciación, en la propuesta de un discurso capaz de detectar las aristas de una realidad fracturada en su raíz.

Aforismos, axiomas, sentencias, interrogantes y huellas que van construyendo algunos fragmentos de la «vida de un hombre», título con el que agrupó sus diferentes libros Giuseppe Ungaretti, un referente del aragonés. Pero la construcción nunca es completa ya que, según leemos en una de las páginas de Huellas, «Creamos a fuerza de aniquilaciones» (p. 46), esto es, la construcción del texto —vale decir, la arquitectura del mundo— deriva de una paradoja, se lleva a cabo siempre sobre la base de una determinada destrucción, no hay ganancia que no pague el peaje de un cierta pérdida. De ahí el título de una de sus compilaciones: La creación poética es un acto de destrucción. Antología (1980-2004). Aniquilaciones, demoliciones, el lenguaje poético parece arrasar todo aquello que nombra. En este sentido, leemos: «Tengo miedo a leer, tengo miedo a escribir. Las palabras aparecen para desaparecerme» (Huellas, 21). Las palabras del poeta prueban la desintegración de su identidad, la disolución de su propio ser en el ser propio del lenguaje, son el eco desvanecido de una voz apagada, el hueco en el que finalmente se oculta y es. De ahí la glosa de Rimbaud y la crisis de identidades que encontramos en este libro: «Yo es otros que no quieren ser yo» (Huellas, 22), un conflicto que encuentra su escenario en una realidad intempestiva, que actúa como un taladro ante cuya agresión el sujeto se resiste a claudicar.

El poeta de Ángel Guinda es el albatros de Baudelaire. Al igual que le ocurre al príncipe de las nubes, sus movimientos son torpes en el mundo en medio de unos gritos que ahogan su voz. Ese poeta, «cuya verdad las bestias nunca escuchan, lleva en sus pies las nubes, un abismo en la frente, y oye siempre otros pasos» (Huellas, 52), es capaz de intuir aquello que avista la mirada más allá de lo que los ojos miran y solo cuando por fin logra ver se da cuenta del prodigio: la mirada le revela un mundo secreto, ajeno al mundo que creía único, experimenta entonces una sensación de vértigo que difícilmente puede controlar. Es preciso haber mirado con los ojos abrasados por el sol para ver la oscuridad: «He cerrado los ojos para ver» (Toda la luz del mundo, 110), afirma el poeta reescribiendo a Paul Éluard. En efecto, se trata de concentrarse, recogerse, volver sobre uno mismo para contemplar o, al menos, intuir aquello que no alcanza a apreciar la mirada que se limita a las cosas materiales; se trata, claro, de destapar lo oculto, de mirar no con los ojos del cuerpo sino del pensamiento: es la mirada que da paso a un viaje interior que permite abarcar la totalidad del mundo: sus formas, colores, texturas e imágenes concentradas en un punto milimétrico e infinito al mismo tiempo, un punto de luz donde la oscuridad es tal que nos ciega con su mirada. Huellas se cierra con el siguiente aforismo: «Se es lo que se hace. Y más lo que nos deshace» (p. 65). Y recordemos que el poeta hace textos y en esos mismos textos se diluye, traslada su cuerpo a la palabra, vive y se desvive en la escritura, es ya texto dispuesto para ser leído. La escritura es así salud y enfermedad, construcción y destrucción, amparo y desolación.

Ángel Guinda no ha dejado de explorar ese lenguaje llamado a desvelar la (in)consistencia de lo real; al margen de todo tipo de modas y consignas, ha entendido siempre la poesía no tanto como una actividad reglada sino como una oportunidad para adentrarse en un espacio vital en el que plantear interrogantes de tipo metafísico, ontológico y ético, un territorio caracterizado por la apertura hacia lo simbólico e imaginario en el que el pensamiento se libera, sin adentrarse en lo irracional, de la sistematicidad y la lógica de lo racional, en un proceso que culmina en un encuentro con la otredad donde el yo se construye a partir de una indomable rebeldía. Asistimos a una estrategia con la que, más que buscar respuestas, se pone en tela de juicio el orden y el sentido de la realidad, sometiéndolos a un estado de tensión permanente, vaciándolos de paso de todo tipo de tópicos y prejuicios enquistados en el imaginario colectivo con el objetivo de crear un espacio vacío a partir del cual quizás sea posible reinventar la vida.

Así las cosas, inteligencia, soledad, responsabilidad, silencio y dominio acaban siendo finalmente los compañeros de viaje de un poeta que ha optado por anteponer la crítica a cualquier otro objetivo. Leemos en «Disidencia», poema de Conocimiento del medio: «Escucha / dentro de ti la voz de la conciencia / y álzala como escudo contra / el mundo: será / temeridad, pero es tu triunfo» (p. 25). Es ahí —en ese lugar desapacible, inhóspito y alejado de todo gregarismo en el que es posible pensar otro mundo— donde la crítica puede encontrarse con la poesía dado que esta, frente a otros géneros de discurso, no consiste en contar historias o inventar situaciones sino en modificar con el lenguaje las relaciones que tenemos con la realidad; en ese sentido, poesía, crítica y compromiso pueden compartir un aliento insurgente y perturbador basado en la transformación de la escritura, el sentido, la vida.

En mi opinión, Ángel Guinda asume una idea de compromiso que va más allá de lo social, haciendo del lenguaje el lugar donde se materializa la crisis del imaginario ideológico y cultural, entendiendo la palabra poética como una factoría de producción de preguntas, una oportunidad idónea para tratar cuestiones relacionadas con la construcción de la identidad y, de paso, ahondar tanto en los intersticios de la propia extrañeza como en las fisuras de la otra familiaridad, una extrañeza que acaba resultándonos próxima y natural, una familiaridad que se torna muchas veces incomprensiblemente rara y anómala. En estas circunstancias, algunos textos permiten medir las rigurosas y muchas veces tensas relaciones que este poeta mantiene con el lenguaje a la hora de tratar, por ejemplo, las cuestiones identitarias, entendiendo ese lenguaje como un instrumento para la exposición de todo tipo de conflictos, profundizando en él, yendo a la búsqueda de nuevos usos y sentidos, a una cierta distancia de la utilidad, inmediatez y rentabilidad que caracterizan su uso corriente; la poesía, en estos casos, no consiste únicamente en una cuestión de lenguaje (Mallarmé dixit), implica también unas maneras de afrontar y enfrentar la realidad. Así, contra la exclusión social que veta el desarrollo de ciertos lenguajes y por una reivindicación de la palabra como elemento de cooperación y de la poesía como auténtico diálogo social, surgen propuestas como esta, contraria al establecimiento de cualquier tipo de pacto lingüístico llamado a domesticar el potencial desestabilizador del lenguaje poético. En estas condiciones, una poética como esta ha elaborado sus respuestas en los extremos opuestos del culturalismo, el esteticismo y el realismo más blandos, allí donde se desdibujan los márgenes convencionales de nuestro modus vivendi y otro tipo de lírica —otro tipo de mundo— es posible.

Guinda ha sabido mirar, ha visto: «Encendida en la luz hay otra luz. / Oscuridad adentro, lo visible» (p. 13), escribe en «Hay otra luz», el poema que abre Biografía de la muerte, rastros de una poética que encontramos ya en su primer libro reconocido, Vida ávida: «la sola Claridad está en lo Oscuro» (p. 37). Hay precedentes de esta mirada: en el ámbito del primer romanticismo alemán, Novalis clama en los Himnos a la noche: «Hacia abajo, al seno de la tierra, / ¡lejos del imperio de la luz!» (p. 73), y, más recientemente, Antonio Gamoneda en Libro del frío: «Veo una luz debajo de la niebla y la dulzura del error me hace cerrar los ojos», «He atravesado las cortinas blancas: / ya solo hay luz dentro de mis ojos» (pp. 42 y 151). En medio de ese viaje a través de la oscuridad, el poeta es un condenado a la claridad y al canto.

Guinda ha sabido mirar la nada de la muerte reflejada en la inmensidad de cada instante vital, no por más efímero menos intenso y extraordinario, ha mirado con los ojos del que ansía saber y ha comprendido que la recompensa —como sucede en la Ítaca de Cavafis— se halla en el mismo viaje, la vida, y que el futuro, la muerte, es solo una promesa o una realidad temporalmente demorada, un texto en todo caso aún no escrito, metáfora del vacío que el poema con su presencia trata de colmar. Esta es una idea recurrente, aparece ya en algunos textos de su particular prehistoria poética, por ejemplo, en «Razón de ser», poema de Las imploxiones, un libro dedicado a Julio Antonio Gómez, poeta a quien Guinda siempre ha tenido en muy alta estima: «Cuando pensé matarme / fue / ya / tarde / me había enamorado de la vida» (p. 17), o en «Vida mortal», texto que abre Entre el amor y el odio: «Y que la muerte nos sorprenda vivos» (p. 15), o, por citar solo otro caso, en «Recuento», poema incluido en Después de todo: «Avanzó a trompicones, hasta / aquí. Sin embargo —ni partir, / ni llegar: lo más bello / del viaje fue el camino» (p. 59).

La escritura era para Jacques Derrida, idea que fue en aumento hacia el final de su vida, una actividad crepuscular. En una de sus últimas intervenciones, recogida en Aprender por fin a vivir, señaló: «Cada vez que dejo que algo parta, que tal huella salga de mí […], vivo mi muerte en la escritura» (p. 30), y algo parecido apunta Guinda en diversas ocasiones, para quien la poesía, más que una respuesta, es una presencia ante la muerte, como si esta funcionara como una metáfora abarcadora de la totalidad, una imagen que a veces siente como una losa de la que quiere liberarse. En esa línea indagatoria, Biografía de la muerte (2001) supone una renovada vuelta de tuerca a un tema —la muerte— bastante frecuentado, el intento de poner rostro e imagen a esa realidad irreal que es la muerte. Escribir es entonces experimentar conciencia de una muerte que hermana el final con lo que precede al comienzo, el final —ese punto en el que las palabras se callan y las presencias de los otros se desvanecen— y lo que antecede al umbral, ese instante abonado de silencio y soledad. Construido sobre un contrasentido elemental muy del gusto del poeta (¿cómo escribir la biografía —esto es, el relato de una vida— de la muerte, es decir, de algo que todavía no ha acontecido?), este libro es asumido como un «ejercicio espiritual», como una práctica preparatoria que ha de reconciliarle con la muerte de su propia biografía (con ese mismo título, en 1994, había incluido ya un poema en Después de todo).

En la escritura de Claro interior (2007) se aprecia con intensidad la apuesta moral y el compromiso crítico con la denuncia de una determinada realidad a menudo miserable y obscena, una escritura apegada a la existencia singular, marcada por el propio devenir vital aunque al mismo tiempo orientada hacia un lugar en el que el yo comparte tensiones, conflictos y aspiraciones con otros yoes. Así, ya desde el primer poema: «Cada palabra pesa / todo lo que la vida / ha pasado por ella. / […] / Cada palabra pesa / su paso por la vida» (p. 11), una vida que no se entiende sin la presencia de su compañera inevitable, la muerte, porque hablar de la muerte consiste al final en hablar —desde la vida, no puede hacerse desde otro sitio— de la vida, en suplir el vacío ontológico y la nada blanca de la muerte por la misteriosa e insurgente claridad que emana de las cosas del mundo: «Yo persigo la luz de lo profundo» (p. 19), declara la voz poética en «Otro mundo», conocedora —como Hölderlin, Novalis, Blake y otros grandes poetas visionarios— de que el ascenso a las estrellas pasa por previos itinerarios abisales, lección que Guinda aprendió pronto de sus vates románticos favoritos.

En un registro que recuerda, en parte, al de ciertos textos de los años ochenta (Vida ávida, Hielo en llamas), algunos poemas de Claro interior («Derribos y construcciones», «El discurso») dejan entrever el duende y la magia que con frecuencia han acompañado a esta escritura, que no ha dejado nunca de explorar en las contradicciones, antítesis y paradojas del lenguaje, esto es, de la vida, una escritura que solo se entiende al calor de una imprescindible comunicación: «Ser poema es ser nada / si no hace vida en nadie» (p. 13). Se trata de resistir y de subvertir la realidad para —desde sus ruinas— construir otro orden, levantar otro mundo y, en ese sentido, esta escritura contiene un valor ético y político incuestionable. Si ahora —en un texto titulado «La realidad»— puede leerse: «A pesar de que escribo / contra ella / —sobre ella jamás— / no sé en qué consiste / la realidad» (p. 17), recordemos que en Huellas ya se había referido al «taladro de la realidad» (p. 27), y que en «Arquitextura», un poema de Hielo en llamas, había declarado: «Escribo contra la realidad, / no sobre ella» (Crepúscielo esplendor, 67), verso que a su modo completaba aquel otro anterior de Vida ávida en el que aconsejaba: «Y a la vida agresiva agrédele» (p. 38). Al fondo, el conocido lema acuñado por Cesare Pavese —un poeta recordado en el texto que cierra y da título al libro— en la entrada del 10 de noviembre de 1938 de su diario El oficio de vivir: «La literatura es una defensa contra las ofensas de la vida» (El oficio de vivir. El oficio de poeta, 185). Por cierto, casi nunca se menciona que en esa misma entrada Pavese habla del «silencio acumulado para el arrebato» como otra defensa idónea frente a todas esas agresiones, un aviso a navegantes que tantos y tantos poetas se niegan a escuchar. Se trata entonces de resistir y de actuar en legítima defensa frente al agresor, de levantar una voz crítica, resistente e insumisa ante los escándalos de la historia, confiando todavía en que «Acaso hemos venido al mundo para destruirlo y de las ruinas levantar otro orden» (Huellas, 29), aforismo que, con una ligera variante, abría ya en 1983 su primera summa poética, Crepúscielo esplendor.

«Toda vida es errar» (Claro interior, 25), y el rastro de esa errancia se deja ver en los trazos de una escritura empeñada en dar aliento e imagen a nuestras miserias sociales, convencida de que la palabra debe contribuir a construir otro mundo sin duda más limpio, honesto y justo; con un registro muy próximo al de algunos de los mejores bardos del realismo, afirma: «Si escribo para nada, para nadie, / me sobra la palabra» (p. 28). La autocrítica (la composición se titula «Yo me acuso» e incluye una reescritura del poema de Gil de Biedma «No volveré a ser joven») no puede expresarse con mayor claridad, y el poeta se encuentra entonces más cerca del docere o del prodesse que del delectare horacianos. Y habría que señalar también que estos poemas están escritos desde la situación del que sabe que menos es más, del que es consciente de que solo en la pérdida y la desposesión se encuentra la más luminosa y relevante de las conquistas: «Si lo he perdido todo ya soy un ganador» (p. 44). Así, la voz poética que en un poema como «Cuenta atrás» se escucha —desde la ladera descendente de esa montaña que es final de una vida— podrá afirmar, armada de sabiduría existencial, pertrechada tan solo con el deseo: «Quiero vivir. / […] / Querer vivir / es ya una vida más» (p. 42). En ese sentido, hay en Claro interior algo de acción de gracias, algo de suma y recapitulación de acciones ejecutadas y algo también de ajuste de cuentas con uno mismo, y ello desde la sensación de que la identidad personal es un mito, una falacia, un espejismo que se desvanece con la aparición de la incertidumbre, la diferencia y la otredad, escenarios en donde el yo se juega sus redaños. Silencio y soledad, diferentes registros de una misma y aplastante realidad, esa que se muestra en este revelador y radical viaje de aprendizaje que es Claro interior.

Poemas para los demás (2009) es un volumen atravesado de emoción, compromiso y reflexión que continúa algunas líneas abiertas en libros anteriores (Breviario, Huellas, Claro interior). A lo largo de su trayectoria, Guinda ha apostado reiteradamente por la necesidad de desarrollar una estética que no traicione a la ética y, de este modo, muchos de sus poemas incorporan contenidos sociales, didácticos y morales sin que se resienta por ello la potencia de sus imágenes, el valor artístico y la plasticidad de sus símbolos. El conjunto se caracteriza por el desgaste y la erosión de los tópicos y los elementos retóricos más triviales y por la desactivación del engranaje poético más común. En «Semillas» puede leerse: «Escribo con palabras / rotundas y sinceras, / con palabras de pan, / de aceite, vino, agua, / de casa, de la calle, / con ideas en bruto, / para que tú me entiendas. / […] / Con palabras de vida, / con palabras de tiempo, / con palabras de amor, / con palabras de odio. / Escribo con semillas. / Sencillamente, escribo. / Escribo como vivo. / Escribo como soy» (pp. 15-16). De esta manera, quien en Vida ávida reformulara aquella sentencia canónica del realismo poético español de los cincuenta con el verso «No siempre la claridad viene del cielo» (p. 23), se inclina ahora por una escritura liberada de toda servidumbre retórica innecesaria, directa al corazón o a la razón, comprometida con la transformación de algunos de nuestros valores ideológicos e imaginarios más arraigados: «No queremos poemas teoremas. / Poemas solución a los problemas. / […] / No escribamos impunemente a tientas. / Escribamos poemas herramientas» (Poemas para los demás, 19-20). Parece una historia que recuerda a la de aquel otro vate que un día bajó a la calle, vio lo que había, rompió todos sus versos y comenzó a escribir de otra manera.

En un registro similar al de ciertas composiciones anteriores, algunos  de estos Poemas para los demás («Nuevo orden», «Deconstrucción», «Nada es del todo», «El peso de lo que pasa») dejan entrever la fuerza expresiva que con frecuencia ha acompañado a Guinda, un poeta que no ha dejado nunca de explorar en las contradicciones y paradojas del lenguaje, reescribiendo en ocasiones —como sucede en «Credo», «Ave María», «Gloria» o «Bienaventuranzas»— letanías y oraciones propias del devocionario cristiano. Poemas para los demás supone asimismo una nueva inmersión en el tema de la muerte, cuya presencia planea en muchas composiciones de este libro, así en «El superviviente», «Devenir», «El escéptico», «Larga espera», ese emotivo canto de despedida que es «Trasmoz» o esa suerte de epitafio que cierra el libro titulado «A pie de página», donde se lee: «El poeta Ángel Guinda / desertó de este mundo. // De espaldas a la muerte / y abrazado a la vida» (p. 64). Así, el volumen se plantea como un lavado de estómago y de conciencia con el que el poeta trata de ajustar cuentas consigo mismo, y ello en un escenario en el que, repito, hablar de la muerte consiste al final en sustituir el vacío ontológico y la nada blanca y abisal de la muerte por la misteriosa e insurgente claridad que emana de las cosas del mundo: «La muerte es la verdad de haber vivido» (p. 52), una muerte que es ya solo una promesa o un aviso de certeza constantemente aplazada, un texto aún no redactado: «Hace mucho que viene / lo que no viene» (p. 61), escribe quien, después de haber vivido lo suyo, planta cara a la muerte con una mirada casi anhelante.

Y con todos esos materiales de derribo se van construyendo algunos fragmentos de  una vida que no deja de proyectarse sobre los demás, sobre ese escenario en que el yo se diluye en un nosotros con el que comparte realidad, convive y conmuere: «Todo poema debe ser un útil / para arreglar el mundo / —el mundo propio y el de los demás; / incluso, si lo hay, el otro mundo» (p. 48). Escritura, pues, que sin dejar de constatar algunas certezas arraigadas en el ser humano —la muerte, por ejemplo, es un acontecimiento que hay que afrontar en soledad—, se desarrolla como un ejercicio de solidaridad compartida, un compromiso con aquellas voces y conciencias silenciadas, machacadas por un orden social radicalmente injusto y alienante, una práctica de resistencia y actuación en legítima defensa frente al agresor que sin desmayo golpea insistentemente nuestras existencias y pone a prueba nuestra cada vez más debilitada capacidad de reacción, una puesta en marcha de una voz crítica, resistente e insumisa ante los escándalos de la Historia, todo ello en un mundo en el que —si Georges Moustaki había declarado «l´état de bonheur permanent»— se apuesta por un «Nuevo orden» en el que «Urge cambiar el desorden del mundo. / Se declara el estado de crisis permanente. / […] / Se permite soñar con otra realidad» (pp. 21-22).

Ángel Guinda no ha dejado de desarrollar en sus sucesivas entregas una estética literaria comprometida con la ética y, de este modo, muchos de sus poemas contienen una gran carga de compromiso social, valores didácticos y morales que, combinados con una imaginería plástica y un utillaje retórico muy bien manejado, apuntan hacia unos mismos objetivos artísticos. El poeta que se adentra en esos territorios y lleva un vivir errabundo y desgarrado alcanza, como detallara María Zambrano en Filosofía y poesía, una ética y un género de conciencia tocado por la lucidez, una ética verbal sostenida sobre una recurrente intratextualidad que parece impedir el avance de esta escritura pero que, en mi opinión, habría que interpretar como la señal de un pensamiento imparable, no detenido, esto es, de un pensar, un proceso en marcha y no un acto consumado.

Así, encontramos en Espectral (2011) la escritura más característica de su autor, esa que, atemperada con una cierta actitud romántica —«¿Por qué la luz me desorienta? ¿Por qué me guío en la oscuridad?» (p. 78), o bien: «Atrévete a cruzar el pasadizo que lleva de la luz a las tinieblas» (p. 84)—, ha hecho de este poeta un maestro consumado en el arte de la contradicción, la antítesis y la paradoja, una escritura que vuelve una y otra vez sobre sí misma sin dejar por ello de nombrar el mundo, sin dar la espalda a la realidad, una escritura que se presenta como la manifestación de un sujeto que, sin renunciar al protagonismo de la enunciación, no deja de cumplir una función significativa en el enunciado: «un niño cruza el mundo con un féretro al hombro, y ese niño soy yo» (p. 11). La poesía emerge entonces para constatar y al mismo tiempo desmembrar el tópico: la vida es una búsqueda, un proceso de aprendizaje, un viaje a través del mundo que —como nos enseñara Borges en esa brevísima y memorable historia a la que alude en el «Epílogo» de El hacedor (1960)— encuentra su destino en uno mismo. Y el sujeto lírico que aquí surge se integra en esa misma tradición cuando confiesa: «He caminado tanto y aquí estoy. ¡Huimos siempre hacia nosotros mismos!» (pp. 22-23), una huida que se materializa al final como un enfrentamiento ante uno mismo, como una especie de regressus ad uterum que marca el paso iniciático hacia una posterior renovación.

Espectral —enmarcado entre dos citas ígneas de Dante («Poca favilla gran fiamma seconda») y Gimferrer («Quins ulls són la nit?»), dos autores de cabecera de nuestro poeta— relata un viaje al más allá interior de un sujeto lírico que no deja de proyectarse sobre cada uno de los textos, y eso ya desde el que abre el poemario, donde lo ardiente desempeña un papel relevante: «¿Qué bobina de fuego flota en el horizonte? Ser círculo es ser un universo. ¡Versos míos, girad!» (p. 11). Podría señalarse que aquí están ya —esbozados, al menos— algunos motivos recurrentes —esas metáforas obsesivas, en expresión de la psicocrítica— que han circunvalado esta escritura desde sus inicios: la interrogación sobre el (sin)sentido de la existencia, la pasión, la utopía, la escritura poética como representación de la identidad o, mejor, de los conflictos identitarios: «¡Para saber quién soy comienzo a dialogar con mis fantasmas!» (p. 15), y podría añadirse que esta entrega supone un nuevo giro de tuerca a un universo poético trazado y entrelazado a lo largo de casi cincuenta años de escritura.

Lo visionario tiñe algunos fragmentos: «¿Soy un iceberg que desafía al sol? ¿Un volcán que se extingue? ¡Soy el poseso que rajó el espacio para ver más allá!» (pp. 30-31), como si el mundo se presentase como un escenario demasiado angosto e irrespirable. De paso, el conjunto se caracteriza por el desmontaje de algunos de los tópicos y elementos retóricos más banales del imaginario artístico más extendido y, así, la voz poética, animada por una cierta comunión panteísta con la naturaleza y tocada por un acusado sentimiento vitalista, va declarando su solidaridad con todo ser vivo: «Estoy vivo desde hace mucho fuelle y, sin embargo, no quiero morir» (p. 38). Y la muerte, como no podía ser de otra manera en un poeta tan entregado a exprimir la vida como este, ocupa su lugar en este libro, una muerte que, de nuevo, vuelve a manifestarse en Trasmoz y la geografía moncaína (como ya habíamos tenido oportunidad de leer en Poemas para los demás), un escenario que funciona aquí como metáfora del destino definitivo y de la complicidad con el mundo natural: «Un día fulgurante, desatrapado de las garras del ruido, me adentraré en senderos pedregosos» (p. 49).

Espectral, como (Rigor vitae), de 2013, tiene algo de laico libro de horas, slides of life, cuaderno de bitácora o breviario organizado para recoger en él apuntes, notas, fragmentos e imágenes de una vida, dispuesto para ser administrado en diferentes dosis y alcanzar con todo ello un escenario en el que la palabra sobreviva a la vida, ya biografiada. El lenguaje responde aquí a algunos planteamientos que el poeta viene exponiendo desde hace algún tiempo en sus diferentes manifiestos: «Por más que las palabras sean semillas cargadas con el silencio de los mundos, debo escribir con algo más que con palabras. Escribir con verdad, con riesgo, para algo, para alguien» (p. 66), escribir para los demás y, a veces, en nombre de los demás. Así, en (Rigor vitae), leemos: «¡Hablo en nombre de aquellos cuya vida es una encrucijada!» (p. 27). Sin descuidar en ningún momento la densidad expresiva y el nivel de exigencia formal, es un rasgo permanente de esta escritura la complicidad con el dictum que entiende la poesía como una herramienta necesaria y eficaz al servicio de la comunicación y no como una actividad orientada por el solipsismo. Con materiales de muy diversa procedencia, el poeta va tejiendo su particular itinerario por lugares reales e imaginarios, describiendo con todos ellos objetos, seres, situaciones, acontecimientos y mundos con los que acaba integrándose tras haberles enfrentado su propio mundo.

Reconocerse en lo extraño, distanciarse hacia lo más próximo, tal parece haber sido el objetivo esencial que Ángel Guinda ha perseguido de manera incansable. Su escritura es un magnífico ejemplo del conflicto que a veces surge entre una actividad de la emoción y una práctica del pensar, como si la emoción y el pensamiento fuesen aristas de un mismo imaginario poético. Heredera y en parte deudora de la mejor tradición lírica de la modernidad, la poesía de Guinda ha reactualizado con una voz potente y singular algunos de los tópicos a los que esa tradición se ha aproximado: la soledad del ser humano y  los abismos infranqueables de la conciencia. Y así, con el transcurrir del tiempo, ha ido creciendo en intensidad, reflexión y actitud crítica. De ser en sus inicios una poesía del arrebato ha pasado a ser la escritura de un ser humano arrebatado a la vida por la propia poesía.

La poesía, vivida como una necesidad, permite una meditación sobre el lenguaje al tiempo que procura un cierto efecto salvífico al afrontar la presencia del abismo. Guinda se ha mostrado siempre convencido de que uno de los objetivos prioritarios de la poesía consiste en arrojar al ser humano al abismo para salvarlo del vacío y ganar así, por lo menos, el propio abismo; la palabra poética, un quehacer en el abismo, sería la condición para soportar ese lugar en lo que tiene de espacio sin fondo, lugar sin anclaje, denota tanto el intento de ir más allá de cualquier frontera como la intensidad de un movimiento que habría de llevarle a encontrarse con los intersticios del ser.

 

Escrito en Lecturas Turia por Alfredo Saldaña

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