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Configurar sentido descendente

El origen es el fin

6 de marzo de 2024 13:54:29 CET

Como cuando empieza una película y miramos a través de un hueco muy pequeño. Vemos dentro círculos en movimiento. De pronto uno de estos se hace más grande. Hay un texto. Un poema. Las palabras se ordenan caprichosamente. Con gracia. Para dar sentido a algo.

Voz en off: “El origen es el fin./ El viaje que comienzo. Una espiral no suicida el aliento/ si se va abriendo como un sueño/ y se abre y se abre/ a un cuerpo mayor/ a otro cosmos/ y la imagen/ se va haciendo cósmica/ como un hombre/ una mujer/ maximxs/ Leonardo, Swedenborg y Schneider/ Un sonido se expande/ y libera/ una energía/ Rotkho, Skriabin/ la música del universo/ esferificándose/ No se suicida el aliento/ respiramos desde dentro/ La espiral que se abre./ Desde su génesis hacia fuera. El viaje que hacemos./ Del punto a la Galaxia, al Universo./ El origen es un film.”

Afuera está el poeta. Cuántos sueños. Cuánto camino recorrido para volver al principio. El texto es ese objeto estético que nos hace ver el pasado que somos. Ese tiempo que hemos escrito y descrito en metáforas latinas y rimas de autores favoritos. Nuestro inicio es lo que le da sentido a lo que ahora escribimos.

Jaime D. Parra ha recorrido el camino del conocimiento a la inversa. Primero intuitivamente. Escribiendo textos llenos de símbolos y signos para estudiarlos luego.  Contrición bajo los signos es su primera obra poética. Reeditado ahora, más de cuarenta años después. Resurge con un diseño especial. En su portada aparece un poema visual espiral, de azul eléctrico. Que nos transporta por su viaje a través de contenidos y formas simbólicas, que recurren tanto al discurso narrativo, a la imagen sugerente, al verbo alucinado, como al objeto sígnico o irónico, así como a la recreación de ciertos modos aplicados para una poética desde las ciencias, la filosofía y el arte, hasta la poesía; sin dejar fuera varias de las aportaciones de la moderna informática.  

Poesía experimental, sí. Pero también poesía discursiva, o ambas cosas a la vez, pues toda poesía, como recordaba Joan Brossa, experimenta siempre.

En el poema “Genética y dramatismo de los números” Jaime D. Parra escribe: “Yo el 5: nada de hoz, nada de cruz. Soy un cinco. Semiciclo. Me declaro amigo absoluto de las abejas -esas risas voladoras- y fabrico con oro dulce un poco de inteligencia. No hago la violencia.”

En el “Yo el 7” dice “soy como un pétalo. Florezco sobre toda calavera...” Lo encuento cautivador.

Son poemas dominados por sueños, ilusiones y decepciones. Y recurre a las matemáticas, los juegos y las artes con una intuición existencial y cósmica, que solo desde la poesía puede disfrutarse y entenderse.

Larga vida al espacio circular interior.


Contrición bajo los signos. Jaime D. Parra. Zaragoza, Libros del innombrable, 2022.

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Blanca Estela Domínguez

Liberar el pensamiento hacia nuevos tiempos

6 de marzo de 2024 13:25:49 CET

El escritor chileno-neerlandés Benjamín Labatut (Róterdam, 1980) publicaba a finales del pasado año su última novela “Maniac” (Anagrama, 2023), sin duda la obra más interesante y con la que más he disfrutado (y cavilado) de entre lo leído en los últimos meses.

Labatut parece aplicarse a sí mismo el lema vital que, según nos narra, guio la obra personal del físico austríaco Ludwig Eduard Boltzman: “Expón la verdad, escríbela con claridad y defiéndela hasta la muerte”.

Así, acorde con el propósito, nos regala una prosa ágil, nítida y, además, contundente y amplia en su capacidad de acercar sentido al lector; componiendo un volumen que, a mi parecer, funciona tanto como relato de una época de transición científica y tecnológica —en la que nos acerca y nos propone una imagen de los principales protagonistas en la transformación del mundo que se desencadenó la pasada década de los cuarenta—, pero que también funciona como gran relato de una parte significativo de la historia del pensamiento científico de mediados del siglo XX, en un tiempo en el que “la invención más creativa de la humanidad surgió exactamente al mismo tiempo que la más destructiva”, pues tan hijos suyos son los teléfonos móviles como las cohetes balísticos y sus ojivas atómicas. 

Es éste, sin duda, un libro fuera del “sentido común” —entendiéndolo como el corazón del discurso lógico de un cierto statu quo—, pues busca generar significado fuera de él y no sólo nos adentra en el núcleo filosófico de la física y la matemática moderna, sino que nos abre una ventana a esas mentes prodigiosas que contribuyeron al fin de la Segunda Guerra Mundial, lo que trajo el alumbramiento de la Guerra Fría, con todas sus tensiones y sus escaladas armamentísticas.

La novela, lejos de querer enunciar un relato mítico de aquellos seres extraordinarios, nos expone abiertamente sus debilidades, sus deseos, sus motivaciones, sus proyectos visionarios o sus crisis más profundas. Así, más cerca de su humanidad, también quedamos al alcance de un cierto entendimiento mejor, con lo que nos arrastra y consigue contagiarnos de un saber al que sólo con mucho esfuerzo y dedicación habríamos podido acceder y que encontramos aquí recopilado, resumido, perfectamente relacionado. Benjamín Labatut, además, lo hace de una forma elegante y hermosa, pues nos propone un relato compuesto por una sucesión de monólogos, con lo que acierta a llevar la modernidad de la Inteligencia Artificial al plano de la tradición oral, reuniéndonos a escuchar su relato alrededor de un fuego prometeico. 

Esta novela es, de algún modo, también un libro de aventuras, pues muestra el apasionante mundo de lo nuevo, de su ideación, de su planificación de su implementación, de cómo se juega la gran partida geoestratégica amenazando al adversario con nuevas piezas, mayores, más poderosas…, avanzando en el tablero abierto del go.

Pero es también un libro de pensamiento, pues en él se replican ideas que fueron disruptivas y abrieron nuevos caminos de exploración para una realidad que se conformaba de forma diferente al amparo de una concepción revolucionaria de los fenómenos físicos y matemáticos; cambios tan drásticos como para hacer tambalearse a una generación de académicos incapaces de seguir el paso vertiginoso de tales avances. Sin duda, también lo es por que invita a pensar, porque genera multiplicidad de cuestiones, de ideas, durante su lectura, mientras nos recuerda que “las preguntas son la verdadera medida de un hombre”.

Sin embargo, no todas las propuestas de reflexión giran alrededor de la ciencia, muy al contrario, tal vez lo más significativo sea el cuestionamiento de la moralidad y de los principios, del concepto de sociedad o de pareja, como también se tambalean los de cordura o de genialidad, de juego —sobre todo del juego y de sus dinámicas—, de aprendizaje, de creación, de genialidad; mientras nos deja asomarnos para ver los demonios que se desatan con la obsesión, por la soberbia o desde la necedad del academicismo que trata de conservar el saber como un mosquito dentro de una perla de ámbar y en el que se demuestra científicamente que el foco del presente, normalmente, ilumina sobre todo a la mediocridad y señala a los que hablan con ese sentido común y esos arbitrios sociales a los que siempre hay que superar con nuevos conocimientos. 

Para la historia quedan libros como éste, obras en las que podemos dialogar con tantas voces y caminar por tantas fracturas del saber establecido, ideas todas que nos alientan a pensar y a conocer más allá del plano cotidiano, de adentrarnos en un pensamiento más profundo a través de esas hendijas.

Pero Labatut no se conforma con escribir un resumen, tan enciclopédico como literario, de las ideas que han propiciado el presente en el que vivimos, sino que añade un plano de interpretación del momento actual, al prolongar aquellos hallazgos y avances tecnológicos —y sus consecuencias— hasta el vertiginoso desarrollo de la Inteligencia Artificial. Así el título de su novela hace referencia al proyecto M.A.N.I.A.C. I (Mathematical Analyzer, Numerical Integrator, and Computer), una de las primeras computadoras construidas secretamente en el Laboratorio Nacional de los Álamos; una herramienta de computación sin la que no podríamos concebir los modernos ordenadores ni el mundo tecnológico que nos va absorbiendo y del que somos ya, casi, meros dispositivos periféricos. No se conforma, digo, porque su apuesta es una apuesta intelectual, sabiendo que en esta raíz de sentido se halla tanto el cultivo de las ciencias y el hecho de entender, como la referencia la parte espiritual e incorpórea. Por eso su apuesta, a mi juicio, busca provocar la liberación del pensamiento del lector y de forma totalmente revolucionaria, nos afirma: “Los hombres de las cavernas inventaron a los dioses […]. No veo nada que nos impida hacer lo mismo”. Así pues, Maniac, una novela que nos ofrece una lectura deliciosa, puede verse como un manual revolucionario para liberar el pensamiento hacia nuevos mitos, hacia nuevas metas, hacia nuevos tiempos.                 

 

 

Benjamín Labatut. Maniac. Anagrama, Narrativas hispánicas, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez Pellejero

De la moral terrestre entre las nubes” es el título de una pieza que Santiago Alba Rico (Madrid, 1960) publicó en “CTXT” en marzo de 2021. En ella se concita buena parte del universo temático del filósofo: cine, literatura, marxismo, conflicto de identidades, moral, corporeidad, conciencia, la justicia de los vencedores… ahora, con ese mismo epígrafe, la editorial Pepitas de calabaza acaba de publicar una antología de ensayos breves del madrileño, con el que conversamos a propósito de algunos asuntos que analiza en esas páginas.

En la década de 1980 fue guionista del mítico programa de televisión “La bola de cristal” y ha publicado varias decenas de ensayos sobre política, filosofía y literatura, así como tres cuentos para niños y una obra de teatro.

 

- En algunas de las cuestiones en las que usted repara en sus artículos (pienso ahora en la belleza de lo grande y lo pequeño) no toma partido. ¿Cómo saber cuándo uno ha de significarse, ante qué cuestiones ha de hacerlo?

- Respecto de lo grande y lo pequeño no cabe tomar partido, salvo para que las cosas grandes sigan siendo grandes y las pequeñas, pequeñas. Queremos montañas grandes y alfileres pequeños: una montaña pequeña es una arruga; un alfiler gigante es una espada. Respetar las escalas forma parte de la ecología del mundo. En cuanto a otras cuestiones, es inevitable acabar teniendo una postura. Pero aquí incidiría en este “acabar teniendo”. Probablemente todos tenemos una tomada de antemano y cedemos sin darnos cuenta a los sesgos de confirmación, pero hay objetos teóricos cuya complejidad es tan grande (pienso, por ejemplo, en la tecnología, muy tratada en mi libro) que exigen un trabajo previo de argumentación y pensamiento elaborados. Se debe empezar por el conocimiento y acabar por la postura o la toma de partido; en nuestra sociedad polarizada y tecnologizada ocurre cada vez más lo contrario: nos sentimos obligados a tener una postura antes siquiera de tener una opinión o incluso información. Hay que empezar por el conocimiento, digo, y acabar por la postura, salvo en un caso, los derechos humanos, donde la toma de partido es imperativa y previa a cualquier argumento; de hecho, cuando alguien argumenta en este terreno suele hacerlo siempre contra ellos.

 

“La fantasía es aérea y jerárquica; la imaginación terrestre e igualitaria”

 

- Si “la imaginación mide y la fantasía calcula”, ¿podría decirse que la fantasía es alienante?

- Es engañosa y potencialmente peligrosa. Si no tiene poder, se vuelve insolidaria; si lo tiene, destructiva. Le pondré un ejemplo de fantasía sin poder y otro de fantasía con poder. El primero: frente a un anciano vencido por la edad, encorvado, tembloroso, aquejado de Alzheimer, podemos escoger uno de estos dos caminos: dejarnos llevar por la fantasía de creer que eso no nos pasará nunca a nosotros o activar la imaginación y ponernos en ese lugar que tarde o temprano será el nuestro también. El que fantasea, al contrario que el que imagina, es poco proclive a la empatía y los cuidados. El segundo ejemplo: un hombre ve a un judío y fantasea con la idea de su superioridad racial o ve una montaña y fantasea con la idea de vaciar el petróleo que lleva en sus entrañas. Si además de fantasía tiene poder se convertirá en Hitler y cometerá un genocidio, o se convertirá en el director de la ExonMobil y cometerá un ecocidio. Hay que ser muy fantasioso para creer en la jerarquía racial o en el carácter ilimitado de los recursos del planeta. A la primera fantasía la llamamos nazismo; a la segunda, capitalismo. En ese mismo caso, la imaginación opera al revés: en el judío ve un sufrimiento hermano, en la montaña, un pequeño dios en sí mismo respetable (por evocar el título del gran último libro de Eduardo Romero). La fantasía es aérea y jerárquica; la imaginación terrestre e igualitaria. Un ejemplo trágico y actual de fantasía es el Estado de Israel, que considera los cuerpos de los palestinos obstáculos para su proyecto de pureza supremacista y los destruye desde el aire, sin tocarlos. La fantasía deberíamos reservarla para la vida sexual. Hoy, por desgracia, está volviendo con mucha fuerza a nuestra vida política y hasta gobierna países enteros.

 

- Esas construcciones fantasmas, esas urbanizaciones que nunca llegaron a estar habitadas, de esos escombros (que no ruinas), ¿podemos resignificarlas, reapropiárnoslas?, ¿conviene, en el caso de que fuera posible, hacerlo?

- No tengo una respuesta clara. En mi libro hablo de esas obras arquitectónicas “incompletas” que se convierten en ruinas antes de haber sido habitadas y que pueblan fantasmalmente nuestros paisajes: miles de casas, sí, pero también edificios públicos en los que se han gastado millones de euros. Las ruinas sabemos cómo tratarlas. Con independencia de su origen (pensemos en las pirámides, construidas con mano de obra esclava o, según otras hipótesis, con mucho sufrimiento asalariado), su existencia misma es un imperativo de conservación, porque han adquirido belleza en el tiempo y porque nos ponen en relación con el tiempo mismo. ¿Y con esas urbanizaciones fantasma? ¿O con el hotel El Algarrobico, en el Cabo de Gata, quince años pendiente de demolición? Creo que habrá que juzgar caso por caso; hay lugares resignificables y otros que deben desaparecer sin dejar huella: este es el caso, a mi juicio, de El Algarrobico. Digamos que la especulación capitalista tiene dos caras contradictorias. Por un lado, se apoya en la mansedumbre antropológica con la que los humanos aceptamos y nos acostumbramos a todo lo que existe, ya sea un bosque o la urbanización que lo destruye y sustituye: con tal de que haya algo en lugar de nada. Por otro, trata a los edificios y las casas como a mercancías, de tal manera que está constantemente destruyendo y reconstruyendo las ciudades y por eso, como decía Richard Sennet, “del New York de acero y fibra óptica quedarán muchos menos vestigios que de la Roma imperial”. Cambiamos de ciudad cada treinta años como cambiamos de móvil o de coche cada dos. Hace poco, Antonio Giraldo nos recordaba que la edad media de la España edificada es de 37 años. España, esa nación al parecer milenaria, nació, ¡en 1987! De todas las provincias la más nueva sería Toledo, que en términos urbanísticos se remonta al año 2003; la más vieja Barcelona, de 1964. Así que más que de resignificar se trataría de conservar y de durar. China ha derribado casi la mitad de sus edificios en los últimos quince años. Tenemos el problema de las casas vacías o sin terminar y el problema de las casas demolidas sin agotar su ciclo vital.

 

“La espera y la atención son incompatibles con el universo de las mercancías”

 

- Recala con frecuencia en el concepto y la necesidad de la “atención”. ¿Cuánto de incapacidad para ella tenemos los humanos y de qué manera nos la amputa un sistema que dispara continuamente estímulos y ruidos y que fosfatina los cuerpos después de largas jornadas de trabajo?

- Leí hace no mucho el estimulante e inquietante libro de Johann Hari, “El valor de la atención”, donde se da, entre otros datos, el siguiente: un niño de ocho años estadounidense no es capaz de mantener la atención en un mismo objeto o en una misma tarea más de sesenta y cinco segundos; un adulto, de media, apenas llega a los tres minutos. Llevo años ocupándome de esta cuestión, que me parece crucial para la supervivencia de la civilización, porque de la atención depende el valor mismo de los objetos y los cuerpos: solo podemos querer lo que hemos mirado largamente y por eso —sea dicho de paso— son las madres, y no los padres, los que tradicionalmente han valorizado la vida humana; y por eso se puede querer lo mismo a un hijo biológico que a uno adoptado, con tal de que se le hayan cambiado los pañales. Decía la filósofa, mística y activista francesa Simone Weil que la salvación de los humanos no depende de la voluntad sino de la atención, y tenía razón. Es la atención, asociada al concepto de espera, la que mantiene los objetos y los cuerpos erguidos en el mundo: la que construye y sostiene el mundo. La espera y la atención son incompatibles con el universo de las mercancías y sobre todo con el de esas mercancías volátiles y celerísimas que llamamos “imágenes”; son incompatibles con el dominio antropológico de las nuevas tecnologías. No es que nos distraigamos fácilmente o que tengamos patologías de hiperactividad; no es culpa nuestra. Las nuevas tecnologías no nos dejan esperar y hay cosas —la mayor parte de las que valen la pena— que deben ser esperadas: no sé, el amor, la puesta de sol, el climaterio de una cereza, el florecimiento de las jacarandas, el domingo. Porque el problema es que los cuerpos no son imágenes que uno pueda pasar con el dedo, como en una pantalla táctil: son exigentes, vinculantes, duraderos, frágiles. Convertir los cuerpos en imágenes tiene un coste ético muy grande: acabamos por no distinguir un niño muerto de un meme, una guerra de un anuncio publicitario de coches. Mientras el neoliberalismo predica voluntad y nos hace culpables de nuestra pobreza, nosotros debemos reivindicar y practicar la atención: el valor del mundo procede en realidad de la duración de una mirada.

 

- Ser niño en tanto que tomarse en serio una tarea que sabe imposible. ¿Cómo distinguir este hermoso ejemplo que usted rescata de la infantilización a la que somete el capitalismo inoculándonos esa otra tarea imposible de llenar un hueco (llámese falta) a base de consumir?

- Creo que es interesante observar la relación que establecen las distintas culturas entre la repetición y la novedad. Las sociedades “antiguas”, digamos, apostaban por la repetición, intentaban repetirse a sí mismas, y la novedad era algo que ocurría casi contra su voluntad: nuevo era precisamente aquello, bueno o malo, que los humanos no podían impedir que ocurriera. En nuestras sociedades de consumo, la paradoja es que la novedad se ha impuesto como principio rector del tiempo (todo es todo el rato “histórico”, “revolucionario”, “sin precedentes”) pero debe repetirse precisamente como novedad, cada vez más deprisa y sin interrupción. Ahora bien, nada es finalmente histórico si todo es lo; y nada es nuevo si todo es nuevo. Por eso, como he dicho otras veces, el capitalismo no solo ha producido una antropología sin cosas (pues las mercancías no lo son) sino también una sociedad sin acontecimientos (pues hasta las noticias son mercancías de obsolescencia programada). Todo es, si se quiere, comestible. De ahí la “infantilización” de la que hablas: un mundo de puro presente digestivo sin memoria es lo que llamamos lactancia.

 

“El neoliberalismo es una gran neurosis universal”

 

- Vincula, en uno de sus textos, la ingenuidad con la repetición de un gesto. ¿Qué importancia tienen los rituales en la creación de comunidad?

- Lo contrario de un rito o una ceremonia es una pulsión neurótica: el que todas las noches se asegura tres veces de que ha cerrado el gas está privatizando la idea de rito. Neurosis, hábito y ceremonia son formas de repetición diferentes, porque los dos primeros se ciñen al ámbito privado y la ceremonia compromete siempre a un colectivo. Tradición es repetición; pero la repetición se produce en el tiempo como transmisión y como anticipo. Un rito es un rito porque se ha repetido en el pasado, pero asimismo, porque va a repetirse en el futuro: porque en su propia ejecución está implícita la voluntad de repetir el gesto el año que viene. La humanidad es sociable y ritual y el esquema ceremonial puede llenarse de cualquier cosa. Ceremonia es el desfile de las fuerzas armadas, pero también el del Orgullo Gay. Las ceremonias tienen, pues, dos ejes decisivos: son lentas y son colectivas. Como dice Byung Chul-Han, las ceremonias no se pueden acelerar sin destruirlas: no podemos celebrar una cena de Navidad exprés (ni tampoco un juicio exprés, pues sería un juicio sumarísimo contrario al Derecho). Del mismo modo, solo puede hablarse de rito o ceremonia cuando hay más de una persona implicada en la acción: es lo que los antiguos cristianos llamaban “eklesia” o asamblea, para lo que se necesitan al menos dos personas. Pues bien, el neoliberalismo es claramente anticeremonial: lo acelera todo al tiempo que lo mide todo en términos individuales: imprime velocidad a las acciones y disuelve todas las asambleas. Es, si se quiere, una gran neurosis universal.

 

“Si no tenemos un ejemplo moral para las clases medias y populares, se impondrá sin duda de nuevo el populismo hitleriano”

 

- Si con “obedecer” se trata de “escuchar”, es decir, de emitir un juicio crítico, de “tomar partido” (volviendo al inicio de la conversación), por tanto, de ejercer la libertad, ¿por qué sucumbimos con tanto placer —o lo que es peor, con tanta inercia— a la obediencia ciega?

- Sí, en uno de los textos del libro cito esta etimología del verbo “obedecer”, que podría traducirse como “escuchar con atención”; es decir, que tiene que ver con escuchar y no solo con oír. Un sordo, que no puede oír, puede escuchar; y una persona dotada de “oído absoluto” puede permanecer sorda a la voz que le pide ayuda o a un poema de Rilke. Pero es verdad lo que usted dice: sentimos placer en la obediencia ciega. O sorda. Como usted recordará, Eichmann, responsable nazi del traslado de miles de judíos a los “lager”, trató de justificarse ante el tribunal que lo juzgó invocando la “obediencia”: se había limitado, dijo, a cumplir órdenes. Hannah Arendt, que recogió ese proceso en un famosísimo libro, relacionaba ese tipo de obediencia con la ausencia de pensamiento. Si el verdadero obedecer es un “escuchar con atención”, solo la falta de pensamiento, es decir, de escucha interior profunda, puede aceptar las órdenes de un sistema criminal. Lo inquietante, en todo caso, no es Eichmann, un dirigente que tomaba decisiones y que era responsable, por tanto, de sus actos. Lo inquietante son los millones de personas buenas, normales, decentes, solidarias con sus vecinos, buenas madres, amigables compañeros, que creyeron posible mantener una vida normal en medio de la debacle. No nos hagamos ilusiones y menos en un momento en que los riesgos vuelven a ser grandes: todos podemos ser así. Eichmann es una excepción; también, en el otro lado, el rebelde Bonhoeffer, ejecutado por Hitler. Entre los dos, estamos la mayor parte de los humanos, de los que en una situación semejante se puede esperar igualmente la obediencia ciega que la desobediencia ciega y quizás por el mismo motivo: porque solo vemos lo que tenemos delante de los ojos. Por eso siempre me gustó la propuesta de Mumford en su “Historia de la Utopía. Hay pocos Hitler, aunque pueden hacer un daño incalculable, y hay pocos Cristos, cuyo bien no se puede medir. Entre unos y otros está Robin Hood, cuyo sentido de la justicia, terrestre y juguetón, sí podemos imitar todos. En tiempos de crisis en los que hay que movilizar mayorías sociales en favor de la democracia, conviene que interpelemos al Robin Hood que todos llevamos dentro; y no al Che Guevara idealizado a cuya altura muy pocos pueden estar. Porque si no tenemos un ejemplo moral para las clases medias y populares, se impondrá sin duda de nuevo el populismo hitleriano, con otro nombre y otra doctrina.

 

“Hay que pensar un mundo de reglas democráticas que reprima las infancias infelices”

 

- ¿El adulto es un niño arruinado?

- No sé. Por un lado, tendemos a idealizar a los niños, que juegan sin parar pero no son felices; juegan sin parar porque no son felices y juegan tanto, y encuentran tanta felicidad en el juego, que al final se olvidan la mayor tiempo de la infelicidad que los espera cuando, por ejemplo, se meten en la cama o se pierden en algún bosque (digamos el colegio). Lo terrible, a mi juicio, es que cuando nos hacemos mayores conservamos la infelicidad, y no la felicidad, de la infancia. Nos olvidamos de las reglas del juego (que es lo atractivo de los juegos), hacemos trampas, prolongamos o vengamos los abusos recibidos; seguimos, en definitiva, en el colegio, pero ahora lo llamamos empresa, parlamento, familia, gobierno. Los humanos tenemos infancias tan largas que nos morimos sin alcanzar la mayoría de edad. No nos da tiempo a madurar. Por eso también hay que pensar un orden político para niños eternos, para humanos inmaduros: un mundo de reglas democráticas que reprima las infancias infelices.

 

“No hay que confundir el olvido con el perdón”

 

- Otro de los asuntos en los que recala es el perdón. Rescata una idea hermosa de “Los hermanos Karamazov”: “no es posible castigar lo que no se puede perdonar”. ¿Se puede perdonar a quien no solicita o implora o pide nuestro perdón?

- No hay que confundir el olvido con el perdón. El rencoroso no lo es porque recuerde el agravio sino porque no lo perdona. Creo que, en los conflictos cotidianos entre amigos o amantes, lo que predomina es el olvido: decidimos olvidar para seguir la vida en común; y hasta tal punto se trata de olvido y no de perdón que basta que se reproduzca una nueva situación de conflicto, la más banal, para que salgan a la luz todos los agravios del pasado. El perdón, como indica el propio término, es donación y no depende, por tanto, de una petición o reclamación del otro. Es gratuito y, aún más, gratis y solo por eso puede producir, del otro lado, gratitud, sentimiento siempre curativo. Pero el perdón es una cosa muy rara y no deberíamos contar con él para construir o reparar nuestras relaciones sociales. Es heroico, moral, maravilloso, religioso, y hay que celebrarlo y predicarlo, pero ni los jueces ni los gobiernos perdonan. Pueden conceder beneficios penitenciarios a presos no arrepentidos o indultos y amnistías a condenados dispuestos a repetir lo que hicieron. En todo caso, el problema no es el perdón sino el castigo. ¿Existe el mal? Sí. ¿Se puede castigar? No. Por eso el Derecho tiene que pensar castigos a la medida de los humanos falibles y corregibles, que somos la mayoría, y no con el propósito de evitar el Mal. Cuando se construye una ley para castigar a los monstruos, confiando en poder de esa manera reprimir el Mal, es la ley la que se acaba convirtiéndose en el Mal. El derecho tiene que legislar a partir del presupuesto de que no existen los monstruos, pues de ese modo evita que un poder arbitrario pueda tratarnos a todos como si lo fuéramos. A Hitler no se le puede castigar. Cuando aún vivía y gobernaba Alemania, en el año 1942, Simone Weil ya insistía en esta idea: a Hitler, decía, nunca se le podrá castigar. ¿Por qué? Porque, incluso torturado, encarcelado, ejecutado, Hitler ya había alcanzado su objetivo: el de ser una criatura grandiosa, el de tener un destino grandioso, el de estar en la Historia y no en su cuerpo. El único castigo que se le puede infligir a Hitler, añadía Weil, es el de transformar de tal manera el concepto de lo grandioso que a ningún joven futuro, con sed de grandiosidad, se le ocurra pensar en él y mucho menos imitarlo.

 

“El único que ha conseguido la construcción de un ‘hombre nuevo’ es el capitalismo neoliberal”

 

- “El mundo son los árboles. La realidad es internet”. El hecho de que cada vez destinemos más tiempo de nuestras vidas a internet, en detrimento del mundo, ¿se explica por una enfermedad del alma, del cuerpo, por una decepción y devastación de ambos…?

- Es el fruto de una revolución material que incluye el fin del neolítico y la proletarización del ocio. El socialismo y el cristianismo siempre soñaron con la construcción de un “hombre nuevo”, pero el único que lo ha conseguido es el capitalismo neoliberal. “Un estado del mundo y un estado del alma”, decía Kafka. Pero ha hecho falta infligir mucha violencia económica y mucho placer industrial al ser humano para separarlo de su propio cuerpo y de los vínculos que generaba a su alrededor. El espacio, los árboles, el propio cuerpo son solo los residuos de un mundo que tampoco era una maravilla pero que tenía arreglo; son, aún más, los obstáculos interpuestos en el camino de esa fantasía poderosísima que nos arrebata la atención y rentabiliza nuestro tiempo libre. Ese “hombre nuevo”, al que aún resiste (porque se muere) el cuerpo viejo, considera una “pérdida de tiempo” todo el tiempo lento pasado entre cuerpos y entre árboles; todo el tiempo que pasamos alejados de internet. Volver al espacio es la consigna más radical que se me ocurre proponer en estos momentos.

 

“Es llamativo que la época que más ha cuestionado las grandes ‘autenticidades’ haya acabado produciendo una polvareda identitaria”

 

- Hay una crisis de identidad a la que el sistema prescribe con otra identidad sucedánea, la que deviene de ciertos diagnósticos que asumimos como erróneamente identitarios (“soy” celíaco, bipolar, vegano, de género fluido…) convirtiendo la propia identidad en otro vehículo para a mercancía. A esto se une la crisis de identidad última (si cabe esta categoría), la de «ser humano». ¿Podremos llamar a sí a quienes tengan —ya se está experimentado— chips en su cerebro conectados a internet o cuerpos biónicos?

- El latín distinguía entre “lo mismo” (idem) y lo propio (ipse). Idem define la identidad lógica (A es igual a A), que en el caso de los cuerpos individuales solo puede aplicarse al nombre, y no siempre: yo me sigo llamando Santiago como cuando nací, a pesar de los muchos cambios experimentados. En cuanto a lo propio, no sabemos lo que es; nos pasamos toda la vida buscándolo, en los mapas, en las ideas, en la sexualidad, y creemos siempre (y este espejismo es lo que llamamos identidad) que el otro, al contrario que nosotros, sí lo ha encontrado. Por eso es llamativo que la época que más ha cuestionado las grandes «autenticidades» haya acabado produciendo una polvareda identitaria muy funcional a menudo, como usted dice, al mercado neoliberal. Tenemos que nombrarlo todo con el verbo “ser”; es una maldición, un descanso y un negocio. En cuanto a la humanidad, el único idem que conoce es el cuerpo humano, que no ha cambiado en 300.000 años. Su ipse, en cambio, tenemos que decidirlo nosotros. Es una decisión política y moral, una apuesta, una —aquí sí— toma de partido. ¿Queremos una humanidad sin “instanciación biológica”, como la imagina Nick Land? ¿Una humanidad trasladada a o consumada en la IA? ¿Una humanidad completamente informatizada? ¿Una humanidad inmortal? ¿O apostamos por una humanidad en la que el idem, el cuerpo, siga generando vínculos, que reconozca por tanto su condición natural y que, a partir de ella, busque un orden político reglado en el que sea posible, sin aspirar a derrocar el Mal, establecer una relativa igualdad, una relativa justicia social y una relativa democracia?

 

- ¿El mito que mejor nos representa hoy en día es Narciso —cerca de trescientas muertes por “selfies” no sé si es hilarante o terrorífico—, Salomé (por querer constantemente cosas sin desearlas, como ella la cabeza de Juan), Prometeo…?

 

- El de Narciso, que se murió por no salir de sí mismo; el de Acteón, que murió por mirar lo que no debía; el de Eresicton, castigado a devorar todas las criaturas, árboles, piedras, casas, incluyendo a su propia hija; y el de Prometeo, al que los dioses castigaron por hacer demasiado fácil la vida a los humanos. Hacer fácil la vida a los humanos es una buena obra; hacérsela “demasiado” fácil, ya lo hemos visto, solo es posible introduciendo niveles de desigualdad y destrucción incompatibles, al final, con la humanidad misma. Pero para no acabar en este tono apocalíptico, citaré otro mito: el de Penélope, que supo, desplegando mayor astucia que la de Ulises, mantener a raya a 108 hombres y convertir la espera y la atención en la condición misma de todas las aventuras.

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

Andar bajo el pozo que nos abriga

15 de febrero de 2024 14:56:01 CET

A finales de junio del año pasado saltó la noticia de que el poemario que se alzó con el I Premio Internacional de Poesía Joven Ángel Guinda fue “Deshabitar el cuerpo”, de María Martín Hernández (Zaragoza, 1996). Si bien es verdad que es el primer libro publicado de la autora, lo que el lector se encuentra a la hora de adentrarse en él es una obra tallada con la paciencia, el esfuerzo y el cariño de quien sabe que la palabra es lo que nos salva y une con nuestras raíces para poder llegar a ser, para poder borrar la niebla y adentrarnos en la claridad de los bosques. 

Dividido en cuatro partes Martín Hernández, vestida para la ocasión con la túnica de Virgilio, nos muestra y nos guía por un camino de vida, su vida, marcado por un dolor interior y un desarraigo al que las circunstancias le han llevado y del que solo a través de la palabra poética podrá salir, esa palabra donde el vacío se hace carne para nombrar lo que no se puede decir, para describir lo difuso. 

La senda que recorremos junto a ella se inicia en la gestación del ser, en el vientre materno, por ello no es extraño que este comienzo reciba el nombre de “Ovum”, concepto que nos retrotrae ya no solo al origen de la vida, pues con este latinismo Martín Hernández también nos declara de manera metafórica sus intenciones de volver a los orígenes y profundidades del lenguaje, el poético en concreto, concebido como un pulso que permite a la poeta profundizar en la sombra que le cerca. Un asunto que podemos encontrar en esta primera parte es el amor a su madre, una persona que para la poeta es un “cobijo”, una “isla” que le guarda y protege; un amor que se hace patente en la dedicatoria a esta sección y, sobre todo, en el poema «Ecosistema». Sin embargo, las piezas poéticas recogidas en “Ovum” están marcado por la sombra, por esa “patria oscura de lo invisible”; una oscuridad concebida como un dominio donde ni la palabra ni la vida ha surgido aún. Sin embargo, ha de dejar este lugar para acudir a la vida ante “la llamada del desierto la nombra” y comenzar a trazar sus pasos en la arena estéril del mundo. 

En la segunda parte, «Trazos en la tierra», reverberan las palabras de Rilke que rezan que la patria de todo hombre es la infancia, pues los recuerdos, el pasado, las instantáneas que crujen levemente en sus ojos – “restos de un claro en su memoria” – , son una constante en los poemas de esta segunda sección. No obstante, en este tramo del camino aparece el desarraigo de la poeta y el dolor que supone el divorcio entre el cuerpo y la mirada. El sujeto poético pierde así cuanto desea: el amor, el arte, los libros, la identidad… El choque entre la realidad y el deseo, entre el cuerpo y su idealismo le lleva a que no se reconozca y a que todo atisbo de felicidad vuele “hacia una tierra más seca, donde las larvas se mueren de sed y escupen sangre sobre el pupitre de un aula vacía”. Así pues María deja el camino iluminado para adentrarse en la noche del mundo: comienza el camino en el páramo. 

La tercera parte, “Devorar el cuerpo”, puede considerase como un tratado sobre el desierto. El dolor que siente el sujeto lírico, al igual que en Machado, empapa todo el paisaje donde el “aire teje una hemorragia” y “las raíces del roble se ahogan con el viento”. El yo poético se encuentra en medio de un erial donde el silencio y la herida es lo único que respira. Pero contra todo pronóstico, es en esta misma tierra baldía donde toma conciencia de que la única manera de diluir la tierra yerma en la que se encuentra es la palabra poética, la única vía para “llegar a la raíz de la sombra” que le domina y así, poder zafarse de la maraña de seda en la que se encuentra y abrirse a la vida, filosofía que se refleja en la última parte del poemario, “Sostener el vuelo”, que se configura como un homenaje precioso a la poesía y al verbo poético. Aquí, el yo lírico se adentra en la materia prima de las palabras para poder encontrase a sí misma en el fondo de ellas y arropar sus raíces. El silencio, que durante todo el poemario había sido la señal de la mudez de la vida, aquí se alza como mudez del mundo, es decir, como una puerta abierta a lo sensible. El silencio así se conforma como el elemento previo y necesario al poema. La poeta, a través de su dialecto, camina por el desierto comprendiendo que “escribir es fracturar las sombras”, adentrarse en la oscuridad para poder destruirla y resucitar las raíces. 

Finalmente, todo esfuerzo tiene su recompensa y el sujeto poético llega al claro de un bosque donde la influencia de María Zambrano es patente y que hace que dicho lugar se erija como un símbolo de esperanza, claridad y revelación. Después de tanto dolor, María llega la ataraxia a través de un argot que le ha enseñado que restañar la herida no es sumirla en el olvido, sino aceptarla porque, como sabiamente sentencia, “el único arraigo es andar bajo el pozo que nos abriga”. 

Como se puede observar, esta primera muestra de Martín Hernández presenta a su autora como una escritora madura que ha alcanzado una voz propia alejada de las tendencias imperantes de la poesía contemporánea pues, como todo poeta consecuente, Martín Hernández tiene claro que el único compromiso que tiene es consigo misma y con la palabra. 

 

María Martín Hernández,  Deshabitar el cuerpo, Zaragoza, Olifante, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Alejandro Bona Ester

Quienes hayan visto El pequeño salvaje, de François Truffaut, quizá recuerden la escena en que el doctor Pinel le dice al doctor Itard el extraordinario momento que supondrá para todos que Víctor de L’Aveyron se admire por primera vez ante las maravillas y las bellezas de París, ignoradas por esa criatura desamparada que ha vivido prácticamente desde que nació como un rudo animal, solitario y sin las más básicas nociones de educación y moral. Pinel está convencido de que el niño sabrá reconocer y disfrutar de la objetiva belleza de los monumentos y de las obras de arte en cuanto los tenga delante de sí. Sin duda, se trata de una escena (recreación, por cierto, de los apuntes recogidos por el médico y pedagogo Jean Itard, que nos legó un fabuloso conjunto de apuntes y reflexiones sobre el proceso educativo al que sometió a Víctor para que dejara de ser un salvaje y se convirtiera en una persona civilizada) en la que se da por hecho que la idea de belleza no es un constructo cultural ni una noción cargada de historicidad, variable, elástica, incierta, sino más bien un concepto invariable, universal y por ello mismo connatural a todos los seres humanos, independientemente de las circunstancias y del tiempo que les haya tocado vivir. Pinel parte del axioma de que la belleza, en cualquiera de sus manifestaciones, naturales o artísticas, tiene que provocar el mismo efecto de conformidad y de refrendo en todos los sujetos que la contemplen. Se diría que tal planteamiento bebe en gran medida de la filosofía platónica, que concibe la idea de belleza (y, por extensión, cualquier idea) como un ente inmutable, cuya naturaleza definitoria no depende de ninguna opinión subjetiva, personal o colectiva, pues está al margen de los vaivenes e inconstancias de lo temporal, como un Absoluto intempestivo.

En su muy entretenido e instructivo Diccionario de las Artes, Félix de Azúa refiere que la idea de belleza, según los antiguos era cosa del espíritu, del intelecto, no de las obras de arte ni de la naturaleza, cosas estas groseras y más o menos prácticas. Según él, lo bello concebido como una necesidad siempre presente en las obras de arte o en la naturaleza es algo relativamente tardío, ya que si exceptuamos a los herederos renacentistas y a los neoplatónicos platonianos, la primera teoría consciente que pone en relación de necesidad lo bello y el arte es la estética de Kant en su tercera Crítica o Crítica del Juicio. Bello es lo que produce un placer «desinteresado», agradable y sereno. Lo contrario, por ejemplo, un trozo de mierda enlatada, algo repugnante y nada agradable, no sería, desde la óptica kantiana, digno de llamarse bello, y mucho menos obra de arte. Y lo mismo podría decirse de la imagen fotográfica de la explosión producida por el impacto mortífero de un avión contra un rascacielos, que, en principio, lejos de provocarnos una sensación de serenidad, nos causaría una honda conmoción y, por supuesto, tristeza, pánico y espanto.

Pero, con Hegel, lo bello deja definitivamente de formar parte necesaria de los productos de las artes y pasa a tener sólo una presencia histórica. Porque lo que la racionalización de la estética hegeliana consigue es que las bellas artes se dejen ver por primera vez como una sola unidad a lo largo de toda la historia, haciendo así que todos los pueblos de la tierra aparezcan unidos en una tarea gigantesca: el arte, o sea, el Arte. El Arte, la Belleza, como algo universal, que se ha ido desarrollando o desplegando en sucesivos pero diferentes momentos históricos, pues lo propio del Arte o de la Belleza no es su inherente necesidad inmutable a las obras artísticas o a la Naturaleza (como pensaba Kant), sino su historicidad y, sobre todo, la conciencia de esa historicidad, ausente en los egipcios, los griegos, los chinos o los cristianos. Ahora bien, desde el momento crucial en que el artista (pero también el crítico, el espectador, el Estado) toma conciencia histórica de lo que sea el Arte o la Belleza o la obra de arte bella, es decir, desde el momento en que las artes se universalizan con el desarrollo de las democracias occidentales tecnologizadas, la idea de Belleza se destruye o, peor aún, se diluye en un maremágnum confuso de propuestas y ejecutorias en las que todo puede acabar entendiéndose como obra de arte bella, desde  un trozo de mierda enlatada hasta la imagen fotográfica de la explosión producida por el impacto mortífero de un avión contra un rascacielos. De manera que hoy en día ya no existen unas coordenadas precisas bajo las cuales amparar el concepto de belleza, pues todo puede ser Bello y todo puede ser Arte.

¿La Belleza ha muerto? ¿Dónde está la Belleza? ¿Qué es la Belleza? En Un instante en el paraíso, 50 aforistas españoles ejemplifican a través de sus aforismos que actualmente la Belleza se puede decir de muchas maneras, y cabe tanto verla en lo sencillo como en lo recargado y barroco, en lo que atrae a unos como en lo que repele a otros, en lo preciso como en lo impreciso, o, en fin, en cualquier cosa que sea susceptible de llamarse bello por el hecho mismo de que se le quiera llamar así. Precisamente, en el prólogo que firma José Luis Trullo, se hace hincapié en la urgente necesidad de recuperar el auténtico sentido de la palabra Belleza, tan poco escrupulosamente manejado en nuestra sociedad, que ve sin inmutarse cómo ese venerable vocablo u otros como Verdad o Dios «que siempre se pronunciaron con recato y moderación, ahora corren de boca en boca (y de tuit en tuit) de un modo desconsiderado». Cree Trullo que esa misión de rescate del sentido verdadero de la Belleza corresponde fundamentalmente a los poetas (y quizá por ello no sea casualidad que haya tantos poetas entre esos 50 aforistas), «quienes, según Heidegger, fundan lo que dura, ante todo, preservando las palabras del mal uso al que se ven sometidas». Pero leyendo a estos poetas que escriben aforismos, mi impresión es que, como dice uno de ellos, la posibilidad de acertar mucho respecto a que sea la belleza es tanta como la posibilidad de errar mucho. Y es que la Belleza, el inodoro de Marcel Duchamp mediante, ya no podrá ser nunca más entendida como lo que fue.

Tal vez, o sin el tal vez, porque Hegel tenía razón.


Un instante en el paraíso, Ricardo Virtanen (ed.), Apeadero de aforistas, 2023.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Álamo

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