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Configurar sentido descendente

La grandeza de lo pequeño

7 de diciembre de 2023 14:22:08 CET

Ricardo Díez Pellejero (Bilbao, 1971) cuenta con una amplia y contrastada trayectoria literaria en su haber; con anterioridad, entre otros, ha publicado los libros de poesía Stromboli (Editorial Braulio Casares, 1999), El viajero en la tormenta (Lola Editorial, 2001), El cielo del sol mecido (Olifante, 2007), Pornai en el Hostal Roma (Los libros del Gato Negro, 2019) y MICTlÁN, Odas a la muerte (Olifante, 2020); ha formado parte de las antologías Archipiélago de voces (Universidad de Zaragoza, 1991), Los Borbones en pelota (Olifante, 2014), Parnaso 2.0: Un mar de labrantíos / Antología de poesía aragonesa del siglo XXI (Gobierno de Aragón, 2016), Amantes (Olifante, 2017) y Poemas a Miguel, a Miguel Labordeta, claro (Libros del frío, 2021). Columnista y articulista habitual como reseñista literario en Heraldo de Aragón, Turia y otras publicaciones, fue director de la revista literaria Imán, editada por la Asociación Aragonesa de Escritores, en la que se dejó la piel y en la que llevó a cabo una interesantísima y muy meritoria labor de difusión de escritores de diferentes lenguas y países. Ha sido publicado parcialmente en China, Macao y Bulgaria y traducido al inglés, al serbio, al búlgaro y al portugués. Visitante y residente asiduo de la Casa del Traductor en Tarazona, colaboró con la poeta y traductora Rada Panchovska adaptando al español su Poesía búlgara contemporánea, una obra que mereció el VI premio Marcelo Reyes a la Traducción (Olifante, 2021). Ha sido invitado por el Instituto Cervantes a presentar su obra en Sofía y ha participado en actos del XXVIII Festival Internacional de poesía de Bogotá y en los Conversatorios del Instituto Confucio de Costa Rica en 2021. 

Y ahora, en Olifante —una de las más grandes y longevas editoriales de poesía con que cuenta este país—, publica Ricardo Díez El silencio del colibrí, su tercer título en esta casa, un libro estructurado en cuatro partes —«Taxonomía», «Etología», «De su ecología» y «De su biología evolutiva»— con el que consolida avances y logros anteriores y en el que continúa dando forma a su singular y personal proyecto poético, una propuesta que pasa por el deambular de un sujeto que camina —ya desde el primer poema, titulado «Sandalias»— a la intemperie. 

En las citas iniciales que abren el libro (incluida la dedicatoria a sus hijos, Cloe y Alex), aparece la palabra «silencio» mencionada hasta en tres ocasiones (un término que encontramos de nuevo entre las palabras de Alejandra Pizarnik que anteceden al poema que abre el libro). En «Humildad», una de las composiciones de este libro, leemos: la literatura «es un viaje / a través del silencio de un pueblo» (p. 25), en «Ayer un limonero»: «Quien en silencio obra / labra silencios» (p. 38) y en «Lindes» se habla de «Escribir un silencio» (p. 57). Son solo unos pocos ejemplos. Sin duda, el silencio funciona como un motivo vertebrador a lo largo de todo el conjunto, un elemento que respira y que deja su huella entre las palabras, más aún en un mundo como el nuestro, arrasado y cegado por tanto ruido fútil. El objetivo no es baladí, se trataría de llenar —como leemos en «Antiexistencia», otro de los poemas de este libro— «ese hueco en el ser […] / un lugar en apariencia vacío, / pero que muda y avanza / para ser evidencia de luz» (p. 36). Pero, ¿cómo llenar ese hueco?,  ¿cómo conseguir que el silencio respire entre las palabras?, más aún en un mundo, repito, en el que el ruido, la impostura y el espectáculo ciegan a menudo lo más interesante y conmovedor de la existencia. 

Frente a las tendencias más planas y sensibleras que pululan en el panorama poético actual, la propuesta de Ricardo Díez ofrece signos de resistencia y renovación, índices reveladores de una escritura, a la vez, más libre y comprometida con el ser humano, el lenguaje y los paisajes de este tiempo. A la luz de poetas como la ya citada Pizarnik, Rosalía de Castro, Yordanka Beleva, Andrea Cote, Dulce María Loynaz, Alfonsina Storni o Celia Carrasco Gil, entre otras, la voz poética de Ricardo Díez logra encontrar un registro auténtico y personal al margen de los senderos más trillados y aplaudidos. Se trata de una escritura aparentemente sencilla pero cargada de matices sorprendentes, una propuesta que no deja de interpelar al lector, de quien exige una atención —que no una entrega— incondicional, una poesía repleta de diferentes registros y formas, volúmenes presentes y espacios sugeridos, una escritura conmovedora que nos reconcilia con lo más ancestral de nuestra existencia, como sucede, por ejemplo, en ese sugerente e inquietante poema titulado «Altamira». 

Conocido como chuparrosa, tucusito, ermitaño, picaflor, huitzil (‘espina preciosa’, en náhuatl), el colibrí —que es un ser muy inteligente (tiene el cerebro más grande en el mundo de las aves en proporción a su tamaño corporal)— no puede emitir vocalizaciones pero sí chirridos para comunicarse, construye su nido con el lengüeteo y con su lengua tubular, que es más larga que el pico, chupa la savia de los árboles y el néctar y el polen de las flores con los que se alimenta. A partir de ahí, ¿cómo es ese silencio del colibrí al que se alude en el título de un poema que a su vez da título a este libro? A mi parecer, se trata de un silencio que guarda el secreto al que accede, como leemos en ese poema, «quien se adentra en la mayor espesura», un silencio que custodia un saber crepuscular y postrero: «Pronto sentirás, con mi último aliento, / el silencio del colibrí» (p. 40). El colibrí, por otra parte, simboliza la verdad y el misterio de lo pequeño, de lo que pasa desapercibido, de lo que avanza sin hacer ruido, de lo que nos acompaña en la soledad y el silencio (Tomás Sánchez Santiago escribió acerca de estos motivos un libro muy evocador y recomendable, La belleza de lo pequeño). 

Lo he expresado en otras ocasiones. Si queremos describir la relación que Ricardo Díez mantiene con la poesía, no cabe hablar de un capricho o una moda pasajera sino, más bien, de una práctica constante, meditada y prolongada en el tiempo, un trato asumido con rigor y seriedad dado que él sabe lo mucho que se juega en cada palabra. Y así ha sucedido desde el inicio de una trayectoria que he tenido la fortuna de seguir de cerca y que se ha caracterizado, insisto, por el deseo constante de interpelar al lector, al que se ha dirigido como un compañero de viaje en la travesía escabrosa de la vida y a quien no deja de plantear cuestiones que apelan a los motivos esenciales de la vida, preguntas que demandan respuestas necesarias. Se trata de ejercer la opción del movimiento continuo que supone la celebración de la vida como viaje, a sabiendas de que el saber más certero es siempre un saber incierto, un proceso en construcción, un deambular, un caminar sin una ruta previamente trazada, y esto, como digo, es un motivo recurrente a lo largo de todos sus libros. 

En este sentido, y porque he sido testigo muy próximo de cómo ha ido desarrollándose su trabajo con las palabras a lo largo de todos estos años, me gustaría dar prueba del compromiso con el que Ricardo Díez ha encarado su labor escritural, del trabajo de construcción arquitectónica con el que ha afrontado este libro, un volumen que contiene algunos poemas memorables —«Ayer un limonero», «Lindes», «Silbares», «No cazarás vampiros»— en el que nada ha quedado al azar y todo es resultado de una elección deliberada, del respeto y la consideración —en fin— que este hombre siente por la escritura poética.

Escrito en Sólo Digital Turia por Alfredo Saldaña

Que le den a Piaget

7 de diciembre de 2023 13:55:56 CET

“Que le den a Piaget”. Esta frase, que pronuncia un personaje de esta originalísima obra, la doctora Steimmel, expresa muy bien el impulso que subyace en todas sus páginas y encarna su protagonista  y narrador, Ralph, un bebé inteligentísimo que lee libros de filosofía y matemáticas, conoce a los autores clásicos y a los pensadores posmodernos, y sabe de teoría literaria, lingüística, y disciplinas próximas, en fin, que se ha saltado todas las fases de desarrollo y supera al más sagaz de los adultos. Además se niega a hablar, a hacer los movimientos bucales que dan lugar a la oralidad, no se trata de un rechazo ideológico al lenguaje, que utiliza en breves notas cuando lo necesita, sino a la comunicación,  al contacto, una forma de rebeldía. Por lo demás, posee todas las limitaciones de un niño pequeño.

Esta personalidad improbable, para utilizar el mismo término con que Ralph descalifica las acciones de un cuento que le leen, nos introduce, una vez aceptada, en varias líneas o dominios de desarrollo, más o menos interconectados. 1. Ralph y sus padres, cómo los ve (“Mi padre era postestructuralista y a mi madre”, a quien prefiere y considera más inteligente, “le parecía un ser vomitivo” ), cómo reconocen y viven su condición, y su vida posterior; 2. las peripecias que surgen una vez que lo llevan a la psicóloga (secuestrado, primero por esta y una especialista en monos, luego por una agente gubernamental que lo conduce a instalaciones militares donde pretenden hacer de él un espía, pero de donde sale esta vez en manos de una pareja de hispanos que lo quieren como hijo,…) y 3. Finalmente, pero no menos extensas, las creaciones y/o evocaciones de Ralph (poemas, listas de palabras, citas, recreaciones y reflexiones personales). Cada capítulo, por otra parte, va encabezado de esquemas y estructuras, preferentemente de relaciones semióticas más o menos fieles (el cuadrado semiótico de Greimas, la semiótica connotativa de Hjelmslev, etc.). Aunque la historia de los padres y los secuestros sigue un orden más o menos natural y configura una trama perfectamente reconocible, no se presenta de manera continua, sino entremezclada con documentos variopintos: poemas y listas de palabras elaborados por Ralph, conversaciones entre reconocidos filósofos y académicos (Nietzsche y Wittgenstein, Sócrates y James Baldwin, Barthes y Hurston,…), reflexiones y evocaciones de textos, predominantemente de estética, psicología, semiótica, teología y teoría de la ficción:

Mi escritura no era una amenaza para mi pensamiento, ni era una amenaza para mi significación ni de manera alguna se oponía a mi significación  (porque era mi significación) y no era de ninguna manera opuesta al pensamiento o lenguaje interno o a cualquier fijación de significado. Era lo que era y eso era todo lo que era porque ¿Cómo podía, como cualquier otra cosa, finalmente, haber sido cualquier cosa?

Aunque la conexión entre los epígrafes no responde a la causalidad narrativa más que en lo que se refiere al avance de la trama, los contenidos más reflexivos y eruditos, muy numerosos, tienen doble coartada: por un lado se relacionan con las profesiones de los personajes: la madre (pintora), el padre (“profesor universitario”), la psicóloga (“iba a revelar los secretos de la adquisición del lenguaje diseccionando mi cerebro), la primatóloga (“iba a mostrar que los monos eran también personas”), etc.; por otro, la propia actividad discursiva del narrador y sus preocupaciones con el lenguaje y la ficción, con frecuencia, tautológicas, contradictorias o simplemente absurdas.

El resultado, en mi opinión es sorprendente, múltiple y paradójico; sorprendente, porque a pesar del revoltijo de microtextos y lo abigarrado de su estructura, el libro no pierde unidad y puede leerse de corrido. Es posible que no entendamos algunas reflexiones, pero pueden disfrutarse con independencia de lo que quieran decir, gracias a su formulación, recursiva, paradójica y metafórica, poética en fin, pues atraen la atención por sí mismas: “el aburrimiento es una colina elevada, un nido de cuervo, un puesto ciego en una batida”. Múltiple, porque el componente más “filosófico” puede proyectarse, de manera literal o irónica, sobre los personajes y la trama, sobre el lenguaje, sobre la actividad narrativa de Ralph, sobre el mundillo académico, etc. Y paradójico, porque la obra no deja de ser densa y simple a un tiempo, al menos si no se pretende entender seriamente y en toda su aparente complejidad las parrafadas frecuentemente superabstractas. La trama no presenta dificultades y los contenidos no narrativos pueden asimilarse simplemente como un paisaje conceptual, un tono o colorido que brilla con diversos matices, a veces contradictorios: rigor y palabrería, ironía y seriedad, trivialidad y trascendencia, expresión y diversión. Como en el siguiente diálogo entre Sócrates y James Baldwin:

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SÓCRATES: Ya sabes que envidio tu arte. Ser capaz de crear un mundo, construir gente, mentir de la manera en que lo haces tan convincentemente. BALDWIN: Yo no lo llamaría mentir. SÓCRATES: Muy bien. Pero tengo una pregunta para ti. Creas un mundo y para hacer eso tienes que recurrir al mundo que conocemos y luego recrearlo. ¿Es así más o menos? BALDWIN: Más o menos. SÓCRATES: Así que, para presentar un mundo como lo haces tú, tienes que comprender plenamente el mundo del que has tomado tu material y tu sustancia. BALDWIN: En realidad, es el hecho de crear el mundo de mi ficción lo que me permite comprender el llamado mundo real. SÓCRATES: Pero ¿cómo puede ser eso cuando el mundo real es el que necesitas antes de poder comenzar tu arte?

Una figura especialmente relevante es Roland Barthes. No aparece solo como nombre de reconocido prestigio académico, sometido a la visión irónica y hasta satírica que este mundo recibe de continuo, sino que se hace presente como personaje (admirado por el padre de Ralph), sirve de conexión con la trama, y aporta un toque irónico suplementario al contraponer el ambiente norteamericano a la France que él representa (“Nosotros los franceses tenemos un dicho. C’est plus qu’un crime, c,est une faute”, le dice a la madre de Ralph a propósito de la infidelidad de su marido. “Soy francés, ya sabes”).

A pesar de la mala imagen personal que el texto da de Roland Barthes y la reducción al ridículo de algunos de sus pensamientos, dos observaciones suyas sobre el lector, nos parecen aplicables a Fligo. “En el texto solo habla el lector”, dice en S/Z; el lector no inventa las palabras, pero las hace suyas, las dice al leerlas y hace con ellas lo que quiera o buenamente pueda y, en definitiva, dicen lo que el lector les permite decir. En este caso, tiene muchas opciones: puede abandonarlas si la trama le resulta insulsa y los discursos pedantes, puede saborear estos por su belleza formal (espléndida la traducción de Cristina Gutiérrez Valencia y Javier García Rodríguez), por los pensamientos que le suscitan, por la visión irónica que desarrollan, por los contrastes y confluencias con los avatares de la trama, puede seguir la trama porque le suscita expectativas y saltarse consciente o inconsciente los otros párrafos, o puede dejar en segundo plano la trama y recorrer los epígrafes discursivos, buscando relaciones y significados entre ellos o deleitándose con cada uno por separado, etc. La segunda observación de Barthes, conectada con la anterior, se refiere a  À la recherche du temps perdu, pero puede aplicarse a Glifo: “uno no se salta nunca los mismos pasajes, de ahí que pueda releerlo con gran frecuencia porque no es nunca el mismo libro”. Y eso es lo que le ocurre a Glifo, un libro singular y, al mismo tiempo, muchos libros en relación con los conocimientos de los lectores, sus gustos, su sentido del humor, su espíritu crítico, sus momentos de atención y desconexión.

Ralph apenas escribe breves notas en momentos críticos y nunca habla, pero el lenguaje, la semántica, el significante y el significado, están presentes obsesivamente en sus reflexiones y citas, en su lenguaje de narrador que no sabemos si es una transcripción de un pensamiento no verbal a palabras o la reproducción de un discurso interior. Es particularmente significativa, además, la presencia de la semántica greimasiana, cuando ya había perdido actualidad. Sin duda conceptos como el de isotopía, de raíces más científicas que filológicas, están en la base de las jergas postestructuralistas de las que el texto se hace eco, falta solo la fuerza literal de la definición de Greimas: “la permanencia de una base clasemática jerarquizada que permite, gracias a la apertura de los paradigmas, la variación de las unidades de manifestación”. Iguálalo, Ralph.

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Núñez Ramos

Entre la rabia y la resignación, entre la ambición y el disgusto deambula Magda Pórtelky, la protagonista de Colores y años, una novela de una frondosidad de estilo (estructura y disposición) y una intensidad narrativa exacta, de bello vuelo lírico. Publicada por Greylock y traducida por José Miguel González Trevejo y Eszter Orbán, con quien hablamos de esta historia escrita por Margit Kaffka, una autora no muy conocida en nuestro país que sorprende por la belleza de su estilo y la claridad de su mirada. 

 

- ¿Por qué habría que leer a Kaffka?

- A mí, personalmente, me gusta leer a Kaffka porque sus narraciones dan testimonio, por lado, de una lucidez y una sensibilidad sin par en cuestiones sociales; por otro, de una pasión narradora que le lleva a crear un lenguaje y un estilo inconfundibles.

 

Clarividencia social y pasión narradora

 

- ¿Qué hace de su estilo el de «una grandísima escritora» como calificase Kafka?

- En las narraciones de Kaffka, la mayoría de corte realista, muy centrada en problemas de la época, hay mucho lirismo, mucha música. Algunos críticos califican su escritura de impresionista, y de hecho, como podemos ver también en Colores y años, Kaffka está muy preocupada por transmitir sensaciones -olores, aromas, sonidos-, por describir estados de ánimo, procesos psicológicos, ambientes. Para lograrlo emplea los más variados recursos poéticos, desde la hipérbole hasta las onomatopeyas. Creo que no es el estilo en sí lo que hace de Kaffka una gran escritora, sino esa curiosa mezcla de realismo y modernismo, de clarividencia social y pasión narradora, de precisión y lirismo.

 

“Margit Kaffka representa la mujer moderna, muy valiente y con un criterio independiente”

 

- ¿Cuánto de la protagonista, Magda Pórtelky, hay en la propia Margit?

- Aunque estemos convencidos de la «muerte del autor», a lo Roland Barthes, hemos de reconocer que las personas que rodean a un autor en la vida real y su propio yo siempre han constituido fuentes de inspiración para los personajes de ficción. «Madame Bovary, cest moi». En el caso de Magda Pórtelky, la autora se inspiró más bien en la figura de su madre. Margit Kaffka pertenecía a otra generación, era representante de la mujer moderna, muy valiente y con un criterio independiente. Gozaba de una sensibilidad social única, era progresista, adelantando muchas veces a su entorno. Era más clarividente en un sinnúmero de cuestiones sociales que sus celebrados coetáneos masculinos. Fue pacifista desde el primer momento en la I Guerra Mundial, cuando los demás intelectuales aún celebraban la guerra; condenaba la explotación de las clases cuando las criadas aún constituían uno de los fundamentos de la vida burguesa; arremetía contra la desigualdad entre hombres y mujeres y consiguió hacerse un hueco entre los mejores escritores del círculo de la revista Nyugat, todos varones. Poco que ver, pues, con la pobre Magda Pórtelky, tan débil y pasiva. No obstante, cabe recordar que son dos generaciones distintas, tiempos diferentes.

 

“Una novela sobre la tragedia de muchas mujeres condenadas a la pasividad”

 

- Colores y años nos habla de una mujer que trata de rebelarse contra el orden establecido, contra el lugar que se le asigna a la mujer, pero que no es capaz de terminar de hacerlo. ¿Por cobardía o por imposibilidad?

- No veo en Magda tanto deseo de rebelarse. Es una mujer incómoda con su situación, eso sí, pero no se rebela. Es muy ambiciosa, pero ambiciona ante todo lo que se puede conseguir a través de un marido: el bienestar y un estatus social alto. Mientras parezca contar con todo esto, lo demás importa poco. Pero no quiero culparla, así era la época. La mujer no existía como persona autónoma, con decisiones propias acerca de su vida, en todo dependía de su familia y de los hombres. Eran otros los que decidían sobre su futuro. Hay que recordar que el matrimonio era una institución económica, de él dependía la supervivencia de una mujer, y muchas veces también la de su familia. Me parece que al principio de la narración Kaffka describe magistralmente la presión a la que estaban sometidas las muchachas jóvenes al entrar en edad casadera. Encontrar un marido era cuestión de vida o muerte, de éxito o fracaso social. En fin, para mí, la historia de Magda Pórtelky refleja la tragedia de muchas mujeres condenadas a la pasividad por las absurdas reglas de la moral y las exigencias injustas de la sociedad.

 

“Kaffka experimentó en carne propia lo difícil que era ser madre, mantener a su hijo trabajando, realizar las labores de la casa y ejercer de escritora”

 

- ¿De qué modo entiende Margit Kaffka el amor?, porque Magda cree que no puede ser ella sin un marido pero, al tiempo, el matrimonio la constriñe, le depara una vida miserable, pero después vive de su pensión… parece una mujer romántica, pero solo en el recuerdo…

- Como lo mencioné anteriormente, Kaffka era una mujer muy diferente de su protagonista. Al final del libro, la narradora habla de sus hijas, que estudian y trabajan, ellas sí que pertenecen a la generación de la autora y guardan más parecido con ella. Con todo, Kaffka era una mujer excepcional incluso para su época. Según sus cartas y sus notas de diario, no se conformaba con la vida que le ofrecía a una mujer su clase y su época y anhelaba la independencia intelectual y económica en un entorno más bien hostil ante semejantes pretensiones. Al divorciarse de su marido renunció a una vida burguesa segura y predecible, y junto con su hijo se fue a vivir por su cuenta a un apartamento de Buda. Kaffka experimentó en carne propia lo difícil que era ser madre, mantener a su hijo trabajando, realizar las labores de la casa y ejercer de escritora.

 

“El inmovilismo social a finales del siglo XIX es absoluto”

 

- ¿Hasta qué punto la condiciona el paisaje, ese inmovilismo social que la rodea?

- El inmovilismo social es absoluto y la provincia húngara de finales del siglo XIX en la que está ambientada la novela lo refleja a la perfección. Se respira el mismo aire que en los dramas de Chéjov, en los que los protagonistas anhelan huir de aquel mundo rural restringido, sin posibilidades ni sorpresas, donde su destino está ya escrito. Para ellos, Moscú permanece eternamente en un sueño; Magda, sin embargo, logra salir de la provincia y llega a Budapest. No obstante, las posibilidades de las que goza una mujer en la gran ciudad para salir adelante no resultan ser en absoluto mejores o más dignas que las que tiene una mujer en la provincia.

 

-¿De qué es víctima Magda?

- Es víctima de las normas sociales, desde luego, y también de su propia ambición, bastante materialista, de su debilidad y falta de valentía.

 

- Pienso en el personaje de Telekdy, ambivalente, por un lado reivindica unas condiciones dignas para los campesinos, al tiempo que su gran preocupación es la orientación de las ventanas de los graneros.

- Telekdy es una figura interesante. Al contrario de la protagonista, él sí que se atreve a enfrentarse a las normas vigentes, a pregonar sus ideas progresistas traídas del extranjero y leídas en unos libros, a implementar cambios sociales. Sin embargo, sus ideas son confusas y contradictorias, sus convicciones, incoherentes e inestables. Es un personaje excéntrico, ridiculizado por su entorno e incluso por la propia autora. Me recuerda un poco a Bouvard y a Pécuchet, esos personajes de Flaubert.

 

Colores y años no es un simple alegato feminista

 

- ¿Cuánto de crítica política podemos encontrar en Colores y años?

- Mucha. Por todo lo que acabo de decir. Recuerde, «the personal is political», en el caso de Magda Pórtelky también. Sin embargo, el libro no es un simple alegato feminista o un escrito contra la retrógrada sociedad húngara de la época, la sociedad es solo el marco de la vida de la protagonista.

 

- ¿Qué le impide a la protagonista sistemáticamente evitar tomar decisiones, actuar?

- Yo aprecio especialmente Colores y años porque -eso me parece a mí- muestra con gran maestría cómo las decisiones personales y la realidad social están interrelacionadas. Magda Pórtelky es una mujer débil en una sociedad injusta y llena de restricciones para las mujeres, como para muchos otros sectores de la sociedad.

 

- ¿Qué ha sido lo más gratificante y lo más complejo de traducir esta obra?

- En esta traducción, como en muchas otras, he trabajado en tándem con José Miguel González Trevejo. Traducir este libro ha sido un gran reto y a la vez un enorme placer para los dos. Recuerdo que al escribir la última frase en español me emocioné. En cuanto a las dificultades, una de ellas fue comprender el original, incluso para mí, que soy húngara. El texto está lleno de expresiones que han caído en desuso, de palabras raras. Tuve que consultar a varios especialistas, desde historiadores de la moda hasta expertos en gastronomía. Leer a Dezső Kosztolányi, por ejemplo, que era coetáneo de Kaffka, resulta mucho más fácil, su lenguaje parece más moderno, más ligero. Lo que más quebraderos de cabeza nos dio fueron las complejísimas, muchas veces interminables frases de Kaffka, con su acumulación de adjetivos, sus intercalaciones, etc. El gran reto ha sido conservar en la traducción las particularidades del estilo de la autora, sin violar la lengua española y creando un texto legible del que pueda disfrutar el lector español. Espero que lo hayamos conseguido.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

Un libro diferente para un lector diferente

20 de noviembre de 2023 14:20:53 CET

Javier García Rodríguez (1965) lleva publicados los suficientes libros de poesía con personalidad diferenciada e inusual, tierna y ácida, mordaz y reflexiva, burlona a veces, como para empezar a considerarlo seriamente. La cuarta pared (2023), libro de poemas que ahora nos ocupa, completa un legado amplio, versátil y diverso, formado por Los mapas falsos (1996), Estaciones (2007) y Que ves en la noche (2010). No solo, pero sí el que afecta a la poesía no dedicada a un público juvenil, para la que escribió los estupendos Mi vida es un poema y Miedo a los perros que me han dicho que no muerden (2020). Casi treinta años de escribir poesía de corte claro y donde “no es fácil distinguir/actor y personaje” (2023: 85). El título de este último libro surge de esa confesionalidad que habla de un pacto de verosimilitud. Un mundo donde las circunstancias íntimas, rememoraciones, el padre, “levantar una casa” u hogar, la memoria personal reencontrada, se combinan con la mordacidad de quien se aparta de la “normalidad” del mundo moderno e ironiza. Sí. La cuarta pared tiene la virtud de que habla al público sentado en la butaca, al espectador o lector, desde lugares donde se reconoce. Verso libre, pautado y estrófico en alguna ocasión, al servicio de un tono ligero contra “la gravedad y sus secuaces” (2023: 29). Sí. Estamos ante una poesía muy personal y muy apetecible, legible, atractiva en sus aciertos, que son muchos, y fuera, sobre todo fuera “de lugares comunes, /de panfletos, de fórmulas vacías” (2023: 80). 

Unas breves líneas para consignar algunas filiaciones parecen necesarias, o lugar en la historiografía lírica de la que forma parte Javier García Rodríguez. Sin duda uno de los rasgos de época de una gran parte de la lírica de los 80/90 tuvo la cortesía de la claridad. La suya trae esos genes de la claridad realista (y crítica) con poco que ver con la fragmentación posterior, mucho menos con las poéticas del silencio y las vinculaciones con el versículo que los ecos del asociativismo han vuelto a replantear con diferentes miradas. El realismo español, ajeno a la Nueva/Otra Sentimentalidad (aunque es poeta que sabe narrar líricamente), tuvo en poetas como Jorge Riechmann o Ángel Guinda, una mirada crítica (pienso también en Alicia Bajo Cero), que, en el caso de Ernesto Pérez Zúñiga, se combinaba también con un simbolismo y un mundo de analogías, aquí también presentes, partiendo de las plantas. Una mirada personal, reflexiva, donde las vicisitudes de la vida nos emplazan en la misma aventura de intentarla y en las que Javier García indaga desde el mundo de las plantas…y los cactus. Lo hace con un tono más serio que en el poema inicial, donde rememora su vida “y la famélica legión que yo era entonces” (2023: 8), entre la ternura y el humor, novias piadosas en aquel mundo del extrarradio, donde el amor daba “la dosis exacta de temor y compasión, catarsis y suburbio, fábula y periferia” (2023: 8). Ahí hay también un mundo de partida…y de insurgencia. La rememoración, los amores, la reflexión que sabe escoger héroes clásicos y de los medios de comunicación de masas, el cine, para decir algo nuevo e inesperado, la distancia con la sociedad de consumo llena de humor e ironía sutil y otras más “bertsolari” (a lo Jon Juaristi), alcanza a la propia obra y el lograr un “poema sublime” (2023: 31). Y, sin embargo, esta poesía íntima muchas veces y tierna otras, tras/pese al/el encofrado del análisis y la mordacidad inteligente, denuncia el fin de las ideologías en manos de las marcas comerciales, mientras apela al hombre en su fragilidad, en ese espacio donde tiene que vivir, en esta sociedad del anonimato donde “Todos somos nosotros:/nadie en suma” (2023: 59). 

Y en todo este tráfago un poema espléndido “Supermercado” (2023: 71-74), no sólo, pero este casi dando broche al libro, llega para resumir gran parte de su poética. La mirada ácida y tierna sobre ese “Metrópolis” donde todo se basa y hace primar el poder del dinero pues solo hay “intercambio de papeles/ usados por mil manos” (2023: 73). Un mundo  de urgencias donde “nadie seduce con la mirada tierna a un desconocido” (2023: 73) en el anonimato más cruel, y donde por supuesto nadie sabe que ha muerto Leonard Cohen. Ni le importa. Una delicia de libro diferente, para un lector diferente, en suma, alejado de tanta pedantería o tanto borbolleo de palabrería o de géneros híbridos, de “proemas” o poemas ininteligibles, o de haikus manidos.

                       

Javier García Rodríguez, La cuarta pared, León, Eolas Ediciones, 2023.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales Barba

El momento analírico. Una historia expandida de la poesía en España de 1964 a 1983 (Akal) es un artefacto fascinante para (re)pensar el hecho poético enmarcado en un transcurso de tiempo convulso, aún inocente en muchos aspectos, hambriento de nuevas formas expresivas conjugadas con el deseo de hacer comunidad, de habitar el espacio público, de zarandear la mirada del espectador para que forme parte de lo contemplado. Su autora, la poeta e investigadora María Salgado (Madrid, 1984) lo explica con detalle.

 

- Tendemos a pensar que la poesía es exclusividad del poema. ¿Cómo reconocer lo poético, allí donde se manifieste?

- Eso cada quien sabe, no hace falta que nadie te diga o te preescriba, sino solo tal vez desaturdir los sentidos, porque la cosa es bien del orden sensorial. Una alteración en la percepción, una descarga, un desvío o corte o apertura del significado más conveniente y esperable, una tensión que no se resuelve y que te causa extrañamiento y/o una sensación placentera: todo eso son señales.

 

- ¿Cuál es el vínculo, de haberlo, entre poesía y política?

- No se me ocurre un no vínculo, en la medida en que los poemas son leídos y escritos por personas que comparten con otras personas el espacio social, y están hechos en una lengua que es producida por el trabajo de todas ellas, y que, como el resto del trabajo, también se ve sometido a procesos de explotación, alienación y “malreparto”.

 

“Cada vez son más difíciles de generar espacios críticos en las condiciones materiales precarias en que también se produce el trabajo cultural”

 

-¿Cuáles son las principales “grietas en el degradado casco de la institucionalidad cultural”?

- Esa frase del libro refiere la investigación y acción de personas nacidas después de los años de la Transición, interesadas en poner en cuestión algunas de sus herencias; la principal, yo diría, el consenso como forma cultural connivente con un sistema económico cada vez más desigual, y la despolitización de la conversación pública antes de la crisis de 2008 y las revueltas de 2011... Pero también con una falta de imaginación, riesgo y viveza, que se refleja en todo tipo de grietas, desde los temas de los que se hacían las películas y poemas, hasta la falta de pluralidad de estilos o de espacios críticos, que, por otro lado, cada vez son más difíciles de generar en las condiciones materiales precarias en que también se produce el trabajo cultural.

 

- ¿Que la poesía visual no sea visual la deslegitima?

- No, para nada. Decir, como digo en el libro, que “la poesía visual no es visual” no implica negar la utilidad de ese sintagma para referirse a fenómenos de intensidad gráfica particulares, sino más bien devolver nuestra atención a la materialidad lingüística de la poesía que las metáforas de la visualidad a menudo ocultan, y enfocar las complejas relaciones entre grafía, sonido y performance, y entre escritura y oralidad, que toda pieza poética, y no solo las llamadas “visuales”, pone a funcionar.

 

“Hay poemas visuales cuyo destello dura lo que un parpadeo”

 

- El poema visual, ¿está más cerca del chiste, del ingenio, del destello..?

- Depende del poema visual del que estemos hablando, y si queremos hablar en esos términos, también depende de su momento histórico de producción, etc. Los hay tremendamente planos, cuyo destello dura lo que un parpadeo, y los hay mucho más afilados en su condensación, pero ya digo que a mí no me interesa mucho pensar estos poemas desde un posible género separado, sino precisamente en diálogo con otros tipos de poema. 

 

- ¿Qué diferencia la práctica anartística de la analírica?

- En verdad, nada. Analírica es una palabra que de hecho en parte creé como calco de anartística y anartista, y en otra parte, quizá más importante, como portadora del prefijo an- en vez del prefijo anti-, para darle nombre a una serie de prácticas verbales al envés de la melodía y armonía del régimen lírico que entra en mutación a finales del siglo XIX y al cambio general del sonido del siglo XX, que no solo tiene lugar en la poesía sino también en la música o las artes vivas, y por eso puede contener a la vez los escritos de Gertrude Stein, una partitura de performance de Esther Ferrer, un dibujo de Robert Smithson, un libro mojado por la lluvia de Brossa, y un poema de José Miguel Ullán. Se trata de un cambio de hecho producido por el conjunto de las artes en varios momentos de mezcla, hibridación y transdisciplinariedad, pero es evidente que el campo literario es un medio menos rápido que el de las artes visuales a la hora de integrar las mutaciones, por lo que la práctica analírica puede quizá sonar más extraña.

 

“La matriz poética hegemónica desde los años 80 es la poesía de la nueva sentimentalidad”

 

- ¿Qué explicaría que la poesía canónica de las últimas décadas se haya reducido a los novísimos?

- No sé si los novísimos son el canon de las últimas décadas, me parece que la matriz poética hegemónica desde los años 80 es la poesía de la nueva sentimentalidad y su devenir en lo que quiera que sea la poesía de la experiencia. Lo que los novísimos han absorbido y, a mi modo de ver, reducido con su preeminencia en el relato histórico de los años 60 y 70 es lo que podemos entender por prácticas de neovanguardia, o mejor aún, prácticas radicalmente orientadas al lenguaje que están teniendo lugar en los mismos años no solo dentro del campo de la poesía experimental y las artes visuales, sino en el propio campo literario del que los autores de la famosa antología de Castellet ocuparon por un tiempo el foco. Algunas de aquellas poéticas novísimas tienen mucho más que ver con una serie de léxicos y temas en ese momento novedosos y atractivos, que con una radicalidad estética que sí estaban probando y practicando otras partes de la generación; lo cual creo que reduce nuestra posibilidad de comprensión del periodo y, en consecuencia, de invención en el presente.

 

“El aislamiento no solo de las obras sino sobre todo de las personas me parece un hecho cultural dramático”

 

-¿Cómo afecta la desaparición de la crítica a la poesía en particular y a la literatura en general?

- De muchas maneras. Como poeta y artista diré que la falta de crítica nos deja muy desprovistas de un contraste y tensión con los que pensar, hacer y crecer la propia práctica, que de por sí no puede conocerse a sí misma del todo, además de abandonar las escenas artísticas a una suerte de corrientes de opinión demasiado influidas por amistades, enemistades, redes y posiciones de poder. Y más allá de la creación que no se ve avivada, está el dramático problema de una recepción efímera y superficial, y al fin y al cabo despolitizada, dependiente del reparto de atención de los medios de comunicación y sus programas estéticos. Y con esto que digo no estoy echando en falta unos dispositivos críticos centralizados, altoculturales, jerárquicos y en papel, y que ya no creo que puedan volver desde el siglo XX al XXI, sino más bien me refiero a una conversación intensa, vibrante y significativa entre las personas que participan del hecho artístico, creándolo o recibiéndolo, y de todas ellas con el espacio social, por las vías actuales, que, pese a todas sus carencias, son mucho más horizontales. Lo que echo de menos es un tiempo y un espacio, físicos y editoriales, para una conversación continua en que nos demos unas preguntas que nos importan y a partir de ellas preguntemos a las obras que vemos, oímos o atendemos, como para poner en movimiento un pensamiento común más conectado al mundo y a los demás. El aislamiento no solo de las obras sino sobre todo de las personas me parece un hecho cultural dramático.

 

- ¿Es la poesía vanguardista, más susceptible de acoger sucedáneos, como sostiene la creencia popular?

- Entiendo por qué se podría sospechar de ciertos usos y texturas mal llamados vanguardistas, por la misma falsedad que de hecho deberían ellos mismos poner en cuestión, pero hay un montón de poemas de la poesía hegemónica que se vienen sucediendo en serie desde hace décadas sin ninguna revisión ni tensión crítica o vital, y que no entiendo por qué no podrían también ser llamados sucedáneos con la misma sospecha. Pero lo que me parece más importante, en todo caso, es afirmar que lo que suele considerarse vanguardista en poesía suele tener que ver con formas y texturas de un estilo histórico, es decir, del pasado, y que si atendemos a la dinámica de cambio que ellas mismas abrieron, como mínimo deberíamos esperar ser sorprendidas o desafiadas por las formas de poesía que estén cambiando la poesía aquí y ahora, y que es muy posible que no estén pasando en el medio poético ni literario sino en artes y vidas con mucha más viveza verbal. 

 

- ¿El espectador de hoy es más indolente frente a provocaciones como la de ZAJ en el teatro Garraye, en 1972?

- No sé, me es difícil valorar esto, no creo que se trate de un problema de indolencia exactamente. Creo que sí me es posible decir que las lectoras de los años 60 y 70 estaban envueltas por una época de mayor compromiso crítico y político, y cuando entran en el Gayarre están además agitadas por una acción de ETA en la ciudad. Pero también podría verlas mucho más ingenuas que nosotras, en lo que el término tiene de potencia e impotencia, porque aún están asistiendo a los inicios de la performance. Creo que es difícil que una performance como tal –por ser una performance, quiero decir– hoy nos pueda alterar del mismo modo, como tampoco el LSD, por poner otro ejemplo de altercado sensorial de aquel momento, porque ambas formas y experiencias ya han sido algo más integradas e interiorizadas en nuestro imaginario. Después está el hecho de que justo a mitad de los 70 arranca la expansión de la economía e ideología neoliberales que conforma nuestros modos de percibir y recibir hoy, y que creo que hace nuestro momento uno muy diferente de aquel.

 

“Hay hoy poca tolerancia al extrañamiento”

 

- En muchos artistas que usted recoge y analiza, el espacio público es uno de los elementos centrales. ¿Qué papel ocupa hoy en día? 

- Pues un papel de nuevo muy diferente por el curso de las políticas y economías neoliberales, que han individualizado mucho la sociedad, por no hablar de fenómenos como la turistificación o la gentrificación, que hacen de la calle un sitio menos vivido, más comercializado y, por lo tanto, menos público. Pero es que, además, en España en los años en que afloran estas prácticas que de pronto sienten un deseo de suceder en el espacio público, hay una dictadura que prohíbe el derecho de reunión y la libre expresión de las opiniones, volviendo este deseo en sí mismo un pequeño altercado, tome la forma que tome. La diferencia es bastante grande, pues, y compleja de diferente modo, pero se me escapa su alcance hoy... También siento que se trataba de artefactos, por un lado, muy extrañados, y hay hoy poca tolerancia al extrañamiento, pero, por otro lado, muy artificiosos, y no sé si es eso lo que hoy necesitaríamos. Este momento nuestro, creo que pide algo más vital, y que quizá no pase tanto por objetos desafiantes sino quizá tan solo por sencillamente estar.

 

- ¿De qué cura, de qué sirve la poesía?

- De la lengua muerta, la prosa estándar, la llanura, el muesli y el algoritmo, del lenguaje motivacional y terapeútico con que aplacar la neura de entenderlo todo y sobre todo al otro para que el mundo y el otro en verdad desaparezcan pulverizados por nuestra comprensión que no es sino identificación, de la frustración, de la soledad en la angustia, de la muerte del secreto y el misterio, de la falta de riesgo y de deseo.

Para no servir aparentemente de nada, sale muy a cuenta la poesía, la verdad.

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

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