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13 de febrero de 2018

Pocos casos hay tan peculiares y llamativos en la historia literaria del pasado siglo como la fama póstuma de la poesía de Constantino Petrou Cavafis (Alejandría, 1863 – 1933). La labor divulgativa, en efecto, de un entusiasmado E.M. Forster ante el público anglófono acabó propiciando, tras diversos avatares y accidentes, que se editara una antología de poemas cavafianos traducidos al inglés en 1951, 18 años después de la muerte del poeta alejandrino, nada menos. Y es precisamente a partir de esta vía, en el centro mismo del antiguo imperio, tan alejada de la excéntrica y exótica Alejandría, cuando la poesía de Cavafis comienza a ser leída, traducida e imitada con fruición en el resto de Europa y, posteriormente, en todo el mundo occidental, de manera escalonada, eso sí, pero segura.

La figura de Cavafis, trascendiendo mil veces el ámbito de la poesía neo-helénica (tan precariamente leída aún, siquiera conocida, estudiada o traducida), se sigue presentando ante nuestros ojos como la de un poeta símbolo, vindicado desde innumerables frentes, ya sean literarios o culturales; y, a pesar del vaivén de las modas y de las influencias poéticas de todo pelaje, insiste en su arquetipo de autor inevitablemente contemporáneo. Muchos de sus versos se han convertido en lemas reiterados, y aún los vemos medrar por internet o en las diversas redes sociales, a menudo  a través de traducciones apócrifas. Y el conjunto de su poesía, que a ojos vista parece tan alejada de las venerables retóricas románticas, pero también de los funambulismos de las vanguardias del siglo XX, no deja de suscitar en cualquier lengua culta un sinnúmero de exégesis y de hojas críticas. Sin embargo, hemos de decir que el canon irreprochable del que ya se hace difícil bajar a nuestro autor contrasta de manera palmaria con su propia concepción del quehacer poético, de la escritura y de la vida del artista.

Cavafis fue en vida lo que hoy llamaríamos un «poeta secreto». Es cierto que en sus últimos años se acabó ganando un grupo relativamente numeroso de lectores devotos entre sus paisanos; incluso también entre los distantes griegos «del continente». Pero, salvo alguna publicación anecdótica y dispersa, el resto de su obra (lo que el poeta decidió mostrar) no vio la luz sino a través de hojas volanderas o ediciones no venales, distribuidas entre amigos y cercanos. Es evidente que su idea de la publicación o la difusión de la poesía dista mucho de la que impera hoy día. Pero tampoco vemos en Cavafis, a juzgar por lo que sabemos por su correspondencia o por otros escritos dispersos, a un ego herido o a un poeta incomprendido y torturado por una aspiración, nunca satisfecha, a la gloria. Y tampoco (entiéndase) advertimos una impostada auto-humillación o un falso recato. Para Cavafis, como pudo serlo también para los poetas griegos arcaicos, el parnaso de la poesía consistía, sobre todo, en un acto de intimidad. Y la del poeta, en una labor asumidamente marginal y excéntrica. El poeta que encuentra en un solo lector a todos los lectores, porque sabe y acepta que no ha de merecer más premio que ese, un simple lector; porque sabe y acepta que cualquier voz de la voluble fama ya no le compete; y que las mayorías y las minorías lectoras, como abstracciones, no dejan de ser entelequias.

Tal vez sea en la esfera de esa marginalidad donde la poesía cavafiana nos entregue su brillo más sincero. En la siempre lejana Alejandría, la capital del Imperio Helenístico, el centro alejado de ese otro más antiguo centro que fue Atenas, podemos encontrar el símbolo y la constatación de que todo centro es, al cabo, una utopía, de que la vida se mueve en los arrabales y en el extrarradio. Los filólogos alejandrinos quisieron también ser poetas, pues pensaron que habían descifrado el mecanismo del poema, y creían que era posible habitar ambos mundos, el de la filología y la poesía, a un tiempo. Sus versos fueron artificiales y descreídos, signo de una decadencia y un cansancio que, paradójicamente, también estaba dando origen a algo nuevo. Fue necesario que cayeran los siglos, uno tras otro, para encontrar en esa misma urbe alejandrina, con muchísimo retraso, al postrero, al más puro de los poetas alejandrinos. Todo lo que era artificio en sus precedentes, la pátina del tiempo y de la historia lo trastocó en verdad a través de la poesía de Cavafis . Los epígonos de éste, en diversas épocas y lugares, naturalmente, sólo se quedaron con la superficie, con las estatuas, los templos, las túnicas de los efebos, la exaltación de un pasado irreal y un paganismo de guardarropía. Pero la poesía de Cavafis no está en en las palabras, ancestrales palabras griegas, ni en su dicción anacrónica donde convivían a capricho elementos del griego demótico y mestizo, con los cultismos ficticios del katharévousa y los giros clásicos, bizantinos u homéricos, sino en lo que mantiene unidas todas esas palabras, lo que no se ve: ese don de la melancolía que tiñe el tránsito de la belleza, la memoria, el tiempo, las contradicciones del ser humano y la encrucijada entre dos mundos condenados a convivir ya sin remedio, el pagano y el cristiano, el cuerpo y el alma. Esa melancolía, que en ocasiones es también la leve sal que adereza los momentos irónicos, se manifiesta en una voz múltiple, a través de la cual van pasando toda clase de personajes marginales: perdedores, granujas, traidores, tristes, enamorados, ambiciosos, lascivos, apasionados, cansados o incrédulos de toda época. Ya sea en la antigua Antioquía, en Roma, en unos hexámetros de Homero o en las confusas calles de la Alejandría de principios del siglo XX, con sus cafés, sus tabernas y sus proscritos placeres nocturnos, en todos los poemas de Cavafis habla siempre el ser humano, con una voz sin sordina y sin apuntador. Una voz, la de aquellas figuras dibujadas, o apenas esbozadas por el poeta, donde acabamos reconociendo nuestra propia voz, siempre en las afueras y siempre sin anclaje: porque, tal vez, ser de Alejandría equivale a no ser de ningún sitio.

La presente traducción de estos seis poemas de Cavafis forma parte de mi traducción y edición de la poesía completa del poeta alejandrino que, próximamente, verá la luz en la editorial Pre-Textos. Al pie de cada poema se indica la fecha en que está datado.

 

 

                                                                      

CHE FECE .... IL GRAN RIFIUTO


Para algunas personas llega un día

donde el gran Sí o el gran No deben decir.

En seguida aparece aquel que lleva

el Sí bien preparado, y pronunciándolo

 

da un paso adelante en su estima y en su confianza.

El negador no se arrepiente. Preguntado de nuevo,

de nuevo dice No. Pero ese No —que es el correcto—

le abruma para el resto de su vida.

 

(1901)

 

EN EL PUEBLO ABURRIDO


En el pueblo aburrido donde trabaja

—empleado en un comercio,

muy joven—, donde espera

que pasen aún dos o tres meses,

dos o tres meses aún, y haya menos tarea,

y así marchar a la ciudad, lanzarse

derecho hacia el bullicio y las diversiones;

En el pueblo aburrido donde espera

ha caído en su cama, de noche, pleno de deseo,

toda su juventud encendida en pasiones carnales,

en hermosa tensión toda su hermosa juventud;

Y entre los sueños el placer le acude; entre los sueños

contempla y abraza esa figura, la carne que desea.

 

(1925)

 

EN EL TEATRO

 

Me cansé de mirar el escenario,

y levanté los ojos a los palcos.

Y en uno de esos palcos fue donde te vi

con tu extraña belleza, tu depravada juventud.

Y enseguida volvió a mi pensamiento

todo lo que de ti me contaron esta tarde,

y se me conmovieron cuerpo y mente.

Y mientras contemplaba, fascinado,

tu lánguida belleza, tu juventud lánguida,

tu refinado atuendo,

fantaseaba contigo y te me aparecías

tal y como de ti me contaron esta tarde.

(1904)

 

 

CUANDO EL VIGÍA VIO LA LUZ

 

En invierno, en verano se sentaba en el tejado

de los atridas el vigía, y oteaba. Es ahora quien pregona

las buenas nuevas: ha visto, allá a lo lejos, encenderse el fuego.

Y se alegra. Y sus esfuerzos ya concluyen.

Es duro quedarse noche y día,

bajo el calor y el frío, a escudriñar la distancia por un fuego

que ha de encenderse sobre el Aracneo. Ahora aparece

la anhelada señal. Siempre que llega la felicidad

nos produce menos alegría

de lo que cabe esperar, mas indudablemente

se gana en esto: verse libre de esperanzas

y expectativas. Son muchas las cosas

que han de pasarle a los atridas. Cualquiera, sin ser sabio,

lo supone, ahora que el vigía

ya divisó la luz. No hace falta, por tanto, exagerar.

Bella es la luz; y bellos los que acuden;

bellos también sus actos y sus palabras.

Y esperemos que todo salga a derechas. Pero

Argos bien puede hacerlo sin los atridas.

Los linajes no duran para siempre.

Seguramente muchos han de decir muchas cosas.

Las vamos a escuchar, mas no caeremos en la engañifa

del Necesario, del Único, del Grande.

Necesario, único y grande, siempre en seguida

se encuentra a cualquier otro.

 

(1900)

 

LAS VENTANAS

 

En estos cuartos sombríos, donde paso

días de tedio, voy vagando de un lado a otro

en pos de las ventanas. —Cada vez

que se abre una ventana es un consuelo—.

Mas no hay ventanas, o es que yo no puedo

encontrarlas. Y acaso, mejor que no lo haga.

Acaso la luz sea otra tiranía más. Quién sabe

qué inusitadas cosas vendrá a mostrarnos.

 

(1903)

 

EN LA TARDE

 

Después de todo, no iba a durar mucho. La experiencia

de años me lo enseña. Mas resultó algo tajante

cómo acudió el Destino y le puso fin.

Breve fue la hermosa vida.

Pero qué fuertes los aromas,

en qué exquisitos lechos nos tendimos,

a qué placeres dimos nuestros cuerpos.

 

Un eco de los días del deleite,

un eco de aquellos días vino a mí,

algo del fuego que, jovenes los dos, fue nuestro;

volví a tomar una carta entre mis manos

y la leí una vez y otra vez, hasta que me quedé sin luz.

 

Y salí fuera al balcón con melancolía,

salí a pensar en otras cosas, al menos contemplando

un poco de la ciudad amada, un poco

de ese fragor de calles y de tiendas.

 

(1917)

Escrito en Lecturas Turia por Juan Manuel Macías

13 de febrero de 2018

(Fragmento)

Dondequiera que vaya, me viene bien (Montaigne en Italia). Ahí,

una norma de vida, un saber estar cuando el estar es leve, transitorio.

Amplitud: este caminar lento por el pasillo mientras julio avanza, un año

más. Desde el estudio, la luz incipiente de las nueve de la mañana

es una claridad sin peso, un estar de las cosas que parece

venir del aire mismo y darle forma, formas, puntos de anclaje. Pronto

será un garfio que arañe la nuca, por ejemplo, o ese perfil

que mira hacia la calle sin dejar de mirar, a veces con torpeza, con

impaciencia, la pantalla. Ayer, en una terraza, mientras bebíamos

cerveza con el alivio indisimulado de quien ha cumplido algún trayecto,

algún pacto consigo mismo, alguien habló con súbita agresividad. Me

habló, en realidad, aprovechando un aparte en el que los demás

se hallaban tan inmersos en su charla que no vieron, no podían ver,

el arco de los hombros tensándose de pronto, el lienzo de la frente

brillando con malicia impensada. ¿Y tú qué has hecho? Hablas y hablas,

te amparas siempre en el refrán de la supervivencia, del trabajo

pendiente,

pero todo lo has hecho por ti, para ti. Más tarde, tras volver de los aseos,

me acomodé en la silla con rara cautela, sintiendo en la columna

cada barra del respaldo, cada pliegue metálico. Mis compañeros charlaban:

cada cual con su vecino, o en grupos más amplios donde siempre

hay alguien que se pierde o se abstrae un instante, que se esfuerza en oír

y oye tan solo su ansiedad, su afán de estar en algo o con alguien. Era

hermoso verlos hablar, ver fluir las palabras como una sábana

que se dobla entre dos, o los hilos que pasan de una pareja de manos

a otra

en el juego de los cordeles. Símiles: una insuficiencia en el decir,

una explicación no pedida, pero la imagen es completa

y no carece de nada, se basta a sí misma, que es como decir:

me basta. Y, sin embargo, siempre, el deseo inexplicable

de explicarla. Seguí en ella,

con ella,

mientras volvíamos a casa y las calles nos excluían, tenaces, torcidas,

haciendo y deshaciendo sus nudos de vida irreducible. Dondequiera.

 

Aquí, ahora, la ventana de cristal doble arroja un saldo abrumador:

verde, castaño, aguamarina, un penacho de nube sobre la pátina

de agua estancada de los sauces, el azul profundo

haciendo más grandes los cipreses, los pinos, sus copas apiñadas

como cráneos que miran desde siempre el brillo de mica del asfalto.

Y, más allá, el ojo de cíclope del verano, el ojo único que aún espera

abrirse del todo. Escucha. Escucha. No es un error. El ojo se abre,

en efecto,

y su mirar parece coincidir con el tuyo, desde esta cristalera

que vibra levemente con el aire acondicionado y en la que posas

la frente inquisitiva, la piel tibia. Estrechez: esa obstinación

por juzgar y ser juzgados, la vigilancia mutua. También aquí,

mientras miras, mientras miro, la masa inerte de los árboles

y esas pocas figuras que se cruzan sin prisa por caminos de arena,

su caminar que la distancia misma vuelve arena. Somos en la mirada,

fatalmente,

en la medida impuesta desde fuera, en el decir y desdecir del otro,

su toma de partido. Escucha. ¿Y tú qué has hecho? He vivido mi vida

como he podido, como

me dejaron, tratando de hacer lo que se esperaba de mí, lo que yo mismo

esperaba. No te expliques. No te disculpes. No te envanezcas. No digas

nada. Fuera, un aire súbito enreda las ramas de los sauces y levanta

una pequeña nube de arena. Esa pregunta

tenía también su pequeña historia detrás, pero no importa. Lo que importa

es la nube que levanta, el eco postergado. Alguien tiene razón

cuando hace la pregunta que no has querido hacerte, cuando revela

el flanco débil (porque hay un flanco débil). ¿Qué hemos hecho? ¿Qué

saldo mostraremos cuando nos pidan cuentas? ¿Qué diremos

en nuestro descargo? Llegada la hora, lo otro, la suma

provisional, no salva. Amplitud, estrechez. La sístole y diástole

de un tiempo carcelero, la mano firme que insiste en tutelarnos

aunque nunca tuvo permiso. Sí, llamamos vida a esta ciencia

del desperdicio, este escurrimiento de un viernes a las 10

a otro viernes idéntico, dondequiera… Pero era dulce

verlos hablar, ver fluir las palabras en la mesa de juego

del aire, sentirlas cerca, como también la luz está con nosotros,

otro día,

este sol desorbitado de julio que toma la calle y la somete

y abre un claro donde los ojos respiran (un instante)

y nada rompe aún su promesa, su reserva de aliento. Estrechez,

amplitud. Aquí,

una norma de vida, un saber estar mientras las preguntas, como

vencejos voraces, se van turnando en el aire del hacer.

 

Escrito en Lecturas Turia por Jordi Doce

8 de febrero de 2018

 

Dentro de mi cabeza escucho siempre arder

un moscardón de agua que me llama al oído

moviendo con sus trancos oleadas de alas.

 

 

Desde las nubes braman, desde el deshielo gruñen,

desde los ríos rugen esos remos del aire

a masticar la arena con sus dientes de espuma.

 

 

El cielo desgarrado refleja, mar, en ti

lichis o albaricoques encendidos de sed.

 

 

Mis ojos se levantan como faros insomnes,

oyen una invariable y hosca letanía

que habla de la vida, del tiempo, de la muerte.

 

 

Con mis piernas y brazos, con mi boca y mis poros,

trago tu soledad más grande que la mía,

inmensidad que avanza y retrocede,

avanza y retrocede sin parar.

 

Escrito en Lecturas Turia por Ángel Guinda

8 de febrero de 2018

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A la espera de la humedad, la impertinencia,

la negritud, no son virtudes extrañas para quien naciera

en una carreta colmada

de mujeres muertas. 

 

Hablo de José Garganta Dulleta, el Cojo Bonifa junior,

que acometiera con éxito al tigre de bengala César,

y que,

atribulado,

negara la existencia de capillas disimuladas

en los edificios del barrio.  

 

Ahora,

en esta calcárea residencia de mayores, en pleno auge

de fallidos organismos

bajo la advocación de la canícula nociva,

se amontonan sugerencias

cuyo origen

es el Reino de Aporía; letrados

inteligentes, figuras

del estallido, hombres

especiales que, prosternados,

proponen lápidas color vermú, dibujos

de un bribón menor, lastrado

por el peso

de sugestivas entrañas

y sagaces calcomanías. 

 

También,

alguien,

quizá invidente,

postula ‘su parecer como el Líbano’

citando a Salomón

ápud Hugo Blair

cuando evoca la dignidad, hermosura y gentileza del esposo.

Escrito en Lecturas Turia por Francisco Ferrer Lerín

8 de febrero de 2018

El primer recuerdo que me viene a la cabeza es el de un despacho en la Casa de la Panadería, y un balcón que daba a la Plaza Mayor. Debía ser diciembre y fui a hacerle una visita con mi hijo Julio, que entonces tenía siete u ocho años. Y digo que debía ser diciembre porque tras los saludos, cordiales, algo protocolarios delante del niño, tal vez intimidado con tanto ujier uniformado, de mangas entorchadas y ribetes, nos condujo por una serie de pasillos y dependencias llenas de archivadores y de cajas, para él supongo familiares, para nosotros laberínticos y umbríos, hasta un salón grande, vacío, con paredes desnudas y una enorme, descomunal, alfombra azul que cubría el suelo por completo y que daba al lugar una solemnidad un tanto empalagosa.

 

Lo recuerdo allí, alto, con una voz templada que rebotaba en la pared y el techo; un locutor de aquilatados adjetivos y adverbios y sustantivos limpios y notariales. Nos contaba que allí, tras de la cabalgata, cumpliendo un riguroso y regio protocolo, era donde los Reyes Magos recuperaban el resuello, el tacto de sus piernas ateridas, los colores del frío en las mejillas, antes de salir al balcón a saludar junto al alcalde: las manos enguantadas, los anillos de piedras preciosas, ostentosas y grandes como lápidas, y brillantes de un rojo, de un naranja, de un verde deslumbrante.

 

Y recuerdo la cara fascinada de mi hijo, su mano apretándome la mía, que desde entonces y durante años llamó a Luis Mateo Díez “tu amigo el de los Reyes”, que tampoco es mal mote.

 

Conductor imaginario

Allí, en aquella plaza donde siempre da el sol, cuadrangular, castiza, llena de ecos remotos, ancestrales, de circos y autos de fe, nos hemos encontrado alguna vez que otra. Hemos charlado, allí, entre el bullicio crónico de las sombrererías, los corros de turistas, con cara de despiste, de guía oficial y foto, y las terrazas con sillas de aluminio alineadas como guardiamarinas. Y allí, en La escalinata, una cafetería con asientos de terciopelo rojo y apliques de similor, hemos tomado alguna vez café, tras llegar caminando a buen paso (leonés) desde Sol.

 

E insisto, caminando, porque nunca ha sabido conducir. Y es motivo de pasmo cuando lo cuenta, más aún sabiendo que de niño pasó horas entre los conductores de autobuses y camiones que paraban entre León y Villablino, en La Magdalena, el pueblo de sus padres,  donde unos familiares regentaban el bar en el que paraban los coches de línea, y donde los conductores, que entonces eran chóferes, se tomaban un chato y un bocadillo de lomo.

 

Y en aquel tráfago de maletas de madera, bultos, paquetes, cajas aseguradas con atillos, y billetes que el conductor invalidaba por el sencillo, expeditivo método de cortarlos en dos, el pequeño Mateo jugaba con la cartera de cuero del cobrador, y se asomaba con experta curiosidad a los capós que cubrían, como caparazones, manguitos polvorientos, tubos y cables sujetos con cinta aislante, y misteriosos depósitos metálicos que echaban humo como una cafetera.

 

Y tanto trajinó con los volantes, grandes como paelleras, y las cajas de cambio, tantas curvas tomó subido a la cabina -el parabrisas que limitaba el mundo, imitando el sonido del motor con la boca-, que luego no aprendió a conducir más que de una manera imaginaria, soñada o recreada: imaginarias llaves de contacto, imaginarias manos que salían por las imaginarias ventanillas; pedales que chirriaban, despertando recónditos engranajes dentados, bielas, tornillos, ejes y tuercas también imaginarias. 

Así que es un andariego peligroso. Rápido y distraído, de piernas largas, articuladas con la aparente fragilidad de las zancudas, y una conversación ordenada y precisa que pareciera traer escrita de casa.

 

Infancia de río y desván

 En alguno de esos paseos por la plaza, abrigo largo y manos en los bolsillos, como una estatua, me habló de ese niño que vivía en la casa consistorial de Villablino, donde su padre era secretario del Ayuntamiento. Un caserón sobrio, plomizo, utilizado durante la guerra como hospital de sangre y que guardaba, allí en el desván, en ese orden incierto del pasado impreciso: cajas de libros prohibidos y salvados de la hoguera, ropa, camillas, autoclaves, y algún camastro de loza desportillada, llena de telarañas y de polvo. Allí, jugaba con sus amigos a las guerras; incursiones, emboscadas, desplomes… Y era motivo de acaloradas discusiones saber si alguno de los contendientes, aquellos niños nacidos en el eco pesado de la guerra, silenciada, estaba herido, o muerto. Los primeros eran conducidos en camilla, tras las líneas, a la cálida y protectora retaguardia de los héroes; los otros, arrinconados, las manos cruzadas sobre el pecho, los ojos cerrados, en un rincón. Sin pompa, sin honores, sin gritos ni salvas de ordenanza, ni armón, como los muertos de verdad.

 

Los muertos de los que todavía se hablaba a escondidas a mediados de los años cuarenta: gestos alertados de silencio, palabras recelosas bajo el eco remoto, fatal, de la tragedia: disparos en el monte, camionetas cargadas de guardias, largos fusiles, capotes, y leyendas de huidos…

 

Algo de aquel mundo legendario, de alacenas y sábanas, orfandad y misterio ha quedado después en sus historias. Un mundo imaginario de silencios, ancestral y remoto, como la nieve, el frío.

 

Y allí andaba aquel niño, un tanto atribulado, no especialmente simpático y algo llorón –confiesa-, que sin embargo tenía una cierta predilección por fabular. Una facilidad para inventar historias, contarlas y, a partir de un momento, hacia los doce años, escribirlas.

Su hermano Antón las editaba, y las vendía por el pueblo cobrando en caramelos, o en bolitas de anís.

 

Así que aquel niño escritor –entrañable, patética figura- vivió ya desde entonces las glorias del triunfo: la vanidad, el halago, la crítica, las opiniones, no siempre complacientes, de los lectores… Y ya entonces  algo de esa pasión extrema por el lenguaje. Un exquisito celo de alquimista con el que elige cada palabra, selecta y expresiva, como se seleccionan albaricoques en una frutería.

 

Palabras que desvelan, en aquello que nombran, con pasmosa naturalidad, el hallazgo secreto, inadvertido pero al tiempo certero de que eso se ha llamado así siempre.

 

Rulfo y El llano en llamas

 Y cuenta que fue Rulfo, El llano en llamas. Estudiaba Derecho en Oviedo y en la biblioteca Feijoo alguien le habló, o se topo con Rulfo, y fue un deslumbramiento, una impresión feliz y extraordinaria. Tanto que se resistió a devolver el libro, acumulando sellos rojos en la ficha, amenazas, miradas incendiarias de la bibliotecaria, hasta que compró un ejemplar para él. Rulfo que abrió la espita, tras las lecturas en la biblioteca paterna, de la literatura. Una literatura, durante años, de tarde y temporada, vacaciones y fines de semana. Un trabajo de escritor a tiempo parcial que ha ido compaginando con esa doble vida de funcionario, de despacho y reuniones y un balcón a la plaza.

 

Hace tiempo me regaló su primer libro, Memorial de hierbas. Ganó con él, en 1973, el Premio Novelas y Cuentos. Y en él hay una foto suya, espigado, con un jersey oscuro y gafas negras de concha, en blanco y negro, en su casa de entonces. Con paredes sin cuadros y al fondo una velada biblioteca. 

 

Recuerdo su recepción como académico. El calor insufrible, las alfombras allí en la docta casa, las escaleras como las del palacio de Sisí, su figura lejana, con el traje de gala, también en blanco y negro.  En su discurso habló de la imaginación y la memoria, y de cómo a veces se reponen en la ficción las carencias de la realidad. Pero también los sueños y obsesiones. La nostalgia, el fulgor, las preguntas. Todas esas historias que podrían haber sido y no fueron y que son porque alguien las idea: la de Ezequiel, el del labio leporino; la de Cecilio, el cazador; la de la familia Villar, que llegó al pueblo dos meses antes de que llegara el agua, o la de Belarmino Estrada, que murió de unas fiebres de malta…

 

No sé los libros que ha publicado Mateo, y de ellos no sé los que he leído exactamente, muchos.  Guardo de ellos un recuerdo difuso -siempre he sido un lector olvidadizo-, una mezcla sutil de escenas y personajes, títulos y cubiertas, diálogos y palabras, que perfilan ese universo suyo, legendario, remoto, marcado por la obsesión y el desamparo, los viajes hacia ninguna parte, las pensiones donde resuena el eco lejano de una televisión prendida, viejos cines de techos desconchados, orfandad y trastorno … Habrá voces más autorizadas que la mía que hablen de las cualidades de su literatura cuyo valor a estas alturas no es necesario que nadie se encargue de glosar. A mí gustaría hablar de las veces que tomamos café. De su conversación apasionada y sugestiva. De su sensatez y generosidad. Y de su magisterio.

 

Guardo firmados muchos de sus libros, con su letra menuda, concisa y temeraria, siempre escrita con un rotulador de punta fina. El mismo con el que trabaja ante el ordenador, con un folio doblado para anotar y esos cuadernos de tapas duras donde nacen sus libros: notas, secuencias, nombres y el título, que es siempre lo primero: Las fuentes de la edad, Las Estaciones provinciales, El expediente del náufrago, Fantasmas del invierno, La gloria de los niños, Príncipes del olvido, Los frutos de la niebla o el mencionado Memorial de hierbas… Lo sopeso en la mano,  aquí sobre la mesa, lo hojeo, lo abro y leo lo escrito en la primera página:

 

       Para Jesús

       estas hierbas que no

       acaban de agostarse

 

Y me parece bien. Y hasta ajustado, de algún modo profético, esa dedicatoria de mi amigo Mateo, el de la letra lacia, las palabras precisas, el de los Reyes Magos. 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Jesús Marchamalo

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